La Fórmula

Tema en 'Novelas Terminadas' iniciado por Marina, 20 Mayo 2011.

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    Marina

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    Tauro
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    Título:
    La Fórmula
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Ciencia Ficción
    Total de capítulos:
    15
     
    Palabras:
    2679
    Capitulo 1

    El complejo de aulas, jardines, áreas deportivas y demás que componían la Universidad Nacional de Ciencias, una de las más importantes de Durango, recibió a los estudiantes, inmutable, siendo testigo mudo de la feliz llegada de los jóvenes que presurosos, acudían en su primer día, después de unas disfrutadas vacaciones de verano, a tomar sus respectivas clases.

    Así que empujándose unos a otros, los chicos hicieron rebozar de bullicio y actividad los pasillos del plantel universitario, comparándose la escena a los días de antaño, cuando todos ellos eran más jóvenes y cursaban los años de secundaria.

    Y mirando tal algarabía, el profesor Edgar Ferreol se hizo a un lado para dar paso a cinco jóvenes que agrupados en tropel, compitieron por llegar primero a... ¡Sólo ellos sabían a qué salón!

    Así, poco a poco los pasillos recobraron la soledad que los caracterizaba cuando todos los estudiantes entraban a los diferentes salones y el silencio que quedó, fue placentero, lo que produjo que Edgar lanzara un prolongado suspiro de alivio.

    El día de trabajo apenas comenzaba y ya se sentía cansado, arrepintiéndose en ese instante de no haberse jubilado cuando sus superiores se lo sugirieron, pues por su edad, se merecía tal retiro, no obstante, como nunca faltaba a dar sus clases y al parecer su salud seguía siendo buena, la SEP —Secretaría de Educación Pública—, le permitió seguir ejerciendo su maestría, lo que continuamente agradecía, así que al recordar que su trabajo lo era todo para él, rechazó al instante el sentimiento de arrepentimiento.

    Adoraba enseñar y su pasión por la ciencia de todo tipo era su vida, e impartir las clases de química, física y astronomía en esta destacada universidad, le daba un aliciente para levantarse día a día, por lo tanto, acomodándose los anteojos, cuyos gruesos cristales mostraban su grave miopía, el viejo profesor se dirigió al salón correspondiente para dar la primera de sus tres clases del día.

    Como lo esperó, fue un día de trabajo emocionante, pero difícil, pues lidiar con jóvenes cuyo único objetivo era divertirse, ya lo agotaba mucho, porque sus vigorosos años habían quedado atrás, sin embargo, tenía todavía una ventaja y era que su memoria estaba intacta a pesar de sus sesenta y siete años.

    Así que físicamente podría decirse que ya era todo un anciano. ¡Y cómo lo entristecía eso! No soportaba la idea de que con cada año que pasaba, él envejecía sin misericordia. Incluso hasta odiaba mirarse al espejo, porque éste le devolvía su imagen flácida y arrugada, por eso había optado a mirarse a sí mismo vaga vez.

    No obstante, eso estaba a punto de cambiar. Su esperanza por fin se transformaría en una realidad.

    Estaba seguro que pronto, su arduo trabajo al fin daría resultados positivos. Todas esas horas que trabajó desde los últimos cuatro años en un proyecto científico, estaban por concluir y con éste, concluiría también su vejez, pues gracias esa fórmula, volvería su juventud, ésa que se había empeñado en irse, convirtiéndolo en un ser macilento, marchito, decrépito, acercándolo cada vez más a la tumba.

    Y él amaba la vida, por lo que estaba reacio a conformarse a morir, a someterse al legado que la humanidad tenía: nacer, reproducirse —cosa que ni siquiera había hecho—, y morir, por lo tanto, se había dado a la tarea... o mejor dicho, a la obsesión de encontrar la fórmula, el elixir de la eterna juventud y a diferencia de aquellos que se habían aventurado a los confines del mundo en su búsqueda, como leyera en libros de fantasía, él visualizó que dicha sustancia estaba en las entrañas de la misma tierra, en sus elementos químicos, así que lo único que necesitaba era trabajar con todos ellos y lo hizo día y noche, desesperándose a veces al obtener un fracaso tras otro, pero finalmente lo había descubierto, ya casi estaba listo. Sólo le faltaba trabajar en los últimos detalles, así que al término del día de clases, se encerró en el laboratorio para continuar con la conclusión de su fórmula.

    Como era constante, el conserje que hacía la última limpieza del día, lo encontró ensimismado en su trabajo. Y también como siempre, éste le preguntó:

    —Profesor, ¿todavía está aquí?

    Edgar ni siquiera lo miró. Su completa atención estaba centrada en los dos tubos de ensayo que burbujeaban con una rara mezcla.

    Genaro, el conserje, se alzó de hombros al ser ignorado y se puso a limpiar el piso con un sucio trapeador, el cual enjuagó una que otra vez en una cubeta que tenía agua a la mitad, igual de sucia que el trapeador.

    —Profesor — dijo Genaro al terminar de, según él, limpiar las baldosas— ¿Se quedará mucho por aquí? Hace horas que todos se fueron.

    Esta vez, Edgar se dignó mirar por encima de los anteojos al hombre y respondió distraído:

    —Sí, ándale, que te vaya bien.

    Genaro, un hombre maduro y fornido, sonrió divertido. Para él era asombroso ver día a día como el profesor se perdía por completo en su propio mundo. Un mundo lleno de cifras matemáticas, ecuaciones, líquidos raros en tubos de ensayos o en U, matraces, cristalizadores, gradillas, refrigerantes, soportes, varillas, pinzas y bueno, descubrimientos y fórmulas, además de todas esas ratas de laboratorio que no hacían más que morir cuando les daba a probar los brebajes que inventaba, lo que al principio le hacía sentir lástima por dichos animales, pero tuvo que hacerse de la vista gorda ante la explicación de Edgar Ferreol que esos sacrificios eran en aras de la humanidad, además de que esas ratas eran las capturadas por el departamento de control de plagas de la ciudad.

    Realmente ese laboratorio era el santuario del viejo profesor y en la Universidad casi todos lo apreciaban, así que no se metía nadie con sus inventos locos.

    —No profesor, no me voy todavía. Le estoy diciendo que ya todo el mundo se fue y que si... olvídelo. Me quedaré a hacerle compañía un rato.

    El buen hombre observó trabajar en silencio a Edgar sin que ninguno de los dos advirtiera que afuera del laboratorio, por el pasillo, alguien se acercó con mucho sigilo para no ser descubierto, lo que indicaba que no todos se habían marchado como concluyera Genaro.

    Con cautela, el intruso acercó su cabeza a la puerta de manera que su oído quedó bien pegado a la madera para escuchar con claridad lo que sucedía adentro del laboratorio.

    Mas lo único que pudo escuchar fue el silencio.

    Valentín Estrada, otro profesor de física y rival de Edgar, no perdió la paciencia cuando el silencio adentro del laboratorio se alargó por algunos minutos. Tenía varios días haciendo esto. Se había dado cuenta que Edgar Ferreol trabajaba en algún proyecto importante y quería saber que era, pues en los últimos días lo notó más despistado que nunca, además de que la semana pasada lo había escuchado decir al director, quien preocupado por su palidez, le había pedido que saliera más al sol y dejara de pasar tantas horas encerrado en el laboratorio.

    —No puedo perder el tiempo, Pablo, estoy por darle culminación a mi invento y es posible que éste sea el más grande de todos los tiempos.

    Edgar Ferreol era un genio en todo el sentido de la palabra. Y aunque le doliera reconocerlo, sabía que el viejo profesor siempre tenía éxito en su trabajo. No por nada Edgar Ferreol había conseguido títulos, premios y reconocimientos que la sociedad le otorgó en claro aprecio por su genialidad. Y eso a él le daba escalofríos por la envidia que le despertaba el triunfo del viejo, porque él, por mucho que estudió, no llegaba a compararse a quien consideraba su rival. Lo odiaba. Deseaba truncar el futuro éxito que con seguridad Edgar tendría por este proyecto, así que debía saber en qué trabajaba para arruinarlo.

    Su paciencia se vio recompensada cuando finalmente escuchó la voz del conserje preguntando a Edgar:

    —¿Y ahora sí me va a decir en qué está trabajando, profesor?

    Adentro del laboratorio, Edgar permitió que su concentración se desviara de su trabajo a Genaro. Esto fue porque la pregunta le resultó familiar. Esta misma pregunta venía Genaro haciéndole desde hacía varios días.

    —¿No te cansas de preguntar eso, Genaro?

    El hombre sonrió ampliamente. Se encogió de hombros y dijo:

    —Como siempre, no me lo diga.

    Edgar desvió su mirada de Genaro para observar a su alrededor. Después de comprobar que seguían solos, preguntó a media voz:

    —Si te lo digo ¿prometes no decirle a nadie?

    Genaro se irguió en toda su altura. Se aclaró la voz y dijo solemnemente:

    —Lo prometo, profesor.

    Edgar volvió a mirar en torno. Luego dijo otra vez a media voz:

    —Estoy trabajando en una fórmula que puede devolverme mi juventud.

    Al escucharlo, Genaro abrió con incredulidad los ojos y miró al profesor sorprendido. Una serie de preguntas brotaron una tras otra:

    —¿Cómo dice? ¿Escuché bien? ¿Es en serio eso que dijo? ¿Es posible recobrar la juventud? ¿Pero cómo?

    Edgar asintió sonriente ante la perplejidad del hombre, mas al volver a hablar, lo hizo con seriedad:

    —Por supuesto, primero tengo que ver que funcione.

    —Pero profesor ¿Se imagina lo que sucedería si llegara a funcionar?

    —¡Claro! —respondió Edgar animado— ¡No habría más vejez en el mundo!

    La incredulidad de Genaro se transformó en seriedad. Con una cierta mirada de temor dirigida al mayor, dijo:

    —Profesor, perdone usted, pero eso que dice es ir en contra de lo que es natural.

    Con una repentina frialdad, Edgar cuestionó:

    —Cuando Dios hizo al primer hombre, lo hizo perfecto. El no debía envejecer, mucho menos morir. ¿No te enseñaron eso?

    —Sí, profesor —respondió el conserje más serio aún—, pero algo sucedió que hizo que el hombre envejeciera y muriera, así que la vejez y la muerte vienen a ser algo natural entre la humanidad y el único que puede erradicar eso es Dios. Ir en contra de...

    —Mira, Genaro —lo interrumpió Edgar—. Entiendo lo que quieres decir. Yo también reconozco que el único que puede terminar con la vejez y la muerte para siempre es Dios. Yo no estoy inventando una fórmula de eternidad. Creo que nadie puede hacerlo. Lo único que quiero es recobrar un poco de la juventud que tuve, eso es todo. ¿Qué mal hago con desear esto? Además, es posible que la fórmula no funcione, porque; ¿qué ser humano puede revertir los efectos de la vejez? Se han inventado muchas cosas, Genaro. Desde cremas hasta infusiones. La tecnología más moderna hacer maravillas con el láser, pero aún así, estos inventos no han funcionado hasta ahora. ¿Por qué iba a funcionar el mío? También trato de ser realista, Genaro.

    Genaro sofocó un suspiro de alivio, el que se hizo manifiesto en su voz al decir:

    —Me da gusto escucharlo hablar así, profesor. Eso demuestra que no es usted uno de esos científicos locos que se creen Dios.

    Edgar volvió a sonreír. Sin que la sonrisa lo dejara, tomó los pequeños recipientes de cristal que tenían esa rara mezcla, los tapó y los acomodó con sumo cuidado adentró de su mochila.

    —Bueno, Genaro, se ha hecho muy tarde ¿Nos vamos?

    —Sí, profesor, vamos.

    En el pasillo, Valentín se retiró de la puerta y caminó apresurado para esconderse, lo que logró gracias a que se introdujo en el pequeño cuarto donde se guardaba todo el equipo que el conserje utilizaba para la limpieza, cerrando la perta con mucho cuidado, muy satisfecho con lo que había escuchado en el laboratorio. Muy a su pesar, descubrió que se había ocultado en el lugar menos indicado cuando escuchó la voz de Genaro que dijo:

    —Espéreme, profesor. Déjeme guardar este equipo.

    Y por equipo, se refería a la cubeta, el trapeador y la botella de líquido morado que añadía al agua del trapeado que lo único que hacía, era perfumar la mugre en vez de quitarla, porque eso sí, olía a lavanda, un agradable aroma, pero de limpiador no tenía nada.

    Valentín se movió en el reducido espacio buscando casi con desesperación dónde ocultarse de la vista de Genaro cuando este abriera la puerta y lo único que pudo hacer antes de que el conserje lo hiciera, fue ponerse detrás de la misma, la que lo ocultó al ser abierta y fue así que logró pasar desapercibido de la mirada del hombre, quien ni siquiera miró adentro del cuarto. Simplemente se limitó a arrojar sin cuidado alguno lo que debía guardar allí.

    —Listo, profesor —dijo Genaro cerrando la puerta con fuerza— ,vámonos.

    Valentín los escuchó alejarse. Aguardó unos minutos más para salir del cuarto e irse él también de la universidad. Mientras transitaba adentro de su auto hacia su casa, meditó en la conversación que había escuchado en el laboratorio.

    Si había entendido bien esa conversación, el proyecto de Edgar era mejor de lo que esperaba. La invención de esa fórmula podía ser la solución que tanto había buscado para el grave problema de su hermano. Se estremeció de emoción de sólo pensar que su hermano podía volver a ser lo que había sido tan sólo medio año antes.

    La emoción se convirtió en vehemencia. Tenía que conseguir a cualquier precio la fórmula de Edgar. Debía tenerla en su poder para ayudar a su querido hermano, pues nadie había podido hacerlo. Médico tras médico y todos eran unos inútiles. Ninguno había podido hacer nada que le garantizara la vida. Lo único que hicieron fue causarle más dolor a su hermano.

    Pero la esperanza que ya se había marchado de sus vidas en esos días, volvió a vislumbrarse y él ansió llegar a casa para hacer partícipe de esta esperanza a su hermano, por lo que esta vez, la enferma apariencia de Germán Estrada no lo desanimó, sino más bien le hizo afianzar su convicción de que esa fórmula ayudaría a recobrar la salud perdida de su querido hermano mayor a quien veía casi como si fuera su padre.

    —Ya vine, Germán ¿Cómo pasaste el día?

    Valentín lo saludó besando la cabeza sin cabello, luego se sentó a su lado.

    Germán reposaba en su habitación recostado sobre la cama, pues había días en que las energías lo abandonaban por completo y debía recobrarlas con el reposo. Esto se debía a los costosos tratamientos para purificar su sangre contaminada, porque la Leucemia estaba segando su vida.

    —¿Tú cómo crees que lo pasé? —preguntó a su vez Germán, muy amagado—. Hasta hace poco dejé de vomitar.

    Valentín examinó el demacrado y pálido rostro de su hermano y una punzada de impotencia lo tomó desprevenido. No podía hacer nada para aliviar los terribles síntomas que padecía después del tratamiento. La terrible enfermedad había hecho estragos en él, pero los tratamientos que recibía parecían peores que la misma enfermedad.

    —Germán, escucha, creo que hay algo que pude devolverte la salud por completo.

    Germán centró su atención en Valentín. Con voz muy cansada, le pidió lastimosamente:

    —No juegues conmigo.

    —No, no es un juego. Hoy descubrí algo que puede ayudarte.

    —¿Qué es? — inquirió Germán sin aliento.

    Al pobre hombre le agotaba incluso hablar.

    —Es una fórmula que inventó un compañero. Esa fórmula rejuvenece a los ancianos. Creo que si regenera las células viejas, también regenera las que están enfermas.

    Dejó de hablar al notar como Germán, abatido por completo, se fue hundiendo entre las almohadas. Lo escuchó murmurar con tristeza:

    —Qué inocente eres, Valentín. Eso no existe.

    Valentín se levantó. Mirando triste a Germán, dijo con un nudo en la garganta:

    —Sí existe y yo la voy a traer para ti.

    Germán movió la cabeza de un lado para otro con lentitud y cerró los ojos. Con voz apenas audible, pidió:

    —Déjame solo, quiero dormir.

    Con una última mirada a su hermano, Valentín salió del cuarto. Con un desasosiego inquietante, se encerró en la biblioteca para hacer unas llamadas. Ahora más que nunca, su resolución de conseguir la fórmula fue más firme.

    a necesitaba y algo dentro de sí le dijo que ésta iba a funcionar.

    Conocía a Edgar Ferreol y...

    ¡Edgar Ferreol nunca había fallado!


    Continuará
    Saludos.
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
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    Marina

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    Sin comentarios xD

    Capítulo 2

    "Yo nunca he fallado", se dijo Edgar a la mañana siguiente, mirándose en el espejo.

    Recorrió con los dedos su rostro envejecido y la nostalgia por el pasado lo hizo estremecer. Había pasado su juventud detrás de los libros, tanto en casa como institutos y bibliotecas públicas, encerrado en su propio mundo, así que nunca tuvo tiempo para nada más, sin embargo, en la última década había estado echando algo de menos.

    N+L-T=0R

    Esa era su fórmula personal. Números más Letras menos Tiempo igual a Cero Romance.

    Suspiró triste y se retractó del pensamiento de que él nunca había fallado, porque sí que lo había hecho en una parte muy importante de su vida y ahora lamentaba esa falla, porque sentía la fuerte necesidad de una compañera en su existencia.

    Jamás se casó. Ni siquiera recordaba haber tenido una novia. Siempre estudiando o inventando cosas como para que no le quedara tiempo de hacer nada más. Sí, era una celebridad por su inteligencia, pero eso no recompensaba su terrible soledad. Había envejecido completamente solo. No tenía a nadie a su lado para acompañarlo, para apoyarlo. No había nadie que compartiera sus logros y ahora su derrota.

    La derrota más grande que cualquier ser humano pueda tener. Una vejez repleta de soledad. Ese fracaso que calaba hondo, hasta lo íntimo de los huesos y no fue agradable darse cuenta de nuevo que la única que estaba allí con él, era su gata Clementina, la que en ese momento ronroneó a sus pies deslizando su cuerpo blanco y peludo entre sus tobillos. Amaba a su gata, pero esta no era suficiente, ya no. Anhelaba la compañía de una fiel dama a su lado, una que hubiese envejecido a su lado.

    Suspirando otra vez, porque extrañaba lo que no tuvo —así de fuerte era su nostalgia—, Edgar se miró por última vez en el espejo y se retiró. Hacía tiempo que no se miraba en uno y lo que había visto ahora, le confirmó sus peores temores. Estaba más decadente que nunca.

    Y saberse tan caduco lo amargó más e inquieto, miró su reloj dándose cuenta que era todavía temprano. No tenía clases en la universidad sino hasta las doce, así que regresó a la parte de la casa que había convertido en un laboratorio para seguir trabajando en esos malditos detalles de su invento que ya parecían eternos.

    Los malos olores de la casa mientras se dirigía al laboratorio saturaron su nariz, pero hizo caso amiso como siempre. Se concentraba tanto en el trabajo de la fórmula que cuando menos acordaba, ya era hora de ir a la universidad, así que salía prácticamente corriendo de la casa y nunca tenía tiempo de ordenar y limpiar, ni la casa ni laboratorio, mucho menos los alrededores de la vivienda y cuando se daba cuenta del caos pestilente que era su hogar, se disculpaba con eso de que ya estaba anciano y se cansaba con facilidad, así que se había hecho un holgazán en lo que a labores domésticas se refería. Por ello, la suciedad era notoria por toda la casa hasta el último rincón.

    Aunque en algún momento de los días pasados, lo había acusado su conciencia por el repulsivo ambiente que lo rodeaba en casa y había decidido solicitar a la agencia de empleos un asistente. Pero no quería cualquier asistente, no. Él pidió a alguien con estudios de ciencias, para que le ayudara en el laboratorio, además de encargarse de las labores del hogar.

    Eso, según la agencia, sería difícil de encontrar, por ello le habían sugerido que podían enviarle un ama de llaves con una sirvienta y una asistente de ciencias por separado, pero él no quería llenar su casa con desconocidos y aunque deseaba en el alma tener compañía, con una era más que suficiente, así que le había exigido a la agencia que hiciera todo lo posible por conseguirle lo que él deseaba.

    Así pues, en espera del asistente, ignoró como todos los días lo que lo rodeaba y se puso a trabajar, así fue que un par de horas más tarde, tomó el cristalizador con sumo cuidado y levantándolo a la altura de sus ojos, lo miró triunfal, completamente lleno de júbilo.

    —¡Mira, Clementina! —le habló feliz a su gata que, completamente desinteresada, dormitaba sobre un cojín que él le había puesto en una silla.

    Al escuchar su nombre, la gata levantó la cabeza que tenía bajo una de sus patas mientras dormía y lo miró con sus grandes y hermosos ojos azules.

    —Sí, Clementina, mira ¡Por fin la he terminado!

    Clementina se limitó a mirarlo por un breve momento antes de volver a acomodarse para seguir durmiendo.

    —¡Gata mala! —la acusó Edgar sin perder el gozo—. Yo te lo doy todo y tú no puedes darme un poquito de tu atención ¿No quieres ver cómo recupero mi juventud? ¡Clementina!

    Clementina siguió dormida, ignorándolo por completo.

    Temblando de emoción por haber terminado su fórmula, Edgar miró el líquido por un tiempo.

    Meditó si beberla o no. Sabía de qué la había hecho, así que no debía ingerirla así nada más. Tenía que probarla primero en sus animalitos, pero ya no tenía, pues había matado el último roedor dos días antes al darle a probar su mezcla envenenada.

    Arqueó las cejas pensando en los ingredientes que contenía el brebaje y no pudo reprimir que una advertencia sonara en su mente: ¡Veneno, peligro! El porcentaje que tenía de que funcionaría no era tan alto; en realidad menos del cincuenta por ciento, o quizás cincuenta, así que si la bebía, no sabía qué efecto podía tener. En caso de no matarlo, podría producir daño cerebral, uno irreversible, lo que era peor que morir.

    No obstante, sabía también que no podía esperar hasta conseguir un animalito para probarla. Ansiaba conocer ya el resultado y como su lema siempre fue:

    "Todo es válido por la ciencia."

    Ya sin pensarlo más, vació el brebaje en dos tubos de ensayo a partes iguales y después se bebió uno y mientras regresaba el tubo vacío a la gradilla, hizo muecas de desagrado al percibir que el sabor era espantoso y deseó no morir. Aunque se dio cuenta que si llegaba a morir, no estaría solo, porque en ese momento, el insistente timbre de la puerta principal de la casa fue pulsado por alguien.

    Edgar dio unos pasos para acudir a abrir, pero unos terribles dolores en el estómago le impidieron continuar. Los dolores fueron extendiéndose poco a poco por todo su cuerpo haciéndolo trastabillar por la intensidad. Gimió en agonía mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, las que de manera involuntaria rodaron por sus seniles mejillas. El pobre hombre se sintió horrible. Su respiración se entrecortó y la piel de todo el cuerpo comenzó a saltarle, estirándose y encogiéndose casi al mismo tiempo. Sus huesos se movieron de forma espantosa mientras crujían espeluznantemente. Y por si eso fuera poco, los calambres recorrieron su cuerpo entero superando el dolor de la transformación. De seguro ni siquiera el hombre lobo sufría tanto cuando se transformaba.

    Lanzó un desgarrador grito por el tremendo sufrimiento.

    Afuera, la persona dejó de pulsar el timbre, impaciente ya de que nadie acudiera a abrirle. Se dio la vuelta para marcharse cuando llegó hasta ella el grito más espantoso que jamás en su vida había escuchado.

    La joven mujer sintió como se le erizaba el cabello de la nuca. Tomó el picaporte girándolo para comprobar que la puerta estaba cerrada y que no importaba cuánto lo girara, no se abriría. Colgándose el bolso de mano sobre el hombro, caminó a la ventana para ver el interior de la casa, con la esperanza de mirar a alguien, pero no vio nada. La cortina colgada sobre la ventana cubría toda la vista de adentro. Volvió a la puerta e hizo nuevamente el intento de abrir, pero una vez más fue inútil.

    También volvió a timbrar... Nada.

    Se retiró hacia media calle y desde allí miró la casa, notando cada detalle de la fachada.

    La vivienda era grande. De un lado había una hilera de casas y del otro un terreno baldío, amplio y lleno de malas hierbas, grandes y pequeñas. De éste, seguía otra hilera de casas. Miró a ambos lados un par de veces. Todo estaba tranquilo, pues no se veía un alma por ahí. De vez en cuando circulaba un auto por la solitaria calle, así que el barrio era muy tranquilo y la soledad lo distinguía.

    Nora Reina se mordió indecisa el labio inferior. No sabía que más podía hacer, salvo marcharse. Así que volvió a la acera y caminó unos cuantos pasos para alejarse de esa casa, pero se detuvo. No podía irse así como así. Estaba segura que el grito que escuchó, aparte de ser espantoso, fue un grito de auxilio. A lo mejor el ancianito profesor, al que había venido a ver por lo del trabajo de asistente, tuvo un ataque cardiaco, o tal vez se había caído y se había roto la cadera, o... Lo que fuera, necesitaba entrar con urgencia para ayudarlo. Pero ¿Cómo podía ella hacerlo? Para auxiliarlo, necesitaba entrar a la casa. ¿Cómo? Y, si acaso lograba entrar, ¿no sería invasión de propiedad privada? ¿Podía meterse en problemas? Entrar a una casa sin permiso del dueño era violar una ley y por ende, castigada por ésta. Así que...

    ¡No podía hacer nada!

    Nora maldijo en silencio por tanta inquietud.

    Renuente, volvió a la casa meditando que lo mejor era pedir ayuda y que alguien capacitado entrara a ver qué había sucedido.

    Respirando con alivio por haber encontrado la solución, buscó adentro del bolso su celular y más pronto que tarde, marcó el número especial para urgencias. Apenas escuchó la voz que le contestó, dijo entrecortadamente y con rapidez:

    —Señorita, por favor, manden una ambulancia, creo que alguien necesita ayuda.

    —Cálmese —le pidió la voz que la atendió—. Más despacio, dígame, ¿quién necesita ayuda?

    Nora se mordió el labio, esta vez el superior. Suspiró al decir:

    —No lo sé. Yo estoy afuera de la casa, pero escuché un grito espantoso adentro.

    —¿Por qué está afuera? ¿Quién es usted?

    —Soy...

    Fue interrumpida cuando un insistente sonido sofocó su voz.

    —¡No! — gritó con desesperación— ¡Maldito celular, no me hagas esto!

    El celular siguió sonando con insistencia mostrando así que la batería se había agotado.

    Irritada por eso, Nora pulsó los botones sin obtener la deseada señal y se recriminó por ser tan descuidada. Siempre olvidaba conectarlo y recordó que desde temprano en la mañana ya le avisaba que debía conectarlo para la carga. Ahora, mirando con impotencia el celular, pensó que ya había perdido demasiado tiempo tratando de decidir qué hacer. Tal vez la persona adentro de la casa ya había muerto. Se estremeció de solo pensarlo. A ella le daba horror la muerte.

    Volvió a maldecir.

    Aún indecisa, comenzó a caminar para introducirse al terreno baldío. Se abrió paso por entre los altos matorrales que en su mayoría, se negaban a secarse bajo el ardiente sol del otoño, conservando su hermoso color verde.

    A medida que se introducía en esa pequeña selva, Nora sintió el escozor que los filosos tallos y ramas le produjeron en los brazos y piernas descubiertos. La blusa sin mangas y la falda que decidiera ponerse esa mañana, no la protegieron de los rasguños que se ganó por andar metida allí, pero sin detenerse, avanzó hasta una pequeña montaña de tierra que había junto a la pared de una barda alta.

    Trepó el montículo para espiar sobre el muro y descubrió que éste rodeaba la parte de atrás de la casa del profesor. Se estiró un poco para ver mejor adentro del patio, notando una puerta que daba acceso al interior del hogar y para su sorpresa, estaba abierta.

    Levantando la mirada al cielo, Nora pidió perdón por colarse a la casa ajena y, lanzando su bolso a la propiedad del profesor, se impulsó después con esfuerzo hacia arriba apoyándose del borde de la tapia para así quedar suspendida en el aire y cuando levantó una pierna para terminar de subir, la tela de la falda por la parte de atrás se rompió mostrando que no fue hecha para tal actividad, formándose una abertura que terminaba justo en medio del trasero de la joven.

    —¡Rayos! —gimió sudando la gota gorda al terminar de subir.

    Como pudo se mantuvo en cuatro patas, aferrándose mejor cuando se tambaleó peligrosamente al descubrir que el bordillo era muy angosto, además de que ya puesta ahí, miró que era también muy alto, así que comenzó a marearse, porque las alturas y ella no se llevaban bien, nada bien, de hecho, odiaba las alturas y por una fracción de segundo, en su mente brotó la imagen de una figura que caía, alguien que ella miraba caer desde arriba.

    La desconocida imagen la asustó, así que sosteniendo el aliento, se puso baca abajo con el vientre en la tapia y bajó las piernas hacia el patio del ancianito, deslizándose por la pared hasta caer al suelo. Sudaba como si hubiera corrido una maratón de muchos kilómetros, limpió el sudor de su rostro con un pañuelo de papel que sacó del bolso de mano cuando lo recogió y se dio cuenta de que temblaba. Miró lo alto de la barda, midiéndola mentalmente. Unos dos metros y medio. Se le hizo casi imposible que hubiese podido realizar la acción pasada, porque esa altura era mucho para ella.

