León: el profesional La Posesión Más Preciada (Léon, El Profesional) [¿El Mejor o Peor Regalo de Navidad?]

Tema en 'Fanfics sobre TV, Cine y Comics' iniciado por Luncheon Ticket, 23 Diciembre 2020.

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    Título:
    La Posesión Más Preciada (Léon, El Profesional) [¿El Mejor o Peor Regalo de Navidad?]
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2290
    Para la actividad navideña que figura en el título, éste sería el mejor regalo.



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    Afuera, en las calles, hacía demasiado frío. El cielo amenazaba con arrojar una gélida y copiosa nevada sobre la ciudad, pero el clima helado no era lo único malo en ese sitio. En un barrio cuyos habitantes eran mayormente gente humilde y de escasos recursos, Tony (apodado como el “Viejo Tony”) regenteaba su “negocio”. Él era uno de los hombres más conocidos de Little Italy (un asentamiento neoyorkino donde predominaba la comunidad extranjera, especialmente la italiana, e incluso había muchos italoamericanos establecidos allí), ya que siempre estaba enterado de todo lo que sucedía en lo que él decía que era “su territorio” y sus alrededores. Era dueño de una reputación particular, la de ser un muy buen tipo, pero a la vez lleno de asuntos un tanto “oscuros” o “sucios” a sus espaldas.

    La pobreza y la necesidad que abundaban en la zona ocasionaban que muchos ciudadanos terminaran por inclinarse a una vida delictiva, o peor, la de meterse en menesteres aún más ruines o repudiables, como el contrabando y la posterior venta de drogas o la trata de blancas. El buen Tony todo lo sabía, siempre decía que tenía ojos y oídos en cada rincón. Si alguien se traía algo entre manos, él lo sabría antes que nadie. Su pelo corto y canoso, su cuerpo obeso, su actitud despreocupada y su aspecto descuidado podían dar una impresión muy distinta de lo que en realidad era él. O a lo que se dedicaba. Aquella jornada, y pesar de ser invierno, este señor vestía su típica franelilla, junto a sus ya reconocibles anillos y cadenas de oro o plata. Se lo notaba más serio que de costumbre, departiendo acaloradamente con alguien en la privacidad de la parte trasera de su local.

    —Escúchame, Tony. Y escúchame bien —le exigió un individuo de apariencia tosca, mientras le enseñaba los dientes cuando le hablaba para demostrar su encono—. El “trabajo” está hecho. Dame mi maldito dinero ahora mismo —con eso dicho, apoyó su dedo índice sobre la superficie de la mesa.

    Ante esas palabras, Tony miró hacia otro lado. El ambiente se iba resintiendo a cada segundo. La persona que estaba sentada frente a él no era alguien con quien bromear. Se dio cuenta, como ya esperaba, que estaba en un aprieto. Se sintió molesto, no le gustaba para nada que le hablasen con ese tono, uno muy áspero, dramático, amenazador. Más que eso, odiaba tener que perder su buen humor, su desenfado. Le agradaba estar al “mando”, tener todo “bajo control”. Pero eso era imposible con tanto “perro rabioso” por doquier. Los jóvenes de hoy en día no sabían lo que era el respeto. Ellos no tenían códigos. Los “tratos” han de hacerse como amigos, no de manera irritada o con mala actitud.

    —Ten mucho cuidado con lo que dices, muchacho —contestó el señor, exhibiendo una tonalidad hostil—. ¿Acaso antes te he dado algún motivo para que desconfíes así de mí? Las cosas no marchan bien, esperaba un poco de empatía de tu parte —al comentar eso, señaló a su interlocutor con las palmas abiertas—. No me agrada que me falten el respeto, ¿eh? Te pagaré lo que te debo, pero no quiero volver a verte por aquí —metió una mano en su bolsillo y sacó un fajo de billetes.

    Tony se puso a contar el dinero muy rápido, con una soltura que indicaba que ya había ejecutado esa misma acción infinidad de veces. Ni siquiera necesitaba mirar las denominaciones ni pronunciar en voz alta la enumeración, más que una persona, parecía una máquina. Cuando alcanzó la suma estipulada, separó el monto (unos tres mil dólares, una nada despreciable cantidad de “pasta”) y lo colocó sobre el mantel dando una sonora palmada, se lo veía fastidiado. Pero también, y esto jamás lo admitiría (ni para sí mismo, ni ante nadie), estaba sintiéndose intimidado.

