Una Navidad Azulada

Tema en 'Relatos' iniciado por BlueMoon, 15 Diciembre 2011.

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    BlueMoon

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    Piscis
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    7 Junio 2011
    Mensajes:
    101
    Pluma de
    Escritora
    Título:
    Una Navidad Azulada
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    5490
    Resumen: Cuento sobre un gatito muy peculiar, a quien le ocurren muchas cosas en su corta y gatuna vida. ¿Tendrá un regalo por Navidades que cambie el curso de su vida?
    Clasificación: T
    Género: Drama / Tragedia
    Advertencia: Muerte de un personaje

    Una Navidad Azulada


    Esta es la historia de un pequeño gatito, cuya vida no comenzó muy bien que digamos. Como todo minino, tuvo un padre y una madre que en una noche de “acción”, concibieron a él y a sus tres hermanitos en una noche de Setiembre. Sin embargo, su venida a este mundo no fue bien recibida por los dueños de su madre, una gata de dos años aproximadamente.

    Ya era Noviembre y estaba próximo el nacimiento de Azulado, como bautizaremos al gatito protagonista de esta historia, y de sus hermanitos. Su mamá, Cloe, estaba gordita y, como toda mamá orgullosa, se preparaba para la próxima venida de sus hijos.

    —¡Mamá! ¡Creo que la gata está preñada! —dijo José, uno de los niños de la humilde casa de los Zevallos, mientras jugaba con Cloe, una gata grande de color blanco como el marfil y los ojos de color verde como el musgo, y le rascaba el estómago, causando ronroneos en el animal.

    —¡Otra vez! —dijo la madre de los niños de la casa, una señora gorda, de aspecto descuidado y con un niño en brazos, mientras servía el desayuno a sus cinco hijos.— Esta gata me ha salido muy pícara. Ya van tres veces en menos de dos años que tiene crías.

    —¿Y por qué siempre tiene gatitos? —preguntó Claudia, la menor de las niños de la familia Zevallos, curiosa ante la nueva llegada de los hijos de Cloe —¿Cómo es que ella tiene gatitos? —interrogó la pequeña a su madre, mientras ésta le servía un plato hondo de avena.

    —Eso es algo que después entenderás. —contestó de modo evasivo la Sra. Zevallos, mientras le servía un pedazo de pan a su hija. —Eres muy pequeña para hacer ese tipo de preguntas.

    —¿Por qué, mami? —cuestionó inocentemente Claudia, mientras daba un mordisco al pan duro que su madre le había alcanzado.— Ya tengo cinco años, soy una señorita. —dijo con mucho orgullo la niña.

    —Aún eres muy pequeña para hacer ese tipo de preguntas. —replicó Eva Zevallos, mientras terminaba de servir el desayuno a todos sus hijos— ¡Y apúrense en terminar su desayuno! Deben ir a la escuela en cinco minutos. —señaló la señora a todos sus niños, para luego dirigirse a su habitación a despertar a su marido, mientras sus hijos terminaban su desayuno y se iban al colegio.

    —¡Hey, Ernesto! ¡Despierta! —gritó la señora para despertar a su esposo, un hombre de aspecto tan o peor descuidado como ella, pero adicionado a que venía de una borrachera la noche anterior, así que se había acostado en su cama con la ropa que tenía puesta en su juerga de ayer.

    —¡Hummm! —respondió el hombre, sin el menor atisbo de hacerle caso a su mujer, cubriéndose la cara con una frazada de lana.

    —¡DESPIERTAAAAA! —vociferó Eva Zevallos para despertar a su marido, al darse cuenta que en el primer intento de despertarlo, aquél la había ninguneado y quería seguir en los brazos de Morfeo.

    —Humph… —dijo de mala gana el hombre— ¿Qué? ¿Qué ocurre?

    —¡Debes ir a trabajar! ¿Recuerdas?

    —Uhm… —respondió Ernesto Zevallos, mientras cogía su ropa de trabajo, un overol de una fábrica y se dirigía al baño a lavarse la cara, para prepararse a ir a trabajar.

    —¿Sabes que la gata está nuevamente preñada? —le contó Eva Zevallos a su marido, mientras observada cómo éste se aseaba.

    —¿En serio? —preguntó el hombre, mientras colocaba la pasta dental en su cepillo de dientes.