    Pero ya estaba en el terreno del anciano profesor, así que ahora centró su atención a su alrededor y descubrió que el lugar rebosaba de basura. El asombro por lo que vio, superó su temblor. ¡Jamás en su vida había visto algo parecido en una casa donde vivía gente!

    El amplio espacio estaba rodeado por macetas, cuyas plantas se habían secado hacía tiempo ya. En un costado, había una lavadora atestada de ropa sucia, junto a una vieja secadora. Cerca, una mesa de oxidado metal tenía sobre sí una grande tina, la que a su vez estaba atestada de vasijas sucias, donde las moscas se daban un glorioso festín, banqueteando los alimentos putrefactos que podían notarse por el olor que despedían.

    Nora frunció la nariz. Las náuseas por el desagradable olor la hicieron sentirse enferma y si pensó que ese olor era desagradable, se dio cuenta que la siguiente fuente era aún peor.

    A un costado de la puerta, estaba una larga caja con arena para gatos. Por esta razón, la puerta de la casa estaba abierta, para permitir que la mascota de ese hogar saliera a hacer sus necesidades cuando lo necesitara. Sin embargo, era evidente por el penetrante olor de la caja, que la arena necesitaba ser cambiada con urgencia.

    Deseando escapar de tales olores, Nora Reina se introdujo al interior de la vivienda y si pensó que el patio era horriblemente sucio, se equivocó.

    Adentro estaba peor.

    —¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —gritó sofocada.

    Su voz resonó contra las paredes de la sucia y desordenada cocina que era a donde había entrado. Dio unos pasos observando la suciedad que allí imperaba. La estufa contenía, sobre las parrillas cubiertas de cochambre, algunas cazuelas. Se acercó para inspeccionarlas, arrepintiéndose, pues adentro habitaban las cucarachas que corrieron en todas direcciones cuando la sintieron cerca, aunque algunas prefirieron seguir nadando en los desechos que las cazuelas tenían. La mesa se encontraba en iguales condiciones, así que Nora salió de allí muy asqueada, sacudiéndose algo de sobre ella, porque sentía la extraña sensación de que las cucarachas corrían por su cuerpo.

    —Profesor, ¿está usted aquí? —volvió a gritar, ansiosa de irse de este lugar, sin embargo, su pregunta siguió sin respuesta.

    Caminó ahora con inseguridad por un pasillo, asomándose a cada habitación que encontraba a su paso.

    —Profesor, ¿necesita ayuda?

    Recorrió la casa con un marcado mohín de asco, cuidándose de no tocar nada, muy temerosa de contaminarse con algo, así llegó al área de lo que parecía ser un pequeño laboratorio y fue ahí donde descubrió el cuerpo de un hombre que yacía en el suelo, boca abajo. El sujeto no se movía, así que se aterró más pensando que estaba muerto.


    HarunoHana, gracias por ese "me gusta"
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
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    Marina

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    Capítulo 3

    —¡Profesor! —gritó Nora sin reprimir la angustia, pues no era agradable encontrarse con un posible cadáver.

    Se situó al lado del cuerpo inerte, hincándose para tomar el pulso del hombre. Los latidos en el cuello manifestaron que él estaba con vida, lo que agradeció, porque realmente se sentía muy asustada.

    Dejando el bolso en el suelo, Nora intentó dar vuelta al sujeto para ponerlo boca arriba, lo que no le resultó fácil dado que era alto, como de un metro con ochenta y cinco, por lo que medía unos veintiocho centímetros más que ella, así que ese complejo que sentía al lado de sus dos queridas amigas, porque ésas eran altas y ella no, la hizo fruncir el ceño en ese momento y pensó que no era justo carecer de estatura.

    A sus ojos, sus amigas parecían hermosas modelos; altas y delgadas, como las que salen en las portadas de las famosas revistas, pero no lo eran, sino que hacía medio año que se habían graduado de la universidad. Una de abogado y la otra en medicina y tanto sus amigas como ella, eran solteras. Como se conocían desde la preparatoria, había surgido entre las tres una fuerte amistad, la que fue decisiva en su resolución de vivir juntas hasta que se casaran.

    Sin embargo, ninguna de las tres parecía querer casarse, lo que no entendía de ellas, pues con el hermoso físico que tenían, los pretendientes hacían fila para conquistarlas. Y había entre esos pretendientes, los solteros más codiciados de la ciudad, mas ellas estaban resueltas a conservar su soltería.

    Ella por el contrario, conservaba su soltería porque no había pretendientes en su vida. Con su metro cincuenta y siete, no se creía atrayente y solía olvidar que tenía un hermoso cabello castaño y bonitas facciones. Se había dado de lleno al estudio de las ciencias de física y química, sin contar con la astronomía que le apasionaba sobremanera, por ello, había hecho a un lado la vida social.

    Según su madre, estaba dejando pasar la oportunidad de conseguir un buen marido y la animaba diciéndole que era muy bella, que tenía el peso correcto, que con su curvilíneo cuerpo podía atraer al hombre que quisiera, pero claro está, su madre la quería mucho y por eso la veía bonita, por lo tanto, sólo se limitaba a escucharla, además, no importaba que dijera su madre sobre su físico. Contaban los hechos de su vida y hasta ahora, no había hechos que le informaran que era atrayente a los del sexo opuesto. Así que no tenía mucha... mejor dicho, nada de experiencia con ellos, lo que no evitó que se sobrepasara un poco con este hombre que yacía desmayado en el suelo de la casa del profesor Edgar Ferreol.

    Al terminar de darle vuelta con dificultad, Nora comprobó que el hombre era joven... Muy joven, de unos veintitantos años, aunque en realidad, la edad salió sobrando para ella al descubrir también que él era bien parecido. Su mirada se clavó con asombro en el rostro y quedó sin aliento. Con una mano algo temblorosa, recorrió las atractivas facciones.

    —Señor, que atractivo es usted.

    Su propia voz la sobresaltó. Por un momento se perdió en la agradabilidad que sintió al tocarlo así, de esa forma tan...

    Atrevida e inquietante, descubriendo casi incrédula que sus dedos no querían dejar de recorrer los rasgos que, aunque parecían estar dominados por un agudo dolor, éste no opacaba de ninguna manera lo guapo que era.

    Avergonzada por su inusual preceder, se concentró en hacerlo reaccionar moviéndolo un poco para despertarlo.

    —Señor, despierte.

    Él escuchó la voz como si le llegara de muy lejos. Era una voz que lo invitaba a abrir los ojos. Pero no deseaba hacerlo, no señor, porque temía que al abrirlos, el dolor que atormentaba todo su cuerpo se incrementara, pero la voz siguió insistiendo:

    —Señor, despierte. ¿Qué le sucedió?

    Él dejó escapar un agónico gemido. Nora volvió a sacudirlo un poco y él volvió a gemir, pero esta vez con mayor suplicio.

    "Qué insistencia tan terrible", pensó Edgar angustiado.

    —Señor, ¿me escucha?

    Edgar abrió los ojos y ella se retiró un poco perdiéndose en su mirada oscura, turbia por el sufrimiento. La penuria se entrelazó con la sorpresa cuando los negros ojos se abrieron al máximo y muy desorientado preguntó:

    —¿Qué... sucedió?

    —Eso mismo pregunto yo — respondió, también sorprendida por la confusión de él— ¿Dónde está el profesor?

    Él se llevó las manos a la cabeza, la que sentía estallar por el intenso palpitar en las sienes.

    —¿El profesor? —repitió, más confundido— ¿Cuál profesor?

    Edgar se sentó sujetándose la cabeza con ambas manos. La sensación de que ésta le estallaría se incrementó. Incluso sintió que sus ojos le saltaban fuera de las órbitas, así que se llevó ahora las temblorosas manos a los ojos, para verificar que seguían en su lugar. Las lágrimas brotaron sin control.

    —¡Dios! —murmuró con pleno tormento— ¿Por qué tanto dolor?

    El cuerpo le dolía como si algo enorme lo hubiera arroyado. No, era peor, porque si lo hubiera arroyado algo enorme, ya estuviera muerto y no sentiría nada, pero por lo que podía sentir, él estaba vivo y no entendía bien por qué estaba sufriendo de esta manera. Sabía que la vejez era mala, pero nunca pensó que fuera así.

    Recordar la vejez le trajo a la mente algo muy importante, algo que la confusión había ocultado, pero entonces a su memoria vino todo lo que había sucedido antes de perder el sentido y sin importarle lo mucho que su cuerpo le dolía, se levantó con una rapidez asombrosa, lo que desconcertó a Nora, quien levantándose también, retrocedió asustada por la repentina expresión de locura en su rostro.

    —¡Lo conseguí! —gritó Edgar con desenfreno, mirándose con ojos desorbitados las rejuvenecidas manos— ¡Tuve éxito! ¡Clementina! ¿Dónde estás? ¡Ah, allí estás!

    Sin darle por el momento más importancia a su malestar físico, Edgar tomó a la gata del cojín y la cubrió de besos ante la atónita mirada de Nora y de la gata misma que lo miró con sus grandes y redondos ojos azules, como diciéndole, "estás loco"

    Lleno de júbilo, dejó a Clementina en su lugar de descanso para ir a buscar un espejo. Frente al mismo que utilizara antes, se miró perplejo, sin poder dar crédito a lo que veía. ¡Allí estaba él! ¡Como cuarenta años más joven!

    Es verdad que esperaba que la fórmula funcionara bien, sin embargo, ésta había rebasado sus expectativas.

    ¡Había funcionado a la perfección!

    Rió a carcajadas sin poder controlarse mientras las lágrimas de dolor se transformaban en lágrimas de alegría. Cuando hubo logrado el control de su loca risa, pero sin perder el gozo de ser joven otra vez, se volvió a la chica que lo había seguido y le preguntó:

    —Y tú, ¿quién eres?

    Nora lo había estado mirando todo el tiempo con incredulidad por su actitud desquiciada, pero llegó el momento en que esa incredulidad se transformó en desconfianza.

    —Soy Nora Reina — le respondió, permitiendo que dicha desconfianza se percibiera en su voz—. Vine por lo del empleo de asistente para el profesor, pero usted no...

    —Ah, sí. Ya recuerdo —la interrumpió con sequedad mientras centraba su completa atención en el espejo, ignorándola.

    Nora se irritó por la postura de él al ignorarla y cuando el hombre comenzó a modelar enfrente del espejo, mirándose en una pose y luego en otra, la ira casi la invadió.

    —Espejito, espejito, ¿quién es el más hermoso? —habló ella prefiriendo utilizar la burla para sofocar el enfado.

    Con una sonrisa malvada, Edgar contestó con gran seguridad:

    —Pues claro que soy yo.

    Nora entrecerró los ojos y exclamó con sequedad:

    —¡Presumido!

    —¿Estás celosa de mi hermosura? —le preguntó divertido, volviéndose a mirarla con sorna.

    Nora se quedó sin aliento por la osadía de él. ¡Jamás en su vida había conocido a un hombre tan arrogante como éste! Era cierto que no era nada feo, pero él rayaba en la vanidad excesiva, cosa que en un hombre era ridículo.

    O eso creía ella. Sofocada por la altanería masculina, preguntó:

    —Usted no es Edgar Ferreol. ¿Dónde está el profesor? ¿Y por qué estaba desmayado en el laboratorio? ¿Fue usted el que gritó o le hizo algo al profesor?

    La diversión de Edgar lo dejó permitiéndole mirarla con frialdad ante sus preguntas acusadoras.

    —Ya cállate, niña. Tus preguntas son atrevidas, ¿me estás acusando de algo, acaso?

    Una cosa que a Nora le molestaba más que cualquier otra, era que la llamaran niña. ¡Por supuesto que no era ninguna niña! En una actitud de abierto desafío, la joven colocó sus manos sobre su estrecha cintura y con voz ahogada por la ya no controlada ira, le dijo:

    —No soy una niña y no tiene derecho de callarme. Ahora, si no me dice donde está el profesor, voy a llamar a la policía para que vengan e investiguen, así que...

    Bastó un gesto de franco desdén de parte de él, para que ella guardara silencio.

    —Mira, niña —recalcó lo de "niña"—. Edgar Ferreol está de vacaciones. Yo soy su sobrino y me dejó a cargo de su casa. ¿Satisfecha?

    —¡Por supuesto que no! No creerá que me voy a tragar semejante invento cuando la agencia de empleos me ha dicho que el profesor estaría esperándome. ¡Y no soy una niña!

    —Pues tú sabrás si no me crees, niña.

    —Pues no, no le creo —dijo ella negándose a dejar su actitud de desafío—. Pruébeme que es verdad eso que dice, sino llamaré a la policía.

    Edgar levantó la mirada al techo e impaciente, tomó a la chica del brazo y casi la arrastró con poca delicadeza a la sala, lo que no fue difícil, pues a su lado, ella era muy pequeña. Ahí, sobre un librero repleto de libros y otras cosas en un desorden desagradable, le mostró un par de fotografías. En una de ellas estaba él en compañía de su sobrino y asombrosamente, el parecido entre los dos ahora que había rejuvenecido, era extraordinario. En la otra estaban tres hombres. Él, su sobrino y su hermano, es decir, el padre de Miguel su sobrino.

    —Mira, aquí estoy con Edgar y aquí con Edgar y mi padre.

    Nora se soltó y se sacudió la parte del brazo que él había tocado, como si le hubiese repudiado su tacto y tal actitud molestó a Edgar levantando en su interior el deseo de reprocharle su exageración, pues ni que la hubiera tocada una enfermedad contagiosa, pero ella ya tenía su atención puesta en las fotografías, fija su mirada en el hombre más joven y sí, parecía ser él, así que a los ojos de la chica ese hombre desquiciado era quien decía ser.

    —Muy bien —dijo al terminar su inspección de las fotos—, ya que está aclarado todo, me marcho. Siga usted a cargo de la casa de su tío. Espero que haga algo con esta... suciedad.

    Y mientras hablaba, caminó con paso ágil al laboratorio para tomar su bolso, el que había quedado abandonado en el suelo. Edgar fue tras ella.

    —Hey, muchachita, no tan rápido, pues ya que hablas de suciedad, ¿qué hay del empleo? ¿No viniste a eso?

    Nora le lanzó una mirada desdeñosa. Apenas sí podía soportar a los que le decían "niña" o "muchachita". La hacían sentirse infantil y ella de infantil, no tenía nada.

    —¿Qué dices? ¿Te quedas con el trabajo?

    —¡No! —siseó entre dientes—. Vine a trabajar para Edgar Ferreol. ¡No para usted!

    Edgar sonrió abiertamente y aunque a Nora su sonrisa le pareció divina, no disipó el desagrado que sintió por él. En algún escondido lugar de su mente había quedado sepultada la primera impresión que sintió al verlo cuando aun estaba desmayado.

    —¡Que casualidad! —exclamó alegre y tomando la apariencia de su sobrino como suya, pero no su nombre, anunció—. Yo también me llamo Edgar.

    —¡No me diga! —exclamó sarcástica— ¡Que gran coincidencia! Bueno, no es usted el Edgar que vine a ver, así que... ¡Adiós!

    La joven se dirigió a la puerta principal para salir de allí, convencida de que en esa casa se respiraba la locura. Su más ferviente deseo ahora era salir corriendo. Marcharse y no volver jamás. Ya no le apetecía este trabajo, pero de pronto, una ansiedad horrible la invadió, un vehemente sentimiento de que no debía alejarse de este hombre, porque un recuerdo cruzó por su mente, pero fue tan fugaz que no alcanzó a reconocerlo, dejándole una terrible indecisión.

    Bastante confusa por su pensamiento, notó con alivio que Edgar no la había seguido, pero justo al llegar a la puerta, sonó el timbre anunciando nuevos visitantes. Ella abrió mirando a dos sujetos y una joven mujer.

    —Si buscan al profesor, no está —les informó amable—. Pero está su...

    Los dos hombres y la mujer entraron impidiéndole salir e ignorando por completo lo que les decía, uno de ellos la sujetó con fuerza llevándola al interior de la casa. Sorprendida, más que asustada, Nora se dejó llevar.

    —¡Oiga! —protestó cuando el sujeto que la llevaba la arrojó con violencia en el sofá de la sala— ¿Qué sucede con ustedes? ¿Qué quieren? ¿Quiénes son?

    —¿Dónde está el profesor? —preguntó Valentín con voz fría

    Nora lo miró desde el sofá. Sentada, se sintió más pequeña. Se encogió de hombros y respondió:

    —Ya les he dicho que no está. Por lo que sé, está de vacaciones.

    Valentín miró a sus dos compañeros. Con una señal de la mano derecha, les indicó que buscaran por toda la casa.

    Muy obedientes, el hombre y la mujer se separaron tomando dirección opuesta, sacando ambos un arma de fuego de entre las ropas, así fue que Nora descubrió que su situación podía ser peligrosa. La ansiedad que había sentido antes tomó fuerza y perpleja, se quedó inmóvil en el sofá, deseando ser invisible.

    En el laboratorio, Edgar, con gran sigilo tomó el delgado tubo donde estaba el resto de la sustancia maravillosa. Cerró bien la tapa para que no hubiera derrame y después lo envolvió en un pañuelo guardándolo en una pequeña mochila que se colgó del hombro. Ahora, lo que debía hacer, era huir.

    Le había sorprendido la visita inesperada de Valentín. Él no era uno de sus amigos y nunca lo había visitado antes, por lo que al escucharlo, comprendió que de alguna manera el hombre había descubierto el proyecto increíble en el que trabajaba. ¿Para qué quería Valentín la fórmula? ¡Qué pregunta más tonta! Era obvio que para apropiársela. ¿Acaso no había notado cómo lo envidiaba, llegando incluso al odio? Valentín siempre estaba buscando la manera de entorpecer sus clases y aprovechaba también cualquier oportunidad para poner a sus alumnos en su contra.

    Él no entendía su actitud. En el pasado hizo varios intentos por ser su amigo, pero el evidente desdén que el hombre sentía por él, fue algo que le impidió avanzar en ese afán de conseguir su amistad. No pasó más allá del saludo ocasional adentro de la universidad. Y ahora estaba aquí, buscando apropiarse de su fórmula, pues no se la daría. Claro que no.

    Salió al patio justo antes de que el hombre de Valentín llegara al laboratorio. Con la recuperada agilidad que una vez tuvo cuando fue joven, Edgar saltó la barda al terrero baldío, admirándose de poder hacerlo, ya que el malestar físico aún recorría su cuerpo.

    Ahora fue su turno arañarse con los tallos y ramas de los arbustos, pero la diferencia fue que las mangas de su camisa y su pantalón lo protegieron bastante bien. Al salir a la calle, se dirigió a su pequeño y viejo automóvil que tenía aparcado en la acera de enfrente de su casa, ya que no contaba con una cochera para guardarlo. Se cuidó de no ser descubierto desde el interior de su casa y algo que ayudó, fue que siempre tenía las cortinas abajo, porque no le gustaba que nadie viera el interior de su casa a través de los cristales de las ventanas.

    Llegó al coche y se subió, sin embargo, apunto de encender el motor, recordó algo que se le había olvidado por completo.

    Nora Reina.


    continuará.
     
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    Capítulo 4

    ¿Debía regresar por ella?

    No.

    ¿Qué daño podían hacerle Valentín y sus secuaces?

    No creía que fueran asesinos... ¿o sí?

    No.

    ¿No? ¿Acaso no había visto las armas que sacaron los tres de sus ropas cuando los espió desde su laboratorio antes de escapar? Era obvio que no las querían para jugar.

    Contrariado por la indecisión, Edgar lanzó una lista de palabras altisonantes. Era posible que no le hicieran nada a esa jovencilla. El no la conocía, ni ella a él. Sin embargo, la pregunta aquí era:

    ¿Valentín creería esa verdad?

    Lo dudó. Volvió a blasfemar, entonces se acordó de algo más. ¡Clementina! Era su gatita del alma, no podía abandonarla.

    Mientras tanto, adentro de la casa, Valentín levantó a Nora del sofá. Tomándola por el cuello de la blusa, la abofeteó un par de veces, primero en una mejilla con la palma de la mano y después en la otra, con el dorso. Volvió a preguntar iracundo:

    —¿Dónde está el profesor?

    Con los ojos llenos de lágrimas por el dolor causado en su rostro, Nora sintió un ligero hilillo de sangre correr por sus mejillas. Miró horrorizada la mano que la había golpeado descubriendo en un par de dedos, unos anillos. El zafiro de uno estaba vuelto a la palma de la mano y el otro hacia el dorso, como se lucen normalmente los anillos. Las bellas piedrecitas se habían incrustado en su delicada piel por la fuerza de los golpes.

    Pero lo peor fue que el miedo que sintió le impidió hablar. No comprendía aún por qué le estaba pasando todo eso. Ella sólo había acudido a ese lugar con la intención de obtener el empleo que ofrecía el prestigioso profesor Edgar Ferreol.

    Esa mañana, cuando salió de su casa para entrevistarse con el científico, se había sentido eufórica, imaginándose que conseguiría el empleo, porque trabajar al lado de ese gran hombre significaba algo muy provechoso para su propia carrera y sus ambiciones de progresar en el campo de las ciencias que tanto le gustaban. Por el currículo de Edgar Ferreol, sabía que él era todo un experto en la mayoría de las ciencias.

    Sin embargo, la euforia de esa mañana se había esfumado casi enseguida de haber pulsado el timbre de esta casa. Ahora era presa del miedo y de ese hombre que la sujetaba con cruel fuerza. Ese indivíduo que la sacudió con tanta energía que sintió desprenderse su cabeza por la arbitrariedad del acto.

    —¡Contéstame! ¿Dónde está Ferreol?

    Entonces lo único que pudo hacer la chica fue gritar cuando sintió sus pies dejar el suelo. Valentín la levantó sin aparente esfuerzo y la arrojó con violencia al sofá. Con los ojos muy abiertos, la joven miró el arma que la apuntó y su temor creció. Buscó la mirada del hombre, la suya suplicante, deseando encontrar compasión en esos ojos que la miraron con frialdad y no sólo encontró una heladez escalofriante, sino también crueldad, lo que la hizo gemir de pánico.

    Cerró los ojos con fuerza y una idea terrible bloqueó sus otros pensamientos.

    Iba a morir.

    El pensamiento la hizo implorar por su vida, así que aclarándose la voz, musitó trémula y sin abrir los ojos.

    —Escúcheme, yo no sé nada. Ya le dije lo que sólo vine a solicitar el trabajo de asistente. Créame. ¡No sé nada!

    Aún con los ojos cerrados, Nora escuchó el inconfundible sonido del arma cuando el seguro fue quitado, quedando lista para disparar. Se acurrucó en el sofá. No deseaba ver su propia muerte, tampoco quería sentir el dolor que era probable sentiría cuando la bala penetrara en ella. O quizás no de inmediato, sino hasta después.

    —Valentín.

    Nora abrió los ojos para mirar al hombre y a la mujer que volvieron de la búsqueda, agradecida por esta interrupción.

    —¿Lo encontraron? —preguntó Valentín sin dejar de apuntar y mirar a Nora.

    El hombre y la mujer se miraron antes de que ella contestara:

    —No. Tampoco encontramos lo que buscas en el laboratorio.

    —¿Cómo que no lo encontraron? —vociferó el hombre, frustrado. Se volvió a sus secuaces y ahora los apuntó con el arma, sin tomar en cuenta que ellos también portaban las suyas, no obstante, tanto el hombre como la mujer las mantuvieron abajo—. ¡Quiero a ese viejo y su invento!

    —Sí, Valentín, pero aquí no está.

    —Ten cuidado con eso, Valentín, se puede disparar —pidió el hombre, nervioso de verse apuntado así y mirando a Nora, señaló—. Seguro que ella sabe algo.

    Ahora los tres miraron a la chica haciendo que ella se acurrucara más. El hecho de que los dos secuaces regresaran sin Edgar, le puso de manifiesto que el sobrino del profe había huido y se sintió decepcionada.

    El muy cobarde la había abandonado en las manos de esos asesinos. Bastaba mirarlos para darse cuenta que ninguno de los tres se tocaría el corazón para quitarle la vida y no quiso reconocer que muy en el fondo, había abrigado la esperanza de que ese sobrino del profesor fuera su única ayuda. ¡Pero el muy gallina había huido!

    —Según ella, no sabe nada —mencionó Valentín sumamente furioso.

    —Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Ignacio.

    Valentín recorrió con ojos despiadados el cuerpo enroscado de ella y sin que un solo músculo de su rostro se moviera para expresar alguna emoción, ordenó acerado.

    —Mátenla.

    Realmente Valentín había enloquecido. La desesperación por salvar a su hermano lo había cambiado por completo. Conseguir esa fórmula se había convertido en una obsesión enfermiza, tanto así, que no le importó llegar a estos extremos. No se tocó el corazón para dar la orden. No podía fallarle a Germán, porque aún podía recordar el pacto que se hicieron entre los dos.

    Ese acuerdo que había quedado grabado en su mente y corazón. En ese momento recordó ese día fatal como si hubiera sucedido esta mañana.

    Su hermano tenía quince años y él ocho.

    Con sus ocho años de edad, lo único que le preocupaba era jugar. No estaba preparado para todo el dolor que lo esperaba en casa después de una larga mañana de clases en la escuela.

    Se miró correr contento después de clases, saltando por los charcos que la lluvia había dejado en las calles. Ese día, la salida de la escuela se había atrasado una hora del horario habitual por causa de la tormenta, pero eso a él no le importó. Disfrutó jugando en el agua que corría por las calles e incluso, se colocó debajo de los canales de las azoteas de las casas que aún dejaban caer el el transparente líquido acumulado por los pretiles. No le importó tampoco empaparse por completo, ni la posible regañada que su madre le daría por ello. Había pensado en lo que ella le diría:

    —¡Mira cómo vienes! ¡Te vas a enfermar! ¿Cuántas veces te he dicho que no te mojes así?

    Sí, de seguro eso le diría y después, vendría el castigo.

    Pero tampoco le importó. Estaba feliz retozando en el agua. Así, entre risas alegres, fue acercándose a su casa, la que no estaba muy lejos de la escuela. De pronto, las risas cedieron y sorprendido, se detuvo.

    Miró las patrullas policiacas y a los policías afuera, cubriéndose con ellas, apuntando con sus armas de fuego hacia su casa. Varios vecinos curiosos observaban por las ventanas, puertas e incluso desde las azoteas de sus casas lo que en la calle se desarrollaba.


    Él había dejado caer la mochila al suelo para correr hacia los policías y averiguar lo que estaba sucediendo. Los uniformados lo vieron y uno de ellos lo detuvo arrastrándolo hacia una patrulla con la intensión de introducirlo en su interior, pero él forcejeó para evitarlo y preguntó a gritos:

    —¿Qué sucede? ¿Dónde están mis papás? ¿Dónde está Germán? ¿Por qué están ustedes aquí? ¡Déjeme! ¡Suélteme! ¡Quiero ir con mis papás!

    —No, niño. No puedes ir con ellos. Tranquilo, todo va a salir bien.

    Entonces, dando un puntapié al policía que lo sujetaba, se soltó y corrió ahora a su casa, pero escuchó una voz que lo llamó.

    —¡No, Valentín! ¡Vuelve!

    Se detuvo y giró sobre sí. De más allá de los vehículos, Germán corrió hacia él, pero no logró llegar a su lado porque varios policías lo detuvieron derribándolo al suelo, entonces lo escuchó gritar:

    —¡Suéltenme! ¡Es mi hermanito! ¡Ayúdenlo, por favor! ¡Sáquenlo de en medio!

    No hubo tiempo de hacerlo y como había quedado entre la mira del asesino y los policías, en ese instante sintió que algo poderoso mordía su hombro. La fuerza del impacto lo lanzó al suelo con violencia. Quedó boca abajo sin comprender lo que había sucedido mientras sobre él pasaba una lluvia de balas dirigidas a la ventana de su casa. Pudo escuchar el silbido de los proyectiles al pasar muy cerca de él y el cristal de las ventanas de su casa haciéndose añicos.

    Después de eso, con la vista nublada, sintió más que mirar, el correr de los policías dirigiéndose a su vivienda, luego Germán llegó a su lado, junto con paramédicos que examinaron su herida. Lo escuchó llorar cuando le dijo:

    —Te vas a poner bien, hermanito.

    A él comenzaba a dolerle mucho el hombro y la pérdida de sangre estaba porhacerle perder el sentido, pero luchó contra el malestar mientras lo acomodaban en una camilla para subirlo a la ambulancia. Afortunadamente, la bala no había tocado ningún órgano vital, por lo que se salvaría.

    —Germán.

    —No digas nada. Todo va a salir bien, te lo prometo.

    Eso no era verdad. Un policía se acercó a ellos para darles la noticia. Una tan dolorosa que los veintinueve años transcurridos desde entonces, no le restaron dolor.

    —Lo siento, chicos. Sus padres están muertos. El hombre que entró a robar a su casa, los asesinó. Él también murió. Ya pagó su crimen.

    Ellos no pudieron hacer nada más que llorar, de alguna manera, agradecidos porque ellos no estaban en casa cuando ese hombre entró a robar, asesinando a sus padres. Privándolos de su amor y cuidados. Fue aquí cuando se hizo la alianza entre los dos, en esa ambulancia, mientras se dirigían al hospital.

