Para la actividad: Cronicas de plumas y fuego. Ya lo subí, pero resulta que no sé como se borró, así que lo vuelvo a subir. Suerte. One-Shot Tal vez estuvimos viviendo por encima de nuestras posibilidades, tal vez creímos que nuestro poder podía contra todos ellos. Gran error. Porque aquellos que están ahí arriba, los que lo controlaban todo, el que lo controlaba todo no pensó en una cosa. Era lo más sencillo que uno se podía imaginar. Era como si tú fueras un rey, tienes riquezas, un ejército entero, poder y por supuesto un imperio donde tienes a todos sumisos. Eres la persona que más poder tiene, por lo que crees que nadie sería capaz de derrotarte. Y te creces por ello. Tanto que no te das cuenta de que poco a poco tus propios esclavos se rebelan contra ti, y se unen. Y tú piensas que da igual. Porque tú tienes un ejército, tú tienes las armas, tú tienes todo. Y ellos no tienen nada. Es verdad, tú tienes el poder, y ellos no. Pero una vez se han juntado son muchos, son todos contra ti. Todos contra uno. Y te das cuenta demasiado tarde de que ellos sí que son capaces de ganarte, mientras estas en llamas. Porque ellos pueden hacerte arder. Vaya y esto es capaz de ocurrírsele a un simple chico del Capitolio pero no al Presidente Snow. Un empujón me saca de mis cavilaciones y levanto la vista. —Levántate—Me ordena uno de los soldados que nos vigilan. Yo le hago caso y me levanto. Observo como los demás hacen lo mismo, pero a diferencia de mi están aterrados. Entonces la gigantesca puerta de la nave se abre, y rápidamente nos dirigen a una especie de vestuarios. Cada persona por separado. Llego al vestuario y veo una gran televisión en pedio del cuarto, y justo en frente un banquillo, me siento. Espero unos minutos hasta que la televisión se enciende. Y frente a mi tengo al mismísimo Sinsajo, Katniss Eveerden. Me quedo callado unos instantes hasta que empieza a hablar. —Supongo que algunos ya sabréis porque estáis aquí—Comienza mirando fijamente la cámara. —Toda esta guerra ha acabado. Y sé que no lo esperabais, pero vosotros sois los perdedores. No más Capitolio, no más Snow, no más sufrimiento ni muertes injustificadas— Noto como si su mirada gris atravesara todo mi ser a pesar de estar detrás de una pantalla. —Y por supuesto no habrán más Juegos del Hambre. Pero hoy, hemos hecho una excepción. Estos serán los últimos juegos, y los participantes seréis vosotros— Se queda callada. Supongo que será para dejar a la gente que lo asimilara, pienso que no debería. No lo merecemos, no lo merecen. —En honor a las víctimas de todos los juegos anteriores. Y a mi hermana. Declaro estos Juegos del Hambre abiertos— Dos guardias me agarraran por sorpresa y me llevan hasta una plataforma envuelta en un gran tubo transparente. Mi expreso hasta la muerte segura me espera. Sin oponerme, entro y el tubo se cierra. La verdad no tengo miedo. No tengo miedo de morir, porque aquellos que necesitaba para vivir ya no respiran. No tengo razones, ni principios, ni fuerza. No sé en qué me he convertido, pero ya no me considero una persona. Antes de que vinieran a por mí pensé en suicidarme. Así que aquí me facilitarán el trabajo. Me giro hacía la televisión sin salir de la plataforma y Katniss sigue ahí. Mirándome. —Felices Juegos del Hambre—Susurra. Sonrisa irónica, es lo único que logro contestar. Y la plataforma se empieza a mover. —Y que la suerte siempre esté de vuestra parte— Fin de la transmisión. Los guardias desaparecen por una puerta y me quedo solo. La plataforma empieza a subir y la luz del día me da de pleno en la cara. Cierro los ojos con fuerza por toda la luz y una vez llego los abro. Las ruinas del Capitolio son nuestro escenario. Bien, que empiece el baile. Cierto es que mi objetivo es morir, pero no me dejaré tan fácilmente. Hay que darles un buen espectáculo. Igual que ellos nos lo han dado desde hace años en todos los juegos. Giro la cabeza a ambos lados, lo suponía, todos desconcertados. Porque normalmente esto lo estarían viendo desde sus casas sentados en su sofá con una copa de vino. Hoy no. La cuenta atrás aparece ante nuestras narices y miro al frente divisando una gran montaña de armas y provisiones. Me tenso. La adrenalina se apodera de mi cuerpo cuando la cuenta llega al uno. Cero y suena un estridente pitido que da comienzo a los juegos, sin embargo para mí es un sonido sordo. Todos salen corriendo hacía la