Cuando mi hermana Sally y yo entramos a la universidad, para estudiar una licenciatura en negocios, nos mudamos al departamento que nuestro hermano mayor Ulises compró cerca del campus, ya que vivir en cualquier otro lado que no fuese los dormitorios sería mil veces mejor. Excepto por nuestra casa, que pasa a ser casa de Ulises, quien no entiende que simple y claro que no queremos arruinarle la oportunidad de vivir con su novio, Ricardo. Y que ya no somos unas niñas, y que vivir solas no nos hará ningún mal. … —Jennifer, vamos, no seas tan dura con Ulises— me decía Sally. —Sabes que la única verdad es que va a extrañar bastante que nosotras seamos quienes lo cuiden a él, y no al revés. Me río, pero no digo nada más porque estoy ocupada empacando, igual que ella. Sally tiene 17 años, mientras yo tengo 19 años. Aún así, vamos a entrar a la universidad al mismo tiempo, gracias a que yo decidí hacer una pausa en mis estudios después de la preparatoria, para meterme a trabajar. En contra de la voluntad de Ulises, por supuesto. Ricardo tuvo que ayudarme a convencerlo de que no tenía nada de malo que quisiera ganar algo de dinero extra. Los estudios son caros, y vaya que quería empezar mi carrera a tiempo, pero no podía pedirle tanto a nuestro hermano. Ya era bastante que nos diera un techo, comida y vestimenta desde dos años antes. —No tiene que preocuparte eso, Sally— la voz de Ricardo me saca de mis pensamientos. —Ahora yo me encargaré de que coma y duerma aunque el estrés del trabajo lo esté matando. —Es un alivio tenerte en el campo de batalla, Ricardo—le respondo sonriendo. Dos años antes, Ulises les confesó a nuestros padres que era homosexual. Papá estaba furioso, indignado, hasta lo abofeteó. Pero eso no es tan poco común ¿verdad? El problema fue que mamá quiso defender a Ulises cuando papá lo corrió de la casa, lo que los llevó al divorcio. Fue cuando Sally y yo le dijimos a mamá que no podíamos dejar a nuestro hermano solo, y lo seguimos. Para Ulises, el intento fallido de nuestra madre por defenderlo (y también el intento casi nulo por detenernos a mí y a Sally de abandonarla) solo hizo que le tuviera rencor. Y que a nosotras nos tuviera mucho más apego. Éramos los tres contra el mundo. Bueno, los cuatro. Ricardo, que cuando empezó a salir con Ulises tenía su misma edad (21 años), había sido un increíble apoyo moral y (a veces, inevitablemente) económico. Cuando supimos de su existencia, no llevaban más de un mes de relación; sin embargo, se adoraban. Con el alma. Y eso era de admirar. Eso nos daba mucha calma: parecía que el mundo había planeado que, si Ulises iba a perder el amor “incondicional” de nuestros padres, ganaría el de Ricardo. Los padres de Ricardo, por otro lado, defendieron a capa y espada a su hijo frente al resto de su familia, quienes aseguraban que la homosexualidad era de enfermos, de chicos que no fueron correctamente educados o amados. No era el caso, por supuesto. Lo habían a amado y lo habían enseñado a amar a quien quisiera. Y ahora era feliz, con Ulises. Se tenían el uno al otro. Mientras tanto, Sally y yo… —Ya es la última de mis cajas, Jen— anuncia Sally. —La mía también— le respondo, cargándola hasta la puerta del cuarto. —Este lugar se ve muy vacío— dice Ricardo con una sonrisa triste. —No lo veas como un cuarto que se acaba de vaciar— le digo para animarlo. —Velo como un cuarto que se empezará a llenar. —Sí, de arte— dice Ulises, de pronto apareciendo detrás de Ricardo, abrazándolo por la espalda. Ambos se ríen un poco y comparten un pequeño beso. —Uff, que impacientes— bromea Sally, poniendo los ojos en blanco y riendo. —Para eso ya tienen el cuarto de Ulises. —No hagas como si no fueras a extrañar a tu afectuoso hermano— dice Ulises, ahora