Saint Seiya Seiya de Leo

Tema en 'Fanfics de Anime y Manga' iniciado por joseleg, 23 Mayo 2025.

  1.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    53
    Este fanfic es una reinterpretación épica de Saint Seiya, con elementos más crudos, realistas y dramáticos. El protagonista principal es Seiya, portador de la Armadura del León Menor, en lugar del tradicional Pegaso. La historia mezcla la mitología clásica del anime con nuevas tramas geopolíticas y un enfoque más adulto.
     
    • Me gusta Me gusta x 1
  2.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2352
    1
    El lugar era una trampa diseñada por los dioses: un precipicio en los límites del Santuario donde el Manto de Atena —esa barrera invisible que protegía el dominio sagrado— aplastaba el cosmos como una losa sobre el pecho. El aire, denso y frío, quemaba los pulmones con cada inhalación. Allí, entre rocas astilladas y polvo que cortaba como vidrio, Seiya, de doce años, entrenaba.

    El viento en los confines del Santuario no soplaba: aullaba, como una bestia decidida a arrancar la piel de los huesos. Allí, donde el Manto de Atena pesaba más que el mármol de las columnas sagradas, un niño de doce años se movía entre las sombras. No tenía nombre, sólo apodos.

    —¡Mira, la Rata Oriental vuelve a arrastrarse! —se burlaba uno de los guardias desde los riscos altos, donde el aire era respirable.

    Los hombres que vigilaban la frontera vestían mantos bastardos —armaduras de imitación forjadas con los restos de Cosmos muertos, reliquias alquímicas que la Casa de Aries reciclaba para los desechables—. Eran soldados sin futuro, pero con suficiente poder para hacerle la vida imposible a un crío sin linaje.

    Al principio, lo habían tratado como a una alimaña. Le robaban la comida, le ponían trampas con piedras afiladas y lo llamaban "Rata" cada vez que tosía sangre por el esfuerzo. Pero algo cambió después de un año y muchos huesos rotos.

    —¡Esa es nuestra mascota! —rugió el más grande de ellos el día que Seiya, con los labios partidos, consiguió mantenerse en pie bajo el Manto durante diecisiete minutos.

    Ahora ya no le escupían. Le lanzaban cantos rodados para que los esquivara, le gritaban "¡Corre, maldito!" cuando el viento amenazaba con arrojarlo al abismo, y, cuando el niño caía inconsciente —que era siempre—, lo cargaban a rastras hasta la Casa de Sanación, fingiendo enfado.

    —"Otro día más y no volverá", murmuraban.

    —"Siempre dice lo mismo", respondía otro, ocultando una sonrisa.

    Aiolia observaba desde lejos. No intervenía. Sabía que esos hombres habían sido como Seiya una vez: sin nada, hambrientos de propósito. Y ahora, sin querer, le enseñaban la lección más cruel: "Para que los lobos te respeten, primero tienes que sangrar como ellos".

    El invierno en los confines del Santuario no conocía la piedad. Un viento cortante, cargado de escarcha y resentimiento, azotaba los riscos donde el Manto de Atena pesaba como una maldición divina. Allí, entre las sombras de las columnas erosionadas, cuatro figuras se movían en una danza de supervivencia y extraña camaradería.

    Seiya, ahora de trece años pero con ojos mucho más viejos, escurría sangre de sus nudillos mientras se aferraba a la roca áspera. A sus espaldas, los tres guardias observaban desde su habitual posición elevada, donde el aire era menos hostil.

    —"¡Vamos, Rata Oriental! ¡Hoy no te vas a caer, verdad?" —gritó Lico, el más delgado, mientras arrojaba una piedra que pasó rozando la oreja del muchacho.

    Dario, el gigante con cicatrices de antiguas batallas, gruñó:

    —"Si cae, le toca a Nestor cargarlo otra vez. Y ya sabemos cómo termina eso: con el galán quejándose de que le duele la espalda."

    Nestor, el apuesto, se ajustó el falso manto con estudiada elegancia antes de replicar:

    —"Prefiero cargar al mocoso que ver tu cara de pocos amigos por la mañana, Dario. Al menos él no apesta a derrota como tú."

    Las semanas pasaron en un torbellino de sudor, sangre y palabras ásperas que escondían algo que ninguno se atrevía a llamar afecto. Por las mañanas, Lico enseñaba a Seiya los puntos débiles de las rocas, aquellos donde podía apoyarse sin resbalar. Por las tardes, Nestor le mostraba cómo mover los pies para mantener el equilibrio, mientras le susurraba consejos sobre cómo distinguir a una amazona por el tono de su voz.

    —"La de cabello más oscuro siempre te mirará primero, pero la rubia es la que realmente vale la pena," murmuraba con una sonrisa pícara.

    Y por las noches, cuando los demás dormían, Dario se acercaba al fuego donde Seiya calentaba sus manos maltrechas.

    —"Tienes que aprender a recibir un golpe," dijo una vez, sin preámbulos. "No siempre podrás esquivar."

    Y entonces le mostró cómo tensar los músculos, cómo girar el cuerpo para absorber el impacto. Lecciones duras, enseñadas con puños y palabras igualmente ásperas, pero que el niño atesoraba en silencio.

    El verdadero cambio llegó con la primavera.

    Seiya, ahora más ágil y con cicatrices que empezaban a formar un mapa de supervivencia en su piel, enfrentó a Dario en un combate real por primera vez. El gigante esgrimió su fuerza bruta, pero el muchacho, usando todo lo aprendido, aguantó. Cuando el puño de Dario lo alcanzó en el costado, todos oyeron el crujido de una costilla. Pero Seiya no cayó. Se enderezó, escupió sangre y sonrió.

    —"¿Eso es todo lo que tiene un aspirante a Cisne?"

    El silencio que siguió fue roto por la risa de Lico, estridente y genuina.

    —"¡Bien dicho, pequeño demonio!"

    Nestor se acercó y le pasó un brazo sobre los hombros, ignorando el quejido de dolor del muchacho.

    —"Ahora sí empiezas a parecerte a nosotros. Un verdadero lobo del precipicio."

    Pero Dario, mirando a ese niño que ya no temblaba, vio algo más. Algo que le recordó por qué una vez había soñado con ser Santo.

    —"No," corrigió, su voz más suave de lo que ninguno había escuchado antes. "Él no es un lobo."

    Seiya alzó la vista, desafiante aún a través del dolor.

    —"¿Entonces qué soy?"

    Dario le lanzó un trozo de pan duro, como quien arroja un hueso a un animal valioso.

    —"Un maldito león. Y eso es peor."

    Esa noche, por primera vez, compartieron la comida sin insultos. Y cuando Seiya se durmió exhausto, ninguno de los guardias comentó que Dario había cubierto al muchacho con su propio manto.

    El Santuario seguía siendo un lugar cruel. Pero en los bordes del mundo, donde el viento aullaba más fuerte, algo había cambiado.

    La mañana comenzó con un silencio incómodo.

    Dario fue el primero en notarlo. Sus manos, usualmente ocupadas en ajustar las correas de su imitación de manto, se detuvieron en el aire. Los músculos de su espalda se tensaron como cuerdas de arco.

    —"Algo viene," murmuró.

    Seiya, aún frotándose el sueño de los ojos, sintió el cambio antes de entenderlo. El aire, siempre pesado en el precipicio, ahora vibraba con una hostilidad que no provenía del viento. Algo —o alguien— los observaba.

    Entonces, la risa.

    Un sonido frío, afilado, que resonó desde los riscos superiores como el crujir de hielo bajo una bota.

    —"Qué patético espectáculo."

    Todos alzaron la vista.

    Sobre ellos, recortado contra el cielo matinal, un hombre se apoyaba contra las rocas con despreocupación letal. Su armadura no era una imitación burda como las de los guardias, ni siquiera como los mantos de bronce que Seiya había visto en el Santuario. Estas escamas eran azul profundo, como el mar en una noche sin luna, y brillaban con un fulgor que parecía emanar de dentro. Cada placa se movía con fluidez orgánica, como si respirara.

    —"Miren nada más," continuó el extraño, mostrando unos dientes demasiado afilados. "La chusma del precipicio. Jugando a ser guerreros con sus trapos sangrados."

    Nestor, siempre el más rápido de lengua, se adelantó.

    —"¿Y tú quién eres, pez fuera del agua? ¿El bufón de Poseidón?"

    El hombre de escamas azules no se inmutó. Su mirada recorrió al grupo con la misma atención que un cocinero da a los ingredientes antes de picarlos.

    —"Soy Delo de las Escamas de Tiburón Mako," dijo, como si el nombre debiera hacerlos temblar. "Y ustedes... bueno. Ni siquiera merecen que pierda mi tiempo."

    Seiya sintió una punzada de ira al ver cómo Dario, el siempre imponente Dario, retrocedía un paso.

    —"¿Qué quieres?" gruñó el gigante.

    Delo saltó desde el risco, aterrizando frente a ellos sin hacer ruido. De cerca, su armadura era aún más intimidante. Las escamas de sus hombros terminaban en puntas como cuchillas, y su casco —que imitaba las branquias de un tiburón— ocultaba todo menos sus ojos, fríos como aguas profundas.

    —"El Santuario está lleno de ratas," dijo, mirando directamente a Seiya. "Pero hoy vine a cazar un león."

    Lico, siempre el más imprudente, escupió a los pies del intruso.

    —"Aquí solo hay un pez gordo fuera de su pecera."

    El aire se electrizó con la revelación de Delo.

    —"El Santuario está vulnerable," dijo el Marina, deslizando las palabras como un cuchillo entre las costillas. "Sin Santos de Oro vigilantes, con una diosa escondida y un Sumo Sacerdote que nadie respeta... ¿Realmente creen que puedo irme sin probar suerte?"

    Dario no necesitó pensar. Sus años como guardia le gritaban que esto era más que una pelea: era una invasión.

    —"Nestor, saca al chico de aquí," ordenó, sin apartar los ojos del enemigo. "Lico, corre hacia el—"

    El ataque llegó antes de que terminara la frase.

    "Thalassa's Vortex!"

    Delo alzó una mano, y el aire mismo se convirtió en un remolino de fuerza oceánica. Pero Lico, el más rápido de reflejos, se interpuso.

    —"¡NO!" —gritó Dario.

    El golpe impactó contra el torso de Lico con el sonido de un cristal rompiéndose. Su coraza —esa imitación de manto que tanto habían burlado— se desintegró como papel mojado. Las escamas azules del Marina atravesaron carne y hueso sin esfuerzo, dejando un agujero limpio y sangrante donde antes estaba su corazón.

    Lico cayó de rodillas, luego de frente. Sus ojos, aún abiertos, miraron a Seiya por última vez.

    —"Corre... idiota..." —susurró, antes de desplomarse.

    Algo se rompió dentro de Seiya.

    Sin pensar, sin técnica, se lanzó contra Delo.

    Sus puños golpearon el aire donde un instante antes estaba el Marina.

    —"¡Patético!" —rió Delo, esquivando con la gracia de un tiburón—. "¿Esto es todo lo que—?"

    ¡CRACK!

    La patada de Delo impactó en la mandíbula de Seiya con fuerza suficiente para levantar al niño del suelo. El mundo giró, los sonidos se apagaron, y luego... oscuridad.

    El último ataque de Dario había sido un destello de gloria condenado.

    Seiya, con la visión aún borrosa por el dolor, apenas logró captar el momento: el brazo derecho de Dario brillando con un resplandor azulado, el aire alrededor cristalizándose en fractales de hielo.

    —"Diamánti Kónis (Polvo de Diamantes)!"

    El puño del gigante se estrelló contra el pecho de Delo, y por un instante, el mundo se detuvo.

    El frío se extendió como una plaga. Las escamas del Marina se cubrieron de escarcha, crujiendo bajo el efecto del ataque. Pero entonces, con un movimiento brusco, Delo sonrió.

    —"Bonito truco."

    Un chasquido de sus dedos, y el hielo estalló en mil esquirlas, revelando las escamas intactas debajo.

    —"Pero yo ya estuve en el infierno del Cisne."

    El contraataque fue un relámpago azul. "Prion Odóntōn!"

    El brazo derecho de Dario saltó por los aires, cercenado desde el hombro. La carne chamuscada humeaba, pero el gigante ni siquiera gritó. Solo gruñó, cayendo de rodillas mientras la sangre manchaba la tierra.

    Nestor, el último guardia, se colocó entre Seiya y el Marina.

    Su imitación de manto colgaba en jirones, su rostro, usualmente burlón, ahora era una máscara de furia silenciosa.

    —"No toques al chico," dijo, desenvainando un puñal que siempre había escondido en su bota.

    Delo bostezó.

    —"Otro héroe sin poder. Aburrido."

    Alzó la mano, cargando otro rayo eléctrico...

    Entonces, el universo contuvo el aliento.

    Un Cosmo como ninguno que Seiya hubiera sentido antes envolvió el precipicio. No era el fuego brutal de Aiolia, ni la frialdad de los maestros del Santuario. Era algo antiguo, como el primer suspiro de la creación.

    Todos, incluso Delo, se volvieron hacia la fuente.

    En lo alto del risco, envuelto en túnicas blancas ajadas por el tiempo, el Sumo Sacerdote observaba la escena.

    Su armadura era una imitación grotesca: placas mal unidas, sin el brillo de los metales sagrados. Pero su casco era distinto: una reliquia de diseño amazónico, con una máscara que ocultaba todo menos los ojos, dos abismos de conocimiento infinito.

    —"Basta."

    La palabra, pronunciada sin esfuerzo, aplastó el aire como un martillo.

    Delo retrocedió, por primera vez inseguro.

    —"¿Tú...? Pero si eres solo un—"

    El Pontífice movió un dedo.

    Y el mundo explotó en luz dorada.

    El gesto del Sumo Sacerdote fue tan simple como arrojar una piedra a un lago.

    Una sacudida dimensional atravesó el aire.

    El cuerpo de Delo se encorvó como si un planeta entero hubiera sido colocado sobre sus hombros. Sus rodillas golpearon el suelo con tal fuerza que las rocas se pulverizaron. Sus preciadas escamas, esas que minutos antes habían burlado el ataque de Dario, comenzaron a quebrarse. No con el estruendo metálico de una armadura rota, sino con el sonido húmedo de arcilla secándose al sol.

    —"¿Q-Qué... eres...?" —logró escupir Delo, con la boca llena de sangre.

    El Pontífice no se molestó en responder. Se acercó, sus túnicas ondeando en un viento que no existía, hasta quedar a un palmo del rostro del Marina.

    —"No te mataré," dijo, con una voz que resonó en tres tonos a la vez, como si hablaran varios seres a través de su boca. "Pero llevarás un mensaje."

    Apretó el puño.

    El espacio mismo se retorció.

    Delo gritó como nunca antes lo había hecho, mientras una fuerza insondable lo comprimía, no su cuerpo, sino su existencia. Era como si lo hubieran doblado en una dimensión que los humanos no podían percibir.

    —"Dile a tu señor," continuó el Pontífice, mientras la armadura de Delo se hacía añicos, "que la humanidad puede defenderse. Que no somos peones. Que no somos carne sacrificable en su juego eterno."

    Un último movimiento de mano.

    El Marina desapareció.

    No un teletransporte, no un salto veloz. Fue borrado del lugar, como si alguien hubiera arrancado una página de un libro.
     
    • Impaktado Impaktado x 1
  3.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2616
    2
    Un equipo de fuerzas especiales se deslizó entre las sombras, cortando los sistemas de seguridad de la base pakistaní con precisión mortal. Cada hombre llevaba la cara cubierta bajo una capucha negra, pero sus movimientos eran rápidos y calculados, como sombras en la noche. El siseo de las herramientas al cortar cables era lo único que rompía el tenso silencio de la operación.

    —"Esto nos hará ricos", murmuró uno de los hombres, sus ojos escaneando con avidez los monitores de control. "Con el poder de esos misiles, podríamos comprar el mundo".

    Un segundo miembro del equipo, más joven y con una sonrisa burlona, asintió. —"¿Quién necesita dinero cuando controlas el fin del mundo? Lo que tenemos aquí es mucho más valioso".

    El líder del equipo, un hombre alto y atlético, permaneció en silencio. Su mirada, fija en los monitores, reflejaba una concentración casi mística, como si cada segundo contara. Su rostro estaba parcialmente cubierto, pero sus rasgos asiáticos eran evidentes. El acento japonés en su inglés era claro, cortante, como si el idioma no le perteneciera del todo.

    —"¡Silencio!", ordenó en un tono bajo pero autoritario. —"Enfóquense en la misión. No podemos fallar ahora".

    La tensión en el aire se espesó mientras observaba a sus hombres, sin necesidad de alzar la voz. Nadie en el equipo se atrevía a desafiar su autoridad, ni siquiera en pensamiento. Era conocido entre ellos como el hombre que nunca fallaba, el enigma que caminaba entre las sombras. Nadie sabía su verdadero nombre. Nadie se atrevía a preguntar. Su poder no provenía de las palabras, sino de la quietud en su mirada, de la precisión letal en cada movimiento.

    —"Con estos misiles bajo nuestro control, nada nos detendrá", dijo, presionando un botón en su dispositivo sin apartar los ojos de la pantalla. —"Avancemos. Debemos estar listos para lo que sigue".

    El asiático era alto, pero su voz delataba su juventud. No podía tener más de veinte años, si es que llegaba. Sin embargo, sus hombres le temían. Cada vez que daba una orden, ellos temblaban. Era como si algo más que simple autoridad los hiciera estremecerse. Nadie se atrevía a desafiarlo: sus ojos no solo veían, parecían perforar el alma.

    De repente, un guardia irrumpió en la sala, alertado por el movimiento. El sonido de sus botas golpeando el suelo resonó en el silencio de la base. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, el joven líder se movió con velocidad inhumana. Un solo golpe preciso en el costado del guardia le destrozó las costillas con un crujido sordo, astillando los huesos en esquirlas que perforaron sus pulmones. En un instante, la sangre brotó de su boca y su cuerpo se desplomó, inconsciente, mientras la vida se le escapaba lentamente del rostro.

    Los soldados del equipo no dudaron. Con eficiencia letal, arrastraron el cuerpo del guardia y lo escondieron en las sombras, sin dejar rastro. El asiático, con una calma inquietante, no perdió ni un segundo. Miró su reloj y, al ver la hora, su mirada se volvió aún más fría.

    Sin prisa pero con una precisión inquebrantable, sus ojos afilados —más allá de lo humano— escanearon la base. No necesitaba binoculares. Su visión entrenada, afinada para ver lo que la mayoría no podía, le permitía observar a sus hombres avanzando hacia la zona de control, incluso a distancia.

    Todo iba según el plan.

    La infiltración había sido exitosa. El equipo de élite había logrado su objetivo sin dificultad, desactivando los sistemas de seguridad y despejando el camino hacia los silos de misiles. Sin embargo, las cosas tomaron un giro cuando las tropas del general Alim Azad —un hombre conocido por su crueldad y obsesión por el poder— llegaron. Él había contratado a estos hombres para tomar el control de la base, pero dentro del silo de misiles, la situación cambió.

    El equipo de élite, que había estado operando bajo el mando del joven asiático, ahora yacía muerto. Todos ellos, masacrados por su propio capitán, quien no necesitaba armas para hacer lo que hizo. Sus manos eran suficientes. La velocidad y precisión de sus movimientos eran imparables. Uno de los soldados, un alemán corpulento y alto, se acercó al joven líder antes de morir, mirando al delgado muchacho con una mezcla de incredulidad y desafío.

    —"¿Por qué?", preguntó el alemán, temblando pero sin someterse.

    —"Mi venganza", respondió el joven. Sin más palabras, le rompió el cuello con un solo movimiento, su cuerpo cayendo al suelo mientras la vida se le escapaba en un instante.

    Con la misma calma inquietante, el joven comenzó a ingresar los códigos de lanzamiento en la consola de control, su mente enfocada en su objetivo. Pero entonces algo extraño lo interrumpió: una vibración en el aire, una presencia que no podía ignorar. Sus ojos, afilados como los de un depredador, se estrecharon de inmediato.

    Era la sensación que su maestro le había enseñado a reconocer: algo que solo los más experimentados podían percibir. Un crujido leve de botas metálicas en el suelo congelado de la cámara le indicó que algo —o alguien— se acercaba. Entonces, lo vio.

    Un hombre alto se paró frente a él, su rostro sorprendentemente hermoso, con cabello rubio y ojos azules penetrantes. Llevaba una capa blanca que ondeaba suavemente detrás de él, y sobre sus hombros descansaba un círculo plateado que brillaba con una luz casi etérea. El círculo tenía tres púas, una gema incrustada en su centro y vetas carmesí que recorrían su superficie, dándole un aura imponente y mística.

    Pero lo que más destacaba era la transformación que se desarrollaba ante los ojos del joven líder. Bajo la capa, el cuerpo del hombre estaba cubierto por un traje metálico rosado y flexible, compuesto por pequeñas placas en forma de escamas que se adaptaban a su figura. Sobre este traje, una armadura plateada comenzó a formarse: placas segmentadas que al principio parecían independientes, pero que se fusionaban al asentarse sobre su cuerpo. Lisas y resistentes, cubrían áreas estratégicas —su torso, hombros y extremidades— dándole una apariencia formidable. Aunque las placas parecían separadas, encajaban a la perfección, permitiendo un movimiento fluido mientras creaban la ilusión de una armadura completa e impenetrable.

    El desconocido se paró frente al joven líder, hablando en griego fluido, su voz resonando en la cámara con una autoridad inquebrantable. Sin embargo, el asiático parecía apenas entender, su expresión retorciéndose levemente en confusión. Al notar la falta de respuesta, la figura blindada cambió rápidamente de idioma.

    —"Parece que ni siquiera te enseñaron a hablar correctamente", dijo con un marcado acento francés, cada palabra como una hoja afilada cortando el aire.

    En un solo movimiento instintivo, el joven asiático desenfundó su arma. El clic metálico del seguro al quitarse resonó en la sala, pero en el momento en que disparó, sucedió algo imposible. Las balas, impulsadas con toda la fuerza, rebotaron en el cuerpo del desconocido como si fueran simples piedras golpeando un muro impenetrable. Incluso los disparos dirigidos directamente a su rostro, hechos con precisión mortal, fueron desviados sin rozarlo siquiera.

    El joven retrocedió un paso, sus ojos estrechándose mientras analizaba a la extraña figura frente a él. A pesar de la armadura aparentemente invencible que envolvía a su oponente, no podía sacudir la sensación de que no era un soldado común, de que había algo en él que era inhumano, algo mucho más allá de los límites mortales. La armadura brillaba con un resplandor metálico antinatural, burlándose de cada intento de ataque.

    El hombre blindado sonrió, una expresión fría y calculada que hablaba de alguien acostumbrado a la batalla. Su mirada penetrante no dejaba lugar a dudas sobre su superioridad. Con firme autoridad, se presentó.

    —"Soy el Santo del Lagarto", declaró. —"Enviado por el Santuario para cazar a los desertores del entrenamiento. Y tú, por lo que veo, eres un infiltrado japonés. No solo te han descubierto, sino que has tenido la audacia de entrar en los terrenos de entrenamiento destinados a uno de los candidatos de la Armadura del Unicornio".

    El joven asiático, visiblemente irritado por las palabras del desconocido, se quitó la capucha, revelando su rostro. La luz de la cámara iluminó sus facciones endurecidas, marcadas por un entrenamiento implacable. Una cicatriz irregular recorría su mejilla izquierda, partiendo la línea de su labio en una herida profunda y sin cerrar.

    A pesar de su juventud, sus ojos eran fríos y calculadores, reflejando la mirada de un hombre que había vivido al borde de la muerte. La cicatriz era más que una marca física: era un testimonio de las pruebas brutales que había soportado, un símbolo de su lucha interminable y su hambre insaciable de poder.

    En medio de la tensión, el Santo del Lagarto comenzó a cantar. Su voz, profunda y melódica, resonó en el silencio hueco de la base. Las palabras, pronunciadas en griego antiguo, flotaron en el aire como un canto ancestral. Era un poema antiguo, que relataba la leyenda de los Santos: sus sacrificios, su deber eterno de salvaguardar la paz del mundo.

    "Sus puños destrozan la tierra, sus pies parten el cielo, bajo el mandato de la diosa de la guerra, mantienen la paz que el mundo no puede sostener".

    Mientras la última nota se desvanecía, el Santo del Lagarto sonrió, una serenidad que rayaba en lo inquietante. Pero no era satisfacción lo que curvaba sus labios, sino aceptación. Conocía su camino y lo abrazaba con la misma calma que había guiado su victoria sobre Yuto.

    Sin embargo, mientras su sonrisa persistía, un escuadrón de soldados apareció en el borde de su visión. Fusiles en alto, rodearon al hombre blindado. Superado en número, el Santo del Lagarto no mostró miedo.

    La misión había tomado un giro inesperado, pero sabía que nada podía detenerlo. Aquellos que amenazaban el equilibrio del mundo no encontrarían piedad. Su deber pesaba más que cualquier vida individual.

    Los soldados avanzaron con precisión, cerrando su formación. Las miras apuntaban directamente al objetivo. El Santo del Lagarto permaneció inmóvil, su sonrisa intacta mientras los estudiaba, consciente de que su destino nunca estuvo en sus manos.

    —"¡Fuego!", gritó un soldado alto, su voz de acero.

    Los disparos rompieron el aire, las balas dirigiéndose hacia su objetivo. Sin embargo, para sorpresa de los soldados, cada proyectil rebotó en la armadura del Santo del Lagarto como si golpearan una fortaleza impenetrable. Incluso los disparos dirigidos a su rostro apenas rozaron las placas metálicas rosadas, su superficie brillando cegadoramente en la tenue luz.

    Con una calma aterradora, el Santo dio un paso adelante.

    Entonces: movimiento.

    Un destello de acción, y su energía estalló hacia afuera. El aire se distorsionó a su alrededor mientras se lanzaba contra el escuadrón. Sus golpes fueron relámpagos líquidos: puños y piernas dejando cuerpos maltrechos a su paso antes de que los soldados pudieran reaccionar.

    Un soldado levantó su fusil, solo para que el Santo del Lagarto apareciera frente a él. Un golpe con el dorso de la mano destrozó el arma en el aire, y el hombre cayó de rodillas, perdiendo el conocimiento antes de siquiera comprender el ataque.

    En un solo aliento, el escuadrón yacía derrotado. Ninguno había ofrecido resistencia significativa.

    La única respuesta del Santo del Lagarto fue una sonrisa leve, su mirada fría y calculadora. No sentía placer en la violencia, pero su deber era absoluto: proteger la paz del mundo, sin importar el costo.

    El último soldado caído tembló al mirar a la figura de armadura rosada. ¿Cómo podía alguien ser tan... imparable?

    Con el área despejada, el Santo del Lagarto inspeccionó su entorno nuevamente. La situación seguía siendo tensa: el general que había contratado a estos hombres estaba cerca. Las órdenes del Santuario habían sido claras: borrar el rastro del renegado, evitar la política local.

    Sin embargo, ante él yacía una amenaza mayor: el control de misiles nucleares. El riesgo para la paz global era innegable, y no podía ignorarlo.

    Su mente trabajó rápidamente mientras caminaba hacia la salida de la base. Permitir que este conflicto escalara era inaceptable, pero tampoco podía dejar que las fuerzas restantes causaran más estragos.

    La respuesta se cristalizó.

    La misión del Santuario había evolucionado. Ahora, actuaría bajo su propio juicio.

    El Santo del Lagarto miró a su alrededor con desdén mientras los últimos soldados caían al suelo, derrotados. La escena que dejaba atrás era una masacre perfecta, pero de ninguna manera era un espectáculo para él. Su misión había sido cumplida, y con una precisión casi quirúrgica, había eliminado a todos los soldados invasores —aquellos que amenazaban la paz del mundo. Los cuerpos caían, pero lo que más destacaba era la serenidad en su rostro.

    Sin embargo, lo que no mostraba era su verdadero poder. Los defensores sobrevivientes —aquellos que no eran más que peones en un juego mucho más grande— no quedarían impunes. Con un solo gesto, el Santo del Lagarto usó su poder para borrar los recuerdos de los pocos que aún respiraban. No importaba si eran hombres o mujeres: no tenían derecho a recordar la masacre ni lo que había sucedido aquí. En un instante, sus mentes quedaron vacías, convirtiéndose en cáscaras huecas, incapaces de retener conocimiento alguno de los eventos. Eran sombras —sombras desvaneciéndose en la oscuridad, olvidando todo lo ocurrido.

    Al final, el Santo del Lagarto se volvió hacia su objetivo principal: el general. Se acercó a él con pasos lentos pero firmes, su presencia tan abrumadora que el general ni siquiera intentó escapar. Sabía que no había salida.

    Con una mano que parecía más una garra de hierro que una extremidad humana, el Santo del Lagarto lo levantó por el cuello sin esfuerzo. El general, forcejeando por respirar, comenzó a temblar, el miedo apoderándose de su cuerpo. No podía creer lo que estaba sucediendo.

    —"¿Cómo contactaste a Yuto Kido?", preguntó el Santo del Lagarto, su voz tan fría como el hielo.

    El general, con la visión borrosa y la respiración entrecortada, comenzó a balbucear, rezando en silencio, suplicando por su vida. Sus súplicas fueron inútiles. El Santo del Lagarto sonrió, su expresión tan impasible como siempre.

