Suspenso Una Sombra en mi Hogar

Tema en 'Relatos' iniciado por Sylar Diaz, 7 Marzo 2023.

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    Sylar Diaz

    Sylar Diaz Sei mir gut Sei mir wie du wirklich sollst

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    Miembro desde:
    3 Agosto 2019
    Mensajes:
    60
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    Inventory:

    Escritor
    Título:
    Una Sombra en mi Hogar
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Fantasmas
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    37
    Carolina, una vieja mujer que recién se acostumbra a los simples placeres de una vida normal y solitaria, deberá afrontar una sombría amenaza que llega de improvisto a su hogar... al mismo tiempo que su hijo perdido...
     
    Última edición: 7 Marzo 2023
  2. Threadmarks: Una Sombra en mi Hogar
     
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    Una Sombra en mi Hogar
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    Fantasmas
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    —Tanto maldito sol hará que me enferme un día de estos, lo juro —resopló Carolina entre dientes al entrar finalmente en su casa y lanzar lejos, y sin cuidado, el gran sombrero de jardinería hecho a mano—, tengo que salir diario a tirar agua como inútil ¿y todo esto para qué? ¡Para que esas malditas plantas no se mueran!

    Y como si los rosales, y las azucenas, y los jazmines, y todas las plantas en flor del extenso jardín hubieran comprendido que la alta mujer pelinegra se estaba refiriendo a ellos, empezaron a inundar la sala y el comedor con sus deliciosos aromas; mejorando casi al instante el humor de su dueña. Manteniendo inconscientemente aquella media sonrisa, Carolina empezó a lavarse las manos en el fregadero de la cocina y cuando ya estaba acabando de retirarse la tierra apisonada debajo de las uñas, un aroma aún más dulce que el de sus plantas se refugió en su nariz; el pastel de manzana ya estaba listo.

    Sonriendo como sólo hacía cuando estaba sola, o en las muy raras excepciones cuando había una buena excusa para mostrar sus dientes chuecos en público, la pelinegra alejó el postre de la ventana y se enfiló con él directamente a la mesa. Ya estaba cortándose una rebanada cuando escuchó una serie peculiar de cuatro golpes en su puerta. Los escuchó con dolor en su corazón. Esa había sido su señal, el código secreto que madre e hijo compartían en aquella lejana época en la que vivían rodeados de vecinos crueles y odiosos, cuando era necesario un toquido secreto para saber quién estaba al otro lado de la puerta y así saber a qué atenerse. Ella no había pensado en su muchacho durante meses… aunque aún le sucedía que su mente lo recordaba durante las noches, recordaba su voz diciendo su nombre y sus ojos iluminarse al verla sonreír. Pero siempre que revisaba el buzón se encontraba con un compartimento frio y vacío. Sus cartas tampoco lograban nada. Él se había rodeado de silencio y misterio, manteniéndola alejada de su nueva vida.

    Algunas veces, cuando él recién se había enlistado en la marina, Carolina había recurrido a sus talentos secretos y aunque fuera por simples instantes, había podido tocarlo levemente, acercarse a su hijo, aunque sólo fuera aparentemente. Pero en el mundo real solo tenía su silencio y su rechazo. Su mente racional había dejado de esperar una carta hacía ya meses, pero su corazón seguía añorando dolorido.

    Entonces el toqueteo se repitió otra vez, y una vez más pasados algunos minutos, después de un cuarto intento sin respuesta alguna una voz gruesa exclamó—. ¡Carolina, regresé! —La mujer, asustada, saltó desde la mesa y en menos de un suspiro estaba quitándole los seguros a la puerta sin abrirla.

    —Carolina… ¿puedo entrar? —susurró quedo Albert al ver que la puerta no se habría y que su madre no tenía intenciones de recibirlo en el hogar.

    Sin que fuera necesaria otra palabra, la mujer hizo a un lado la única barrera que la separaba de su hijo y echó sus brazos al cuello del apuesto hombre parado frente a ella, para su sorpresa él respondió el gesto. Y así, sin decirse nada más, se abrazaron fuertemente y sin soltarse durante un buen rato. Para Carolina era como si tuviera allí el único pasado que merecía ser recordado, toda su vida como mujer feliz, acunada entre sus brazos.

    Finalmente fue ella la que se movió, besó aquella mejilla perfectamente rasurada y se alejó un poco para poder hablarle de frente a aquel hombre que tan bien conocía y que, sin embargo, ahora era casi un desconocido.