    —Sí. ¿Qué vamos a hacer con ella?

    —¿Qué? ¿Qué vamos a hacer? —respondió el Sr. Zevallos, luego de enjuagarse los dientes y secarse la cara con una pequeña toalla azul— No podemos tener más mascotas aquí. Lo mejor es que la echemos de la casa. Ya tenemos suficientes perros y gatos en la casa. No tengo dinero para alimentarlos a ustedes y a los niños. Imagina cuántos gatos más parirá la gata.

    —Es verdad, pero… José se ha encariñado tanto con esa gata…—señaló con tristeza la Sra. Zevallos.

    —¿Podemos mantener más gatos?

    —Por supuesto que no. Con lo que ganas, con las justas tenemos para comer los niños y nosotros. —dijo Eva Zevallos mientras cogía al menor de sus hijos y lo colocaba cerca de sus pechos para amamantarlo.

    —Entonces, ya sabes qué hacer. —replicó el Sr. Zevallos, mientras terminaba de ponerse el overol de trabajo y cogía una bolsa de dos panes, para finalmente dirigirse al trabajo— No quiero ver a esa gata aquí para cuando regrese. ¿Te quedó claro?

    —Está bien. —dijo la mujer, mientras cogía a su pequeño hijo en brazos y veía a su esposo salir por la puerta de la habitación.

    Eva Zevallos estaba en una gran disyuntiva. Su hijo José, de 10 años, estaba muy encariñado con Cloe, la gata que había sido materia de discusión minutos antes. Muy a su pesar, de saber que causaría un profundo dolor en su hijo José, aprovechó que el niño había ido a la escuela para coger a la gata, quien yacía dormida en un rincón de la sala. La mascota, al sentir los pasos de la mujer, se desperezó lentamente. Luego, Cloe miró con sus ojos a la señora, quien aún estaba dudosa de levantarla y sacarla por la puerta. Finalmente, y presintiendo su triste destino, la gata se dispuso a huir corriendo, pero fue cogida en las manos de la mujer, quien se armó de valor y, con su pequeño niño en la espalda, cogió la llave de su casa y salió corriendo de la casa, mientras la gata lloraba angustiosamente.

    Ya en la calle, Cloe no dejaba de chillar. A pesar de sus salidas nocturnas en los techos de las casas vecinas de su barrio, la gata no estaba acostumbrada a andar en las calles llenas de bullicio que era el barrio de San Andrés, un barrio marginal donde sus habitantes, entre la miseria, la pobreza y el vicio, deambulaban continuamente.

    Luego de caminar por bastante rato, Eva Zevallos se decidió finalmente a abandonar a la humilde mascota. Ella colocó a Cloe en una canasta abandonada que encontró en la entrada de un callejón, mientras el animal se resistía a su suerte y maullaba con desesperación. La mujer aseguró con una cinta en la apertura de la canasta, para cerciorarse que la gata no pudiera salir y salió caminando rápidamente, abandonando a su triste y cruel destino al animal que maullaba con angustia, intentando liberarse de su prisión.

    Las horas pasaron y muchas personas pasaron al lado de la canasta y los lamentos de Cloe, sin inmutarse de ello. No fue, hasta el día siguiente, hasta que, finalmente, un par de niñas se percataron de que la canasta se movía y se oía un agudo maullido en su interior.

    —Sandrita, algo se mueve dentro de esa canasta. —dijo curiosamente una niña a su amiga.

    —¿Qué será? —señaló la niña de nombre Sandra, mientras se acercaba cuidadosamente a la canasta.

    Miauuuuu. —se escuchó en el interior de la canasta. Cloe maullaba fuertemente para llamar la atención y ser liberada.

    —¿Oíste eso? —dijo una de las niñas a su amiga.

    —¡Es un gato! —dijo la otra niña.

    Con timidez y curiosidad, las niñas abrieron la perilla que mantenía fuertemente cerrada la canastilla. De ella, salió raudamente Cloe, quien asustó a las niñas al saltar encima de ellas.

    La gata se escondió en un agujero que había en uno de los rincones de un callejón cercano a donde había estado encerrada. Ese agujero le sirvió de guarida, ya que estaba próxima a parir. Cloe estuvo varios días alimentándose de todo lo que pudiera, buscando en los restos de los tachos de la basura, cazando pájaros y ratones.