    Germán le dijo:

    —Nos hemos quedado solos, Valentín. Nuestros padres no estarán más con nosotros, pero tú me tienes a mí y yo te tengo a ti. Prometo que no dejaré que nada malo te suceda. Te cuidaré más que a mi propia vida. No te faltará nada. Te lo prometo.

    Con los ojos llenos de lágrimas, el más pequeño miró a su hermano y con voz solemne, dijo:

    —Yo también te cuidaré. También lo haré más que a mi propia vida. Te lo prometo.

    Germán sonrió a pesar de que no sentía ánimos de hacerlo. Abrazó a su hermanito y dijo en su oído:

    —Es un pacto.

    Así había quedado sellado el convenio.

    En el trascurso de los años, demostraron tenerse uno al otro, cuidándose y apoyándose. Hasta que la mortal enfermedad hizo su aparición. Valentín se vio de pronto imposibilitado para cumplir esa promesa. Su hermano moría y él no podía hacer nada por él, salvo verlo consumirse poco a poco. No podía con eso.

    Sin embargo, eso no lo sabía esa chica que ahora lo miraba suplicante, sin entender por qué quería matarla. Sí. Había enloquecido. Deseaba matar a todo el mundo si con ello podía devolverle la salud, la vida a su hermano.

    Así que inmisericorde, escuchó la voz de ella en un afanoso intento de hacerlo cambiar de decisión.

    —¡Por favor, no me mate! ¡Le prometo que no diré nada! ¡Se lo juro!

    Ya para entonces, Nora lloraba copiosamente. Por desgracia, sus lágrimas no conmovieron a nadie, porque Valentín ordenó:

    —Ignacio, encárgate de ella, Rina, ven conmigo.

    Pero la orden quedó suspendida en el aire cuando el timbre de la puerta sonó.

    Los tres se miraron entre sí por un breve momento, luego Valentín levantó a Nora colocándola de espalda a él. La detuvo con firmeza tapando su boca con una mano para que no hiciera ruido, privándola de la oportunidad de pedir ayuda a gritos.

    Por lo tanto, la joven se limitó a mirar con los ojos muy abiertos, sintiendo el calor del cuerpo de Valentín que la tenía bien pegada a él y la empujaba para hacerla caminar hasta situarse justo a un lado de la puerta al tiempo que Ignacio y Rina se situaban al otro lado, con las armas listas.

    El timbre volvió a sonar, esta vez con insistencia.

    Ella esperó el desenlace de todo con enorme angustia, deseando que la persona que pulsaba el timbre se fuera para que se librara de padecer lo mismo que ella, porque era claro que esos invasores estaban dispuestos a someter al visitante también, tal vez pensando que podría tratarse del anciano Ferreol.

    Tanto horror que le daba la muerte y aquí estaba, condenada a la muerte en cuestión de segundos. Y lo que más tristeza le daba, era que no sabía por qué debía morir y además tan joven. No vería realizados todos los sueños que tenía, porque esas personas malvadas habían decidido acortar su existencia.

    ¡Qué crueldad!

    Entonces de pronto recordó lo que alguna vez había escuchado; que en situaciones extremas, cuando la vida está en peligro, se pueden recordar cosas importantes que sucedieron en el transcurso de la vida y comprobó que eso era verdad, pues a su mente acudieron recuerdos que había olvidado por completo.

    Extrañas remembranzas que la llevaron al pasado, en un viaje que duró sólo unos segundos y se vio a sí misma de niña, frente a su padre. Ambos estaban en el amplio salón de la casa que su padre había acondicionado como gimnasio, o dojo. Vestían la indumentaria tradicional llamada gi y ella seguía las prácticas que su padre le enseñaba mientras lo escuchaba decir:

    —Nunca olvides esto, hija. El Kárate debes utilizarlo sólo como autodefensa. Lo utilizarás contra tu semejante únicamente si es necesario. Si tu vida corre peligro.

    —Sí, papá, pero ¿por qué practicamos todo el tiempo? Ya estoy cansada.

    Su padre dejó de hacer las prácticas y ella lo imitó. Era tan pequeña, que su padre tuvo que ponerse de cuclillas para mirarla a los ojos. Tomándola por los hombros, le dijo:

    —La práctica del kárate no sólo te enseña a defenderte, sino que disciplina tu mente, además, te sirve de ejercicio.

    —¿Creceré más si lo practico mucho? —preguntó entusiasmada.

    Su padre sonrió y le dio un beso en la mejilla. Sabía que sus compañeras en la escuela se burlaban de su hija por ser más pequeña que ellas. Por eso insistió en disciplinarla mentalmente. Para que las mofas de sus compañeros no la hirieran mucho.

    —Es posible. Anda, continuemos con las prácticas.

    —¿Crees que un día mi vida corra peligro, papá? En este barrio nunca sucede nada malo. Toda la gente es buena.

    —No puedo saber eso, Nora. Quiero que nunca olvides que en el mundo, hay personas malvadas. Así como hay personas buenas, hay personas malas. Sin respeto por nada, ni nadie. Además, tú no vivirás para siempre en este barrio, ni en esta casa. Crecerás y te irás de nuestro lado.

    —Quiero crecer, pero no irme del lado de mamá ni del tuyo, papi. ¿No puedo quedarme para siempre con ustedes?

    —El tiempo lo dirá, querida.

    Nora se estremeció cuando el insistente timbre en la puerta la regresó al presente, donde miró con lágrimas en los ojos, como a una señal de Valentín, Ignacio abría la puerta.

    —Buenas tardes —dijo una voz que Nora reconoció—. ¿Quién eres tú? Busco a mi tío Edgar.

    Ignacio le permitió la entrada a Edgar, quien se hizo el sorprendido cuando miró a los tres en actitud amenazadora. Evitó que su mirada quedara fija en Nora para no delatarse. Además, por el breve intercambio de sus miradas, se dio cuenta que la chica pensaba que él era un idiota y le dio la razón. Era un completo estúpido por haber regresado a la casa. Ahora, ¿quien los iba a salvar de esos locos?

    —¿Qué sucede aquí? —preguntó haciéndose el inocente— ¿Quiénes son todos ustedes? ¿Dónde está mi tío?

    Ignacio lo empujó al interior de la sala alejándolo de la puerta. Después, Valentín arrojó con fuerza a Nora al lado de Edgar, el que tuvo que detenerla para que ella no se fuera de bruces al suelo.

    —Y ahora me dirán que ustedes no se conocen —habló Valentín señalándolos.

    Ellos se miraron. En la mirada de él pudo notarse el disgusto, porque tuvo toda la oportunidad de huir y la había desaprovechado. En la de ella había sorpresa, ya que después de todo, ese sobrino del profesor no eran un cobarde, como había pensado.

    —No la conozco —afirmó Edgar.

    —Ni yo a él —concordó ella.

    Técnicamente, ninguno de los dos mentía. Antes de esa mañana nunca se habían visto, por lo tanto, no se conocían. Pero eso no lo creyó Valentín, que se sintió muy cansado y frustrado. Los apuntó con el arma y sus secuaces hicieron lo mismo.

    —¿Dónde está el profesor? —preguntó de nuevo, francamente fastidiado ya con la pregunta.

    Edgar pareció no inmutarse por los amenazantes instrumentos de fuego, pues con voz fría dijo:

    —Eso mismo pregunto yo, ¿no escuchó que también le busco? ¿Y para qué lo quieren?

    —Esa respuesta fue la equivocada —indicó Valentín a la vez que con una rapidez inaudita, le propinó un fuerte puñetazo en pleno rostro, justo en la barbilla.

    Tomado por sorpresa, Edgar se tambaleó. Hubiera logrado el control del equilibrio si no fuera porque el pie de Valentín fue a incrustarse de inmediato en su vientre, así que cayó al suelo con gran dolor.

    —Yo soy el que hace las preguntas —dijo Valentín acerado, acercándose a Edgar—. Y ustedes contestan con la verdad. Edgar tiene un experimento que debe ser mío. Con él pienso devolverle la salud a mi hermano y después, si funciona, fabricaré más. ¿Tienen idea de lo que eso significa? Imagínense lo que ofrecerían esos ricos vanidosos por un invento así. O mejor aún, vendérselo al mejor postor. ¿Creen que el presidente de nuestro país sea el mejor postor? ¿O el gobernante de qué país sería?

    Dicho eso, le dio un puntapié en las costillas del lado derecho. Para Edgar, que apenas se estaba recuperando de los horribles efectos de la fórmula, esos golpes fueron terriblemente dolorosos.

    Torturado por el sufrimiento, se enroscó de manera fetal y no lloró por propio orgullo. También le dolió escuchar hablar así a Valentín. Si el invento salvaba la vida de su hermano, él con gusto se lo daría, pero la ambición de Valentín había rebasado el límite. No sabía las consecuencias que podía generar en el mundo un invento como el suyo. Había personas más ambiciosas que Valentín.

    Apenas había tenido éxito con el invento y ya estaba arrepentido de haberlo creado.

    Nora se inclinó para auxiliarlo, sin embargo, Edgar no soportó que lo tocara.

    —¡No me toques! —clamó con voz temblorosa—. Por favor, no me toques, me duele.


    Continuará
     
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    Borealis Spiral

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    Las historias de ciencia ficción me gustan bastante y es es interesante. Todos los capítulos tienen un toque de lo tuyo y por eso es que tengo que seguir leyendo.

    Bien, Valentín es el malo, se ve. No creo que Edgar se hubiese opuesto a darle de la fórmula si sólo era para curar a su hermano, pero no, Val tenía que ser ambicioso y querer hacer más para venderla. Ah, ¡hombres! XD

    Ok, ok, Nora se ha involucrado en un asunto bastante difícil. Me pregunto qué será de ella y el Edgar joven. ¿Lograrán escapar de las garras de Val? Quien sabe, parece ser que Nora sabe artes marciales y no sé, podría usarlas para escapar de allí. Bien, para saberlo espero con ansias el siguiente capítulo.

    Hasta otra.
     
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    Marina

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    La Fórmula
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Ciencia Ficción
    Total de capítulos:
    15
     
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    3484
    Capítulo 5


    —Levántenlo —ordenó Valentín a sus secuaces.

    Sin compasión, Ignacio y Rina obligaron a Edgar a levantarse. Nora lo miró palidecer todavía más por el dolor aumentado al ponerlo de pie. Sintió lástima por él, pero junto con la conmiseración, llegó un potente sentimiento.

    Una emoción olvidada.

    Porque en ese instante estuvo segura que ya la había sentido; una rara energía que circuló por su torrente sanguíneo.

    Pudo sentir el nivel de adrenalina aumentado que hizo estremecer cada parte de su cuerpo, despertando en toda su potencia todos sus sentidos, haciéndole perder el miedo que hasta ese momento le había impedido reaccionar como su padre le había enseñado.

    Entonces, el recuerdo de todas las lecciones de Karate que recibiera de su padre cuando era niña, volvieron a su mente y aún cuando tenía años de no practicarlas, hizo lo que él le enseñó.

    Utilizando los elementos de velocidad, fuerza y técnica, así como el factor sorpresa, desarmó a los tres enemigos valiéndose de manos y pies, acompañando los golpes con controladas respiraciones y gritos que la ayudaron en el ritmo de ataque, haciéndola concentrarse más en la fuerza de cada golpe, además de que aumentó su valor psicológico y desconcertó a sus enemigos.

    La acometida con los pies fueron directo a los riñones y los puños se concentraron en el rostro. Sin que pudieran salir de su sorpresa, las tres personas aterrizaron en el suelo, junto con sus armas, sin entender cómo habían llegado al piso.

    La joven pareció volar cuando los golpeó con semejante fuerza y luego, con una agilidad sorprendente, Nora recogió un arma, tomando después la mano al también sorprendido Edgar, quién con la boca abierta se dejó conducir a la puerta para salir de la casa aprovechando el momentáneo desaliento de los hombres, pero antes de salir, Edgar se soltó ante la protesta de ella.

    Así que impaciente miró al hombre volver atrás, no mucho, sino solo hasta donde Clementina estaba, sentada en dos patas despreocupadamente. Claro, como a ella no la amenazaron de muerte.

    Edgar la tomó en brazos con rapidez y la gata se acurrucó de inmediato en ellos.

    —¿Tienes coche?—le preguntó Nora apremiante, ya en la calle y sin transición—: ¿Dónde está?

    Todavía pálido y sorpendido por los sucesos, Edgar señaló su auto, incapaz de hablar.

    —¿Ese es tu auto? —preguntó ella incrédula, mientras guardaba el arma en la pretina de su falda—. ¡Es una carcacha!

    Se dirigieron rápidamente al viejo auto. Lo abordaron y dándole a ella a Clementina, encendió el motor enseguida, gracias a que cuando intentó huir él solo, había dejado la llave en el encendido, lo que fue bueno, porque en ese momento, unos proyectiles se incrustaron en el oxidado metal.

    Y de esas balas, un par fue a dar contra el parabrisas, haciéndolo añicos, pero los pedazos quedaron pegados en la hoja de pegamento que estaba en medio del cristal, no obstante, el sonido de los disparos al golpear el vehículo fue espeluznante, por lo que Nora gritó a la vez que se agachaba agradeciendo al cielo que la oxidada carrocería no dejara pasar las municiones, o cuando menos, no donde estaban ellos, abrazándose a la gata como si ésta fuera su salvación, la que aceptó el abrazo sin maullidos.

    Edgar, agachado también, maniobró con pedales y volante para alejarse de la lluvia de balas.

    Valentín y sus compañeros corrieron a su auto, pero al llegar a éste, descubrieron que alguien, y podían imaginar quién fue, había desinflado las llantas.

    Derrotado por el momento, Valentín miró alejarse el viejo auto. Furioso, arrojó el arma que tenía un dispositivo de silencio, contra una de las llantas desinfladas e hizo el peor berrinche de su vida, gritando, pataleando y blasfemando. Ignacio y Rina tuvieron que retirarse como seis metros de él para no recibir su ira.

    En el auto de Edgar, él palmeó el volante y mirando brevemente a Nora, porque su atención debía estar puesta en el tráfico, preguntó:

    —¿Qué tal? ¿No que mi carro es una carcacha? Si no fuera por este carrito, ya estarías muerta.

    Nora lo miró con desdén al momento de replicarle:

    —No cantes victoria todavía. Con la velocidad que lleva tu carcacha, nos darán alcance pronto, además, yo te salvé la vida.

    —Nos darán alcance si logran cambiar pronto sus neumáticos, así que yo te salvé la vida más veces que tú a mí. Regresé por ti, ¿recuerdas?

    —Yo no te pedí que regresaras por mí —refunfuñó ella, nada agradecida—. Y si no fueras tan orgulloso, reconocerías que estamos vivos por mí.

    —Te equivocas —replicó con frialdad—. Yo fui el que regresó por ti. Yo ya había escapado...

    —¡Ah, sí! —lo interrumpió, sarcástica—. ¿Cómo pude olvidarlo? ¡Huiste porque eres un cobarde! ¡Ellos y sus armas te asustaron!

    Edgar perdió la calma. Con un rápido movimiento al volante, introdujo el auto entre los demás vehículos, invadiendo sus carriles. Los conductores hicieron notar su sobresalto y molestia ante tal falta de precaución, tocando sus claxon. Algunos tuvieron que salir de su carril para no chocar.

    —¡Estás loco! —gritó Nora buscando el cinturón de seguridad, el que por cierto, no encontró—. ¿Y donde está el maldito cinturón?

    Edgar se salió de la hilera de autos y se estacionó sin ninguna precaución. Apagó el motor y mirando disgustado a la joven, le dijo:

    —No puedo decir que ha sido un placer conocerte, pero sí puedo decirte que hasta aquí llegas.

    Nora lo miró a su vez con frialdad. Cuando habló, su voz sonó controlada:

    —No pensarás dejarme aquí, ¿verdad?

    —¿Tú qué crees? ¡Dame a mi gatita! —Se la quitó del regazo.

    Ella retuvo el aire para no perder la paciencia. Aún con la voz controlada, dijo:

    —No sé dónde estamos, además, no tengo dinero. Mi bolso le dejé en la casa de tu tío.

    La mirada de Edgar brilló satisfecha. Con voz burlona, aconsejó:

    —Pon más atención la próxima vez, para que no andes olvidando tus cosas por allí.

    La indignación ganó. Nora no pudo controlarse. Alargó la mano y le propinó una fuerte bofetada, tan duro, que a ella misma le dolió la mano. Él resopló enojado. Dándose masaje en la maltratada mejilla, dejó a Clementina en el asiento de atrás, luego bajó para ir a la puerta del lado de ella. La abrió y la sacó sin esfuerzo y sin cuidado alguno.

    Ella pataleó airada por el ultraje, pero ignorándola olímpicamente, Edgar la arrojó lejos de sí y con voz furiosa, le advirtió:

    —No vuelvas a ponerme la mano encima, niñita insolente.

    Con una última mirada de franco desdén, Edgar regresó al volante, encendió el motor y comenzó a alejarse de ese lugar, dejando a Nora al borde de sufrir un ataque de histeria. No porque la dejaba abandonada lejos de su hogar, y sin dinero para regresar en bus o taxi.

    No, no era por eso.

    Era porque la había llamado "¡niñita insolente!" ¡Cuánto la desquiciaba que un hombre la llamara niñita! ¡Era una mujer en todo el sentido de la palabra! ¿Por qué no podían verlo ellos?

    ¡Hombres! De seguro el mundo estaría mejor sin ellos.

    Sin pensarlo siquiera, Nora tomó el arma con silenciador que guardaba en su cintura y apuntando en dirección del auto que se alejaba, disparó. No era una gran tiradora, de hecho, jamás en su vida había tenido en sus manos un arma de ese calibre... ¡Y, de ningún otro! Sin embargo, tuvo una puntería admirable que la dejó pasmada mientras la fuerza del disparo la hizo retroceder hacia atrás.

    En el auto, Edgar utilizó un lenguaje impropio al sentir como el vehículo se ladeaba cuando la bala dio en una de las llantas traseras. Detuvo el motor. Golpeando con fuerza el volante varias veces, maldijo una y otra vez a la joven, prometiéndose que la haría pagar por atreverse a hacerle eso a su querido auto, un chevrolet camaro de 1980.

    ¡Ah! Alguien debía pagar también todos esos impactos en su hermosa antigüedad.

    Pudo verla por el espejo retrovisor. Ella seguía sosteniendo el arma, apuntando en su dirección. Notó también como las personas que caminaban por ahí se alejaban asustados de Nora al mirarle el arma. Bajó de nuevo, pero ahora para examinar la llanta. Ya no iría a ningún lado en su preciosidad. La llanta dañada por la bala estaba desinflándose con rapidez. Con la mirada destilando desprecio absoluto, se volvió a mirar a Nora, quien había bajado el arma dejándole de apuntar. La joven retrocedió intranquila cuando él caminó hacia ella sin ocultar su ira.

    —Tú, niñita malvada —murmuró entre dientes—, vas a pagar por esto.

    Nora siguió retrocediendo volviendo a apuntarle con el arma.

    —Detente o disparo.

    Edgar no se detuvo y ella comprendió que no tenía el valor para dispararle. Una cosa era que le disparara al auto y otra muy distinta a él, así que optó por huir, pues notando el enfado del hombre, decidió poner una buena distancia entre ellos echándose a correr, tan rápido como sus piernas se lo permitieron.

    No obstante, Edgar la persiguió y siendo él muy veloz por sus piernas largas, la alcanzó sin dificultad, lanzándose contra ella cuando se introdujo en un callejón sin salida. Por el impulso de la carrera, ambos aterrizaron en el suelo golpeándose con fuerza en la caída. Nora soltó el arma y ésta fue a caer a poca distancia de ellos.

    La joven gritó cuando rápidamente, Edgar la volvió boca arriba y la sujetó contra el suelo con su propio cuerpo, inmovilizando con sus piernas las de ella y con su mano izquierda sujetó las delicadas muñecas sobre su pecho mientras con la derecha acarició su rostro, particularmente donde estaban las pequeñas heridas que Valentín le había hecho con los anillos. Nora luchó por soltarse, pero la fuerza de Edgar fue superior. Él la miró y sus ojos brillaron al sentirla bajo él, así que el sonrojo en el blanco rostro de ella no se hizo esperar.

    —¿Qué haré para que pagues por lo que le hiciste a mi auto? —murmuró él en su oído—. Te mereces una paliza, pero...

    Sus palabras quedaron en el aire. Ella movió la cabeza para evitar que él siguiera acariciándola y su intento por liberarse fue inútil.

    —Prefiero que me golpees —refunfuñó—. ¡Deja de tocarme!

    Edgar levantó las cejas. Su rostro mostró una expresión divertida, lo que hizo que la mirara ahora con burla.

    —¿De veras? —preguntó y por una razón, su voz sonó ronca— ¿Prefieres que te golpee a que te acaricie?

    Ella volvió a forcejear. El tono de la voz en su oído la puso nerviosa.

    —¡Suéltame! —le ordenó, más disgustada con ella misma por su nerviosismo, que con él—. Si quieres castigar a alguien anda con esos que le dispararon más balas a tu carcacha. ¡Y no tienes derecho de tocarme así!

    —Ya veo —susurró, complacido por la reacción de ella—. Si te golpeo, tal vez no sea castigo suficiente, pero quizás esto sí lo sea.

    Bajó el rostro al de ella, quien comenzó a protestar, pero sus palabras fueron ahogadas al apoderarse de sus labios en un beso profundo, apasionado.

    Un beso como el que nunca recibió.

    Nora se quedó sin aliento por un instante. Con los ojos muy abiertos, sintió como los labios de él sobre los suyos buscaron una respuesta que ella luchó por no dar, no obstante, fue vencida cuando respondió al beso de una manera que la hizo avergonzarse y cerrando los ojos, se dejó llevar.

    Una vez satisfecho con su respuesta, Edgar levantó la cabeza interrumpiendo el maravilloso beso —porque sí, maldita sea, había sido maravilloso—, y la miró. Ella se estremeció bajo su mirada. Él entonces, como si nada, se levantó con una gran sonrisa, dejándola en libertad.

    Suficientemente abochornada por lo ocurrido, la joven se puso de pie, sintiéndose además muy humillada. Nunca en su vida se había sentido tan insultada por su propia reacción. Su debilidad debía desquitarla con él, así que con voz llena de indignación, balbuceó los siguientes calificativos:

    —¡Cretino! ¡Miserable! ¡Canalla! ¿Cómo te atreves?

    La sofocante experiencia le dio la furia suficiente para que, sin importarle que él pudiera hacerle pagar de nuevo, empleara las artes marciales que su padre le dijo que no utilizara irresponsablemente. Así que sin reflexionar en ello, le dio a Edgar un par de golpes. Uno en el rostro con el puño y el otro con el pie, en el estómago.

    —¡Miserable chiquilla! —Le gritó Edgar desde el suelo— ¡Me rompiste la nariz!

    Parecía ser así; el hombre sangraba por las fosas nasales. Arrepentida, corrió a auxiliarlo.

    —Déjame ver —le pidió arrodillándose a su lado.

    Edgar la miró con ojos llorosos por el dolor, permitiendo que ella lo examinara. Al principio, el toque de los dedos femeninos fue delicado, pero cuando comprobó que la nariz no estaba rota, su tacto se hizo descuidado. Movió la nariz con brusquedad y anunció seria, mientras él gemía por el maltrato:

    —No. No está rota.

    Edgar se soltó de los bruscos dedos. Se levantó diciendo:

    —¿Cómo lo sabes? O sea que, aparte de ser Jakie Chan, ¿eres también médico? ¡Vaya! ¡Eres un estuche de sorpresas!

    Nora se limitó a mirarlo con seriedad.

    —Y ésta vez, ¿por qué me golpeaste? —preguntó él sin dejar de tocarse la nariz, la que sintió crecer palpitante, lo que le indicó que se le estaba inflamando.

    —¿Cómo por qué? —cuestionó a su vez incrédula— ¡Me diste un beso sin mi permiso!

    Edgar miró a su alrededor. Menos mal que el callejón se mantenía solo. De cualquier manera, le pidió apaciguador:

    —No grites, baja la voz. ¿Quieres que todo el mundo se entere que te besé sin tu permiso? Además, no fue un beso, fue el castigo que te merecías por haberme abofeteado y arruinado mi auto... Lo que me recuerda que, como me volviste a golpear, te mereces otro castigo.

    Y caminó hacia ella serio. Nora retrocedió levantando las manos de manera defensiva.

    —¡Déjame en paz! —pidió von voz alarmada—. No quiero volverte a golpear.

    Él se detuvo.

    —Mira —dijo ella—, lamento si arruiné la llanta de tu auto, también lamento haberte bofeteado antes y golpeado ahora. Tienes razón, tú continúa con tu camino y yo con el mío. ¿Te parece bien?

    —¿Así que lamentas todo esto? —preguntó divertido.

    —Sí, lo lamento, de veras.

    —Pues yo no lamento haberte castigado. Es una lástima que no me atreva a castigarte de nuevo.

    —¡Basta!—pidió ella— ¡Quédate dónde estás!

    Edgar había dado un par de pasos adelante, pero se detuvo cuando miró la posición de equilibrio que la chica había adoptado para frenarlo con sus técnicas de combate. La palpitación en su nariz le recordó que su ataque era muy doloroso, además, aún no salía de su asombro al recordar cómo aquellos tres habían sido dominados por ella.

    La diversión se convirtió en interés.

    Sin poderlo evitar, su mirada recorrió a la joven de pies a cabeza. Era baja de estatura, ya lo había notado antes. Parecía una chiquilla, porque era muy delgada, aunque sus curvas de mujer la desmentían. Era muy bonita. Tenía ojos lindos de un café claro, los que combinaban con la castaña cabellera que caía en una cascada larga sobre los hombros, la que a su vez, resaltaba la blanca piel de su rostro, sonrosada ahora por el rubor que la cubría.

    —¿Qué? —preguntó, incómoda por su atenta inspección— ¿Qué tanto me ves?

    Y es que ella no estaba acostumbrada a tan profundo registro por parte de ninguna criatura del sexo opuesto. ¡Y menos de una tan atractiva como esa que la veía de manera... provocativa!

    Edgar sonrió y le preguntó:

    —¿Dónde aprendiste esta técnica de combate?

    Nora frunció el ceño. Se llevó una mano a la frente y se la masajeó mientras un torbellino de confusos recuerdos acudía a su mente. Lo miró muy seria al decir:

    —Es Karate. Es parecido al judo y al jiujitsu, pero refuerza las técnicas de pegar golpes letales. Yo no aprendí tanto. Lo poco que sé, me lo enseñó mi padre cuando era niña.

    —¿Tu padre es maestro de Kárate?

    La mirada de ella se nubló, luego, aclarándose la voz, respondió:

    —Se les llama sensei. Él lo era, creo. Murió cuando yo era pequeña... La verdad no sé. No recuerdo mucho —Volvió a tocarse la frente, llevando los dedos a la sien del lado derecho, dando masaje ahí porque de pronto, un dolor de cabeza la atacó. Parpadeó confundida.

    —Lo siento —dijo Edgar con verdadero pesar— ¿Tenía alguna cinta? Perdona, esa fue una pregunta tonta. Si él era sensei, de seguro que tenía una cinta.

    Nora logró sonreír un poco antes de explicar de manera mecánica:

    —En el kárate, existen diversos grados de adiestramientos formalmente reconocidos, representados por el cinturón de tela que rodea el gi, o sea, la vestimenta tradicional que se emplea para la práctica de estas artes marciales. Los colores, en orden ascendente son: blanco, verde, morado, marrón y negro, éste último es el máximo nivel y está también cualificado en grados de pericia. Papá tenía el negro en el mayor grado.

    Volvió a parpadear, más confundida aún. ¿De dónde había venido esa explicación? Ella no sabía nada de artes marciales. Y hacía años que no recordaba a su padre. De hecho, en los pasados años ni siquiera lo había recordado. Tenía la percepción de que había muerto cuando ella era una niña y su madre nunca le hablaba de él.

    —Ya veo, así que por poco que sepas, no saldré bien librado si intento castigarte otra vez, ¿verdad?

    —Tú lo has dicho.

    —Está bien. Mira, nos hemos conocido en una circunstancia poco común y no nos presentamos correctamente. ¿Por qué no hacemos una tregua y nos presentamos como debe ser? Soy Edgar.

    Él le tendió la mano con una gran sonrisa. Nora titubeó un momento, pero después le siguió la corriente y aceptó la mano. Al unirse, la de ella mucho más pequeña, se perdió en la de él, pero aún así, Edgar sintió el fuerte apretón a la vez que le escuchó decir:

    —Soy Nora Reina.

    —Mucho gusto, Nora Reina. Lo que dije cuando te bajé del auto, no fue en serio. La verdad es que estoy complacido de conocerte.

    Ella sonrió un tanto desdeñosa. Con toda sinceridad, dijo al momento de soltar su mano:

    —Yo no puedo decir lo mismo. Lo siento, Edgar. La verdad es que a tu lado he vivido la aventura más peligrosa de mi vida y creo que no me gustó, así que como te dije antes, tú sigue tu camino y yo el mío. Esos mafiosos tienen algo contra tu tío y lo buscarán hasta encontrarlo y todos sus parientes, incluido tú, corren peligro, así que yo, entre más lejos de ustedes, mejor.