    —Te extrañé, te extrañé… te extrañé —sus ojos cubiertos por su grueso flequillo negro recorrieron a su hijo de pies a cabeza. No tardando mucho en notar el reluciente y bien planchado uniforme negro con las brillantes medallas decorando su pecho y hombros—. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte antes de que te vuelvas a marchar?

    —Puedo quedarme tanto como quiera, los de La Marina ya me liberaron.

    Procurando no delatar su felicidad al oír aquellas palabras, Carolina tomó una de sus manos entre las suyas y lo condujo al interior de la cabaña. Desde que se mudara y la amueblara según sus gustos, él siempre estaba poco dispuesto a entrar a la casa de dos pisos de madera y piedra, un sitio ordenadamente desordenado con un penetrante olor a tierra húmeda y especias, lleno hasta el tope con los objetos y libros misteriosos de los que siempre se rodeaba la mujer pelinegra; era un lugar muy diferente al hogar confortable y pulcro que ahora él compartía con su esposa, era incluso más distinta a la fría austeridad de los cuarteles en los que había vivido los últimos años. Albert estremeció de pies a cabeza cuando las frías manos de su madre lo sentaron a la mesa.

    —¿Dónde está tu familia? —preguntó Carolina en un susurro.

    —Margaret y Rita siguen en el departamento en México, finalizando los preparativos para mudarnos… vendrán a visitar mañana por la mañana.

    — ¡¿Qué…?! —A pesar de seguir hablando con un tono silencioso y tranquilo, Carolina no pudo ocultar su sorpresa—. ¿Cómo planeas que una mujer sola y tu pequeña hija lleguen hasta aquí? No pasan ni autobuses por esta ruta.

    —Les dejé la camioneta para que nos alcanzaran desde la nueva casa, yo caminé desde el pueblo.

    —¿Y por qué caminarías sesentaicinco kilómetros en medio de la nada ahora que eres un hombre libre? ¡Pudiste venir mañana junto a tu familia!

    —Quería verla y darle la noticia en persona… Margaret aceptó que nos mudáramos a las faldas del Tepozteco para poder estar más tiempo con usted, queremos unir a la familia.

    Los ojos azul intenso de Albert se fijaron en el rostro de la pálida mujer ante él antes de atrapar una de sus delgadas manos entre las suyas, pero a pesar de que ella le dio un rápido y cariñoso apretón, la alejó inmediatamente después, frunciendo el ceño y ocultando su rostro aún más en medio de su áspera maraña de oscuros cabellos.

    — ¿Quieres "unir a la familia"? ¡Claro! —Graznó ella, logrando impregnar a cada palabra susurrada del dolor y la pena que había sentido durante los quince años que había durado su hijo luchando en la guerra—. No parecías muy preocupado por no haberme dirigido la palabra por los últimos ocho años… ¿Qué te hizo cambiar de parecer? ¿Qué? ¡¿Crees que ya me voy a morir?!

    Sus ojos ocultos por el flequillo se dirigieron al calendario sujeto con imanes a la puerta del refrigerador. «Ya son mediados de agosto, sólo me faltan tres meses.» pensó.

    —La guerra transforma a las personas, madre —“madre" era una palabra que Albert no usaba nunca, sólo con oírlo decirla, logró recuperar completamente la atención de Carolina—. No sabe lo mucho que sufrí cuando finalmente nos retiraron a mí y a mi pelotón del campo de batalla; por un tiempo todo parecía ir bien, ya le estaba escribiendo una primer carta cuando las pesadillas comenzaron…

    El rostro risueño y noble de Albert se torció en una mueca que Carolina interpretó inmediatamente como miedo y ahora fue el turno de ella de buscar la mano de su hijo.

    —Al principio creí que solamente era mi debilidad alcanzándome después de tantos años… pero esos ataques de pánico empeoraron con el tiempo hasta que empezaron a ser provocados por los ruidos más comunes… todo ese infierno de llantos y ataques de ira sin razón lo tuvieron que vivir mi esposa e hija de primera mano, cuando finalmente empecé a ir a algo llamado "terapia" me volví consciente de cuanto las había hecho sufrir a ellas... no quería que usted me viera así de "inestable" y que sufriera por mí causa. Perdón.

    Por un breve y mágico momento las miradas de ambos, madre e hijo, se encontraron sin nada, ni taza de té ni pelo negro que las obstruyera. Entonces, cuando Albert estaba a punto de guardar silencio, el rostro de Carolina se permitió sonreír frente a otro ser vivo; el gesto, aunque simple, agregó un toque más íntimo y reconfortante.

    —Sí te vas a quedar a dormir, tendrás que conformarte con compartir el viejo granero, no tengo ninguna de las habitaciones de huéspedes debidamente acondicionada para un "héroe" de guerra.

