Song-fic de Pokémon - Los Gritos del Silencio II

Tema en 'Fanfics Terminados Pokémon' iniciado por Maze, 16 Noviembre 2019.

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    Maze

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    Aries
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    Título:
    Los Gritos del Silencio II
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    Para niños. 9 años y mayores
    Género:
    Amistad
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    1
     
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    Los Gritos del Silencio II

    El clima era malo cuando se conocieron. El cautiverio de Persian se había prolongado por tres años ya, los mismos que llevaba sin ver la luz del sol. Su hogar se reducía a los barrotes y el techo de su jaula; ambos cubiertos de óxido, pero demasiado macizos como para que pudiera romperlos; su mundo, a las cuatro paredes del albergue para pokémon agresivos, una oscura bodega sin ventanas; su vida, a dormir en su fría plancha de hierro, comer de una bandeja con desperdicios dos veces al día y meditar sobre su propio deterioro. Cada día le era un poco más difícil ponerse de pie. Cada vez pasaba menos tiempo con los ojos abiertos.

    Había al menos otros treinta pokémon encerrados con él. Los primeros días se molestó en contarlos, pero a menudo llegaban unos y otros morían en sus celdas, y sólo entonces salían; el número cambiaba siempre y ni él ni los demás querían pensar en seguir contando. Los recién llegados reaccionaban de formas diferentes: algunos pedían clemencia con gemidos lastimeros, otros se mostraban agresivos con los carceleros o trataban de abrir sus jaulas, desafiantes hasta el final, y otros más caían en la desesperacion y enloquecían. Persian había sido de los tres tipos, como muchos otros, pero finalmente se rindió a su destino, como hacían todos. Aprendió a engañarse a sí mismo, a escapar a ese lugar en su interior en el que no podían alcanzarlo sus propios pensamientos. Estaba condenado a morir en esa prisión de vejez, pena y enfermedad, pero recodarlo no iba a cambiar su situación, y si iba a pasar el resto de su vida en cautiverio, prefería hacerlo dormido que despierto. Hacía mucho que no soñaba nada de todos modos, y el letargo constante era lo único que le permitía soportarlo.

    Por desgracia (o por suerte), aquella era una noche de tormenta. La lluvia repiqueteaba sobre el techo de lámina y se hacía eco por toda la bodega, así como el ocasional estruendo de un trueno en la lejanía. Nadie podía dormir, pero nadie tenía fuerzas para conversar, de modo que sobre ellos se extendía una pesada sensación de angustia. ¿Por qué no podían ser sordos? ¿Por qué el mismo clima les quitaba lo poco a lo que podían aferrarse?

    Tales pensamientos lo ocupaban cuando sus oídos captaron el sonido de unos pasos humanos. A juzgar por las expresiones de sus compañeros de encierro, ellos también lo oían. Todavía no era hora de comer, así que seguramente traían a un nuevo prisionero. En breve, la puerta de hierro se abriría para dar paso a la oficial de policía y su arcanine guardián, el mismo que se encargaba de someter con la amenaza de sus llamas a los agresivos. Una bestia de aspecto noble que ocultaba su ferocidad, pero Persian, como tantos otros, había sido víctimas de sus arranques de ira. La sola idea de verlo hizo que cerrara los ojos para fingir estar dormido, o incluso muerto; para que se olvidaran de él y lo dejaran tranquilo.

    Seguía con los ojos cerrados cuando escuchó chirriar los goznes de la puerta. La lluvia ahogaba el sonido de los pasos, pero su instinto le decía que alguien había entrado, y sus bigotes le advirtieron que se acercaba a él. Apretó sus párpados y trató de contener sus temblores, pero la presencia había llegado hasta él y empezó a manipular la cerradura de su jaula. Unos segundos después, escuchó caer el pesado candado y solo entonces abrió los ojos. Aquella pieza de metal oxidado no se había abierto en años. Ni siquiera creía que fuera posible abrirla de nuevo.