montaña, tal y como empezaban todos los Tributos cuando lo veían desde sus casas. Seguramente utilizarán todo lo que veían para sobrevivir. Provisiones, armas, buscar un escondite, agua y crear una alianza. Me quedo en la plataforma mientras ellos llegan hasta allí y recogen todo lo que pueden para luego irse en diferentes direcciones. Pero algunos intentan coger más de la cuenta y se quedan. Y otros aprovechan que están distraídos para atacar. Bum… Muere el primero, y los demás intentan huir. Suenan tres cañonazos más. Parece ser que el que los ha matado no tiene remordimientos. Agarra todo lo que puede y se va. Me quedo solo y nadie se da cuenta de que aun no he salido de la plataforma. Todos tenían prisa por sobrevivir. Salgo corriendo hacía las pocas mochilas que quedan y agarro una. Busco alguna arma que pueda utilizar entre las provisiones y me encuentro una espada. Aparecen en el cielo las caras de los caídos. Dos hombres, uno de unos veinte años, el otro de mi edad y una mujer ya mayor. Una vez desaparecen las caras del cielo me voy hacía el sur, nadie más se ha dirigido allí. Es muy fácil saber donde se ha escondido cada uno. En todo el Capitolio solo quedan dos edificios en pie. Y casi todos se han dirigido allí. Suenan cuatro cañonazos más. Quedamos dieciséis. **** Sexto día y trece muertes. Aquel hombre que vi matando el primer día es mucho más peligroso de lo que creía. Probablemente era algún antiguo soldado del Capitolio que se dedicaba a torturar o acabar con los rebeldes. Lo extraño es que no se ha creado ninguna alianza. Él quiere ir por libre. Me encuentro en unas ruinas de lo que parecía ser un colegio. No estaré muy oculto pero estoy un poco alejado de los que quedan. Hasta ahora no he encontrado agua y lo único que he comido es algo de carne artificial que logré salvar de los escombros de un mercado. Me paso los dedos por los labios totalmente secos y con trocitos de piel separándose de la carne. Trago pero ya no me queda saliva, necesito agua. Y sé donde hay agua, pero es muy arriesgado. Me levanto y me giro hacía los edificios. En cualquiera de los dos puedo encontrar la muerte, pero sigo sin tenerle miedo. Agarro mis cosas y me dirijo al más cercano. Una vez allí observo que tiene unas doce plantas, es uno de los edificios más bajos que he visto del Capitolio. Entro y rápidamente busco en la primera planta algún líquido, no hay. Así que me veo obligado a subir al siguiente. Llego al cuarto aun sin haber encontrado una sola gota. Cansado, me pongo a buscar y para mi suerte encuentro un grifo que funciona en los baños. Me espero a que deje de salir agua rojiza y cuando sale por fin clara me lanzo como un poseso a beber. Dios, que placer. Cierro los ojos disfrutando del frescor que no recorre mi garganta en días. Y cuando los abro veo por el reflejo del espejo una mujer apuntándome con una flecha. Lo esquivo los pelos, pero ella es rápida y coge otra dispuesta a disparar de nuevo. Acierta en mi antebrazo izquierdo. Un grito de dolor sale de mí. Pero no tengo tiempo de gimotear. Avanzo y corto los metros que nos separan y ella ya tiene preparada la siguiente. Dispara y me roza la mejilla. Entonces ella intenta huir pero yo la atrapo y la acorralo contra la pared. Le arranco el arco de la mano y le pongo la espada a la altura del cuello. Tendrá unos dieciséis años, como yo. Estar varios días sin comer parece haberle hecho daño a su físico. Esta bastante flaca y pálida, casi la dejo ir. Pero me recuerdo mentalmente donde estoy y lo que tengo que hacer. Y me recuerdo una cosa: Yo nunca había matado a alguien. Yo no soy capaz. No me da miedo morir, pero me da miedo matar. Patético. Sus ojos azules se cierran, esperando la muerte. Una muerte que no llega, los abre y me mira. Me interroga con la mirada, aun asustada. Y me dejo caer, no puedo. Ella no me ha hecho nada, ¿Por qué tengo que matarla? ¿Dónde está toda esa seguridad que tenía el primer día? Aun sigo sin saber lo que significa realmente participar en los Juegos del Hambre. Ahora que me he dejado caer ella me matará, y todo esto parará para mí. Tiro la espada a un lado, agotado. Y espero a que me clave una flecha o algo parecido. El dolor del antebrazo izquierdo se intensifica y suelto un gemido al notarlo. —Debería matarte—Digo desde el suelo. —Y yo a ti—Contesta ella sin moverse de la pared. —Lo tienes muy fácil— Levanto la mirada y me