    Edgar soltó las carcajadas al escucharla.

    —Ellos no son de la mafia —explicó con voz risueña—. ¿De dónde sacas eso?

    El desagrado por la burla de él, se reflejó en la voz de Nora cuando preguntó:

    —¿Tú cómo sabes que no lo son? ¿Te olvidas que por poco nos matan? ¡Fue un milagro que saliéramos con vida de esa casa! Y... ¿Sabes qué? Me voy. No quiero pasar un segundo más a tu lado.

    Y todavía hablando, se dio media vuelta y comenzó a caminar, alejándose de él sin dejar de señalar el peligro que corría a su lado. Salió del callejón sin hacer caso del llamado de Edgar.

    Él por su parte, la siguió sin dejar de llamarla, admirando las bien torneadas piernas de ella que la falda dejaba al descubierto. Miró a su antojo las piernas e incluso más arriba. La rasgadura de la falda, que había terminado de abrirse hasta la pretina por la pelea que tuvo con Valentín y sus compañeros, dejó ver sus pantaletas rosadas por la parte de atrás. Sin dejar de admirarla, le dio alcance y la sujetó por el brazo para detener sus rápidos pasos. Ella miró disgustada la mano de él y pidió entre dientes:

    —Suéltame.

    La soltó al instante. Mirándola muy divertido y algo más que ella no pudo descifrar, le dijo:

    —No te sulfures. Sólo quiero darte esto.

    Nora miró el billete que le mostró. Levantó la mirada para fijarla en sus ojos con incredulidad.

    —Es dinero —aclaró Edgar, más jocoso.

    —Ya sé que es dinero. Lo que me sorprende es que antes pensabas dejarme botada aquí, sin ningún medio para regresar a mi casa y ahora, te muestras caritativo, ¿qué pretendes?

    —Nada. Sólo quiero que llegues bien a tu casa. Eso es todo.

    La joven miró unos segundos el billete. Finalmente optó por arrebatarlo de la mano generosa de Edgar. Sin darle las gracias por ese acto de bondad y ni siquiera decir adiós, volvió a alejarse de él.

    —En serio—le gritó Edgar mientras volvía al callejón para recoger el arma—, fue un gran placer conocerte. ¡Oye, dame tu dirección para llevarte tu bolso! ¿No quieres despedirte de Clementina?


    Continuará
     
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    Y entiendo a la pobre Nora, si fuera ella en verdad no estaría complacida de estar por mucho tiempo cerca de alguien como Edgar, quien por cierto, me parece bastante... ¿cretino? No sé, no encuentro realmente la palabra indicada. Pero de que es algo -bastante- petulante, lo es. ¿Dónde quedó el viejito profesor que todo el alumnado quería y respetaba? Parece que esa personalidad se esfumó junto con sus años acumulados.

    En fin, creo que esto va bien para la historia. Me alegro que salieron sanos y salvos -dentro de lo que cabe- de Valentín y compañía. Nora es genial con sus artes marciales, jejeje, sin duda Edgar se merecía el castigo, ¡qué atrevido por besarla! XD Bien, espero la actualización.

    Hasta otra.
     
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    Marina

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    HarunoHana, muchas gracias por tu comentario y a los demás, gracias por pasarse xDD

    Capítulo 6

    Nora continuó su camino ignorándolo. Detuvo un taxi en la avenida alejándose en breve de Edgar, pensando que si no fuera por lo de su bolso, el que necesitaba recuperar porque ahí traía su identificación y sus tarjetas de crédito, jamás querría volver a ver a ese cretino.

    Hombres problemáticos como Edgar y su tío no estaban en su lista para nuevas amistades.

    Sonrió burlándose de sí misma. ¿Cuál lista? Esa lista sólo existía en su mente fantasiosa.

    Ella no tenía amigos.

    Las únicas amigas que tenía, eran y Paola y Angélica, pero no necesitaba más.

    No.

    Aunque sus amigas parecían pensar lo contrario. Seguido hacían de Celestinas consiguiéndole citas con chicos que ella no conocía. No entendía ese empeño de buscarle pareja. En ese afán, le habían concertado unas citas que... ¡Dios santo! ¡Era para morirse! Está bien que ella no era una gran belleza, pero no merecía salir con chicos poco agraciados, y no se refería al físico, sino al interior. En una ocasión salió con un joven tan soso que carecía de gracia y viveza.

    La hora que duró la cena se le había hecho eterna. La última cita dos semanas atrás, había superado a todas las demás en lo desagradable. ¡Qué horror! Fue la última que aceptó. Ella amaba mucho a sus amigas y no quería parecer mal agradecida por sus intentos de verla feliz, pero esa vez les habló con una firmeza tal, que ellas entendieron que no necesitaba pasarla tan mal con esa clase de chicos, así que prometieron poner más cuidado en la clase de hombres a seleccionar.

    Porque miren que no querían darse por vencidas.

    —Llegamos, señorita.

    La voz del taxista la sacó de sus pensamientos. Pagó lo que el taxímetro marcaba y bajó quedando frente al edificio que contenía su departamento. Nora notó extrañada que el taxista la miraba con insistencia. Puso los brazos en jarras y exclamó:

    —¡Qué!

    El taxista le gritó algo desde el interior del auto y ella se ruborizó avergonzada. Se llevó las manos atrás y se palpó la falda que dejaba ver sus pantaletas. El hombre sonrió pícaro y luego se fue mientras ella le daba vuelta a la prenda acomodando la abierta por un lado. Se sonrojó más al descubrir que la gente que pasaba se detenía para mirar, especialmente los hombres que no disimulaban el disfrute que el panorama les causaba, aunque ella pensó que no sería tanto por su belleza, sino por el espectáculo. No todos los días había uno igual.

    Refunfuñando, más roja que una cereza, caminó a la entrada del edificio.

    El departamento que habitaba en compañía de sus dos amigas, se encontraba ubicado en el quinto piso de la alta construcción que contaba con varios negocios en la planta baja. Su amiga Paola, la que estudió medicina, tenía un pequeño consultorio ahí.

    Nora no sabía como le hacía Paola para sacar energías y cumplir con todos sus compromisos. Por la mañana daba su servicio social en una clínica cercana, por la tarde atendía a clientes particulares en este consultorio y por las noches, se iba a algún centro nocturno a bailar. Afortunadamente ese día era el de su descanso de la clínica y de seguro estaba en el consultorio, así que hacia allá se dirigió.

    Entró a la pequeña, pero bien equipada sala con todo lo necesario para atender a los pacientes. Paola, una rubia esbelta, alta, de grandes ojos verdes y bellas facciones, la recibió sorprendida, con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla a la vez que exclamaba:

    —¡Nora! ¿Qué haces aquí? ¡Te esperaba mucho más tarde!

    Incluso la voz de la joven rubia, era adorable.

    —¿No conseguiste el empleo?

    Nora se encogió de hombros, absorta en el caluroso recibimiento. Parecía que hacía años que no se veían, pero esa mañana muy temprano se habían despedido precisamente así. Levantó el rostro para mirar a su cariñosa amiga. La rubia era más alta y ella ya se había acostumbrado a mirar a lo alto cada vez que estaba a su lado, sin embargo miraba mucho más arriba cuando se trataba de Angélica.

    —¡Y mírate! —exclamó Paola escudriñándola con la mirada.

    Como la rubia, Nora reparó en su apariencia desaliñada. Recordó de pronto la diversión de Edgar. ¡Bien que debió disfrutar de la exposición de su trasero!

    —¡Maldito sea! —soltó con voz resentida— ¡Lo que debió burlarse de mí! ¡Es odioso! ¡Lo odio!

    Paola siguió observándola con curiosidad e interés. Notó en su amiga algo diferente. Ese brillo en sus ojos y la emoción retenida que hacía vibrar su cuerpo entero.

    —¿A quién odias? ¿De qué hablas?

    —A Edgar Ferreol —respondió Nora entre dientes. Por el momento, la irritación la sofocaba.

    Paola frunció el ceño. Una interrogante surgió en su mente. ¿Cómo estaba implicado el viejo profesor en el notorio cambio de su amiga? Todavía esa mañana, ella y Angélica habían hecho el último intento por disuadir a la joven de trabajar con el profesor.

    —¿Por qué quieres trabajar al lado de ese viejito? —le había preguntado Angélica—. Con ese trabajo no tendrás ninguna oportunidad de conocer a ese alguien que podría convertirse en tu compañero de toda la vida. Pasarás el resto de tu vida siendo asistente de una momia, metida en un laboratorio, haciendo experimentos y limpiando su casa. ¿Y lo demás?

    —¿Qué demás? —Había reído Nora, divertida al escucharla.

    —¡Pues lo demás! —recalcó Angélica—. Los hombres, las citas, los bailes, la vida social...

    —¿Estás hablando de mí o de ustedes? —interrumpió Nora, más divertida que nunca.

    —Mira, querida amiga —intervino Paola—, es verdad que casi nunca has tenido mucho de eso que ha mencionado Angélica, pero no pierdas la esperanza, estamos trabajando en ello y esto puede cambiar. Sin embargo, si insistes en encerrarte con esa momia...

    —Olvídenlo, chicas. Ya sé que se han esforzado mucho por cambiar mi poco atrayente estilo de vida social, pero prefiero ir a esa entrevista de trabajo que volver a aceptar una sola cita de esas que me han conseguido, así que por favor, no insistan en hacerme desistir de conseguir este trabajo. Esto puede ayudar a mi carrera, ¿por qué no lo entienden?

    No es que no lo entendieran. Claro que comprendían que Nora quisiera progresar en su carrera de científico, pero bien podía hacerlo independiente de ese viejo profesor. Estaba haciendo su servicio social en una preparatoria dando clases de física y química, aunque por ahora estaba de vacaciones, así que, ¿por qué tenía que trabajar con ese ancianito y además de eso, ser su sirvienta?

    Pues malo, Nora no las había escuchado y quizás por eso le fue muy mal. Ni siquiera había tenido la dicha de conocer al que consideraba que sería una gran ayuda para su progreso. Más bien había conocido a unos asesinos que quisieron matarla. Todo había salido pésimo, así que, mirando ahora a Paola con los ojos muy abiertos, permitió que las lágrimas inundaran sus ojos.

    —¡Nora! ¿Qué sucedió? ¿Ese viejo se propasó contigo? ¿Llamo a la policía?

    —¡Claro que no! —suspiró secándose las lágrimas—. Ni siquiera vi al profesor.

    —¿Cómo que no? —preguntó la amiga perpleja—. Tú misma has dicho que odias a Edgar Ferreol

    —Sí, pero no al viejo, sino al joven.

    La sorpresa de Paola se convirtió en emoción.

    —Mmmm, ¿hay un Edgar joven? —inquirió de pronto feliz—. Desde que te vi percibí un cambio en ti. ¿Es por él? ¿Cómo es? ¿Qué te hizo? ¿Por qué lo odias? ¿Dónde vive? ¿Lo volverás a ver? No sabía que ese profesor tuviera hijos.

    —¡Un momento! ¡No es lo que tú estás pensando! Yo... Él...

    —Aguarda —la interrumpió Paola con vivo regocijo—. No digas nada aún. Esto también tiene que oírlo Angélica.

    Boquiabierta, Nora miró a la rubia tomar el teléfono del escritorio.

    —Pero, Paola...

    Con los ojos muy brillantes por la emoción, la rubia le hizo la seña para que guardara silencio mientras marcaba los dígitos que la comunicaron con Angélica

    —¿Dónde estás?

    Inmediatamente tuvo contestación gracias al fundamento de la nueva tecnología de fibras ópticas.

    —Voy saliendo de Arroyochico ¿Qué pasa, Paola?

    No sólo la contestación fue veloz, sino que Paola pudo escuchar con claridad a Angélica a pesar de la distancia entre ellas, la que era de unos cuarenta kilómetros.

    —¡Nora conoció a un chico!

    Angélica detuvo su auto en medio del sendero que la conduciría a la carretera. El cansancio que empezaba a irritarla cedió por un momento ante la gran noticia. Había pasado toda la mañana en ese pueblo, entrevistando a los testigos implicados en el caso de un asesinato y le había costado mucho trabajo convencerlos para que se presentaran al tribunal a testificar.

    —Cuéntame —le pidió Angélica— ¿Cómo es eso posible? Esta mañana no...

    —No conozco los detalles. Creo que es conveniente que las dos los escuchemos.

    Esto último lo dijo en voz muy baja para que Nora, que seguía mirando a Paola muy sorprendida, no la escuchara.

    Mas Angélica supo muy bien a qué se refería la rubia. Ambas querían mucho a Nora y les daba tristeza su nula vida social. No querían aceptar que a Nora eso no le interesaba mucho y porque no lo hacían, se sintieron muy culpables cuando a las puertas de sus corazones llegó el amor.

    Al edificio habían llegado a vivir los dos hermanos más increíbles que sus ojos hubiesen visto, un año antes. La atracción se había convertido en amor, ya hasta les hablaban de matrimonio y ella tuvieron que rechazarlos.

    ¿Y todo por qué?

    Porque se sentían culpables de que podían ser felices en ese sentido y Nora no. Y le ocultaron la relación que tenían con los hermanos.

    Así que era una excelente noticia la que Paola le había dado a Angélica, quien en ese momento dio un salto en el asiento de su auto cuando un claxon detrás la sobresaltó de susto. Movió su auto a un lado del sendero para dejar pasar una camioneta de color dorado, una chevrolet clásica, bien cuidada. El sujeto detrás del volante y su compañero la miraron con insistencia a medida que pasaban despacio a su lado. No dejaron pasar la oportunidad de hacerle saber a la joven mujer lo agradable que era para la vista.

    —Mujeres tan hermosas como tú, embellecen más este lugar, morenita linda —le gritó uno.

    —Soñaré el resto de mi vida contigo, preciosa —le gritó el otro.

    Angélica los ignoró, así como a la nube de polvo que se levantó tras la camioneta mientras se alejaba. Mirando la larga hilera de árboles que se levantaban por los dos lados del sendero, dándole al lugar una vista hermosa, centró su atención en lo que Paola le decía:

    —Así que si puedes, vente ya. Esto es importante.

    —Claro que sí —respondió con algo de duda—, voy para allá, pero ¿estás segura de que...?

    —¡Por supuesto! —le interrumpió Paola—. Ven y mírala, entonces comprenderás de qué hablo cuando digo que conoció a un chico.

    Esto último, también lo dijo en un murmullo.

    —Muy bien, nos vemos allá —se despidió Angélica.

    En el consultorio, Paola colgó el teléfono. Miró a Nora, quien no salía de su asombro, el que más bien había crecido al ver como la rubia se secreteaba con Angélica. Paola dijo con voz dulce, ignorando su expresión:

    —Vamos, Nora. Subamos al departamento. Mientras te das una ducha, yo pediré algo para comer. ¿Qué se te antoja? Aguarda, déjame darte una bata para que te cubras. No queremos que al pobre de Daniel le de un infarto al ver tu bella pierna, ¿verdad?

    Nora se irritó y suspiró para recobrar la paciencia. Esa tendencia de sus amigas de tratarla a veces como a una chiquilla la desquiciaba, además, en ese momento no se sentía con ánimos de soportarlo. Sus nervios estaban a flor de piel y cualquier cosa parecía molestarla, como por ejemplo, sentir las manos de Paola acomodándole una de sus batas, de esas blancas que utilizaba para consultar a sus pacientes.

    —¡Déjame! —Le pidió apartándose—. Yo puedo ponérmela sola. Dime, ¿qué sucede entre tú y Angélica? ¿Qué se traen ustedes dos?

    —Querida, no se trata de nosotras. Se trata de ti. Nos tienes que contar qué sucedió en esa entrevista.

    Paola cerró el consultorio y precedió a Nora por el pasillo hacia el elevador. Al llegar, subieron y con una atrayente sonrisa, la médico saludó al joven vestido con un elegante uniforme que se encargaba de pulsar los botones del tablero del elevador, así como otros trabajos en el edificio.

    —Hola Daniel, ¿sigue todo bien?

    El joven se sonrojó adorablemente. Con timidez, respondió:

    —Buenas tardes, señoritas. Todo bien, gracias.

    —¿No es agradable ese chico? —preguntó Paola ya fuera del elevador—. Me encanta cómo se sonroja. Es muy tímido, ¿verdad?

    —Sólo es tímido contigo o con Angélica. El otro día lo vi coqueteando con la vecinita del último piso.

    Paola sonrió alegre, alegría que se opacó cuando pasaron por enfrente de la puerta del departamento de Jaime, su novio. Se detuvo fijando su mirada allí. Deseaba verlo, pero sabía que a esa hora él estaba trabajando. Era ingeniero en computación y trabajaba para una gran compañía. No podían verse mucho a causa de Nora. Jaime no estaba de acuerdo con el ridículo secreto. Él pensaba que debían hablarle a Nora con la verdad. ¿Qué podía pasar? Quizás su amiga sufriera un poco por no ser tan afortunada como ellas. Tal vez hasta sintiera un poco de envidia por su felicidad, pero eso sería todo.

    —¿Paola?

    Nora ya estaba enfrente de la puerta de su departamento, esperando. La rubia salió de su ensoñación y acudió presurosa a abrir.

    —No traes tu bolso, Nora —le dijo mientras le cedía el paso al interior del departamento— ¿Te asaltaron de camino a la entrevista? Aguarda, no me digas nada todavía, ya no tarda Angélica.

    —¿Para qué molestas a Angélica? Tú puedes contarle luego. ¿Por qué tiene que dejar su trabajo para venir a escuchar mi historia? ¿De cuando acá sucede eso? ¿Qué me están ocultando?

    —¿Por qué preguntas eso? —interrogó a su vez Paola a la defensiva— ¿Acaso no somos una para todas y todas para una? ¿No nos compararon con los tres mosqueteros en la preparatoria por ser inseparables y defensoras de la justicia?

    Como Nora ya se dirigía al cuarto de baño para tomar una ducha, Paola tuvo que elevar la voz para hacerse escuchar. Nora le contestó de igual manera y en su voz pudo notarse un profundo toque de amargura:

    —Yo lo que recuerdo es que éramos Blanca nieves, La Bella y Pulgarcito. ¡Yo era Pulgarcito!

    Paola sonrió ante los recuerdos.

    Nora en cambio, lloró.

    Al estar bajo la regadera, las emociones retenidas de las últimas horas estallaron sin control. Tembló sin control. Le emoción que sintió al pensar que pudo perder la vida, fue contradictoria. Miedo y alivio se mezclaron. Poco a poco fue deslizándose por la pared hasta quedar sentada bajo el agua. Levantó las rodillas hacia su rostro para abrazar sus piernas y así poder sofocar contra estas, los agudos sollozos que brotaban lastimosamente.

    Se quedó allí por largo tiempo. El agua se enfrió y tembló ahora de frío, pero su mente aturdida por el trauma de lo vivido no salió del trance. Tampoco escuchó los fuertes toques en la puerta, ni la voz de Paola.

    —¡Nora! ¿Está todo bien? ¡Nora!

    Paola giró el picaporte, pero estaba colocado el seguro. Muy preocupada por su amiga, fue a buscar la llave de esa puerta. Frenética, entró a la cocina inspeccionando en los cajones de las alacenas, entonces una voz a su espalda la sobresaltó:

    —Paola, ¿qué pasa?

    La rubia se volvió a mirar a Angélica y el alivio se reflejó en su rostro. Sin dejar de buscar la anhelada llave, informó:

    —Es Nora. Lleva horas encerrada en el cuarto de baño. Estoy preocupada por ella, pues temo que se ha hecho daño. ¡Te digo que regresó extraña de esa entrevista!

    Angélica dejó el bolso de trabajo sobre la mesa y rápidamente se dirigió al baño. También intentó abrir la puerta, sin éxito.

    —Nora, ¿estás bien? ¡Abre, por favor!

    La angustia en su voz manifestó su preocupación. Paola llegó con la llave y abrió.

    Ambas quisieron entrar al mismo tiempo y se estorbaron, por lo que se atoraron en la angosta abertura. Se miraron irritadas. Paola retrocedió para dejar pasar primero a Angélica, luego la siguió y se alarmaron al mirar a Nora, quien temblaba de frío.

    El tono morado-azul de su piel las asustó. Angélica cerró la llave de la regadera mientras Paola tomaba del gabinete un par de toallas, grandes y afelpadas. Con una cubrió a Nora para después levantarla del suelo; utilizando la otra toalla para secar su cabello.

    La sacaron del baño para conducirla a la habitación en donde la hicieron entrar en calor.

    —¿Te sientes mejor, Nora? —le preguntó Paola.

    Nora asintió mirando agradecida a sus amigas. Las abrazó y ellas correspondieron al abrazo, lo que la hizo sentir mejor, pues era justo lo que necesitaba.

    —Mientras te cambias, iremos a calentar la comida que se ha enfriado. Vamos Angélica.

    Nora asintió y las miró salir.

    En la cocina, Angélica colocó en el micro la comida mientras Paola acomodaba los platos y cubiertos en la mesa. Al terminar, preguntó:

    —¿Percibiste lo diferente que se ve?

    —Hay algo diferente en ella —concordó la amiga encogiéndose de hombros—. No sé lo que es. ¿Será posible que ese sujeto que conoció sea el que estamos esperando?

    La esperanza brilló en su mirada. Paola la observó contagiada por su entusiasmo y se admiró una vez más de la belleza de su amiga.

    Angélica era morena clara. Su brillante cabellera caía sobre su cuello en un corte que la favorecía mucho. Sus aristocráticas facciones lucieron aún más atractivas por el brillo de sus grandes ojos oscuros, cuyo tono hacía juego con el verde oscuro de su atuendo consistente en una falda corta que dejaba al descubierto unas largas piernas bien torneadas y un saco de corte clásico que resaltaba su pequeña cintura.

    —Pues si no lo es, debemos hacer que lo sea—replicó Paola decidida, conteniendo un sollozo—. Creo que ya no puedo vivir sin Jaime. Tengo miedo de que se canse de esta situación y me deje.

    —Ten fe. Esto no puede durar mucho.

    —¿Qué no puede durar mucho? —preguntó Nora entrando a la cocina, sorprendiendo a las amigas.

    —No puede durar mucho esta ansiedad que sentimos por saber qué sucedió hoy contigo —respondió Angélica—. Ven, querida, siéntate y cuéntanos todo.

    Nora se sentó ante la mesa. Miró el plato de comida que Paola le sirvió y el aroma de los alimentos le provocó nauseas. El intenso escrutinio de las chicas que comían con evidente apetito sin dejar de mirarla, la hizo decir:

    —Alguien quiso asesinarme.

    Las dos mujeres soltaron el tenedor sobre el plato de porcelana. El ruido que los tenedores hicieron al pegar con la porcelana, sobresaltó a Nora mientras las dos amigas preguntaron al unísono:

    —¿Qué?/ ¿Cómo?

    Perplejas, miraron a Nora con los ojos muy abiertos.

    —¿Fue ese chico que conociste? —preguntó Angélica retirando el plato con comida. De pronto, ella también sintió náuseas—. Debemos acudir con la policía.

    —No, no fue el hombre que conocí y no quiero ir con la policía —anunció Nora moviéndose inquieta sobre la silla.

    —¿Por qué? —preguntó Angélica impaciente.

    —Porque temo que si delato a esas personas, cobren venganza después.

    —¡Pamplinas! —exclamó molesta Angélica—. Iremos inmediatamente al ministerio público para levantar una demanda. ¿Qué tiene que ver Edgar Ferreol en todo esto?

    —No lo sé, a él no lo vi, pero esas personas lo buscaban. Quisieron matarme porque pensaron que yo lo conocía y lo estaba encubriendo. Su sobrino, también llamado Edgar, me rescató. Bueno, la verdad no sé quien rescató a quien. O ambos nos rescatamos, tal vez.

    —¡Muévanse! —ordenó Angélica dejando la silla—. Esto que nos dices, debes declararlo en el ministerio público. ¡Vamos!

    —¡No, Angélica! —gritó Nora—. No quiero saber nada más de esa gente. Tú no viste a esas personas. ¡Son unos asesinos!

    Manifestándose su maestría en leyes, Angélica notó el miedo en Nora. Le habló como si se tratase de uno de sus clientes:

    —No te preocupes. Tú sólo di la verdad y yo me encargo de lo demás.

    Pero Nora no sintió la misma confianza y al parecer, Paola tampoco, pues preguntó con precaución:

    —Angélica, ¿estás segura que nada malo va a pasar? ¿Qué tal si Nora tiene razón y esas personas se vengan?

    —¡Chicas! —A la morena ya casi la dominaba la irritación—. Esto es lo correcto. Déjenlo todo en mis manos. Les prometo que esa gente pagará lo que hizo y no volveremos a saber más de ellos.

    Sus palabras, aunque confiables, no disiparon la repentina sensación que invadió a Nora.

    Era como si algo estuviera a punto de suceder.

    Un pesado silencio se abrió entre ellas, así que cuando el timbre de la puerta sonó, las tres se sobresaltaron y se miraron entre sí.

    Entonces muy asustada, Nora se llevó un dedo a los labios para indicar que debían guardar silencio y tal acción abrió una puerta en el tiempo.

    Su mente viajó al pasado.


    Continuará.

    ...........................................................

    Saludos.
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
  9.  
    Ladron de Musas

    Ladron de Musas Usuario común

    Cáncer
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    ho rayos me volviste a atrapar con tu escrito,me pregunto que tanto le afectara a ese ancianito picaro el haber recuperado su juventud,ya vi una muestra jajajaja creo que me agrada y esas escenas donde se dieron ''castigos'' mutuos me doble de la risa eres grandiosa en verdad y esta historia tuya es genial genial
     
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  10.  
    Borealis Spiral

    Borealis Spiral Fanático Comentarista destacado

    Libra
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    Oh, sí. Así ese es el plan de Paola y Angélica para con la pobre de Nora al actuar de Cleestina, ja. Pobre muchacha con esas amigas que le consiguen citas tan... uff, así. En fin, supongo que el deseo de querer casarse con esos vecinos suyos es muy grande... umm.

    No, no pueden ir a la policía, el caso en el que Nora está metida es muy problemático. Me pregunto qué harán para resolver esto. Además, la parte final te deja con intriga. ¿Quién será el que tocó la puerta? ¿Por qué Nora se vio tan angustiada? ¿Serán los malos? ¿Qué recordó ella? Hum, parece que Nora guarda un secreto. En fin, espero el siguiente capítulo.

    Hasta otra.
     
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  11.  
    Marina

    Marina Usuario VIP Comentarista Top

    Tauro
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    Capítulo 7

    En ese pasado, miró a su padre llevarse un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio mientras ella, de unos ocho años de edad, se esforzaba por obedecer, cosa que le pareció muy difícil, así que al minuto siguiente, ya estaba hablando otra vez, estirando las piernas para descansarlas de la posición de meditación que su padre le había indicado debía tener y la misma que tenía él.

    Pero papá, ¿qué caso tiene estar aquí sentados, sin poder hacer nada?
    De nuevo, su padre le indicó que guardara silencio mientras la censura en la mirada le ordenaba que volviera a la posición original, a lo que objetó con disgusto.

    No veo para qué sirve, papá. Ya tenemos meses haciendo esto y no logro hacer lo que me enseñas.

    Pero aun así obedeció. Cerró los ojos y se concentró en lo que su padre le había dicho minutos antes.

    Concéntrate, cariño. Relájate, abre tus sentidos, sólo así podrás percibir lo que te rodea aunque no lo veas.

    Ella hizo lo que su padre le pidió, sin embargo, los minutos pasaron y no percibió nada que no fuera oscuridad por mantener los ojos cerrados y silencio, absoluto silencio.

    Utiliza tus sentidos. Tú puedes lograrlo.

    Finalmente, Nora logró concentrarse haciendo que sus pensamientos volaran afuera del dojo, lo que le permitió verse adentro de la casa, mirar a su madre que, ocupada en la cocina, elaboraba un delicioso pay de queso, de esos que tanto le gustaban a su padre. El aroma de los ingredientes invadió sus fosas nasales y fue como si en verdad estuviera en la cocina. Fue tan real que su madre se volvió para mirarla, sorprendida.

    Nora abrió los ojos asustada. Su padre la miró sonriente.

    ¿Viste a tu madre haciendo pay de queso?

    Ella asintió, aún asustada.

    No tengas miedo, hija. Esto que has hecho lo has logrado gracias a que utilizaste tus sentidos. ¿Hueles? Tu mamá sí está preparando pay de queso. El aroma te trasladó a la cocina.

    Pero estuve aquí, ¿cómo me trasladé?

    Fue tu imaginación la que te trasladó allá.

    Pero papá. Fue muy real. Mamá me miró.

    No, hijita. No te miró a ti. Miró a tu gato travieso que ha vuelto con un enorme ratón. Lo ha llevado a la cocina.

    ¿Y cómo sabes eso?

    Porque escucho gritar a tu madre. ¿La oyes?

    La escuchó. Incluso pudo oír la escoba que su madre utilizaba para sacar al gato con todo y ratón.

    Lo que quiero que entiendas, hija, es que si despiertas todos tus sentidos al máximo, te será posible ver cosas aún cuando no estén a la vista.

    Sí, te entiendo.