    Se trataba de un humano. Un hombre adulto, pero joven. Su cabello era castaño y sus ojos grises; su piel, ligeramente bronceada. Su atuendo se componía de una sudadera y pantalones negros, botas negras, gorra negra y guantes grises y gastados. Su gesto era tenso, y mientras Persian lo observaba, ya había forzado tres candados más. Sentía que su mente lo engañaba. Esas jaulas nunca se abrían, nunca mientras su ocupante aún estuviera vivo. ¿Es que habían muerto? ¿Es que estaba soñando de nuevo? Tenía que ser una mentira, y él ya no tenía fuerzas para soportarlas.

    —Deprisa —dijo el humano cuando cayó la última cerradura—. Vamos a irnos antes de que nos atrapen, ¡deprisa!

    No sólo él, los demás pokémon estaban igual de incrédulos. El miedo paralizada a unos, y a otros, la debilidad. Algunos de ellos incluso habían olvidado cómo mover sus patas. Se produjo un largo silencio hasta que los primeros empezaron a salir. Un spearow, un veectrebel, él mismo fue uno de los últimos en levantarse, y al día de hoy no sabe qué lo impulsó a moverse, así como no sabe por qué nadie trató de detenerlos. El humano debió hacer algo a la oficial, al arcanine y a los otros guardias, pero no tenía idea de qué. Los pasillos estaban a oscuras y la lluvia seguía retumbando sobre el techo durante su lenta marcha. Estaban tan débiles que no hubieran podido ofrecer resistencia.

    Lluvia pesada que molaba su pelaje cuando salieron al exterior. Lluvia helada y revitalizante que parecía electrizar sus huesos. Lluvia que caía de sus ojos hasta perderse en sus bigotes. Un relámpago iluminó el firmamento, y su trueno sonaba como una bienvenida al mundo, como si hubieran nacido de nuevo y el cielo llorara con ellos. Asustados, o alentados por el estruendo, los pokémon que escaparon echaron a correr o volar tan rápido como podían a la hierba alta, deseosos de dejar atrás esa siniestra prisión. Solo Persian se quedó en su sitio, y fue porque la espesura le asustaba tanto como su jaula. A diferencia del resto, él no era un hijo de lo salvaje. Se sentó sobre sus cuartos traseros con la mente en blanco, incapaz de tomar una decisión, y escuchó nuevamente la voz del humano.

    —¿No tienes a dónde ir?

    Se había recargado contra la pared mientras intentaba encender un cigarrillo al abrigo de una cornisa. Fue imposible porque sus dedos estaban húmedos, pero su tranquilidad aturdió al pokémon. Parecía que no le importaba si lo capturaban una vez cumplida su misión.

    —También pasaste por lo tuyo, ¿eh?

    Caminó hacia donde estaba él y extendió su mano sobre su cabeza. El primer impulso de Persian fue soltar un zarpazo, pero el miedo lo paralizó en el último momento y simplemente cerró los ojos. No los abrió hasta que sintió los dedos del humano estrujando su pelaje.

    —Ven conmigo entonces. Me cuentas en el camino.

    Naturalmente, Persian no podía contarle que había sido un meowth. Una cría que separaron de su camada a las dos semanas de nacido para entregarlo a una mujer y convertirse en el regalo de Navidad de su hija. Que había crecido como un gatito mimado hasta que la niña tuvo edad para efectuar su viaje pokémon. Persian luchó con valor bajo su mando, y pasado un tiempo, evolucionó a su forma adulta. Su dueña, sin embargo, no estaba tan complacida. Su nuevo tamaño era un inconveniente y a veces la asustaba su apariencia. En otras circunstancias pudieron liberarlo, pero tras un combate especialmente tenso, volvió sus garras contra su propia entrenadora por accidente y le hizo un corte severo en el brazo.

    Anteriormente sacrificaban a los pokémon que atacaban a sus dueños, pero ahora los encierran en jaulas. Los padres de la niña se mostraron inflexibles y ella no protestó. Después de todo, ahora tenía más pokémon para acompañarla. Pero Persian no tuvo ocasión de lamentarse por ello porque lo que había ganado era mucho peor que lo perdido. Las palizas, el hambre, las noches temblando de hambre y frío en las que se mellaba los dientes tratando de romper los barrotes de su celda, la ansiedad, la desesperación de saber que moriría sin volver a ver la luz del día. El fuego de arcanine...