vuelvo a encontrar con sus ojos azules. —Tú también lo tenías fácil hace un segundo, ¿Por qué te caes? — —Esto es estúpido, solo mátame y ya— Ella se agacha hasta quedar a mi altura. —Lo estúpido es que cuando me tienes acorralada contra una pared te derrumbes y me dejes ganar— Miro la flecha aun clavada en mi antebrazo e intento quitármela, gruño de dolor. Vuelvo a mirarla a ella. Se supone que no deberíamos estar hablando, deberíamos estar matándonos el uno al otro. Pero yo no estaba dispuesto a matar. —Por favor…—Le suplico. Ella no mueve ni un musculo y me observa, examinando mi semblante. Por si estoy intentando engañarla. —Mátame—Acabo. Por fin entiende que lo digo en serio. —¿Porqué?— Un cuchillo pasa por delante de nuestras caras. —Mierda—Grita el hombre que vi el primer día. Nos había encontrado y se dirigía como una bala hacía nosotros. Ella me arranca la flecha del brazo y grito. —¡Rápido!—Grita mientras me pasa la espada. En esa milésima de segundo en la que nos levantamos para huir, hacemos un pacto de alianza sin decir nada. Y corremos hacía la salida del baño, es algo suicida porque él se dirige hasta esta, logramos alcanzar las escaleras antes de que él nos alcance a nosotros. Pero la carrera aun no ha acabado. Con la sangre cubriendo mi brazo y un dolor difícil de disimular subo corriendo las escaleras detrás de ella. Y a unos metros él nos persigue, como un animal a su presa. Llegamos a la siguiente planta y nos escondemos detrás de un mueble bar. Mala idea, pronto nos encontrará. Recuperamos el aliento y nos miramos mutuamente. Decido no decirle nada, no es el momento. Escuchamos pasos no muy lejos y una respiración agitada, cuando parece que ha recuperado el aliento se queda todo en silencio. Contenemos la respiración para no hacer absolutamente nada de ruido, ni siquiera el paso del aire por nuestros pulmones. Sabemos que se está acercando poco a poco, se escuchan pequeños pasos que van en nuestra dirección. Ella me toca el hombro y me giro. No dice ni una sola palabra, solo me señala, señala arriba, luego se señala a sí misma y por último señala hacía abajo. Me lo tomo como un claro “Tú por arriba, yo por abajo.” Saca tres cuchillos de su mochila y me sonríe para luego decir con los labios “Vamos”. Asiento y me pongo en posición de batalla, aun agachado. Ella hace lo mismo por el lado derecho del mueble bar. —¡Ya! — Salto encima del mueble y una vez allí de pie pego otro salto hacía él, con la espada en mano. Mientras ella se arrastra por el suelo al instante en el que salgo yo y lanza dos cuchillos con agilidad que llegan a dar en las dos rodillas del hombre. Oigo como grita, cae. Pero sigue sin bajar la guardia y saca al instante otra espada que tenía colgada de su mochila, no esperaba que fuera tan rápido ni tan duro. Aun que sé que no llegará a tiempo de parar mi ataque. Cierro los ojos para no ver la sangre brotar de su cabeza. Y la hoja llega a su destino, sigo sin abrir los ojos y suelto el mango. Me giro en dirección del mueble y los abro. Lo primero que veo es a ella aun en el suelo mirando impresionada lo que hay detrás de mí. Sigo sin querer girarme, miro mis manos, salpicadas de sangre. Empiezo a temblar. Suena el cañonazo, quedamos dos. —¿Así que es así como se sentían cada año los Tributos?—Dijo levantándose, se dirigió hacia mí. Coje mis manos entre las suyas. —Tranquilo, está bien— —No, esto no está bien. Le he matado—Digo sin despegar mis vista de las manos. —No tenías otra opción— Me callo y no respondo, después de todo no le puedo quitar razón. —Solo quedamos tú y yo— —Lo sé— Ella suelta mis manos y quita la espada de la cabeza del cadáver, me la da. —Démosles lo que quieren. Y no tengas miedo—Me dice mientras pasa una mano por mi cabello. —Vale— Parecemos dos locos prometiéndonos que nos mataremos el uno al otro. Sin embargo nos estamos haciendo un favor, todo lo que amaba ya no está aquí, supongo que los que ella amaba tampoco están. Si ellos no están aquí, nosotros tampoco estaremos. —¿Cómo te llamas?—Me pregunta mientras recogía la otra espada de la mano del cadáver. —John, ¿Tú? — —Amy—Respondió, se suelta el pelo que tenía amarrado en una coleta y una cascada rubia cae sobre sus hombros. Se pone en posición, yo también. —Nos vemos al otro lado, John— —Allí te espero, Amy— Sonreímos tristemente. Y en ese momento deseamos que la suerte no esté de nuestra parte. Fin.