Sutej [Un cuento cienciaficcionado] Sutej [FONT="]I wandered through fiction [/FONT] [FONT="] to look for the truth [/FONT] [FONT="] Buried beneath all the lies[/FONT] [FONT="]- The Goo Goo Dolls[/FONT] [FONT="]I[/FONT] [FONT="]Mayo, año 3300.[/FONT] Cuando Seth abrió sus ojos color cobre aquella mañana, cayó repentinamente en la cuenta de que le faltaba algo sumamente importante. Algo tan importante que no podía recordar con precisión qué era. Su hogar parecía estar en orden. Un cubículo como cualquier otro, con forma circular y de un diámetro de cien metros; de paredes blancas con cincuenta ventanas redondas alineadas, con el baño y cocina en el mismo lugar y del mismo color. A decir verdad, todos los inmuebles eran color blanco exceptuando los sillones y sillas, que por un asunto práctico conservaban su estructura plateada (se movilizaban en el cubículo sobre un sistema de rieles de titanio, por lo que debían mantener su color si no se quería chocar con éstos) y un asiento forrado en cuero sintético blanco. Estaba acostado sobre su futón flotante, en medio de la cocina-comedor. No le extrañaba en lo absoluto, siempre dormía ahí. No obstante, la pequeña molestia de que eso no concordaba con lo que debería ser, hacía mella a través de un molesto dolor dentro de su cabeza. Así que, lenta y muy calmadamente, se incorporó sobre el mullido colchón de plasma y comenzó a observar nuevamente si algo faltaba a su alrededor. Pero todo lo que recordaba estaba allí. El feto de perro terrestre que habían subastado el día anterior descansaba pasivamente sobre una mesita flotante blanca, al lado de una enredadera que se encaramaba hasta la cúpula del cubículo. La cocina también parecía estar en orden; la ducha a voz de mando funcionaba perfectamente —lo comprobó pidiendo un baño de lava a punto medio—, la tv holográfica sobre el pulcro piso de mármol, dando el programa ínter espacial 25 horas. Seguramente había olvidado apagarla. De igual modo, su androide dormía como de costumbre en la incubadora, justo bajo el reloj de piedra que marcaba las 25:80 hrs. Movió su cabeza de un lado a otro intentando concentrarse en el asunto, pero cada vez que lo hacía, comenzaba el feroz dolor de cabeza. Suspirando, trató de enviar su neurona implante para recoger el recuerdo perdido que debería estar en su subconsciente, pero al topar con la frontera de su sub y conciente, venía otra vez el agudo dolor, provocando que la neurona implante retrocediera y volviera a la parte frontal de su cerebro. Intentó en vano un par de veces más. Muy molesto, dio un salto del futón y maldijo sonoramente cuando su cabeza volvió a latir. Antes de que pidiera tocar el suelo, una silla se situó justo bajo él. Seth sintió una absurda felicidad cuando se sentó sobre ésta. Ya un poco más apaciguado, chasqueó los dedos y de inmediato el control de mando apareció frente a él. Marcando una serie de números, el cubículo comenzó a tomar vida propia. Todas las ventanas se abrieron, el reproductor inarmónico comenzó a sonar a su máximo volumen, el futón subió hasta el techo y se quedó estático. Las cosas siempre volvían a su lugar si no se les necesitaban. Por otra parte, la cocina se prendió de forma automática y del refrigerador salieron una serie de potes blancos que se situaron sobre la llama infrarroja. Era cierto que aún era temprano para estar durmiendo, pero si hubiera sido por Seth, dormiría las 27 horas que tenía el día. Y es que recién en aquel momento la ciudad comenzaba a despertarse luego de una ardua noche de trabajo en el Laboratorio Central, donde la mayoría de los ciudadanos trabajaban. Somálisis era una ciudad matutina. La silla se movilizó hasta una de las ventanillas por donde Seth pudo admirar la tenue luz que emanaba desde el suelo lozano de la ciudad, anunciando la bohemia acostumbrada de sus habitantes. Los platillos voladores aterrizaban cada segundo sobre los anchos puentes estáticos que unían todos los cubículos con el resto de la ciudad. Cada vez que un extraterrestre o