    Cuando llegó el tan mentado día de que tuviera que parir, la gata la pasó realmente muy mal, tuvo muchos dolores y el sufrimiento prolongado de parir a sus cuatro gatitos fue toda una odisea. Felizmente, después de mucho padecimiento, todo salió bien para Cloe y los cuatro gatitos que parió, entre ellos, el gatito protagonista de esta historia.

    La gata se las arregló como pudo para cuidar y alimentar de sus gatitos, entre ellos, Azulado, llamado así porque, a diferencia de sus hermanos, el nació con dos ojos de diferente color, uno de color verde como los de su madre, pero otro de color celeste como el cielo.

    Con el paso de los días y semanas, los gatitos de Cloe crecieron y se hicieron más fuertes, para el orgullo de su madre. Sin embargo, en un día de Diciembre, en que la gata salió a cazar para conseguir alimento para sus hijos, pasó una desgracia. Los hermanitos de Azulado ya habían abierto los ojos y tenían la curiosidad innata de los gatitos de esa edad, un mes aproximadamente. Muy traviesos, los hermanitos de Azulado decidieron salir a merodear por los alrededores. Azulado, más tímido y precavido, resolvió quedarse en su guarida, mientras veía a sus hermanitos salir a aventurarse en las calles cercanas a su madriguera.

    Para su mala suerte, los hermanitos de Azulado no se percataron de que en una calle, metros más allá de su guarida, era de un tránsito muy fluido.

    Sin tomar las debidas precauciones del caso, los gatitos jugaban inocentemente en las calles, cuando un camión de transporte pasaba velozmente por ese lugar. Sin tiempo para alejarse del peligro que venía, los hermanos de Azulado siguieron adelante con sus inocentes travesuras, hasta que, desgraciadamente, el vehículo pasó por encima de ellos, haciendo que su corta vida terminara en pocos segundos y soltando unos maullidos de dolor, tan rápidos y cortos, como despidiéndose de su hermano y de su madre, quienes no pudieron auxiliarlos, ni, mucho menos, despedirse de ellos para siempre.

    Azulado, en su guarida, e inconsciente de lo que sucedía a sus hermanitos, aguardaba a la llegada de su madre, ya que tenía mucha hambre.

    Con el correr de las horas, ya en la noche, Cloe llegó a su guarida con restos de un pollo que había encontrado en un tacho de basura. La gata se sorprendió de sólo encontrar a Azulado, más no al resto de sus hijos. Con mucha cautela, dejó a su hijo comer de lo que había traído, mientras salía de su guarida a husmear en los alrededores en busca de sus hijos.

    La escena que ocurrió posteriormente fue desgarradora. Cloe encontró, metros más allá, en la Calle Caridad donde había sido el escenario de la muerte de sus gatitos, los restos desperdigados de los cuerpos de éstos. Tierna y lentamente, la gata se acercó a cada uno de sus hijitos muertos, mientras les lamía amorosamente sobre lo que eran los restos de sus cabecitas, demostrando tener un amor muy profundo por sus gatitos, pero con la impotencia de que no podía hacer nada más por ellos,

    Minutos después, resignada ante lo que había ocurrido, Cloe se dirigió de vuelta a su madriguera para cuidar del pequeño Azulado. Sin embargo, no advirtió de que cerca de ella había un perro de raza Rotweiler, quien la acechaba.

    Poco fue el tiempo que tuvo para escapar. Poco fue el tiempo que tuvo para sentir. Cloe, en pocos minutos, a merced de un rival al que no podía hacer frente, sucumbió ante las garras del can, quien, producto de la enfermedad de la rabia que sufría, lanzó sobre ella sus garras y sus dientes, cegando en pocos segundos la vida de la gata blanca como el marfil, dejando en la Tierra, a un gatito de nombre Azulado, quien no sabía el triste destino que había tenido su familia en ese trágico día.

    Pasaron varias horas y Azulado no se había atrevido a salir de su guarida, esperando pacientemente la llegada de sus hermanos y su madre. Con el hambre apremiando el estómago, el gatito no tuvo más remedio que salir de su escondite y husmear en los alrededores en la búsqueda de ellos. El animal tomó el camino contrario al que habían tomado sus hermanos el día anterior y deambuló por varias horas hasta darse cuenta que estaba totalmente perdido.