yendo a abrazar a Sally, fuerte y por varios segundos. —Porque yo las voy a extrañar, mucho. —Y nosotras a ti— digo uniéndome al abrazo. —Oh, vamos: como si no fueran a estar a quince minutos de distancia— dice Ricardo, aligerando el humor de Ulises, que se ríe. No es que a nosotras no nos diera un poco de tristeza que las cosas serían distintas. Que serían quince minutos de distancia en vez de cinco segundos que nos tomaba ir a tocar a la puerta del cuarto de Ulises cuando le necesitáramos. Que serían menos las desveladas por ver las películas que a Ulises le gustan. Que serían menos las tardes de repostería y de hacer desastres en la cocina. Pero habíamos crecido. Los cuatro. Necesitábamos el cambio. Sería un cambio positivo. —Bueno, supongo que ya es hora de subir las cosas a la camioneta— dice Ulises agachándose a recoger una de las cajas. —Sí, se supone que tenemos que ir a recoger las llaves— digo y ayudo también con lo que pueda cargar. —Las maletas ya están en la cajuela—dice Sally y Ricardo asiente para reafirmar. Subimos las cajas y luego nos subimos los cuatro a la camioneta (que por cierto, era de Ricardo). Ulises quiso ser el conductor, para aprovecharse de la posibilidad de manejar tan lento como lo permitiera el tráfico, y así perder tiempo, hacer conversación con nosotras, verlo como un paseo más. Sin embargo, quince minutos eran quince minutos. Llegamos al pequeño edificio departamental bastante rápido. El casero nos esperaba para recibirnos, darnos las llaves, y hasta ayudar a subir cajas, pues nuestro departamento quedaba en el segundo piso. En la puerta se leía el número 624: ese era nuestro nuevo hogar. Una vez dentro, dejamos las cajas en la sala semi-amueblada y las maletas en las recámaras, que solo tenían sus respectivas camas. Los muebles no nos preocupaban muchísimo de momento: mientras tuviéramos colchón, almohadas, cobijas, refrigerador y barra en la cocina, claro que sobreviviríamos. Ya era bastante increíble tener cada quien su propio cuarto en vez de compartir uno. Incluso había dos baños, completos. Era un departamento muy impresionante. Todo nuestro. Todo gracias a Ulises. Y a Ricardo, a quien es difícil no darle tanto mérito, considerando lo bien que adoptó el rol de nuestro segundo hermano mayor para ser hijo único. … —Hora de irse— anuncia mi hermana Sally después de que todos tomáramos algo de helado como premio por vaciar la camioneta de mudanza (es decir, la camioneta de Ricardo). —Aw, yo también te voy a extrañar, Sally— dice Ulises, sorprendido. —No, en serio—dice Ricardo. —Llegaremos tarde al trabajo. —Oww— se vuelve a quejar Ulises, que se niega a irse sin abrazarnos durante varios segundos. Cuando mi hermano y su novio se van de nuestro nuevo departamento cerca de la universidad, se van, salgo a asegurarme de que se suban al auto y se vayan, esperando que lleguen sanos y salvos. Luego, entro de vuelta al departamento para encontrarme a Sally lavando platos, tarareando. No es que fuera poco común en ella ser ordenada y estar de buen humor, pero me extrañó que tan solo acabara de correr a Ulises de la casa: hubiera sido más común que se pusiera a llorar, era sentimental. —Muy bien— dije con las manos en la cintura. —¿Qué estás ocultando? —¿Hmm? ¿De qué hablas, Jen? —Tenías mucha prisa por que se fueran, futura mujer de negocios. —Llegarían tarde al trabajo, futura empresaria. —Na-ah, algo ocultas. Y en eso estaba, regañándola, tratando de sacarle información como buena hermana mayor, cuando tocaron el timbre de la casa. Apenas y me detuve a pensar si podría ser el casero para darnos alguna indicación en el momento en que Sally dejó lo que estaba haciendo para ir a abrir. Para mi sorpresa, se trataba de un chico, seguramente de mi edad, que se sonroja un poco al ver a Sally. —Hola, Gabriel—saluda Sally también con un leve sonrojo. —Hey, Sally— responde el chico con una sonrisa nerviosa. —Llegaste muy puntual: pasa. Y cuando Gabriel entra al departamento me doy cuenta de la cosa más insólita del mundo. Trae una maleta consigo. —Umm… ¿Sally?