    Y lo practicó mientras estuvo con su padre, después también lo olvidó hasta este momento. Aún señalando a sus amigas que guardaran silencio, caminó con sigilo a la puerta para mirar por el mirador de cristal que les permitía ver afuera antes de abrir, así se daban por enteradas de quien era el visitante, sólo que en esta ocasión, el visitante prefirió permanecer fuera de la vista.

    Al atisbar por la mirilla de cristal, trató de recordar algo más de las enseñanzas de su padre sobre los sentidos, pero había pasado muchos años sin practicar y no logró despertar sus sentidos como su él le había enseñado, así que no pudo percibir quién o quiénes estaban detrás de esa puerta. No obstante, algo le decía que nada estaba bien. Incluso Paola, más sensible que Angélica, se dio cuenta del peligro.

    —Tenemos que salir de aquí —murmuró preocupada.

    Se reunió con ellas y las tres entraron a una habitación sin hacer ruido. Fue entonces cuando el visitante intentó abrir la puerta, pero afortunadamente, Angélica siempre tenía la costumbre de poner la cadena de seguridad y el seguro. Esto les dio tiempo a ellas para salir al amplio balcón que se suspendía cuatro pisos arriba, sobre la ancha avenida atestada de vehículos de todos los tamaños, colores y modelos.

    —Tendremos que saltar a ese otro balcón —dijo Angélica—, sólo así podemos escapar de... ¡Ni siquiera sé de qué debo escapar! ¡Ustedes me han puesto paranoica!

    —¿Escapar por los balcones? —preguntó Nora, alarmada— ¿Cómo?

    —Así. Vamos al departamento de Jaime y Eduardo. Síganme.

    Con una agilidad envidiable, Angélica salió del balcón a la estrecha cornisa que la conduciría a la galería del departamento de los hermanos. Pegada de espalda a la pared, caminó muy lentamente, cuidando de mantener el equilibrio. Un paso en falso podía costarle la vida.

    —Vamos, amigas —pidió mientras un ligero sudor provocado por el esfuerzo de caminar por el angosto alero, comenzaba a correr por su rostro.

    Paola hizo lo que Angélica. Pero al estar sobre el voladero se asustó paralizándose y tembló de miedo.

    —Tú puedes, Paola —la animó Angélica conteniendo el aliento por el temor de imaginar caer a su amiga—. Sigue, sigue. Tú puedes.

    La rubia miró a la morena que había llegado a la terraza de los hermanos, la que le tendió los brazos para animarla a continuar. Aspiró profundo y armándose de valor, continuó el recorrido que se le hizo eterno, pero finalmente alcanzó su objetivo y ya con suelo firme bajo sus pies, se dio cuenta que temblaba sudorosa y que el deseo de vomitar era muy intenso.

    —¡Nora, sigues tú! —gritó Angélica.

    La joven miró a sus amigas. El pánico le impidió moverse. Miró al vacío y el terror creció. Retrocedió a la puerta de la habitación sintiéndose incapaz de realizar la acrobacia.

    —¡Nora! ¿Qué haces?

    La voz apremiante de Angélica no la ayudó mucho. Su miedo a las alturas era superior a ella. Volvió al interior del departamento pensando que esa loca huida era ridícula. Ni siquiera sabían quién había tocado el timbre, quizás nadie lo había hecho y ellas, sugestionadas por la conversación que tenían, creyeron escucharlo. Sin embargo, se dio cuenta que los intentos por abrir la puerta principal para entrar, continuaban, lo que la hizo volver al balconcillo donde se encontró con Angélica que había regresado por ella.

    —Angélica, yo no sé sí po...

    —Calla —pidió Angélica en un murmullo—, escucha, quien sea el visitante, ha entrado.

    Alertaron el oído y pudieron oír los pasos adentro por diferentes lados, lo que les indicó que más de una persona habían ingresado al interior y las buscaban.

    —Vamos, Nora. Tenemos qué irnos.

    Las lágrimas inundaron los ojos de la asustada chica. Sin poder moverse, sacudió la cabeza negativamente. Angélica la empujó con fuerza hacia la orilla del balcón, al lado de la cornisa y la presionó para que subiera a la bardita que servía de protección y evitaba que alguien cayera al vacío. Sintiéndose desmayar, Nora puso los pies en el estrecho camino. Cerró los ojos apretándolos tan fuerte que le dolieron por la presión, pero más le dolió pensar que iba a caer y morir.

    —¡Muévete! —La apremió Angélica, empujándola con suavidad.

    Un gemido de horror escapó de la garganta de Nora y sin abrir los ojos, intentó moverse y logró dar los pasos que con tanta ansiedad, Angélica esperaba que diera. El esfuerzo de volver por ese caminito la había debilitado, así que sintió las piernas temblorosas y la presión de ir cuidando a Nora dificultó el recorrido, haciendo que su corazón palpitara como loco provocándole una terrible sofocación.

    En el mirador de los hermanos, Paola trató de abrir la puerta para entrar al departamento, pero estaba asegurada por dentro.

    —¡Oh, Jaime! —clamó, golpeando la puerta de cristal— ¡Jaime!

    —¡Paola! ¡Ven ayuda a Nora!

    Cansada y temblorosa por el peligroso recorrido, Nora se dejó ayudar por la rubia. En la seguridad de la terraza cayó de rodillas sin poder controlar el horrible temblor de su cuerpo que la hizo vomitar, mientras abundantes lágrimas empapaban su rostro.

    Y en el departamento de las chicas:

    —Valentín, aquí no hay nadie.

    Valentín pasó una mano por la fotografía donde Nora, Paola y Angélica parecían mirarlo, sonrientes. Sintiéndose más que frustrado, arrojó la fotografía al suelo. El ruido del cristal que protegía la imagen haciéndose añicos, acrecentó su deseo de hacer eso mismo, pero con alguien humano. Miró rabioso a sus dos ayudantes.

    —Revisen todo, tal vez algo nos sirva para encontrar a esa mujer.

    Rina e Ignacio se miraron un instante, luego, Ignacio preguntó:

    —¿Como qué, Valentín?

    Creciendo en su furia por la inutilidad de sus ayudantes, Valentín tomó una libretita de la mesita del teléfono. Sacudiéndola ante los dos, dijo entre dientes:

    —Como esto, por ejemplo.

    —¿Qué es? —preguntó Ignacio, tomando de Valentín la libretita.

    Rina golpeó con la palma de su mano la cabeza de Ignacio y arrebatándole el objeto, respondió:

    —Es una agenda, idiota —volviéndose a mirar a Valentín, continuó—. Descuida, buscaremos pistas para encontrar a esa chiquilla.

    Con una última mirada de furia para sus ayudantes, Valentín salió a la terraza para respirar aire fresco. El fracaso de su misión estaba por ahogarlo. ¿Cómo podía salvar a su hermano si todo le estaba saliendo mal? Había perdido todo el día en nada. ¡Maldición! ¿Dónde estaba el viejo de Edgar? De pronto, miró de reojo un movimiento en el balcón vecino que llamó su atención, así que se volvió para inspeccionar con toda su visión, aunque no logró verlo todo en su totalidad por la pared que se levantaba hasta la mitad del balcón para permitir algo de privacidad entre los vecinos.

    Pegadas a la puerta de cristal, las tres mujeres se ocultaron de la mirada. La noche estaba por caer y el frío comenzaba a sentirse, sin embargo, ellas no temblaron porque sintieran el cambio del clima, sino por la terrible zozobra que les producía ser descubiertas.

    En el elevador del edificio:

    —Gracias, Dany. Nos vemos mañana.

    Dany asintió. Jaime miró cerrarse la puerta del elevador, después, se dirigió por el pasillo a su departamento, deseoso de darse una buena ducha para luego hacer el intento de ver a su amada Paola. Su hermano Eduardo llegaba un poco más tarde y sabía que también querría ver a su morena. Sonrió moviendo la cabeza de un lado para otro. Para ellos, era muy difícil refrenar ese impulso de gritarle a todo el mundo que estaban enamorados. Solteros codiciados, habían caído en las redes del amor, haciéndolos muy felices, aunque en ocasiones, esa felicidad era nublada por la decisión de sus novias de no aceptar el anillo de compromiso.

    Sí, conocían el motivo de ellas para negarse, pero a ellos francamente se les hacía ridícula la causa de sus chicas.

    Así, sumido en sus pensares, Jaime entró a su departamento dirigiéndose directamente a la habitación principal, donde encendió la luz para disipar las penumbras que la joven noche empezaba a extender.

    Su sorpresa fue total al descubrir a las tres chicas que comenzaron a golpear el cristal de su puerta para que las dejara entrar.

    Y cosa mala, también Valentín pudo descubrirlas cuando escuchó los gritos de ellas, aunque tardó en reaccionar al pensar primero que eran algunas vecinas reunidas, las más escandalosas por lo visto, mas cuando escuchó sus palabras, supo que eran ellas.

    —¡Déjanos entrar, Jaime! ¡En nuestro departamento hay unos asesinos!

    Jaime les abrió.

    —¿Qué están haciendo en mi balcón? ¿Cómo fue que...?

    Angélica lo empujó con violencia interrumpiéndolo al momento de decirle:

    —Ahora no hay tiempo para explicarte.

    Y tomándolo del brazo lo arrastró con ella, apremiando a sus amigas para que salieran del departamento y correr al elevador. En ese momento, las puertas del ascensor se abrieron para dejar salir a una ancianita que nuevamente fue empujada hacia adentro por los que huían, justo a tiempo en que Valentín y sus hombres salían al pasillo utilizando las armas con silenciador. Las balas fueron a incrustarse en las puertas del cubículo que se cerraron justo a tiempo.

    —¿Qué fue eso? —preguntó la ancianita, más sorprendida que asustada.

    Nadie contestó.

    Mientras llegaban a la planta baja, Valentín y sus secuaces descendieron corriendo por las escaleras, muy impacientes para esperar el otro ascensor. Esto le dio ventaja al grupo de tomar la delantera, pues llegaron primero.

    —¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Jaime, siguiendo a las chicas que más que caminar, corrían al estacionamiento del edificio— ¿Por qué nos dispararon?

    En esta ocasión, nadie contestó tampoco.

    —¡Maldición! —gritó Angélica irritada— ¡Miren mi auto! ¡Está por completo bloqueado!

    Todos lo miraron. A alguien se le había ocurrido aparcar justo detrás, impidiéndole la salida.

    —¡Yo conozco ese auto! —gritó Dany—. Es de una amiga de la señorita Norma, la del quinto piso. ¿Quiere que vaya a pedirle que lo quite?

    Ahora, todos miraron con incredulidad al muchacho. Hasta ese momento se dieron cuenta que los había seguido. Nora preguntó enojada, sin dejarse cautivar por su semblante risueño de ojos verdes, muy galán el joven pelirrojo.

    —¡Dany! ¿Cómo es que tú estás acá? ¿No te das cuenta que todos aquí corremos peligro y que no hay tiempo de ir a pedirle a esa mujer que quite su auto?

    Y como para confirmar sus palabras, una bala pasó silbando entre ellos rozando el hombro de Dany, quien gritó por el repentino dolor.

    —¡Demonios! —gritó Jaime furioso—. ¿Que diantres está sucediendo? ¿Por qué nos están disparando?

    Sin embargo, todos estaban muy ocupados ocultándose detrás de los autos como para contestarle.

    —¡Dany! ¿Estás bien?

    Nora y Dany se habían ocultado detrás de un Volkswagen. Nora desabrochó la elegante chaqueta del muchacho para examinarle la herida. El dolor era considerable, sin embargo la herida no, pero Dany, que no lo sabía, preguntó frunciendo las facciones:

    —¿Me voy a morir? —y sin esperar la respuesta, añadió como si delirara— ¿Sabía usted, Nora, que el nombre de este auto quiere decir "para el pueblo"?

    —¿De qué hablas?

    Dany miró el auto que los ocultaba de las balas, las que habían parado gracias a un grupo de adolescentes que muy alegres y bien ajenos a todo esto que sucedía, buscaban su camioneta; una GMC, Jimmy, la que se encontraba al lado del Volkswagen, el refugio de Nora y Dany. No muy lejos de allí, Valentín y sus hombres se hicieron los despistados mientras los adolescentes miraban divertidos a Nora y Dany y uno de ellos les habló malicioso.

    —¡Oigan! ¿Por qué hacen sus cositas aquí? ¡Vayan a otro lado! ¡Este es un lugar público! ¡Hay niños presentes! —terminó, apuntando a sus compañeros y ellos refunfuñaron respondiendo que el niño era él.

    Tanto Nora como Dany se ruborizaron de vergüenza por lo implicado. Todos los jóvenes rieron a carcajadas.

    —Valentín, se nos van a ir —murmuró Ignacio, nada divertido por la situación.

    —Caminen hacia allá sin llamar la atención —ordenó Vale, furioso porque eso estaba fuera de control—. ¡Maldita sea! ¡Ya son muchos los que se han involucrado en este asunto!

    Los tres personajes caminaron fingiendo platicar entre sí, pero sin perder detalle de lo que sucedía con los que estaban ocultos, pues bien que sabían dónde estaba cada quién. Esto sin duda fue muy ventajoso para otro hombre que se acercó con cuidado y en silencio a los invasores.

    Edgar metió la mano entre la camisa y la pretina del pantalón para tocar el frío metal del arma de fuego. Como la noche ya había caído por completo, la opaca luz artificial del estacionamiento lo ocultó, mas eso no lo ayudó para ponerse de mejor humor, el que estaba pésimo. No había comido nada en todo el día y se sentía cansado y frustrado. Cuando él y Nora se separaron, regresó a su domicilio decidido a recoger unas cosas para largarse por un largo tiempo de Durango, pero descubrió que Valentín y ayudantes se habían instalado en su domicilio. Estaba seguro que eso era para esperar la llegada de él, es decir, del viejo profesor.

    Se la había pasado toda la tarde espiando su propia casa con Clementina en sus brazos, en espera de que estos sujetos se cansaran de esperar y se fueran, lo que sucedió muy avanzada la tarde, lo que acrecentó su molestia. Cuando finalmente logró entrar a su domicilio, fue para descubrir dos cosas.

    La primera, que él era una persona muy sucia. ¡Compartía su hogar con gusanos y bichos asquerosos! Y la segunda, que los malhechores iban al domicilio de Nora Reina. El contenido de su bolso yacía desparramado en el suelo.

    Valentín había examinado sus credenciales, así que la niñita era su pista a seguir, por lo que sin pérdida de tiempo, puso a Clementina en una pequeña jaula y cargando con ella, dejó su fétido hogar para acudir en rescate de la chiquilla, no sobre un hermoso caballo blanco, sino a bordo de un taxi que utilizaba varios caballos de fuerza en su motor, lo que hizo posible que llegara a tiempo para presenciar la huida de la chiquilla en compañía de toda esa gente que trataba de mantenerse a salvo detrás de los autos.

    Y a medida que caminaba con sigilo detrás de Valentín y sus ayudantes, su mal humor fue suplido por la perplejidad y ciertas preguntas invadieron su mente, preguntas que no tenían nada que ver con fabricar un plan que los ayudara a salir de ese peligro.

    ¿Quiénes eran esas barbies que acompañaban a la chiquilla?

    ¿Cómo es que se habían involucrado en semejante embrollo?

    Si él invitara a alguna de esas bellezas a salir, ¿aceptaría su invitación?

    ¡Y con mil demonios! ¿Por qué tanta gente tomaba parte de esa peligrosa persecución? Pero luego, al ver sobre todo que la chiquilla corría tal peligro, decidió de pronto que las barbies no eran tan lindas como ella.

    Valentín y sus hombres terminaron por llegar al grupo de adolescentes que seguían carcajeándose por las insinuaciones que seguían haciendo a Nora y a su joven compañero. Escucharon con claridad cuando uno de los muchachos dijo:

    —O si no quieren ir a un sitio más privado a hacer sus cosillas, pues invítennos, así participamos to...

    Se interrumpió cuando la voz amenazadora de Valentín ordenó:

    —Que nadie se mueva.

    Los bromistas jóvenes se volvieron con rapidez a Valentín y sus dos ayudantes para descubrir que estaban siendo apuntados con tres mortales armas de fuego. Por supuesto, Valentín se había conseguido otra arma. Los siete chicos levantaron prontamente las manos por encima de la cabeza mientras uno de ellos dijo, algo sofocado:

    —Tranquilos. No queríamos ofender a sus amigos diciéndoles todo eso, no es necesario...

    —¡Silencio! —ordenó Valentín.

    El chico guardó silencio obedientemente. Valentín dio otra orden:

    —Ustedes, los que se ocultan, salgan. Si no salen, le disparamos a estos chicos.

    Nora y compañía se levantaron dejando la seguridad de los autos.

    —Oiga, señor...— comenzó a decir uno de los adolescentes que había descubierto a Edgar.

    El recién llegado ya estaba muy cerca de Valentín y le apuntaba con el arma, mirándose contradictorio, pues por un lado se veía tierno sosteniendo con su mano izquierda la jaula con la gata y por el otro, amenazador por el revólver.

    —¡Que se callen, dije! —volvió a ordenar Valentín y el joven, encogiéndose de hombros, obedeció— No pretendan nada si no quieren morir.

    —El que no debe pretender nada, es usted, señor.

    Valentín se sorprendió al sentir contra sus costillas el arma que usó Edgar para amenazarlo.

    —¡Tú! —murmuró Valentín, furioso al descubrir quien lo amenazaba.

    Edgar clavó el arma en el costado de su compañero de trabajo y dijo con frialdad:

    —No voy a dudar en jalar el gatillo, así que por favor, sosiega a tus subordinados. Que bajen las armas.

    Ignacio y Rina estaban ansiosos por dispararle a Edgar, pero Valentín, apreciando su vida, dijo:

    —Abajo las armas, hagan lo que dice.

    —Nora.

    Nora dio unos pasos al frente ante el llamado de Edgar. Sin poder explicar el repentino sentimiento que la invadió por verlo allí, monosilabeó sofocada:

    —¿Sí?

    —Toma las armas, por favor.

    Nora hizo lo que Edgar le pidió mientras los siete muchachos comenzaban muy discretamente a subir a su camioneta, sin embargo, Edgar los detuvo:

    —Un momento, chicos. Todos ustedes, bajen y aléjense de la camioneta.

    —Pero, señor...

    —¡Hagan lo que les digo! —gritó el joven profesor malhumorado— ¡Vamos! ¡Vayan hacia allá, ustedes también!

    Los siete muchachos y los subordinados de Valentín se retiraron de la GMC. Después Edgar se volvió al grupo de Nora para decirle:

    —Todos ustedes, suban al vehículo.

    —¡Claro que no! —se negó Jaime, sin entender todavía nada de lo que estaba sucediendo— ¿Quién se cree para darme órdenes?

    —¿No quieres subirte? —preguntó Edgar más molesto—. No lo hagas. Pero cuando tu madre esté llorando sobre tu tumba, no seré yo el que cargue con la culpa. Quédate para que estos te maten, si eso es lo quieres.


    Continuará.

    .............................................................................................................

    Ladrón de Musas, gracias por tu comentario. Ah, no soy grandiosa. Aquí hay escritores en verdad sorprendentes, por mencionar a uno, aparte de ti, claro, Lupus xDDD Es increíble la manera como escribe xDD Estarás de acuerdo conmigo xDDD Es un placer leerlos a ambos, y lamento no poder leer por el momento todo lo que escriben... pero sé que lo haré en un futuro y espero que éste sea inmediato xDDD

    HarunoHana, gracias por tu incondicional apoyo. Te quiero más por eso xDD

    Y a los demás, gracias por pasarse y leer. Prometo que la ficción ya mero viene xDDD
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
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    lupus

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    Lamento no haber publicado antes ningún comentario en este escrito. Sin embargo, lo único que tengo que decir es que esta historia realmente parece atrapar al lector, como lo ha hecho conmigo. Creo que te subestimas, pues estoy de acuerdo con Ladrón de Musas en que eres una gran escritora.
    Espero que actualices rápidamente.

    Me has sacado los colores con las palabras que has escrito al final del capítulo.
     
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    Borealis Spiral

    Borealis Spiral Fanático Comentarista destacado

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    Así que sí eran lo malos. Menos mal que lograro escabullirse al departamento de al lado; de acuerdo, fue bueno por un momento. Ahora que se amró grande, demasiados involucrados en ese asunto de persecución. Se agregan cuatro más a la lista. Ese Edgar, ¿cómo se le ocurre pensar en lindas chicas en una situación tal delicada? Increíble. Pobre de Dany, me cae bien, no es justo que le dispararan.

    Bien, Marina, espero ansiosa la ciencia ficción, je.

    Hasta otra.
     
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    Marina

    Marina Usuario VIP Comentarista Top

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    Actualizo xD

    Capítulo 8

    —¿Quiénes son estos tipos? —inquirió Jaime irritado, sus marrones ojos transparentes por el sentimiento; afectada también su expresión haciendo de sus labios una fina línea.

    —Los que te dispararon y lo volverán a hacer porque ya sabes que quisieron matar a esta joven —señaló a Nora.

    —Nos quisieron matar a todos nosotros, mire usted, Jaime.

    Y Dany señaló su hombro herido, el que para alivio de todos, no había sangrado mucho.

    —¡No! —gritaron los siete chicos al mismo tiempo y luego, uno de ellos continuó asustado— ¡Nosotros no hemos visto nada! ¿Verdad amigos, que no vimos nada?

    Los otros seis movieron la cabeza con energía, negando así haber visto algo y acto seguido, se volvieron hacia una camioneta, pegando sus cuerpos a ella y se negaron a levantar la mirada de la misma.

    —¡Ya basta! —dijo Edgar—. Quédense. Yo me largo.

    Enseguida, se subió a la GMC llevando consigo a Valentín y se sentaron en el asiento de atrás y sin descuidar la atención a su prisionero, puso la jaula en el suelo, bajo sus piernas. Dany no lo dudó; lo siguió y fue a meterse a la parte de atrás, donde no había asientos. Sin saber qué hacer, las tres mujeres y Jaime se miraron entre sí para finalmente, treparse también. Paola se sentó a un lado de Valentín, Nora y Angélica compartieron el asiento de adelante y Jaime se sentó en el asiento del volante. Encendió el motor e hizo rodar la camioneta por el estacionamiento. Al pasar por un lado de los secuaces de Valentín, Edgar les gritó:

    —Si ustedes nos siguen, juro que lo mataré.

    Impotentes, Ignacio y Rina miraron alejarse el vehículo hasta que la perdieron de vista.

    —¡Mi auto! —gritó uno de los chicos— ¡Se lo han llevado! ¡Papá me va a matar!

    Sus compañeros lo consolaron mientras Rina le decía:

    —No te preocupes, vamos a recuperarlo. Somos policías y nosotros nos encargaremos de todo.

    —¿De veras? —preguntó el joven, esperanzado.

    —De veras. Estamos trabajando en una misión encubierta. Ésos que la robaron son peligrosos delincuentes. Por ello, queremos pedirles que colaboren con nosotros.

    —Claro que sí —aceptaron los jóvenes muy orgullosos de ayudar a la "ley"— ¿Qué tenemos que hacer?

    —Todo esto que vieron y escucharon, debe mantenerse en secreto. Nadie más debe saberlo.

    Ahora, los chicos dudaron. Uno de ellos indagó:

    —¿Por qué nadie más debe saberlo?

    —Porque si alguien más lo sabe, matarán a ese magnífico servidor de la ley que tienen como rehén. ¿Ustedes no querrían eso, verdad? Escucharon lo que dijo ese peligroso delincuente.

    —Sí, es verdad. Juró matarlo. Bien, prometemos no decirle a nadie. A papá le diré que me robaron la camioneta, pero no sabemos nada más. Cuenten con nosotros.

    Ignacio los felicitó y les dijo con una voz tan fingida que le dio náuseas a Rina:

    —Nuestro país progresaría mucho si todos sus jóvenes fueran como ustedes. Gracias por salvar la vida de nuestro compañero y amigo, el detective... —Se guardó el nombre—. En su nombre, en el nombre de la ley y en el nombre de nuestro país, les damos las gracias.

    Y para qué mencionar las diferentes emociones que inundaron a los muchachos al sentirse héroes.

    —¿Y ahora, qué hacemos? —quiso saber Rina al quedarse por fin solos.

    —Esperemos —respondió Ignacio levantando los hombros con despreocupación—. Estoy convencido de que lo soltarán. Valentín nos llamará.

    —¿Y si no lo sueltan? ¿Si lo matan?

    —En ese caso, nosotros iremos tras ese milagro científico.

    — Sí. Por todo lo que he escuchado, es muy valioso —murmuró Rina con interés—. Nos enriqueceríamos con él. Lo ha de ser para que Valentín esté dispuesto a matar.

    —Claro que es algo muy grande. Valentín nos ha ofrecido una gran fortuna por conseguir ese invento, pero estoy pensando que si lo hacemos nuestro...

    —Bien —suspiró Rina, algo renuente a ir más allá con sus pensamientos.

    Porque ese antiguo sentimiento que mantenía oculto, brotó en su corazón. Una emoción que desde que conociera a Valentín le había brindado la mayor de las amarguras, pues siempre estuvo enamorada de él, pero el muy maldito la rechazó de plano cuando lo descubrió y su corazón tuvo que envolverse en una aparente coraza que la protegió de ese mal correspondido amor. Ya había sufrido mucho por culpa de ese hombre.

    —Esperemos a ver qué sucede de aquí a mañana —dijo con seca.

    Sin embargo, no tuvieron que esperar hasta el día siguiente.

    La camioneta corría ya por la carretera Durango-Mazatlán y después de una hora de recorrido, Edgar le pidió a Jaime:

    —Detente, por favor.

    Jaime puso la direccional del lado derecho indicando así a los vehículos que iban detrás, que saldría de la carretera. Ya detenidos, Edgar hizo bajar a Valentín diciéndole:

    —Déjanos en paz. No sabemos qué asunto traes con mi tío. Ve y arregla eso con él, pero a nosotros déjanos tranquilos. Si no lo haces, daremos parte a las autoridades.

    Valentín se limitó a mirarlo ponzoñoso, aunque Edgar no detalló la mirada porque estaba oscuro y esta oscuridad solo era interrumpida por los faros de los pocos autos que transitaban la carretera, así que rumiando su cólera, Valentín se quedó solo en medio de la nada. Menos mal que no le habían quitado ninguna de sus pertenencias. Utilizó su celular para llamar a sus secuaces. Por fortuna, el aparato era muy moderno y siempre tenía señal, sin importar dónde estuviera mientras se mantuviera dentro del rango que cubría el satélite.

    —¿Dónde están? —preguntó iracundo cuando Ignacio le contestó.

    —Estamos en mi casa, esperando noticias de tu ubicación.

    —Pues ya las tienes, imbécil —refunfuñó Valentín—. Vengan por mí.

    —Claro, ya vamos para allá.

    Con esto, Ignacio colgó. Rina le preguntó:

    —¿Era Valentín?

    —Sí, quiere que vayamos por él.

    —¿Quiere que vayamos por él? —inquirió Rina, irritada con Ignacio— ¿A dónde quiere que vayamos por él?

    Ignacio miró su celular, el que aún tenía en la mano y muy mortificado, contestó:

    —No sé, no le pregunté.

    —No sé, no le pregunté —repitió Rina imitando a Ignacio a la vez que le daba un manotazo en la cabeza— ¡Idiota! ¡Presta!

    Le arrebató el celular y cuando estaba a punto de marcar los dígitos que lo comunicarían con Valentín, el aparato timbró.

    —Sí, Valentín.

    Valentín sintió el deseo de descargar la ira y la frustración que sentía en su inútil ayudante. Con voz doblemente furiosa, gritó:

    —Dile a ese imbécil que no vuelva a colgarme si no quiere padecer el más terrible de los sufrimientos. Me abandonaron en la carretera Durango-Mazatlán en el kilómetro 100, creo.

    —Muy bien, Valentín. Vamos para allá

    —¡Pues ya están aquí! —gritó Valentín cerrando su celular, acción que cortó la llamada. Como animal enjaulado, caminó de aquí para allá una y otra vez, muy impaciente. Su cólera e inquietud no se debían tan sólo a que estaba lejos de Durango, sino a que no había ido a casa en todo el día. La preocupación por su querido hermano se sumó a su lamentable estado de ánimo.

    Tiempo después, el que le pareció muy largo, un auto que venía en sentido contrario a su propia dirección, se detuvo, luego dio la vuelta sobre la carretera y fue a detenerse en el angosto carril de emergencia a unos dos metros de su ubicación. Sorprendido, miró bajar del vehículo a un par de mujeres que vestían ajustadas minifaldas y escotadas blusas mientras otra se quedaba tras el volante y una más, la cuarta, se quedaba sentada en el asiento de atrás. Las dos mujeres que bajaron se acercaron con paso lento.

    —¿Por qué tan solito? —preguntó una de ellas.

    Valentín se incomodó al sentir como las mujeres quedaron casi pegadas a él, pero no fue eso lo que lo inquietó, sino el sentir las manos de ellas que comenzaron a acariciar sus hombros y pecho.

    —¿Quieres que te llevemos a algún lado? —preguntó la otra mujer, ahora frotando su cuerpo contra él.

    Valentín se movió para zafarse de ellas, pero éstas lo detuvieron.

    —Vamos, vamos, hombre —murmuró una en su oído—, no vas a decirnos que nos tienes miedo.