    El humano vivía en un pequeño apartamento de una sola habitación. Su mobiliario se reducía a una estufa portátil, un sofá que hacía las veces de cama y un televisor entrado en años, pero de cualquier forma pasaban poco tiempo ahí. Salían temprano por las mañanas a estudiar los centros de retención para pokémon agresivos. Memorizaban los horarios de sus guardias en base a cuándo entraban y salían, hacían diagramas de cómo lucían por fuera y cómo debían ser por dentro. Y preparaban diversas formas de lidiar con ellos, desde narcóticos a explosivos, y ocasionalmente él mismo intervenía. Conforme se movían de ciudad en ciudad, escuchaban historias sobre el misterioso fugitivo que liberaba a los pokémon cautivos. Al humano le gustaba la atención, y eventualmente empezó a pintar la silueta de un cohete con aerosol rojo en los muros de las instalaciones que atacaban. Parecía feliz, pero al mismo tiempo, una extraña nueva de amargura empezaba a torcer sus labios.

    —No es suficiente —le dijo una noche—. No estamos haciendo ningún bien a estos pokémon.

    Persian alzó las orejas. El humano había tomado la costumbre de contarle sus pensamientos, y descubrió con sorpresa que solían ser similares a los suyos.

    —Están demasiado débiles, algunos de ellos ni siquiera fueron salvajes. ¿Les damos libertad o los mandamos a morir? Debemos... hacernos responsables.

    Era cierto. Los pokémon habían perdido su fuerza tras años y años de cautiverio, y algunos de ellos habían sido sólo mascotas antes de ello. El propio Persian hubiera muerto si no lo hubiera rescatado, y probablemente muchos de los pokémon que liberaban terminaban igual. Había que hacer algo, pero, ¿cómo, si apenas tenían suficiente para sí mismos? El humano no tenía un empleo ni combatía por dinero, y todo lo que conseguían era robado por ambos. ¿Cómo iban a dar asilo a todos los pokémon que lo necesitaban?

    Sin embargo, Persian sabía que en algo eran diferentes. Mientras él enumeraba mentalmente sus problemas, el humano buscaba la forma de resolverlos.

    —Ya sabes, últimamente estos... imitadores... el otro día hablaban de ellos por tv. Tal vez podamos hablar de ellos... organizar algo... tal vez...

    La mayoría eran jóvenes. Más que el humano, pero otros eran viejos. Personas sencillas de baja extracción, al principio, gente que deseaba ser parte de algo. Empezaron a hacer planes y reunir sus recursos. El plan original del humano de crear un refugio para pokémon resultó ser inviable, y el plan secundario de un centro de rehabilitación tenía los mismos problemas de falta de fondos y espacio. Aún así, siguieron liberando pokémon, cada vez en más centros a lo largo de la región. Lo importante, según el líder, era mantenerse en movimiento, no dejar una sola jaula sin abrir antes de que se convirtieran en ataúdes.

    Los perseguían. Los cazaban. Perdieron a varios en el camino, y en más de una ocasión el líder y él estuvieron a punto de ser atrapados, pero nunca pensaron en desistir. Persian encontró junto al humano algo que deseaba hacer, algo en qué creer. Cada vez que irrumpían en un centro, sentía que se salvaba a sí mismo de nuevo. "¿Qué importaba lo que dijeran en las noticias?" Decía el humano. Ni los pokémon ni los humanos habían nacido para ser enjaulados, y mientras siguieran luchando serían libres. Siempre libres.

    Fue la mujer pelirroja la que sugirió un nuevo enfoque a su cruzada. Se había encariñado con un Gloom que rescataron al borde de la muerte y la seguía a todas partes. Sí, ellos liberaban a los pokémon y ocasionalmente los tomaban como compañeros. Rattata, koffing, zubat y ekans eran los más comunes en los centros de retención, dado que los entrenadores descuidados los capturaban sin cuidar de ellos. Pokémon como estos se habían acostumbrado a los humanos y ahora preferían seguir en su compañía. Sí, cada vez el grupo era más grande y podían cuidar de más, pero seguían siendo demasiados, y aunque estas especies eran aptas para misiones de sigilo, había muchos otros incapaces de defenderse o trabajar. Si ellos los liberaban, ¿por qué no ponerlos en buenas manos? Tal vez carecían de los fondos para abrir refugios, pero podían donarlos a otros humanos dispuestos a cuidarlos, al menos a los que se resistieran a la vida salvaje.

