Historia corta La exclusiva suite duplex deluxe

Tema en 'Novelas' iniciado por NNIN, 8 Abril 2025.

  1.  
    NNIN

    NNIN Entusiasta

    Sagitario
    Miembro desde:
    3 Marzo 2017
    Mensajes:
    87
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    La exclusiva suite duplex deluxe
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    1882
    Las instalaciones

    Apenas había terminado de poner la mesa(si es que a aquella diminuta tabla sostenida sobre cuatro carcomidos palos mal barnizados se le podía considerar una mesa)sonó una de las campanillas de la pared. Stephen Richardson, sentado de espaldas a este anticuado sistema de indicaciones, se sintió tentado a hacerse el sordo. En realidad, esto tampoco habría sorprendido a su jefe, Jacques Dieupart, el jefe de botones que a pesar de sólo ser escasos veinte años más joven que él le trataba como a un anciano, alternando momentos de fingida y engolada compasión por su avanzada edad con momentos de absoluta y descarada prepotencia; y es que si bien es cierto que los 53 años no es precisamente la flor de la juventud, tampoco podría decirse que este se mostrase tan envejecido. A excepción de unas ojeras permanentes y unos pómulos algo hundidos, el resto de su aspecto era relativamente lozano, cierto, quizás no como para compararse con su jefe, el francés engominado, pero, de nuevo, con una diferencia de 20 años poco se puede hacer. Por lo demás, el pelo negro, liso, peinado y, lo más importante, aún presente; el porte de un hombre antaño fornido y ahora, digamos, desentrenado; todos los dientes(a excepción de las dichosas muelas), bien afeitado(y sin pelos de más asomando por ninguna cavidad) y con un minúsculo número de manchas en la piel(absolutamente indetectables a cierta distancia)su aspecto era el de un botones experimentado y profesional.

    Pero justo esta profesionalidad es la que le impedía, no sin desgana, eludir el llamado de su superior. Resoplando se ajustó la pajarita burdeos, los zapatos y los tirantes, se colocó el pullover corporativo verde sobre la camisa gris, resopló de nuevo contemplando su almuerzo que quedaba abandonado sobre la ya mencionada y maltrecha mesita y salió de su estancia.

    Mientras subía por la escalera de servicio, escuchaba el ascensor del piso superior y paseaba su mano por la pintura amarillenta de la pared pidiendo a Dios fuerzas. Como parte de su ritual, antes de pisar el último escalón preparó su sonrisa, trabajada y pulida durante tantos años: una sonrisa minúscula y creíble, pero al mismo tiempo evidente y cálida, preparada para recibir a todo tipo de huésped y brindarle la mejor experiencia. Siempre hacía esto antes de terminar de subir las escaleras porque, como le había enseñado su mentor: “Es importante que la primera impresión que tenga el cliente sea lo más agradables posible, ya que tras los primeros segundos se olvidarán de tu cara y sólo recordarán de ella la sensación que les transmitió en un primer momento”.

    Allí, en la parte de atrás de la recepción le esperaban Jacques y una pareja de la edad de este riendo como amigos de toda la vida sin percatarse aún de su presencia. Echando mano de su arsenal y sin modificar en nada su sonrisa se introdujo: “¿Me había hecho llamar, Señor?”.

    Cortando la risa su jefe comenzó: “Ah, sí” y señalándole con la mano como el maestro de ceremonias de un circo muestra a un especimen extraño siguió: “Les presento a Stephen, nuestro mejor y más antiguo botones, él se encargará de todo lo que necesiten durante su estancia.” tras un breve silencio en el que Jacques tendría que haber presentado a la pareja estos optaron por presentarse a sí mismos. Se trataba del matrimonio de los Quayle conformado por Howard(el marido) y Elisabeth(la mujer)que acababan de contraer nupcias y que se hospedarían en el hotel durante su luna de miel. Stephen les felicitó de manera genuina ya que, aunque nunca había estado casado, consideraba el matrimonio como una hermosa tradición, una tradición de la que era creyente pero no practicante(su trabajo siempre había sido demasiado demandante y, aunque ser botones a veces se presta a ciertas circunstancias, el compromiso y la disponibilidad no estaban entre ellas, además que sus años mozos habían pasado hace tiempo y eso complicaba aún más las circunstancias)pero cada vez que tenía a un matrimonio feliz delante se disponía a ayudarles en todo lo que pudiese, casi más como un mayordomo que como un botones. Por desgracia, en este caso, la ayuda que le reclamaban(aparte de obviamente llevar su equipaje a la habitación correspondiente)era algunos consejos turísticos sobre la ciudad. A pesar de haber vivido allí toda su vida, desde que entró a los quince años a trabajar como botones no había tenido apenas oportunidad de visitar ningún sitio ni remotamente memorable. Y es que a excepción del cine de enfrente y el bar de tres manzanas más abajo rara vez salía de su habitación en el sótano del hotel. Esto no supuso mayor problema ya que como buen profesional tenía memorizado un discurso en el cual invitaba a los huéspedes a visitar el museo del romanticismo, pasear por el famoso parque de los madroños y terminar cenando en el célebre restaurante La giornata; todo ello aderezado con una suerte de anécdotas que a saber si alguna vez pertenecieron a alguien. De todos modos, pese a su convincente actuación y a la satisfacción que siempre mostraban los clientes con los consejos, Stephen no podía evitar sentirse mal hablando de estos sitios que en realidad ni conocía. Y no ya por el hecho de sentir que había grandes emociones allí afuera esperándole mientras él las daba la espalda, no, siempre fue un hombre de interiores; lo que le hacía sentirse culpable al mentir de esta manera tan cínica era no poder garantizar inequívocamente una experiencia tan agradable como relataba, y más aún siendo que los principales receptores de esta sarta de mentiras eran matrimonios felices y emocionados.