    —"Los dioses son seres egoístas", dijo, su tono casi burlón. "No te ayudarán. Ni siquiera la diosa que dicen que los protege se ha dignado a mirarlos en estos dieciséis años".

    El general intentó hablar, pero su cuerpo se tensó cuando la presión en su cuello aumentó. El agarre del Santo del Lagarto se endureció, y el sonido de huesos rompiéndose resonó. El general gritó en silencio, sus ojos desbordándose de terror.

    —"¿Cómo contactaste a Yuto Kido?", repitió, esta vez con una amenaza palpable en su voz.

    Al ver que la vida del general estaba llegando a su fin, el hombre tembló aún más, y finalmente, como si la muerte estuviera a la vuelta de la esquina, sus palabras brotaron en un torrente:

    —"Una... una fuerza de élite... mercenarios... todos... todos tienen habilidades sobrehumanas. Todos... se apellidan Kido, como el magnate japonés..."

    Con su último aliento entrecortado, el general entregó un trozo de papel, sus dedos temblorosos señalando algunas notas garabateadas y un número escrito apresuradamente. —"Este... este es el número de contacto. Por favor... no me mates..."

    El Santo del Lagarto lo miró en silencio, su rostro carente de emoción mientras lo dejaba caer al suelo con desdén. La vida del general había terminado, pero la información no podía ser ignorada.
     
    • Me gusta Me gusta x 1
    • Impaktado Impaktado x 1
  4.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2217
    3
    Misti caminaba entre la multitud de turistas, sus pasos firmes y resueltos, indiferente al clamor a su alrededor. Vestía ropas civiles sencillas —un abrigo oscuro y pantalones de tela ligera que se ajustaban bien a su figura. A pesar del atuendo ordinario, su porte y presencia eran inconfundibles. Su cabello dorado caía en largas ondas hasta su pecho, casi como el de una estrella de rock, atrayendo la atención de todos a su alrededor. Las mujeres que pasaban junto a él se sonrojaban, sus rostros iluminados con una mezcla de admiración y asombro ante su belleza de otro mundo, algo imposible de ignorar. Su mirada profunda y serena, junto con esa imagen casi perfecta, hacía que incluso los más indiferentes se detuvieran por un momento, hechizados.

    Las voces, risas y murmullos de los turistas parecían desvanecerse mientras ascendía la montaña. El aire se volvía más pesado, como si la atmósfera misma se espesara con cada paso que daba. A medida que se acercaba al Velo de Atena, la multitud disminuía, el ruido moría y una sensación de quietud llenaba el espacio.

    Pero Misti no se detuvo. Su mente estaba fija en un solo objetivo, ignorando el brillo de las miradas que lo seguían. La entrada al Velo estaba cerca.

    Colgada sobre sus hombros, sostenida por dos correas que cruzaban su espalda, llevaba la Caja de Pandora. El cofre, hecho de plata pulida, brillaba con una luz suave y etérea. El símbolo del lagarto, grabado con precisión en el centro de la tapa, dominaba la superficie de la caja, y el reflejo de la luz sobre su superficie metálica parecía intensificar la sensación de poder contenido en su interior. Aunque su apariencia era sencilla —elegante y de diseño impecable— había una energía latente en ella, como si lo que yacía dentro pudiera alterar el curso del destino.

    Finalmente, llegó al umbral.

    El Velo de Atena. La frontera entre el mundo mundano y el reino sagrado de la diosa. Ante él se extendía la barrera etérea de Atena, una presencia palpable —invisible pero poderosa. El manto de la diosa envolvía todo a su alrededor, envolviendo el Santuario en un aura de misterio y fuerza. No era meramente un límite físico, sino también espiritual. Misti podía sentirlo en su piel: el peso de la presencia de Atena sobre él.

    Con una mirada firme, dio un paso adelante, cruzando el límite del Velo. Con cada paso, el aire se volvía más denso, como si la realidad misma se deformara bajo la energía que emanaba de ese lugar. Dentro del Velo, la atmósfera cambiaba, y el poder de Atena se sentía en cada rincón, en cada piedra, en cada mota de polvo suspendida en el aire. Aunque familiarizado con esta sensación, Misti no pudo evitar sentir reverencia por el lugar sagrado.

    Continuó avanzando, atravesando el Velo de Atena con la misma serenidad y determinación que lo había guiado hasta entonces. Mientras se movía por los pasillos del Santuario, el aire parecía imbuido de la historia y el legado sagrado que llenaba cada rincón del lugar. De repente, se encontró con un soldado del Santuario —un hombre griego de complexión robusta— que se acercó respetuosamente, reconociendo al Santo del Lagarto por su rango.

    —"Su Señoría, es un honor verlo", dijo el soldado, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto.

    Misti lo observó brevemente, notando su uniforme y su postura disciplinada. Su mirada, tranquila pero penetrante, se posó en el hombre mientras respondía con voz serena pero autoritaria:

    —"¿Dónde están todos los asistentes?"

    El soldado, aparentemente acostumbrado a la presencia de figuras importantes en el Santuario, respondió sin dudar:

    —"Están en el Coliseo, Su Señoría. Dos de ellos han pasado las pruebas y ahora compiten por la armadura sagrada del León Menor".

    Misti asintió levemente y, sin perder tiempo, comenzó a caminar hacia el lugar indicado por el soldado. Al adentrarse más en el Santuario, la sensación de estar inmerso en otra época lo invadió de inmediato. El lugar parecía anclado en la antigüedad, como si los siglos se hubieran suspendido en el aire. Las estructuras eran sencillas pero imponentes, construidas de mármol y piedra, sus superficies pulidas por el tiempo pero aún pulsando con una energía indescriptible.

    A su alrededor, el paisaje era una mezcla de lo divino y lo humano. Aldeanos vestidos con sencillas túnicas de lino y algodón caminaban como si el tiempo no hubiera cambiado. Sus túnicas y vestidos, en colores naturales, evocaban la Grecia clásica, como si Misti hubiera viajado de repente al corazón de una antigua ciudad-estado. Los hombres llevaban túnicas lisas, a menudo atadas a la cintura con cinturones de cuero, mientras que las mujeres vestían faldas largas y blusas ligeras, con el cabello trenzado o recogido en moños sencillos.

    El aire era fresco, pero un calor ancestral permanecía con cada paso, como si todo el lugar estuviera imbuido de la esencia de los dioses. La atmósfera era austera pero llena de una belleza natural que existía solo en estos rincones apartados del mundo, lejos del ajetreo de la vida moderna.

    A medida que se acercaba al Coliseo, el sonido de flautas y la melodía de algún instrumento antiguo llegaron a sus oídos, como una invitación a presenciar una escena cargada de historia. Los aplausos y murmullos de la multitud se mezclaban con los pasos atronadores de los competidores, que daban todo de sí en la lucha por el derecho a vestir la armadura sagrada del León Menor.

    El Coliseo se alzaba imponente, sus muros de piedra blanca reflejando el sol del mediodía. En su interior, el polvo levantado por las batallas se arremolinaba en el aire, el sonido de los golpes resonaba mientras entrenadores y soldados observaban desde las gradas, animando a los jóvenes inmersos en duelos épicos por el honor de ser elegidos.

    El contraste entre la elegancia del Santuario y la sencillez de los aldeanos, combinado con el fervor de los competidores del Coliseo, creaba una atmósfera única, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para dejar solo la esencia de la lucha y la gloria.

    De repente, Misti se inmovilizó. Su rostro se tensó, su mirada se oscureció al sentir una energía que cortaba el aire a su alrededor. Un Cosmo que no solo era denso, sino abrumador. Una presión que parecía aplastar la realidad misma, y, sin embargo, tenía algo hipnótico.

    —"¿Qué es este Cosmo?", murmuró Misti, su voz una mezcla de asombro y desconcierto. —"Es terrible... y hermoso, como los colmillos de un león feroz".

    Con la velocidad del rayo, Misti comenzó a correr hacia la fuente de esa energía. Cada paso lo acercaba más a la arena del Coliseo, donde los dos contendientes se enfrentaban en combate. La vibración en el aire y la intensidad del Cosmo lo arrastraban hacia ellos, como si una fuerza invisible lo impulsara a presenciar el choque de titanes.

    Al llegar, Misti se detuvo en la entrada del Coliseo y observó a los combatientes. Ante él, uno destacaba entre el resto: un joven de unos dieciocho años, robusto, con piel bronceada y un peculiar peinado a lo mohicano, blanco como la plata. El llamado Casios. Su físico era imponente, y su presencia tan fuerte que se decía que podía enfrentarse a Santos de Bronce —incluso armados— y salir victorioso.

    Pero algo andaba mal.

    Casios, el hombre de complexión formidable, sangraba profusamente. El lugar donde debería haber estado su oreja izquierda estaba... vacío, como si alguien se la hubiera arrancado de un solo golpe. Gruesos chorros de sangre corrían de la herida, y sus movimientos se volvían más lentos, más vacilantes, aunque su Cosmo seguía siendo feroz e inflexible.

    Su oponente, un joven de porte elegante y expresión serena, parecía completamente tranquilo, pero sus ojos estaban fijos en Casios, estudiando cada uno de sus movimientos, analizando sus debilidades. A pesar del sangrado de Casios, su Cosmo no disminuía. El golpe que le había arrancado la oreja parecía no haber mermado su fuerza, solo intensificó la brutalidad de la lucha.

    El aire estaba denso con tensión. Los gritos de los espectadores resonaban en las paredes del Coliseo, pero Misti permanecía en silencio, observando la escena con una intensidad que solo los más experimentados podían comprender. Algo más profundo se estaba desarrollando en ese momento, algo más allá de la mera lucha por el derecho a vestir la armadura del León Menor.

    Un Cosmo salvaje. Un Cosmo forjándose a través del dolor, el sacrificio y la batalla incesante.

    Frente a Casios, el joven luchador parecía casi un niño. Tenía alrededor de dieciséis años, con piel bronceada y una complexión más corta y frágil en comparación con su oponente. La diferencia de tamaño era tan marcada que se podría haber pensado que el chico no tenía ninguna oportunidad contra el monstruoso Casios. Sin embargo, el Cosmo que irradiaba del chico —aunque emanaba de un cuerpo aparentemente tan débil— era absolutamente asombroso.

    Por un momento, Misti se quedó paralizado, observando al chico con una mezcla de curiosidad y asombro. La energía que emanaba de él era tan intensa que incluso el propio Cosmo de Misti fue momentáneamente eclipsado. El Cosmo del chico era tan formidable que, por un breve segundo, Misti pensó que podría rivalizar con el de un Santo de Plata. Pero descartó la idea de inmediato. No. Eran meros aspirantes a Santos de Bronce, nada más.

    El chico, a pesar de su delicado físico, luchaba con una determinación inquebrantable. Su Cosmo se movía en poderosas olas, como si de un ser divino se tratara, envolviendo todo a su alrededor con una fuerza que desafiaba su tamaño. Cada golpe que desataba parecía generar un viento invisible, una presión que hacía vibrar el aire. Misti sabía que lo que se estaba desarrollando en el Coliseo era mucho más significativo que simplemente ganar una armadura sagrada. Estaba presenciando el nacimiento de un verdadero guerrero, alguien cuyo Cosmo podía romper barreras, superar límites físicos y tocar lo divino.

    Casios, con su imponente figura y ataques devastadores, era un gigante ante este chico. Sin embargo, cada vez que uno de los golpes de Casios impactaba, el chico resistía, como si algo sobrenatural lo protegiera. A pesar de la desventaja en tamaño y fuerza, la energía que lo rodeaba parecía igualar la de su rival, haciendo que Misti se preguntara cuán profundo era ese poder y hasta dónde podía llevar a este chico en la batalla.

    Aunque la lucha aún no había terminado, la sensación de que algo monumental estaba ocurriendo en ese Coliseo era palpable. Los rugidos de la multitud y la tensión en cada golpe daban testimonio de una batalla que trascendía lo físico. Los cosmos de estos dos jóvenes eran una danza violenta: un choque de fuerzas cósmicas ascendiendo hacia el infinito.

    Misti estudió al chico de cerca, y de repente, un destello de comprensión apareció en sus ojos. Este joven, aunque luchaba con valentía inquebrantable, no era un luchador cualquiera. Era uno de los aspirantes orientales que habían estado circulando por varios campamentos de entrenamiento. Muchos no habían sobrevivido a las rigurosas pruebas; otros habían desertado. Pero este... este chico estaba desatando un Cosmo tan vasto y poderoso que no podía ser ignorado.

    El Cosmo del chico era como una fuerza primordial, un torrente indomable que le otorgaba no solo resistencia sino una habilidad asombrosa. A medida que sus golpes llovían sobre Casios, Misti podía sentir el impacto de cada uno, como si cada golpe fuera una explosión de energía concentrada, como si el aire mismo se comprimiera bajo la fuerza de sus movimientos. Sus manos desataban ráfagas sucesivas, como una lluvia de meteoros golpeando sin pausa. El chico no solo golpeaba; transformaba cada impacto en estallidos cinéticos, impulsados por un Cosmo que fluía tan naturalmente que Misti por un momento se preguntó si este chico ya poseía la habilidad de un Santo.

    Era un ataque tan básico en concepto que cualquier Santo de Plata podría replicarlo sin esfuerzo. Sin embargo, la forma en que el chico lo manejaba —la intensidad, la velocidad— no era característica de un simple aspirante. Sus meteoros no eran solo una secuencia de golpes; cada golpe parecía llevar un propósito, una técnica precisa escondida dentro de la fuerza bruta de su Cosmo. Y a medida que sus golpes continuaban con velocidad implacable, su Cosmo seguía evolucionando, como si todo su cuerpo estuviera en perfecta sincronía con esa energía incontrolable.

    La diferencia de poder entre él y Casios era evidente, sin embargo, el chico, a pesar de su tamaño, estaba librando una verdadera batalla. Misti observó cómo la arena del Coliseo se movía bajo los golpes, cómo el Cosmo del chico no solo se expandía sino que evolucionaba, mostrando un potencial que Misti, a pesar de su experiencia en batallas de alto nivel, nunca había visto en alguien tan joven
     
    • Ganador Ganador x 1
  5.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2288
    4
    Un soldado presente, cubierto por un manto menor —una armadura inspirada en la de los Santos, pero sin relación con constelación alguna— no pudo contener su emoción. Su armadura era una imitación rudimentaria y rojiza de la armadura sagrada del León Menor, brillando débilmente bajo la luz del coliseo.

    —"¡Se nota que es un discípulo del León, del gran Aiolia!", exclamó, los ojos brillantes, los puños apretados ante la demostración de poder del joven aspirante.

    Misti giró la cabeza hacia el soldado, desconcertado por su comentario, y al instante comprendió. El muchacho del Cosmo formidable no era un luchador cualquiera: su energía llevaba el sello de un linaje de batalla. Podía sentirlo... como el eco distante del rugido de un león resonando a través de los años.

    Recordó entonces los rumores que circulaban entre los Santos de Plata. Nadie había visto a un Santo de Oro en más de trece años, y de ellos, solo los de Capricornio y Sagitario habían sido identificados durante breves apariciones. El resto eran meras sombras, mitos o nombres susurrados en los pasillos del Santuario.

    Aiolia de Leo era uno de esos nombres. Se decía que, aunque joven, su Cosmo era abrumador, comparable al de los antiguos Santos de Oro de la era clásica. Nadie lo había visto vestir su armadura sagrada, pero a sus veintitantos años, su fuerza y severidad eran legendarias, y sus discípulos —contados con los dedos de una mano— eran forjados en fuego y trueno.

    Misti entrecerró los ojos, viendo ahora al muchacho no solo como un contendiente... sino como un posible heredero de una voluntad que ardía con la luz de una estrella dorada.

    Una voz sensual y femenina sacó a Misti de su contemplación.

    —"Pronto, será más fuerte que nosotros...", dijo, su tono sereno, casi melancólico.

    Misti giró la cabeza, el ceño aún ligeramente fruncido. Era Marin del Águila, una Santo de Plata —una mujer que había renunciado a su feminidad por la causa de la diosa. Su rostro estaba oculto tras la máscara de su armadura, como dictaba la tradición.

    Todas las armaduras sagradas podían alterar su forma según la voluntad de su portador, y las máscaras no eran una excepción. Marin había hecho de la suya un velo impasible, como si el mármol ocultara las emociones humanas que aún sobrevivían bajo su Cosmo disciplinado.

    Misti soltó un bufido de desdén. Siempre había encontrado la costumbre absurda. La belleza no era un rasgo exclusivamente femenino, y ocultarla tras una máscara no era señal de respeto; era casi un insulto a la propia Atena. Después de todo, la diosa una vez había desafiado a otras deidades en el juicio de París por el título de la más hermosa. ¿Cómo podía la causa de Atena menospreciar lo que la diosa misma había defendido con orgullo?

    —"Es solo un discípulo de Bronce, nada más", dijo Misti condescendientemente, aún observando la joven figura que luchaba en la arena, su Cosmo pulsando como un relámpago naciente.

    Luego, sin cambiar su tono, preguntó:

    —"¿Y dónde está Su Santidad?"

    Marin extendió su mano enguantada hacia el centro del coliseo.

    —"Allí. Él es el juez presidente de la batalla."

    Misti siguió su gesto y lo vio al instante. El Patriarca del Santuario, Su Santidad, se alzaba sobre una plataforma central como un dios distante observando a los mortales. Vestía una túnica blanca inmaculada, una estola dorada cayendo sobre su pecho como una lluvia de luz, y sobre su cabeza, un enorme yelmo dorado coronado por la figura enroscada de un dragón —un símbolo de poder, astucia y sabiduría.

    Junto a él, sobre un pedestal de mármol pulido, descansaba la armadura sagrada del León Menor, reluciendo como si estuviera habitada por el fuego de un sol.

    Misti se enderezó ligeramente. Ver al Sumo Pontífice allí en persona, junto a una armadura sagrada... significaba que esta batalla tenía implicaciones mucho más profundas de lo que parecía.

    El ataque final estaba a punto de llegar.

    —"Su nombre es Seiya", susurró Marin, apenas audible, mientras observaba al chico levantar los brazos, sus movimientos trazando con precisión las estrellas de la constelación del León Menor.

    Una lluvia de impactos cruzó el aire.

    El chico desató su técnica como una tormenta de meteoros —pero era más que eso. En su Cosmo había garras invisibles, desgarrando con precisión quirúrgica. La piel del imponente Casios, temido incluso por los Santos de Bronce armados, se abrió bajo la violencia del ataque combinado hasta que el gigante se desplomó inconsciente con un gemido sordo, su cuerpo derrotado.

    Pero el golpe final nunca llegó.

    Seiya se detuvo a meras pulgadas de rematar a su oponente. No dudó. No tembló. No anhelaba sangre.

    Había luchado con pasión, pero sin odio.

    Un silencio reverente cayó sobre el coliseo cuando Su Santidad Lord Arles, el Patriarca del Santuario, levantó su mano enguantada en señal de alto.

    —"¡Basta! ¡La victoria es para el muchacho del Este! Para el discípulo de Aiolia... ¡Seiya!"

    Un murmullo sagrado recorrió las gradas. Como si respondiera a la proclamación, la Armadura del León Menor brilló intensamente, una luz dorada pulsando con vida propia, antes de sellarse de nuevo en su Caja de Pandora —como aceptando, sin duda, a su nuevo portador.

    El joven Seiya se precipitó hacia la caja, aún jadeando, el sudor mezclado con sangre ajena en su rostro. Se lanzó hacia ella, sus manos ansiosas buscando las cadenas laterales para abrirla y reclamar lo que había ganado con su fuerza y fe.

    Pero antes de que pudiera siquiera tocar las correas, una voz profunda y resonante lo detuvo:

    —"¡Alto, muchacho!"

    Todos los ojos se volvieron hacia el Patriarca, que descendía lentamente los escalones de mármol de la plataforma.

    —"Un Santo de Atena no lucha por vanidad ni por gloria. No busca reconocimiento ni poder."

    —"Un Santo lucha por la justicia. Solo por ella."

    —"Y quien olvide esto, aunque vista la más sagrada de las armaduras, será indigno de ser llamado protector de la diosa."

    El Cosmo del Patriarca se expandió como un océano de solemnidad. Seiya, arrodillado ante la Caja de Pandora, inclinó la cabeza en silencio.

    El Cosmo del Patriarca se alzó con la majestad de un sol naciente —no violento ni abrasador, sino profundo, severo y lleno de una sabiduría ancestral que resonaba en huesos y alma. Sus palabras, aunque firmes, portaban una fuerza aún más difícil de resistir que la ira: el amor paternal.

    Él era el verdadero guía moral del Santuario, la brújula espiritual para todos los Santos de Atena. Misti lo sabía bien: el Patriarca siempre estaba presente, como una sombra benevolente que recorría los pasillos del templo, moviéndose entre soldados y Santos sin perder nunca la dignidad ni la compasión.

    Desde la muerte de su bisabuelo, el viejo Patriarca Shion, el trono sagrado había pasado a este hombre —Lord Arles— cuya estatura física no era lo que imponía respeto, sino su Cosmo, su presencia, su voz que resonaba como las trompetas del juicio.

    Muchos susurraban. Decían que en los primeros años de su reinado, había liderado a algunos de los mismos Santos de Oro en una guerra santa contra los Titanes. Algunos afirmaban que había derrotado a un hijo de Cronos con sus propias manos; otros, que había viajado a los confines del mundo para sellar un portal que amenazaba con devorar el tiempo mismo. Pero esto eran solo rumores... ¿o no?

    Misti guardó silencio. En ese momento, incluso él sintió respeto. Quizás incluso miedo.

    Ese hombre, envuelto en su manto blanco con su estola dorada, su enorme yelmo dorado coronado por un dragón, era más que un líder. Era el guardián de misterios divinos, el Sumo Pontífice de Atena, y su juicio —sabio, severo y amoroso— era incuestionable.

    Seiya, aún de rodillas, no se atrevió a levantar la vista.

    Y la Caja de Pandora, bañada en luz, esperaba pacientemente a que su nuevo maestro demostrara ser digno.

    Entonces, el Patriarca levantó una mano —apenas un ligero gesto, como una hoja agitada por un viento sagrado. Pero Seiya lo entendió al instante, no con los ojos ni con la mente, sino con el corazón.

    Sin dudarlo, corrió hacia él y se lanzó en un abrazo sincero, como un hijo que finalmente recibe la aprobación de un padre. Lord Arles lo envolvió en su manto blanco, y por un momento, todo el Coliseo cayó en un silencio reverente. Incluso soldados endurecidos y Santos de Plata que nunca mostraban emoción apartaron la mirada con un dejo de respeto.

    Había algo más en ese gesto: un vínculo tejido a lo largo de los años. Desde su llegada al Santuario seis años antes, el joven muchacho oriental y el líder del Santuario habían forjado una amistad silenciosa pero profunda. Después de su difunto maestro y Marin, el Patriarca era la persona con quien Seiya más hablaba, de quien más aprendía.

    E incluso ahora, Seiya se preguntaba con asombro:

    ¿Cómo podía un hombre tan importante tener tiempo para un aprendiz más?

    ¿Cómo podía el líder de los 88 Santos, el heredero del linaje de Shion, rebajarse al nivel de un muchacho para escuchar, para guiar, para consolar?

    La respuesta no estaba en palabras, sino en el Cosmo cálido que lo envolvía ahora.

    Seiya ya no era solo un guerrero. Era un verdadero Santo de Atena.

    Y ese abrazo, más que cualquier victoria, selló su entrada al mundo de los hombres sagrados.

    Esa noche, el aire del Santuario era frío pero sereno, como si el mundo entero descansara después de la tormenta de la batalla. Seiya regresó a la modesta cabaña que había compartido con Marin desde su llegada. Allí, entre muros de piedra y vigas de madera seca, había aprendido a leer los cielos y a dominar su Cosmo.

    Marin lo esperaba junto al brasero, ya no con su armadura, sino con una sencilla túnica que poco hacía por ocultar a la mujer guerrera que había debajo. Aunque seguía enmascarada, su presencia era tan cálida como siempre.

    —"¿Dónde está Aiolia?", preguntó Seiya sin saludar, su rostro aún enrojecido por la victoria... y el abandono.

    Marin levantó una ceja detrás de su velo metálico.

    —"Cálmate, Seiya. Tu maestro no es un simple instructor. Es un Santo de Oro, y aunque nunca lo hayas visto vestir la Armadura de Leo, él tiene una responsabilidad que aún no comprendes."

    Seiya exhaló con frustración, apartando la vista. Su juventud ardía con preguntas que aún no sabía cómo expresar. Se acercó a la mesa, dejó caer su túnica manchada de sangre y se desplomó en el banco de piedra.

    —"Siempre es lo mismo...", murmuró, los puños apretados. —"Entreno, lucho, gano... ¿y él? Nunca está. Ni siquiera vino a verme cuando obtuve la Armadura."

    —"Él sabía que lo lograrías", respondió Marin con firmeza, pero no sin dulzura. —"Él creyó en ti antes de que tú creyeras en ti mismo. Y además... Su Santidad lo llamó al norte. Hay movimiento entre los Santos de Oro."

    Esa última frase flotó como un peso invisible en la cabaña. Algo se gestaba, algo que ni siquiera los recién nombrados Santos de Bronce podían comprender.

    Seiya permaneció en silencio, observando el fuego danzar. Su Cosmo aún latía con fuerza, pero había aprendido que no todo podía resolverse con los puños.

    Y Marin, sin decir otra palabra, se sentó a su lado. En ese silencio compartido, maestro y aprendiz comprendieron que el camino de un Santo era de espera, deber y sacrificio.

    Allí, ante las brasas, el fuego proyectaba largas sombras sobre las paredes de piedra. Seiya se ensombreció, como si un peso invisible le oprimiera el pecho. Miró fijamente las llamas, pero sus pensamientos estaban lejos, muy lejos del Santuario.

    —"Ya tengo la Armadura...", murmuró, casi para sí mismo. —"Podría regresar a Japón... reunirme con mi hermana, entregarle al viejo Kido el manto sagrado..."

    Hizo una pausa, el silencio pesado.

    —"Pero... ¿qué querría un multimillonario con la Armadura de un Santo?"

    El crepitar del fuego fue la única respuesta durante unos segundos. Marin no se movió.

    —"Si lo hago... sé que traeré problemas", continuó, su voz ahora firme, amarga. —"El Santuario no tolera la traición. Y sin embargo..."

    Se volvió para mirarla. Sus ojos eran puro fuego.

    —"Marin... fui enviado aquí para tomarla."

    La cuchara en su mano tembló. El plato de barro casi se cayó.

    —"¿Qué...?", susurró ella, incrédula, poniéndose de pie al instante.

    —"Alguien está intentando robar las Armaduras de Bronce", dijo Seiya, poniéndose de pie también, enfrentando la magnitud de sus palabras por primera vez. —"Y yo... yo soy una de sus herramientas."

    El silencio que siguió fue más frío que la noche griega.

    Marin se acercó, sus pasos seguros, sus ojos enmascarados brillando. Quiso golpearlo, gritarle, negarlo todo, pero también sabía que el muchacho nunca mentiría sobre algo así.

    —"¿Quién... te envió?", preguntó en voz baja, como si temiera la respuesta.

    Seiya bajó la mirada.

    No lo sabía. No del todo. El viejo Kido había sido amable, incluso paternal... pero todo estaba envuelto en secretos.

    —"No lo sé", admitió con tristeza. —"Solo sé que... esto nunca fue solo un entrenamiento. Fue una misión."
     
    • Impaktado Impaktado x 1
  6.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    1576
    5
    Marin casi dejó caer el plato, no por sorpresa, sino por la confirmación.

    —"Sabía que algo en ti no cuadraba", dijo en voz baja, colocando lentamente los utensilios junto al fuego. —"No eres el único enviado aquí con una misión oculta".

    Seiya levantó la vista, incrédulo.

    —"¿Tú también?"

    Marin asintió con gravedad, su máscara brillando a la luz del fuego.

    —"Me asignaron la tarea de monitorear ciertos movimientos dentro del Santuario... especialmente a los reclutas de Oriente. Muchos fueron eliminados por 'indignos'. Pero había más. Rumores de traiciones internas, de un complot para robar las Armaduras de Bronce y usarlas fuera de la voluntad de Atena".

    Seiya tragó saliva. El fuego crepitaba como si lo instara a seguir hablando.

    —"Yo... pensé que podría llevarla a Japón. Al viejo Kido. Pero ahora no sé..."

    —"A veces", interrumpió Marin, —"ser parte de un plan no te hace culpable... si eliges desafiarlo. Aún tienes tiempo, Seiya".

    Cruzaron miradas en silencio. Por primera vez, más allá de maestro y aprendiz, se reconocieron como piezas en un tablero mucho más grande.

    En la cima del Santuario, donde el aire era tan tenue que solo los dioses respiraban sin esfuerzo, el Templo de Atena se alzaba como una joya de mármol blanco sobre el pico más alto. Allí, por encima de los Doce Templos del Zodíaco, Lord Arles, el Patriarca del Santuario, se movía silenciosamente por la Sala de los Espejos —una galería sagrada donde los reflejos revelaban no solo el cuerpo, sino el alma y sus secretos más profundos.