    Sin un camino a dónde dirigirse, Azulado anduvo durante varios días, maullando de vez en cuando para llamar a sus hermanos y a su madre, sin obtener respuesta alguna. Sus tripas le sonaban con mucha fuerza. Estaba desorientado y perdido, pero mucho más, con mucho miedo por no poder encontrar a su familia.

    El destino hizo que el gatito se colara en el jardín de una gran casa, donde había visto a unos niños jugar con una pelota pequeña que tenía unos cascabeles en su interior. El sonido le llamó la atención y, con la curiosidad gatuna innata en él, se dirigió rápidamente hacia la pelota para jugar con ella. Rápidamente, Azulado golpeó con una patita la pelota para lanzarla a otro lado del jardín.

    —¡Mira a ese gato! —indicó uno de los niños, de tez blanca y cuerpo rechoncho, a otro de sus compañeros de juegos, mientras se dirigía a donde Azulado estaba concentrado en sus juegos.

    —¡Qué gato más gracioso, Alex! —dijo otro de los niños, más delgado que el primero.

    —¿Qué te parece si jugamos con él, Pepe? —mencionó maliciosamente el niño gordo, mientras se dirigía al grifo que servía para regar el jardín de la casa.

    —Sí. —dijo su compañero— Siempre he querido tener un gato.

    —Oye, pero no me refiero a que vayamos a quedárnoslo. —replicó el niño obeso.

    —¿Entonces? ¿Cómo vamos a jugar con él? —preguntó Pepe.

    —He escuchado que a los gatos no les gusta el agua. —señaló Alex, mientras colocaba la manguera que estaba cerca del grifo.

    —¿Qué quieres hacer? —preguntó asombradamente el niño más delgado, al intuir las malas intenciones de su compañero.

    —Pues qué mas que probar lo que he escuchado que mojando a ese gato. —sonrió malintencionadamente, mientras abría la llave del grifo y cogía el extremo de la manguera, de la cual fluía un chorro de agua.

    Mientras, ignorando lo que a su lado se tramaba, Azulado se encontraba embobado empujando la pequeña pelota de colores brillantes, cuyo sonido interior hacía olvidar las muchas horas que había pasado sin probar bocado alguno. De pronto, el gatito sintió que un chorro de agua con mucha fuerza se cernía sobre él, produciéndolo un gran frío en su interior.

    Azulado, muy asustado y atontado, salió corriendo del jardín, olvidándose por completo de los juegos gatunos que le habían relajado por un momento, huyendo de la crueldad de los niños humanos, a quienes nunca había entendido en los juegos que había avistado y por qué había sido objeto de los mismos en esta ocasión.

    Pasaron varios días más y Azulado estaba cada día peor. Maullaba sin cesar buscando a su familia. Se preguntaba por qué su mamá, aquella hermosa gata blanca, lo había abandonado a su suerte. Se preguntaba también, por qué sus traviesos hermanos, habían ido a jugar sin volver con él.

    Varias veces, Azulado se había detenido en el rincón de una casa, maullando incesantemente para llamar a su familia, pero no entendía por qué las personas lo ahuyentaban de diversas formas: echándole agua, persiguiéndole con una escoba, golpeándolo a su pequeño cuerpecito sin el menor atisbo de compasión. Pensaba que el mundo estaba lleno de humanos malos, indiferentes a su dolor. Él sólo quería encontrar a su madre y a sus hermanos, pero parecía que éstos lo habían abandonado para siempre.

    Con el correr de los días, Azulado se dio por vencido en su infructuosa búsqueda. Ahora, lo más urgente para él era encontrar alimentos, ya que las tripas le crujían. El pequeño gato, blanco como su madre Cloe, decidió prodigarse por sí mismo el alimento. Recordó que había visto a su madre hurgar entre los tachos de basura para luego darles alimento a él y a sus hermanitos. De este modo, aprendió que buscando entre los restos de la basura, podría encontrar algo que calmara el hambre que le azotaba desde hace varias lunas.

    En una de sus travesías alimenticias, el pequeño gato consiguió hacerse de una buena tajada de restos de pavo que una familia acababa de dejar después de su cena de Nochebuena. ¡Sus días de hambruna por fin habían terminado!