habitante natural de la zona salía de uno, era inmediatamente recibido por un grupito de personas que parecían haberle esperado. Y al mismo tiempo que se juntaban, desaparecían, literalmente. De seguro irían a un Pub o al Circo Rómano, que estaban muy de moda por esos días. —Anita, despierta —susurró apenas Seth. Pero de todas formas, el androide inmediatamente abrió sus párpados, mostrando unas esferas de color azul marino profundas. —¿Desea algo? —habló Anita desde la incubadora. —¿Recuerdas lo que hice ayer? La androide se puso lentamente de pie, dejando atrás el ruido del sistema de incubación cerrándose. Vestía un conjunto de pantalón y chaqueta blanca que ocultaban su estilizada figura. Cuando estuvo totalmente erguida, sus ojos se volvieron completamente negros, al tiempo que respondía con la conocida y monótona voz: —Abriendo archivador. Proceso completado. Accediendo a tres mil trescientos, diez, mayo. Proceso completo. Fichero en lectura: A las 00:00 Seth Earth se despertó; 00:01 Seth Earth ordenó un baño de lava a punto; 00:01 con 40 segundos, Seth Earth se levantó de su futón; 00:02 Seth Earth… —Detente —ordenó Seth, mientras se llevaba una mano hacia su frente para masajearla. Olvidaba a menudo lo detallados que habían sido hecho los androides —Quiero que me digas si vino alguien durante el día. La voz monótona de Anita no se hizo esperar: —Cerrando fichero tres mil trescientos, diez, mayo. Proceso completo. Accediendo archivos generales de fichero anterior. Proceso completo —Anita levantó su cabeza para mirar a Seth, quien distraídamente se preguntó por qué los androides tenían el cabello verde.—Sólo se registra una visita —de sus ojos se proyectaron dos focos que se dirigieron hacia el techo, mostrando una imagen. Era la de su compañero de trabajo, Matt Welling, entrando rápidamente para informarle a Seth sobre la subaste que iba a realizarse en el Circo Rómano a medio día (quince horas). —Duración de visita: tres minutos, cinco segundos con cero punto cuatro milésimas. — ¿Cuántas salidas hice el día de ayer? —Preguntó, recordando lo ansioso que había estado toda esa semana por adquirir el costoso feto de aquel animal que alguna vez había habitado en la Tierra. —Sólo una —respondió ella. Proyectó nuevamente sobre el techo, mostrándole la salida que hizo hacia la subasta. —Muéstrame toda la salida. —Cerrando archivos generales. Proceso completo. Buscando fichero salidas al exterior tres mil trescientos… —por un buen rato, Anita divagó en voz alta sobre procesos completos y exploraciones, hasta que finalmente habló: —No se registra información. —¿Cómo? —Seth Earth regresó a las quince horas del día de hoy. —Gracias, Anita. Pero en realidad no le agradecía nada. Todo eso podía recordarlo. Incluso parte de la subasta, cuando había llegado, la subasta de otros productos, hasta adquirir el feto por una cuantiosa suma de Denarios, la moneda oficial de Somálisis. De ahí, un vacío. —Su almuerzo está listo —dijo Anita repentinamente. —Hoy no almorzaré —murmuró Seth. —Recopilando información. Información guardada. —Anita. —¿Qué desea? —Voy a salir.. — Recopilando información… —Sólo… vete a dormir. Y así Anita se fue a dormir. Aunque era sabido que los androides nunca tenían sueño ni sueños. Seth simplemente no podía soportar tenerla frente a él comentando todos los procesos que debía llevar a cabo. Siempre hacían que se sintiera descolocado, fuera de lugar; fuera de foco. Chasqueó los dedos y el control de mando volvió a aparecer. Tecleó los comandos para cambiarse de ropa y, a diferencia de las otras veces y de los otros habitantes de Somálisis, decidió vestirse completamente de violeta. Tenía un presentimiento: cualquier cosa que hubiera ocurrido el día anterior estaba relacionado con aquel color. Continúa después. _______ Mi primer intento en la Ciencia Ficción que escribí para un concurso del grupo Adictos a los libros. Al final, decidí dividirlo en 4 partes para no hacer tan tediosa la lectura.