    Y ambas soltaron pequeñas risitas, muy siniestras. Valentín se estremeció. Parecía ridículo, pero sí sintió miedo. Estaban en la carretera en medio de la nada. En medio de los muros de la sierra Madre Occidental. Era de noche y los autos que pasaban por la utopista a esa hora, ya eran ocasionales. Además de eso, comenzaba a sentir frío.

    —Ven con nosotras, te llevaremos a donde quieras.

    Las mujeres lo tomaron de las manos y lo condujeron al vehículo. Abrieron la puerta de atrás para que él subiera, pero quiso retroceder sorprendido cuando la cuarta mujer le apuntó con una pequeña arma de fuego y le dijo con calma mientras que la del volante lo deslumbraba con la luz de una pequeña linterna.

    —No preguntes, no grites, me molestan los gritos y no retrocedas. Queremos todas tus cosas de valor, ponlas en el asiento.

    Rojo por la ira, Valentín giró la cabeza y miró detrás a las dos mujeres que lo condujeron a la trampa. Estas le impidieron la huída. Una de ellas dijo:

    —Haz lo que te dice, si no quieres morir.

    Y como para convencerlo, la mujer que lo encañonaba quitó el seguro del arma, lista para disparar. Valentín, de prisa, sacó de su bolsillo la cartera. Recordar que dentro de ella traía mucho dinero, tres tarjetas de crédito y sus credenciales de identificación, provocó que su ira se duplicara y juró en silencio que se vengaría de ese maldito grupo que lo dejó abandonado en este lugar. Dejó la gorda billetera en el asiento. Luego se quitó el valiosísimo reloj, la gruesa esclava de oro y los anillos que fueron a dar a un lado de la cartera.

    —Es todo —dijo con voz ahogada, entregando también el celular.

    La mujer sonrió y con un dedo que movió de un lado para otro, le hizo saber que no era todo. El hombre, muy alarmado, tocó la gruesa cadena de oro que colgaba de su cuello. La cadena llevaba un letrero también de oro que decía en letras mayúsculas, "TE QUIERO". Acarició el letrero y dijo con voz gruesa:

    —Les he dado todo. Esto no, por favor.

    La mujer rió sarcástica y dijo burlona:

    —¡Ah, miren al hombre! Esa cadena tiene un valor sentimental para él. ¡Qué tierno!

    Todas rieron con fuerza. La furia de Valentín estalló. Empujó a las mujeres de atrás sorpresivamente, haciendo que ellas fueran a dar contra el suelo y corrió. La del asiento disparó, pero reaccionó demasiado tarde, así que no logró darle. Valentín comenzó a alejarse en medio de la oscuridad, buscando en la pared una ruta de escape.

    — ¡Que no escape! —gritó la mujer del arma, enojada—vamos, suban. ¡Quiero esa cadena!

    Las dos mujeres se levantaron y entraron al auto y la del volante lo puso en marcha, dirigiéndolo tras Valentín. Él corrió veloz por la carretera, pero pronto descubrió que el auto lo seguía, pues los faros lo iluminaron en su loca carrera. Entonces el muro se abrió y él saltó la valla de hierro que se levantaba a ambos lados de la autopista cuando no había paredes de roca, pero al saltarlo, cayó mal y tarde descubrió que era una pendiente, así que rodó varios metros abajo. El dolor de la caída le impidió levantarse con rapidez, sin embargo, escuchó sobre él como el auto se detenía por un momento y luego se volvía a ponerse en marcha, aunque supuso por el sonido que hizo, que daba vuelta sobre la carretera para regresar por donde había llegado.

    Valentín lo escuchó alejarse y permaneció varios minutos sentado, sintiendo como su pie izquierdo le palpitaba de dolor a la altura del tobillo. Al parecer se lo había torcido cuando cayó mal y no necesito verlo para saber que así era, pues poco después el zapato le apretó demás, lo que le indicó que se le estaba hinchando, aun así se puso de pie y comenzó a ascender ayudándose de los pequeños matorrales que nacían en la roca o de pequeñas salientes, difucultándole el ascenso la oscuridad, mas sabía que no era mucho lo que debía escalar.

    Maldijo en voz alta en medio del trayecto y más que nunca sintió la necesidad de hacer pagar por su precaria situación a los culpables, no sólo a los que lo abandonaron, sino ahora también a esas ladronas sinvergüenzas que le habían robado todo. Juró que las encontraría para darles lo que se merecían. ¡Exigía venganza!

    En la carretera se escuchó otro auto y a varios metros retirados de él, Rina ordenó:

    —¡Baja la velocidad! ¡Nos acercamos al kilómetro que dijo!

    Ignacio no solo bajó la velocidad, sino que se orilló en el último carril a la altura del mencionado kilómetro, deteniéndose. Sacó una linterna de la guantera para alumbrar a su alrededor en busca de Valentín.

    —Pues no sé tú —dijo ella—, pero yo no lo veo.

    Ambos se bajaron del auto.

    —¿Estás segura que te dijo en este kilómetro? —preguntó Ignacio sin dejar de buscar a Valentín con la luz de la linterna a ambos lados de la autopista—. No creo que haya escalado estos muros, ¿verdad?

    Rina le dio un manotazo en la cabeza. Ignacio le lanzó la luz directo al rostro mientras pedía molesto:

    —Ya deja de hacer eso.

    Rina desvió la molesta luz de su rostro y dijo irritada:

    —Pues no me hagas preguntas estúpidas. ¿Crees que soy tan estúpida como tú? ¡Claro que me dijo que en este kilómetro!

    — ¡Sí, claro! Entonces ¿dónde está?

    —¡Yo que sé! ¿Por qué mejor no utilizas tu horrible voz para llamarlo?

    — ¿Por qué mejor no lo llamas tú?

    Rina miró a su compañero con impaciencia. Tratando de no perder el control, comenzó a llamar a Valentín con voz alta:

    —¡Valentín, ya estamos aquí! ¿Dónde estás?

    Valentín no se hizo visible y tampoco respondió.

    —Yo creo que ya se fue —dijo Ignacio.

    Rina volvió a dar un manotazo en la cabeza de Ignacio. Éste se tocó la cabeza y mirando con disgusto a su compañera, advirtió:

    —Si vuelves a hacer eso, no respondo.

    —No me amenaces. ¿Cómo se te ocurre que ya se fue? Seguramente se fue volando, ¿eh?

    Y los dos se enfrentaron enojados. La realidad era que a ninguno le gustaba la idea de estar ahí, a esta hora de la noche y la irritación que eso les provocaba, alteraba sus nervios.

    —No, volando no —respondió Ignacio en voz alta—, quizás alguien lo levantó. ¿Qué es eso? —apuntó la carretera con la luz y elevó más la voz al contestarse él mismo— ¡Una carretera! ¿Y qué pasan por la aquí? ¡Automóviles!

    —¡No lo creo! —gritó también Rina—. No pudo irse, nos llamó para que viniéramos por él. Sería muy desconsiderado de su parte hacernos venir hasta acá para nada.

    —¡Ja! —exclamó Ignacio con sarcasmo—. Hace años que lo conocemos y nunca ha tenido consideraciones para nosotros.

    Y con esas palabras, ambos recordaron aquellas ocasiones en que Valentín los trató con total falta de respeto. Una de esas ocasiones fue cuando los tres estaban en la preparatoria, de hecho, fui allí donde se conocieron. Desde un principio, Valentín se mostró líder sobre ellos, sometiéndolos a su voluntad y ellos, débiles de carácter, se acostumbraron, más Rina que se había enamorado de él perdidamente. No tenían voz para contradecir nada cuando ya Valentín había decidido algo, como esa vez, cuando ingresó al plantel escolar una nueva alumna. Linda. Divina. Rina la odió porque Valentín comenzó a enamorarla.

    Se llamaba Marlene. Con el paso de los años había olvidado no sólo el apellido de la fulana, sino también el dolor que le causó el desprecio de Valentín ¡Maldición! Precisamente ahora tenía que recordarlo.

    Volvió a sentir el dolor. Valentín le había robado su corazón y lo había pisoteado con crueldad, amargándole la vida, no sólo a ella, sino a Ignacio, pues él siempre sintió amor por ella y sufrió mucho cuando la vio languidecer por tanto sufrimiento. Al final, Valentín se llevó a la cama a Marlene y luego la botó, despreciándola también a ella. Dejando tres corazones rotos, entre estos el de Ignacio, porque se le declaró a Rina y ella lo rechazó con crueldad. No le perdonó el desprecio y jamás volvió a declarársele.

    —Rina, ¿estás bien?

    La mujer parpadeó ante la potente luz que iluminaba su rostro. Con la mano desvió la linterna y dijo enojada por los dolorosos recuerdos:

    —Vámonos de aquí.

    —¿Y Valentín?

    Rina subió al auto al momento de contestar con ira:

    —No está aquí. No es nuestra culpa si no está para llevarlo. Vámonos.

    Ignacio se colocó tras el volante. Se puso el cinturón de seguridad, miró a su amiga en la oscuridad y preguntó:

    —¿Qué tienes?

    —¡Nada! ¡No tengo nada! ¡Vámonos ya!

    Ignacio encendió el motor en el momento en el que Valentín golpeó la parte de atrás del auto y con voz furiosa gritó:

    —¿Piensan irse sin mí?

    Rina deseó gritar, enojada con él y por él: "Sí, pensamos irnos sin ti. Púdrete. Que los animales te devoren, no nos importa", pero pese a sus deseos, sólo se limitó a mirar como Valentín se metió al auto, titiritando de frío y quejándose del dolor de pie y de algo más.

    —Esas mal nacidas me robaron todo y querían matarme. ¡Malditas!

    Rina cerró sus oídos para no escucharlo. Hasta lamentó que esas malditas no lo hubieran matado.

    -O-

    Mientras tanto, la GMC Jimmy iluminó con sus potentes faros el angosto sendero sin asfalto, surcado por la vegetación y los árboles que eran característicos del bosque. Hacía varios minutos que habían abandonado la autopista por órdenes de Edgar y ahora se internaban en el bosque por ese sendero que a Jaime le pareció que no conducía a ningún lado. Estaba molesto porque el hombre que los había llevado a esa loca aventura, se había negado a contestar sus muchas preguntas. Edgar se había limitado a dirigirlo a donde, según él, vivía su padre, el que los ocultaría hasta que todo este mal asunto pasara.

    Encendió el foco del interior de la camioneta para poder ver a Paola que parecía dormir. De hecho, todos parecían dormir, menos él y al descubrir eso, se le escapó un bostezo. Suspiró airado. Su vista regresó al sendero, pero sólo fue por unos segundos ya que después fijó su mirada en Nora, esa chiquilla que comenzaba a despertar en él una antipatía hacia ella.

    Nora era la culpable de que su relación con Paola, a la que amaba profundamente, no pudiera ser establecida como él deseaba. La maldijo en silencio, creciendo su irritación. Apretó con fuerza el volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos, luego metió el freno hasta el fondo para detener la camioneta. Las llantas chillaron sobre el suelo a medida que se levantaba una nube de polvo y todos, incluyéndolo a él, se fueron hacia adelante. Si no es por el cinturón de seguridad que los sujetaba al asiento, se hubieran golpeado, los de atrás con los asientos de adelante y los de adelante con el tablero o el parabrisas. Con ellos no sucedió nada de eso, pero con Dany fue diferente. El dormía tendido en la parte de atrás, donde no había asientos. Sin nada que lo sujetara, fue a estrellarse contra el asiento golpeándose en la cabeza.

    —¿Qué sucede?/ ¿Qué pasa? —despertaron todos... menos Dany.

    Jaime apagó el motor, pero no las luces de los faros y dijo:

    —Me niego a continuar. Tengo mucho trabajo que hacer y debo volver. Estoy en la investigación de un nuevo antivirus y si no me presento a mi trabajo, perderé algo importante. ¡Así que quiero volver a casa!

    Edgar lo miró unos segundos, luego se bajó de la camioneta para ir a abrir la puerta del lado de Jaime y decirle:

    —Adelante, baja y regresa.

    Jaime lo miró con ira. Sin moverse del asiento, preguntó con incredulidad:

    — ¡No estás hablando en serio! ¿Piensas dejarme aquí?

    —No. Tú quieres regresar, entonces baja y regresa.

    La serenidad de Edgar acrecentó la ira de Jaime, quien sin poder contenerla más, se desabrochó el cinturón y se abalanzó sobre Edgar desde el asiento. Ambos se trenzaron en una lucha por el poder.

    —¡Jaime, no! —gritó Paola, preocupada al observar como Edgar le daba un puñetazo en el rostro a su novio y él le respondía con un gancho al hígado.

    Las tres amigas bajaron e intentaron separar a los hombres, pero estos estaban en una furiosa batalla donde los puñetazos y patadas por ambas partes, los hacían aterrizar en el suelo una y otra vez. Paola lloró y Angélica le vociferó irritada:

    —¡Vamos Paola! ¡Este no es momento para llorar! ¡Hay que hacer algo para separarlos!

    Nora miró a sus amigas que parecían no saber que más hacer y sin pensarlo, se puso en medio de los dos hombres en el momento en que ambos se tiraban un puñetazo. Ella reaccionó a tiempo para esquivarlos y utilizando sus pies, los alejó de ella lanzándolos por el aire con fuertes y precisos golpes, acompañados de un potente grito de combate. Luego les gritó con frialdad:

    —¡Ya basta! El enemigo no somos ninguno de nosotros. Nuestras vidas corren peligro y lo único que se les ocurre, ¿es pelear?

    Jaime la miró con incredulidad desde el suelo y Edgar con mucha molestia. Le estaba cansando que esa chiquilla lo golpeara y el deseo de regresarle los golpes lo invadió, a pesar de reconocer que ella tenía razón. No era tiempo de pelear entre ellos. Les gustara o no, las circunstancias los habían unido en esta desastrosa situación. Se levantaron sacudiéndose el polvo. Angélica y Paola, una vez que salieron de su asombro por el insospechado estudio de las artes marciales de Nora, se acercaron a ella, admiradas.

    —¡Nora! —exclamó Paola— ¿Cómo es que...? ¿Cómo?

    —¿Desde cuando haces esto? —inquirió Angélica algo más seria, acusándola con la mirada por no decírselos— ¿Por qué no lo sabíamos?

    Nora suspiró y contestó deprimida:

    —Yo... Yo misma no sabía que podía hacer esto. Entrené siete años el Kárate. Mi padre me lo enseñó apenas di mis primeros pasos y ahora recuerdo que dejé de practicarlo a los diez años de edad. Jamás volví a la práctica, mucho menos a utilizarlo. Creí que había olvidado todo, pero cuando estuve prisionera de esas personas, al ver mi vida en peligro, no sé que sucedió. Renació en mí todo lo que mi padre me enseñó. De pronto es como si siempre hubiera tenido conocimiento de él. No sé. Yo tampoco lo comprendo, es...

    —Bla, bla, bla —la interrumpió Edgar, molesto—. Qué bien por ti que recuerdas a tu padre, chiquilla, pero quiero decirte algo muy serio —La siguiente oración, la dijo gritando— ¡No vuelvas a golpearme nunca más!

    Paola y Angélica se estremecieron al percibir su furia, sin embargo, Nora permaneció en calma.

    —No lo haré si no me provocas —le respondió ella a media voz y, mirando de uno en uno, terminó diciendo—: No golpearé a nadie si no me provocan.


    Continuará.​

    ......................................................................​

    xDDD Lupus, agradezco tu comentario y lamento haberte sacado los colores, pero es verdad lo que dije xD
    HarunoHana, como siempre, gracias por tus comentarios tan lindos.
    Y a los demás, gracias por leer.
    Saludos.
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
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    Borealis Spiral

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    Ah, así que entre los malos también existen ese tipo de problemas. Oh, ese Val sí que es de lo peor, rechazar a alguien sin compasión y luego conseguirse a otra para después dejarla sin más. ¡Qué feo! Con razón Ignacio y Rina se cansaron de él, ja, esas mujeres que lo asaltaron debieron terminar con él, ¡rayos!, tenía que escaparse.... Hum, pensándolo bien, mejor que así se quede, porque luego la historia no tendrá suspenso y persecución. XD

    Nora sigue luciéndose con sus perfectas artes marciales. Sin embargo, tiene razón, no es tiempo de pelear, están en un gran problema y deben permanecer unidos. Marina, espero ansiosa el siguiente capítulo.

    Hasta otra.
     
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    Capítulo 9

    Sus palabras amenazadoras flotaron en el aire mientras adoptaba una posición de ataque. Paola y Angélica se retiraron con rapidez de ella y Nora rió divertida.

    —No es cierto —aclaró sin dejar de reír, dejando su posición de ataque—, yo jamás las golpearía a ustedes —Luego desvió la mirada de sus amigas para posarla sobre los hombres—. A ellos sí, pero a ustedes, pues no.

    —No es divertido —musitó Paola con sequedad.

    Nora dejó su risa divertida y se disculpó con sus amigas, pero Angélica la ignoró centrando su atención en Jaime para decirle:

    —Mira, no eres el único aquí que quiere regresar. Al igual que tú, yo también tengo mucho trabajo. Si mañana, o mejor dicho, si para las ocho a.m no me presento ante el tribunal, un asesino saldrá en libertad, pero ya no puedo hacer algo para impedir eso, puesto que considero que mi vida es más importante y esas balas que de milagro no nos alcanzaron eran de verdad, así como esas personas que nos dispararon. No sé que quieren. No sé por qué nos persiguen, pero algo que sí sé, es que debemos protegernos y si para eso necesitamos poner distancia de por medio, lo haremos.

    —Sí, Angélica, estoy de acuerdo contigo en que nuestra vida es más importante —respondió el hombre sin dejar de sentirse frustrado—. Sin embargo, yo considero que debemos regresar y dar parte a las autoridades. Ellos investigarán y nos prote...

    —¡No! —lo interrumpió Edgar—. Es una gran idea, pero no podemos hacerlo.

    Todos lo miraron irritados.

    —¿Por qué no? —preguntó Jaime más molesto que las mujeres— ¡Dame una buena razón para que tu negativa sea válida!

    Y los cuatro pares de ojos se clavaron en Edgar. Él no supo qué contestar. No pudo hablarles de la sustancia milagrosa. Sólo él sabía que funcionaba y Valentín lo sospechaba. Sólo ellos dos y ya había generado mucha violencia. No quiso imaginar lo que sería si otros... otros como las autoridades supremas de las naciones lo supieran también. ¿Serían capaces de generar una guerra por obtenerla? Se estremeció asustado ante su pensamiento, porque bien que conocía la naturaleza del hombre, que estos hacían cualquier cosa por obtener el poder, ni hablar de obtener la fórmula del rejuvenecimiento.

    —¡Vamos, hombre! —exclamó Angélica— ¡Dinos algo!

    —¡Silencio! —exigió de pronto Nora, mirando a su alrededor.

    —¿Qué? —Se exasperó mucho más Jaime—. ¿Vas a ponerte de su lado?

    Nora los silenció impaciente mientras caminaba de un lado para otro, olfateando el aire. Parecía una fiera salvaje olfateando a su presa. Todos la miraron como si hubiera enloquecido.

    Ella se detuvo mirando un punto en la distancia, entre la oscuridad. Cerró los ojos, aspiró profundamente y concentró su atención en su oído. Pudo escuchar las ligeras pisadas que se acercaban a ellos. El sonido inconfundible de la vegetación al ser pisoteada le dio la imagen del fiero animal que se aproximaba y pudo visualizar al gran felino que se paró olfateando el aire, mirando frente a él. Nora retrocedió un par de pasos al mirar sus ojos brillantes en la oscuridad. Por un instante fue como si ambos, animal y humana se hubieran visto frente a frente. Supo sin lugar a dudas que los había descubierto por su excelente olfato y se guió para acudir al encuentro de ellos.

    Nora abrió mucho la mirada y con voz apremiante, pidió:

    —Suban a la camioneta.

    —¿Qué? —preguntaron todos

    —¡Suban a la camioneta, ya! —ordenó ella mientras iba a subirse.

    —¿Qué pasa?—preguntó Edgar siguiéndola— ¿Te has vuelto loca?

    —Suban ya a la camioneta y vámonos de aquí—demando la joven casi enojada— ¡viene un puma! ¡Uno grande y feroz!

    —¿Un puma? —replicó Angélica, mirando a su alrededor—. Yo no veo ni oigo nada.

    —¡Lo vi! —gritó Nora—. Y está muy cerca, así que si quieren quedarse afuera, ¡quédense!

    Y con esto, la chica cerró la puerta de la camioneta. Fue entonces que, aún mirando a todos lados, sin ver nada en realidad, pero contagiados por lo que creían era paranoia de la joven; los demás optaron por entrar a la camioneta. En esta ocasión fue Edgar quien quedó frente al volante, Nora a su lado, Paola, Jaime y Angélica en el asiento de atrás y Dany...

    —¡Dany! —vociferó Nora en ese momento al descubrir que no lo había visto para nada afuera de la camioneta— ¿Dónde está Dany? ¿Bajó de la camioneta? ¡No recuerdo haberlo visto afuera!

    Angélica y Paola miraron detrás del asiento que ocupaban mientras Edgar encendía la luz del interior de la parte de atrás y ellas ubicaron al joven que al parecer dormía. La mirada de las chicas se enterneció al verlo. El jovencito no pasaba de tener unos catorce o quince años. Era todavía un niño. ¿Qué hacía trabajando cuando debía estar estudiando en la escuela? Se dieron cuenta que no sabían mucho del chico.

    —Aquí está —informó Paola—, pero creo que está herido. ¡Dios mío! ¡Sí! ¡Está herido! ¡Sangra de la cabeza!

    —¿Cómo que sangra de la cabeza? —preguntó Edgar abriendo la puerta de su lado con la intensión de bajar e ir a la de atrás para examinar al muchacho.

    —¡No Edgar! —lo impidió Nora— ¡Cierra esa puerta! ¡Míralo! ¡Allí viene el puma!

    El felino se dejó ver y tal como lo dijera Nora, era muy grande, rebasando la medida estándar y la luz de los faros que jugaba con las sombras de la noche, lo hicieron verse bastante amenazador mientras se aproximaba al vehículo en medio de una serie de feroces gruñidos, así que Edgar cerró la puerta y puso el seguro, justo a tiempo en que el puma se levantó en dos patas apoyando las delanteras en el cristal de su ventanilla para husmear en el interior, enseñando sus puntiagudos colmillos en medio de una filosa hilera de dientes cuando al verlos, rugió con fuerza y Clementina se encrespó en respuesta al gruñido, sacando sus pequeñas garras por los barrotes de la jaula.

    Entonces el puma ejerció fuerza en sus patas y meció un poco el vehículo. Las chicas gritaron y Angélica y Paola se abrazaron de Jaime tan fuerte que lo dejaron casi sin aire mientras que la gata dejaba su pose amenazante y se acurrucaba dócil. Edgar encendió el motor y el ruido del encendido asustó al animal que bajó sus patas y corrió retirándose unos tres metros, observando desde esa distancia si algo más acontecía y lo que sucedió fue algo que ninguno de los pasajeros se hubiera imaginado. Al poner en marcha la GMC, el motor se detuvo por completo.

    Perplejo, Edgar examinó el tablero y descubrió algo que lo enfureció al dar marcha tratando de revivir el motor. La luz que advertía que no había gasolina en el tanque del vehículo, parpadeaba sin cesar, por lo que muy fastidiado, golpeó el volante, después les hizo saber furioso:

    —No hay gasolina.

    Las chicas se volvieron a mirar a Jaime, quien casi morado por la falta de oxígeno por los fuertes abrazos, se movió inquieto y mientras ellas lo soltaban, dijo:

    —No me di cuenta, lo siento.

    —¿Lo sientes? —preguntó Edgar entre dientes—. Es una regla casi sagrada que cuando viajas, tienes que vigilar el tablero para cuidar lo del combustible, así como todo lo demás.

    Para cuando Edgar terminó de hablar, lo hizo en voz alta, por no decir a gritos. Afuera, el puma gruñó también con fuerza, tal vez motivado por los gritos del hombre, a los que se sumaron los de Jaime, quien se defendió:

    —¿Ah, sí? ¡Pues no es mi auto y no fui yo el que lo robó! Además, ¿por qué sólo yo debía estar vigilando ese tablero? ¡Yo no fui el que nos trajo a este estúpido viaje! ¡Estamos aquí por tu culpa!

    Afuera, el puma lanzó otro rugido, esta vez más sonoro y regresó a la GMC con toda confianza. Se paró otra vez contra la camioneta e inspeccionó de nuevo el interior con sus brillantes y curiosos orbes. Tal vez ahora lo que el animal quería, era investigar qué era todo ese alboroto y sin tomarlo en cuenta, los hombres siguieron gritándose. El Puma les hizo segunda al chillar con ferocidad, así que Nora tuvo que volver a intervenir gritando:

    —¡Basta ustedes dos, por Dios!

    Para ser tan delgada, tenía una voz potente, pues hasta el felino guardó silencio. Angélica y Paola estaban medio acurrucadas contra Jaime, tratando de proteger sus oídos de tantos gritos y los rugidos del puma.

    —No hay manera de continuar el recorrido en la camioneta —continuó diciendo Nora en voz alta—tampoco hay manera de salir de aquí. No queremos provocar a nuestro amigo ¿verdad? —Con un movimiento de cabeza, señaló al animal—. Mucho menos podemos continuar el camino a pie, no en esta oscuridad. No creo que sea cuerdo vagar en el bosque de noche, así que hagamos algo bueno y en vez de estarnos culpando, veamos qué tiene Dany. ¿Acaso no les importa?

    Ese enfadado discurso sosegó a los hombres un poco. Con una última mirada de resentimiento contra Edgar, Jaime optó por examinar a Dany que seguía sin recobrar el sentido.

    —Está respirando —dijo en voz baja—, eso descarta la posibilidad de que esté muerto. —Examinó la cabeza del jovencillo—. Además, esta sangre de aquí ya está seca y no le veo ninguna herida abierta.

    —Déjame ver —pidió Paola examinando también al muchacho, después de todo, ella era el médico—, tienes toda la razón, no hay heridas abiertas en su cabeza. Esta sangre es la de su hombro y la herida de ahí como ya saben, no es grave.

    —Entonces, ¿por qué no despierta? —indagó Angélica, preocupada por el muchacho.

    —¡Qué sé yo! —respondió Jaime acomodándose en el asiento, pues para poder examinar al muchacho, tuvo que volverse y doblarse sobre éste—. Es natural que a esta edad, los muchachos sólo se preocupen por dormir.

    —No, no es eso —explicó Paola—. Seguramente se golpeó en el asiento cuando paraste la camioneta de esa manera tan repentina. Tiene una contusión aquí en la sien.

    —¡Genial! —exclamó Jaime, sarcástico e irritado a la vez—. Ahora resulta que yo tengo la culpa de todo. ¿También tengo la culpa de que ese animal quiera entrar?

    No fue necesario que nadie contestara. A preguntas necias, oídos sordos.

    —Además —continuó Jaime—, ¿qué edad tiene Dany? ¿Cómo se les ocurrió invitarlo a correr esta aventura? ¡Es un niño! ¡Ah! ¡Pero qué tonto! ¡No lo invitaron! ¡Lo secuestraron como a mí!

    Lo volvieron a ignorar. Afuera, el puma rodeó varias veces el auto, se paró también varias veces apoyándose en el toldo e incluso trepó arriba, curioso por indagar el repentino silencio de los pasajeros. Después de un largo tiempo, muy aburrido, pues estaba claro para él que no accedería a los humanos, tomó la decisión de continuar su camino para buscar víctimas más apropiadas para él y al irse alejando no volvió la mirada atrás ni una sola vez, como cansado ya de esas criaturas que se habían atrevido a pasar por sus dominios. Ya había descubierto que no eran de peligro y tampoco para alimento. Por eso se alejó con una tranquilidad envidiable.

    —¡Lo que nos faltaba! —murmuró Edgar tiempo después de que el puma se fuera, rompiendo así el tranquilizador silencio—. Se ha agotado la batería.

    Los faros de la GMC se apagaron así como la luz del interior y quedaron completamente a oscuras. Por desgracia, no era una de esas noches en las que la luna brillara majestuosa.

    —Bueno —habló Edgar—, sin más qué hacer, les sugiero que aprovechen lo que queda de la noche para dormir un poco.

    —Claro —se escuchó la voz de Jaime, resentido—, como tú tienes todo un asiento para ti solo, podrás dormir cómodo.

    En la voz de Edgar se escuchó la risa cuando replicó:

    —No te quejes. Yo no estoy en medio de esas hermosas damas.

    Antes de que los hombres pudieran enfrascarse en otra discusión, Nora preguntó:

    —Jaime, ¿quieres que cambiemos de asiento?

    —Seguro, cámbiaselo —aconsejó Edgar, irónico—. Al fin que esta chiquilla cabe en cualquier lugar, de seguro que si la metemos en la guantera, allí mismo cabría. ¡Hasta le sobraría espacio!

    —¡Maldito! —siseó la chiquilla sintiéndose humillada— ¡No te burles de mí! ¡Mira que soy capaz de...!

    —Tranquila, Nora —pidió Paola, hastiada ya por la situación—, tu amigo sólo está jugando contigo.

    —¡No es mi amigo! —musitó enojada. Como Edgar volviera a decirle chiquilla, le rompería la boca y con suerte le tumbaría algunos dientes—. Yo no tengo amigos como éste ni...