— es mi reacción inicial. —Jen, él es Gabriel—es su respuesta. —Gabriel, ella es Jen. —Mucho gusto— dice el chico, e inteligentemente sin tender su mano a modo de saludo, notablemente nervioso. —Estoy por iniciar mi quinto semestre en la carrera de contador. —¡Quinto!— repito, atónita, sonriendo con confusión. —Bien, Jen, acompáñame un momento afuera— dice Sally y decide sacarme del departamento, dejando al extraño adentro. —Antes de que digas nada: no, no es un extraño. —Sally…— estoy a punto de reprimirla sin siquiera saber en qué está pensando. —Es un ex-compañero tuyo de la escuela secundaria. —¿Qué? ¿Cómo es que tú puedes acordarte de uno de mis compañeros de la secundaria y yo no? —Bueno, probablemente porque fue él quien me dio asesorías de matemáticas cuando yo tenía trece años y una hermana no muy buena para la materia en cuestión. —¿Le estás regresando un favor de hace cuatro años invitándolo a vivir aquí? —Estoy por explicártelo— dice y toma aire un segundo. —Me lo encontré la semana pasada. Dijo que vivía en los dormitorios de la universidad y ya no puede pagarlos, pero tiene beca y claro, no quiere dejar los estudios. —Bueno, un punto a su favor… —¡Eso es!— dice sacudiéndome por los hombros y luego abrazándome. —Sabía que no te molestaría volver a compartir cuarto conmigo— añade e intenta volver a entrar al departamento. —¿Eh? ¡Hey!— la tomo esta vez yo por los hombros. —Tenemos un pequeño problema. —¿Eh? ¿Cuál? —¿Jennifer?— oímos una voz masculina a nuestras espaldas. Nos damos vuelta y nos encontramos con un chico más bien de la edad de Sally. Es gracioso como a veces dos años de diferencia son bastante fáciles de distinguir, a veces entre hombres con más facilidad. —Neil— respondo a su pregunta a modo de saludo, con una sonrisa ridícula plasmada en mi cara. —Wow, casi no te reconozco— dice él. —¿Neil? ¿Nuestro vecino Neil?— pregunta Sally ladeando la cabeza con asombro. —También te ves algo diferente, Sally— dice Neil asintiendo con la cabeza. —Habla de diferencias el chico que se pasea por todos lados con una maleta— bromea Sally. —Oye ¿por qué no entras y conoces a tu compañero de habitación?— le digo algo apresurada y lo hago entrar aunque él claramente quiere decir algo. —Te explicaré después, Neil— añado antes de cerrar la puerta. —A mí me explicarás ahora— se ríe Sally, con bastante mejor actitud que yo ante el invitado inesperado. —Me lo encontré hace dos semanas. Neil iba a entrar a su primer semestre en humanidades. —¿Filosofía? Hmm, le va, supongo…— Sally se queda pensativa por apenas dos segundos antes de darse cuenta de lo que le acabo de decir. —¿Iba? —… No pasó el examen. —Pero-- ¿entonces? —¿Recuerdas que se mudaron cuando entró a la preparatoria? Bueno, vino hasta acá solo, completamente seguro de que entraría y viviría en los dormitorios. Nunca esperó esto. —Pobre Neil… —Sabía que lo entenderías— le digo riéndome y abrazándola tal como ella había hecho momentos atrás. —¿Eh? ¡Hey! Su reacción fue exactamente la misma, pero ya no dijo nada. Solo me siguió de vuelta al interior del departamento, donde teníamos a dos chicos muy confundidos al recién enterarse de que les habían ofrecido su propia habitación en vano. Afortunadamente, una vez que les explicamos la genial idea que tuvimos de no decirnos nada una a la otra, decidieron que compartir cama era mejor que no tener techo. De cualquier modo, tanto Sally como yo teníamos nuestro empleo de medio