Hasta el momento había omitido la pequeña tentación de abrir la caja, tal vez impulsada por el deseo de que no se escapara ni una gota del característico y agradable aroma de las galletas. En cuanto Hubert las reveló, noté que la señora Drika había recubierto el interior con un fino paño de algodón color crema. Ahora comprendía lo amortiguado del sonido al manipular el recipiente. Conservaba, a su vez, tanto la esperanza como la certeza de que Hubert valoraría este pequeño detalle. Era, a mis ojos, un muchacho centrado y humilde, además de inteligente y analítico. Otra persona en su lugar podría pavonearse o colocarse en un escalafón moral elevado al creerse dueño de verdades universales por el simple hecho de ostentar determinados intereses, de provenir de determinada familia, o de poseer una determinada cantidad de dinero. Él no era así. El roce de su mano fue sutil e inesperado. Pensé en nuestro almuerzo del lunes y en cómo había evitado tocarlo con una precisión casi quirúrgica, pero si el descuido provenía de él... no podía hacer mucho al respecto, no cuando la limitación provenía del miedo antes que del desagrado. No me molestaba el contacto físico con Hubert, en absoluto, sólo dudaba si era prudente de mi parte. También existía la posibilidad de que me hubiese dejado llevar por un susurro paranoico y que nada de esto importara tanto. Por eso me sentía tan cansada últimamente. No lograba discernir la pesadilla de la realidad. Su reacción al ver y olfatear las galletas fue serena, como siempre, pero la forma en que cerró los ojos me dio la pauta de cuán gratificante le resultaba. Me alegraba, lo hacía de verdad. Me alegraba que la señora Drika hubiera atendido a los detalles que yo omití, y que su gesto me permitiera, al menos en calidad de simple mensajera, generar alguna clase de impresión positiva en otra persona. Cuando regresó a mis ojos, tal vez impulsada por esta idea, decidí ser honesta e intentarlo por primera vez. Que el gesto proviniera directamente de mí, de mi boca y de este corazón helado. Hubert sonreía con naturalidad, lo había pensado antes; sin embargo, en esta ocasión puntual, sentí que su gesto, su semblante, cargaba una suavidad inusitada. Estuvo, quizá, en la forma en que sus ojos se estrecharon bajo el delicado peso de su sonrisa, y la atención que sostuvo sobre mí me arrojó una sensación diferente al cuerpo. A lo largo de mi vida había sido testigo de incontables expresiones similares, esas que reflejaban gratitud, cariño, aprecio. Pero no estaba acostumbrada a que fuera así como me miraran a mí. Parpadeé, intentando habituarme a la sensación atípica, y me pregunté si podía caer en la pretensión de creer que mis palabras, y no tanto las galletas, habían sido las causantes de dicha expresión. Su respuesta cargó una honestidad más natural, menos premeditada que la mía, y la mención de los futuros bento sorpresa me forzó a parpadear una vez más. ¿Acaso quería...? ¿A mí? ¿De verdad? —Si permanezco atenta, ¿seguirán siendo sorpresa? —cuestioné, en una broma que pretendió apartarme de mi propio remolino interno, y me permití asentir—. Me parece bien. ¿Por qué? Desligarme de su atención directa me permitió organizar un par de ideas con más calma. Yo también bajé la vista a la caja, aunque pronto regresé a su semblante y lo repasé brevemente. Mi vida siempre se regía por límites preestablecidos y parámetros claros. No había exabruptos, ni sorpresas, ni sustos o tribulaciones. Muy, muy en el fondo era consciente del surrealismo en nuestras aspiraciones. Pretendíamos controlar y dirigir con la ventaja conferida por el raciocinio y el ingenio, ignorantes de una verdad que personas como Ophelia comprendían con naturalidad. No, no la ignorábamos. Le temíamos, por eso la ocultábamos. Nos aterraba el poder demoledor de las emociones humanas. —Si decides escribirle una nota, se la haré llegar sin contratiempos —compartí, pensando en su posible reacción—. Creo que le haría ilusión y, si está entre tus intereses, fácilmente te la meterías en el bolsillo. —Esbocé una sonrisa producto de la broma—. Es una señora bastante amable. Su última pregunta evidenciaba sus intenciones con claridad, y en mi mente seguía rebotando el tinte de su gesto. Aún intentaba determinar aquello que se había alojado en mi cuerpo, en el centro de mi pecho, como una sensación sutil y persistente; de momento sólo sabía que era cálido y agradable, y que me confirió el coraje suficiente para dar otro paso en su dirección. Hacia la orilla, lejos del corazón congelado del lago. —Invitarte a ocupar alguna sombra del patio, por supuesto —bromeé, y le concedí una sonrisa un poco más amplia—. Si también está entre tus intereses, claro.