    —¡Ya, por favor! —suplicó Paola, ahora la irritación se notó en su voz—. No más discusiones por el resto de la noche.

    Así, todos guardaron silencio y se acomodaron para dormir, pero Nora no pudo soportar el deseo de reafirmar:

    —No es mi amigo.

    —Claro que no —murmuró Edgar y la risa se adivinó en su voz—. ¡Ya quisieras que fuera algo más que tu amigo, chiquilla!

    Sin advertencia alguna, el puño de Nora se estrelló contra la mejilla de Edgar, todo al tanteo, pues estaba muy oscuro y no se podía ver nada. Edgar contuvo la respiración por un momento, tratando de controlar la ira, luego se volvió a Nora, alargó los brazos y la tomó por los hombros atrayéndola con fuerza hacia él. Más fuerte que ella, logró su objetivo; someterla colocando una de sus manos en su nuca para acercar el rostro al de él y posesionarse de sus labios en un beso salvaje, castigador al principio y apasionado después. Nora jadeó sorprendida al no poder evitar responderle. Las respiraciones de ambos se escucharon aceleradas mientras la voz de Angélica preguntó con desesperación por no poder ver nada de lo que ocurría adelante de ella:

    —¿Qué pasa? ¿Qué están haciendo ustedes dos? —Reconoció los jadeos del beso y la desesperación se convirtió en... alegría. Sí, era un beso— ¿Escuchas, Paola? —susurró ahora— ¡La está besando!

    La voz de Angélica, incluido el susurro, terminó con el castigo. Edgar soltó a Nora y ella se recargó en el asiento sintiendo como su corazón latía rápidamente mientras sentía el intenso rubor encenderse en sus mejillas.

    —¿Nora? —llamó Paola, esperando la contestación de su amiga, pero fue Edgar quien le contestó, con frialdad:

    —Ella está bien y no fue un beso, la castigué por su atrevimiento. ¡Me volvió a golpear! Ahora, cállate y deja dormir.

    —Déjame castigarte así —le susurró en el oído Jaime a Paola y trató de besarla, pero ella no se lo permitió y Jaime se retiró frustrado.

    Nora cerró los ojos. No pudía hablar, porque un nudo en la garganta se lo impedía. Era decepcionante darse cuenta que mientras a ella le afectó ese beso, a Edgar no le importaba. Pero después de todo, ¿por qué tendría que importarle? Él la había besado para castigarla. Era una vergüenza no poder mantenerse controlada cuando la castigaba así. Sus sentimientos se veían muy involucrados en la reacción que él despertaba en ella, además, había algo en Edgar que le daba la sensación de que estaba prohibido sentir algo sentimental por él. No, no podía explicar de qué se trataba. Sólo sabía muy en el interior que no debía sentir algo por Edgar. Nada. Porque él...

    Tenía que morir.

    Se sobresaltó por el pensamiento. El nudo en su garganta se incrementó dándole un sabor amargo. ¿Por qué pensó en la muerte de Edgar? La cabeza comenzó a dolerle, así que sin abrir los ojos, se acurrucó y después de unos minutos, se sumió en un sueño que, lejos de traerle descanso, le trajo angustia.

    Mucha angustia.

    Aunque al principio del sueño fue feliz. Por alguna razón, las emociones vividas en las últimas horas, estaban despertando en ella sensaciones desconocidas u olvidadas. Era algo extraño. ¿Por qué su pasado parecía perseguirla no sólo en sus recobrados recuerdos, sino ahora, hasta en sus sueños?

    Se soñó en la casa de sus padres. Ella y su padre estaban en el gimnasio preparándose para hacer sus acostumbradas prácticas físicas y mentales.

    Hacía mucho tiempo que no te veía, hija —le dijo su padre, con voz amorosa.

    Nora asintió. Ella también se sentía feliz por ver a su padre, quien estaba exactamente igual que como lo recordaba. Ella en cambio, tenía ya la edad actual.

    Papá —preguntó, algo confundida al pensar en la irrealidad de ese encuentro y sin embargo, sentirlo tan real. ¡Era una sensación muy contradictoria!— ¿Cómo es posible que esto esté sucediendo? Tú moriste al caer de algún...

    ¡Por fin te he encontrado, hija! —la interrumpió su padre—. Te creaste una vida en la tierra y olvidaste tu misión por completo. Estos son tus recuerdos que...

    ¿Qué dices? ¿Una vida creada por mí? ¿Misión? —lo interrumpió ahora ella— ¡Papá, te estoy mirando! Mis recuerdos, sí. He estado recordando cosas.

    Son estos recuerdos los que nos han permitido encontrarte. Creemos que hubo una falla durante el viaje que resultó trágica para tu mente. La roca T nos muestra muy poco de lo que sucedió. Sólo hemos concluido que esa falla te retrocedió en el tiempo diez años, pero en nuestro mundo sólo fueron unos días, en los que no hemos sabido de ti hasta ahora que estás recuperando tu verdadera identidad, pero es difícil retenerte porque es muy poco lo que has recordado. Daira, mira bien a tu alrededor, nota el cambio.

    ¿Daira? ¿Por qué la llamaba Daira? Miró a su alrededor descubriendo que el lugar era diferente a como lo había visto al inicio de su sueño. Era diferente a como ella lo recordaba. El lugar se había transformado en una gran esfera que parecía de cristal, pero pudo notar que era un material diferente. El reflejo de ella y su padre en todas las paredes y el techo hacía pensar en una casa de espejos. El material translúcido dejaba ver afuera, sólo oscuridad. Era como si la esfera flotara en la nada.

    Padre... No entiendo nada. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿A qué te refieres cuando dices que estoy recuperando mi verdadera identidad? ¿Cómo que retrocedí diez años?

    Concéntrate, hija —la silenció su padre—. Quiero mostrarte algo. Algo importante, pero para ello debes concentrarte. Te perdimos por varios días y no queremos que vuelvas a desaparecer, porque si sucede, el mundo donde ahora vives y el nuestro, perecerán. Concéntrate, por favor. No hay mucho tiempo, Daira. No hemos podido arreglar muy bien la falla de la roca T. ¡No sabemos cómo funciona! Desde que te perdimos estuvo inactiva, pero de pronto, nos ha conectado de nuevo y es por ti, porque estás recordando, pero necesito que recuerdes todo. Daira, si no logras recordarlo, moriremos. Quiero regresarte a Luza y mandar a alguien más para que haga el trabajo que tú tenías que hacer.

    Sin comprender todavía nada, de hecho, más confundida que antes, Nora sintió de pronto cómo su pecho se contraía por una angustia desconocida. ¿Luza? ¿Qué era Luza? ¿Mandar a alguien más? ¿A dónde? Con miles de preguntas en mente, obedeció a su padre y se colocó en la posición de meditación, cerró los ojos y preguntó:

    ¿Qué quieres mostrarme, papá? ¿Y qué trabajo tenía que hacer?

    Guarda silencio y mira. ¡No hay tiempo, Daira!

    Unas terribles imágenes golpearon la mente de Nora. La angustia se transformó en terror. Abrió los ojos y no pudo escapar de dichas imágenes, porque las paredes y techo de la esfera se las mostraron. Incluso pudo sentir la desesperación que produce querer escapar y no poder hacerlo. Con los ojos muy abiertos, miró hacia una pared y vio cómo una gigantesca ola de agua, como si se tratase de todo el mar, venía aproximándose hacia ella, para sepultarla. Gritó aterrada y enroscándose en forma fetal, se cubrió con los brazos, como si así pudiera repeler la inmensidad del océano, pero el agua nunca la alcanzó. Ella se enderezó y miró la pared por donde había aparecido el enorme océano de agua y lo que vio la conmovió ahora hasta las lágrimas. Miles de personas muertas en lo que había sido una gran ciudad. El océano la había inundado y todos los cadáveres flotaban. La escena era terrible y se repetía en todas las paredes, pero entonces la imagen de un mega terremoto segó las vidas de otras miles de personas, no en una ciudad, sino en varias, así mismo pudo ver con espanto que los huracanes azotaban otras partes de la civilización.

    ¡Dios mío! !Esto es un sueño, una pesadilla! ¡Papá! —gritó espantada, casi histérica— ¡Papá!

    Su padre había desaparecido. Estaba sola en la gran esfera. Las imágenes de las paredes desaparecieron y en su lugar, apareció un torbellino. A diferencia de los desastres naturales, el torbellino traspasó las paredes y la tomó sacándola de la esfera, elevándola a gran altura por los aires, mas de pronto, el torbellino dejó de girar permitiéndole caer en la oscuridad, a la nada. Gritó todo el tiempo mientras caía, mirando horrorizada como de pronto, bajo ella, el suelo aparecía. Iba a estrellarse sin que nada detuviera su caída.

    ¡Despierta! —se ordenó— ¡Esto es un mal sueño! ¡Estoy soñando! ¡Es una pesadilla!

    Y despertó gritando. Sus gritos se intensificaron al descubrir que estaba sobre la copa de un árbol, aferrada a las ramas, temblando de miedo y paralizada por la altura.

    El sol comenzaba a salir iluminando todo el esplendor del bosque, con la vegetación un tanto seca por el otoño que hacía saber que el invierno sería muy frío, sin embargo, eso no era lo que a Nora le importaba ahora, sino el hecho de que estaba trepada sobre un árbol. Miró hacia abajo y su horror creció cuando descubrió que todo el techo de la camioneta había dejado de existir. Su garganta se abrió más para gritar, lo que hizo posible que en la GMC, todos despertaran.

    —¡Por Dios! —exclamó Edgar mirando arriba, buscando el techo de la camioneta— ¿Qué diantres pasó aquí?

    Se bajó del vehículo seguido de Jaime. Ambos hombres miraron perplejos a su alrededor, buscando el techo de la camioneta o cualquier evidencia que les indicara qué había sucedido.

    Angélica, Paola y Dany, éste último masajeándose la cabeza porque le dolía horriblemente, también bajaron e igual de perplejos, miraron para todos lados. Dany levantó la mirada al árbol y apuntó a Nora al momento de decir:

    —¡Miren a la señorita Nora! ¡Está allá arriba!

    El resto miró hacia arriba y si ya estaban sorprendidos, esa emoción no se comparó con lo que sintieron al ver a la chica trepada sobre las ramas del árbol, la cual había dejado de gritar, ahora muda por el temor al verse tan lejos del suelo.

    —¿Qué? ¿Cómo? —Jaime miró con incredulidad a Edgar— ¿Cómo llegó allí?

    —Sé lo mismo que tú —respondió Edgar—. Ayudémosle a bajar. Tal vez ella sepa algo.

    Se acercaron al árbol y Edgar fue el que comenzó a trepar sin dificultad. Era sorprendente sentir con qué agilidad le respondía su vigoroso y joven cuerpo. Cuando llegó hasta donde Nora, ella rechazó su ayuda abrazándose al grueso tronco del árbol, moviendo la cabeza negativamente, completamente afectada por el miedo a la altura:

    Edgar la miró impaciente y esa impaciencia se notó en su voz cuando le dijo:

    —Sí puedes. Nora, mírame. Yo sé que sí puedes, ven, suéltate, yo te ayudo.

    Nora se aferró más al tronco, tanto así, que ya parecía ser parte de él. Edgar intentó tomarla por un brazo para separarla, pero Nora encontró la voz y gritó soltando las lágrimas por el absurdo miedo de caer, lo que por un momento le pareció ridículo al hombre. ¿Cómo era posible que ella, tan valiente que resultó ser cuando se enfrentó a Valentín y sus secuaces, ahora parecía una frágil y cobarde mujercita?

    —¡Déjame! —gritó ella abatida cuando él volvió a intentar separarla del tronco—. No puedes obligarme a bajar. ¡No puedo! ¡Esto está muy alto! ¡Tengo mucho miedo!



    Continuará.

    ------------------------------------------------

    Gracias por leer.
    HarunoHana, me animas sobremanera xDDD Atesoro tus comentarios.
    Saludos para todos xD
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
  17.  
    Marina

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    Capítulo 10

    Abajo, Paola y Angélica se miraron perplejas.

    —¿Tú sabías que le teme a las alturas, Paola? Y si les teme, ¿qué está haciendo allá arriba?

    —No, no lo sabía. Y esa es también una pregunta que me he hecho. ¿Qué otras sorpresas nos tiene Nora?

    Jaime sonrió burlón y murmuró sarcástico:

    —¡Vaya, vaya! Después de todo, su pequeña amiguita no ha sido muy sincera con ustedes.

    Y sus palabras flotaron en el aire, sembrando dudas entre las amigas.

    —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Angélica mirándolo con frialdad.

    —¿No está claro para ustedes? —cuestionó él a su vez. Sonrió malvado y continuó diciendo—: Por lo que he visto, no es la amiga que creían conocer. ¿Sabían que era Jakie Chan? ¡No, claro que no! ¿Sabían que le teme a las alturas? ¡No! ¿Saben por qué le teme a las alturas? ¡No! ¡Qué tonto soy! ¿Cómo lo van a saber si ni siquiera sabían que le aterran? Y luego lo del puma. ¿Cómo lo supo cuando nosotros ni en cuenta? ¡Y quien sabe que otras cosas más les habrá ocultado! Quizás hasta esté enterada del porqué esos sujetos nos quieren matar ¿Será algo que ella hizo y ahora todos nosotros tenemos que pagarlo? ¿Es posible que...?

    —¡Basta! —Ordenó Paola mirando airada a su novio—. Deja de decir tantas... ¡Tonterías!

    Jaime amaba como a nadie a su novia, pero en ese momento estaba muy molesto y no le importó lastimarla hablando mal de una de sus mejores amigas, así que sonrió con sarcasmo antes de volver a hablar, sembrando más dudas en las amigas:

    —¿Serán tonterías? Yo creo que no. No dudo que ella tenga algo que ver con lo que pasó al vehículo y también por qué está allá arriba.

    Los tres miraron a Nora y Edgar. Él seguía con su esfuerzo de tratar de convencerla para bajar, pero ella se afanaba por seguir abrazada al tronco.

    —¡Nora! —dijo Edgar, ya bastante impaciente— ¡Baja de aquí ahora! ¡Si no lo haces, nos iremos sin ti!

    La aterrada muchacha no hizo nada. Ni siquiera lo intentó. Tampoco gritó ya. Mantenía la cabeza al igual que todo su cuerpo bien pegados al árbol. El miedo por la altura la había dejado debilitada. Además, su cuerpo no dejaba de estremecerse y un frío sudor corría por su rostro. Edgar, aún cuando la impaciencia lo invadía, lo atormentaba la preocupación por ella. Jamás había visto algo semejante y no sabía qué hacer. Algo sí sabía y era que ella tenía un temor que se le antojó absurdo. Ella era capaz de quedarse trepada ahí y morir. Se armó de paciencia para no gritarle.

    —Nora, escúchame —pidió suavizando la voz—, no te conozco mucho, pero sé que eres una persona muy valiente. Me salvaste la vida, ¿lo recuerdas? Si tú no hubieras enfrentado a esas personas, no sólo yo estaría muerto, tú también, pero la vida nos ha ofrecido una segunda oportunidad de seguir vivos. Yo quiero aprovechar esta oportunidad ¿Y tú, Nora? ¿Te dejarás morir aquí, trepada a este árbol? O, por el contrario, ¿serás la Nora que conozco? La Nora que... me gusta.

    El más sorprendido de los dos por las últimas palabras fue él. ¿La Nora que le gusta? ¿Dijo eso como un buen pretexto para desviar su atención del miedo? ¿O lo dijo por que lo sentía? Espantado, se dio cuenta que de verdad lo sentía. Esa pequeña joven que en todo el sentido de la palabra era una gran mujer, había llenado su corazón de un desconocido sentimiento. Se ruborizó agradablemente mientras su corazón palpitaba acelerado. ¿Cómo había sido eso posible? ¡Casi la acababa de conocer, por Dios!

    Nora levantó la cabeza para mirarlo. Sus palabras habían logrado distraerla. Él aprovechó para extender su brazo hacia ella invitándola a sujetarse de él.

    —Yo sé que puedes. Si has sido capaz de enfrentar a esa gente, también eres capaz de superar esto. Ven, no mires abajo, sólo mírame a mí.

    Temblando, Nora alargó su mano para tomar la de él. Al contacto, ella sintió como si una extraña energía le devolviera las fuerzas. No dejó de sentir miedo, pero el valor que él le dio fue suficiente para separarse del tronco e ir hacia Edgar.

    —Eso es, así. Mírame, no dejes de mirarme.

    Ella le obedeció y se extasió en el rostro varonil de rasgos atractivos. Su corazón dio un fuerte vuelco, diferente al del miedo y supo en ese momento que ese hombre podía robarle su corazón y una súbita angustia se adueñó de su alma. Supo sin lugar a dudas que podía sufrir mucho si se permitía entregarle su amor. Unas extrañas palabras acudieron a su mente:

    "Él debe morir."

    Parpadeó, impactada por el pensamiento

    —Muy bien, Nora. Sujétate a mí. No te vayas a soltar. Rodea mi cuello con tus brazos y mi cintura con tus piernas. Pronto estaremos abajo.

    Él la levantó fácilmente para que ella hiciera lo indicado. Al rodearlo con brazos y piernas se sintió segura y su confianza creció. Por primera vez en su vida agradeció ser más pequeña que sus amigas, porque eso ayudó a que él descendiera sin dificultad. Ya tierra firme sus amigas la recibieron con abrazos, no obstante, Nora pudo percibir en la voz de Angélica, el inconfundible resentimiento cuando ésta le dijo:

    —Qué bueno que estés bien. ¿Pensabas decirnos alguna vez tu fobia por las alturas? ¿Hay algo más que debamos saber de ti?

    —Angélica, yo...

    Angélica no le permitió decir nada porque se alejó de su lado rápidamente. Nora la miró alejarse con tristeza. Volvió su mirada a Paola, pero prefirió ignorarla también al huir de su mirada. Nora comprendió que ellas tenían razón para sentirse molestas. Se suponía que entre ellas no había secretos. Para sus amigas no iba a ser fácil entender que ella no les ocultó nada. Simplemente no tomó en cuenta estas cosas que últimamente venía recordando y haciendo por la sencilla razón de que habían dejado de estar presentes en su vida, pues las había olvidado. No era culpa de ella si el pasado había decidido regresar.

    Y mientras esto ocurría en el bosque, en El Salto se desarrollaba lo siguiente:

    —Tu hermana se va a poner feliz por lo bien que nos fue anoche, Liz—dijo una de ellas abriendo la portezuela.

    Las cuatro mujeres bajaron del auto, el que habían aparcado enfrente de una gran mansión y se dirigieron muy sonrientes a la puerta. Liz sacó de su bolso las llaves y abrió. El interior de la mansión era de una lujosa comodidad, pero las mujeres no se detuvieron a admirar los lujos que embellecían los pasillos y habitaciones por donde pasaban. Se dirigieron sin perdida de tiempo a una habitación que fungía como biblioteca y oficina a la vez.

    —¡Hola, hermanita, muchachas! —las saludó una joven mujer que se levantó del sillón que ocupaba, el cual estaba detrás de un escritorio de fina madera—. ¿Cómo les fue?

    —Nos ha ido estupendamente —le informó Liz dándole a su hermana mayor un cariñoso beso—. En la carretera nos hemos topado con un tipo forrado de billetes.

    Tronó los dedos y una de las mujeres sacó de su bolso todo lo que habían robado la noche anterior. Los valiosos objetos fueron depositados sobre el escritorio.

    —Bien, ya veo que sí —dijo la hermana mayor tomando las joyas y examinándolas con satisfacción—. ¡Vaya! Miren este reloj tan fino.

    Su mirada se quedó fija en la gorda cartera. Una sonrisa hizo que sus labios se distendieran en una sonrisa. Con algo de burla, continuó diciendo:

    —¿A qué imbécil se le ocurre llevar encima tanto dinero?

    Tomó la cartera y la abrió. Sus ojos brillaron por la avidez, pero al inspeccionar todo el contenido de la cartera, sus manos temblaron y su rostro palideció mientras la sonrisa de sus labios era sustituida por un amargo rictus de rencor. Apretó con fuerza la credencial de identificación, como si con ello pudiera destruir al dueño de la fotografía. Parpadeó para alejar unas traicioneras lágrimas que estuvieron a punto de caer. Sin darse cuenta del cambio de ánimo de su hermana, Liz comenzó a darle informe.

    —Hubieras visto al tipo, hermana. Estaba sólo en la 40D, como si alguien lo hubiera botado allí. Lo que más me duele, es que no pudimos quitarle una valiosa cadena de oro que...

    —¡Es él! —musitó entre dientes la hermana mayor, interrumpiendo a Liz— ¡Es él!

    "¡Maldito! ¡Maldito!" Repiqueteaba la palabra en la mente de la mujer.

    Las cuatro mujeres retrocedieron cuando la hermana mayor levantó la mirada y descubrieron en los ojos oscuros un furioso odio.

    —¡Marlene! —habló Liz con preocupación— ¿Qué sucede? ¿A quién te refieres?

    —¡El muy cretino! —gritó ahora Marlene, sofocada por la ira, la que deformaba un poco su bello rostro— Creí que no volvería a saber de él, pero finalmente el destino lo ha vuelto a poner en mi camino ¡Mi venganza se verá cumplida!

    La mirada de Liz brilló de comprensión. Las otras tres mujeres no sabían de qué hablaban las hermanas, pero ellas sí y era lo que importaba.

    —¡Déjame verlo! —pidió Liz tomando de las manos de Marlene la credencial. Al mirar la fotografía, dejó que sus dedos recorrieran el rostro de él—. No es nada feo, Marlene. Yo nunca tuve la oportunidad de conocerlo o si lo conocí no lo recuerdo. Lo único que sé es que sufriste mucho por él.

    —Y pagará por ello, hermanita. Ahora sé donde encontrarlo. Después de aquello, mis padres tuvieron que mandarme al extranjero, pero cuando regresé, el muy canalla ya no vivía aquí. ¡Miserable! Voy ha hacerle pagar todo lo que me hizo sufrir.

    El timbre del teléfono que sonó en ese momento la interrumpió. Aspirando profundo para controlar la furia que la dominaba, tomó el auricular y contestó sosegando la voz, aunque sólo fue por un momento, pues a medida que escuchaba lo que le decían del otro lado de la línea, su voz se alteró y terminó a gritos:

    —¿Sí?... ¿Cómo? ¡No es posible! ¿Cómo se te ocurrió permitirle dejar la escuela? ¡Ya perdió el año, por Dios! ¿Cómo que se puso a trabajar? ¡Es un niño! ¿Por qué no me habías informado de eso antes? ¡Te pago un buen salario para que lo cuides, no para que me ocultes lo que hace! ¡Si algo le pasa a mi hijo...! ¡Te espero aquí! ¡Así que mueve ese flojo trasero y tráelo aquí!

    Temblaba por la irritación y la preocupación. Colgó con violencia, como si el aparato telefónico tuviera la culpa de la mala noticia que le dieron.

    —Marlene ¿Qué pasa? ¿Quién habló?

    —Nuestro estúpido hermano, Liz. Hace dos meses Daniel dejó la escuela y desde ayer está desaparecido. Nuestro hermano no me había informado nada de lo de la escuela y permitió que Dany buscara trabajo en un edificio. ¡Y no sabe donde está!

    —¡Oh, Dany! ¿Qué locuras está haciendo? —la voz de Liz sonó muy angustiada por su sobrino.

    Así que las hermanas esperaron al hermano —que respondía al nombre de Agustín—, con impaciencia y puesto que Durango no estaba cerca, tuvieron que sofocar la inquietud para no enloquecer de preocupación, estando ya solas, pues habían despedido a sus tres amigas.

    Y en cuanto Agustín llegó, lo primero que hizo Marlene fue fulminarlo con la mirada y para cuando éste la puso al tanto con todo detalle de la situación de Dany, su hijo de catorce años que estaba desaparecido, gritó histérica. No podía creer que su hermano le hubiera fallado de esa manera. Ella había confiado en él ciegamente. Le había confiado a su hijo con la seguridad de que cuidaría siempre de él.

    —¡No me culpes! —trató de defenderse el hombre, el que era muy joven. Él estaba entre Marlene y Liz, siendo la primera mayor— ¡No es fácil cuidar a un adolescente como Dany! ¡Y menos que últimamente se ha convertido en un chico problemático! ¡Ya no lo querían en el instituto, por eso lo expulsaron!

    —¿Cómo que lo expulsaron? —vociferó Marlene con mayor histeria— ¡Me acabas de decir que él dejó la escuela!

    —Lo expulsaron, por eso no te dijimos nada. Como no podía dejarlo de vago sin hacer nada, un amigo le dio trabajo como botones y mensajero en un edificio de departamentos.

    Marlene caminó inquieta de un lado para otro bajo la preocupada mirada de Liz y la mirada culpable de Agustín. Se detuvo y con sus oscuros ojos taladró al estúpido hermano. Con la mandíbula apretada, preguntó.

    —¿Por qué lo expulsaron?

    —No quieres saberlo.

    —¡Exijo que me digas la verdad!

    —Porque lo encontraron robando a un compañero.

    Marlene casi se va de espaldas por la impresión de escuchar el motivo. Cerró los ojos y reprimió las lágrimas. Había mandado a su hijo a vivir con su hermano para no darle malos ejemplos. Después de quedar embarazada de Dany, se la había visto difícil. Sus padres la habían mandado al extranjero, pues el deseo de ellos era que abortara, pero ella se había negado. A pesar de haber sido objeto del desprecio por el canalla que la dejó embarazada, ella amaba a ese futuro hijo porque había sido producto de su amor. ¡Y cómo se había enamorado de ese bastardo arrogante que la había utilizado para saciar sus bajos instintos! Después supo que la había conquistado sin amarla, así que sólo había jugado con ella. ¡Malditos hombres! ¡Todos eran iguales!

    Ella sufrió como nunca. Amaba al despreciable padre de su hijo. Y se lo demostraba con esa inocencia que le daban sus cortos quince años. Como esa vez que le compró un regalo para demostrarle lo mucho que lo amaba. Se había gastado todos sus ahorros, pero no le importó ya que era otra muestra de amor, la primera muestra fue haberse dejado llevar a la cama.

    Ese día que le entregó el regalo se sentía feliz, realizada como mujer. Él lo aceptó y ella misma le puso la cadena de oro que tenía el sentido letrero: "TE QUIERO". La mirada de él había brillado de amor, o eso había creído ella. Una semana después, justo el día que el médico le había dicho que estaba embarazada, la botó. La había tratado como si fuera una prostituta. Se burló de su amor y nunca le dio la oportunidad de decirle sobre su hijo.

    ¡Bastardo cobarde! Sepultó su amor con su dolor. Se fue al extranjero, sí, porque no pudo desobedecer a sus padres, pero en cuanto tuvo la oportunidad regresó con un hijo de cuatro años dispuesta a cobrar venganza. No lo encontró. Sus antiguos compañeros se habían graduado de la preparatoria y se habían desplazado a ciudades más grandes para ingresar a la universidad. Nadie logró darle informes de él. Esto la amargó más de lo que ya estaba.

    Comenzó a andar en malos pasos. No con hombres. Después del padre de su hijo, jamás volvió a estar con ningún otro hombre. Los malos pasos de ella fueron dedicarse a robar. Primero fue para solventar los gastos que su pequeño hijo generaba, pero después porque se dio cuenta que era un gran negocio. Al paso de los años formó su propia banda de ladronas. Pero sólo robaban a los hombres. Era la única norma que tenían. Para hacerlo, utilizaban sus encantos. Y los hombres, pobres imbéciles, caían redonditos ¡Hasta Valentín había caído! El sinvergüenza, cretino y bastardo que había jugado con sus sentimientos. El padre de su hijo.

    —Marlene ¿qué vamos a hacer? —deseó saber Liz, interrumpiendo los pensamientos de la preocupada madre—. Siempre te dije que era mala idea que Dany viviera con éste inútil. Es tu hijo, Marlene y debía vivir contigo.

    Marlene la miró con molestia. Eso lo sabía. Siempre lo supo, pero no quería que su hijo aprendiera de ella lo malo y ella era mala. Era una ladrona que dirigía una banda de ladronas. No quería eso para Daniel. Además, quería proteger su imagen de madre. ¡Ja! Su imagen de buena madre se había venido abajo desde el momento en que decidió separarse de su hijo apenas él pudo tener conciencia de lo que sucedía a su alrededor. Le dio vergüenza que él llegara a descubrir a qué se dedicaba, además de que quería que su hijo fuera un ciudadano ejemplar, honrado hasta la raíz del cabello.

    —Deja de recriminarme, Liz. ¿Crees que no sé que mi deber era tener a mi lado a Dany? Lo separé de mí para protegerlo. Tú sabes eso. Los dos lo saben. Lo que tenemos que hacer, es ir a ese edificio donde trabaja.

    —Yo ya me di una vuelta por allí y nadie sabe nada —informó Agustín—. Yo pienso que hay que avisar a la policía.

    —Bueno, ya no confió en ti —masculló Marlene—, y a la policía no podemos inmiscuirla. No queremos que indaguen sobre nuestra vida, ¿verdad? El trabajo que supuestamente tenemos no nos da para vivir con estos lujos. ¿Quieres levantar sospechas? Ya conoces como son esos estúpidos que apenas si notan algo raro, se meten en tu vida y sacan a la luz hasta lo que desayunaste hace un año. No. Haremos nuestras propias investigaciones. Mejor dicho, haré mis propias investigaciones.