    La cámara de Lord Arles era vasta, impregnada de historia y poder. Las paredes, aunque austeras, pulsaban con milenios de esencia, sostenidas no por albañiles sino por el Cosmo combinado de Atena y los Santos de épocas pasadas. Pilares imponentes, forjados por la energía de generaciones de guerreros, enmarcaban la habitación. El techo se extendía infinitamente hacia arriba, como si el santuario mismo tocara lo divino.

    Cada rincón susurraba el legado del Santuario: de justicia, sacrificio y victoria. La atmósfera era solemne, densa con la inminente batalla. La luz de las antorchas danzaba sobre las paredes doradas, y cada paso resonaba como un decreto divino entre las columnas sombrías.

    Entonces, la voz. No de los espejos, ni del viento, ni de los pasillos. Era interna pero extraña, gutural y fría, como si la muerte hablara con lengua de oro.

    —"Es hora de que los Santos gobiernen el mundo...", susurró, seductora y venenosa. —"Los líderes humanos lo han corrompido todo... envenenan el aire y el agua... libran guerras con armas que apestan a químicos, no a Cosmo. Bombas que derriten la carne, gases que pudren los pulmones, toxinas que marchitan la Tierra".

    Lord Arles se detuvo, su túnica blanca ondeando. El dragón dorado de su yelmo pareció reaccionar.

    —"¿Quién se atreve a profanar este templo con tales ideales?", demandó, aunque sabía la respuesta.

    —"Un aliado del equilibrio...", replicó la voz. —"No del caos, no del mal. El verdadero orden. ¿No lo ves? La humanidad ha fracasado. Solo los Santos pueden restaurar la armonía. Solo tú puedes liderar este despertar..."

    El Patriarca apretó los puños bajo su estola dorada. Su Cosmo parpadeó, como si luchara con una duda naciente.

    —"La justicia no es dominio. No es conquista", declaró Lord Arles, su voz una fuerza resonante que disipó brevemente las sombras. —"La justicia es servicio. Los Santos de Atena no luchan para gobernar, sino para proteger. Somos escudos para los inocentes, puños levantados solo cuando la verdad está en peligro. Atena no obliga, ella inspira. Su causa es el equilibrio, y yo... no permitiré que sea corrompida por la ambición".

    La sombra no se desvaneció. En cambio, se volvió más nítida, serpentina, su voz ahora íntima, casi paternal:

    —"¿Y aun así finges ignorancia, Arles? Fuimos Santos antes que Atena... cuando los dioses gobernaban con látigo y fuego, fue la voluntad libre de la humanidad la que se rebeló. Atena vino después, con sus suaves palabras y armaduras sagradas; sí, nos moldeó, nos enseñó a refinar nuestro Cosmo, pero la rebelión fue nuestra. Ella nos siguió".

    Un denso silencio cayó. La voz susurró más bajo:

    —"No finjas sorpresa... tú lo sabes mejor que nadie. Durante dieciséis años, hemos gobernado el Santuario juntos. En las sombras, has compartido cada decisión, cada ejecución, cada secreto. ¿Y ahora dudas? ¿De qué, Arles?"

    ¡CRACK!

    Un rayo hendió el cielo. Los vitrales se encendieron, dorando el yelmo del Patriarca con un resplandor divino. Las puertas del templo se abrieron de golpe. Un guardia de armadura menor se arrodilló, el pecho agitado.

    —"¡Mi Señor...! El Santo del Lagarto, Misti, solicita una audiencia urgente."

    Lord Arles no se volvió de inmediato. Por un momento, permaneció inmóvil, estudiando su reflejo. Allí, detrás de su imagen, latía una presencia abstracta.

    —"Dile...", dijo finalmente, con voz grave, —"que entre. Estoy listo".

    Misti del Lagarto se paró frente al trono del Patriarca. Vestía ropas civiles —una chaqueta de cuero blanco ajustada, pantalones a medida y gafas oscuras que apenas disimulaban su belleza sobrehumana. Su cabello dorado caía como seda bañada por el sol, y sus ojos azules ardían con una intensidad divina. Su Caja de Pandora, pulida hasta el brillo de un espejo y grabada con el sigilo del Lagarto, descansaba sobre su espalda.

    Frente a él, bajo los frescos del templo, se alzaba Lord Arles. Su túnica blanca y su estola dorada resplandecían como fuego sagrado. Su yelmo ceremonial —una obra maestra de oro macizo coronada con un dragón rampante— simbolizaba poder, sabiduría y astucia. Como las Santas Femeninas, él también llevaba una máscara: inmutable, severa, ocultando al hombre bajo la divinidad.

    —"Su Santidad", comenzó Misti con una ligera reverencia. —"Reporto intentos recientes de robo de las Armaduras Sagradas. De los noventa mantos de Bronce, la mayoría están asegurados o sus ladrones eliminados. Sin embargo, persisten los rumores: el Cisne, Dragón, Oso, Hidra, Lobo, Pegaso, Andrómeda, Unicornio... todos podrían haber sido robados. Y lo más alarmante... susurros de que alguien ha dominado la Armadura del Fénix".

    Misti hizo una pausa, su mirada penetrando el rostro enmascarado del Patriarca.

    —"Y esta mañana, Su Ilustrísima concedió el León Menor a un muchacho oriental. Uno que no está en la lista oficial del Santuario".

    La capa del Patriarca se agitó con la brisa sagrada. Detrás de su máscara, su alma bullía —luz y oscuridad, duda y certeza, pasado y futuro.

    —"Así comienza", murmuró.

    —"¡SILENCIO!", rugió la voz del Patriarca —no humana, sino gutural, atronadora. Misti retrocedió, el pecho oprimido. El aire mismo se detuvo. Los espejos temblaron como si fueran golpeados por su Cosmo.

    —"No me sermonees, Santo del Lagarto", siseó Arles. —"Sé que ese muchacho fue enviado a robar la Armadura. Era una herramienta. Pero hay algo en él... Su Cosmo arde con la justicia de Atena, no con la codicia del hombre. No la robará. No... quizás pueda ser útil".

    Justo entonces, resonaron pasos decididos. Shaina de Ofiuco irrumpió, su armadura una fusión de escamas esmeralda y placas violetas, su rostro oculto tras una letal máscara plateada. Solo sus ojos eran visibles, encendidos por la furia.

    —"¡Su Santidad!", escupió, ignorando el protocolo. —"Exijo venganza".

    El Patriarca no se movió.

    —"¡Ese ladrón atacó a mi discípulo, Casios, y lo humilló ante todos! ¿Y ahora usted razona con él? ¡No lo permitiré!"

    Arles dejó que el silencio se espesara. El Cosmo de Shaina burbujeaba, una serpiente enroscada lista para atacar. Misti observaba, sabiendo que el Patriarca no cedía a ninguna emoción. Si protegía al muchacho, no era misericordia.

    Era estrategia.

    Lentamente, el Patriarca descendió de su estrado de ónix y se sentó en su trono. Las antorchas parpadearon; las sombras se hicieron más profundas bajo su máscara.

    —"Puedes probarlo", dijo finalmente.

    Shaina mostró los dientes. —"No quiero probarlo. ¡Quiero matarlo!"

    El Patriarca inclinó la cabeza, fríamente divertido.

    —"Intenta, entonces... mujer. Pero escucha esto: si él rasguña tu Armadura o rompe tu máscara, te retirarás. Inmediatamente."

    La sala del trono quedó en silencio. Shaina abrió la boca...

    Entonces el Cosmo del Patriarca explotó.

    Dos estrellas se manifestaron detrás de él —Cástor y Pólux, los mitos de Géminis de dualidad y guerra—, sus ojos huecos y brillantes fijos en Shaina. La presión la obligó a arrodillarse; sus pulmones luchaban por respirar.

    —"S-Sí... Su... Santidad...", jadeó, no por obediencia, sino por compulsión cósmica.

    La voz del Patriarca se suavizó, casi lúgubre.

    —"Obsérvalo... Si el muchacho sobrevive, dile que está exiliado —por ahora. No como castigo, sino como misión."

    Apoyó una mano enguantada en su trono.

    —"Irá al Este, a Japón, y descubrirá los planes de Mitsumasa Kido. Si tiene éxito, seré indulgente. Incluso podrá..." —su voz bajó a un susurro— "...atender asuntos personales, si tiene familia allí."

    Los ojos de Shaina se abrieron detrás de su máscara.

    —"Después de eso...", el tono del Patriarca se endureció. —"Deberá reportarse. Su futuro como Santo dependerá de lo que encuentre. De si su Cosmo demuestra ser digno... o no".
     
    • Espeluznante Espeluznante x 1
  7.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    1949
    6
    En las afueras del vasto y sagrado Santuario, donde las grandes estructuras parecían desvanecerse en las alturas, se alzaba una cabaña apartada, alejada de la magnificencia de los templos y las imponentes columnas que proyectaban sus sombras sobre los terrenos sagrados. Esta cabaña, sencilla pero impregnada de historia, era un refugio cálido y acogedor. El aire a su alrededor conservaba una sensación ancestral, imbuido con el aroma a madera añeja y las hierbas que crecían cerca. La luz del sol se filtraba por las rendijas, bañando el interior con un resplandor suave y cálido que contrastaba con la fría majestuosidad de las grandes construcciones del Santuario.

    Dentro de la cabaña estaba Marin, quien, con admirable destreza, preparaba una comida. La cocina era un espacio humilde, pero exudaba una atmósfera de calma y armonía. Más que un simple lugar para cocinar, se sentía como un gineceo —un espacio reservado para las mujeres del Santuario, lleno de tareas cotidianas pero también de serenidad y reverencia. Tapices de colores cálidos adornaban las paredes, decorados con constelaciones y héroes de antaño. Las estanterías estaban repletas de vajilla noble —algunas de bronce, otras de cerámica— cada una cuidadosamente colocada.

    Marin, como líder y maestra, dirigía la cocina. Su cabello rojizo caía suavemente sobre sus hombros, captando la luz de las ventanas. Sin su máscara, su rostro era aún más expresivo, revelando la dureza de una vida de entrenamiento y batalla. Su belleza era innegable, con rasgos delicados, pero la cicatriz en su mejilla izquierda era testimonio de luchas pasadas. No disminuía su belleza, sino que le otorgaba una presencia más imponente, un recordatorio de su fuerza y resiliencia. Su figura era elegante, con un busto firme y extremidades fuertes y esculpidas, un testimonio de años de entrenamiento físico y combate.

    A su alrededor, varias doncellas del Santuario asistían con la comida, moviéndose con agilidad y respeto. Sus túnicas eran sencillas, pero reflejaban la reverencia por el lugar y el orden que se mantenía en el Santuario. Las mujeres trabajaban en silencio, aunque una camaradería palpable perduraba entre ellas. Mientras tanto, algunas de las asistentes más jóvenes susurraban e intercambiaban sonrisas, siempre con la deferencia que el lugar exigía. En una esquina, los hombres del Santuario —aquellos que no formaban parte de las órdenes de los Santos pero eran respetados por derecho propio— permanecían afuera en un pequeño patio, hablando en voz baja. Algunos vestían armaduras menores, más sencillas que las de los Santos, pero que aún irradiaban el poder de su Cosmo.

    La cocina, en su sencillez, estaba viva con una energía que contrastaba con la solemnidad y grandeza de las áreas centrales del Santuario. Era un remanso de paz y conexión sagrada, lejos del ruido y la presión de las grandes batallas.

    Mientras tanto, dentro de la cabaña, en una habitación contigua, Seiya permanecía absorto en la contemplación de la Caja de Pandora del León Menor. La caja descansaba sobre una robusta mesa de madera, cubierta con un paño de lino blanco que brillaba con la tenue luz de las ventanas. El artefacto, tan vital y misterioso, parecía casi vivo bajo la mirada de Seiya. Sus contornos insinuaban una antigüedad más allá de la comprensión humana. Aunque Seiya aún no lo sabía, esta caja era un vínculo con su futuro, con el destino que le esperaba. Marcaba su transición de la infancia al mundo de los Santos y las grandes batallas.

    El joven estudiaba la caja, ocasionalmente tocándola con dedos vacilantes, preguntándose qué le depararía el futuro. Desde lejos, podía escuchar las risas y los murmullos de las doncellas en la cocina, las conversaciones entre trabajadores y algunos de los Santos sin constelación. La separación de estos mundos reflejaba la propia vida de Seiya: se encontraba entre la niñez y la adultez, y pronto tendría que elegir su camino.

    Esta atmósfera de transición era más que una simple separación física. Era una metáfora de su vida. Rodeado de figuras que ya habían elegido sus destinos, Seiya se veía a sí mismo como una obra en progreso, atrapado entre el pasado y el futuro. La Caja de Pandora representaba su conexión con un futuro incierto pero inevitable.

    Mientras Seiya reflexionaba sobre su destino, Marin —firme y fuerte— continuaba trabajando en la cocina, ajena al viaje interior de su joven compañero. Para ella, este era solo un paso más en la larga y gloriosa tradición de los Santos.

    La noche era clara, y una estrella fugaz cruzó el cielo, dejando una estela brillante. Solo aquellos con un Cosmo extraordinario, como los Santos, podían verla. La luz parecía arquearse hacia el León Menor, envolviéndolo en un brillo fugaz que destelló intensamente en la oscuridad de la habitación. Esta era una señal de los dioses, una llamada que solo los elegidos podían interpretar.

    Marin, aún en la cocina, sintió la energía cósmica recorrerla, como si un poder antiguo y profundo la hubiera poseído. Sin dudarlo, abandonó su tarea y salió disparada de la cabaña, moviéndose con la velocidad y determinación que solo un Santo poseía. En su mente, no había tiempo que perder. Algo monumental estaba a punto de suceder. Mientras corría por los pasillos del Santuario, su sombra se movía entre las columnas, acercándose rápidamente a su habitación.

    Al llegar, no perdió el tiempo. Con mano firme, tiró de la cadena que colgaba cerca de la Caja de Pandora. La cadena emitió un brillo plateado, iluminando la habitación. La caja se abrió con un suave crujido, revelando la Armadura del Águila en su interior —su resplandor espléndido, una obra maestra de la artesanía sagrada, su metal plateado brillando como un espejo.

    La Armadura se desintegró en un estallido de luz. En cuestión de segundos, el brillo envolvió a Marin, disolviendo sus ropas. Un destello cegador llenó la habitación, dejando atrás la Armadura ahora fusionada con su cuerpo. La malla metálica ajustada tomó forma sobre su piel, su tono rojizo reflejando un brillo tenue, como si el fuego de su Cosmo ardiera suavemente en su interior. Un pañuelo blanco atado firmemente a su cintura complementaba la nueva estructura de la armadura.

    Las placas de la Armadura emergieron una a una, como una expansión cósmica fusionándose perfectamente con su cuerpo. Cubrieron sus hombros, pecho, brazos y finalmente sus grebas, protegiendo sus extremidades mientras le otorgaban una estética imponente. Sobre su cabeza descansaba una diadema con forma de águila, sus alas extendidas en vuelo eterno, confiriéndole una presencia majestuosa, la encarnación misma de la fuerza y la libertad.

    Ahora completamente transformada, Marin se volvió hacia Seiya, quien observaba en estado de shock. Sus ojos mostraban una mezcla de asombro y confusión. Pero no había tiempo para preguntas. La mirada de Marin era resuelta, la urgencia ardiendo en sus ojos.

    —"¡Toma la caja!", ordenó con firmeza. —"¡Debemos irnos, ahora!"

    Aún aturdido, Seiya tomó rápidamente la Caja de Pandora, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Sin decir una palabra más, Marin le agarró la muñeca y lo arrastró fuera, corriendo con una velocidad sobrenatural hacia la salida. El viento a su alrededor parecía agitarse con la fuerza de su Cosmo, como si el propio Santuario reaccionara a su huida desesperada.

    —"¿Le dijiste a alguien más que viniste a robarla?", preguntó Marin mientras corrían por los pasillos, su voz baja pero tensa.

    —"No... no le dije a nadie", respondió Seiya, aunque su mente bullía con preguntas sin respuesta. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué la prisa? ¿Qué significaba todo esto?

    La cabaña del Santuario quedó atrás mientras corrían por el accidentado y rocoso camino que conducía al valle que daba acceso a Atenas. El sonido de sus pasos resonaba en la noche, como el redoble de un futuro incierto, mientras la oscuridad envolvía el Santuario. La energía cósmica se mezclaba con la tensión, marcando el ritmo frenético de sus pasos.

    Mientras corrían, Marin sintió su Cosmo arder con fuerza renovada. Las estrellas fugaces que iluminaban su camino no eran solo señales divinas, eran advertencias. Algo se acercaba. Algo inmenso. Su escape no se trataba solo de un peligro inminente, sino también de una verdad aún oculta en las sombras del Santuario.

    Mientras se adentraban en la noche, dejando atrás el Santuario y su peligro acechante, los destinos de Seiya y Marin se entrelazaron más que nunca.

    Mientras Marin y Seiya se apresuraban hacia el valle, con Atenas en el horizonte, un rugido de energía cósmica hendió el aire, y el eco de pasos resonó sobre el camino pedregoso. De repente, una figura emergió de la penumbra adelante: Shaina de Ofiuco, su Armadura púrpura reflejando la tenue luz de la luna, su presencia tan imponente como siempre, pero con una ferocidad renovada.

    Su mirada gélida se clavó en Marin mientras la diadema serpentina de su Armadura brillaba, casi marcando el camino de venganza que había recorrido. Furia y determinación ardían en su expresión; no quedaba rastro de duda. La traición había cruzado su mente: la audacia de alguien robando las Armaduras sagradas, el miedo de que alguien tan joven como Seiya se viera envuelto en algo tan grave.

    —"¡Alto!", gritó Shaina, su voz cortante como una cuchilla.

    Detrás de ella, como sombras, un grupo de soldados del Santuario se alinearon, formando una barrera impenetrable. La mayoría vestía armaduras menores, desgastadas por la batalla, mientras otros portaban su equipo con incertidumbre. Muchos no comprendían del todo la situación, solo que Shaina, la feroz y respetada Santa de Ofiuco, había ordenado su arresto.

    Algunos soldados rieron nerviosamente, tratando de aliviar la tensión, conscientes del peligro pero no de su alcance total. Otros, sin embargo, estaban visiblemente inquietos. La presencia de Marin, ahora vestida con la Armadura del Águila, solo profundizaba su incertidumbre. Sabían que algo vital estaba en juego, y si Shaina estaba involucrada, las consecuencias serían graves.

    Marin no se detuvo. Sus ojos ardían con una resolución inquebrantable. Una vez una niña dividida entre el deber y el amor por su mentor, ahora era una mujer en una misión que no podía detenerse. Aunque los soldados se acercaban, no había vuelta atrás.

    Shaina, viendo a Marin avanzar, extendió su brazo con una fuerza tan decisiva como su voluntad. Su Cosmo se intensificó, contrayendo el aire como si el tiempo mismo se hubiera detenido antes del inminente choque.

    —"¡No pasarás!", gritó de nuevo, dando un paso adelante, sus soldados de cerca.

    Imperturbable, Marin dio un paso adelante, su Cosmo elevándose para igualar el de Shaina. Pero antes de que pudieran chocar, Seiya —que había estado observando en silencio— tomó una decisión.

    —"¡No lucharemos!", gritó, levantando la Caja de Pandora, sabiendo que no podían permitirse una batalla ahora. El caos y la incertidumbre llenaban el aire, pero algo más grande los llamaba: la verdad que el Santuario ocultaba, las piezas perdidas del rompecabezas.

    Shaina observó, desconcertada por las palabras de Seiya, pero su mirada permaneció resuelta. El muchacho no comprendía la magnitud de los acontecimientos. La tensión entre ambos bandos aumentaba, el destino pendiendo de un hilo, esperando una chispa que lo encendiera. Sin embargo, la expresión de Marin reflejaba su decisión: seguir adelante, sin importar el costo.

    —"¿Por qué huyen?", exigió Shaina, su voz teñida de confusión. —¿Qué les pasa a ustedes dos?
     
    • Espeluznante Espeluznante x 1
  8.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2151
    7
    La orden fue clara.

    —"¡Atáquenlo!", rugió Shaina, su voz afilada como una cuchilla, su brazo extendido hacia el muchacho de cabello castaño.

    Los soldados dudaron. Conocían los rumores. Ese chico, Seiya, había soportado un entrenamiento inhumano, e incluso sin Armadura, su Cosmo había hecho temblar la tierra. Pero una orden era una orden.

    El muchacho no levantó los puños.

    —"No quiero pelear...", susurró, su voz rota por algo más profundo que el miedo. —"No contra ustedes".

    Pero su piedad no fue correspondida. Los primeros golpes cayeron como martillos. Patadas, porrazos, puños enguantados. El cuerpo de Seiya crujió con cada impacto, su sangre manchando el suelo, pero no se defendió.

    El mundo se volvió un torbellino de dolor hasta que no pudo más. Cerró los ojos, listo para que todo terminara.

    Entonces, un sonido profundo, como un rugido contenido durante siglos, sacudió el campo de entrenamiento.

    La caja del León Menor tembló, luego se abrió sola, como respondiendo a un llamado ancestral.

    De su interior emergió una prenda singular: un manto escamado, como una cota de malla forjada por dioses. No era tela ni metal, sino algo que reflejaba el brillo de las estrellas y gruñía como una bestia viviente. Flotando sobre ella había placas doradas, cada una con la imagen de un león en postura de combate: fauces abiertas, garras listas.

    El Cosmo de Seiya, que antes era un susurro moribundo, comenzó a pulsar, como una llama a punto de extinguirse, ahora ardiendo de nuevo. La Armadura lo sintió. Las piezas doradas se desensamblaron, arremolinándose a su alrededor en espirales de luz. Cuando tocaron su cuerpo, sus viejas ropas se desintegraron, reducidas a polvo por el poder del ensamblaje. El manto divino se fusionó con su piel como una segunda alma.

    Y entonces...

    La explosión.

    Un Big Bang en miniatura iluminó el campo, cegando a todos por un instante.

    Cuando la luz se desvaneció, Seiya estaba de rodillas, jadeando. A su alrededor, los soldados gemían en el suelo, algunos inconscientes, otros apenas respirando. No sabía cómo lo había hecho. No había querido hacerlo. Este no era el poder que había buscado.

    Se miró las manos, ahora cubiertas por el brillo dorado de su nueva Armadura de Bronce —aún vibrando, aún cálida por el despertar. No sintió gloria. Solo vergüenza.

    —"¿Qué he hecho...?", murmuró.

    No había querido ser enemigo del Santuario. Por eso había hablado con su maestra, por eso se había rendido sin luchar. Pero ahora, algo había cambiado.

    La Armadura se hizo más pesada, como si reaccionara a su confusión.

    No había tiempo para dudar. Ante él, una nueva figura emergió de las sombras. Una Santo de Plata. El aura que irradiaba era intensa, pura. El combate era inevitable.

    Y Seiya... apenas había aprendido a caminar con su manto ensangrentado.

    El aire se volvió denso.

    El Cosmo de Shaina crepitaba como una tormenta antigua. Sus ojos ardían con furia y resolución. Entonces, sus dedos se curvaron, y sus uñas comenzaron a crecer. No era queratina, ni mera magia; esto era Cosmo puro, condensado físicamente en garras afiladas como navajas, envueltas en relámpagos. Cada movimiento enviaba chispas volando. Su Cosmo retumbaba como un Big Bang contenido, vibrando en una frecuencia que solo los Santos podían percibir.

    —"¡Nuxē Astrapēs!", gritó, invocando el nombre ancestral de su técnica.

    Un rayo en forma de garra descendió sobre Seiya.

    El impacto fue brutal.

    Aunque las garras no lograron perforar la Armadura del León Menor, la descarga eléctrica atravesó su cuerpo como mil cuchillas de luz. Seiya convulsionó, sus músculos agarrotándose mientras un grito ahogado escapaba de sus labios. Antes de que pudiera reaccionar, la fuerza cinética lo arrojó por los aires como una muñeca rota. Su cuerpo se estrelló violentamente contra una roca enorme. El sonido fue apocalíptico: la roca se partió en dos, una nube de polvo tragándose el campo.

    Por un momento, silencio.

    Shaina bajó el brazo lentamente, su Cosmo de Plata aún brillando como el filo de una luna nueva. Su respiración era constante. Había golpeado con todo. Y aun así, algo dentro de ella flaqueó.

    En medio de los escombros, Seiya apenas se movía. Jadeando. Su cuerpo, aunque protegido por el manto divino, estaba al límite. Shaina era una Santo de Plata. Su velocidad, fuerza y habilidad superaban con creces las de un Santo de Bronce. Él lo sabía.

    Y aun así...

    Seiya apretó las manos contra el suelo.

    Tembloroso, se levantó, poco a poco, su Armadura crepitando con restos de relámpagos absorbidos.

    —"No... todavía no...", susurró.

    Era una locura continuar. Le dolía el cuerpo. Le ardían los músculos. Pero algo en su pecho brillaba más que el miedo. Su Cosmo, aunque débil, aún parpadeaba.

    Y eso... era suficiente.

    Seiya no quería seguir peleando.

    Apenas podía respirar. La sangre le sabía a óxido en la boca; su visión se nublaba. Con cada intento de ponerse de pie, sus piernas temblaban como hojas en una tormenta. Una parte de él quería quedarse en el suelo. Dejar de sufrir. No quería ser enemigo del Santuario. No quería herir a su maestra, ni a nadie.

    Entonces, sucedió.

    Un murmullo.

    No en el aire... sino en el Cosmo.

    Una gota de energía reverberó desde algún lugar distante, como si otro Cosmo, antiguo, protector, salvaje, se hubiera manifestado. La Armadura del León Menor, hasta ahora inerte sobre su cuerpo, comenzó a brillar débilmente, como despertando de un largo letargo.

    El cuerpo de Seiya reaccionó sin su comando.

    Sus músculos, antes débiles, se tensaron. Su respiración se hizo más profunda. Su Cosmo respondió a la llamada como una llama avivada por el viento.

    Y entonces, la transformación.

    La Armadura emitió un zumbido sagrado. La malla del manto, antes gris, se volvió roja escarlata, como forjada con fuego vivo. Las placas, antes opacas y dormidas, revelaron su verdadero esplendor: blancas como marfil, trazadas con detalles dorados que parecían rugir bajo el reflejo del sol. Las hombreras se elevaron como colmillos de un depredador sagrado. Los guanteletes se ajustaron con un clic metálico, cada dedo reforzado como garras. Las rodilleras brillaban con la imagen estilizada de un león en reposo, mientras el cinturón se abrochaba como si abrazara la propia alma del muchacho. Una placa grande y radiante se posicionó sobre su corazón, pulsando con cada latido como un segundo corazón de fuego.

    Shaina dio un paso atrás.

    —"¿Qué... es esto?", susurró, sintiendo un escalofrío —no de rabia, sino de algo más— por primera vez.

    Seiya abrió los ojos.

    No había odio. Ni furia.

    Solo asombro, y miedo de sí mismo.

    —"¿Qué me está... pasando?"

    El viento se arremolinó a su alrededor. Su Cosmo había comenzado a elevarse de nuevo, pero esta vez, era diferente. Más firme. Más puro. Más felino.

    La Armadura del León Menor lo había aceptado.

    Y el Cosmo que había respondido al suyo... todavía estaba allí. Distante, pero presente, como una presencia sagrada guiándolo desde las sombras.

    El choque fue ensordecedor.

    Seiya, con su Cosmo recién despertado, desató su técnica en un destello de furia.

    —"¡Nuxē Meteorou!"

    Su energía se condensó en un aluvión de golpes meteóricos, cada uno imbuido con Cosmo concentrado, una ráfaga devastadora. Los primeros golpes cayeron como estrellas fugaces, uno tras otro, con la intensidad de cometas en caída. Algunos cortes eran profundos como cometas de cristal; otros fríos como si estuvieran fusionados con hielo; algunos abrasadores, dejando rastros incandescentes. Su cuerpo se movía a una velocidad casi sobrehumana, como si cada golpe fuera el último en una lluvia de meteoros interminable.

    Shaina, sin embargo, se negó a flaquear. Su Cosmo explotó en un arco cegador, la energía comprimida arremolinándose a su alrededor, formando un campo eléctrico de puro poder.

    —"¡Nuxē Astrapēs!"

    Su técnica distintiva se manifestó como garras de relámpago. Cada golpe era un rayo de pura energía cósmica, cortando el aire con tal velocidad y fuerza que el cielo mismo temblaba. Las garras llameantes y eléctricas rasgaron el espacio como si el universo mismo se estuviera desgarrando.

    Los dos ataques chocaron en el aire, una explosión que sacudió la tierra.

    La vibración fue tan violenta que el suelo se agrietó, como si su choque hubiera provocado un terremoto. La colisión liberó una onda de choque de energía que partió el terreno, abriendo una enorme fisura entre ellos. Rayos y resonancias resonaron en todas direcciones, como si la esencia del Cosmo se hubiera materializado en un choque de titanes. La atmósfera vibraba, el aire denso de energía, la fuerza del impacto reverberando a través de las mismas fibras del mundo.

    Cuando el polvo se asentó, Seiya se desplomó con un golpe sordo. Su Armadura del León Menor presentaba arañazos profundos, marcas del implacable asalto de Shaina. Sangraba ligeramente, su respiración era irregular, su cuerpo exhausto por mantener su poder recién despertado.

