Ese día, Romelia estaba usando el mejor vestido de su armario –el más bonito, el más colorido– y quería que Dylan la viera. Quería que su vista se detuviera en cada hebra del encaje del vestido, que delineara con la mirada las tenues curvas de su cintura, que sus pupilas dilatadas siguieran el vuelo de su falda al caminar, que observara cada una de sus pestañas rizadas y contemplara, embelesado, cada una de sus angulosas facciones. Deseaba que Dylan la observara, no de una manera libidinosa (aunque definitivamente admitía que, por vanidad, anhelaba que él pudiera descubrir en su figura espigada los bordes definidos que solía esconder detrás de prendas holgadas) sino que sus ojos fuesen capaces de encontrar el matiz perfecto entre la transparencia del alma y los colores del cuerpo, que viera en ella algo a lo que se le pudiera nombrar belleza. Él jamás volteó a verla. (Inspirado, aunque no debería estarme metiendo, en la vida amorosa de mi hermano)