tiempo, y ellos se consiguieron el suyo para ayudar con algunos gastos del departamento. No necesito hacerles el cuento muy largo, ¿verdad? Vivir con un par de chicos de nuestra edad nos tomó por sorpresa en varias ocasiones mientras nos acostumbrábamos a la idea, olvidándonos a veces de no usar ropa demasiado cómoda, o de encargarnos que la comida alcanzase para cuatro en vez de para dos. Yo a veces acababa por salir de pleito con Gabriel por querer ver la televisión al mismo tiempo, o por querer hacer mis deberes escolares en la mesa de la sala o en la barra de la cocina y siempre estaba ocupando alguna de las dos. Era ridículo, pero generalmente nuestros adorados Sally y Neil se encargaban de poner orden. Neil tendía a ayudarme a desestresarme al hablarme de la clase de cosas que estaba estudiando para intentar de nuevo entrar a la carrera que quería el semestre siguiente. Me gustaba mucho oírlo hablar de todo eso porque se notaba lo entusiasmado que estaba al respecto. También, a veces lo ponía a leer alguno de mis libros favoritos para que luego pudiéramos comentarlo; o veces, cuando tenía ratos libres, lo enseñaba a cocinar algo nuevo. Me encantaba pasar tanto tiempo con él como pudiera. No lo había visto en un par de años pero seguía siendo el mismo chico encantador de siempre. Sally no se quedaba atrás cuando se trataba de pasar tiempo con uno de nuestros roomies. No sé cómo no pude ver que ella se había fijado en Gabriel cuando aún estábamos en la secundaria. La verdad es que me encantaba verla tan alegre, ahora pidiéndole asesorías en contabilidad. Se veía como de secundaria de nuevo, así de ridícula (en un modo adorable, pero ridículo aún así). Veces también Sally le enseñaba a hacer cosas como coser y hacer mejor el aseo, casi como una mamá. Lo que me hizo empezar a preguntarme qué tan ciegos eran esos chicos. ¿Saben por cuánto tiempo tuvimos una vida así de monótona aunque feliz? Todo un semestre. Las cosas empezaron a cambiar un poco después de Navidad, cuando decidimos hacer un intercambio de regalos nada manipulado para que ciertas personas les regalaran a ciertas personas. El amante de los clásicos de la literatura, Neil, decidió obsequiarme una copia de El Quijote de la Mancha; bastante opuesto a lo que leo normalmente, que son novelas de misterio u horror, pero por supuesto que cualquier libro es un regalo ridículamente maravilloso. Por mi parte, le obsequié una libreta de cuero artesanal y plumas de escritura muy fluida, ya que las necesitaría una vez que aprobó en su segundo intento su examen para la carrera de humanidades. Pudo haber llorado al recibir el regalo como definitivamente lloró al enterarse de que aprobó. Mientras tanto, Sally sorprendió a Gabriel regalándole una chamarra de la universidad. No es que fueran en extremo costosas; más bien eran un poco raras de conseguir, pues las reservaban para alumnos aún más avanzados o ya graduados, o a veces para profesores. Y por supuesto que él no se quedó corto al regalarle un collar de acero inoxidable con un dije de una rosa amarilla, pues es la flor favorita de Sally. Y sin embargo tuvo que llegar nuestro segundo semestre (y el sexto de Gabriel, y el primero de Neil) para ver más progreso en lo que se refiere a los chicos abriendo sus malditos ojos, en serio. El 14 de febrero nos llegó en un sábado ese año. Decidí levantarme temprano y hacer hotcakes para todos. Incluso encontré la manera de hacerlos en forma de corazón. Estaba decidida a abrir un par de ojos (que no fueran los míos) de par en par, a como diera lugar, ese día. Y para buena suerte mía, Neil fue el primero en despertar esa mañana. —Buenos días, Jen— saludó y se sentó en la barra de la cocina. Y para mala suerte mía, de pronto los nervios se apoderaron de mi. Como si no lo hubiera visto recién levantado un montón de veces antes, al voltear mi mirada de la estufa hacia él, me quedé pasmada, quieta, como si fuera la primera vez que me siento atraída por su cabello desaliñado, el color de sus ojos y su tierna voz. Solo reaccioné cuando dejó de verme a mí y miró hacia donde yo debería haber estado mirando: la estufa. —Creo que quemas el desayuno— me dice. —¿Qué?