    —Espere… ¿"compartir el granero"? ¿Quién está quedándose en la casa?

    —Ahí vive mi colonia de murciélagos, ha crecido un poco en los últimos años —el uniformado se estremeció al oír esas palabras—. Digamos que ese será tú castigo por no escribirme una palabra durante años… y por no avisarme que vendrías.

    —Pensé que usted podía adivinar el futuro —bromeó Albert antes de recibir un pellizco en la mejilla.

    -o-

    Carolina se despertó a media noche bañada en sudor y sin aliento. Ella, quién disfrutaba y buscaba activamente a las pesadillas se encontró por primera vez con una que realmente la había atemorizado.

    Había almorzado y cenado en compañía de su hijo, hablando durante horas de los temas más variados y cuando finalmente llegó la hora de acostarse, ambos se retiraron a sus habitaciones sin ningún problema. No había motivo alguno para sufrir de una pesadilla como aquella y tampoco era que ella se asustara fácilmente; sin embargo, el recuerdo de haber visto en sueños a un ser sin cara ni cabeza merodeando alrededor de la casa, tanteando a ciegas las paredes no abandonaba su mente. Carolina no había vuelto a tener sueños así desde los ya muy lejanos días en que había estado internada en un hospital, curándose de su accidentado embarazo. Hoy, al igual que entonces, despertó débil y tiritando de frío. Se pasó una mano por las viejas cicatrices de la cesárea y sintió dolor.

    ¿Acaso se acercaba otra mala época estando tan cerca su vida de su final? ¿Acaso, durante sus últimos tres meses debía resignarse a que el poder y la cordura la abandonasen? Porque justamente así se sentía, estúpida e indefensa.

    Maldiciéndose a sí misma se forzó a dormir y al cabo de varias horas intentando finalmente lo logró. Y como si fuera lo más normal, volvió a soñar con la sombra, pero esta vez la cosa merodeando tenía un aspecto diferente al de la primera vez; un cuerpo sin piernas se arrastraba dentro de la cabaña hasta llegar junto a su puerta, y entonces reptaba hacía ella desde las sombras, susurrando amenazas en un idioma que ningún humano podía hablar.

    Cuando la criatura estaba a punto de tocarla con una de sus extremidades deformes, una mano grande y fuerte la tomó del hombro y la sacudió firmemente hasta despertarla.

    Carolina despertó aterrorizada, y estando aun medio dormida, y bastante agitada, hizo que uno de sus puños se dirigiese al lugar en el que antes había estado la sombra… lo único que logró fue golpear a su hijo en la cara.

    -o-

    —Así que ahí estaba yo, viendo preocupado desde la puerta de la habitación a Carolina gimiendo y moviéndose inquieta entre sueños —dijo Albert—, así que intentando ayudarla que se me ocurre despertarla ¡¿y cómo me lo agradeció la mujer?! ¡Dejándome un ojo morado! —Y para acentuar sus palabras, el exsoldado señaló el moretón que se estaba formando bajo su ojo izquierdo.

    Apenas logrando mantener la compostura, Ruth se abrazó el estómago y estalló en carcajadas, su risa aún más sonora que la que soltó a su vez su primo al contar su propia historia. Intentando tranquilizarse, la joven mujer se recargó en el respaldo de la silla y con ambas manos comenzó a abanicarse aire al rostro.

    —¡Tú te lo buscaste al despertarme así, yo sólo reaccioné ante el susto! —A pesar de estarse divirtiendo como pocas veces lo hacía, Carolina no despegó su vista del diario que estaba escribiendo; sabía que aquel sueño era importante y debía ser recordado—. Es más ¿se puede saber qué estabas haciendo en mi habitación espiándome mientras dormía? ¡Nunca creí que hubieses heredado esas actitudes de mí!

    Y justo cuando Albert se disponía a contestarle a su madre y Ruth empezaba a sufrir las secuelas de un nuevo ataque de risa, el sonido de un claxon sonando afuera de la casa los interrumpió a todos. Sin que fuera necesaria ninguna aclaración por parte del rubio uniformado, ambas mujeres se pusieron de pie, Ruth le ayudó a su tía a levantarse, y los tres juntos se dirigieron directamente hacia la puerta.

    Afuera de la lúgubre casa los recibió un día soleado, con un cielo radiante y azul, y la divertida escena de una niña rubia de cuatro años correteando alrededor de su madre y de la camioneta estacionada al lado de la carretera.

    —¡Niña, no corras cerca de la carretera que es peligroso! —Gritó Ruth con una sonrisa mientras corría al encuentro de su sobrina, tan pronto cómo estuvo al lado de la pequeña no dudó en levantarla en brazos—. ¿Qué no sabes que por este camino pasan camiones a toda velocidad?

