Las sombras

Tema en 'Relatos' iniciado por Darren Frost, 23 Abril 2015.

  1.  
    Darren Frost

    Darren Frost Dream Demon

    Libra
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    25 Marzo 2014
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    Escritor
    Título:
    Las sombras
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Amistad
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    1253
    — Bryan, cielo, has estado sentado ahí todo el día… ¿Puedes bajar por favor? — Al oír la voz de su madre, volteó suavemente el rostro hacia ella. Pudo observar la dulzura en su mirada como algo casi palpable, una mano extendiéndose hacia él para ayudarlo a bajar. “Pobre mujer” pensó, “Ella no tiene la culpa de que sea un monstruo”. Tomando su mano y sonriéndole, se bajó del techo de la casa donde había estado sentado meditando toda la tarde. Al entrar, le dieron la bienvenida los aromas hogareños; el delicioso café que se estaba haciendo en la cafetera, algunos pastelillos que estaban por terminar de cocinarse en el horno, el olor de las flores que había traído ayer para ella. Todo parecía casi perfecto cuando estaba junto a su madre, él sabía cuánto lo adoraba, sabía cuánto le dolía que casi no estuviera en casa… pero no podía quedarse, no quería perderla. Sólo él sabía las horribles cosas que su mente lo obligaba a pensar, y sólo él podía controlarse, pero para ello necesitaba estar en compañía de su triste soledad.

    Cuando se sentaron a la mesita de la sala de estar, todo ya estaba servido, la dulzura de su madre aún presente entre ambos mientras ella le ofrecía los pastelillos que sabía que adoraba. Bryan amaba a su madre, la adoraba de verdad, esa era otra de las razones por las cuales prefería alejarse, porque si su mente hiciera algo para dañarla, él jamás se lo perdonaría. No podía evitar sentir que su madre no lo merecía, ella debería haber tenido un hijo igual de bello que ella, igual de angelical que ella, no sólo este pedazo de basura como se veía a sí mismo. Llegó un momento en el que no pudo contenerse y dejó las lágrimas escaparse de él, esperando que su madre no las notara… pero las notó. Bryan se maldijo por dentro mientras sentía las cálidas y suaves manos de su querida mamá, intentando consolarlo del dolor que él mismo se provocaba. Pronto los sollozos escaparon de su garganta y sus brazos la rodearon, arrepintiéndose por haberla preocupado.

    Algo así sucedía todas las tardes, el muchacho volvía de la escuela, saludaba a su madre y subía las escaleras hacia su cuarto, cerrándolo con llave y poniendo música a un volumen considerable mientras dejaba las lágrimas correr por sus mejillas, los sollozos ahogados por el volumen de la música. En un momento sólo se escapaba por la ventana, trepando su camino hasta el techo y allí se quedaba, sabiendo que adentro tenía todo lo que su mente necesitaba para dañarlo. Prefería estar afuera, donde no había cosas afiladas a menos que las buscaras, y en el techo de su casa por suerte no había ninguna. Sabía muy bien que en su cuarto aún estaban las afiladas hojas de las varias navajas que le había regalado su padre antes de marcharse, hojas que habían marcado su piel desde que, a los 12 años, había comenzado a sentir esa repentina y absurda tristeza que no lo dejaba dormir. Durante esos primeros días no se odiaba a sí mismo, odiaba a sus padres por mandarle todo el tiempo, por no entenderlo, por no entender que él tampoco sabía de dónde había llegado esa tristeza tan inmensa. Odiaba que no pudieran comprender, que siguieran preguntando como si él tuviera todas las respuestas del mundo.
    O eso, hasta que un día se despertó, tarde por la noche y su padre había entrado a la habitación con lágrimas en los ojos, su madre a un lado con la mirada en la nada mientras las mismas lágrimas recorrían la aún tersa piel de sus mejillas. Bryan ya se esperaba lo que dirían, y como presintió, su padre había ido a despedirse de él, algo que el pequeño él comprendió muy tranquilamente; sabía que sus padres se amaban todavía un poco, podía sentirlo, pero también los había oído discutir por él y eso también le molestaba. Prefirió callar esa noche y despedir a su padre con una sola lágrima, le prometió intentar ser fuerte, pero fue una promesa que su padre y su madre jamás escucharían.

    Esas navajas eran el único recuerdo que le quedaba, todas las fotos las habían llevado al ático para que su madre no tuviera que sufrir los ataques de la cruel melancolía. Desde entonces, las conservaba; hasta los 14 sólo las había utilizado para tallar a solas los lápices en su cuarto, pero las sombras y los monstruos de aquella tristeza que le oprimía el pecho y cegaba su razón fueron más fuertes que él. Se había prometido ser fuerte, había guardado todo en esos 2 años luego de que su padre se fuera, pero en el momento en que la navaja dejó el lápiz para cortar sus brazos, esa promesa quedó atrás.
    En aquellos días, Bryan hallaba consuelo en dejar que la sangre fluyera libre de sus venas, el dolor parecía aliviarse cuando el líquido vital de su ser se abría paso por la piel cortada. Era una especie de castigo a su tristeza, que a pesar de todo regresaba. Por suerte, el muchacho supo cuándo parar, las marcas que cada vez eran más profundas también se estaban haciendo difíciles de ocultar, y sabía que su madre se desesperaría de angustia si fuese a encontrarlas.

    Hoy, con 17 años de edad, aún se encontraba intentando aliviar la tristeza que con los años que pasaron sólo empeoraba. Se sentía culpable, pesado y cansado, ya no podía seguir cargando con todo, pero jamás se volvió a cortar. Prefería evitarle el dolor a su madre y cargar con él por sí mismo. Si bien, tras haber merendado, había regresado a su cuarto para acabar con algunas tareas que le quedaban, no volvería a tocar esas navajas; la tentación era demasiada desde el momento que las veía, pero ver sus brazos llenos de cicatrices como recordatorio de por quién estaba luchando, eso era lo que lo convencía.
    Al escuchar la voz de su madre, bajó el volumen de la radio, se lavó la cara para aliviar el ardor de sus ojos tras varias horas de llanto sin cesar, y finalmente abrió la puerta. Su madre esperaba del otro lado, con la mano extendida para que le mostrase su brazo. Bryan sintió cierto cosquilleo emocionado cuando su madre vio las marcas viejas y ninguna nueva para acompañarlas. Su sonrisa aliviada le llenaba el corazón de gozo; y se lanzó a abrazarla con todo cariño, con todo ese amor que un hijo siente hacia sus padres.

    — Llevas un año entero limpio, Bry… te felicito, mi cielo… — Cuando sintió las lágrimas cristalinas de su madre caer en su hombro, él dejó las propias volver a caer. Apreciaba demasiado a su madre, la adoraba con todo su ser. Aquella depresión que lo acosaba no era nada comparada con el mutuo amor que el hijo y la madre se tenían. Si bien Bryan sabía que aún sentiría ese pesar tan inmenso, se alegraba de haber contado con su madre para intentar superarlo. Por un momento sus hombros se sentían livianos, su corazón se había henchido con felicidad. “Un año entero sin marcas…” pensaba para sus adentros, escuchando la melodiosa voz de su madre cantarle el feliz cumpleaños por haber pasado tanto tiempo sin cortarse; “¿Sabes, mamá? Sé que por ti, voy a llegar a un año más… sólo un año más…” Se decía, riendo con su madre llenos de felicidad, disfrutando de poder tenerla todavía y poder volver a prometerle que mejoraría.
     
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