    Él tenía conocimiento de que muchos rufianes eran capaces de matar por matar; la droga, los vicios y una vida llena de presiones los volvía erráticos, descontrolados, temperamentales, impredecibles. Si no se cuidaba lo suficiente, su integridad podría estar en peligro. El muchacho tomó el dinero para verificar la cantidad (mucho más despacio, y con una torpeza patente). Cuando vio que estaba bien, se marchó sin decir nada. Los billetes que le quedaron a Tony eran poquísimos, asumió que tendría una fuerte discusión con su esposa más tarde, referente a ese tema.

    —Y recuerda bien, Mike, no vuelvas a poner un pie aquí, ¿me has oído? —el hombre necesitaba, de alguna manera, reafirmar su posición de superioridad—. Ya no eres bienvenido en la casa del “Viejo Tony”. Desaparece de mi vista.

    El aludido no le prestó atención, o hizo como si no hubiera escuchado lo que le decían. Se cruzó con un sujeto justo en la entrada que parecía bastante sospechoso. Éste era delgado, alto, algo introvertido. Estaba ataviado completamente de negro. Su vestimenta se componía principalmente de una gabardina, un gorro de lana y unos lentes de sol con los aros redondeados. En su mano derecha colgaba un maletín que, aunque no lo parecía, tendría un peso considerable. A pesar de no tener mucha experiencia en el “rubro”, el muchacho supo de inmediato que ese personaje era de temer, quizás uno de esos profesionales a quienes se les encargaban los trabajos más difíciles. Aligeró el paso y desapareció de allí. Tony vio llegar al hombre con vestimenta oscura y suspiró resignado. Más cuentas que pagar. Pero consideró que tenía un as bajo la manga. O improvisaría lo necesario para obtener alguna.

    —¡Ey, Léon! Qué bueno verte por aquí. Ven, pasa —el anfitrión le saludó desde el fondo, invitándolo a sentarse en su mesa. Cuando el recién llegado se aproximó hasta allí, se levantó para abrazarlo—. Ya me estaba preguntando por qué no venías, ¿eh?

    —Buenas tardes, Tony —Léon le saludó escuetamente. Era alguien de pocas palabras.

    El señor le ordenó a una de sus empleadas que le sirviera un vaso de whisky, y otro, pero de leche, para su acompañante. Después de un rato, una señorita se hizo presente con una bandeja, dejando el pedido sobre la mesa. Contrario a lo que se podría esperar, Tony se mostraba alegre, mas Léon no lo estaba. Se lo notaba nervioso, un poco inseguro, semejante a un niño que no sabía si era mejor decir lo que pensaba o si se debía quedar callado. El caballero se percató de eso, de aquella mirada dubitativa. Aún detrás de los lentes oscuros, era capaz de percibir tal particularidad en su expresión. Ya desde ese mismo momento, comenzó a jugar sus cartas.

    —Hombre, ¿qué te sucede? —le preguntó Tony, luego de tomar un trago—. Tienes alguna inquietud, ¿eh? Dímelo. No te contengas.

    El interpelado vaciló un rato. Se acabó el vaso de leche de un trago y se limpió la boca con el reverso de la mano. Era como que le costase horrores el expresarse adecuadamente, muy al contrario de su oficio. Léon se desempeña como un asesino a sueldo. Y no cualquier asesino. Él era el mejor de toda Little Italy, acaso el mejor de todo New York. Había alcanzado ese título por su efectividad, por su eficiencia, por tener normas. Siempre lo decía antes, durante, y después de cada trabajo: “ni mujeres, ni niños”. Él no asesinaba inocentes, sólo a rufianes, a otros asesinos o a cualquiera de esa calaña. Más si eran lo bastante inescrupulosos como para perjudicar a quienes no lo merecían. A su manera (una bastante extraña e inusitada), se asemejaba a un antihéroe. El quitar una vida no le ocasionaba problema alguno, le tomaba un par de minutos, acaso segundos. En cuanto al querer decir algo con soltura, bueno, eso ya era harina de otro costal. Pero finalmente, se armó de valor y soltó su petición de una vez.