— digo por inercia, aunque por supuesto que lo oí, y por supuesto que olí cómo, en efecto, se me quemaba el desayuno. —¡Oh, no!— afortunadamente era apenas el segundo hotcake que hacía, pero se veía bastante triste una vez que lo quité del sartén. —Oh no… —Está bien, solo es uno— dice Neil restándole importancia, encogiéndose de hombros. —Aunque diré que me extraña de Jen, la chef experta, olvidándose de la estufa— dice con una pequeña risa. —Un error lo comete cualquiera— respondo con una risa nerviosa. —Has estado actuando un poco rara esta última semana. ¿Te sientes bien, Jen? ¿Había estado actuando un poco rara la última semana? —Umm… No sé de qué hablas— me encojo de hombros y vuelvo mi atención a la estufa. —Ya, vamos. Te conozco, Jen— insiste y, aunque no lo tengo de frente, percibo preocupación en su voz. —¿Acaso es algo que yo hice? —¡No!— me volteó a verlo a los ojos para que sepa que lo digo en serio, pero entonces me sonrojo y vuelvo a voltear hacia la estufa. —N-no exactamente… —Eso se traduce a “sí”. ¿Por qué no me dices qué es lo que pasa? Antes de decir una sola palabra más, le sirvo en un plato los únicos dos hotcakes que llevaba hasta el momento hechos; luego coloco el plato en la barra de la cocina, frente a él (entre él y yo) y con miel de maple dibujo una flecha atravesando el desayuno. Neil mira fijo el plato por un momento. Después levanta la mirada y me ve a mí, pero no dice nada. —Me gustas— le dijo. Y bingo. Ojos abiertos de par en par. —Me gustas mucho— me río. —Siempre me había dado algo de vergüenza por ser mayor pero… —¿Te gusto desde hace tiempo?— pregunta claramente atónito y sonrojado. —Desde la secundaria— me vuelvo a reír, el triple de roja que él. —Jen…— empieza a decir y decide ponerse de pie. —Tú me gustas a mí. —… ¿Eh?— lo ha dicho con tal seriedad que, imposiblemente, mi sonrojó se duplicó en intensidad. —Desde la secundaria— se ríe. —¡¿Eh?! —Sí, Jen. Neil toma mi mano por encima de la barra y entonces todo se vuelve tan real que mi vergüenza desaparece. Él está ahí, sonriéndome, y yo estoy incrédula. Tan feliz. Me vuelvo a reír, simplemente. —Se te van a enfriar y debo hacer los demás— le digo para que empiece a comer y vuelvo a la estufa. No pasan ni dos minutos para que Gabriel y Sally despierten, ambos quejándose de que aún olía a quemado. Neil les comentó algo como que si hubiera sido un incendio, estarían muertos. Y me reí. Y ellos seguían algo dormidos, se les notaba, pero nos miraron con desaprobación. Desayunamos y el resto del día pasó como cualquier otro. Sin embargo, teníamos planes de salir a cenar junto con nuestro querido hermano mayor y su novio. Así que Sally y yo nos empezamos a arreglar un poco temprano. Iba a ser una novedad decirles a todos que, por acuerdo implícito, Neil y yo éramos una pareja a partir de ese día. Sin embargo, Sally se me adelantó a los hechos. —Fingí en la mañana— me explicó mientras se maquillaba y yo me peinaba. —Escuché el tardío intercambio de confesiones entre tú y Neil. —¡¿EH?! ¡Sally!