    Shaina, por el contrario, parecía ilesa. Su figura aún brillaba, su postura elegante y desafiante. Sin embargo, al romperse el velo energético de su máscara, esta se partió en dos, revelando un rostro de belleza casi divina. Ojos azules como el mar, piel pálida como el mármol, ahora sonrojada por la furia de la batalla. Sus labios rosados se torcieron con ira, su mirada, usualmente fría, ahora reflejaba la rabia de una diosa enfurecida.

    En ese momento, el Cosmo de Seiya pareció desvanecerse, y Shaina levantó la mano, lista para asestar el golpe final.

    Pero antes de que pudiera golpear...

    Una presencia interrumpió.

    Un destello plateado apareció de la nada, emergiendo de las sombras de las ruinas. Un joven vestido con una Armadura de Plata, su diadema brillando, se paró frente a Seiya, con la mano levantada en señal de mando.

    El Santo del Lagarto había llegado.

    Con una mirada severa, le recordó a Shaina el decreto del Patriarca:

    —"¡Alto!", su voz resonó, firme, con la autoridad de un caballero entrenado para comandar el campo de batalla.

    Shaina lo miró, la furia hirviendo bajo su rostro sonrojado, pero la autoridad del Santo del Lagarto no admitía discusión. La batalla había terminado.

    Por ahora.

    Seiya, aún en el suelo, sintió el Cosmo del Santo del Lagarto dispersar la tensión; los últimos vestigios de su poder se desvanecían.

    El aire aún zumbaba con energía residual, pero el Santo del Lagarto permaneció en silencio. Cerró los ojos brevemente, solemne, como si ofreciera respeto por la violencia innecesaria... o por el muchacho roto a sus pies. Su expresión serena ocultaba el acero de sus pensamientos.

    Shaina, mientras tanto, retrocedió, cubriéndose el rostro con el brazo, ocultando los rasgos angelicales ahora expuestos. No era vergüenza, sino orgullo herido y furia silenciosa. Su Cosmo todavía vibraba a su alrededor como una tormenta contenida.

    El Santo del Lagarto abrió lentamente los ojos, mirando a Seiya, vivo, pero apenas.

    —"Has despertado la Armadura del León Menor", dijo, con voz firme, sin ira ni compasión. —"Pero no estás listo para empuñarla. Estás exiliado del Santuario... por ahora".

    La declaración cayó como una losa sobre el campo de batalla. Seiya apenas levantó la vista, confundido, jadeando, luchando por levantarse.

    —"Tu tarea es sencilla", continuó el caballero. —"Viajarás al Este. Alguien allí está reuniendo Armaduras sagradas por medios desconocidos. Tu deber es investigar y detenerlos".

    Su tono se endureció, como si las palabras le dolieran:

    —"Su Ilustrísima, el Gran Patriarca —en su inexplicable misericordia— incluso te ha concedido permiso para resolver... asuntos personales. Siempre y cuando no interfieran".

    Luego su mirada se volvió de hielo, su voz una cuchilla congelada:

    —"Pero no debes permanecer en el Santuario después del amanecer. Si lo haces, serás considerado un enemigo... y asesinado. Y una vez que te vayas, no te quitarás la Armadura del León Menor".

    Un pesado silencio siguió, hasta que una voz suave pero firme rompió el aire:

    —"¡Está herido!", gritó Marin, emergiendo de las sombras, su rostro ensombrecido por la preocupación. —"¡Con esas heridas, apenas puede moverse! ¡Morirá antes de llegar a la frontera!"

    El Santo del Lagarto se volvió hacia ella, impasible.

    —"Las Armaduras sagradas", respondió, —"no solo protegen. Si un Santo no está en batalla, la Armadura puede usar el Cosmo residual para restaurar su cuerpo. Que demuestre su valía... incluso como Bronce".

    Sus palabras no fueron crueles, solo exactas. El destino de un caballero no permitía concesiones. Si Seiya iba a sobrevivir, tendría que ganárselo.

    Allí, en medio del polvo, la sangre y las brasas desvanecidas del Cosmo, comenzó su verdadera prueba.
     
    • Espeluznante Espeluznante x 1
  9.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2286
    8
    Cuando Seiya despertó, lo primero que sintió fue el peso insoportable de su Armadura. Se aferraba a su cuerpo como un caparazón de hierro forjado, cada movimiento era una prueba. No sabía cuánto tiempo había pasado desde su confrontación con Shaina. ¿Un día? ¿Más?

    Con un esfuerzo sobrehumano, se arrastró, centímetro a centímetro, como un caracol herido, dejando rastros en la tierra polvorienta. Apenas había logrado cruzar la barrera del Santuario. El mundo más allá se extendía infinitamente, y ni siquiera tenía la fuerza para levantar la cabeza. La sed le quemaba la garganta, sus labios secos y agrietados, su estómago vacío rugiendo con un eco distante.

    Entonces, como respondiendo a su agonía, la Armadura del León Menor se activó por última vez. Una suave vibración recorrió su cuerpo, e inmediatamente, el manto comenzó a separarse. Las placas blancas con detalles dorados se desprendieron, flotando en el aire, mientras la tela escamada roja del manto se disolvía en destellos de luz. Las piezas se reensamblaron en el objeto sagrado: el León erguido como un símbolo, firme e imponente.

    Y luego, con un destello final, la Caja de Pandora se formó en el aire, como si la atmósfera misma la hubiera forjado. Las piezas se ensamblaron alrededor del objeto, encerrándolo con un clic metálico. La caja cayó pesadamente al suelo, levantando polvo, silenciosa, imponente... y completamente indiferente a su portador.

    Seiya, sin embargo, quedó desnudo.

    —"Claro...", susurró, con un humor seco, casi delirante. —"Las Armaduras destruyen la ropa cuando se fusionan... por eso los antiguos Santos usaban quitones cortos, fáciles de quitar y poner...".

    Bajó la mirada. Su piel estaba curtida, marcada por cicatrices, pero las heridas graves... se habían cerrado. Su cuerpo estaba intacto. Sus fibras musculares aún le dolían, pero podía moverse. Solo que ahora tenía otro problema más inmediato.

    —"Creo... que necesito pantalones. Y algo para comer. Y beber. Y... una forma de viajar", añadió, dejándose caer junto a la caja con una risa ronca.

    La misión había comenzado, pero el Santo del León Menor todavía no tenía nada... excepto su vida. ¿Sería eso suficiente?

    El hambre y la sed nublaban su juicio. El joven Santo del León Menor ya no pensaba como un guerrero, sino como un animal herido, arrastrado al borde del instinto. A lo lejos, por un camino de piedra que descendía de las montañas, escuchó risas: turistas. Inocentes. Caminaban despreocupados, como si el mundo no guardara secretos ancestrales o batallas celestiales entre hombres y dioses.

    Seiya se deslizó entre los arbustos, ocultando su desnudez con hojas y tierra, sucio como un vagabundo. El grupo se detuvo a tomar fotos junto a unas estatuas helenísticas. Uno de ellos, un chico de su edad, se alejó para orinar detrás de unas rocas.

    Fue suficiente.

    Seiya se lanzó como un rayo, agarrando al chico por detrás, cubriéndole la boca e inmovilizándolo con una sujeción limpia pero firme. No quería matarlo, solo noquearlo... y lo consiguió. Rápidamente, le quitó la ropa —una camiseta con un logotipo extraño, pantalones cortos, zapatillas— y encontró una billetera con documentos y algo de dinero.

    —"Perdóname...", murmuró mientras se vestía, casi culpablemente, aunque su estómago no dejaba espacio para el remordimiento. —"No soy un ladrón... soy un Santo. Aunque ahora, ni siquiera estaba seguro de eso".

    Seiya se alejó, mezclándose con los turistas, llevando la Caja de Pandora como una mochila deportiva. Nadie sospechaba que el chico sudoroso y de ojos oscuros era el portador de una Armadura sagrada. Ahora tenía lo mínimo indispensable para comenzar su misión.

    Y en su mente, las palabras de Misti resonaban:

    —"Debes viajar al este... y descubrir quién está reuniendo las Armaduras sagradas".

    Seiya caminó con pasos firmes pero medidos, su figura ya no llamaba la atención; solo otro joven vestido como cualquier mochilero deambulando por Grecia con sueños de aventura. Los jeans descoloridos, la chaqueta de mezclilla, la camiseta roja con una mancha de tierra camuflada como diseño moderno y la gorra sobre su cabello despeinado lo hacían casi invisible. Nadie imaginaba que debajo de la correa de cuero que cruzaba su pecho, llevaba una Caja de Pandora que encerraba una Armadura sagrada capaz de rivalizar con el poder de los dioses.

    La ciudad respiraba el crepúsculo con su mezcla de piedras antiguas y bocinas de coches modernos. Seiya no era ajeno a sus calles; recordaba haber caminado por el mercado de Monastiraki con Aiolia, probando aceitunas negras especiadas mientras su maestro hablaba de honor y del silencio del Cosmo. Marin, por otro lado, le había enseñado a leer rostros, a saber cuándo alguien mentía o cuándo un enemigo se escondía detrás de una sonrisa. Atenas era su hogar, pero también su exilio.

    En un cibercafé, usó unas pocas monedas para acceder a un terminal y revisar rutas: necesitaba llegar a Serpolion, un pequeño puerto de baja seguridad en el noreste que aún tenía tránsito hacia Asia. No podía volar; su Armadura sagrada lo haría detectable para las autoridades humanas, la policía. Tendría que tomar un autobús a Tesalónica, luego trenes regionales y finalmente abordar un ferry.

    Mientras caminaba por la estación, su estómago gruñó. Compró un souvlaki y una botella de agua con los últimos cambios que le quedaban. El sabor era salado y tibio, pero para Seiya, era un festín. Cada bocado le recordaba que estaba vivo.

    En la terminal, se sentó junto a un panel de horarios. Su reflejo en la ventana del autobús mostraba a un joven cansado, pero con fuego en los ojos. El León Menor había rugido por primera vez, y ahora su camino se dirigía al este.

    ¿Qué estaba pasando con las Armaduras sagradas?

    ¿Quién tenía el poder de reunirlas?

    ¿Y por qué el Santuario no intervenía directamente?

    Mientras reflexionaba, el cielo se oscureció. El viaje había comenzado.

    El sueño lo venció sin resistencia. Exhausto, Seiya se desplomó en un banco de metal en el puerto, la Caja de Pandora del León Menor a su lado como un guardián silencioso. La brisa marina le revolvió el cabello mientras el peso del día lo arrastraba a la memoria.

    Desde un callejón cercano, dos ladrones nerviosos observaban.

    —"Está dormido. Esa caja vale algo."

    —"Mira cómo brilla, debe ser oro."

    Uno de ellos se acercó con cautela. En el momento en que sus dedos rozaron el borde, una descarga lo sacudió. Gritó y tropezó hacia atrás, su mano humeante. Su compañero intentó con un cuchillo, pero al tocar la hoja el metal, la caja vibró y un estallido de luz dorada los envolvió.

    —"¡Maldita sea! ¡Es brujería!"

    —"¡Corre!"

    Huyeron aterrorizados, dejando a Seiya profundamente dormido, la caja intacta a su lado.

    En su mente, la memoria se convirtió en sueño. Volvió a estar en las montañas nevadas de Japón, ante el severo y viejo Mitsumasa Kido, vestido con ropas tradicionales como un samurái de una obra. Su barba blanca caía en dos largos mechones, sus arrugas profundas como talladas en piedra.

    —"Si traigo la Armadura...", preguntó un joven Seiya, no mayor de diez años, "¿me ayudarás a encontrar a mi hermana?"

    Mitsumasa entrecerró los ojos solemnemente.

    —"Sí, Seiya. Si te conviertes en Santo de Atena... honraré esa promesa".

    Detrás del anciano, en una terraza de un dojo, una niña de cabello castaño rojizo y ojos lila observaba con desdén. Sus rasgos eran marcadamente occidentales: un rostro alargado, nariz fina, labios rosados y piel de porcelana. Saori Kido, su nieta, jugaba con una costosa muñeca importada. A su lado, Jabu, aún un niño, la seguía como un fiel sirviente.

    —"¿Ves lo que hace por mí, Seiya?", dijo Saori con agudeza, sin mirarlo. —"Y tú... tú solo sabes pelear".

    El dolor de esas palabras lo traspasó incluso en el sueño. La escena se desvaneció en una niebla con olor a incienso y nieve derretida.

    Se despertó con un sobresalto.

    Amanecía. Estaba solo. Sediento. El sueño lo dejó agitado y confundido, pero más determinado.

    Miró la caja a su lado, todavía sellada, todavía cálida al tacto.

    —"Hermana...", dijo con voz ronca, —"espera un poco más".

    Se puso de pie. El ferry a Serpolion zarparía pronto, y no podía perderlo.

    Cinco días habían pasado desde que Seiya dejó el Santuario.

    Después de caminar desde las montañas de Atenas hasta el Pireo, tomó un ferry a la isla de Serpolion. Desde allí, con la ayuda de contrabandistas y amables marineros, abordó un barco mercante con destino a Asia. Viajó escondido entre contenedores, durmiendo junto a sacos de arroz o tanques de maquinaria, comiendo solo lo que podía robar o recibir de manos generosas.

    El viaje no fue directo. El barco atracó en varios puertos: Haifa, Bombay, Hong Kong y finalmente Yokohama, donde tomó un tren a la Estación de Tokio. En total, quince días agotadores y clandestinos que lo dejaron desnutrido, desorientado, con la ropa empapada en sal y humo.

    En la ciudad, su japonés estaba oxidado. Los años en Grecia lo habían dejado tropezando con las palabras. Aún así, encontró el camino hacia la sede de Graad Corporation, una de las empresas más poderosas del país y el brazo financiero de la familia Kido.

    Entró por la recepción principal con la Caja de Pandora del León Menor atada a la espalda. La recepcionista palideció al escuchar su nombre, haciendo llamadas nerviosas.

    Pasó medio día mientras lo trasladaban de piso en piso, de sala de espera en sala de espera, escrutado por secretarias y burócratas. Finalmente, en una sala de reuniones alfombrada y silenciosa, una puerta se abrió de golpe, y apareció un hombre mayor con expresión severa.

    —"¡¿Dónde diablos te has metido, muchacho?!", bramó Tatsumi, el viejo mayordomo de la familia Kido. —"¡Llegas casi siete meses tarde! ¿Crees que esto es un viaje escolar?"

    Seiya se enderezó, sucio y exhausto.

    —"Estuve... en el Santuario. Entrenando. La Armadura..."

    —"¿Crees que nos importan las excusas?", lo interrumpió Tatsumi. —"¡La señorita Kido está con el maestro Mitsumasa en Nueva York ahora mismo! Están reuniendo a los Santos sobrevivientes, y tú irás allí inmediatamente".

    Seiya apretó los puños.

    —"¿Por qué?", preguntó en voz baja. —"De niño, nunca cuestioné nada... pero ahora, ¿cuál es el propósito de todo esto? ¿Por qué entrenarnos? ¿Por qué tanto sufrimiento?"

    Tatsumi lo miró con algo entre desdén y lástima.

    —"¿Quieres encontrar a tu hermana o no?"

    El silencio se hizo espeso como plomo. Seiya no respondió al principio. La herida en su corazón aún estaba abierta.

    Pero luego asintió, lentamente.

    —"Sí."

    Los llevaron al aeródromo privado de Graad Corporation, una pista oculta entre hangares y jardines bien cuidados, custodiada por hombres silenciosos en traje. Allí, un avión blanco y dorado esperaba, su escalera desplegada, el emblema de la Fundación estampado cerca de la cabina.

    Seiya sintió una presión familiar en el pecho cuando vio a otro muchacho esperando junto al avión. Llevaba la Caja de Pandora de Andrómeda a la espalda, sujeta con cuero verde y dorado ornamentado. Incluso sin abrir, Seiya pudo decir que esa Armadura era tan letal como hermosa.

    El muchacho era esbelto, de su estatura. Su cabello verde esmeralda caía naturalmente hasta el cuello, sus ojos grandes y húmedos brillando a la luz del mediodía. Vestía jeans oscuros, una camisa blanca metida en una chaqueta ajustada. A pesar de la ropa civil, no podía ocultar su porte de Santo.

    Seiya casi lo molestó, recordando cómo lo había fastidiado de niño —no por crueldad, sino pensando que lo haría más fuerte. Pero ahora, al verlo allí con la caja sagrada, comprendió: había sobrevivido. Había soportado el entrenamiento. Era un Santo de Bronce.

    Seiya le tendió una mano solemnemente.

    —"Shun, ¿verdad?"

    Pero Shun lo abrazó sin dudar, fuerte y emocionado. Estaba llorando.

    —"Seiya... gracias a los cielos... eres tú... ¡estás vivo!"

    Seiya se quedó inmóvil por un momento, luego le dio unas palmaditas en la espalda. Shun se apartó ligeramente, limpiándose las mejillas.

    —"De casi cien enviados... menos de doce sobrevivieron".

    A Seiya se le hizo un nudo en el estómago.

    —"Shun... ¿tiene sentido todo esto? Si somos Santos, las Armaduras están destinadas a proteger a la humanidad, ¿verdad? En caso de que los dioses regresen o el equilibrio cósmico se rompa... Pero esto se siente como una guerra que no es nuestra. ¿Por qué...?"

    Shun asintió sombríamente.

    —"Mi maestro, Albiore de Cefeo, no confiaba del todo en el Santuario. Me lo dijo antes de que nos separáramos. Que había fuerzas dentro que habían olvidado a quién servimos... y otras que respondían a algo más oscuro".

    Antes de que pudieran continuar, Tatsumi reapareció, golpeando su bastón.

    —"¡Basta de melancolía! El avión sale en quince minutos. Suban y acomódense".

    Seiya y Shun subieron a bordo. Pero antes de que pudieran sentarse, otro grupo los interceptó dentro: médicos, nutricionistas, fisioterapeutas, incluso un par de esteticistas, todos uniformados y bien equipados.

    —"¿Qué... es esto?", preguntó Seiya, desconcertado.

    —"Órdenes directas de la señorita Kido", respondió un médico. —"Dijo que no solo deben estar en forma... sino presentables".

    Shun sonrió débilmente, medio resignado, medio divertido.

    —"Supongo que es mejor que las pruebas en las montañas heladas de Etiopía..."

    Seiya resopló.

    —"Preferiría cien latigazos de Marin antes que una manicura".
     
    • Gracioso Gracioso x 1
  10.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    1588
    9
    El frío de la tormenta no le afectaba.

    Ni siquiera lo rozaba, como si los copos de nieve, al llegar a su cuerpo, de repente recordaran que no tenían derecho a tocarlo. El joven permanecía inmóvil ante el bloque de hielo eterno, como un centinela abandonado por el tiempo. Su camisa azul sin mangas ondeaba perezosamente sobre su torso delgado pero definido, mientras sus botas crujían sobre la escarcha acumulada.

    —"Nadie ha podido romperlo", murmuró el anciano de la aldea esquimal, con los labios agrietados por el viento y los ojos entrecerrados por el miedo. —"Ni siquiera los que vinieron del Santuario... ni siquiera los que murieron intentándolo".

    El joven no respondió.

    Sus ojos azules —demasiado azules, como los de alguien que ha visto más de lo que debería— escanearon la superficie del hielo. Era un monolito impecable, tan pulido que uno podía ver su reflejo, como si se enfrentara a una tumba hecha de espejos.

    —"Dicen", continuó el anciano, como si necesitara llenar el silencio antes de que los dioses descendieran a castigarlo, —"que fue un Santo de Oro quien lo creó. Hace décadas. Un muchacho como tú. Pero... más terrible. Más frío que el hielo que dejó atrás".

    El joven se arrodilló lentamente. Colocó una mano enguantada en la nieve y la otra —desnuda— sobre el hielo.

    No tembló.

    El anciano retrocedió. Sintió que el viento cambiaba de dirección.

    Entonces, sin cambiar su expresión, el joven cerró los ojos y dejó que su Cosmo —ese brillo gélido, tenue pero afilado como el cristal— comenzara a expandirse.

    La temperatura bajó. El anciano cayó de rodillas. El hielo, sin embargo, se agrietó débilmente.

    Como si reconociera a uno de los suyos.

    —"Sin duda, es obra de mi maestro", murmuró el joven, su voz baja, como si hablara al hielo mismo. —"Siempre me pregunté por qué sellaría una Armadura de Bronce con más secreto que algunas de Plata...".

    Hizo una breve pausa, como si contemplara una vieja herida.

    —"Bueno. Supongo que es mejor que matar a un compañero de entrenamiento en combate".

    El viento se detuvo por un momento, como si las palabras hubieran tocado algo sagrado o maldito.

    Un sollozo rompió el silencio. Entre los copos de nieve, apareció un niño, apenas visible bajo gruesas túnicas de piel de foca, con las mejillas rojas, los ojos húmedos por algo más que el viento.

    —"¡Hyōga... no mueras!", gritó, con la voz quebrada por el miedo.

    Hyōga apenas giró la cabeza.

    El niño tropezó hacia adelante, abrazando sus piernas torpemente. Hyōga no lo detuvo. Puso una mano sobre la cabeza del niño.

    —"No moriré".

    Su voz era suave, como la brisa antes de una tormenta.

    —"Por eso vine. Por eso entrené durante seis años".

    El niño lloró en silencio. Sabía que otros habían dicho lo mismo: los del sur, los que hablaban de estrellas, los que entraban en el hielo y nunca regresaban.

    Pero Hyōga era diferente.

    No temía al hielo.

    Lo escuchaba.

    El Cosmo de Hyōga se expandió, no como fuego, sino como una grieta silenciosa en el núcleo del mundo. Los recuerdos surgieron con el frío: el rostro de una madre perdida en las profundidades, una promesa hecha a un maestro de ojos glaciales y una soledad que nunca dejaba de doler.

    Ante él, el hielo tembló.

    Aún no se rompió. Pero por primera vez en décadas, respondió.

    Hyōga dio un paso adelante, entrando en la ventisca como quien entra en una catedral en ruinas.

    El viento cortaba como cuchillas, pero su Cosmo ardía... no con fuego, sino con una combustión inversa, una expansión glacial que desafiaba la naturaleza. A su alrededor se formó un campo invisible de frío absoluto, un vacío térmico que rechazaba la ventisca misma. La nieve ya no caía sobre él; se desintegraba en el silencio.

    Su cuerpo se mantuvo cálido, pero su alma descendió.

    Ante él se alzaba el glaciar.

    Un ataúd de hielo eterno, incoloro, intemporal, sin recuerdos. Como si el universo hubiera congelado un momento de desesperación. Ninguna técnica ordinaria podría haberle dado forma a esto. Esto no era un simple hielo, era una prisión ancestral, una manifestación de un hombre cuya sangre se había convertido en cristal.

    Camus.

    El Mago de Hielo.

    Hyōga respiró hondo. Cerró los ojos. Y lo invocó.

    —"¡Polvo de Diamantes!"

    El Cosmo explotó sin violencia, sin sonido. Una onda de impacto surgió de su puño, no un golpe, sino una ausencia. El aire se comprimió, el vapor se congeló en formas fractales, y en un suspiro blanco, la escarcha de diamante se estrelló contra el glaciar.

    El contacto fue imperceptible.

    Por un segundo.

    Luego...

    El glaciar comenzó a cantar.

    No una grieta, sino un lamento profundo, una canción de presión, siglos de resistencia, voluntad contenida. Delicados fractales se extendieron por su superficie como flores de escarcha o cicatrices sagradas. El hielo aún no se rompió. Pero una luz azul se filtró desde su núcleo, como si estuviera herido por primera vez.

    Hyōga permaneció inmóvil. El sudor se congeló en su cuello. El golpe había sido perfecto.

    Pero él sabía: la verdadera batalla comenzaba ahora.

    El hielo no cedería sin luchar.

    Entonces llegó algo que ni el viento, ni el hielo, ni siquiera Hyōga habían previsto.

    Desde dentro del glaciar, una vibración.

    Un pulso. Un latido.

    Su Cosmo no solo había golpeado el hielo.

    Lo había despertado.

    Y algo dentro... respondió.

    Primero, una luz tenue, como un suspiro atrapado bajo el cristal. Luego, una presión creciente, una conciencia ancestral. El hielo se fracturó desde adentro, con una precisión inhumana. Las grietas se multiplicaron, no por debilidad, sino por liberación.

    Con un rugido silencioso, el ataúd se partió.

    Y de su núcleo emergió, como un cisne alzando el vuelo, la Armadura del Cisne.

    No cayó. No flotó.

    Voló.

    Se elevó sobre la ventisca, danzando entre los copos de nieve como un espíritu incorpóreo. El niño, observando desde lejos, la vio alzarse como si el alma del Ártico hubiera encontrado forma.

    Sin embargo, a mitad de vuelo, comenzó a desintegrarse.

    No como la muerte, sino como un regreso.

    Las placas de la Armadura se separaron en fragmentos de hielo azul, girando alrededor de Hyōga. Sus ropas se disolvieron, deshechas por el Cosmo divino. En su lugar, la armadura se ensambló pieza por pieza, con precisión sagrada.

    Una malla metálica azul, de textura helada, cubrió su torso, adhiriéndose como una segunda piel. Los guanteletes enfundaron sus brazos, uno de ellos expandiéndose en un escudo alado. Las hombreras se alzaron con el susurro del acero templado, una diadema rodeó su frente y un cinturón ornamentado se abrochó en su cintura. Las grebas completaron la austera elegancia de una armadura nacida del frío.

    El Cisne no era una reliquia sin vida.

    Era un legado viviente.

    Un pacto entre el hielo y el alma.

    Y ahora, le pertenecía a Hyōga.

    El viento aulló como un lamento ancestral mientras una figura descendía por la ladera nevada. Vestido como un investigador polar —abrigo sintético gris, guantes térmicos, gafas de nieve— se movía con una precisión antinatural, protegido no por la tecnología sino por un Cosmo disciplinado y helado.

    La ventisca amainó como si se inclinara ante la presencia de los Santos. Hyōga, en medio de fragmentos de hielo suspendidos, se volvió hacia la figura que ahora se quitaba las gafas, revelando unos ojos azules fríos pero sin resentimiento.

    —"Superior Alexei", saludó Hyōga formalmente, ocultando una emoción que solo Camus habría podido leer.

    Alexei asintió. —"Lo has hecho bien, Hyōga. El Cisne ha regresado. Lo necesitábamos". Su voz no mostraba orgullo, solo gravedad. —"Muchas Armaduras ensangrentadas —de Bronce y Plata— se perdieron en guerras pasadas. Pero pocos entienden: algunas no fueron destruidas. Algunas se escondieron. Algunas... durmieron. La tuya fue una de ellas".

    Hyōga frunció el ceño. —¿"Ensangrentadas"?

    El tono de Alexei se oscureció. —"Armaduras que vieron demasiada sangre. Absorberon la agonía de sus portadores. Regresaron del Hades sin purificar. Muchas fueron selladas, enterradas en los confines del mundo. Pero ahora, mientras las estrellas cambian de nuevo, despiertan. Y no todas despertarán en manos leales a la diosa".

    Silencio. El hielo gimió bajo ellos.

    Hyōga no reaccionó de inmediato. Las palabras —frías, afiladas— cortaron más profundo que la ventisca. Su mirada se detuvo en el brillo azul metálico de su guantelete. Había pasado años enterrando el recuerdo de su padre, esa sombra ausente perdida en la nieve de Vladivostok. Ahora Alexei lo resucitaba con precisión quirúrgica.

    —"Nueve Armaduras de Bronce, quizás más", dijo Alexei, observando el hielo destrozado. —"No robadas. Obtenidas por aprendices que luego desaparecieron, entrenados solo para desertar. Como si estuviera planeado desde hace mucho tiempo. No cazamos ladrones. Cazamos ex-Santos. Tu nombre está entre los 100 niños japoneses reclutados por Mitsumasa Kido".

    Hyōga apretó los dientes. No lo negó.

    —"En cualquier caso", Alexei se ajustó el cuello, —"esta no es una misión de entrenamiento. Es una recuperación armada. El Santuario te necesita, Cisne. Y esta vez, nadie esperará".

    Hyōga levantó la vista. Su Cosmo brilló como escarcha suspendida. Ya no era el niño que buscaba el hielo por nostalgia.

    Era un Santo.

    —"Entonces, vámonos", dijo. —"Mi Armadura... ha despertado".
     
  11.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2765
    10
    Saori Kido —¿o era alguien más?— levantó dedos temblorosos hacia el cristal, como si pudiera arañar la superficie y encontrar, bajo su reflejo, a la niña que había sido antes… ¿Antes de qué? No podía recordar. Últimamente, las lagunas en su memoria eran más frecuentes. Minutos, a veces horas, perdidos en una niebla blanca donde solo voces resonaban.

    Voces en griego antiguo.

    Un idioma que había empezado a entender sin haberlo estudiado nunca, cuyas sílabas le quemaban la lengua cuando, en sueños, las repetía sin querer. Oraciones fragmentadas, gritos de batalla, nombres de constelaciones que no aparecían en las cartas estelares modernas.

    "...Protege... el Sant... Atena..."

    Un escalofrío le recorrió la espalda. En el espejo, sus ojos violetas —¿cuándo habían dejado de ser marrones?— brillaban con una luz inhumana.