Re: Sutej [Un cuento cienciaficcionado] [FONT="]II[/FONT] [FONT="] El silencio era tan antiguo como el tiempo. Y eso era evidentemente extraño si se trataba del Circo Rómano[/FONT] [FONT="]Seth, con la cápsula de líquido amniótico que contenía el feto de perro bajo el brazo, inspeccionó los alrededores del suntuoso edificio hecho de piedras blancas. Según los grandes investigadores, este era la réplica exacta del modelo que había hecho aquel antiquísimo Imperio, pero en una versión mejorada. [/FONT] [FONT="]Recordó que ese edificio había sido construido hacía siete años. Por aquel entonces estaba de moda el lanzarse del monte Fuji hacia el mar. La gente había encontrado divertido volarse la cabeza en el proceso con una pistola de rayos gamma, haciendo que fuera imposible restituirlos por completo (todas sus funciones vitales quedaban anuladas). El Gobierno, viendo que esto afectaba a la cepa pura de su población, ideó el magnífico plan de instalar el Circo Rómano.[/FONT] [FONT="]Al principio el proyecto no había tenido una buena acogida, es más, los suicidios en el monte aumentaron el doble. No obstante, tras dos años de un tímido funcionamiento (subastas de objetos antiguos que databan casi siempre de mil años atrás, cuando aún estaba la población de humanos en la Tierra y no sus clones con posteriores modificaciones genéticas; olimpiadas ínter espaciales —donde los somalitas siempre terminaban en último lugar—, y alguna que otra apuesta para obtener uno de los pocos países que quedaban disponibles en el mundo), el Gobierno decidió reinstalar los juegos del antiguo Circo, principalmente el de matar a los chillantes.[/FONT] [FONT="]Los chillantes eran la otra clase de seres que poblaban la Tierra, y en particular, Somálisis. Nadie sabía en concreto de dónde procedían, pero por su apariencia, eran reconocible a simple vista: cabello rojo, ojos verdes, y una estatura que oscilaba entre el metro sesenta en mujeres y el metro ochenta en hombres, a diferencia de los somalitas que sobrepasaban siempre los dos metros. Básicamente se les consideraba inferiores porque el Gobierno así lo había dictaminado, y los somalitas no tenían problema alguno en cumplir leyes sin cuestionarlas. Si el Gobierno decía que era así, lo era.[/FONT] [FONT="]En un principio sólo habían sido discriminados no cediéndoles los mismos derechos que a los demás (por decir que no tenían ninguno); posteriormente se les excluyó a todos en la peor parte del mundo para vivir: Santiago. A ese lugar llegaban de todos los países para investigarlos o sólo por curiosidad. Cuando se instaló el Circo en Somálisis, Santiago fue el lugar fijo de visitas de comerciantes somalitas, que se los llevaban para venderlos dentro del circo, donde la gente los compraba básicamente para dos cosas: ocuparlos en las peleas trogloditas a muerte entre chillantes (uno de los eventos que puso sobre la mesa el Gobierno) o crucificarlos ellos mismos —por diversión o simplemente por aburrimiento— en uno de los dos patios que había en el Circo. [/FONT] [FONT="]Con el tiempo, naturalmente, se fueron ideando otros métodos de tortura, y a los somalitas cada vez les fue gustando más la idea matar gente. Así que, en vista de esas nuevas propuestas, la gente que antes se entretenía, si bien por unas pocas fracciones de segundo, lanzándose del monte Fuji, empezó a frecuentar el Circo. La acogida fue tan exitosa, que el Circo Rómano habría quince horas seguidas todos los días, aunque de haber podido abrirlo todo el día, lo hubieran hecho, pero era primordial dar un servicio con buena higiene, por lo tanto el resto del día se ocupaban desinfectando el lugar y trayendo a los nuevos chillantes que serían aniquilados.[/FONT] [FONT="]Seth nunca había asistido a un evento de aquellos, y era conocido en toda Somálisis como el único habitante del lugar que jamás había presenciado una tortura o crucifixión de los chillantes. Curiosamente, ni él mismo tenía claro por qué. Iba con cierta frecuencia al Circo, pero sólo a las salas más alejadas de los patios principales, donde se realizaban las subastas. No le había llamado la atención si quiera una vez ir hacia los patios, menos comprarse un chillante para experimentar.