— mi sonrojo de esa mañana volvió. —No hace falta que digas nada; solo quería decirte que me sentí inspirada. —¿Qué quieres decir? —Lo escucharás cuando esté lista y antes de irnos a cenar. Me preguntaba a qué se refería pero, observando lo avanzada que iba con su maquillaje, decidí que simplemente esperaría a “escuchar”, como decía Sally, lo que fuera que tenía planeado. No era algo que me fuera a decir a mí, me di cuenta cuando se dio un último vistazo, más nervioso que vanidoso, y salió de la recámara, dejando la puerta cerrada solo a medias. De todos modos, me acerqué a dicha puerta para enterarme bien de lo que fuera a pasar. —Wow— escucho exclamar a Gabriel, seguramente en la sala. —Te ves… muy bonita, Sally. —Gracias, Gabriel— escucho decir después a Sally, con un tono de voz muy natural. —Es grandioso que decidas arreglarte para ti misma y no para un chico— dice Gabriel y tengo que cubrirme la boca para no echarme a reír. —Hmm, sí, se puede decir que estoy haciendo algo por mi mísma— responde Sally, quien no se oye como alguien a quien le hayan desbaratado un plan. —¿Oh?— Es difícil saber qué tan interesado está Gabriel, o si está haciendo otra cosa mientras Sally le está hablando. —Hmm, ¿sabes? has estado actuando un poco rara esta última semana— escucho decir a Sally y entonces me doy cuenta de a qué se refería. ¿Había estado Gabriel actuando un poco raro la última semana? La respuesta era no. —Umm… No sé de qué hablas— puedo imaginarme claramente a Gabriel encogiéndose de hombros igual que yo, pero disfrazando muy bien lo que siente, o no sintiendo nada en lo absoluto. Rezo paraqué sea lo primero. —Ya, vamos. Te conozco, Gabriel— insiste Sally, igual que Neil en la mañana, y aunque no la tengo de frente, percibo cierta irritación en su voz. —¿Acaso es algo que yo hice? —¡No!— Gabriel responde, aparentemente en serio, pero sin ver sus gestos es casi imposible saber si está acorralado. —No— repite, con más calma, aún con seriedad. —Eso se traduce a “sí”— jamás había escuchado a Sally tan desesperada y nerviosa en sus muchos años de vida. —¿Por qué no me dices qué es lo que pasa? —No pasa nada— responde Gabriel, serio aún. Antes de decir una sola palabra más, puedo escuchar a Sally respirando hondo. Miro fijo a través de la rendija de visión angosta que me da la puerta a medio cerrar, lo que me permite ver a medias a un desinteresado Gabriel leyendo un libro en el sofá, y a Sally de pie frente a él, dándome a mí la espalda. —¿… Me vas a hacer ser quien lo admita?— murmura Sally. La veo temblar. Oh-oh. —¿Huh?— también veo a Gabriel levantar la mirada y en menos de un segundo… Ojos abiertos de par en par. —¡Me gustas, Gabriel!— exclama Sally y Gabriel finalmente se sonroja. —¿Vas a decirme que yo no te gusto? —¡No, por supuesto que me gustas!— su respuesta es tan inmediata, fuerte, clara y honesta que no tengo que ver de frente a mi hermana para saber que está tan sonrojada como él. —Y-yo… yo no creí… gustarte… —¿Pe-pero qué dices? ¿Por qué NO me gustarías? Has sido el chico más amable, lindo, inteligente, divertido que he conocido desde que estaba en la secundaria… Los dos se quedan en silencio por un momento, claramente apenados. Sin embargo, Gabriel decide levantarse del sillón y caminar hasta Sally, lo que me hace pensar que podría ver que los espío así que me aparto de la puerta. —Bueno, si alguien sabría de amabilidad, lindura, inteligencia y sentido del humor, serías tú— oigo decir a Gabriel, y podría jurar que se escucha como si sonriera. Tiene que ser posible y además sumamente mágico ¿no? Escuchar como una persona sonríe. Como cuando alguien te llama por teléfono y te dice que le dieron alguna buena noticia. No precisamente se ríe ni nada, pero se escucha feliz, sin que tengas que verle sonreír realmente. La sola idea me hizo a mí sonreír. Luego me di cuenta de que hubo silencio por un momento, y luego risitas. “Ugh” se escapó de mis labios antes de que me diera cuenta. Luego simplemente caminé de vuelta hacia el peinador para terminar de arreglarme.