    —"¿Señorita Saori?", la voz de una sirvienta la sacó del trance. La mujer —una japonesa de rostro demacrado y manos callosas— no la miró a los ojos. Ninguna de ellas lo hacía. Inclinó la cabeza como si estuviera ante un altar. —"El coche está listo. Los Santos llegarán al anochecer".

    Santos. Otra palabra que ahora le erizaba la piel.

    —"Gracias, Sumire", murmuró, forzando una sonrisa que no sentía. La sirvienta se retiró con una reverencia tan profunda que rozaba la servidumbre.

    Cuando la puerta se cerró, Saori clavó las uñas en el borde del lavabo de mármol. "No soy una diosa", quiso gritar. "Solo tengo dieciséis años. Quiero elegir mi propia ropa, reírme de chistes estúpidos, enamorarme de alguien que no me tema".

    Pero el miedo era más fuerte.

    Porque en esos momentos de vacío, cuando las voces la arrastraban a un lugar atemporal, algo dentro de ella respondía. Algo que no era ella. Algo que había estado esperando durante siglos.

    El espejo se empañó con su aliento. Cuando se despejó, por un segundo, creyó ver —sobre su hombro— la silueta de una mujer acorazada con un yelmo y una lanza.

    —"¿Quién soy?", susurró.

    El silencio, como siempre, fue su única respuesta.

    La mirada de Saori se desvió de su reflejo al busto de bronce que dominaba el estudio. Mitsumasa Kido. El frío metal no capturaba la severidad de esos ojos que, en vida, parecían traspasar el alma. Ahora, sin vida, la juzgaban desde el más allá.

    —"¿Esto es lo que querías, abuelo?"

    La pregunta se le atragantó. Él había sido el arquitecto de todo: los niños arrancados de sus familias, enviados a morir en lugares inhumanos, solo para regresar como armas vivientes. Santos. Sus Santos.

    Un dolor agudo le atravesó el pecho. No el vacío de antes, sino algo más terrenal: culpa. Pero luego, como un mecanismo de defensa ancestral, algo dentro de ella se tensó.

    —"No hay tiempo para dudas", murmuró, apretando los puños hasta que las uñas dejaron medias lunas en sus palmas.

    El plan debía continuar.

    Cruzó la suite con pasos firmes, ignorando la bata de seda que se enredaba en sus piernas. Al fondo, detrás de un biombo lacado, estaba el objeto que solo ella podía salvaguardar: la Caja de Pandora de Sagitario.

    No era grande —apenas del tamaño de un joyero— pero irradiaba una presencia opresiva. El oro de sus relieves brillaba con una luz interior, representando escenas de una guerra celestial: héroes alados y acorazados, bestias míticas y, en el centro, un arquero apuntando a las estrellas.

    Saori extendió la mano, pero se detuvo a centímetros de la tapa.

    —"¿Qué son los Santos, en realidad?"

    No solo guerreros. No solo huérfanos manipulados. Eran más.

    Su reflejo en el oro de la caja estaba distorsionado, como si el metal luchara por rechazar incluso su imagen. La última vez que la había tocado, tenía siete años.

    Recordaba el calor.

    No como una llama, sino algo más profundo, más antiguo, como si hubiera sumergido la mano en el núcleo de una estrella. El dolor había sido instantáneo. Sus dedos infantiles se enrojecieron, ampollándose antes de que los sirvientes la apartaran, gritando. Pero lo que más la aterrorizó no fue la agonía física, fue el cambio en su cabello.

    Un solo mechón sobre su sien izquierda había perdido su tono castaño en segundos. Para cuando Mitsumasa llegó —corriendo como nunca lo había visto correr— ese rizo ya era de un violeta profundo, el mismo tono que ahora dominaba toda su melena.

    —"No te acerques a esto de nuevo, pequeña paloma", le había dicho esa noche, acunando sus manos vendadas entre las suyas. Pero no había ira en su voz, solo miedo.

    Y al día siguiente, las voces comenzaron.

    Ahora, años después, frente a la caja de nuevo, Saori notó que su respiración se aceleraba. ¿Por qué solo Mitsumasa podía tocarla? El anciano la había levantado sin esfuerzo, como si fuera un simple relicario. Incluso en sus últimos días, con el cáncer devorándole los huesos, la había acariciado con devoción.

    —"Tu herencia", la había llamado. —"Lo único que importa".

    Pero él nunca le dijo de quién.

    Saori Kido no existía en ningún registro familiar. El clan Kido no tenía herederos legítimos; Mitsumasa nunca se había casado. ¿Era la hija de algún vástago secreto? ¿O algo peor?

    El dinero había borrado todo rastro. Periódicos, gobiernos, incluso la Iglesia guardaron silencio ante las donaciones de la Fundación Graad. Pero el amor de su abuelo — ¿o era su guardián? — había sido tan vasto como sus mentiras.

    Un golpe seco la sobresaltó.

    La puerta se abrió de golpe antes de que pudiera responder. Jabu de Unicornio cruzó el umbral con esa mezcla de torpeza y solemnidad que había arrastrado desde la infancia.

    —"Mi señora", murmuró, y antes de que Saori pudiera protestar, ya estaba arrodillado, la frente casi rozando el suelo de mármol.

    El gesto le revolvió el estómago.

    De niños, Jabu había sido su primer —y único— amigo entre los Santos. Mientras los demás entrenaban hasta sangrar, él le traía flores robadas de los jardines del Santuario. —"Para la princesa", decía con una sonrisa que le arrugaba los ojos. Ella reía entonces, ordenándole juguetonamente que no se inclinara tanto.

    Pero ahora, al ver la nuca expuesta, la princesa se había ido. Solo quedaba algo merecedor de reverencia.

    —"Levántate, Jabu", dijo, esforzándose para que su voz no traicionara el nudo en su garganta. —"No hagas eso".

    El Santo levantó la cabeza, confundido. Sus ojos, antes llenos de camaradería infantil, ahora brillaban con una devoción que la sofocaba.

    —"Perdóneme, mi señora. Pero es mi deber. Los Santos de Andrómeda y del León Menor han llegado de Japón. Esperan en el ala este".

    Saori apretó los dientes. Shun. Seiya. Los nombres resonaron como presagios de un futuro que se precipitaba hacia ella.

    —"Y... ¿cómo están?", preguntó, forzándose a sonar humana.

    Jabu parpadeó, como si la pregunta lo sorprendiera.

    —"Andrómeda parece tranquilo, mi señora. Pero el León Menor...", una sonrisa casi nostálgica cruzó su rostro. —"Igual que siempre. Terco como una mula".

    Por un momento, el Jabu de su infancia reapareció. Saori casi rió, casi lo abrazó, casi le recordó que eran personas. Pero luego él bajó la mirada de nuevo, y el momento se hizo añicos.

    —"Gracias", murmuró, con una frialdad que no sentía. —"Diles que iré pronto".

    Cuando la puerta se cerró, Saori se llevó las manos a la cara. ¿Por qué su reverencia dolía tanto?

    Porque era sincera.

    El gran salón del hotel de Mitsumasa Kido en Nueva York era una oda al lujo desmedido. Lámparas de araña de cristal proyectaban una luz dorada sobre alfombras persas que silenciaban cada paso. Las paredes, revestidas en madera oscura y terciopelo carmesí, albergaban obras de arte de incalculable valor. En el centro, una imponente fuente de mármol con estatuas clásicas susurraba con el caer del agua, añadiendo un toque de serenidad a la opulencia.

    En este escenario de fastuosidad, Seiya, con su actitud orgullosa y despreocupada, se encontraba de pie, las cejas ligeramente fruncidas. Su Caja de Pandora del León Menor, limpia y pulida tras los cuidados exprés de la Fundación Graad, reposaba a sus pies. Con los brazos cruzados, observaba con una mezcla de aburrimiento y exasperación el entorno. A pocos metros, Shun estaba recostado al lado de la fuente, su rostro reflejaba una paz inusual. La humedad del aire y el rocío, que se sentía como un bálsamo en su piel, era algo que apreciaba profundamente después de los extenuantes años de entrenamiento en la remota Isla Andrómeda. Sus ojos se fijaron en una delicada flor de loto que flotaba en la superficie del agua, ajeno a la creciente tensión.

    Fue entonces cuando apareció Jabu, irrumpiendo en el salón con sus habituales ínfulas de grandeza. Su figura, aunque más imponente que la de un niño, no lograba opacar su innata torpeza. Su voz, un poco demasiado fuerte para el ambiente, resonó en el amplio espacio.

    —"¡Así que finalmente se dignan a aparecer, Santos de pacotilla!", exclamó, tratando de asumir un liderazgo que a todas luces no influía en nadie. Se pavoneaba, las manos en las caderas, como un gallo de riña. Su mirada de desaprobación se detuvo en la ropa de Seiya y Shun. —"¡Y con esas pintas! ¿Es que acaso no saben presentarse ante la señorita Kido? ¡Qué vergüenza! Más de siete meses de retraso y llegan como si vinieran de un campamento de gitanos. ¡Obtuvieron sus Mantos Sagrados más tarde de lo indicado, y ahora se atreven a mostrarse con esas fachas! ¿Creen que la Fundación Graad es una lavandería barata?".

    Shun apenas parpadeó, su mirada seguía fija en la flor. La retahíla de improperios y comentarios despectivos de Jabu simplemente se deslizaba sobre él. Pero Seiya, que había soportado un viaje infernal y el resurgimiento de viejos fantasmas, empezaba a notar cómo su paciencia se agotaba. Su mandíbula se tensó, y un destello peligroso cruzó sus ojos. Estaba cada vez más exasperado por la arrogancia de Jabu y su constante necesidad de menospreciar a los demás.

    —"¿Terminaste ya tu show, Jabu?", espetó Seiya, su voz tranquila, casi un susurro, pero cargada de una amenaza implícita. Sus puños se apretaron ligeramente. El ambiente, antes sereno, se cargaba con la inminente fricción de dos Cosmos jóvenes y volátiles.

    El rostro de Jabu se contorsionó en un rictus de ofensa. No estaba acostumbrado a que lo desafiaran, mucho menos que lo silenciaran.

    —"¿Mi show?", replicó, con la voz ligeramente más aguda. —"¡Lo que estás viendo, Seiya, es la disciplina y el respeto que tú y tu amiguito andrógino carecen! ¡Siempre fuiste un irrespetuoso!"

    —"¿Irrespetuoso yo?", la voz de Seiya era baja y peligrosa. —"Y tú sigues siendo el mismo perro faldero de siempre, ¿o tal vez el nuevo poni de la señorita? ¡Yo no vine a verla a ella, sino al viejo Kido!"

    —"¡Cállate!", bramó Jabu, su rostro lívido. —"¡El señor Mitsumasa no te vería a ti, desagradecido! ¡Él hizo una donación invaluable al mundo, y tú no eres digno de ni siquiera mencionarlo!"

    Un sonido gutural escapó de la garganta de Seiya. En un instante, su Cosmo se expandió violentamente, no como una ráfaga, sino como una presión creciente, un aura dorada y peligrosa que lo rodeó. Al mismo tiempo, el Cosmo de Jabu explotó con una furia incontrolable, su energía cruda chocando con la de Seiya.

    La cristalería del salón comenzó a vibrar con un chirrido agudo, y las copas vacías en las mesas más cercanas se balancearon peligrosamente. El agua de la fuente burbujeó con más fuerza, y la delicada flor en la que Shun estaba absorto comenzó a temblar. Sorprendentemente, Shun no se inmutó, sus ojos aún fijos en la flor, como si el caos a su alrededor no fuera más que una brisa pasajera.

    Sin embargo, los sirvientes de los pisos contiguos no fueron tan afortunados. De un momento a otro, un terror sin nombre invadió sus almas. Un escalofrío helado les recorrió la espalda, la piel se les erizó y un pánico irracional se apoderó de ellos, haciéndolos gritar y correr despavoridos, sin saber de dónde venía esa sensación de miedo absoluto. Era un terror que solo los Cosmos desatados podían inspirar, una advertencia primordial de que algo más allá de su comprensión estaba ocurriendo.

    —"¡Alto!", la voz de Saori Kido resonó en el salón, cortando la creciente tensión como un filo de acero. Había llegado al lugar, y su presencia era innegable. Regia, hermosa, no era solo una joven de dieciséis años, sino la encarnación misma de la autoridad. Con solo una palabra, una única orden, Seiya se echó hacia atrás, su Cosmo que se había disparado se retrajo con la misma rapidez con la que se había expandido. Su mirada, antes llena de desafío, cayó al piso, como cuando su maestro Ailia lo regañaba, o su superior Marin le reprendía, o como cuando el mismísimo Patriarca le hablaba y se sentía abochornado por su propia insolencia.

    Lo que más le molestaba a Seiya era que no entendía la fuente de esa sumisión. De Saori solo podía recordar a una niña de papá, malcriada y caprichosa, una humana normal y corriente con ínfulas de princesa. Pero ahora, había algo más. Algo que trascendía su belleza, su riqueza, incluso su linaje. Era una presencia, un aura que le recordaba a la misma imponente sabiduría que emanaba del Santuario. Aquel brillo púrpura en sus ojos, la forma en que su figura se erguía, pequeña pero inmensa, le heló la sangre. Ya no era la niña que lo exasperaba, sino una fuerza que lo superaba, una que su cuerpo, instintivamente, reconocía y respetaba.

    El silencio se instaló, tenso, pero bajo el control firme de Saori. Incluso Jabu, con su furia aún latente, se había quedado mudo, aunque su expresión seguía siendo de desafío contenido. Shun, ajeno a la conmoción que había provocado la aparición de Saori, seguía observando la flor en la fuente, una extraña calma rodeándolo mientras el resto del salón recuperaba el aliento.

    Pero incluso Shun tuvo que reconocerla. Levantó la mirada de la flor y sus ojos verdes, siempre tan serenos, se posaron en Saori. No había ni una pizca del desafío que Seiya mostraba. Con una inclinación de cabeza casi imperceptible, la saludó con una formalidad inusual para él.

    —"Mi maestro, Albiore de Cefeo, envía sus saludos y desea saber cuál es su objetivo", dijo Shun, su voz suave pero firme.

    Saori no supo qué responder. ¿De qué estaba hablando Shun? La pregunta la tomó por sorpresa, y por un instante, su fachada de autoridad titubeó. ¿Albiore de Cefeo? Ese era el Caballero de Plata de la Isla Andrómeda, el que se rumoreaba que se había negado a obedecer al Santuario y había entrenado a Shun en secreto.

    Pero luego, sintió que las palabras salían de su boca por sí solas, una voz que no era enteramente suya, antigua y resonante.

    —"En mi posesión se encuentra uno de los doce Mantos de Oro", declaró Saori, su voz clara y autoritaria, resonando en el vasto salón. Su mirada abarcó a todos los Santos presentes. —"Es mi deseo ver quién entre ustedes es digno de ella, para mantener la paz en el mundo".

    Shun cerró los ojos por un momento, una sombra de duda cruzando su rostro. Era evidente que albergaba preguntas sobre esa declaración, sobre la verdadera naturaleza de esa Armadura de Oro y el propósito detrás de esa afirmación. Sin embargo, tras unos segundos, asintió, su resolución inquebrantable.

    —"Por orden de mi maestro, la serviré de aquí en más", afirmó Shun, inclinando la cabeza de nuevo, una muestra de lealtad absoluta.

    Seiya estaba completamente extrañado. La confusión se reflejaba en su rostro. ¿El Caballero de Plata de la Isla Andrómeda, Albiore, era un traidor al Santuario, y ahora Shun, su discípulo, prometía lealtad a Saori? ¿Y cómo era que ella, la "niña mimada de Kido", tenía en su poder nada menos que un Manto de Oro, la armadura de la más alta élite entre los Santos? El rompecabezas en su mente se hacía más grande y más complejo.
     
  12.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    3234
    11
    —"¿Y cómo pretende saber eso, señorita?", la voz de Seiya goteaba condescendencia. Su ceja se alzó con escepticismo, y no pudo evitar el tono de burla. ¿Ella, una niña rica, decidiría quién era digno de una Armadura de Oro? Era absurdo.

    Saori lo miró, y por un instante, su rostro se contrajo en una mueca de duda. La pregunta de Seiya la había tomado desprevenida. Pero entonces, sus ojos se posaron en un enorme cuadro que presidía el salón, un retrato de Mitsumasa Kido de cuerpo entero, con su habitual expresión de fría determinación. Al contemplarlo, una respuesta, una verdad que no sabía que poseía, afloró en su mente. Era ella misma la que hablaba ahora, con una claridad sorprendente.

    —"Un torneo", dijo Saori, su voz firme y llena de una nueva convicción. —"El Torneo Galáctico. Mi abuelo dijo que una vez que reuniera a los Santos, ellos deberían mostrar su fuerza y valor. Y de entre ellos, quien fuera el más digno recibiría el Manto de Oro." Sus ojos violetas brillaron con una luz renovada. —"Ese es mi propósito. Un caballero digno de Sagitario es lo que el mundo necesita."

    Seiya escupió al suelo con desprecio, el sonido resonando en el elegante salón. Su paciencia se había agotado por completo.

    —"¡Eso me importa una mierda!", gruñó, ignorando por completo la mirada de Saori. —"¡Yo estoy aquí para hablar con el viejo Kido! ¡Él me envió a ese infierno en Grecia y él es el único al que debo explicaciones!"

    Jabu no pudo soportarlo más. El insulto a Mitsumasa Kido, el desafío abierto a Saori, fue la gota que colmó el vaso. Con la supervelocidad de los dioses, un borrón apenas perceptible para los ojos humanos, se lanzó sobre Seiya, su puño cargado con la furia del Unicornio. El aire crujió a su paso.

    Pero Seiya, a pesar de su imprudencia, no era lento. Su cuerpo reaccionó por instinto, girando apenas lo suficiente para que el golpe de Jabu pasara de largo, raspándole el hombro sin causarle daño. La energía liberada por el impacto provocó que el aire temblara a su alrededor.

    Y ella, nuevamente, con aquella autoridad sin nombre que emanaba de su ser, alzó la mano.

    —"¡Alto!", exclamó Saori, su voz, aunque no elevó el tono, vibró con una fuerza que detuvo a ambos Santos en seco. Un poder invisible pareció forzarlos a retroceder, una presión que no era física, sino cósmica.

    Jabu se detuvo a centímetros de Seiya, su brazo aún extendido, el rostro contorsionado por la frustración. Seiya se encogió, sus ojos de nuevo fijos en el suelo, la incomodidad de la vergüenza marcando sus facciones. Esa sensación, la de ser regañado, la de sentirse infantil e inadecuado, lo asaltaba como antaño. No entendía por qué ella tenía ese efecto en él, esa habilidad de hacerlo sentir como un niño desobediente.

    Saori los miró a ambos, su mirada de repente cargada de una tristeza profunda que contrastaba con su reciente demostración de poder.

    —"Mi abuelo... murió hace unos meses."

    La revelación cayó como un balde de agua fría. El salón, ya tenso, se sumió en un silencio sepulcral, solo roto por el suave murmullo de la fuente. La noticia, dicha con esa voz que ahora sí era completamente suya, real y quebrada, cambió por completo la atmósfera.

    Seiya quedó en el vacío, el mundo pareció detenerse. La furia se desvaneció de su rostro, reemplazada por una confusión paralizante. ¿Muerto? El viejo Kido... ¿muerto? La verdad lo golpeó con la fuerza de un puño invisible. La razón por la que había regresado, el único ancla que lo mantenía atado a ese lugar, se había desvanecido. En ese instante, el dolor lo invadió, un dolor más profundo que cualquier herida física.

    Saori lo observó, y una punzada de algo parecido a la empatía cruzó su semblante. Ella sabía. Sabía que él quería encontrar a su hermana. Por un momento, su propio deseo de consolarlo, de ofrecerle una palabra amable, surgió. Pero lo que salió de su boca no fue algo cariñoso, sino palabras de fría manipulación, dictadas por la lógica implacable de la victoria que resonaba en su interior.

    —"Y tú, Seiya, ¿qué haces aquí?", atacó Saori, su voz sin rastro de calidez. —"¿Acaso crees que el mundo te debe algo? ¡Por tu propia ineptitud no has encontrado a tu hermana!"

    Seiya se encogió, la acusación lo golpeó con fuerza. Predeciblemente, la respuesta brotó de sus labios, cargada de resentimiento:

    —"¡Solo lo hice por mi hermana! ¡Me obligaron a ir a Grecia para encontrarla!"

    Saori no le dio tregua, su mirada penetrante y gélida.

    —"La Corporación Graad te dio de comer. Te dio un techo. Te dio las herramientas para adquirir el poder que ahora posees. Con tus habilidades, Seiya, podrías haber buscado a tu hermana por tu cuenta, haberla encontrado y regresado a casa sin necesidad de este... espectáculo. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué regresaste?"

    Seiya retrocedió un paso, el pánico floreciendo en sus ojos. Él era un espía del Santuario, enviado para investigar a la Fundación Graad y a Saori misma. Esa era la verdad que no debía saber. ¿Cómo lo sabía ella? El miedo, un miedo primordial, se apoderó de él. Tembló ligeramente, una sensación de ser expuesto.

    Saori notó su reacción, y la voz fría en su mente le indicó el camino. La manipulación, para ella, era una herramienta para alcanzar la victoria. Entonces, una alternativa, un anzuelo irresistible, se materializó en su mente y en sus palabras.

    —"Sin embargo, si eres capaz de mostrar verdadera honestidad en el Torneo Galáctico", continuó Saori, su tono de repente teñido de una promesa que parecía casi irreal, —"si participas con valor y demuestras tu fuerza... Si el Manto de Oro te reconoce como digno, no solo por ganarlo, sino por tu espíritu inquebrantable... entonces volcaré los infinitos recursos de la Corporación Graad en encontrar a tu hermana. Cada departamento, cada contacto, cada centavo. La encontraremos, Seiya. Te lo prometo."

    La oferta era tan tentadora como peligrosa, un pacto con el diablo que Seiya no estaba seguro de poder rechazar.

    Jabu intentó replicar, las palabras atascadas en su garganta. La voz de Saori, aunque no imperiosa, era absoluta. Sus ojos, antes cálidos con la tristeza por la muerte de Kido, ahora eran regios, nobles, con un brillo que trascendía lo humano. No eran los de una niña, sino los de alguien superior, innegablemente. Él, que siempre había sido el más leal, se inclinó, una muestra de sumisión instintiva ante esa autoridad sin nombre.

    Pero Seiya no. A pesar de la gloria que ofrecía el Manto de Oro, a pesar de la promesa de encontrar a su hermana, la miraba más con preguntas y expectativas que con sumisión. Había algo en ella que le resultaba ajeno a la "niña" que conocía, y ese poder, esa aura, lo intrigaba más que lo intimidaba.

    —"¿Y qué si gano el Manto Dorado y decido no obedecerla?", preguntó Seiya, su voz aún teñida de desafío.

    Saori sonrió, una sonrisa pequeña y enigmática. No era la sonrisa dulce de una joven, sino la de alguien que ya conocía las respuestas, que había visto innumerables victorias. La voz en su mente, la de la Diosa de la Victoria, susurró el curso.

    —"¿Lo usarías para asegurar que la justicia siempre sea la que salga victoriosa?", respondió Saori, sus ojos violetas fijos en los de Seiya, como si pudieran ver a través de su alma.

    Seiya asintió con una convicción que pocas veces mostraba. Era su credo, la única verdad que conocía.

    —"Sí", afirmó, sin dudar.

    La respuesta de Seiya tocó una fibra profunda en Saori. Por un instante, la influencia de la Diosa de la Victoria pareció disiparse, y fue ella misma quien habló, la muchacha de dieciséis años, con un deseo puro y desinteresado.

    —"Ese es mi único deseo", dijo Saori, y esta vez, su voz adquirió un tono infinitamente maternal, lleno de una calidez que sorprendió a todos, incluido a Seiya. —"Yo te sostendré y te apoyaré en ello."

    La promesa no era solo de recursos o poder, sino de un respaldo incondicional, de una presencia que lo acompañaría en su camino hacia la justicia. Seiya la miró, y por primera vez, no vio a la niña mimada, ni a la enigmática figura de autoridad, sino a una joven con un propósito noble, dispuesta a ser un pilar para aquellos que lucharan por lo correcto. La tensión en el salón, finalmente, comenzó a disiparse, reemplazada por una extraña mezcla de determinación y esperanza.

    Seiya tomó el cofre del Manto del León Menor, el metal frío y pulido bajo sus dedos. Con un movimiento brusco, dio media vuelta, la espalda hacia Saori, una señal inequívoca de su intención de marcharse. La opulencia del salón, las miradas expectantes de los otros Santos, le importaban poco.

    —"Seiya, espera", la voz de Saori lo detuvo a medias. Sonaba más suave de lo que él esperaba, casi suplicante. —"Las instalaciones del hotel están a tu disposición. Hay habitaciones preparadas, estudios de entrenamiento... todo lo que la Fundación Graad puede ofrecerte para que estés cómodo y preparado para el torneo."

    Seiya soltó un bufido despectivo. No se giró, pero su voz, cargada de desinterés, llenó el silencio.

    —"No, gracias", respondió con brusquedad. —"Hay alguien que conozco que emigró a América hace unos años. Quiero visitarla. Cuando me necesiten, envíen a uno de sus trajeados. Pueden enviarme un mensaje por un loro mensajero, o tal vez un par de esos sirvientes que parecen asustarse de su propia sombra". El sarcasmo era evidente en sus últimas palabras.

    Jabu, que hasta ahora había contenido su ira con dificultad, no pudo soportar la insolencia de Seiya. Con un rugido gutural, extendió una mano, su Cosmo brillando tenuemente mientras intentaba usar su telequinesis para despojar a Seiya del cofre que llevaba a la espalda.

    —"¡Esa Armadura es propiedad de la Fundación! ¡No puedes simplemente llevártela como si nada, insolente!", bramó Jabu, la frustración distorsionando su rostro.

    Pero Seiya no era un novato. Con un gruñido bajo, expandió su Cosmo nuevamente, no con la intención de atacar, sino como una barrera invisible, una fuerza bruta que repelió la energía de Jabu con facilidad. El aire chisporroteó entre ellos como si una corriente eléctrica los hubiera atravesado.

    —"¡Jabu, basta!", la voz de Saori resonó con una exasperación palpable. Había un matiz en su tono que no era solo enfado, sino una autoridad intrínseca que Jabu no pudo ignorar. Era la misma voz que había cortado la pelea segundos antes, pero esta vez llevaba un peso que lo obligó a ceder. La energía del Unicornio se replegó, y Jabu se amilanó al instante, bajando la cabeza con una vergüenza apenas disimulada. El cofre permaneció firmemente sujeto a la espalda de Seiya.

    Seiya no dijo más. Sin una palabra adicional, comenzó a caminar hacia la salida del salón. Pero mientras lo hacía, por un instante fugaz, su corazón pareció detenerse. Una imagen borrosa, casi un espejismo, se superpuso a la de la Saori real que quedaba atrás: la visión de una dama sumamente hermosa, etérea, con una luz dorada y una corona de laureles, su presencia irradiando una majestuosidad divina. Fue solo un segundo, una fracción de segundo, antes de que la imagen se desvaneciera como el humo entre sus pensamientos.

    Entonces, Seiya soltó una carcajada, una risa áspera y despectiva que resonó en el silencio del salón, buscando ahogar la extraña sensación de reverencia que esa visión le había provocado.

    —"¿Hermosa Saori?", se burló en voz alta, sin girarse, como si la idea misma fuera un chiste ridículo. —"Esa tonta me perseguía con un rebenque para caballos de niños. Solo es una malcriada."

    Y sin mirar atrás, Seiya se retiró del gran salón, dejando a Saori y a los demás Santos sumidos en un silencio tenso y lleno de incertidumbre. La puerta se cerró con un suave "clic", marcando el final de su abrupta aparición y el comienzo de una nueva etapa de dudas.

    Seiya se detuvo en la calle, el ruido del tráfico neoyorquino y el incesante murmullo de la gente reemplazando el eco de su frustración. Sacó un papel doblado que el "apestoso de Tatsumi" le había entregado en el avión. "Un regalo de la señorita", había dicho el mayordomo con su habitual solemnidad. Seiya lo desdobló. En él, pulcramente escrito, se leía: Mino Atatsami y una dirección en las afueras de aquella enorme y contaminada ciudad.

    Entonces cayó en cuenta. Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios. Había sido manipulado. La mocosa Kido había previsto su rechazo a la opulencia y, con astucia, le había ofrecido algo que no podría ignorar: la posibilidad de un trato más familiar, la calidez de una amiga de la infancia. Suspiró,

    La imagen de Mino se filtró en su mente, un destello de una infancia compartida. No era un recuerdo nítido, sino una sucesión de sensaciones: el sol cálido en la arena del orfanato, el olor a tierra mojada después de la lluvia, y la risa cristalina de una niña con el cabello revuelto.

    —"¡Seiya, más rápido!", gritaba Mino, con las rodillas raspadas y la ropa empolvada, mientras ambos competían en una carrera improvisada por el patio del orfanato. Ella siempre estaba un paso por delante, su energía inagotable.

