La olla hirviendo Odiabas tener que comer lo que dejaba tu madre; como en esa mañana, en que la piel seca del panqué raspaba tu garganta y tenías que tomar regulares sorbos de agua para poder tragarla. Debías hacer algo para que Elvia mejorara su apetito, pues los últimos días había rechazado todos los alimentos que le preparabas y eso comenzaba a preocuparte. Una vez terminado el desayuno, te levantaste y saliste de la cocina; en la sala, a la luz de un sol despierto y rodeada por una humedad corrosiva, doña Elvia, tu madre, descansaba sobre un sofá de terciopelo verde. Con una sonrisa, terminaste de abotonar su suéter hecho de macramé y te despediste de ella, inclinándote para besar las arrugas de su frente. Caminaste diez cuadras; las piernas ya no te funcionaban igual que antes y te dolían, de tal manera que a veces terminabas avanzando inclinada hacia la derecha. Pero continuaste a pesar del renqueo, valía la pena comprar los complementos para cocinar la carne que te esperaba en el refrigerador. Pasaste por la escuela, donde tu vecina daba clases de hawaiano y adoraste ver a las niñas por el cristal, moviendo sus caderas al son del ukelele. Cruzaste por la mitad de parque para acortar camino, balanceado la canasta, mientras la frescura del día te traía el viento y a los insectos. Una libélula se posó en tu cabello; chillaste y pataleaste para que continuara su vuelo. Arreglaste tu falda de flores y seguiste caminando. Viste a una niña con su cometa, la misma que, en un principio, te hizo perderte en la absurda quimera de que se trataba de un ovni negro; te lamentaste no haber traído tus lentes, ahora tendrías que ponerte atente para que no te engañaran a la hora de comprar el mandado. Estuviste muy poco tiempo en el mercado, apenas el suficiente para comprar el chipotle, los frijoles y las tortillas. De regreso entraste en la biblioteca buscando una lectura que le pudiera gustar a tu madre; caminaste por el pasillo y escuchaste los susurros de dos mujeres: discutían sobre la unión soviética y la perestroika, pero la plática te mareo un poco, ya que los nombre y los términos te eran ajenos, y saliste sin nada en las manos, pero prometiendo que regresarías a la semana siguiente. Al volver a casa, notaste que la ventana estaba abierta, con el rostro tieso de coraje y miedo, abriste la puerta apresuradamente. Un chiquillo con los ojos fijos en tu madre, temblaba convulsivamente, con la boca abierta y la piel cenicienta. Quitaste al mocoso de un empujón y te acercaste a doña Elvia, murmurándole palabras suaves y tranquilizadoras; estabas segura que la intromisión del niño le había causado un sobresalto pero, por fortuna, seguía igual de apacible como la habías dejado antes de marcharte. Rechinando los dientes, te volviste hacia el niño, alargaste tus dedos, intentando agarrarlo del pescuezo, pero el ya había corrido a la calle, gritando, asustado. Prometiendo cerrar bien las ventanas antes de salir otra vez, te dedicaste a tus rutinas; cepillaste los largos cabellos de Elvia, la perfumaste y la cambiaste de ropa. Después, tomaste lo que habías comprado en el mercado y te dedicaste a cocinar toda la mañana. Disfrutaste enormemente cuando cortaste la carne que habías descongelado y te maravillaste con todo el jugo rojo que exudaba, ya podías imaginarte la suavidad bajo tu lengua, desmoronándose. No era ni la una cuando tocaron a la puerta, decidiste ignorarlos, pensando en que la persona al otro lado terminaría por cansarse. Pero no fue así, al contrario, los golpes se hicieron más fuertes y la voz de un varón te llamaba por tu nombre completo, e insistía en hablar contigo. A regañadientes, te limpiaste las manos con el trapo. No había más remedio que dejar la olla hirviendo y abrir la puerta. La policía irrumpió en tu casa, dos hombres te gritaron y te esposaron, diciendo puras cosas malas de ti, cosas que no pudiste entender. Pasaste muchas horas en aquella celda, escuchando a medias los informes del detective; todo era una equivocación, no podían detenerte, tenías tantas cosas por hacer que no había tiempo para acusaciones. Apenas podías captar sus gritos, mientras tu falda se agitaba con tu caminar nervioso y comenzaste a tararear una canción que cantaba tu madre. De pronto te hartaste y golpeaste los barrotes y le escupiste al policía, mientras el traía unos documentos y le decía a su compañero una sarta de estupideces. Entonces, te acordaste del cuchillo y los gritos; pero eso fue en un momento de desesperación el día que ella te pidió más comida y ya estabas cansada. Les explicaste que te había perdonado, que estaba bien, pero ellos continuaron con su perorata, ajenos a tus palabras. --… fue gracias al niño que supimos de esto y con la autopsia pudimos comprobarlo. La susodicha, aquí presente, mató a Elvia Contreras López, su madre, y después le sacó las entrañas, las mismas que encontramos en la olla hirviendo, la disecó y dejó su cuerpo sentado en el sofá de la sala. Les gritaste de nuevo, porque eran estúpidos y estaban inventando cosas para desquiciarte. Ellos no entendían que eras una persona ocupada, que ya estaba oscuro y debías arropar a tu madre, cantarle su canción para dormir y darle su beso de buenas noches.
Joder, qué bueno. Te felicito. Hasta el fin del relato me mantuviste en suspenso. Por algún momento me hizo recordar a Anthony Perkins en "Psicosis".