    —Verás, Tony… yo, digo. Espera —se pasó el dedo índice debajo de la nariz, como para hacer tiempo y ordenar sus ideas. Acaso para envalentonarse aún más—. Bueno, quería preguntarte si me podías dar algo del dinero que me estás guardando, ya sabes. Si te parece, quisiera usar un poco para… no sé, comprarme algunas cosas que ando necesitando —durante todo lo dicho, no se animó a hacer contacto visual con el oyente ni por un solo segundo.

    El señor lo observaba estoicamente. Estaba llevando a cabo su papel. No tenía la menor duda en que la batalla estaba ganada. Léon siempre fue excesivamente ingenuo, confianzudo, poco determinado, indeciso, maleable. Tony lo conocía bien. Pero demasiado bien. Él fue el primero en darse cuenta que “Léon, el profesional” era muy distinto a “Léon, el civil”. Muchas veces tomó esa premisa para obtener la conclusión de que él conformaba dos identidades diametralmente opuestas en un mismo cuerpo. Y por cómo eran las cosas, no estaba del todo errado. Por el primer lado era mejor no llevar a cabo una confrontación directa. Definitivamente, por el segundo lado era por donde debía atacar. Léon, en el fondo, era como un infante, pero hasta ellos pueden perder la paciencia si uno no actúa con el suficiente tacto. Fue como si Tony de repente adquiriera el rol de amigo, de protector, de “padre”. Una intención manipuladora.

    —Óyeme, Léon. ¿Qué es eso? ¿Cuántas veces te he dicho yo que tu dinero está a salvo conmigo? —llevó ambas manos a la altura de su pecho—. Ya sé lo que harás, lo que tienes en mente, ¡vas a malgastarlo! Ten en cuenta esto, mi estimado: el despilfarro no te será de ningún beneficio. Tú no deberías convertirte en uno de esos imbéciles que se desviven por el alcohol y las mujeres. Confía en mí, es por tu bien. Es más, tengo algo mejor para ti. Espera un minuto.

    Se levantó de la mesa y se dirigió hacia una puerta que daba a un patio trasero. Volvió con lo que parecía ser una maceta en cuyo interior había una planta. Léon lo examinaba todo con una evidente confusión.

    —Mira, te daré… doscientos dólares y, para que veas cuánto te aprecio, te obsequiaré además esta planta —prácticamente le puso los dos billetes en la palma de la mano, y le hizo sostener la maceta con el otro brazo—. ¿Qué te parece? ¿Eh, Léon? ¿Te das cuenta lo mucho que hago por ti? Los consejos que te doy son invaluables —con esto, le apoyó una mano sobre el hombro—. Feliz navidad, mi amigo.

    El hombre de negro dirigió su vista al dinero, luego hizo lo mismo con la mata. Acto seguido, levantó la mirada.

    —Pero hoy es 18 de diciembre, aún falta una semana para la navidad —objetó León.

    —Pues, te doy tu regalo por anticipado —y le dedicó una sonrisa que, más que amistosa, terminaba siendo pícara; casi burlona—. Cuida mucho esa planta, es muy especial. Y no por el hecho de que te la haya dado yo.

    —Gracias, Tony. No quiero que pienses que… bueno, desconfío de ti, es solo que… ya sabes, mejor descuida. Lo siento —puso el efectivo en su bolsillo—. De nuevo, gracias. Hasta luego.

    Y salió a la calle con una sensación agridulce. Mientras se alejaba, Tony sonreía. Pero no por estar contento por su protegido, sino por haberse librado oportunamente (una vez más) de lo que sería un problema monetario. Las avenidas, junto a las intersecciones, permanecían casi despobladas. Léon caminó un par de manzanas, pensando en cuántas cajas de leche, pan y diversas cosas podría comprar con doscientos dólares. Se preguntó también cuánto debía ser la suma total de lo que le guardase Tony (miles y miles de dólares, tal vez), pero desechó ese pensamiento en un instante. Las cuentas las llevaba sólo él, y debía quedarse tranquilo. Su dinero estaba seguro, eso suponía. Después de todo, Tony nunca le había fallado. Siempre estaba presente cuando más lo necesitaba.