    —"¡No es justo, Mino! ¡Tú tienes las piernas más largas!", jadeaba Seiya, cayendo al suelo con una carcajada mientras ella lo esperaba, extendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse. Su rostro, siempre jovial y lleno de vida, era un faro de normalidad en un mundo que pronto se volvería incomprensiblemente cruel.

    Recordaba el día en que se despidieron. Mino, con los ojos hinchados por el llanto, aferrándose a él, sin entender por qué la separaban de su hogar, de sus amigos.

    —"No llores, Mino", le había dicho él, intentando sonar valiente, aunque su propio corazón se encogía. —"Seré un Santo y vendré a buscarte, lo prometo. Te traeré de vuelta".

    Ella había asentido, aferrándose a esa promesa como a un salvavidas. Luego, una mujer de rostro severo se la había llevado, y él la había visto desaparecer entre la multitud de niños. Nunca la había vuelto a ver.

    La Corporación Graad había prometido buscar a su hermana. Fue esa promesa, y no la Armadura, lo que lo había mantenido con vida en Grecia. Pero ahora, Saori se lo ponía sobre la mesa como un mero trueque. Pensó en la diferencia entre los dos. Mientras el Patriarca en el Santuario emanaba una justicia severa, casi gélida, Saori Kido solo emanaba poder y ansias de victoria. No había comparación.

    "Ella es el enemigo silencioso del Santuario", se dijo Seiya, la idea formándose en su mente. "¿Aquella que recluta Santos y roba las Cloth de Atenea? ¿Con qué propósito?" Eso solo lo sabría en el torneo, un evento que ahora se le presentaba como una trampa orquestada, un circo mediático para fines que aún desconocía. La mención de Nike, la Diosa de la Victoria resonando en su mente, le hizo pensar que los métodos para conseguir esa victoria podían ser extremadamente crueles.

    Apretó el papel en su mano. Las sospechas crecían. Sabía que debía participar, no solo por su hermana, sino para descubrir la verdad detrás de Saori Kido y sus intenciones, las cuales, a juzgar por sus métodos, podían ser tan crueles como necesarias para la victoria que tanto anhelaba.

    Con una determinación renovada, Seiya dobló el papel y lo guardó. Levantó la vista. La ciudad se extendía ante él, una maraña de rascacielos y luces. Por todas partes, la propaganda del Torneo Galáctico ya cubría los anuncios. Vallas publicitarias gigantes mostraban la silueta de la Armadura de Sagitario, con la promesa de "La Batalla por el Oro". Pantallas en los edificios parpadeaban con logotipos de la Fundación Graad.

    Sin pensarlo dos veces, Seiya echó a correr. El lujoso hotel de la Fundación Graad, probablemente situado cerca del corazón de Manhattan, quizás en el bullicioso distrito de Midtown, quedó atrás. No buscó un taxi amarillo, ni un vagón del metro subterráneo. Su instinto de Santo le dictaba una ruta más directa, más salvaje. Con un salto ágil y potente, aterrizó sobre el capó de un taxi estacionado, la chapa cediendo ligeramente bajo el impacto de sus botas. Desde allí, se impulsó con la fuerza de su Cosmo naciente, elevándose con una gracia felina hacia el techo de un autobús en movimiento.

    Los transeúntes en la Quinta Avenida se detuvieron, boquiabiertos, sus teléfonos móviles listos para capturar lo que creían un truco publicitario o una escena de película. "¿Es algún tipo de promoción para ese torneo de luchadores?", se preguntaban, reconociendo el inconfundible perfil del cofre del Manto de Bronce que Seiya llevaba a la espalda. Algunos niños, fascinados, lo vitoreaban en la calle, con los ojos brillando de asombro.

    Seiya no les prestó atención. El viento le azotaba el rostro mientras corría por los tejados de los edificios, saltando de una cornisa a otra con una facilidad pasmosa. Atravesó el denso bosque de rascacielos de Manhattan, pasando por encima de icónicos edificios de oficinas, esquivando antenas y ventiladores industriales. La adrenalina bombeaba por sus venas, el rugido de la ciudad mezclándose con el eco de su propio Cosmo creciente.

    Cruzó bordes de puentes, el acero de las estructuras de acero vibrando bajo sus pies mientras dejaba atrás las luces deslumbrantes de la isla. En la distancia, más allá de los rascacielos que se desdibujaban en el horizonte, buscaba la silueta más baja de los barrios menos opulentos, sabiendo que el orfanato de Mino estaría allí, lejos del glamour y la ostentación. La ciudad se extendía ante él, una maraña de cemento y asfalto, pero cada cartel, cada anuncio luminoso que parpadeaba con el logo del Torneo Galáctico, era un recordatorio de su siguiente paso.

    Fue entonces cuando, al saltar sobre una azotea particularmente amplia, lo vio. Una de las gigantescas vallas publicitarias recién instaladas mostraba la silueta de la Armadura de Sagitario, y al lado, una fotografía a gran escala. Su propio rostro. Una imagen suya, probablemente tomada al llegar al aeropuerto, sonreía con una mueca forzada, el puño levantado en una pose heroica.

    "El Torneo Galáctico", rezaba el eslogan en letras enormes. "¡Sé testigo de la batalla por la Armadura de Oro!"

    Una risa seca escapó de sus labios. La Fundación Graad no perdía el tiempo. Ya era parte del espectáculo, una marioneta más en el gran teatro de Saori Kido. Pero no iría solo a ese circo. Primero, iría a buscar a Mino.
     
    • Me gusta Me gusta x 1
  13.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2322
    12
    El orfanato, un edificio de ladrillo rojo rodeado por un pequeño parque, se alzaba en un barrio tranquilo en las afueras, lejos del estruendo de los rascacielos. Era un lugar bien cuidado, con columpios y un arenero, evidencia del generoso financiamiento de la Fundación Graad. Allí, bajo la tenue luz de la tarde, Mino se movía con gracia y serenidad. Ya no era la niña con las rodillas raspadas, sino una joven monja, su rostro enmarcado por un hábito sencillo que no ocultaba su innata bondad. Había viajado de Japón a América para estudiar y colaborar con una de las madres superioras, reconocida por su buen juicio y excepcional cuidado de los niños.

    Ahora, Mino jugaba con tres pequeños cerca de los columpios. Uno de ellos, un niño de unos siete años con gafas, la miraba con incredulidad.

    —"¡No puedo creer que fueras amiga de uno de los Santos, Hermana Mino!", exclamó el niño, negando con la cabeza. —"¡Son mentiras! ¡Son solo historias de la televisión para ese torneo!"

    Justo en ese instante, una figura desaliñada, con la ropa algo sucia por la carrera entre tejados, aterrizó con un suave thud cerca de ellos. Era Seiya, jadeando ligeramente, con el cofre del León Menor aún sujeto a su espalda. Escuchó al niño y, a pesar de su inglés oxidado, entendió el comentario.

    —"¡Es... es verdad!", balbuceó Seiya, señalándose a sí mismo con el pulgar. Su gramática era terrible, pero su intención era clara. Los niños lo miraron, boquiabiertos. Reconocieron al instante el cofre, la figura que habían visto en las vallas publicitarias.

    Los ojos de Mino se abrieron de par en par. La voz, el rostro, la sensación de su Cosmo... Todo era inconfundible. Una sonrisa radiante iluminó su rostro, y sin dudarlo un segundo, se lanzó hacia él.

    —"¡Seiya!", exclamó en japonés, las lágrimas asomándose a sus ojos.

    Él, que había olvidado la facilidad de su lengua natal, se quedó sin aliento. Su japonés era rudimentario, apenas un eco de lo que fue, pero entendió perfectamente la emoción en su voz. Mino lo abrazó con una fuerza que le recordó la calidez de su infancia, el consuelo que no había sabido cuánto extrañaba. Habían pasado años, décadas de vivencias distintas, pero el abrazo de Mino lo llevó de vuelta a ese patio de orfanato, a la promesa de un reencuentro.

    Los niños, antes incrédulos, quedaron boquiabiertos. Se frotaron los ojos. ¡Era el Santo del León Menor! ¡El de los anuncios! ¡Estaba allí, en su orfanato, abrazando a la Hermana Mino! La fantasía se había vuelto una realidad tangible.

    Seiya y Mino se encontraron en una de las cocinas del orfanato, un espacio humilde pero acogedor. El aroma de la sopa de miso y el arroz recién hecho llenaba el aire, reconfortante y familiar. Mino le sirvió a Seiya su comida favorita de la infancia, un gesto que derritió un poco la coraza del Santo.

    —"Después de que te fuiste, las cosas cambiaron mucho por aquí", comenzó Mino, con una sonrisa nostálgica mientras se sentaba frente a él. "La Fundación Graad intervino en el orfanato. Lo mejoraron muchísimo. De hecho, fuimos trasladados de Japón a América hace unos años por voluntad de la señorita Saori misma. Ella insistió en que tuviéramos mejores instalaciones y más oportunidades aquí. Ahora está muy bien financiado, como puedes ver. Muchos de nuestros antiguos huérfanos trabajan en altos cargos en la Corporación. Y yo… bueno, estoy siendo educada para administrar este mismo edificio".

    Mino hizo una pausa, sus ojos brillando con afecto al mencionar a la siguiente persona. "La señorita Kido viene todos los domingos y miércoles. Habla con los niños, les enseña cosas. Es muy amable con ellos".

    Seiya masticaba su comida con incredulidad. "¿Amable? ¿Estás segura de que no los persigue con un rebenque para caballos y quiere montarlos?", inquirió con sarcasmo, recordando su propia tortuosa infancia bajo la tutela de Tatsumi y las memorias de Saori.

    Mino soltó una risita, un sonido dulce que Seiya no recordaba haber escuchado en años. "Oh, sí, recuerdo a esa Saori de la infancia", dijo, una sombra cruzando su rostro. "Pero algo cambió en ella después de un accidente que tuvo hace unos años. Sus cabellos comenzaron a cambiar de color ese día, y también su temperamento. Es muy amable, sí, pero también tiene cambios de humor marcados. Aunque son pocos, y ante los niños, nunca muestra ninguno".

    Seiya frunció el ceño, dejando el tazón. La idea de que Saori Kido pudiera ser genuinamente amable era difícil de conciliar con sus recuerdos. "Desconfío de las intenciones de alguien tan rico y poderoso, Mino. El dinero y el poder corrompen. ¿Cómo puedes estar tan tranquila con todo esto?"

    Mino lo miró fijamente, con una serenidad que solo los años de fe y servicio podían otorgar. No había ingenuidad en su mirada, sino una comprensión profunda.

    —"Seiya", respondió Mino, su voz suave pero firme. "La verdadera bondad no se mide por la riqueza o la posición, sino por las acciones. He visto a la señorita Kido cuidar de estos niños con una dedicación que pocos tendrían. Ha invertido en sus vidas, en su futuro. Y sí, es poderosa, pero usa ese poder para algo que parece más grande que ella misma.

    Mino lo miró, sus ojos llenos de una preocupación repentina. Había algo en la determinación de Seiya que la inquietaba profundamente.

    —"Y si desconfías tanto de todo esto, Seiya", comenzó Mino, su voz baja, casi suplicante, —"al menos los combates son solo exhibiciones, ¿verdad? ¿No se harán daño de verdad? Por favor, dime que sí."

    Seiya la miró, una sombra cruzando su rostro. La ingenuidad de Mino le dolía un poco.

    —"No, Mino", respondió Seiya con seriedad, su tono despojado de cualquier burla. "Un combate entre Santos es algo sagrado. Eso fue lo que me dijo mi maestro, Ailia." Hizo una pausa, y por un instante, su rostro adoptó una expresión de respeto, aunque mezclada con el tono burlón que le era característico al recordar las lecciones del Patriarca. "El Gran Patriarca siempre dice, y a hacerlo...", Seiya trató de imitar la postura imponente del líder del Santuario, inflando el pecho y poniendo voz grave: "'¡Entrar a la batalla sin la voluntad de vencer equivale a perder sin pelear! Blablablá...'" Soltó una risa hueca, que no llegó a sus ojos. "Como sea, serán combates reales. Sin trucos, sin piedad. Uno a uno, hasta que solo quede uno en pie o el oponente no pueda seguir".

    El rostro de Mino palideció. Las lágrimas brotaron de sus ojos, rodando por sus mejillas.

    —"¡No deberías hacer esto, Seiya!", exclamó, su voz quebrada por la angustia. "¡Deberías buscar a tu hermana! ¡No meterte en estas peleas peligrosas por esa Armadura!"

    Seiya se encogió. La mención de Seika siempre lo golpeaba en lo más profundo. Dudó, su mirada perdida por un momento. ¿Buscarla? Lo había intentado, con todas sus fuerzas, durante años. Cada día en Grecia, cada gota de sudor, cada golpe recibido, era un paso más hacia ese objetivo. Pero, al regresar a Japón, no había encontrado rastro alguno. Seika se había perdido, como esfumada del mundo mismo. Las pistas se habían enfriado, las esperanzas se habían marchitado. La Corporación Graad era su última, y quizás única, esperanza de encontrarla.

    A la mañana siguiente, la promesa de Saori se materializó en la forma de un par de "trajeados". Eran hombres impecablemente vestidos, con el aire discreto pero firme que caracterizaba al personal de la Fundación Graad. No hubo necesidad de explicaciones; Seiya supo al instante que era hora de presentarse. La dirección que le habían dado en el orfanato era la del mismo gran hotel de Manhattan donde había tenido su tenso encuentro con Saori.

    Desde allí, lo llevaron a una visión aún más impactante. En medio de lo que alguna vez había sido un barrio antaño pobre de la ciudad, en una zona que bien podría haber sido el Lower East Side o Hell's Kitchen, ahora se levantaba una estructura colosal. No era un simple estadio; era una copia fiel del Coliseo Romano, pero amplificado, glorificado, como si los arquitectos hubieran decidido superar la magnificencia de la antigüedad. Era inmenso. El mármol blanco relucía bajo el sol matutino de Nueva York, contrastando brutalmente con las fachadas de ladrillo y los grafitis de los edificios circundantes que se aferraban a la periferia de esa mole de opulencia y poder.

    Las gradas parecían extenderse hasta el cielo, y las arquerías, aunque modernas, evocaban la grandiosidad de un imperio olvidado. Pancartas gigantescas con el logo del Torneo Galáctico y la silueta estilizada de la Armadura de Sagitario ondeaban al viento, anunciando el evento a toda la ciudad. Helicópteros sobrevolaban la zona, y equipos de televisión ya montaban sus cámaras, listos para transmitir lo que prometía ser el espectáculo del siglo.

    Seiya observó la magnitud de la construcción. "Esto es más que un simple torneo", pensó. "Es una declaración. Saori Kido no juega a pequeña escala". La idea de que ese coliseo pudiera ser el escenario de combates a muerte entre Santos de Atenea le revolvió el estómago. ¿Cuál era el verdadero costo de la "paz en el mundo" que Saori prometía?

    Al llegar al interior del coloso, Seiya pudo ver el campo de batalla. No era la arena de tierra esperada, sino una estructura futurista con forma hexagonal, delimitada por cuerdas de cadenas metálicas que brillaban bajo la potente iluminación. Las gradas ya estaban repletas de entusiastas, sus gritos y vítores resonando en el vasto espacio, amplificados por una acústica perfecta.

    Entonces la vio. Sentada en su trono, en una sala VIP de cristal que sobresalía en las alturas, estaba Saori Kido. Parecía inalcanzable, una figura regia en la distancia. A pesar de la distancia, Seiya concentró su Cosmo en sus ojos, agudizando su vista como la de un halcón. Pudo distinguir los rasgos de su rostro, la expresión serena pero calculadora, incluso el brillo inusual de sus ojos violetas. Fue lo bastante claro como para sentir que la veía directamente a los ojos. En ese instante, sintió que ella le devolvía la mirada, y su concentración se rompió abruptamente, como si una fuerza invisible lo hubiera sacudido.

    Antes de que pudiera recuperarse del desconcierto, un equipo de médicos y enfermeras, vestidos con impolutos uniformes blancos y moviéndose con una eficiencia casi robótica, lo rodearon.

    —"¿Cuál es su tipo de sangre, señor?", preguntó una enfermera con una sonrisa profesional, aguja en mano.

    Seiya no tuvo tiempo ni de responder. Le pincharon un dedo, tomaron muestras de sangre y otras sustancias en un instante, colocando pequeños parches en su piel que analizaban lo que parecían ser infinitas variables. Hojas y hojas de datos de su cuerpo se materializaban en tabletas electrónicas en un abrir y cerrar de ojos. Estaba siendo estudiado al milímetro, cada aspecto de su fisiología, su Cosmo y su salud. No era un recibimiento; era una inspección. Una sensación de ser una pieza más en un engranaje, de ser deshumanizado, se apoderó de él.

    A pesar de la invasiva examinación, el personal médico era lo bastante humano para hacerlo sentir cómodo e incluso importante. Con sonrisas amables y voces tranquilizadoras, le indicaron que, fuera lo que pasara en el torneo, tendría acceso a la mejor medicina del mundo. "Ni los presidentes están mejor asegurados", le dijo una enfermera con un guiño, intentando aligerar el ambiente mientras le retiraba el último sensor. Seiya sentía la punzada de la aguja en su dedo, pero la promesa de un cuidado médico de élite era, a su pesar, un consuelo inesperado.

    Entonces, un tenue Cosmo se hizo sentir desde el otro lado de la arena. No era explosivo como el suyo o el de Jabu, sino pesado, terroso, con la fuerza bruta de las estepas heladas. De inmediato, el anunciante, con una voz que retumbó por los altavoces como una fanfarria de trompetas, presentó al siguiente contendiente: "¡Directamente de las gélidas estepas rusas, el poderoso Caballero del Oso, ¡Geki!"

    Una mole de casi metro noventa de estatura, con músculos que parecían esculpidos en roca, ingresó al hexágono. A pesar de su tamaño, Geki era más ágil de lo que su voluminosa figura sugería. Con una alegría casi animal, comenzó a realizar proezas de velocidad y agilidad, saltando y girando, asustando a los espectadores de las primeras filas con la cercanía de sus rápidos movimientos. Sin su Manto de Bronce, Seiya se veía diminuto en comparación, una figura esbelta en contraste con la montaña de músculo que era Geki.

    "Pelear por objetivos personales está prohibido", recordó Seiya con ironía, un eco de las estrictas normas del Santuario. Pero él era un espía, enviado para desentrañar los secretos de Saori Kido, así que, en su mente, estaba bien. Su misión lo eximía de esas reglas.

    Fue entonces cuando lo notó. Dos Santos de Plata, sus Cosmos cuidadosamente reprimidos, pero discernibles para un Santo de Bronce entrenado como él. Estaban allí, escondidos en algún punto entre los espectadores de las gradas superiores, observando con una disimulada intensidad. La revelación lo golpeó con la fuerza de un puñetazo: no era el único enviado. El Santuario también tenía sus ojos puestos en este torneo, en Saori Kido, y en el Manto de Oro que serviría como premio. Esto no era solo una pelea por una Armadura; era una intrincada danza de poder y espionaje, con la vida de los Santos de Bronce como peones.
     
    • Me gusta Me gusta x 1
  14.  
    Dembles

    Dembles Iniciado

    Leo
    Miembro desde:
    22 Enero 2022
    Mensajes:
    49
    Pluma de

    Inventory:

    Escritor
    El protagonista principal es Seiya, portador de la Armadura del León Menor, en lugar del tradicional Pegaso. La historia mezcla la mitología clásica del anime con nuevas tramas geopolíticas y un enfoque más adulto....

    jajja interesante propuesta... yo estaba por hacer algo parecido pero usando a regulus con la armadura de leo menor ambientado en saint seiya sho y al mismo tiempo el clasico con algunas cosas the lost canvas...

    por ejemplo meter la llegada mefistofeles cuando trascurre los primeros sucesos de saint seiya sho... una otras cosas mas pero bueno surte con esta obra de arte espero el próximo cap con ansias... segué así
     
  15.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2235
    13
    La sala VIP era un santuario de cristal y acero pulido, un balcón dorado suspendido sobre la arena rugiente del Coliseo. Desde allí, Saori Kido observaba el espectáculo que ella misma había orquestado, no con el fervor de la multitud, sino con la fría precisión de un estratega. Sus ojos, de un violeta tan intenso que casi parecían brillar con luz propia, no se fijaban en el hexágono futurista donde los Santos de Bronce pronto se enfrentarían, sino en el cetro que sostenía. Era una reliquia antigua, forjada en un metal oscuro que parecía absorber la luz, adornada con gemas que centelleaban como estrellas atrapadas. Para ella, no era solo un objeto de incalculable valor; era un regalo de su abuelo, Mitsumasa Kido, y un vínculo tangible con su legado. Lo mantenía siempre a su lado, una extensión de su propia voluntad, permitiendo que arqueólogos y científicos lo estudiaran con la promesa de amplias financiaciones, pero jamás lo soltaba. Su mano izquierda acariciaba un collar de rubíes, cada piedra un punto de sangre líquida sobre su piel pálida, acentuando la frialdad en su porte. Una distancia casi etérea emanaba de ella, la misma que la empujaba a calcular cada movimiento, a considerar a cada Santo no como un individuo, sino como un peón en un juego mucho más grande.

    La puerta de la sala se deslizó con un siseo casi inaudible, rompiendo el tenso silencio que la rodeaba. El Dr. Hiroshi Asamori entró, su figura delgada y encorvada, una antítesis de la majestuosidad de Saori. Llevaba en sus manos una tableta luminosa, de la que proyectaba un complejo entramado de gráficos, y una pila de informes que apenas podía contener. Su expresión era una mezcla de asombro y una excitación apenas contenida, como la de un niño que ha desvelado un secreto cósmico.

    —Señorita Kido —comenzó Asamori, su voz vibrando con la anticipación de un descubrimiento que podría redefinir la ciencia, levantando la tableta para mostrarle un diagrama de moléculas entrelazadas—. Los estudios preliminares del cofre del Manto de Oro, y las muestras obtenidas de los cofres de bronce de los Santos, son... fascinantes. En efecto, poseen propiedades que superan con creces las aleaciones conocidas. Es como si el metal mismo pulsara con una forma de energía consciente. No inalcanzable, pero extraordinario.

    Asamori se inclinó, su dedo recorriendo un holograma vibrante que se proyectaba desde su tableta, mostrando patrones de ondas que danzaban en el aire.

    —Hemos detectado que estos metales exhiben una resonancia inusual, específicamente en el espectro de las ondas cuánticas theta y delta. Lo más sorprendente es su similitud, una correlación casi perfecta, con los patrones de ondas cerebrales que el cerebro humano produce durante el sueño profundo y el estado onírico. Es como si los cofres, de alguna manera, 'soñaran' o estuvieran en un estado de conciencia latente que les permite interactuar y crecer con el Cosmos de su portador. ¡Es un nivel de bio-ingeniería metálica que desafía toda lógica terrestre! Es una simbiosis que roza lo divino.

    El doctor hizo una pausa, sus ojos brillando con una nueva revelación que parecía abrumarlo.

    —Pero no solo hemos descubierto eso, señorita Kido. También sabemos que en la estructura cristalina de los Mantos fluye sangre humana. Hemos detectado el ADN de al menos cincuenta personas diferentes al interior del Manto del Unicornio, que su sirviente nos permitió estudiar antes de...

    La última palabra de Asamori se ahogó en el aire. Saori, que había mantenido su mirada fija en el cetro, desvió sus ojos violetas para mirar de reojo al doctor. Un suspiro casi imperceptible escapó de sus labios, una contracción sutil en los músculos de su rostro. Era como si algo en su interior la obligara a ser más humana, a ceder por un instante ante una emoción que intentaba suprimir. Una lágrima solitaria, brillante como un diamante, rodó por su mejilla derecha, un contraste doloroso con la frialdad de su pose.

    —Espero que la familia del Doctor Kennet se encuentre respaldada por nuestra organización —indicó, su voz, aunque baja, contenía un matiz de dolor y una inesperada humanidad. Con la mano que no sostenía el cetro, se llevó el dorso de los dedos a la mejilla, secando la lágrima con un gesto casi furtivo—. Él sacrificó mucho.

    Asamori asintió con seriedad, su mente ya volcada en los siguientes datos, como si la tragedia de Kennet fuera un escalón más en la escalera del conocimiento.

    —Los resultados son importantes, señorita. Al parecer, hay un extraño isótopo del oro en el metal con propiedades nunca vistas. En estos momentos lo estamos estudiando. Al parecer, es el llamado Gammanium del que hablan los textos antiguos, un material mítico que creíamos solo existía en leyendas.

    Una faceta de la personalidad de Saori, más oscura y resuelta, se manifestó entonces, barriendo el atisbo de fragilidad. Su voz, ahora un tono bajo y melódico, pero cargado de una autoridad inquebrantable, resonó en la sala.

    —Entonces, doctor, ha confirmado lo que yo ya sabía. Estos metales son el puente entre el mundo físico y el etéreo. Espero grandes cosas de su investigación, Asamori. No me interesan las teorías, sino los resultados. Quiero ver réplicas, prototipos funcionales que se adapten a la voluntad humana. Que no dependan de un juramento obsoleto, sino de la ciencia y la voluntad inquebrantable de la victoria. La humanidad no puede permitirse depender de la fe ciega.

    El Coliseo de la Fundación Kido, un prodigio arquitectónico de mármol blanco y cristal, se alzaba desafiante en el corazón de lo que antaño fue Hell's Kitchen. Sus imponentes arquerías y gradas, que se extendían hasta casi tocar el cielo de Nueva York, eran una declaración de poder y opulencia. Helicópteros zumbaban en el aire, sus aspas rompiendo el tenue sol matutino, mientras equipos de televisión se movían con la prisa de las grandes coberturas. El olor a concreto nuevo y la vibración de la expectación flotaban en el ambiente. Por dentro, el Neocoliseo era un derroche de ingenio: luces que danzaban en patrones intrincados, proyectores holográficos que pintaban constelaciones en el techo abovedado, y una acústica impecable que amplificaba el rugido de la multitud.

    Las gradas ya estaban repletas, un mar de rostros jubilosos, cámaras de teléfonos móviles y pancartas con logos estilizados. La energía era eléctrica, palpable, a medida que los espectadores se preparaban para el inicio del Torneo Galáctico. El hexágono central, el campo de batalla, no era de tierra ni piedra, sino una estructura futurista, delimitada por cuerdas de cadenas metálicas que brillaban bajo la potente iluminación.

    En el centro exacto de esa arena pulcra, la figura de Geki se erguía, imponente. El presentador, con una voz serena pero resonante que llenaba cada rincón del coliseo, lo introdujo con reverencia: "Directamente de los bosques profundos de Canadá, donde la fuerza de la naturaleza forja a los hombres, ¡el poderoso portador del Manto Sagrado del Oso! ¡Un prodigio de resistencia y agilidad, famoso por sus increíbles proezas de fuerza, como la vez que levantó un tanque de guerra con sus propias manos! ¡Denle la bienvenida a... ¡Geki!"

    Geki, un muchacho de dieciocho años de casi un metro noventa de estatura, era una mole de músculos esculpidos en una resistencia casi pétrea. A pesar de su volumen, se movía con una agilidad sorprendente, ejecutando una serie de saltos y giros que hacían vibrar el aire y asustaban a los espectadores de las primeras filas. Su presencia era una fuerza bruta en movimiento, la encarnación de la tenacidad de las estepas heladas y la indomable ferocidad del oso. El rugido de la multitud alcanzó un crescendo mientras Geki concluía su exhibición, un monumento viviente a la fuerza.

    El presentador, con una voz que había pasado de la serenidad a un entusiasmo casi febril, anunció: "¡Y ahora, haciendo su entrada, el contendiente que ha viajado desde las legendarias tierras de Grecia, el portador del Manto del León Menor! ¡Denle la bienvenida a... ¡Seiya!"

    Seiya avanzó hacia el hexágono. Llevaba puesto un sencillo péplum militar de la antigua Grecia, una prenda de lino tosco que apenas cubría su esbelta figura. Una sonrisa irónica cruzó su rostro; recordaba las quejas de algunos Santos sobre cómo estas vestimentas, tan fáciles de quitar, eran las únicas que no se hacían pedazos cuando el Cosmos del portador reclamaba su Manto. La Armadura Sagrada tenía la mala costumbre de destruir cualquier tela que se interpusiera en su camino.

    Con cada paso, la energía de Seiya se concentraba. Al llegar al centro del hexágono, detuvo su marcha y, con una determinación férrea en la mirada, encendió su Cosmos. La presión invisible llenó el aire, un leve zumbido que solo Geki, al otro lado de la arena, pareció percibir realmente. Entonces, en la parte norte del vasto Neocoliseo, sobre uno de los imponentes altares de forma de pilar donde reposaban los cofres de bronce, el cofre del León Menor vibró. Las compuertas se abrieron con un chasquido metálico, y de su interior brotó un fuego de Cosmos que, ante los ojos asombrados de la multitud, tomó la silueta etérea de un león rugiente.

    La mayoría de los espectadores, sentados cómodamente en sus asientos, no podían creer lo que veían. Era un espectáculo sin igual, una proeza tecnológica que rozaba la magia, digna de Hollywood. Para ellos, era un acto, una película en vivo, puro entretenimiento de calidad. No percibían la cruda energía, la tensión real que emanaba de Seiya.