    Satisfecha totalmente su hambre, Azulado se dispuso a descansar en un rincón de la cochera de la casa, cuya puerta había estado mal cerrada. En esa habitación, la cual le prodigaba el calor necesario para resguardarlo de la fría noche de Navidad, la cual se caracterizaba por ser la primera nevada de ese invierno. Cuidadosamente, el gato se acomodó junto a unas bolsas de plástico que descansaban al pie del tacho de basura de la familia dueña de la casa.

    Al día siguiente, Mónica, la hija adolescente de la familia Gonzáles, dueña de la casa cuya cochera había servido como hogar momentáneo para Azulado, se despertó muy temprano. Se dirigió a la cocina para ayudar a su madre en la preparación del desayuno familiar

    —Mamá. —dijo la chica, mientras servía leche y café en las tazas que tenía en frente de ella.

    —Dime, hija. —manifestó la señora, mientras retiraba del horno microondas las tostadas que había puesto a calentar.

    —¿Qué me aconsejas regalarle a Andrés, mi novio? —preguntó la joven— Ya ha llegado Navidad. Debo verme con él más tarde y no sé qué obsequiarle. Por más que recorrí varias tiendas, no he encontrado nada apropiado que comprarle. Es difícil escoger un regalo para un hombre.

    —Pero… ¿Qué es lo que él necesita? ¿Qué es lo que le gusta? —replicó la señora, mientras abría la puerta del horno microondas y sacaba las tostadas recién calentadas.

    —Él no necesita nada, mamá. —respondió con desconsuelo Mónica— Sus padres tienen dinero y siempre le compran lo que él les pide. Y, a pesar de tener dinero y tenerlo todo, es muy sencillo y por eso me gusta mucho. Pero ahora me encuentro en un problema y es que no sé qué obsequiarle por Navidad.

    —Pues no sé, hija. —señaló la madre— Y lo que es peor, es que hoy por Navidad todas las tiendas están cerradas. Si no has comprado nada hasta ayer, veo difícil que puedas encontrar un regalo el día de hoy.

    —¡Dios mío! ¡Me había olvidado de eso! ¡La he cagado, mamá!

    —¿Qué palabras son esas, señorita? —replicó la madre, retando a su hija.

    —Discúlpame, mamá. —dijo Mónica— Pero es que estoy en un aprieto. Debo ver a Andrés después del almuerzo y ¿Qué le voy a decir cuando él me obsequie algo y yo no tenga nada que darle? ¡Va a pensar que soy una fresca y no le correspondo nada!

    —Hija, si él se enoja contigo por esa tontería, no es un chico tan sencillo como dices que es él.

    —¡Es que se va a ver muy mal, mamá! —levantó la voz Mónica, muy preocupada ante el panorama que se le asomaba por no tomar las precauciones del caso— Lo conozco, él llegará con un gran regalo caro para mí. Cuando me lo dé, yo no tendré más que una simple sonrisa y un gran abrazo que darle.

    —Tienes razón, niña —dijo inquietantemente la señora Gonzáles, al imaginarse la escena descrita por su hija— pero ¿qué puedes hacer?

    —No lo sé mamá. —contestó Mónica, mientras cogía una gran bolsa negra de plástico con los restos de la cena navideña del día anterior, para echarle en el cesto de la basura que se encontraba en la cochera— Lo que sé es que, sino voy con un regalo para Andrés, quedaré como una sinvergüenza.

    Luego, la adolescente abrió la puerta de la cocina y se dirigió a la cochera, donde descansaba tranquilamente Azulado. Éste, al percatarse del ruido producido por la muchacha, se despertó y rápidamente se escondió debajo del coche del padre de Mónica que estaba estacionado en la cochera.

    —¿Qué es eso? —se preguntó la muchacha al ver una pequeña figura blanca correr debajo del mencionado auto, mientras dejaba caer la bolsa de basura al suelo —¡Mamá! ¡Papá! ¡Vengan aquí! —exclamó la muchacha, quien entró rápidamente a su casa en búsqueda de sus padres.

    —¡Miren! —gritó Mónica, cuando regresó con sus padres a la cochera y les indicaba con el brazo derecho el lugar donde Azulado se había escondido. —Vi que algo se movió rápidamente debajo del auto.