    Dobló una esquina, faltaban solo unos metros para llegar al edificio donde se alojaba. Vio a una niña apoyada sobre una pared justo en la entrada, tendría más o menos unos once años. Llevaba el pelo negro y largo, aproximadamente hasta la altura de la cintura. Era delgada, de una estatura superior a la media. Daba la impresión de que el día de mañana sería una mujer muy hermosa y atractiva. Ella sostenía un cigarrillo entre los dedos de la mano derecha. No era para nada una fumadora avezada, él se dio cuenta de ese detalle porque tosía mucho a cada bocanada que daba. Apenas estaba empezando, y tan joven. Intercambiaron una mirada fugaz. Ella denotaba rebeldía en sus ojos. Y resentimiento. Y resignación también.

    El hombre ingresó al establecimiento, pero casi se detuvo. Iba a decirle a esa niña que lo que estaba haciendo no era bueno, no para su salud. Pero ulteriormente decidió que, al fin y al cabo, tal cuestión no era de su incumbencia. Ya se ocuparían de eso sus padres. Ellos, y sólo ellos, tenían la responsabilidad de cuidar a esa jovencita descarriada. Y en cuanto a él, quizás tomaría una merienda, y más adelante, regaría su planta. Cada cosa en su lugar. Cada quien con sus propios asuntos. En ese instante lo ignoraba, pero aquel día surgieron dos hitos que conformarían el destino de Léon. El primero, la que sería su posesión más preciada de ahora en adelante (obtenida por una excusa en época navideña). La segunda, tener como nueva vecina a aquella preadolescente, quien más adelante cambiaría su vida para siempre.


     
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    InunoTaisho

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    Me declaro desconocedora de la historia, pero puedo apreciar que has manejado una trama bastante acorde con el tema y con la época, así que te felicito por haber hecho, como siempre, un buen trabajo.

    La personalidad de don Tony se me antojó algo así como Clemenzza el de "El Padrino", mientras que la de León fue verdaderamente desconcertante... mira que nadie en su sano juicio pensaría en un asesino a sueldo como un ser tímido, retraído, incapaz de contrariar a su jefe.

    En fin, el final fue algo extraño pero sin duda ha de ser similar a los sucesos de la novela como tal ─donde imagino que la joven de negra cabellera tiene un papel trascendental en la vida de este hombre. Un bonito gesto el recibir una plantita como regalo navideño y como símbolo de una vida que un asesino a sueldo debe proteger.

    Gracias por participar, gran amigo.
     
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    Es curioso que hayas hecho esa referencia, porque Tony sigue el estereotipo de mafioso italoamericano, pero de un modo más... banal, ordinario y humilde. No tiene la opulencia de Corleone (no sé quién sea Clemenzza, pero puede que tengan la misma perdonalidad, claro) y sus muchachos, pero, a su manera, él aspira a eso.
    Sobre Léon, es un personaje excesivamente querible, a pesar de uno saber bien a qué se dedica. Es que su pasado lo empujó a eso (no spoilearé nada, por si luego quieres ver el film). Él, al contrario que Tony, sí es un "tipo bueno", pero con sus propios demonios. Es, más bien, una víctima de las circunstancias.
    Tocando la relación con Mathilda (así se llama la jovencita), no es lo que parece, o sea, no hay nada oscuro entre ellos dos, solo una meta en común, y hasta se vuelven un dúo entrañable. Pero tampoco te hagas la idea de que son como "padre e hija", no. Te dejaré un fragmento de la película, que sería una "secuela" de este relato.


    Yo te sugeriría verla, vas a entender mejor muchas cosas. Si te gusta el drama y la acción, es casi obligatorio que la veas. Ahí te lo dejo.
    Saludos.
    :DD!
     
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    Ese amigo, tu "capítulo" debe ser un comentario, cámbiele.

    Por lo demás agradezco tu aporte, tal vez algún día me anime a ver el film... Y, en cuanto a Clemenzza, pensé que te habías leído "The Godfather", ese sujeto era un tipo de guardaespaldas para Don Corleone, y amigo cercano qué terminó traicionándolo... Superficialmente se mostraba como un hombre bonachón y alegre pero en el fondo era de los peores matones
     
    Última edición: 25 Diciembre 2020
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