    Dicho lo cual, salió de la biblioteca. Sus hermanos fueron tras ella y se detuvieron en la puerta de la habitación de Marlene para mirar como se ponía sobre la blusa sin mangas que vestía, un saco de color azul que hizo juego con el pantalón de fina tela. Marlene tomó su bolso de piel negra para colgarlo sobre su hombro y haciendo a un lado a sus callados hermanos, salió para caminar por los pasillos que la llevarían afuera de la casa. Ellos la siguieron e igual en silencio, abordaron el auto de Marlene que estaba estacionado enfrente de la residencia. Mientras ella conducía para tomar la autopista permanecieron en silencio y durante todo el viaje a Durango fue así, pues Marlene estaba aplicándole la ley de hielo a Agustín y sin querer también a Liz, sin embargo tuvo que romperla cuando llegaron a la ciudad y cuestionar al hombre.

    —¿Y bien? ¿En donde queda ese edificio en el que Dany trabaja?

    Él le dio la dirección y hacia allá dirigió el auto sin saber que en ese momento los hilos de la vida tejían una red para llevarla al encuentro del ser que tanto despreciaba, pues un vehículo se estacionaba en el estacionamiento del mencionado edificio, descendiendo de éste Valentín, Ignacio y Rina.

    —¿De veras crees que encontremos algo aquí, Valentín? interrogó Rina.

    Valentín la miró airado y no respondió. Miró su nuevo reloj notando que era tarde, lo que le produjo un agudo malestar estomacal porque detestó haber perdido tanto tiempo, pero primero estaba su hermano, así que le había dedicado las horas de la mañana.

    —¿Qué buscamos, Valentín? —preguntó Ignacio cuando esperaban el elevador.

    Otra molesta mirada de Valentín taladró ahora a Ignacio. Aclarándose la voz, habló:

    —Piensen un poco. Las muchachas escaparon por el departamento vecino y el que vive allí las ayudó. Él iba con ellas. Registremos su departamento. Tal vez encontremos algo.

    —En la casa del viejo profesor no encontramos gran cosa, Valentín —replicó Ignacio—. Tampoco en el de esas muchachas. ¿Crees de veras que en el departamento de ese hombre encontremos alguna pista? A mí me parece que es tiempo perdido. Creo que...

    Un manotazo en la cabeza por parte de Rina lo interrumpió. Ignacio le lanzó una fría mirada. La irritación se notó en su voz cuando pidió:

    —Deja de hacer eso o si no...

    —¡Basta los dos! —masculló Valentín entrando en el elevador y acto seguido ellos lo siguieron—. No estoy para soportar sus riñas.

    Los miró acerado y eso hizo que subieran en silencio. Al llegar al piso deseado, salieron y caminaron silenciosamente por el pasillo hasta ubicarse enfrente de la puerta de los hermanos Poletti. Ignacio pulsó el timbre a indicaciones de Valentín sólo por si acaso había alguien adentro.

    —¡Jaime! —dijo una voz de hombre al momento de abrir la puerta—. Estaba preocupado, pues no sé nada de ti desde...

    Se interrumpió cuando se encontró de lleno con un par de armas que le apuntaban directamente al pecho, así que mudo por la sorpresa, retrocedió permitiendo que las tres visitas entraran al departamento. Valentín lo empujó con violencia mientras el hombre balbuceaba:

    —¡Hey! ¿Qué quieren?

    Fue empujado hasta uno de los sillones que estaban en la sala y luego lo obligaron a sentarse. Valentín recorrió con la mirada el departamento.

    —¿Quién más está aquí?

    —Nadie, sólo yo —respondió el hermano de Jaime— ¿Qué quieren? Creo que se equivocaron de departamento.

    El puño de Rina se estrelló en su rostro. Un rostro bastante atractivo, por cierto. Alto y delgado, tenía unos ojos mielosos, nariz recta y boca de labios semigruesos y su mentón partido, aunque de una manera muy discreta, fue el que recibió el puñetazo. La mirada del sujeto parpadeó ante la súbita agresión.

    —No hables —le pidió Rina, masajeando la mano que había utilizado para golpearlo—. Eres de cara dura, ¿eh? Me dolió más a mí que a tí, seguro.

    —¿Quién más vive aquí contigo? —le preguntó Valentín.

    —Mi hermano. ¡Vamos, hombre! —exclamó el pobre muchacho, sintiéndose impotente ante la amenaza de esos tres— ¿Qué se traen? ¿Algo les hizo Jaime? ¿Es con él el problema?

    Otro puñetazo de Rina, ahora en la mejilla, lo hizo lanzar un gemido de dolor. Su mirada se llenó de odio.

    —Te dije que no hablaras. Sólo limítate a responder —le recordó Rina, volviendo a masajear su puño—. Insisto, eres de cara dura.

    —¿Dónde está tu hermano? —inquirió Valentín. Aparentemente su voz era suave, pero detrás de esa suavidad podía notarse la dureza.

    No contestó. Eso le costó otro brutal golpe en la misma mejilla.

    —¡Responde! —ordenó la mujer— Mi jefe te hizo una pregunta.

    —¡No lo sé! —gritó el menor de los hermanos Poletti. Ira, miedo, dolor, odio y angustia se reflejó en su voz.

    —¿Hay manera de que te comuniques con él?

    El joven movió de un lado para otro la cabeza, luego, mirando a Valentín con recelo, informó:

    —No, he tratado de comunicarme con él. Lleva su celular, pero según parece, no tiene señal.

    La mirada de Valentín brilló de decepción. La noche anterior él había podido comunicarse con sus ayudantes y si el celular de ese sujeto no funcionaba sólo podía significar que habían dejado la autopista para internarse quizás en el bosque. ¿A dónde es que iban los fugitivos? Sin mirar a nadie se dirigió a la puerta y desde allí, ordenó a sus secuaces:

    —Tráiganlo. Lo llevaremos con nosotros. Más tarde que intente volver a comunicarse con su hermano.

    Ignacio y Rina se pusieron uno a cada lado del secuestrado para levantarlo y llevarlo casi a rastras con ellos. Eduardo Poletti no tuvo más opción que dejarse conducir hasta el elevador y en medio de los tres abandonó el edificio. No entendía como su placentera vida se había transformado en una pesadilla.

    Rina obligó al joven a entrar al auto de Valentín y el muchacho miró a su alrededor tratando de conseguir ayuda, mientras no muy lejos de allí, Marlene y compañía estaban a punto de bajar de su vehículo, no obstante, la joven madre se detuvo al mirar a aquellos hombres y a la mujer. No importaba que hubieran pasado quince años. Tenía tan grabado en sus memorias a uno de ellos que lo reconocería así hubiesen pasado mil años. Así hubiese pasado toda una eternidad.

    Era él. Valentín Estrada.



    Continuará

    Gracias tambien aquí por leer xDDD
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
  18.  
    Borealis Spiral

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    Ah, mas misterios se descubrieron en este par de capitulo. Nora en verdad guarda un secreto muy, muy grande y el que sus amigas no lo supieran esta complicando las cosas para con ellas. Ups, por fin Edgar admitio que siente algo por Nora y resulta que ella ya no quiere nada con el. Como asi que tiene que morir? Ah, las cosas se ponen color de hormiga.

    Vaya, Marlene hizo su aparicion aqui y resulta que Dany es suy hijo, no lo creo. Y Val no sabe que tiene un hijo. Y Marlene quiere vengarse de el por la manera tan cruel que jugo con ella y sus sentimientos. Bueno, por una parte la enitendo, debio sufrir mucho, ella lo amaba. Oh, que pasara con todos ellos? Me muero por saberlo.

    El capi se quedo interesante. Eduardo ya se vio implicado tambien y habra que ver que le hacen. Espero la continuacion.

    Hasta otra.
     
  19.  
    Marina

    Marina Usuario VIP Comentarista Top

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    Gracias HarunoHana, como siempre, tu comentario me es muy hermoso xD

    Capítulo 11

    Marlene tembló por la impresión de verlo. Jamás pensó encontrárselo así, tan de repente. Primero le llevaban sus pertenencias y ahora lo encontraba en persona. Esta era una señal que la vida le brindaba para su venganza.

    —¡Aguarden! —ordenó a sus hermanos—. No bajen.

    —¿Por qué no, Marlene? —inquirió preocupada Liz— ¿Qué pasa?

    —¡Allá, miren!

    Los hermanos observaron a los hombres y mujer que abordaban el auto. El último en hacerlo fue Valentín, así que Liz pudo verlo bien antes de que éste desapareciera en el interior.

    —¡Es él! —exclamó la joven—. El de la credencial, Valentín Estrada, pero ¿qué hace aquí? ¿Acaso descubrió que Dany...?

    —¿El padre de tu hijo? —la interrumpió incrédulo Agustín— ¡Bastardo! ¡Déjame ir a darle lo que se merece!

    —¡No! —siseó Marlene preocupada—. Y no creo que sepa lo de Dany. Por lo que pude observar, me parece que ha secuestrado a alguien. Vi que le apuntaban con unas armas a un tipo. Vamos a seguirlos.

    En ese momento, el auto de Valentín pasó por enfrente de ellos para salir a la avenida. Marlene encendió el motor y poniéndolo en marcha, lo siguió a cierta distancia para no ser descubierta.

    —¿Y qué hay de Dany, Marlene? ¿No íbamos a investigar su paradero?

    Marlene detuvo el auto y con voz urgente, les pidió:

    —¡Bajen! ¡Rápido que se me escapa! Ustedes quédense a investigar. Estaremos en contacto. Confío en tí, Liz. Mantenme informada de cualquier cosa que descubras.

    —Bien —dijo Liz descendiendo—, no te preocupes, yo me encargo.

    Así se separó Marlene de sus hermanos y continuó en seguimiento de los secuestradores. Su corazón latía veloz y no supo si las violentas palpitaciones eran por haber visto al amor de su vida o por el ansia de cobrar venganza. Tal vez fuera por las dos cosas.

    Mientras que en el automóvil de Valentín:

    —¿A dónde vamos? —preguntó Ignacio y mirando a Eduardo Poletti—: ¿Crees que este sujeto nos ayude a encontrarlos?

    Eduardo, que iba sentado en medio de Rina e Ignacio, los miró preocupado. No sabía aún qué rayos estaba sucediendo, ni por qué iba en ese coche. Su confusión sólo le indicó que el día se había convertido en una pesadilla para él y que esos hombres traían algo contra su hermano.

    Su angustia creció al recordar a sus vecinas y a su novia Angélica. La noche anterior que llegó al departamento y fue a buscarla no había encontrado a nadie, a ninguna de las tres mujeres. Al no encontrar a Jaime tampoco, dedujo que él las había llevado a cenar, o algo así. Seguido hacían eso, si no era Jaime, era él, pues esa era la única manera de pasar más tiempo con sus novias, pero al paso de las horas, comenzó a inquietarse bastante pensando que algo pudo haberles pasado.

    Desde la madrugada había estado tratando de comunicarse con Jaime, pero sin respuesta. También había tratado de llamar a Angélica, pero con igual resultado. No había noticias de ellos. Cuando escuchó el timbre, dio por sentado que era Jaime, o alguna de las chicas. En su lugar, habían aparecido estos tipos que lo habían secuestrado y lo llevaban ¡quien sabe a dónde!

    —Iremos sobre la 40D.

    —¿Y eso para qué? —se quejó Ignacio— ¿Esperas que así los encontremos? Ay varios lugares al que pudieron haber ido, incluso es posible que hayan ido a Mazatlán ¡Es como buscar una aguja en un pajar! ¡No sabemos a dónde fueron!

    —¡No me importa si es complicado! —gritó Valentín irritado—. Iremos de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. ¡No me importa! Y en cada ciudad o pueblo al que lleguemos, él —Apuntó a Poletti—, intentará comunicarse con su hermano o con sus vecinas. En algún momento ellos tendrán que estar en donde haya señal.

    —¿Mis vecinas y mi hermano están juntos? —preguntó Ed interesado, a riesgo de recibir más golpes por preguntar— ¿Están huyendo de ustedes? ¿Por qué los persiguen?

    —No preguntes —ordenó Valentín—. Mejor intenta llamar a tu hermano.

    El joven suspiró contrariado. Con una airada mirada a la nuca de Valentín, dijo:

    —No tengo mi celular. Me sacaron tan deprisa de mi departamento que no traigo nada.

    —Rina.

    Rina sacó su celular de un pequeño bolso que siempre la acompañaba y se lo pasó a Ed, quien bajo la atenta mirada de sus compañeros de asiento, marcó unos dígitos. En cuanto el aparato hizo el característico sonido de comunicación, Rina se lo arrebató de las manos y lo puso contra su propio oído, sin embargo, la máquina le contestó:

    Lo sentimos, el número que usted marcó, está fuera del área de servicio.

    —Sigue sin señal, Valentín —informó ella, cerrando su celular.

    —Entonces no están cerca de la civilización, lo que significa que ingresaron al bosque.

    —O simplemente no quieren responder para no delatarse —susurró Ed con sarcasmo, pero enseguida se puso serio cuando la mujer le enseñó el puño.

    Sin embargo, Valentín tenía razón, pues aunque seguían en el mismo lugar donde se había quedado sin gasolina la GMC por algo más que le sucedió a Nora, estaban lejos de la carretera, en el bosque.

    Después de encontrarse la joven de nuevo con los pies sobre el suelo, Edgar y Jaime habían inspeccionado los alrededores buscando pistas y Nora, acercándose a ellos, preguntó:

    —¿Cómo es posible que no nos diéramos cuenta cuando el techo de la camioneta voló? ¿Y cómo sucedió eso? Además ¿dónde quedó?

    Jaime dejó de buscar pistas para mirarla de manera extraña. Nora se movió inquieta bajo la intensa mirada.

    —¿Qué? —clamó incómoda— ¿Por qué me miras así? ¿Crees que yo tengo algo que ver con esto?

    Jaime desvió su mirada sin decir nada. Volvió a la búsqueda de pistas mientras era despreciado por la mirada de Nora, entonces Edgar le preguntó:

    —¿Qué sucede, Nora?

    —No lo sé. ¿Por qué no le preguntas a Jaime? Él piensa que yo tengo la culpa de todo lo que nos está pasando.

    Jaime volvió a mirarla más extrañamente. Traía en las manos una pequeña piedra que inspeccionaba y de pronto, la arrojó con fuerza a los pies de ella. Nora se echó hacia atrás para esquivarla y evitar que la golpeara.

    —¡Sabes lo que estoy pensando! —exclamó él, levantando las cejas— ¿Cómo es eso? ¿Ahora resulta que también puedes leer la mente?

    Nora retuvo el aliento un instante al sentirse insultada. Es verdad que ella a veces se comportaba rara, pero ¡él insinuaba que era anormal! Con furia respondió:

    —No sé qué pretendes, Jaime.

    —No pretendo nada, pero quiero saber cómo supiste lo del puma desde mucho antes de que nosotros lo viéramos. ¿Por qué estabas en el árbol? ¿Acaso también vuelas? ¿Tú le arrancaste el techo a la camioneta? ¡Estoy seguro que todo esto se relaciona contigo!

    Con la mirada entrecerrada, Nora lo miró por algunos segundos, luego, dando una fuerte patada al suelo con la planta del pie, se dio la vuelta y se retiró de ellos, pero no llegó muy lejos. Edgar le dio alcance deteniéndola por el brazo.

    —¿Ahora qué? —refunfuñó molesta, mirando con desagrado la mano sobre su brazo. Pero su desagrado no fue por el toque de él, sino por la tibia sensación que recorrió su piel al contacto.

    —El tiene razón, Nora. ¿Es posible que tú estés relacionada con todo esto?

    Ella lo miró con los ojos muy abiertos, sin embargo, la penetrante mirada de Edgar hizo que bajara la suya, sintiéndose inquieta, turbada, luego él tomó su mentón con una de sus manos y la hizo levantar su mirada para que volviera a enfrentarse con la suya.

    —Dímelo —pidió sin apartar la mano de su barbilla— ¿Sabes qué sucedió con el toldo? ¿Sabes por qué estabas trepada en el árbol? ¿Cómo llegaste allí?

    La mirada de ella se oscureció por la ira. Con un fuerte movimiento, liberó su barbilla y con voz fría, dijo:

    —Ya veo. También piensas que yo tengo la culpa de todo esto, pero tú fuiste el que nos metió en esta loca huida. ¿Por qué estamos aquí? ¿A dónde vamos? Me pides explicaciones cuando tú no quieres dárnosla.

    Edgar suspiró antes de susurrarle algo avergonzado:

    —Mi... papá es guardabosques en Mexiquillo, pero me temo que no tomamos la salida correcta.

    Nora lo miró con incredulidad. ¿En serio?

    —O sea —remató él—, que terminamos en la zona virgen del bosque, pero aun sé hacia dónde continuar para llegar a la cabaña de mi... emmm padre, así que ya te dije mi secreto, ahora dime el tuyo.

    —No —negó ella vigorosamente mientras una expresión de sorpresa modificaba sus facciones por otro repentino recuerdo—, ser malo para las direcciones no es tu secreto, sé cuál es. Has hecho un descubrimiento que traerá peligro para toda la humanidad.

    Al escucharla, Edgar la soltó y retrocedió asombrado ¿Cómo sabía eso? Ella, parpadeando con rapidez, se llevó las manos a la cabeza y dando unos pasos atrás, se inclinó gimiendo de dolor. Imágenes incomprensibles llenaron su mente. Su gemido se hizo más angustioso y cayó al suelo retorciéndose.

    Apretó con las manos su cabeza porque sintió de pronto que le estallaría. La sensación le arrancó lágrimas y no fue capaz de detenerlas. Edgar se apresuró para ayudarla, pero Nora, enroscada de forma fetal y temblando, rechazó su ayuda, perdiendo la noción de lo que sucedía a su alrededor.

    Los demás se acercaron también para ayudarla, pero la mente de Nora se había perdido en un mundo ajeno a ellos. Un mundo llamado Luza.

    Allí, en ese mundo estaba ella. Podía verse y podía sentir la realidad de ese universo. Pudo mirarse llegando a casa, una casa que no recordaba ¡Que no conocía!

    —¡Buenas noches, papá, mamá! —saludó entrando al hogar y lanzando los cómodos zapatos fuera de sus pies. A su madre no le gustaba que ensuciara el piso recién lavado, con el barro que la lluvia había fabricado, aunque tenía toda la tarde sin llover y el cielo se había limpiado— ¡Ya llegué!

    Su madre se asomó por la cocina y con una gran sonrisa, le preguntó, mirando amorosa a su hija de veintitrés años:

    —Daira, ¿cómo te fue en el entrenamiento? ¿Lograste cumplir con la expectativa de tu maestro?

    Nora no reconoció a su mamá, pero estaba segura que ésa era su madre.

    —¡No! —respondió con irritación— Drisy es un testarudo. Sigue insistiendo que no lleno los requisitos para servir a su majestad, el rey. Sigue alegando que no podría protegerlo si su majestad estuviera en peligro. Según él, aquellos que pasan a formar parte de su séquito de seguridad, deben ser gente alta, poderosa, fuerte y yo... ¡Mírame, mamá! ¿Es verdad que soy una niña consentida y superficial? ¡Esas fueron sus palabras!

    Su madre rió con fuerza como siempre lo hacía, al escucharla hablar así. Sin dejar su aire maternal, le pidió:

    —No, hija, no eres así y no te des por vencida. Sigue con el entrenamiento, además, tú eres muy fuerte y decidida, con un espíritu grande. Yo sé que le demostrarás a Drisy que eres igual o mejor que los voluntarios para entrar al séquito de su majestad.

    —¿Tú crees? —Daira frunció el ceño. Ahora se sentía cansada por el duro entrenamiento que la haría hábil en diferentes técnicas para la lucha, así que por un momento lo dudó. Quizás el odioso entrenador oficial de la guardia real, o sea, Drisy, tuviera razón y no sirviera para eso—. No lo sé mamá, ese petulante hará todo lo posible por sacarme del entrenamiento, lo presiento.

    —Claro que no, hija. Confía en ti. Sé que lo lograrás, ahora, hazme un favor y sube al ático a hablarle a tu padre. La cena está lista.

    Daira asintió y corriendo, subió de dos en dos los escalones que la llevarían al ático.

    Encontró a su padre —y a él si lo reconoció—, muy ensimismado en su telescopio, el que tenía una apariencia muy simple. Se paraba en un tripie tubular de poco más de un metro de altura y el tubo, en donde había un grueso lente de un lado y otro del otro lado, indicaba que era un aparato de largo alcance, mucho más de lo imaginado. Por ello es que dejaba de ser un aparato simple.

    En él podía verse una avanzada tecnología. A un costado del telescopio había una mesa grande de trabajo, también tubular, la cual estaba tapizada de documentos con anotaciones, cuadernos abiertos y cerrados, libros de igual manera, lápices, marcadores, reglas y más cosas que no podían verse porque estaban sepultadas por otras que iban cambiando de lugar según el dueño las utilizara.

    —¿Papá?

    Habló Daira para llamar su atención, pero Dawit Seral miraba por la lente y la preocupación llenaba su rostro. La joven sabía que como científico, su padre podía perderse por horas en sus estudios y observaciones, inventando cosas o examinando el universo, pero hoy lo notó diferente.

    —¡Papá! ¿Qué sucede? ¿Qué ves por el telescopio?

    La joven miró a su padre mover el aparato, después giró un botón que estaba a un costado del mismo, tal vez para mejorar la imagen.

    —¡Papá! ¿Puedo ver?

    La voz de su hija penetró la mente de Dawit. Con un ligero gesto, la miró y luego con una seña, la invitó a acercarse para que pudiera ver por la lente. Con voz intranquila, le preguntó:

    —¿Qué observas, Daira?

    Ella miró al espacio. Era maravilloso ver como las estrellas podían verse tan cerca. No dejaba de sentir admiración por la belleza celestial. Una potente luz llamó su atención. No era un cometa, porque la cola que arrastraba era diferente.

    Ella podía identificar los diferentes cuerpos celestes porque su padre le había enseñado todo lo que sabía del espacio. Así que el objeto que venía acercándose veloz, no era un cometa. Era más bien un pequeño meteoro, pero lo que llamaba la atención de éste, es que parecía como si una placa de metal lo cubriera, como si fuera una pequeña nave espacial, o por lo menos, una pequeña porción de ella.

    No obstante, descartó esa posibilidad pues la placa que parecía de metal, era transparente y a medida que el objeto se acercaba, dejaba ver que no era metal, sino cristal, así que debajo de la placa podía verse una roca con un diámetro de medio metro.

    —¡Papá! —exclamó ella alarmada, dejando el telescopio para mirar a su progenitor— ¡Esto está por entrar a la atmósfera! ¿Sabes donde caerá exactamente?

    —Me temo que muy cerca de aquí.

    —¡Pero, papá! ¿Por qué no diste la advertencia? Este meteoro puede causar mucho daño. Su proporción es de gran consideración.

    —No me dio tiempo —le informó Dawit—. Salió hace unos pocos minutos de la nada. Sólo apareció de repente en el espacio así, pero por lo que he podido observar, su trayectoria parece controlada, incluso pude darme cuenta que puede acelerar y disminuir su velocidad. Creo que no es un meteoro.

    —¿Es una nave? ¿Cómo es posible? No ha habido lanzamientos al espacio.

    —Lo que sea, no es de Luza. Nuestras naves no son así.

    —¿Qué es exactamente, papá?

    Muy preocupado, el señor Seral movió la cabeza de un lado para otro. Mirando a su hija con seriedad, murmuró pensativo:

    —Para saberlo, tendremos que esperar a que impacte, lo que hará en unos quince minutos. Dile a tu madre que saldré. Tengo que ir al lugar de impacto.

    Daira lo tomó por el brazo y lo miró suplicante cuando le dijo:

    —¿No informarás al comité de justicia? ¿Qué tal si el impacto pone en peligro a los luceanos?

    Dawit volvió a mover la cabeza de manera negativa. Aclarándose la voz, respondió a su hija:

    —No, no creo que corramos peligro. Esa cosa que se aproxima viene controlando su velocidad. Estoy seguro que cuando impacte, lo hará sin poner en peligro la vida de los luceanos. Así que antes de hablar con su majestad, debo primero ver qué es eso. No te preocupes, no creo que sea algo peligroso.

    —¡Llévame contigo! —le pidió reflejándose la súplica en su voz— ¡Por favor!

    —Bien, pero no le digas a tu madre nada de esto. Ni a nadie más

    —Lo prometo. No le diré a nadie de esto hasta que tú me lo permitas —prometió ella levantando la mano en un gesto solemne.

    Así, inventándole una pobre excusa a la madre, que fingió creerles, pero no les creyó nada, salieron de la casa para dirigirse al lugar donde impactaría el extraño objeto. Padre e hija llegaron al lugar de los hechos un minuto después de que el objeto cayera a tierra. El padre detuvo el vehículo volador —el que tenía la forma aerodinámica de un pequeño avión—, a cierta distancia del objeto. Bajaron e inspeccionaron a su alrededor con la mirada. Se encontraban en un extenso campo y al parecer, nadie se había dado cuenta del suceso.

    —¡Ten cuidado, Daira!

    Pidió Dawit mientras se dirigían al objeto caído, pisando con cuidado en la gruesa zanja que el meteoro, la nave o lo que fuera, había hecho con el aterrizaje. Una espesa nube de vapor se desprendía de él y por el momento, no dejaba ver mucho de la cosa, pero a medida que fueron acercándose, la nube fue evaporándose y ellos pudieron ver una roca grande forrada de ese raro metal translúcido.

    —¡Papá, ten cuidado! —pidió ahora Daira cuando su padre alargó la mano para tocar la roca.

    —¡Está fría, helada!

    En ese instante, quizás por el toque, el metal translúcido se volvió líquido y comenzó a recorrerse, como si de agua se tratase y fue desapareciendo debajo de la roca, pero sin derramarse ni una gota. A continuación, se escuchó un fuerte sonido que asustó a los dos espectadores haciendo que ellos dieran un par de pasos atrás.

    Estupefactos, miraron como la roca se partía en dos dejando ver dentro de ella otra roca, pero ahora más pequeña, e igual que la que se partió, estaba cubierta de ese metal translúcido y como la anterior, se transformó en líquido e hizo el mismo proceso que el primero.

    Volvió a escucharse el mismo sonido atronador cuando esta roca se partió también en dos dejando libre otra roca, más pequeña ahora, la que hizo exactamente lo mismo que las anteriores y después de ella, aparecieron cuatro más hasta que finalmente, el proceso se detuvo y quedó en medio de todo esto, lo que parecía el núcleo de todas las rocas partidas.

    Un núcleo pequeño, un poco más grande que un puño y su apariencia era algo distinta de la demás. Parecía ser una simple roca, pero en el centro un flujo parecido al metal translúcido convertido en líquido, circulaba intermitente. Era como cuando hay un corto circuito y se pueden ver las chispas de la energía eléctrica, pero esta energía en el interior era líquida y parecía lanzar chispas que no traspasaban la roca.

    Dawit volvió a alargar la mano y tomó la pequeña roca. Al momento de levantarla, las otras rocas partidas se transformaron en polvo y pasaron a formar parte del suelo.

    —Vamos, Daira. Volvamos a casa y examinemos esta maravilla.

    Mucho más tarde, ya en casa, Daira bostezó algo fastidiada por no haber encontrado manera de saber qué cosa era la roca que había llegado del cielo. Su padre había intentado todo para sacar el líquido del interior y examinarlo, pero la roca resultó ser indestructible. Miró todas las brocas que la roca había destruido al no poder ser penetrada ni por la herramienta más poderosa.

    —Me rindo, papá. Me estoy muriendo de sueño. ¿Por qué no vas tú también a descansar? Ya mañana puedes continuar con tu examen, además, mamá está enojada por tanto ruido.

    Su padre dejó el taladro sobre la mesa, algo decepcionado por el fracaso. Reprimió un bostezo al momento de decir:

    —Tienes razón. Vamos a dormir. Mañana seguiré con la investigación. Perdóname por desvelarte. Se me olvidó que a primera hora tienes práctica con Drisy y...

    Fue interrumpido cuando de pronto, un temblor sacudió con fuerza la casa.


    Continuará

    A todos los demás que pasan por aquí y leen, gracias por sus distinguidas presencias xd
    Saludos.
     
    Última edición: 30 Octubre 2015
  20.  
    Borealis Spiral

    Borealis Spiral Fanático Comentarista destacado

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    Luza? En serio... me prestas ese nombre?

    Ah, Nora no es de la Tierra o.o No puedo creerlo, en verdad es una extraterrestre, jajaja. Eso es divertido. No puedo creerlo en verdad, no puedo y eso que lo lei. Ah, asi que ella se dedicaba a entrenar para el ejercito de su mundo. Con razon es asi de violenta XD Bueno, no tanto asi, pero si que sabe de autodefensa. Wow, los cosas por aqui se estan poniendo muy interesantes. Espero la continuacion muy emocionada, porque quiero saber que es esa roca que llego del espacio exterior y que tiene que ver con Nora o Daira o como se llame realmente.

    Hasta otra.
     

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