Le sudaban las manos aunque ya no recordaba la razón exacta; los nervios no lo atacaban, de hecho, no sentía nada en especial al llegar, como si llegara a su casa. Una panadería con un nombre tan raro que ni leyéndolo despacio había podido memorizar, por eso le pidió una dirección exacta, y alguna ubicación para asegurarse de que el taxista no la llevara a su casa y quien sabe que más. No es que tuviera miedo, el miedo le pertenecía a los cobardes y estaba bien en ese mundo, alejado de ella; era mera inseguridad, un país que se consumía por dentro y, todos los días, salía en el periódico asesinatos, no daba mucha confianza. Un lugar como cualquier otro, no se había esmerado mucho que se diga en encontrar un buen lugar. Vio las mesas, de metal y relucientes, algo pequeñas, a su lado les acompañaba las sillas pegadas a las patas de la mesa, eran una especie de bancas que no completaban el asiento, y saleros y salsas regadas por toda la mesa. Respiró profundamente, como si estuviera en una playa relajada. Se limpió el sudor de las manos en el pantalón, no había querido ir con falda, no sería elegante, y no quería parecer una cualquiera. Habían tantas mesas que no se dio el tiempo de contarlas, no era un dato que le fuera a interesar demasiado, además el calor la estaba empezando a poner nerviosa. El sol del mediodía resplandecía en las mesas calentándolas, y, como la panadería era al aire libre, no había nada que frenara el sol, exceptuando un viejo ventilador que en vez de soltar aire soltaba polvo por montones, parecía casa de anciana. Se tocó levemente el cabello, aún seguía húmedo. Movió levemente los ojos en armonía con la cabeza, escogió mentalmente la primera mesa que vio, realmente era como la décima, pero ella quería una que no recibiera el sol. Se sentó lentamente, estaba decidida a admirar mucho más su entorno. La mesa era un rectángulo con los bordes en forma de curva, para evitar los golpes, pensó, pero esa forma y a la altura serian perfectos para dejar tío a más de un hombre; en su vida muchos merecían algo como eso, un accidente algo doloroso. Cada persona que se encontraba sentada se resbaló por su pupila, ella tenía curiosidad de saber que pasaba por la cabeza de cada uno, le gustaba a veces imaginarse historias en su mente sobre cada persona que miraba. Por ejemplo, aquella pareja del fondo, un par de adolescentes con tatuajes en los brazos y cigarrillos en la boca, ¿Qué futuro les aguardaría? Rio levemente. Ella fumaba hace unos cuantos años, era parecida a aquella muchacha que hoy tenía a escasos metros. Cabello de colores, pecas, delgada, ojos azules y con cientos de planes, tantos que se comparaban a los cigarrillos que tenía en el bolso. Quizá los cigarros eran más. Levantó la vista. Era mediodía, algunos árboles le estaban dando la sombra que tanto apreciaba, y las voces se escuchaban como susurros a la distancia. De hecho, ella misma ya estaba cansada de repetir una y otra vez, un segundo, a la mesera que, según iban aumentando las veces que lo decía, la miraba con peores ojos. Estaba acostumbrada a esos ojos tan penetrantes, peores incluso; los ojos de su padre se le habían quedado calvados en la nuca, nunca lo había visto tan furioso, ella estaba, y esta, convencida de su futuro. Quería ser pintora, divertirse sobre un lienzo, esa era su vida; su padre nunca lo entendió, pero la había apoyado hasta que ella tomó la decisión de abandonar la universidad, la carrera de abogaba no le llamaba la atención en lo más mínimo. A partir de ese día jamás pudo volver a entrar en esa casa, era peor que una peste en el patio de esa casa. Era verdad, no tenía dinero en esos momentos y quizá jamás los tenga, le costaba trabajo comprar agua y comida. Estaba quebrada, la galería que había puesto hace meses había fracasado, nadie le compró ni uno solo de sus cuadros o sus esculturas. Con suerte iban, miraban un poco, reían, tomaban fotos y se iban; su carisma descendió tan rápido como su dinero, al final no pudo mantener la renta de su sueño y se desnudó y se tiró al vacío, rindiéndose. Contener las lágrimas