    Las piezas del Manto comenzaron a levitar, rodeando a Seiya en un torbellino de metal brillante. Una a una, pequeñas escamas de metal, forjadas por hilos cósmicos invisibles, se unieron a su silueta, ajustándose a su piel con una precisión asombrosa. Luego, con un sonido de ensamblaje orgánico, estas diminutas placas se fusionaron y crecieron, formando la imponente coraza en su pecho, los protectores de sus hombros que se alzaban como la crin de un león, los guanteletes que cubrían sus brazos, las rodilleras y los zapatos que le daban una base sólida y feroz. En cuestión de segundos, la armadura del León Menor se había manifestado por completo, transformando a Seiya en una figura imponente y letal. El rugido de la multitud se elevó una vez más, esta vez en una mezcla de asombro y euforia.

    Seiya, inmerso en el rugido de la multitud y con el flamante Manto del León Menor ajustado a su cuerpo, sintió un subidón de adrenalina. A pesar de su misión y las sombrías revelaciones de Mino, no pudo evitar que una sonrisa traviesa se dibujara en sus labios. Le gustaba la atención. Levantó los brazos en un gesto triunfal, y la aclamación se disparó. La gente vitoreaba su nombre, la silueta estilizada del león en su pecho brillando bajo los focos. La disparidad física entre él y Geki era evidente: el Santo del Oso era una montaña, Seiya apenas una colina en comparación. Esto alimentaba la euforia de la multitud, que, ajena a la verdadera naturaleza de los combates, creía que era un enfrentamiento teatralmente injusto, un David contra Goliat diseñado para el máximo drama.

    De pronto, las luces del Neocoliseo se atenuaron, sumiendo el vasto espacio en una penumbra mágica. Solo el hexágono central permaneció iluminado, un faro en la oscuridad. Una música etérea y solemne comenzó a sonar, una melodía que parecía nacer de las profundidades del tiempo, envolviendo a todos en su mística. Entonces, la atención de los miles de espectadores se dirigió hacia la sala VIP, donde la figura de Saori Kido emergió, bañada por un halo de luz. Su cetro brillaba en su mano, casi como una extensión de su propia alma.

    Su voz, amplificada y serena, resonó por todo el Coliseo, una narración que parecía venir de un sueño, de una leyenda antigua, pero cargada de una extraña autoridad.

    —Desde tiempos inmemoriales —comenzó Saori, sus ojos violeta fijos en un punto lejano, como si no viera a la multitud, sino un horizonte más allá del tiempo presente—, la humanidad ha vivido bajo la sombra de fuerzas que escapan a nuestra comprensión. Pero en cada era, han surgido jóvenes valientes, imbuídos de un poder cósmico, capaces de desafiar a lo inexplicable. Son los Santos, guerreros cuya misión es proteger la justicia y la paz. Sus puños son capaces de romper la tierra y sus patadas pueden desgarrar el cielo.

    Saori hizo una pausa, su voz impregnada de una devoción que Seiya nunca le había escuchado.

    —Mi abuelo, Mitsumasa Kido, el hombre más rico de este mundo, se enteró de esta antigua leyenda. Y creyó, con la convicción de un visionario, que la vasta riqueza de la Fundación Graad debía ponerse al servicio de esta causa ancestral. Fue por eso que financió el entrenamiento de una nueva generación de Santos. No para la gloria personal, no para el poder mundano, sino para proteger a este mundo. Para asegurar que la luz de la justicia nunca se apague.

    Saori parecía absorta en sus propias palabras, sus ojos velados por un brillo distante. ¿Estaba hablando ella misma? ¿O era esa otra entidad, esa parte fría y calculadora que a veces tomaba el control, que la ponía en piloto automático? No podía decirlo con certeza. Pero sí sabía que, en ese momento, estaba ejecutando los deseos más profundos de su abuelo, dando forma a su visión del futuro, cueste lo que cueste.
     
    • Me gusta Me gusta x 1
  16.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    ¡Gracias a Dembles por tu comentario! Es genial saber que la propuesta te resulta interesante y que compartimos ideas similares sobre cómo reimaginar el universo de Saint Seiya. Aprecio mucho tus palabras de aliento y que esperes el próximo capítulo con ansias. Seguiremos esforzándonos por crear una historia que valga la pena.
     
  17.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2212
    14
    Saori Kido, con el cetro reliquia en mano, dejó que su voz se extendiera por cada rincón del Neocoliseo. La penumbra y la música etérea creaban una atmósfera casi hipnótica, sumiendo a la multitud en su narrativa.

    —Según los registros que nuestros arqueólogos han descifrado —continuó, su tono solemne y misterioso—, debería haber alrededor de noventa Mantos Sagrados en el mundo. Pero la historia es un camino marcado por la tragedia. Muchos de ellos se han perdido en las arenas del tiempo, otros han sido destruidos en incontables guerras contra las fuerzas que amenazan a la humanidad. De todas ellas, la más valiosa, la que porta la esperanza y el liderazgo, es el Manto de Oro.

    En ese instante, un potente haz de luz, surgido de la base del altar, bañó el cofre de la Armadura de Sagitario. Su resplandor dorado se proyectó en las alturas del coliseo, un faro de la promesa que Saori ofrecía. La multitud rugió, algunos fascinados, otros, como si hubieran olvidado que era un mero espectáculo, con la boca abierta.

    Entre los espectadores de las gradas superiores, justo delante de uno de los Santos de Plata disfrazados, un hombre de mediana edad, con gafas gruesas y una expresión de asombro intelectual, balbuceó a sus amigos:

    —Si Sagitario tiene un Manto de Oro... entonces, deberían existir doce. ¡Doce Armaduras Doradas, una para cada constelación de la eclíptica! ¿Acaso son los Caballeros Dorados de los que hablan las leyendas?

    Sus compañeros, que solo buscaban entretenimiento, lo silenciaron con risas y empujones.

    —¡Cállate, listillo! —espetó uno, riendo—. ¡Nadie quiere a un sabelotodo aquí! Esto es un show, no una clase de historia.

    Sin inmutarse por las reacciones individuales, la voz de Saori volvió a captar la atención de todos, su propósito claro y resonante.

    —El propósito de este Torneo Galáctico es singular —proclamó, su voz adquiriendo una resolución inquebrantable—. Elegir a un nuevo Santo de Oro. Un guerrero digno que no solo portará la Armadura de Sagitario, sino que liderará a esta nueva generación de Santos de Bronce. Su misión, la misma que la de sus predecesores: proteger al mundo de la oscuridad inminente. De las fuerzas que buscan sumir a la humanidad en el caos y la desesperación.

    Con un gesto regio, Saori Kido alzó el cetro y lo señaló hacia el hexágono. Su voz, ahora desprovista de toda narración, fue una orden clara y resonante que selló el destino de los combates:

    —¡Que el torneo comience!

    El rugido de la multitud estalló, una oleada de excitación que sacudió el coliseo hasta sus cimientos. Geki, la mole de músculos, no esperó. Con un grito que era más un gruñido bestial, se lanzó hacia Seiya. No era una carga de un hombre común, sino la embestida de un oso furioso, su cuerpo lanzándose con una potencia devastadora, levantando el polvo del brillante suelo hexagonal.

    Seiya no atacó. Simplemente se movió. Un parpadeo, un destello, una fracción de segundo que lo sacó de la trayectoria de Geki. Para la mayoría de los miles de espectadores, fue algo trivial, una finta apenas perceptible. Pero la velocidad con la que Seiya se evadió, y la fuerza bruta de la embestida fallida de Geki, generó un impacto que resonó en el aire como el estruendo de un relámpago. Muchos en la multitud, con sus ojos no entrenados, apenas lo vieron, convencidos de que su vista les había fallado.

    El comentarista, un hombre con una voz de barítono que había narrado innumerables eventos deportivos, intervino con entusiasmo, consciente de la incredulidad de la audiencia.

    —¡Increíble! ¡Un movimiento casi invisible para el ojo humano! ¡Pero no se preocupen, amigos! Aquí, en el Coliseo Kido, contamos con la más alta tecnología. En la parte superior de la arena, hay cuatro enormes pantallas conectadas a cámaras de ultra alta definición capaces de ralentizar el movimiento a niveles imperceptibles. ¡Miremos la repetición!

    Las gigantescas pantallas se iluminaron, mostrando la acción en cámara superlenta. Allí, con una claridad asombrosa, la verdad se reveló: Seiya no solo se había movido con una velocidad sobrenatural. Tanto él como Geki, al encender sus Cosmos, se envolvían en una aura de llamas misteriosas, una energía que distorsionaba el aire a su alrededor, una manifestación visible de su poder interior. Cada uno de sus movimientos, cada embestida, cada evasión, era impulsado por esa energía latente, una danza de fuego y destellos que, en tiempo real, se perdía en la vorágine de la velocidad. El público contuvo el aliento, sus aplausos reemplazados por un murmullo de asombro. Esto no era un truco. Esto era real.

    Geki, al ver la repetición en las pantallas gigantes y comprender la velocidad de Seiya, redobló su ofensiva. Con un gruñido gutural, volvió a embestir, su figura masiva un torbellino de fuerza. Seiya, esta vez, se dio cuenta de algo crucial: no podía encender su Cosmos en un ataque al nivel de un "big bang" como lo había hecho con Shaina, la Santo de Plata con la que combatió, quien lo había mordido con la electricidad de sus ataques. Su piel aún le dolía, un recuerdo punzante de aquellos enfrentamientos. Se confió, optando por una estrategia diferente.

    Decidió enfrentar a Geki con un golpe imbuido de Cosmos similar al suyo, una colisión de pura fuerza. Seiya sabía que, a pesar de su menor masa corporal, el control superior sobre su Cosmos le permitiría generar un impacto mayor. Con esa convicción, lanzó un puñetazo, su puño envuelto en un aura ardiente. El golpe impactó con el estruendo de un relámpago cuando Geki cerró su guardia, cruzando sus enormes brazos delante de él como escudos. Las vibraciones del choque se sintieron en las primeras filas de las gradas, una onda expansiva de energía cruda. El suelo hexagonal, una superficie de roca sólida pintada de blanco y negro, se rasgó y resquebrajó bajo el impacto, pequeñas astillas de material saliendo despedidas.

    Seiya volvió a su posición de combate, listo para la siguiente embestida. Geki, por su parte, se mantuvo firme. Una sonrisa astuta, casi imperceptible, cruzó su rostro macizo. El enano, pensó, había caído en su trampa.

    Geki, con la sonrisa apenas visible en su rostro, no perdió tiempo. Cuando Seiya lanzó un nuevo ataque, esta vez con la intención de ser definitivo, Geki encendió su Cosmos. Pero el resultado no fue una explosión de energía al estilo "big bang" que Seiya había temido, sino una manifestación más sutil y astuta: el Cosmos de Geki se convirtió en un muro defensivo, una barrera densa de energía cósmica que se solidificó alrededor de su cuerpo, haciéndolo parecer aún más imponente. Era una técnica defensiva tan robusta como el oso que representaba.

    El golpe de Seiya, un puñetazo veloz envuelto en el aura rojiza de su Cosmos, impactó contra el protector de la mejilla del Santo del Oso. La fuerza que debería haberlo derribado fue absorbida, disipada por la densa energía de Geki. Seiya sintió cómo el impacto se amortiguaba, una sensación desconcertante que le robó la iniciativa. En el mismo instante, los enormes brazos de Geki se extendieron como cepos de acero. Con una rapidez sorprendente para su tamaño, rodearon el cuello del León Menor, atrapándolo en un abrazo que prometía ahogarlo.

    Seiya luchó contra la presión, los músculos de su cuello tensándose bajo la fría coraza del Manto del León Menor. La armadura, que hasta ahora había sido una extensión de su poder, se sentía de repente como una prisión. El aire comenzó a escasear, sus pulmones clamando por oxígeno. Los ojos de Geki, antes distantes, ahora lo miraban con una fiereza contenida, una victoria temprana que lo llenaba de confianza. Esta era la trampa que había urdido.

    Geki apretó. La fuerza que ejercía sobre el cuello de Seiya no era ya la de un hombre; era una presión monstruosa que el narrador, con una voz que ahora denotaba una calculada frialdad, comenzó a cuantificar para el público. Las mediciones aparecieron en las pantallas gigantes, una progresión escalofriante de números en kilonewtons (kN).

    —En este momento —resonó la voz del comentarista, su tono modulado para la máxima tensión—, la presión ejercida por el Santo del Oso supera los tres kilonewtons. Para que nuestros estimados espectadores comprendan la magnitud de esto, es una fuerza suficiente para romper el cuello de un hombre robusto, para aplastar sus vértebras cervicales con la facilidad de una rama seca bajo una bota pesada.

    Pero el número en la pantalla no se detuvo allí. Siguió aumentando, ascendiendo vertiginosamente, un testamento del poder desatado por Geki.

    —¡Ahora estamos en los seis kilonewtons! —exclamó el narrador, su voz con un deje de asombro— Esto supera con creces la presión necesaria para fracturar el cuello de un oso grizzly, una criatura de una resistencia temible, capaz de derribar presas masivas con un solo golpe. ¡Es una potencia devastadora, inhumana!

    Y aún más. La cifra continuó creciendo, indicando una potencia que desafiaba la comprensión, una fuerza que parecía venir de un abismo de brutalidad.

    En el orfanato, Mino observaba la escena en el televisor, su rostro lívido por el terror. A diferencia de los niños a su alrededor, que veían un espectáculo asombroso de luces y efectos especiales, ella sabía la verdad. Las lágrimas de desesperación pugnaban por escapar de sus ojos. Sabía que ese combate era real, brutal. Sus manos temblaban incontrolablemente, apretando el rosario que llevaba al cuello con tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Seiya debería estar muerto. En este instante, en cualquier otro escenario, su vida habría terminado de la forma más espantosa y humillante. La única razón por la que el León Menor seguía en pie era el Manto, la Armadura Sagrada que, de alguna manera, se las arreglaba para proteger su cuello. Las placas del collar y la coraza del pecho absorbían la fuerza, crujiendo bajo la presión inmensa de Geki. Una capa más de escamas parecía formarse alrededor de la zona afectada, un crecimiento casi imperceptible del metal, una defensa instintiva del propio Manto ante la amenaza letal. El aire en los pulmones de Seiya se volvía escaso, sus ojos, detrás de la visera del casco, comenzaban a nublarse, la visión del hexágono futurista distorsionándose.

    Geki apretó aún más. La presión sobre el cuello de Seiya se volvió insoportable, y la voz del comentarista, que seguía narrando las lecturas en kilonewtons, parecía una cuenta regresiva hacia el fin.

    —Esta es mi técnica —gruñó Geki, su voz áspera, resonando en el casco del León Menor como un eco infernal—. La Fortaleza del Oso.

    Sus palabras, llenas de un orgullo brutal, continuaron.

    —A diferencia de mis otros compañeros de entrenamiento, yo nunca pude aprender a hacer un ataque 'big bang' de poder. Mi Cosmos no estalla así. Pero sí aprendí a resistirlos. A soportar lo que ningún otro pudo. Con esto, vencí a mis oponentes en Canadá. Con esta fuerza, maté a innumerables osos que resguardaban la Caja de Pandora del Oso, criaturas feroces que se creían invencibles.

    La convicción en la voz de Geki era tan palpable como el aplastante abrazo.

    —Mis brazos podrán no ejecutar ataques 'big bang' —continuó, la presión aumentando aún más, haciendo crujir las placas del Manto de Seiya—, pero imbuidos de Cosmos, pueden quebrar cuellos reforzados con Cosmos. Incluso protegidos con Mantos. Ríndete, pequeño León. La señorita Kido no desea muertos en el torneo.

    El mundo de Seiya se redujo a la desesperante neblina de la falta de oxígeno. La presión del agarre de Geki lo asfixiaba, y su visión se distorsionó, abriendo paso a una alucinación, un recuerdo vívido y doloroso. Se vio a sí mismo, magullado y agotado, un día después de que Aiolia le diera una paliza memorable en un entrenamiento. Estaba con Marin, quien, como siempre, no ofrecía consuelo, sino lecciones.

    —Los Santos no solo deben confiar en el valor o su Cosmos —escuchó la voz de Marin, nítida en su mente turbia—. A veces existen otros elementos en el combate. Por ejemplo, muchas veces un enemigo que parece invencible oculta su vulnerabilidad en su mayor fortaleza.

    Las palabras de Marin resonaron, como un eco de su propia voz, mientras la conciencia de Seiya se aferraba a la tenue hebra. "Brazos que no pueden hacer ataques big bang..."

    Seiya abrió los ojos de golpe, la neblina retrocediendo por un instante. Su mente, aunque apenas funcionaba, captó la debilidad en la fortaleza de Geki. Recordó a Shaina, la Santo de Plata que había luchado con él, y cómo podía hacer crecer garras de Cosmos de las puntas de sus dedos, al igual que su propio maestro Aiolia.

    Reuniendo hasta la última gota de su menguante Cosmos, Seiya lo concentró en las puntas de sus dedos. Lentamente, dolorosamente, comenzó a proyectar pequeñas garras de Cosmos solidificado. Al principio, eran apenas formas etéreas, evaporadas al instante por el denso Cosmos defensivo de Geki. Pero Seiya no cedió. Con una determinación que desafiaba su falta de aire, inyectó más y más Cosmos, haciendo que las garras crecieran, volviéndose más sólidas, más afiladas.

    Con cada fracción de segundo, las pequeñas puntas luminosas se endurecían, hasta que, con un siseo casi inaudible, comenzaron a penetrar la superficie del Manto del Oso. Un diminuto gemido escapó de Geki.
     
    • Me gusta Me gusta x 1
  18.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2210
    15
    Una carcajada ronca brotó de la garganta de Geki, una risa de confianza que resonó en el Coliseo. Estaba a punto de proclamar su victoria, de quebrar la voluntad del pequeño Santo. Pero entonces, la risa se disipó, reemplazada por un gruñido ahogado. La presión que ejercía sobre Seiya, su Fortaleza del Oso, comenzó a resquebrajarse desde dentro. Un dolor agudo, punzante, se extendió por sus antebrazos. Las garras de Cosmos del León Menor, pequeñas pero implacables, estaban penetrando su Manto. No era una erosión gradual, sino una invasión directa, un filo ardiente que se abría paso a través del metal y, finalmente, en su propia carne. El Manto del Oso, diseñado para repeler, no para ser perforado, cedía ante esa insidiosa amenaza.

    El dolor se hizo insoportable. Geki, con un rugido de rabia y sorpresa, tuvo que liberar su agarre. Sus brazos se abrieron de golpe, un reflejo instintivo para alejar la fuente del tormento.

    Seiya, liberado de la asfixia, tomó una bocanada de aire ruidosa y dolorosa. Estaba exhausto, cada músculo gritaba, pero la chispa de la victoria se había encendido en sus ojos. No había tiempo para recuperarse. Concentró todo el Cosmos que le quedaba, no en una explosión contenida, sino en una liberación total. Su cuerpo se convirtió en un torbellino de energía dorada, y lanzó su ataque más emblemático.

    —¡Meteoro del León! —gritó Seiya, su voz una exhalación cósmica.

    Una multitud de golpes, rápidos como ráfagas de viento y más numerosos que estrellas fugaces, se desató sobre Geki. No eran solo puñetazos físicos; cada impacto iba mezclado con proyecciones de Cosmos: algunos potentes, diseñados para impactar y aturdir; otros, afilados como cuchillas, cortantes, buscando puntos débiles en el Manto del Oso. La defensa de Geki, ahora comprometida y sin la ventaja de su agarre, no pudo resistir el vendaval. Pequeñas piezas del Manto se desprendieron, volando por el aire como metralla brillante. Fragmentos de metal cayeron al suelo hexagonal, y debajo de ellos, líneas rojas de sangre brotaron de la piel de Geki, marcando los lugares donde los meteoros del León habían logrado desgarrar su protección y alcanzar su carne.

    Geki retrocedió, tambaleándose, su invulnerabilidad deshecha por la astucia de Seiya. La multitud, al ver la sangre, pasó del asombro al silencio absoluto. Esto no era un espectáculo. Esto era una guerra.

    Geki cayó de rodillas, el impacto de los meteoros de Seiya y la sangre que manaba de su Manto forzándolo a una humillante posición. El árbitro, un hombre impecablemente vestido con un traje ajustado y un auricular, se movió con rapidez profesional. Su brazo se alzó, y su voz, clara y sin titubeos, comenzó el conteo regresivo que sellaría el destino del combate.

    —¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

    El Coliseo, que un momento antes había estado en un silencio sepulcral, ahora vibraba con un murmullo creciente. Algunos espectadores estaban conmocionados por la sangre, otros eufóricos ante la inminente victoria.

    —¡Cuatro! ¡Cinco!

    Justo cuando el árbitro se preparaba para pronunciar el sexto segundo, Geki, con un rugido de pura voluntad, se incorporó. Su Manto, rasgado y manchado de sangre, aún lo protegía, pero su postura era un testimonio de su determinación.

    —¿Qué pretendes? —preguntó Seiya, su propio aliento aún agitado por el esfuerzo, sorprendido por la resistencia del Santo del Oso.

    El rostro de Geki, aunque marcado por el dolor, mostraba una convicción férrea.

    —¡Peleo por la paz del mundo! —declaró Geki, su voz ronca pero firme, resonando con la fuerza de un credo.

    Seiya frunció el ceño, el cansancio y la incredulidad tiñendo sus palabras.

    —¿La paz del mundo? ¡Todo este espectáculo va en contra de eso! Se supone que las reglas de Atenea establecen que nuestra existencia debe ser secreta. Que debemos luchar desde las sombras, no en un circo mediático.

    Geki, a pesar de sus heridas, logró una mirada de desafío.

    —¿Por qué estás aquí, Seiya? Si no crees que estás peleando por la verdadera Atenea, ¿entonces qué haces en este Coliseo?

    La pregunta golpeó a Seiya con la fuerza de un golpe físico. ¿La verdadera Atenea? La duda, que siempre había sido una sombra en su mente, ahora se proyectaba en la brillante arena. La verdadera Atenea, la que el Santuario le había enseñado a proteger, estaba allí, en Grecia, resguardada por el Gran Patriarca.

    Seiya levantó el brazo, su mente aún lidiando con la pregunta, con la intención de lanzar un último golpe, de zanjar la discusión. Pero antes de que su puño pudiera descender, la voz del árbitro, nítida y final, rompió la tensión.

    —¡Diez segundos! ¡El ganador por nocaut técnico es... ¡Seiya, el Santo del León Menor!

    El Coliseo estalló en un clamor ensordecedor. Las luces se encendieron de nuevo con toda su fuerza, bañando la arena en un brillo cegador. La batalla había terminado, pero para Seiya, la verdadera lucha apenas comenzaba. Las palabras de Geki resonaban en su mente, plantando una semilla de incertidumbre sobre la verdad de su misión y la identidad de aquellos por quienes luchaba.

    El aire alrededor de Geki y Seiya zumbó con una energía residual, y de pronto, un brillo inusual emanó del Manto del Oso. No era el fulgor agresivo de un ataque, sino un calor tenue, casi reconfortante. Los médicos y paramédicos, que ya se aproximaban con sus uniformes impecables y camillas rodantes, quedaron atónitos. Ante sus ojos, las heridas abiertas de Geki, de donde aún manaba sangre, comenzaron a cauterizarse automáticamente. Las laceraciones más graves se cerraban, y la hemorragia cesaba de forma milagrosa.

    Seiya, viendo la perplejidad en los rostros de los sanitarios, les habló con la voz aún áspera por el esfuerzo.

    —Los Mantos hacen esto —explicó Seiya, señalando la armadura de Geki que aún brillaba débilmente—. Cuando detectan que ya no hay Cosmos hostil, utilizan la energía que les queda para reparar a su portador. Deben alejarse ahora.

    Los médicos se miraron entre sí, escépticos pero profundamente intrigados por el fenómeno.

    —Porque cuando se queden sin energía —continuó Seiya, su mirada fija en el Manto del Oso—, el Manto abandonará el cuerpo de su portador, tomará su forma de objeto y se encerrará para sanarse por completo.

    Apenas treinta segundos después de que Seiya terminara de hablar, y con las heridas mortales de Geki ya visiblemente sanas, el Manto del Oso se desprendió por sí solo del cuerpo del Santo. Con un crujido metálico y suave, las piezas ascendieron grácilmente hacia el centro del Neocoliseo. Allí, en el aire, se reensamblaron, adoptando la figura inerte de un oso, antes de encerrarse con un clac en su caja de Pandora.

    Mientras tanto, los doctores se acercaron al cuerpo de Geki, que yacía desnudo en la lona del hexágono. Lo cubrieron rápidamente con una manta térmica y comenzaron a examinarlo. Un murmullo de asombro recorrió al equipo: aunque Geki aún tenía heridas, la mayoría eran superficiales y serían tratables rápidamente. Su vida estaba fuera de peligro.

    El comentarista, con voz exultante, declaró la victoria de Seiya e inmediatamente aseguró al público que las heridas de Geki eran, a pesar de lo dramático del combate, "superficiales". Explicó que los Mantos de los Santos poseían una capacidad de protección asombrosa contra "ataques devastadores", una afirmación que buscaba tranquilizar a la audiencia y mantener el aura de espectáculo controlado.

    Seiya, por su parte, se retiró a una de las esquinas del hexágono. Allí, con un susurro metálico, el Manto del León Menor abandonó su cuerpo, desintegrándose en partículas de luz antes de reensamblarse en el aire y cerrarse por sí mismo, retomando su forma de objeto compacto. El público, que había presenciado la cura milagrosa de Geki y ahora la autonomía de la Armadura, quedó completamente atónito. ¿Era todo teatro? ¿Una obra maestra de efectos especiales en tiempo real? Debía serlo. Con esa conclusión, la multitud estalló en vítores renovados, un clamor ensordecedor que llenó el Coliseo. Era un gran espectáculo, el mejor entretenimiento imaginable, aunque muchos, en lo más profundo de su ser, sí creían realmente en lo que habían visto.

    Mientras la gente comenzaba a salir del escenario, completamente entusiasmada y satisfecha, Tatsumi, el leal mayordomo de la Fundación Kido, se acercó a la sala VIP de Saori.

    —Señorita Kido —informó Tatsumi, una rara sonrisa asomando en su rostro habitualmente adusto—, los niveles de audiencia son los más altos del mundo. Un éxito rotundo.

    La noticia complació visiblemente a Saori Kido. Un brillo de satisfacción, que mezclaba la hibris del poder con la sutil complacencia de la niña que había sido, cruzó sus ojos violetas.

    Abajo, en la arena, los ayudantes del Dr. Asamori trabajaban con metódica eficiencia. Ataviados con batas blancas y guantes, examinaron meticulosamente el hexágono. Recogieron cada uno de los fragmentos del Manto del Oso que se habían desprendido durante el combate, como pequeños diamantes de metal. Con extrema precaución, los almacenaron en cajas especiales, sellándolas herméticamente, conscientes de que tenían en sus manos piezas de un misterio que apenas comenzaban a desentrañar.

    Jamian se puso de pie con una agilidad sorprendente para su figura imponente. La mirada que posó sobre Seiya era seria, despojada de cualquier rastro de burla.

    —Aiolos —dijo Jamian, su voz volviendo a ese tono grave que infundía respeto y un dejo de amenaza, mientras sus cuervos alzaban el vuelo, dibujando espirales oscuras en el cielo del anochecer—. Él intentó matar a la bebé Atenea hace dieciséis años. Por eso fue declarado proscrito del Santuario. Murió a manos de un Santo de Oro, pero no se sabe más. Todo alrededor de ese evento es un secreto celosamente guardado por los altos mandos.

    Jamian se detuvo, sus ojos de obsidiana escudriñando a Seiya, como si intentara leer el Cosmos en su alma.

    —Sigue investigando, cachorro de Aiolia. Estaremos en contacto.

    Con esas últimas palabras, el Santo del Cuervo se desvaneció en un chasquido, como si las sombras de la bodega lo hubieran absorbido por completo. Los cuervos, que habían estado revoloteando sobre ellos, se dispersaron en la noche, dejando a Seiya solo en la azotea.

    Un gruñido de frustración escapó de Seiya. Estaba molesto. Molesto con Jamian por la poca información, molesto por la telequinesis. Sabía que hubiera podido liberarse de ese agarre. Marin y Aiolia, sus maestros, siempre le habían insistido en que debía mantenerse "bajo", ocultar su verdadero potencial, incluso cuando su Cosmos natural, según sus propias palabras, estuviera al nivel de los Santos de Plata. La humillación de ser inmovilizado por un Santo de Plata que lo consideraba un "cachorro" le molestaba, pero la prohibición de sus maestros era clara.

    Aquella tarde, Seiya la pasó taciturno y pensativo, encaramado en lo alto de una bodega abandonada a las afueras de Nueva York. El sol comenzaba a teñir el horizonte de anaranjado y púrpura, y algunos cuervos, con su graznido áspero, empezaban a posarse por aquí y por allá en las vigas oxidadas. Seiya pensaba en su hermana, Seika, cuyo recuerdo era la fuerza motriz de su existencia. Las palabras de Saori en el Coliseo, sobre la protección del mundo y la búsqueda de un nuevo Santo de Oro, resonaban en su mente, pero también lo hacían las de Geki. La verdad era que, con las habilidades que había adquirido como Santo de Bronce, con su Cosmos y su Manto, podría haber buscado a Seika de una forma mucho más exhaustiva. La Fundación Graad tenía los recursos para encontrarla, pero Saori no parecía interesada en su búsqueda personal.