    La pequeña no le respondió a su tía, en su lugar se abrazó con todas sus fuerzas al vestido amarillo e intentó esconder su rostro en el pecho de Ruth. Para Margaret, la madre de la pequeña, no fue difícil adivinar qué es lo que la había espantado; ella también sufría escalofríos cada vez que Carolina "aparecía" a su lado.

    Margaret le balbuceó una disculpa a su suegra por la actitud insegura de su hija con ella. Pero la pelinegra no le puso la más mínima atención a las palabras de la mujer con la que su hijo se había casado. La brisa veraniega ya empezaba a dejar sentir el frío del cercano otoño al soplar, arrastrando consigo el aroma de las flores del jardín y del césped recién cortado… pero también había algo más en él; una presencia extraña que inexplicablemente le resultaba familiar. Entonces, mientras fingía que escuchaba las escuetas excusas de su nuera, sintió que un horror casi animal la invadía. Había olvidado los inquietantes sueños que la habían acosado durante la noche.

    Entonces, al volver a sentir aquella presencia, descubrió que todo lo que la rodeaba estaba sumergido en tinieblas. Sus ojos aún podían distinguir el mundo a su alrededor, pero su horror en aumento parecía inundar todos sus sentidos impidiéndole moverse y pensar con claridad. Tenía frío. Espiando por encima del hombro vio algo agazapado frente a la puerta abierta de su hogar. Un grumo de sombra más oscuro que la noche, que al saberse descubierto se encogió y contrajo un poco, ennegreciéndose aún más, para empezar a reptar por el pasto en cuatro largas patas negras.

    Cuando la cosa ya estaba a medio camino entre la casa y la mujer mayor; Carolina logró que su cuerpo diera un par de pasos intentando alejarse de la sombra. Mas la cosa empezó a andar más rápido hacia la mujer de pelo negro… dando saltitos como si estuviera retozando felizmente.

    La superficie bajo los pies de Carolina cambió de un momento a otro de un suave césped a una superficie dura y uniforme cuando la cosa finalmente le dio alcance. Como si tuviera todo el tiempo del mundo, aquella cosa alzó hacia la pelinegra una de sus extremidades, completamente informe, sin dedos, sin uñas o pezuñas.

    Y justo en el momento en el que logró empujarla con aquella pata, la mujer dejó de ser… pues Carolina fue golpeada por un tráiler que viajaba sobre la carretera a exceso de velocidad.

    -o-

    —Una de las muchas cosas que muchas personas ignoraban sobre Carolina Duperou era que a esa tétrica mujer sólo le gustaba una cosa más que leer y mantener su hogar en perfecta sintonía con la quietud del campo —Albert dejó pasar un par de segundos para darle más peso a sus palabras—… y eso era rodearse de seres vivos tranquilos y silenciosos.

    Acunada en uno de sus aún fuertes brazos, el rostro de una pequeña niña de tres años se iluminó con asombro mientras sostenía entre sus manitas una foto de todas las mascotas que su bisabuela había mantenido, su hermano gemelo, acurrucado en el otro brazo, se limitó a hacer una mueca de asco al imaginarse a todos los animales sucios que habían hecho sus nidos en las habitaciones abandonadas de la vieja cabaña.

    — ¡Papá! Te pedí que arrullaras a los mellizos con un cuento… no que les llenaras la cabeza con historias inquietantes de animales que no se comportan como se deben comportar los animales —la bebé castaña que descansaba entre los brazos de su madre se movió inquieta en un intento para que la mujer la pusiera en el piso y la dejara explorar el lugar a sus anchas como a sus hermanas mayores, Rita no se dio cuenta—. ¡Ahora me tomara una eternidad hacer que se duerman!

    —¡Oh! Vamos, hija, nunca es mal momento para contar una historia —el rostro del anciano hombre se iluminó por un momento—. Además, que ya había hecho un trato con mis dos encantadores nietos; yo les contaba un cuento y ellos se irían a dormir ¿cierto?

    Los mellizos asintieron entre aplausos y grititos llenos de alegría.

    —Muy bien, hiciste un trato con dos infantes… ¿Y cómo planeas que a dos niños emocionados les entre sueño?

    —Creo que yo puedo ayudarles con eso —dijo Loren, la primogénita, tras acomodarse los gruesos lentes sobre sus ojos—, sólo déjenmelos un segundo y los tendré roncando.