[/FONT] [FONT="]—¿Seth? [/FONT] [FONT="]El cuerpo del aludido se sacudió en un violento escalofrío, y el dolor de cabeza volvió repentinamente al escuchar la voz masculina. Giró para quedar justo al frente de un sorprendido Matt.[/FONT] [FONT="]—¿Qué haces vestido así, imbécil? —Matt, quien no podía esconder su estupefacción, lo agarró de un brazo y prácticamente lo arrastró hacia el circo. [/FONT] [FONT="]Al mismo instante en el que tocó el gigante vestíbulo blanco, el dolor de cabeza aumentó en proporciones impensables para él. Gimió, al tiempo que sus piernas no pudieron sostenerlo y se desplomó sobre el piso. Matt, maldiciendo, lo abrazó y lo teletransportó a una sala donde Seth jamás había estado. A duras penas supuso que era una de las tantas habitaciones que había en el circo.[/FONT] [FONT="]—Merde —masculló, poniéndose lentamente de pie. El dolor parecía menguar de a ratos.[/FONT] [FONT="]Frente a él, Matt, vestido de blanco, como lo hacían todos los somalitas para salir por la ciudad, caminaba de un lado a otro con las manos en jarra sobre las caderas. Seth no se animaba a preguntarle qué le pasaba. En cambio, prefirió mirar el interior de la habitación.[/FONT] [FONT="]La estancia tenía una forma circular, como su cubículo, pero a diferencia de esta, no había casi nada de inmuebles, salvo una mesita flotante, al medio. Unos diez metros frente al mueble, estaban unas puertas gigantes recubiertas de oro. Eran lo único que desentonaba en la habitación aparte de él mismo, con su traje violeta.[/FONT] [FONT="]—Te repetí más de setena y siete veces que no vinieras este día, ¿y qué es lo primero que haces? —Matt lo miró con el ceño fruncido. Agarró el cuello de su camisa y obligó que lo mirara. —¿Qué es lo primero que haces, muy imbécil? —repitió.— Vienes justo ahora, con ese feto y vestido así, ¡te pueden confundir con ellos![/FONT] [FONT="]Con la mano libre, Seth tomó sus manos y desasió el agarre. Dando un paso hacia atrás, levantó la palma de su mano frente a la cara de su amigo para hacerle callar y habló:[/FONT] [FONT="]—No tengo ni la más remota idea de lo que me estás diciendo.[/FONT] [FONT="]Los ojos caoba de Matt se abrieron, indicándole a Seth que esa simple acotación lo había descolocado.[/FONT] [FONT="]—¿Nada? —Preguntó, sonriendo a medias.[/FONT] [FONT="]—Te digo que…[/FONT] [FONT="]—¡Gracias al Gobierno, amigo! —Matt ahora sonreía de forma estúpida.[/FONT] [FONT="] Abrazó fuertemente a Seth, soltando una carcajada que para Seth resultó ser tremendamente molesta. Súbitamente, Matt lo soltó y le miró de arriba hacia abajo, frunciendo otra vez sus tupidas cejas negras. [/FONT] [FONT="]—Pero, ¿por qué? —Dijo más para sí mismo que para Seth. [/FONT] [FONT="]—¿Por qué, qué? —Preguntó Seth.[/FONT] [FONT="]Nuevamente la mirada enigmática de Matt se posó en su rostro. Sacudió la cabeza, dando a entenderle que no respondería. [/FONT] [FONT="]—Matt —habló Seth—, soy lo suficientemente capaz para darme cuenta de que estás más que enterado sobre las horas de mi memoria que estoy buscando. Por eso vine y ahora quiero que me expliques.[/FONT] [FONT="]—Pues no deberías haber venido —replicó su amigo de forma severa, pero pareció relajar sus facciones cuando habló: —Escucha, voy a llevarme a ese feto a tu casa. Demoraré porque no puedo teletransportarme dos veces seguidas. Como ya debes saber, ah, pero si tú nunca lo has usado, idiota, así sabrías… no, ya está. Quédate aquí, me llevo esta cosa y te traigo ropa nueva —dijo mientras le quitaba la cápsula de las manos y se dirigía hacia las puertas doradas. —Espérame aquí. Pero por favor, hazlo; quédate aquí hasta que llegue, ¿me oíste?[/FONT] [FONT="]—¡Matt! —gritó Seth cuando vio que se amigo ya había desaparecido tras el portazo.[/FONT] [FONT="]No obstante sabía que era inútil.[/FONT] [FONT="]La cabeza comenzó a latirle nuevamente, maldijo y se dejó caer de espaldas contra el suelo. ¿En qué momento las cosas se habían vuelto inútiles para él?[/FONT] Continuará en otro después