    Y es que por lo que Stephen jamás había ambicionado el puesto de jefe de botones(aparte de porque este premio le fue entregado al francés más petulante y embustero que jamás hubiese conocido)era porque no quería sentirse alejado de los clientes, detrás del mostrador o en las oficinas. No, él era de naturaleza servil(en el mejor de los sentidos)y se sentía muy satisfecho y feliz cuando las cosas marchaban como tenían que marchar. Conseguir que los huéspedes estuviesen cómodos y contentos le hacía sentir como una especie de héroe humilde. Y este sentimiento era todo lo que necesitaba para ser feliz.

    Tras guiar al matrimonio a través de los sillones verde bosque a juego con las lámparas, las cortinas, y con él mismo les acompañó a su habitación, la 196, mientras la mujer insistía en que no se sobresforzase cargando las cinco maletas de toda clase de formas, tamaños y colores. Por suerte, para subir maletas sí tenía permitido usar el rudimentario ascensor aunque siempre se le hacia un baile ridículo mandar primero a los huéspedes en ascensor, subir corriendo por las escaleras, recibirles en la puerta del ascensor, acompañarles hasta la misma puerta de la habitación , abrir la puerta con la llave, comprobar que todo estuviera a su gusto, extenderles la llave indicando las especificaciones de la habitación y su reserva, bajarse corriendo a por el equipaje que esperaba en un lacrado carrito de latón en recepción y, al fin, subir en ascensor cargado. Hay que reconocer que por la edad esta coreografía se le hacía cada vez más costosa, pero lo que le resultaba ridículo era el motivo de esta política impuesta por su superior inmediato: “Los huéspedes tienen el derecho a sentir que se pueden mover con total libertad por el hotel, no les hace falta un cuidador que los lleve de la manita.”, era un motivo tan petimetre como absurdo, pero claro, indicarle lo contrario ahora que este no tenía que hacer el recorrido en ningún momento era como suplicarle piedad a un entrenador: no sólo no va a conmoverle la suplica sino que además le va a convencer más de que su decisión es la correcta.

    Mientras subía en el ascensor, no pudo evitar notar que el encargado había vuelto a mandar cambiar los colores de la decoración, así como los cuadros y las lámparas(a excepción de la última del pasillo izquierdo del cuarto piso que seguía siendo de los modelos anteriores y seguía estando estropeada)piso en el cual se bajó con las maletas de la pareja. Probablemente se trataría de otro intento desesperado de recibir un ascenso y escapar de ese lugar que tanto detestaba. No se sorprendió demasiado ya que era algo que pasaba cada tres meses, más o menos; lámparas, cortinas, alfombras, apliques, rodamientos, cuadros…flores, lo cambiaba todo(y de las maneras más horteras)a excepción del primer piso, que conservaba la elegancia del diseño original y que tenía terminantemente prohibido modificar.

    Al llegar a la habitación 196 y entregar el equipaje, notó que el marido tenía cara de molestia. Preocupado preguntó si había algún problema con la habitación, a lo que el marido empezó a titubear intentando plantear el tema de manera firme pero calmada mientras la mujer intentaba detenerle repitiendo que no era nada una y otra vez. Tras un rato así quedaron aclaradas las cosas: Jacques les había estado hablando de lo maravillosa que era la puesta de sol vista desde la ventana de la habitación porque en esta parte de la ciudad etc, etc, etc(aprenderse discursos de memoria y repetirlos con una vehemente interpretación siempre ha sido una práctica común en el negocio)pero desde está habitación no se veía el atardecer ya que estaba orientada en dirección contraria a la puesta de sol. Con afán conciliador, propuso hablar un cambio de habitación con su jefe, salió de la habitación, caminó hasta las escaleras, contó hasta veinte y volvió, indicando que no había habitaciones disponibles en ese momento pero, a nivel personal, les invitó a que le preguntasen más adelante al joven tan amable con el que habían estado charlando por si hubiese alguna anulación de una reserva. En realidad, por política de su superior, jamás se cambiaba de habitación a los huéspedes salvo situaciones extremas, así que esta era su forma de pinchar a Jacques por haberse equivocado de habitación. Más o menos satisfecho con su labor regresó a recepción en busca de nuevas instrucciones. Su jefe, sin levantar la mirada de las tiras cómicas del periódico le indicó que no había previsto ningún otro ingreso hasta la tarde así que podía tomarse un descanso.

    Al volver a su habitación se le habían quedado los huevos fríos, y las salchichas duras…ni el gato querría comerse eso. Pero no tenía más opciones, Irina, la cocinera, sólo le dejaba prepararse la comida a unas horas muy específicas, “Eres buen hombre, Stephen, pero no puedo faltar a mi trabajo” decía siempre mientras deambulaba de un lado a otro de la cocina con esto y aquello en las manos.

    “Bueno, al menos tengo un momento de tranquilidad para comer” pero al decir esto en voz alta sintió que había cometido un grave error. Se quedó de pie, con el plato en la mano, mirando impaciente la campanita esperando el castigo por sus sacrílegas palabras, pero no pasó nada. Suspiró, se sentó a comer y cuando estaba por terminar, la justicia cayó sobre él.

    La campanilla sonaba de nuevo. Sonaba como poseída por un espíritu burlón e iracundo. “Oh, no…”pensó “si me llaman así sólo puede ser...”
     
    Última edición: 21 Mayo 2025
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