    Empezaron las adopciones, y con ellas llegaron las primeras contribuciones. Ya no eran sólo jóvenes y renegados, sino que incluso la gente influyente de la región empezó a prestarles atención, incluso en forma de fondos. "Ya no estamos solos" le dijo el humano en una ocasión, "ya no luchamos solos". Persian vio lágrimas caer por sus mejillas mientras acariciaba su nuca. Se convirtieron en un símbolo, y la letra escarlata en sus uniformes era conocida en toda la región. ¿Ladrones? ¿Heroes? ¿Rebeldes? ¿Terroristas? Al líder no podía importarle menos. Que los historiadores respondieran a esas preguntas dentro de cien años, decía. Él tenía trabajo qué hacer.




    Cuando Persian mira hacia atrás, le parece que aquellos años fueron poco más que un sueño

    ¿Cuándo fue que las cosas empezaron a cambiar? ¿Cuando los hombres importantes se fijaron en su organización? ¿Cuando, para solventar los crecientes gastos, dieron prioridad al tráfico clandestino? ¿Cuando empezaron a "liberar" pokémon de sus entrenadores, de las reservas naturales y los hospitales?

    ¿Cuándo abrieron sus puertas a monstruos como aquel tipo que mutilaba pokémon?

    ¿Cuándo fue que empezaron con sus experimentos?

    La cruzada que habían iniciado y de la que forman parte son dos realidades distintas, de un contraste tan irónico como una risa cruel. Y mientras Persian recorre las instalaciones, entiende que su sueño se ha convertido en una pesadilla. Dos reclutas llevan una jaula con un pequeño butterfree de ojos verdes y alas brillantes en su interior, aunque una de estas está medio arrancada y su cuerpo púrpura presenta golpes por todas partes.

    —Dio muchos problemas ese mocoso...

    —Que le jodan, era un puto cazabichos, seguro ni sabía cuánto vale esta cosa.

    —Hay un viejo en la ciudad que las colecciona. Tenemos que venderla antes de que se pudra.

    —¿Y ese, se escapó? —pregunta uno de ellos señalando a Persian.

    —Es la mascota del jefe, va y viene por donde quiere.

    No lo detienen cuando los sigue hasta la bodega. El cuidador es un recluta de corto cabello azul acompañado por un extraño pokémon canino de color negro, largos cuernos retorcidos y ojos como llamas infernales.

    —Pónganlo encima del arcanine de ahí —es todo lo que dice, aunque al ver a Persian, añade una pregunta—. ¿El jefe ha vuelto?

    —Nunca se fue. No toma un descanso ni por el nacimiento de su hijo.

    Persian vuelve sobre sus pasos y se encamina a la oficina del humano. Se pregunta qué pensará cuando lo vea, e imagina que va a acariciarlo en la cabeza, como hace siempre desde aquel día.

    ¿El niño tendrá sus mismos ojos? ¿Los que tenía entonces o los que tiene ahora? ¿Qué pensará cuando tenga edad para comprender?

    Sube los escalones con sus almohadillas silenciosas. Un trueno distante resuena por las paredes del edificio, otra noche tormentosa.

    Sus patas son fuertes, sus sentidos agudos y sus colmillos más filosos que nunca. Sabe lo que debe hacer, y sabe cuáles serán las consecuencias, pero sabe también que debe hacerlo de todas formas. Porque el hombre que le ha convertido en lo que es le ha dado las armas para llevar a cabo su último rescate. Y aunque está solo de vuelta, sabe que hace lo correcto, aun si es el único que lo comprende.

    Es su turno de abrir la jaula. De defender la causa en la que el humano creía.
     

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