    —¿No será una rata? —señaló la señora Gonzáles— Ten cuidado, cariño. —le sugirió la mujer a su marido, quien con una escoba que había cogido, se procedió a agachar e indagar por el motivo del miedo de su hija.

    El hombre divisó debajo de su coche a un asustadizo minino blanco, quien maulló de curiosidad y miedo a la vez.

    —Pero si no es más que un gatito. —dijo el señor Gonzáles, mientras sonreía al descubrir la razón de los chillidos de su hija.

    —¿En serio, papá? —preguntó la muchacha.

    —Cerciórate por ti misma. —le indicó el señor.

    Lentamente, Mónica se hincó de rodillas y observó que Azulado estaba muy quieto, escondido en un sitio cerca al motor del coche de su padre.

    —Tienes razón, papá. —dijo la muchacha— Michi, michi, ¡ven aquí! —dijo la joven, mientras con un brazo extendido sobre el suelo llamaba insistente a Azulado, quien estaba dubitativo de hacerle caso o no.

    —Quizás con comida o juguete venga hacia ti. —mencionó la señora Gonzáles, quien pensaba en la forma cómo hacer que el gatito viniera hacia ellos. En ese instante, recordó que a los gatos les gusta muchos los cascabeles y que ella tenía uno con ella en el llavero de las llaves de la casa. —Espera un minuto, ahora vuelvo. —dijo la señora, mientras entraba a la casa en busca del tan ansiado cascabel que le permita llamar la curiosidad de Azulado.

    Minutos después y con un brillante cascabel en la mano, la señora Gonzáles le dio a Mónica el pequeño objeto.

    —Con eso, llamarás su atención y te hará caso cuando lo llames.

    —¡Qué buena idea, mamá! —respondió la joven, quien se hincó nuevamente y comenzó a llamar al gatito, pero ya con el cascabel en la mano— ¡Michi! ¡Michi! ¡Ven aquí, minino!

    A cabo de un buen rato y ya cada vez más convencido por su curiosidad, Azulado sucumbió ante el tintineo de aquél extraño pero divertido objeto. Lentamente se acercó donde la muchacha que lo llamaba y se puso a jugar con el cascabel. Ese instante, fue aprovechado por Mónica para cogerlo lentamente en sus brazos, mientras el gato se disponía a alejarse velozmente de ella.

    —¡Mira qué gato más bonito, mamá! —indicaba la joven, mientras acariciaba cariñosamente el suave pelo de Azulado, lo cual le mandaba signos al gatito de que aquella muchacha no tenía la menor intención de hacerle daño, sino, todo lo contrario.

    —Sí, es muy lindo, hija. —dijo la señora Gonzáles, mientras observaba a su niña y al gatito.

    Ya más relajado, Azulado empezó a ronronear de satisfacción y ya no opuso resistencia ante los abrazos de Mónica. En ese instante, la adolescente tuvo una gran idea como solución a la falta de regalo de Navidad para su novio Andrés.

    —Mamá. —dijo sonrientemente la muchacha. —¿Qué te parece si le regalo a mi novio un gatito por Navidad?

    —Pero si es un gato callejero, hija. Él es un chico con dinero, ¿cómo le vas a regalar a un animalito de la calle, que seguro tiene pulgas y está muy sucio.

    —No hay problema, mamá. Aún estoy a tiempo. Con Andrés no nos veremos hasta después del almuerzo y eso me dará las horas necesarias para asearlo y dejarlo listo para obsequiárselo.

    —Tienes razón, hijita. —señaló la señora Gonzáles, mientras miraba con curiosidad a Azulado, quien no paraba de ronronear y mover la cola de un lado para otro.

    Rato después, Azulado, a pesar de no gustarle el agua por las malas experiencias que había tenido con anterioridad, se dejó asear tranquilamente por Mónica, quien se esmeró en dejarlo como nuevo. Posteriormente, con una pequeña cinta con el cascabel que la joven había sacado del llavero de su madre, nuestro protagonista había quedado más radiante que nunca.

    Horas después, Mónica salió de su casa para dirigirse al parque Los Mininos donde había quedado con su novio para encontrarse e intercambiar regalos por Navidad. Cuidadosamente, la joven introdujo a Azulado en una pequeña canasta de yute y la llevó consigo.

    Andrés, un joven buen mozo, ya la estaba esperando cuando la joven llegó al parque.