    Con una mezcla a partes iguales de incredulidad y curiosidad Albert le cedió los dos niños a su nieta, quien sin perder un segundo más, se acomodó entre sus delgados brazos a ambos niños como antes las había cargado su abuelo e inmediatamente después apretó ligeramente la pancita de Raúl, provocando que el pequeño soltara un gas justo al lado de su hermana. Tan pronto como Raquel olió la flatulencia quedó inconsciente y tan pronto como el niño sintió como el gas abandonaba su interior empezó a adormilarse solo.

    —Amando me enseñó a hacer eso hace unos meses —dijo la adolescente con orgullo—, muy bien ¿dónde las acuesto?

    —Llévalas a la Camioneta, cariño, y asegúralos en sus sillitas especiales, ya nos vamos en unos minutos —la bebé castaña volvió a sacudirse impaciente entre los brazos de su madre quién por poco y la suelta— ¿Y… no tendrás un truco similar para dormir a Alicia? a estado muy irritable durante todo el día.

    —Claro mamá, veré que podemos hacer ¡Amando, mamá dice que ya nos vamos, ven a ayudarme con Alicia! —a pesar del grito imprevisto ninguno de los gemelos se despertó.

    Un alto muchachito rubio se acercó desde el patio trasero y sonriendo tomó de entre los brazos de su madre a su hermanita. A pesar de que Amando no era bueno haciendo muchas cosas que estuvieran relacionadas con el ejercicio, no se le complicó en lo más absoluto acomodar a la pequeña Alicia en una posición en la que ambos estuviesen cómodos.

    Rita estaba a punto de pedirle a su hijo que le devolviera a Alicia, pero antes de que pudiera decir palabra, un ruido de vidrios rompiéndose y el acostumbrado "¡yo no fui!" llegó desde la cocina del viejo hogar.

    —Papá ¿puedes checar que a Amando no se le caiga su hermana? Yo debo ver qué cosas rompió Karla esta vez.

    — ¡Yo no fui tía, fue esta dientes chuecos que debo llamar prima!

    Sin quedarse un segundo más en el recibidor de la cabaña, pues a pesar de todos los años que habían transcurrido aquella casa aún le daba escalofríos, Albert salió por la puerta principal tras sus dos nietos mayores. Afuera fue recibido por el brillante sol de finales del verano y por una vista al ejército de nietas que su única hija y su prima Ruth le habían regalado. Por allá, al fondo del jardín ahora marchito, estaba el ridículo esposo de su hija, vigilando que tanto Karla como Iris limpiaran debidamente el desastre que habían creado en la cocina. Loren luchaba con los cinturones de las sillas especiales de los gemelos mientras que, a su espalda, Amando lograba finalmente que la pequeña Alicia cayera dormida. La pequeña Andrea, la única pelinegra en toda la familia, estaba parada inmóvil justo en el borde de la carretera y…

    Sintiendo como la sangre y el calor abandonaban su cuerpo, Albert se abalanzó hacia su nieta y con un fuerte jalón, apartó a la niña de cinco años del lugar que había provocado la muerte de Carolina hacia tantos años atrás.

    —¡Andrea, te he dicho cientos de veces que tienes prohibido acercarte a aquí! —La voz se le atoró en la garganta por el miedo a que la historia se repitiese—. Yo… yo… ¡¿YO QUE HARÍA SI TE OCURRIESE ALGO POR INTENTAR CRUZAR AL OTRO LADO?!

    La niña pelinegra parpadeo un par de veces antes de voltear a ver a su abuelo, la mirada que le dedicó era un ejemplo perfecto de la monotonía y desinterés.

    —Pero sí no pensaba cruzar... la sombra ya hizo que me atropellaran una vez y eso no volverá a ocurrir —y como si lo hubiera conjurado con esas palabras, un camión de doble remolque pasó a toda velocidad sobre la carretera—. Abuelo ¿ya me puedes soltar? Quiero recorrer la casa una última vez antes de que nos marchemos —la mirada de la niña abandonó el rostro de su abuelo y se enfocó en alguien que estaba atrás de los dos—, hola Tlilic.

    Y cómo si no hubiera pasado nada grave, Andrea pasó al lado de su hermanastro y volvió a entrar en la cabaña abandonada que en otra época había pertenecido a su bisabuela Carolina.

    Albert también se alejó de la carretera, sólo que él caminó rumbo a la camioneta de su yerno. Aquel extraño niño que su hija recién había adoptado solía sufrir pequeños ataques de violencia injustificada, y por la forma en la que le comenzaban a brillar los ojos, Albert casi estaba seguro de que necesitaría muy pronto esa dosis de tranquilizante de emergencia que había empacado…
     
    Última edición: 8 Marzo 2023
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