siempre le había costado, pero el constante hablado de la mesera había logrado ayudarla. Al final, las insistentes venidas de la mesera había logrado que ordenara algo, a regañadientes. Un chocolate frío, meses que no tomaba uno y, realmente, quizá no pueda pagarlo y quien sabe, sus piernas siempre funcionan. El sol era testigo, podía escuchar los rayos, o bueno, casi. Con sus largas uñas empezó a darle suaves golpecitos a la taza, era amarilla, quizá la mesera escupió repetidas veces en ella; si ella hubiera sido la mesera lo haría, lo tenía claro. Ese color amarillo tan chillón, le gustaba, le inspiraba a pintar y sangrar sobre el lienzo. Pero no podía, lo deseaba pero no podía, a duras penas podía pagar un mueble en una casa, no podría comprar pintura ni aunque mendigara todo el día bajo el sol. Eso era triste, pero quizá ya estaba acostumbrada. Tenía suerte de haber tenido ahorros, esos ahorros le habían servido para tanto. La renta se pagaba de ahí, no era eterna, pero le servía. También fueron esos ahorros quienes le dieron tiempo en un café internet, y le permitieron comunicarse con un viejo amigo artista, claro, con la diferencia de que a él si le había ido bien; de hecho, ahora quizá el taxista la está buscando por esas cuadras. Estaba algo tensa, tenía que llegar pronto, ella quería ser puntual para esperarlo. Pero no era muy útil eso, sin duda, era mejor plantar que ser plantada. Lo odiaba, sexo por un chocolate y un par de dólares, no era un pacto que valiera realmente la pena; aunque nunca se puso a analizarlo de verdad. No era un pacto del todo, ella no era una cualquiera, de eso estaba segura. No importaba la situación, de hecho, su situación no era tan mala. Acostada en una cama, estaba cubierta de sudor pero por lo menos lo hizo bien. Se mordió el labio viéndose en el celular de él. Se lo pediría diciendo que mañana es su cumpleaños, seguramente se lo daría y a ella le gustaba eso, era interés, sí, pero por lo menos él también disfrutaba, así que no era tan malo. Se agarró con fuerza el trasero, no era tan malo después de todo, se sabía manejar en la cama al final. Estiro los ojos y observó, levemente, el cajón, sabía que había dinero. Juntos, juntos habían abierto de nuevo la galería, había sido él quien volvió a abrir su sueño, levemente. Estaba tan dichosa, no sabía describirse a sí misma, como un lector que había perdido la inspiración tras tres tazas de café. Sus ojos, azules como el cielo se clavaban de nuevo en el sueño que estaba a punto de cumplir. No querida, que cumpliremos, le hubiera dicho él; a veces es tan manipulador y tierno al mismo tiempo, como una copita de alcohol adulterado. No estaba segura de que sentía por él, pero el sexo desenfrenado había dado frutos algo extraños. No estaba segura que era amor, no era el sentimiento con el que anhelada hace años sentada, viendo la ventana y el agua caer sobre el cristal, o quizá solo era una niña para entonces, soñando con príncipes azules. Odiaba el azul, su príncipe seria amarillo chillón. Por dentro la galería era tan elegante, no se parecía en nada a la pocilga que varios años atrás había rentado, hace años que pintaba y solo había ganado algo de dinero en Patreon, Ya era hora de que montara algo donde ganar de verdad algo de dinero. Se sentía relajada, la luna la acompañaba en cada pintura que hacía, feliz de iluminar a una artista, o eso pensaba ella, cada pintura reflejaba sus deseos ocultos. No solo eran sexuales, o sobre amor, pero la mayoría sí. Eso la hacía reír, dinero para pintura y lienzos a costa de su cuerpo; pero últimamente quizá lo hacía con una pizca de amor. Lo reflejaba en sus pinturas que, de hecho, se vendían bien en algunas páginas web y había ganado un premio por Instagram. Se sentía orgullosa. Rio de una manera nerviosa. Ring, ring. Era su celular, lo había puesto al fondo del bolso, siempre cometía el mismo error de siempre. Lo tomó, lo contesto lentamente. ─¿Buenas? ─Cariño, no puedo ir por ti a la cafetería, tu madre ya ira por ti; espero ye haya ido bien en esa pequeña historia que escribiste. Tienes talento.