Me han dado la oportunidad de mandarte una carta hace poco, pero ahora que tengo frente a mí la hoja, no estoy muy seguro de qué decirte. Sin duda me entiendes, si te dieran la oportunidad de mandarme una, tendrías, quizá, el mismo problema. Evitarte problemas no quisiera, no hay escape de lo que ya cometimos, si te diera otro camino ¿cómo sé que no terminaras sacándote los ojos? Ni tú ni yo sabríamos hablarnos, como no sabemos hacerlo con otros. Has pensado que con el tiempo cambiarías, pero te engañas, así como yo y como el otro. Podemos charlar infinidad de temas con infinidad de individuos, pero nada, ni una palabra podemos decir. La soledad se presenta en las multitudes. Ya te has acostumbrado, ya divagas en tu cabeza como siempre lo hemos hecho. Eco de un instante. Imagen de ti mismo en tus palabras. Eso ya no funciona entre nosotros, tú eres mi eco, pero yo no el tuyo. Cada palabra que te diga se la digo a otra persona, a otro ser y se convierte en silencio, en polvo, en nada. Quisiera darte confort, pero no lo hay. Lo hay en cada instante, no en mis palabras. Vacías. En las tuyas, en lo que tienes cerca. A cada paso hay tristeza, hay dolor, las lágrimas que he derramado son más que las letras de esta carta en blanco. Pero estás siguen siendo sólo palabras, aún estamos los dos en una habitación sin mirarnos, con temor del otro. Con temor tan grande como el del señor Samsa. Con temor a lo mismo y a nosotros mismos. Es igual a otros momentos que ya has vivido, tan terriblemente real. Lo has pensado, que ese otro tú es igual al de Gregor que te has convertido en lo mismo, por eso no me miras. Por eso no te miro, para no darme cuenta que ya no soy tú, que soy tu sombra. Tu posibilidad extraviada. No soy más sabio. Estoy más extraviado. Más perdido en lo imposible. Ya me deje llevar por los desconocidos que vinieron cuando estaba en pijama. Ya les he creído todo y nada. Tú apartas la mirada y me das la espalda como yo se la daré al otro, sales de la habitación y termina la carta. No te he dicho nada.