La chica de los libros.

Tema en 'Relatos' iniciado por VocaloidFanGirl, 6 Agosto 2014.

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    VocaloidFanGirl

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    44
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    Escritora
    Título:
    La chica de los libros.
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    1219
    {Hola, ehm, bueno... esta historia la escribí con mucho cariño, no sé. Trata sobre esos amores que creemeos que nunca se harán realidad. He pensado en hacer una historia a partir de esto, pero aún está muy borroso todo, es un proyecto a futuro. Espero que disfruten leyendo, y que me dejen su opinión, por favor.<3 Ya dejo de aburrirlos y los dejo empezar a leer. ¡Gracias!}

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    Mi nombre es Mark, y como todas las mañanas, de todos los días laborales, me encuentro esperando el tren en la estación de mi cuidad. Voy camino al colegio, como cada mañana a las siete AM. Yo sé que para algunos es extremadamente fastidioso esto, no puedes quedarte despierto hasta tarde, casi siempre vas sin desayunar, la brisa helada traspasa la ropa y hace que tirites de frío. Y yo pensaba así hasta hace unos meses, con el mismo fastidio, con el mismo pesar. Hasta que la conocí.


    Elizabeth, me cambió las rutinas mañaneras por completo. Y ahora mismo la veo, aquí, parada junto a mí con su apariencia de siempre. No, que no es su apariencia de siempre, el vestido que lleva nunca se lo había visto. ¿Saben? Es realmente ingeniosa para modificar ropa de verano y usarla en invierno. Se ve linda, siempre. Al menos… al menos yo pienso eso.


    La primera vez que la vi, no pude dejar de mirarla. Tan delicada, con la bufanda abrazando su cuello y sus gafas empañadas por la temperatura. Sostenía un libro ligero entre sus manos, pienso que aquel era de poesía por el ligero vistazo que di por encima de ella. Su cabello castaño claro se balanceaba, escapándose por los bordes de la misma bufanda. Busqué anillos, nada. Busqué collares, nada. No había nada que indicara que tuviese dueño. Y durante los siguientes días, nunca hablaba con nadie, nadie la acompañaba, estaba sola. Excepto por mí. Y ahí fue cuando me comencé a enamorar.


    El día que le pregunté su nombre era de los más cálidos del invierno, y las nubes rosadas se desplazaban por encima de nuestras cabezas. El viento gélido no soplaba tan fuerte como siempre, y hacía bambolear las bufandas de ambos. Ella quiso tomar café, pero la estúpida máquina de atoró y se llevó su billete sin nada a cambio; y la verdad agradezco a la estúpida máquina, porque si no fuera por ese incidente, nunca hubiera tenido valor para perturbar su paz. Golpeé la máquina, simulando que sabía lo que hacía, y entonces cayó la lata. Ella sonrió y me agradeció por ello, y me dio la oportunidad para preguntar por su nombre. Creo que es obvio decir que fue pura casualidad que de verdad haya funcionado, y que luego, mi mano dolía bastante.


    Así pasaron los días. Cada día la bella Elizabeth traía un nuevo libro en sus manos, siempre con sus gafas delicadamente acomodadas sobre el fino puente de su nariz. A veces con vestido, a veces con falda, pero cualquier cosa que se ponía la hacía ver linda. Hablar con ella era entretenido, siempre conseguía hacerme platicar e interesarme por cosas que nunca antes me habían llamado la atención. Como por ejemplo, la literatura.


    Yo comencé a pedir libros prestados a la biblioteca de la escuela porque quería saber que pensaba, que sentía, que cosas le gustaban. Quería conocer a Elizabeth, y aquel fue el medio más cómodo que encontré. Muchas novelas rosas, y libros que hacían que reflexiones seriamente sobre la vida. Elizabeth tenía un pensamiento muy dulce del amor, de un amor cálido, tierno, que la haga sentirse llena y feliz. La tristeza llegaba a ella en forma de pensamientos oscuros sobre la vida en sí, sobre a dónde vamos, quiénes somos y que será de nosotros. Nunca había conocido a una chica que analice las cosas con tal profundidad y dulzura. Era dulce en todo, en su forma de hablar, caminar, pensar y sentir. Quería probar la dulzura que ella tenía para ofrecer, quería saber cuán dulces eran sus labios con aquella fina capa de brillo rosa que comenzaba a desvanecerse en cuanto llegaba nuestro tren.


    Cuando me di cuenta que estaba perdidamente enamorado de ella, no lo entendía. Primero me llamaba la atención, la admiré, la sentí como a una persona realmente interesante; y de repente, desperté y me di cuenta que aquel nácar de sus ojos me había cautivado desde la primera vez que los observé, y que ahora ya no quería dejar de verlos. Cada mañana, tomar el tren era una delicia. Hablar con ella era un placer. Cada palabra, yo le prestaba atención; estaba tan interesado en ella que no lo podía creer. No dejaba de pensarla desde que se bajaba del vagón y emprendía su camino a pie a su colegio. No entendí, ni entiendo, como me enamoré así de ella, de Elizabeth, de la bella chica de los libros que cada mañana se paraba junto a mí, acomodaba sus gafas, y respondía dulcemente cada una de mis estúpidas preguntas de inculto a cerca de sus libros. Cómo ella siempre mantiene viva la conversación, aunque sepa que en realidad, nunca voy a comprender su sensibilidad y su manera de pensar.


    Desearía poder hacerle llegar mis sentimientos a mi bella dama, que espera cada mañana junto a mí el tren, pero yo no soy digno. No soy digno de estar con una persona tan inteligente, sensible y hermosa. No tengo derecho si quiera a peguntárselo, a decirle que me gusta, porque no sería suficiente. Elizabeth no me gusta. Yo la quiero. La quiero demasiado, porque es seria y dulce al mismo tiempo, porque sus ojos nácar me cautivan cada vez que van hacia mí, porque su cabello sedoso huele estupendo y quisiera cepillarlo cada mañana. Me gustaría quererla bien, conocerla más, comprenderla, apoyarla. Me gustaría ser aquel que la haga sonreír, que la abrace cuando esté triste, aquel que sea el dueño de la persona tan deliciosa que era ella por dentro. Leer libros con ella, aunque yo me tarde años, aunque no comprenda el mensaje, me gustaría comprarle libros porque eso la hace feliz. Conocer su pensamiento, sus sentimientos, llegar a comprenderlos alguna vez.


    Pero todo esto son fantasías mías. Ella sólo me ve como “el chico que espera conmigo el tren”, y yo no hice nada para cambiarlo. No sé como hacer para cambiarlo, no quiero molestarla, no quiero que me rechace si le digo mis sentimientos. ¿Y si me rechaza, y nunca más vuelvo a verla? ¿Si nunca más, la veo parada junto a mí en la estación? ¿Si nunca más, puedo ver sus ojos, puedo ver su cabello bailar con la brisa? ¿Si nunca más, puedo preguntarle como un estúpido sobre sus libros, sólo para verla reírse y explicarme con su dulce voz el argumento? ¿Qué haré sin Elizabeth? Es estúpido, lo sé, pensar tan profundamente en una persona que ni siquiera conozco a fondo, que ni siquiera hemos hablado más de dos horas. Pero no sé cómo, estoy enamorado de ella. Quiero a Elizabeth, aunque dudo que algún día, este inculto pueda confesársele; y que ella acepte.


    Soy Mark, y estoy enamorado de la chica con la que espero el tren cada mañana, en este crudo invierno.


    Quiero acompañarte, quiero saber qué piensas. Me gustaría conocerte, Elizabeth. Me gustaría.
     
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