    Pronto, los cuervos no eran "algunos". Más y más de ellos comenzaron a congregarse, sus ojos pequeños y astutos fijos en Seiya, sus graznidos llenando el aire de una cacofonía inquietante. El Santo se encontró rodeado por ellos, un mar de plumas oscuras y miradas penetrantes. De pronto, un Cosmos se hizo presente, un pulso de energía que, aunque fastidioso, no era maligno. Era un Cosmos que se sentía antiguo, distante.

    Una voz grave, con un acento extraño que intentaba forzar el griego clásico, rompió el silencio de los cuervos.

    —Así que tú eres el cachorro de Aiolia —dijo la voz, y de entre las sombras que creaban los cuervos, Jamian, el Santo del Cuervo, emergió, su Manto oscuro confundiéndose con el crepúsculo. Sus ojos, como la obsidiana, se clavaron en Seiya—. El Gran Patriarca me envía a preguntarte qué has averiguado.

    Seiya, a pesar de la tensión, no pudo evitar que una risa burlona escapara de sus labios. El acento de Jamian al hablar griego era peculiar, casi cómico. Respondió con evasivas, intentando ocultar sus verdaderos pensamientos, pero el Santo de Plata no era un novato. Con un gesto apenas perceptible de su mano, Jamian usó su telequinesis para inmovilizar a Seiya, una presión invisible que lo aplastaba contra el metal frío de la viga.

    —No olvides tu lugar, Santo de Bronce —siseó Jamian, la voz ahora más cercana, más amenazante—. Eres solo un cachorro recién armado.

    La presión se intensificó, un recordatorio brutal de la diferencia de poder entre ellos. En ese instante, Seiya supo que no podía seguir con las evasivas.

    —Creo que Saori Kido tal vez trama hacer una guerra contra el Santuario —dijo Seiya, la verdad escapando de sus labios con dificultad—. Usando a un Santo de Oro que ella pueda manipular.
     
  19.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2277
    16
    —Eso ya lo sabemos —siseó Jamian, liberando su agarre con un chasquido casi inaudible. La presión desapareció, dejando a Seiya con una sensación de vértigo. El Santo del Cuervo se sentó al lado de Seiya, esta vez más relajado, sus cuervos revoloteando inquietos a su alrededor. Se pasó una mano por el rostro, como si la tensión lo hubiera cansado.

    —¿Qué más? Tengo la impresión de que... no, eso es un sacrilegio. —Jamian negó con la cabeza, sus ojos oscuros clavados en el horizonte manchado de neón—. Habla ya, niño. La suciedad de esta ciudad me molesta y hace de mis hermanos más ariscos.

    Seiya se mordió los labios, la verdad aún un peso en su lengua. Miró a los cuervos, luego a Jamian, que esperaba con una paciencia inquietante.

    —Creo que algunos de los Santos de Bronce del torneo creen que Saori Kido es Atenea.

    Jamian tardó unos momentos en procesar esas palabras. Sus cejas se alzaron, y luego, de pronto, estalló en carcajadas. Una risa seca, sin alegría, que sonó como el graznido de mil cuervos.

    —¡Sí que era un sacrilegio! —dijo Jamian, ahogando su risa con un resoplido—. Pero es una explicación razonable. Aquel tipo de lealtad... se lo creyeron. Y esto podría conectarse con Aiolos.

    El nombre resonó en la mente de Seiya, un eco distante. ¿Aiolos? Seiya frunció el ceño. Era el hermano de su maestro, Aiolia, eso le había dicho Marin. Pero no sabía nada más. Recordaba vívidamente que, la última vez que le preguntó a Aiolia por su hermano, se ganó una paliza épica que casi le rompe una pierna. Su maestro nunca había querido hablar de él.

    Seiya se encontraba de nuevo en el pasado, en un recuerdo que pesaba tanto como el Manto de Bronce que lo definía. Estaba en una arena de entrenamiento desolada bajo el sol implacable de Grecia, un día en que el dolor físico se había convertido en una lección imborrable. Frente a él, Aiolia, su maestro, se erguía imponente. Era un hombre alto, apuesto, con una mirada tan fiera como contundente, pero siempre justa. Vestía unos pantalones de lino sueltos y una coraza de cuero ligera que realzaba su musculatura; una cinta oscura sujetaba sus cabellos castaños y ondulados en la frente. Su presencia era un ancla, su voz una guía. Arriba, en una roca desnuda que ofrecía una vista panorámica del terreno, Marin, su otra maestra, estaba sentada. Su rostro oculto tras la máscara de plata de una amazona, pero Seiya, con la agudeza que ya empezaba a desarrollar, sabía que debía estar sonriendo, quizá con una mezcla de orgullo y agotamiento por su alumno. Pudo sentir la dirección de su mirada: siempre hacia Aiolia, un detalle que Marin intentaba ocultar, pero que Seiya ya percibía.

    —¡Seiya! —La voz grave de Aiolia lo sacó de su divagación, su tono firme un recordatorio de que debía concentrarse. Su maestro caminó hacia él, su sombra cubriéndolo—. El Cosmos es lo que le da a todos los seres vivos su existencia. Desde los dioses que habitan el Olimpo hasta las mariposas más frágiles que revolotean en una pradera. Y los Santos, Seiya, todos podemos acceder a ese Cosmos a través de nuestros sentidos. Marin me dice que lograste encender tu Cosmos hace unos días.

    Aiolia se detuvo frente a Seiya, su mirada penetrante.

    —Ahora te enseñaré la naturaleza del combate entre Santos. El Cosmos puede potenciar nuestra fuerza y agilidad hasta límites insospechados. Pero también puede modificar la realidad misma. Y eso, mi querido cachorro, depende de tu concentración. No es solo un estallido; es un acto de voluntad.

    Seiya, magullado y confundido, no entendía del todo. Su mente aún se aferraba a la explosión de furia que lo había impulsado la primera vez.

    —Pero, Aiolia —replicó, su voz apenas un susurro, mientras se tocaba el pecho donde el Cosmos había ardido—. Cuando hice estallar mi Cosmos, estaba en blanco. Lleno de furia. ¿Cómo puedo concentrarme cuando estoy así, abrumado por la emoción?

    Aiolia rio. Una carcajada sincera, llena de una sabiduría que Seiya aún no comprendía del todo, pero que lo invitaba a ir más allá.

    —Eso, mi querido cachorro, es precisamente lo que distingue a un simple soldado de un Santo de renombre. La capacidad de encontrar la calma en la furia. La concentración en el caos. Eso es lo que te hará trascender.


    Seiya despertó abruptamente a mitad de la noche, el eco de las palabras de Jamian y el recuerdo de Aiolia aún danzando en los confines de su mente. La brisa neoyorquina, normalmente cortante, se sentía extraña. Un suave manto de nieve cubría el vasto techo de la bodega abandonada, tiñendo el sombrío paisaje industrial de un blanco irreal bajo la luna llena. Sin embargo, Seiya no sentía el frío gélido que debería; la nieve, extrañamente, no era helada, sino que portaba una tibieza tenue, casi antinatural, que se filtraba a través de su ropa ligera.

    Se incorporó de un salto, el instinto de Santo agudizado por la presencia inexplicable que lo había despertado. Sabía que aquello no era un fenómeno meteorológico normal; era obra de un Cosmos.

    Sobre una columna de concreto que dominaba el tejado, recortándose nítidamente contra la luz de la luna llena que filtraba a través de las grietas del techo y el aire invernal, una silueta se había materializado. Era un joven de cabellos rubios, casi plateados bajo la luz lunar, que caían en cascada sobre un Manto espeso, de un tono que se confundía con la penumbra de la noche nevada. Su postura era serena, casi etérea, como si el viento helado no lo afectara en absoluto.

    —Así que tú eres el Santo del León —dijo el joven, su voz tranquila pero con una resonancia que Seiya sintió en sus huesos, una vibración que parecía surgir de las profundidades de un abismo helado y al mismo tiempo vibraba con una calidez inusual—. Me dicen que compartimos objetivos.

    Seiya frunció el ceño, el cansancio del combate contra Geki aún en sus músculos, y una mezcla de cautela y curiosidad en su mirada. Su puño, instintivamente, se cerró.

    —¿Quién eres? —demandó, su voz apenas un susurro en el aire quieto que los rodeaba.

    El joven no respondió directamente. Su Cosmos, que antes Seiya había detectado como una presencia inusual, ahora se manifestaba de forma más clara: era un Cosmos frío, tan gélido como el hielo de una noche invernal, que arañaba su piel a pesar de la extraña calidez ambiental. Pero, al mismo tiempo, y de forma inexplicable, poseía una calidez reconfortante en su núcleo, una dualidad desconcertante que desafiaba toda lógica elemental. Era un Cosmos que lo envolvía, pero no lo amenazaba, como una paradoja viviente.

    —Nos volveremos a ver luego —dijo el joven, con una enigmática sonrisa que apenas tocó sus labios. Antes de que Seiya pudiera decir algo más, su figura se desvaneció tan súbitamente como había aparecido, como si se disolviera en la bruma de la noche invernal, dejando solo el silencio y la nieve que seguía cayendo sin helar, un suave recordatorio de su visita y de su misterioso poder.

    Seiya miró la luna en lo alto, que ahora brillaba con una intensidad inusual, iluminando el manto de nieve que cubría la bodega. Mino debía estar preocupada. El frío invernal, aunque mitigado por el Cosmos, era un recordatorio de la vulnerabilidad de un ser humano normal. ¿Pero cómo podría explicarle que sus años de entrenamiento en Grecia, bajo la tutela de Aiolia y Marin, habían incluido aprender a dormir a la intemperie, con no más calor que su tenue Cosmos protegiéndolo del frío y el viento? Era una parte de su vida que ella jamás entendería, un abismo entre su mundo y el de ella. Decidió que lo mejor sería dirigirse al orfanato de la corporación. La noche aún era joven, y las sombras de Nueva York guardaban muchos secretos, algunos de ellos tan enigmáticos como el joven del Cosmos dual.


    Aquella noche, las escarpadas montañas al norte de Nueva York se erguían como gigantes silenciosos bajo un cielo salpicado de estrellas heladas. El aire, ya con el gélido presagio del invierno, traía el aroma a pino y tierra húmeda, mezclado con el dulzor decadente de las hojas de otoño que crujían bajo los pies. El único sonido que se atrevía a romper la vasta quietud rural era el murmullo incesante de una pequeña cascada, sus aguas cristalinas descolgándose sobre las rocas cubiertas de musgo, brillando como cintas de plata líquida bajo la luz tenue de la luna.

    De pie frente a la cortina de agua, su silueta dibujada contra la bruma que se alzaba, se encontraba un joven. Su cabello, largo y oscuro como la tinta de una noche sin estrellas, caía como una cascada propia sobre los hombros de un atuendo que evocaba el uso tradicional chino, telas ligeras que, contra todo pronóstico, parecían ofrecerle resguardo del frío cortante del otoño tardío. Su postura era de una calma casi sobrenatural, los ojos cerrados, como si meditaran en la quietud inmutable de la naturaleza que lo rodeaba. Las hojas rojas y doradas, desprendidas de los arces y robles cercanos, danzaban en el viento antes de posarse suavemente en el suelo.

    Pero la paz de la escena era una ilusión efímera. A su alrededor, la oscuridad comenzaba a revelar no solo como sombras alargadas de pinos y arbustos desnudos, sino como las siluetas tensas de soldados del Santuario. Una docena de ellos, ataviados con armaduras oscuras y discretas que los hacían casi invisibles en la noche, se movían con un sigilo mortífero, cada paso calculado, formando un círculo implacable alrededor del joven. Sus armas, sables y lanzas con puntas afiladas, brillaban apenas con el reflejo metálico de la luna, listas para el ataque inminente. La cascada, que momentos antes era una melodía tranquila, ahora parecía el presagio de una tormenta de acero y sangre.

    El líder de los soldados, un hombre corpulento con una cicatriz cruzándole la mejilla como un tajo brutal, rompió el silencio con una voz grave y resonante que se extendió entre los árboles.

    —Se acabó tu camino, Santo —dijo, la punta de su lanza dirigiéndose hacia el joven—. El Patriarca te ha declarado traidor.

    El joven abrió los ojos lentamente. Su mirada, profunda y serena, no mostraba sorpresa ni miedo, solo una tristeza infinita que se posaba en sus rasgos finos.

    —Mi camino es el de la justicia —respondió, su voz suave, pero con una resonancia que cortaba el aire helado, una calma que contrastaba con la tensión del ambiente—. El Patriarca se ha equivocado.

    El soldado rió, un sonido áspero y gutural que resonó entre las montañas.

    —¡Neutra! ¿Crees que puedes engañarnos con tus palabras huecas? —se mofó, dando un paso adelante, la lanza ligeramente más cerca—. Te hemos rastreado desde los Cinco Picos Antiguos. Sabes que el Santuario no perdona la desobediencia. Ríndete y el Patriarca quizás te conceda una muerte rápida.

    El joven negó con la cabeza, una expresión de pesar en su rostro. La brisa levantó algunas hojas secas a su alrededor, bailando en el aire antes de caer de nuevo al suelo húmedo.

    —No puedo. Mi misión está más allá de las órdenes de un hombre.

    El líder hizo una señal brusca con la mano, y los soldados apretaron aún más el círculo, sus lanzas apuntando al pecho del joven, sus sombras alargándose amenazadoramente.

    —Entonces, será a la fuerza. ¡Ataquen!


    El joven, que había mantenido su calma inquebrantable, finalmente abrió los ojos. La tristeza en su mirada se transformó en una determinación fría. Un brillo sutil comenzó a emanar de su cuerpo, apenas perceptible al principio, pero que rápidamente se intensificó. No hubo grito ni postura de ataque; solo una quietud concentrada. De repente, el aire se tensó, cargado de una energía invisible. El joven había encendido su Cosmos.

    Fue todo lo que necesitó.

    En ese instante, la imagen de su maestro, un hombre muy viejo y sabio, sentado en la cima de un saliente rocoso, vino a su mente. La voz anciana resonó en sus recuerdos: "El Cosmos no solo sirve para destruir rocas, Shiryu. También puede inducir alucinaciones en las mentes débiles. Los más hábiles pueden hacer de sus ilusiones algo más que engaños..."

    Y eso fue exactamente lo que vieron los soldados del Santuario. Ante sus ojos, el Cosmos del joven no solo los detuvo; se manifestó como la silueta colosal de un dragón chino, que emergía rugiente y amenazante desde la figura de Shiryu. El dragón, forjado de pura energía, se enroscaba en el aire, sus ojos incandescentes, su aliento cargado de una presión aplastante. Al mismo tiempo, el suelo bajo los pies de los soldados vibró. Pequeñas descargas eléctricas crepitaron en la tierra, ascendiendo por sus armaduras, entumeciendo sus miembros y congelando su avance.

    Los soldados se detuvieron en seco, sus armas a medio alzar. La ilusión era tan vívida, la presión tan real, que el miedo se apoderó de ellos. El líder, que un momento antes había exultado confianza, se amilanó. Su rostro, antes duro, ahora mostraba una mezcla de asombro y terror.

    —Volveremos a vernos, Santo —murmuró, su voz apenas un susurro que se perdía en el eco del dragón ilusorio.

    Con una señal de retirada, los soldados se disolvieron en la oscuridad de la noche, dejando a Shiryu solo frente a la cascada. La ilusión del dragón se desvaneció, el Cosmos regresó a su cuerpo, y la quietud de la montaña volvió a reinar, rota solo por el murmullo del agua.
     
  20.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    360
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    53
     
    Palabras:
    2326
    17
    La semana siguiente, la expectativa en el Coliseo Galáctico era palpable. El aire vibraba con la energía de miles de voces, un coro atronador que se elevaba hacia la cúpula retráctil del inmenso estadio. Los preliminares estaban en pleno apogeo, con combates brutales que dejaban en claro que el "torneo" no era una mera exhibición; cada impacto, cada Cosmo que se elevaba y colisionaba, era un eco de la despiadada voluntad de la Fundación Graad.

    En una de las elegantes salas VIP, separada del fragor de la arena por un grueso cristal blindado que amortiguaba el rugido de la multitud a un mero zumbido, Kaito de Columba esperaba su turno. La sala era un despliegue de opulencia: sofás de cuero pulido, mesas de caoba brillante, y sirvientes discretos que se movían con la eficiencia silenciosa de sombras, ofreciendo bebidas y canapés exóticos a los invitados de élite. No era un lugar cómodo para él; el lujo desmedido y el clamor distante lo incomodaban más que tranquilizaban.

    Sus ojos ámbar, generalmente serenos, estaban fijos en la figura de Saori Kido, sentada en su trono de diseño futurista en la sala principal, inmaculada y distante. Un séquito de asesores y más sirvientes, vestidos de impolutos trajes grises, se movían a su alrededor, atendiendo cada una de sus mínimas necesidades. Saori observaba la arena con una expresión que alternaba entre la calma imperturbable y un brillo casi imperceptible de frialdad en sus ojos violetas.

    —"Esa mujer...", pensaba Kaito, mientras observaba los impecables gestos de Saori, el modo en que su mano se alzaba para dar una orden sin necesidad de palabras, solo con la autoridad de su presencia. A diferencia de la mayoría de los Santos de Bronce, que aún no eran conscientes de la verdadera identidad de Saori más allá de ser la nieta del difunto Mitsumasa Kido, el Cosmo sutilmente desarrollado de Kaito le permitía percibir algo más. Un Cosmo tenue, casi imperceptible para otros, emanaba de ella. Era un Cosmo de una pureza y una magnitud extraña para una simple humana, especialmente para una que recordaba como una niña mimada.

    —"¿Cómo puede una chica así, sin entrenamiento visible, sin un Manto, poseer un Cosmo de tal calibre?", se preguntaba Kaito, la intriga mezclándose con su inquietud. "Es un Cosmo... diferente. No es el de un Santo, ni el de un maestro. Es un poder vasto, pero latente, con una fría ambición velada. Esa ansia de victoria que percibo en ella, esa necesidad de control absoluto sobre estos combates... ¿Es realmente la figura benevolente que aparenta ser para los desvalidos? ¿O esconde una ambición que podría ser peligrosa para el mundo entero, y quizás para los propios Santos que la siguen?" Una sombra siniestra parecía envolverla, una fuerza que no encajaba con la protección de la humanidad que el Patriarca y Atenea representaban. Era un Cosmo que le hablaba de manipulación, de un poder utilizado para fines oscuros y personales, algo que iba en contra de todo lo que le habían enseñado en el Santuario.

    El rugido de la multitud lo sacó de sus pensamientos, ahora ensordecedor a pesar del cristal, amplificado por los altavoces internos. Era su momento. Una voz grandilocuente, que vibraba con ecos de trompetas y tambores, proclamó su nombre y el de su oponente:

    —"¡Y ahora, el momento que todos esperaban en este apasionante Torneo Galáctico! ¡En la esquina azul, el protector de la paz, el Santo de Bronce de la Constelación del Dragón, ¡SHIRYU!"

    Un estruendo de aplausos y gritos sacudió el coliseo. Luego, la voz resonó de nuevo, con un tono ligeramente más solemne:

    —"¡Y en la esquina roja, el guardián de la calma, el Santo de Bronce de la Constelación de la Paloma, ¡KAITO!"

    El anunciador terminó su grandilocuente presentación, y la luz se centró en el pasillo que llevaba a la entrada de la esquina roja. Desde allí, Kaito emergió, vistiendo por primera vez en público su Manto de Bronce de Columba. La armadura, pulcra y brillante, parecía hecha para él, sus hombreras como alas plegadas que daban una impresión de ligereza y velocidad. El casco, con su diseño de paloma, enmarcaba su rostro, y sus ojos ámbar observaban la arena con una seriedad que no era de miedo, sino de profunda concentración. Con cada paso en el pasillo, el clamor de la multitud se hacía más intenso, una marea de ruido que lo arrastraba hacia el centro del hexágono de combate.

    Sus ojos, guiados por su percepción del Cosmo, se posaron de inmediato en su oponente. Shiryu de Dragón ya estaba en el hexágono, erguido como una estatua, con su imponente Manto del Dragón brillando bajo las luces del coliseo. El escudo del Dragón resplandecía en su brazo izquierdo. A primera vista, Shiryu parecía inmutable, una roca en medio del torbellino del público.

    El rugido de la multitud se elevó hasta un crescendo ensordecedor, pero dentro del hexágono, un silencio casi reverencial se instaló entre los dos Santos. Shiryu permanecía estoico, una estatua de bronce, sus brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza ligeramente inclinada. Su Cosmo era una presencia constante, como una montaña inamovible, una base firme que no delataba la tormenta interna que Kaito había percibido.

    Kaito terminó su entrada al hexágono. La arena, con su superficie de cadenas metálicas y luces parpadeantes, parecía cobrar vida bajo sus pies. El anunciador, con la mano extendida hacia el centro, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

    —"¡Que el combate entre el Santo del Dragón y el Santo de Columba... COMIENCE!"

    En el mismo instante en que la voz del presentador retumbó por el coliseo y el gong de inicio resonó, Kaito alzó la vista y, sin moverse de su lugar, inquirió a Shiryu, su voz clara y penetrante en el breve silencio que siguió al anuncio.

    —"Santo del Dragón", preguntó Kaito, su voz resonando con una mezcla de perplejidad y desafío, —"¿Por qué estás aquí? ¿Por qué participas en esta farsa? Los Santos deben luchar por la justicia, por la verdadera Atenea, no por... por un Manto de Oro banal. ¡No en presencia de los humanos, convirtiendo nuestra sagrada misión en un espectáculo!" Sus ojos ámbar perforaban la estoica expresión de Shiryu, buscando una respuesta, un indicio de la razón de su participación en lo que él consideraba una profanación.

    Shiryu no dijo nada. Su rostro permaneció imperturbable, su mirada fija en el horizonte, como si las palabras de Kaito fueran simples ecos del viento. Su Cosmo no se agitó, no dio señal de respuesta. Su silencio fue una respuesta en sí mismo, una negativa a justificarse o a debatir.

    La falta de reacción de Shiryu, su aparente indiferencia a la acusación de Kaito, selló la decisión del Santo de Columba. No perdería el tiempo en un combate que consideraba indigno. Si Shiryu no iba a hablar, entonces sería derribado rápidamente.

    —"Bien...", murmuró Kaito, una resolución fría invadiendo su ser. —"Si insistes en esta ignominia, entonces la terminaré. No me extenderé en una pelea sin honor."

    Sin un movimiento visible, Kaito expandió su Cosmo. No fue una explosión violenta, sino una onda sutil, casi imperceptible, que se extendió por la arena. Su Cosmo envolvió a Shiryu en lo que parecía ser una ilusión adormecedora. No era un ataque físico, sino una técnica que buscaba desconectar el cuerpo del Dragón de sus sentidos, sumiéndolo en un profundo letargo mental, un vacío sin sufrimiento. La "Aura de Plomo" no buscaba destruir, sino apagar.

    El efecto fue inmediato y palpable, no solo en Shiryu, sino en el propio coliseo. Los espectadores en las gradas sintieron una extraña pesadez, una niebla mental que intentaba arrastrarlos al sueño. Estaban agotados, sus mentes perplejas. Algunos, los más sensibles al Cosmo, se sintieron asustados, una inexplicable sensación de somnolencia y desorientación invadiéndolos. Era el efecto colateral de una técnica diseñada para anular la conciencia.

    Shiryu, en el centro del hexágono, parpadeó una vez, su postura se volvió ligeramente rígida. Su Cosmo, antes tan estable, vaciló por un instante, como una llama a punto de extinguirse. Una oleada de sopor lo invadió, amenazando con sumirlo en la nada. La ilusión de Kaito era sutil, pero terriblemente efectiva.

    Cuando Kaito iba a realizar el golpe de gracia, su "Impacto del Alma Pura", con la intención de dejar a Shiryu inconsciente y poner fin al combate, algo inesperado ocurrió. Su ataque no pareció surtir el efecto esperado sobre el Dragón. El Cosmo de Shiryu, aunque velado por la pesadez de la ilusión, se encendió con una resistencia inquebrantable. El Santo del Dragón, con su mano izquierda, la misma que protegía el legendario escudo, comenzó a presionar más y más fuerte.

    —"Un Santo de Bronce ordinario tal vez hubiera sido afectado por tu ilusión, Santo de Columba", la voz de Shiryu resonó, grave y firme, a pesar del velo de somnolencia que aún lo envolvía. Cada palabra parecía un esfuerzo, pero su voluntad era una llama inextinguible. —"Pero yo no."

    Acto seguido, con una velocidad sorprendente para alguien bajo tal influencia, Shiryu propinó un golpe demoledor, un puñetazo directo y contundente en el vientre de Kaito. El impacto se sintió a través de los hilos de metal místico que formaban el Manto de Columba, una red de protección flexible pero poderosa.

    Al inicio, el golpe pareció ser solo uno más, apenas una sacudida que Kaito pensó que podría absorber con la aerodinámica de su Manto. Se preparó para contraatacar, buscando un hueco en la defensa de Shiryu para finalizar el combate. Sin embargo, en el instante siguiente, sintió cómo perdía el equilibrio. Una sensación de náusea lo invadió, y la vista se le hizo borrosa, la luz del coliseo se estiraba y retorcía en una espiral vertiginosa.

    Entonces, pudo sentirlo. No era solo el impacto físico. Su Manto de Columba, su sagrada Armadura, crujía con un sonido metálico y desgarrador. Las placas de bronce parecían gemir bajo una presión invisible, los hilos místicos que lo protegían se tensaban hasta el punto de ruptura. La armadura misma, parecía llorar ante aquel golpe, la esencia de la Paloma siendo aplastada por la fuerza implacable del Dragón. Kaito cayó de rodillas, el aire escapando de sus pulmones, su Cosmo tambaleándose.

    El golpe de Shiryu había sido brutal, más allá de lo que cualquier Santo de Bronce ordinario podría haber soportado. Kaito cayó al suelo, el aliento escapando de sus pulmones, y el grito de la multitud se distorsionó en un eco lejano. Las luces del coliseo danzaban salvajemente ante sus ojos, y un dolor agudo, punzante, le recorrió el costado derecho.

    El árbitro comenzó la cuenta, su voz atronadora por los altavoces: —"¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!"

    Pero Kaito se negó a rendirse. Con cada número, su voluntad se tensaba. Un dolor insoportable lo invadió al intentar moverse, y un crujido sordo resonó bajo su piel. Una costilla rota. Pero no era solo el dolor de la fractura. Sintió algo extraño, una fuerza interna en su costado, una tensión antinatural. Su Manto de Columba, con su propio Cosmo residual, estaba forzando la costilla a reposicionarse, a realinearse de nuevo bajo su carne, en un intento desesperado por mantener la integridad de su cuerpo en combate. Era la primera vez que sentía aquello.

    Su maestro le había contado sobre esa capacidad. Los Mantos, al ser entidades vivas imbuidas de Cosmo, podían usar su propia energía para sanar al Santo, para cerrar heridas, para reparar huesos. Pero también, y esto era lo que Kaito estaba experimentando, podían forzar la estabilidad del cuerpo en combate, empujando los límites del dolor humano. El proceso era agónico. Kaito ya estaba sudando profusamente, su respiración era un jadeo entrecortado, pero se levantó al sexto conteo, tambaleándose, su Manto brillando débilmente bajo la tensión.

    —"¡Seis!" vociferó el árbitro, y la multitud explotó en un rugido de asombro y admiración.

    Frente a él, Shiryu estaba allí, imperturbable, su postura tan sólida como una montaña, el brillo de su Cosmo tan constante como una estrella. Ni una pizca de fatiga en su rostro, ni un indicio de la lucha que había librado contra la "Aura de Plomo" de Kaito.

    "Eso no fue un golpe ordinario", pensó Kaito, mientras intentaba recuperar el aliento. "Fue un micro-bigbang, un microataque especial". Su maestro le había enseñado a reconocer las características de ciertos ataques. Aquella era una habilidad que normalmente no poseían los Santos de Bronce. Era una técnica diseñada para atacar puntos vitales con precisión, para infiltrarse en fortalezas enemigas sin ser detectados, para causar un daño interno devastador sin dejar una marca externa obvia. "Eso es...", la mente de Kaito corrió a través de sus conocimientos de las habilidades de los rangos superiores de Santos. "¡Eso es una habilidad de los Santos de Plata!"

    Desde la oscuridad de una esquina superior en las gradas, oculto entre los espectadores y vistiendo ropas civiles para pasar desapercibido, Jamian de Cuervo, un Santo de Plata enviado por el Santuario para observar el torneo, contrajo los ojos. Había visto el golpe de Shiryu. Lo había reconocido. No solo a Shiryu, sino el Cosmo que había utilizado. "Este mocoso del Dragón...", pensó Jamian, una sonrisa sutil y peligrosa formándose en sus labios. "No solo es un Santo de Bronce, sino que ya posee el tipo de habilidad de un Santo de Plata. El viejo Dohko ha hecho un trabajo excelente con él. Esto se pone interesante..."
     

Comparte esta página

  1. This site uses cookies to help personalise content, tailor your experience and to keep you logged in if you register.
    By continuing to use this site, you are consenting to our use of cookies.
    Descartar aviso