Re: Sutej [Un cuento cienciaficcionado] III Era una pérdida de identidad, lo sabía bien, pero no por qué. Sentado ahora, bajo la mesa, Seth estudiaba lo que le estaba pasando. Su pulso cardíaco estaba alterado al igual que todo su sistema nervioso. Si tan sólo pudiera saber el verdadero porqué, las cosas serían diferentes. En los cinco minutos transcurridos desde que su amigo partió con todas sus respuestas, Seth se sentía mortalmente cansado de todo; de él, del color blanco, del Circo Rómano. ¿Por qué esa repentina inutilidad de él mismo? ¿Por qué cada vez que se hacía las mismas preguntas volvían las mismas punzadas a su cerebro? Durante esos cinco minutos recién había pensado en la posibilidad de que alguien externo hubiera borrado sus recuerdos. No era un mero accidente ni casualidad. Por lo tanto, la pregunta que correspondiente era otro ¿por qué? Seth tenía entendido que ese sistema sólo se utilizaba para casos apartes y muy puntuales, manejados solamente por los altos mandos del país. No se utilizaba comúnmente en los civiles por lo riesgos que conllevaba. Pero sin duda, en él lo habían utilizado y Seth quería saber. Quería saber eso. Cansinamente se puso pie. Caminó lentamente hacia las puertas doradas que gigantes y con complicados trabajos en su enchapado, parecían ser cuadros para admirar por horas. Pero Seth, cansado de lo admirable, apenas las miró cuando tiró del picaporte y abrió de par en par las suntuosas puertas. —Violeta —dijo en voz baja, no sin un dejo de sorpresa. Y era evidente el motivo. Frente a él se extendía un largo pasillo iluminado por arañas de cristales, que no parecían estar sustentadas por algo concreto, formando un arco iris en todo el cielo color violeta. En realidad, todo el pasillo poseía el mismo color. Lo siguiente que llamó su atención fue el espejo gigante pegado a la pared, unos metros más allá. Fue entonces cuando le pareció sentir a las manos coloridas de los espectros envolviéndolo, jalándolo; tirándolo contra su voluntad, hasta ponerlo frente a su reflejo. Frente a él. La primera cosa extraña que notó fue el color de sus ojos. Si bien, su rostro tenía la misma forma angulosa, el color bronceado que caracterizaba a los somalitas y el cabello negrísimo, sus ojos, normalmente cobrizos, habían adquirido un extraño color morado. Tal vez no tan extraño, pensó después. Era el mismo color de toda su ropa, de todo el pasillo. El mismo color del manto que cubría escuetamente a la mujer que ni siquiera llegaba a la altura de sus hombros, reflejada en el espejo, junto con él como si sus imágenes, de la nada, estuvieran superpuestas. —Viniste. —Amalia. Seth supo de inmediato quién era ella. Y no fue porque su memoria recordara algún capítulo específico junto con ella, simplemente lo sabía. Él había nacido para pronunciar su nombre. Los ojos verdes de Amalia parecieron perderse tras un velo imposible de lágrimas. Sus rasgos eran exquisitos, degustables al más mínimo contacto. Sabía que aquella piel era tersa a su tacto, sus manos la recordaban. Sabía que sus labios respondían sin tapujos hacia los suyos cada vez que los buscaba. Todo lo sabía porque ella era Amalia y no había más explicación. La mujer lo abrazó desde atrás y apoyó su frente contra su espalda. El calor de ella parecía acariciar cada célula de su cuerpo y Seth no tenía la más mínima intención de resistirse, todo lo contrario. —Nunca pensé que… yo, estoy feliz Seth, muy feliz —sollozó la mujer. Casi por instinto, Seth tomó ambas muñecas que se apretaban fuertemente contra su cintura y las acarició. Se miraba así mismo en el espejo y no podía dejar de contemplar el brillo casi celestial que envolvía su rostro. Esa sensación sólo la había experimentado cuando estuvo con Amalia, una sola vez en su vida. El día anterior. Felicidad. La misma felicidad descrita por autores milenarios que Seth tanto gustaba leer. Se giró para poder tener a