    —¡Feliz Navidad, mi amor! —le saludó cariñosamente el muchacho a Mónica, estampándole un cariño beso y abrazo.

    —¡Feliz Navidad, cariño! —dijo Mónica, devolviéndole los gestos de amor de su pareja.

    —¡Mira! ¡Aquí tienes mi regalo! —indicó el joven, mientras le entregaba una pequeña caja de regalo con un precioso reloj en su interior.

    —¡Muchas gracias, Andrés! —exclamó la muchacha al recibir la caja de regalo y abrir el contenido de su interior— ¡Ahora me toca a mí! ¡Aquí tienes tu regalo! —dijo Mónica, mientras le entregaba la pequeña canasta a su novio.

    —¡Vamos a ver qué tenemos aquí! —señaló Andrés—Su sorpresa fue grande cuando un pequeño maullido sonó del interior del objeto y vio una felina carita en el interior de la canasta. —¡Dios! ¡Qué minino más gracioso! ¡Muchas gracias, Mónica! —dijo el joven, mientras cogía a Azulado y lo abrazaba, haciendo que el minino ronroneara de estar a gusto. —¿Sabes? Siempre quise tener un gato, pero nunca se lo pedí a mis padres.

    —¿De verdad? ¿Y por qué? —interrogó la muchacha.

    —No sé, nunca me atreví a pedirles mascotas a mis papás. Siempre les he pedido y me han dado de todo, pero nunca se me ocurrió reclamar una mascota. Es el mejor regalo de Navidad que me han dado. Muchas gracias.

    —Me alegro mucho que te guste, mi amor. —señaló Mónica, mientras le daba un tierno beso en la boca a su pareja. —¿Y cómo lo vas a llamar?

    —Uhm… no sé. —dijo Andrés, mientras levantaba al gatito con curiosidad y éste le devolvía la mirada de un modo muy peculiar. —Es bien lindo. Tiene un ojo azul y otro verde.

    —Sí, es muy mono, mi amor.

    —Pues… Ya que tiene un ojo azul al lado de uno verde ¿Qué te parece si lo llamo “Azulado”?

    —Original. Muy original. —sonrió Mónica, como aceptación del nombre sugerido por su novio— Bueno, me tengo que ir. —dijo la joven, mientras se separaba de Andrés— Quedé con mis padres en visitar en un rato más a mi abuelita. Sino regreso a tiempo se preocuparán y se molestarán.

    —Entiendo, Moni. —manifestó el joven— Entonces, ¿nos vemos mañana?

    —Sí. —respondió Mónica. —Nos vemos, adiós. —dijo la joven, mientras se despedía de su novio y caminaba rápidamente de regreso a su casa.

    —Adiós. —manifestó Andrés, mientras observaba a su pareja irse a lo lejos—Bueno, compañerito. Tú me vas a acompañar a casa, que hace mucho frío aquí afuera y está empezando a nevar.

    Cuidadosamente, el joven colocó a Azulado nuevamente dentro de la canasta y fue de regreso a su casa.

    Ya en la casa de Andrés, Azulado se sintió como un rey. Su dueño había destapado dos latas de fino atún de conserva, que habían sido rápidamente devorados por el minino.

    —Se nota que tenías mucha hambre ¿eh, campeón? —señaló el joven al ver a Azulado comer.

    Horas después, ya llegada la noche, el joven se dispuso a dormir en su habitación. Cuando se dirigió a apagar las luces de su habitación, escuchó un pequeño maullido del otro lado del pasillo. Era Azulado, quien, tímidamente, con su agudo sonido pedía permiso a su dueño para entrar a sus aposentos.

    —¿Qué quiere usted, caballero? —preguntó el joven al gatito, al abrir la puerta de su dormitorio y ver al minino al lado de aquélla.

    Sin esperar momento alguno, Azulado aprovechó que la puerta estaba abierta para saltar a la cama de Andrés, retorcer un rato las sábanas de la cama del joven y situarse cómodamente al pie de ella.

    —¿Quieres dormir conmigo? Pues que así sea, minino. —dijo el joven.

    El gatito, después de todas las penurias que había pasado en su corta vida, por fin tenía un techo y comida. Pero, lo más importante, ¡Azulado tenía a alguien que cuidara y lo quisiera! ¡No podía ser mejor aquella Navidad para el minino!
     
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