Amalia entre sus brazos, pero ya no había rastro de ella cuando dio la media vuelta. En cambio, se encontró de cara con Matt, quien lo miraba horrorizado, aferrando contra sí las ropas blancas que seguramente eran de Seth. —Te dije que no… Pero Seth no escuchó nada más. De un momento a otro, la cara de Matt y la ropa de Matt también tenían un color violeta. Casi, casi carmesí. o-o-o IV La locura alguna vez había sido considerada tan normal como el de matar chillantes en el Circo Rómano. A Seth no le importó en lo absoluto volver a la antigua moda mientras daba firmes pasos hacia los patios de tortura. Había esperado con mucha calma a que los somalitas llenaran el circo. Uno por uno los fue observando, vecinos, compañeros de trabajos, uno que otro emperador (comerciante de chillantes), subastadores. Hasta le parecía verse junto con ellos, yendo al salón blanco con una sola mesa de centro sobre la cual había un preciado feto de perro. Así pues, había sido muy paciente. Y la hora había llegado. Caminaba en conjunto con el grupo que ese día iba a descuartizar. A esos siempre era fácil reconocerlos, sus manos nunca temblaban y sonreían a toda hora. —¡Amigo!, ¿No quiere comprar una espada de gladiador? Son lo último en replicas de… —¿Quiere una exuberante señorita, amigo? Dicen que son las que más chillan cuando… Seth a penas había notado cuando compró la espada. Era conciente de manera muy vaga, de que algunas miradas se posaban en él y sus vestimentas, sin confundirlo realmente aunque espantándolos de igual forma. Pero aquello no había impedido a los comerciantes acercársele y llamarle amigo. Era la hora veintisiete y su cabeza ya no latía. La masacre comenzaría en quince minutos más. Cuando por fin hubo llegado al gran patio, Seth no tuvo más que impresionarse ante la maravilla que lo rodeaba: lujosos balcones con diseños jónicos mirando hacia el patio de mármol, igualmente blancos. Poco a poco, los primeros veinte somalitas comenzaron a traer a sus chillantes vestidos con mantos violetas. Los pusieron en diferentes lugares. El ambiente comenzó a hervir. Un hombre de cabello azul se paró en medio del patio, extendió sus brazos y los movió de un lado a otro. Era la señal. Rápidamente el piso se tiñó de un rojo intenso. Los alaridos comenzaron a sobreponerse sobre la multitud enfebrecida que repletaba los balcones, gritando, riendo. Seth, parado en un extremo, observaba desapasionadamente como su vecino, Kent, cortaba la cabeza de un niño pelirrojo o a su jefe, el respetable señor Thomson, clavando su espada directamente sobre el pecho de un hombre que no debía pasar los treinta años. —Es tu turno —escuchó que le gritaban. De los veinte somalitas, él era el único que aún no mataba a su chillante. Y Seth no iba a matar a chillante alguno, sólo que ese detalle nadie más lo sabía, excepto él. Además tampoco había comprado uno. Sería como comprar a Amalia. La pequeña Amalia que lo había besado cuando él le había regalado la cápsula con el feto de perro que tanto le gustaba. Levantó su espada hacia el cielo. Súbitamente, todo el mundopareció caer en una parsimonia mortal. La pequeña Amalia que él había comprado para hacerla libre. Dio un paso hacia el frente. La pequeña Amalia que él había… que él había… sólo por un día. Y otro. Los pequeñísimos ojos verdes muertos de terror. La primera vez que dejó caer el filo de su espada, llegó a parar justo en el cuello de su vecino. Nadie pareció reaccionar y Seth no lo esperaba de todos modos. El gigante Matt sobre la pequeña Amalia. Riendo, golpeando. El desesperado Seth apresado mientras veía la vida de Amalia irse en un hilito de sangre. Todos observaron horrorizados como Seth iba matando un somalita tras otro. Sin embargo, luego del horror inicial, todos parecieron maravillarse: nadie les había enseñado cómo matarse entre ellos mismos, y menos aún, que el color de la sangre de un somalita era el mismo que la de un chillante. Diga Fin (Suena terriblemente estimulante) 14 de Mayo 2008 [FONT="]Aithra [D. C] [/FONT]