Contenido oculto: Barry Manilow Lo abracé cuando Olivia Newton-John dejó escapar el último aliento, él rodeó mis hombros con la misma dulzura y yo me envolví en su perfume antes de abandonar el centro del salón y sentarme con los chicos en el suelo, apoyando mi espalda contra el espejo. Era un pequeño ritual sagrado, el momento donde el cerebro calla y daba paso al lenguaje del alma: la música. Pero su alma era tan hermosa, que muchos de los que estábamos allí preferíamos oír la suya antes que la nuestra. —Bueno, ¿y entonces? Ya más nadie canta —se quejó él, dirigiendo una mirada severa por encima de los lentes al grupo de muchachos que, como era usual, se habían apartado para no ser llamados a cantar con él. El único valiente, Pedro, se levantó—. Ese es mi hijo, carajo. Nos reímos durante unos instantes ante las payasadas de Pedro, siempre trayendo alegría a nosotros cuando le daba por creerse bailarín de ballet. Bendito el día en que había comprado medias para zapatillas. Eso era parte de la vida de un actor: olvidarse del qué dirán para dejar que toda su creatividad y todo su arte se expresen sin ataduras. Tener sentido del ridículo y entender que, de alguna manera u otra, hablarán de nosotros. “Que hablen de mí. Bien o mal, pero que hablen”. Partimos de la premisa de que todo artista tiene altos niveles de necesidad de atención, porque siempre busca la opinión del público. Siempre necesita del feedback, del aplauso, de la crítica, de la admiración o del odio. Público y artista son como un matrimonio. —¿Quién escoge la canción? Hoy estoy romántico —dijo Pedro, haciendo un grotesco gesto con la boca que le arrancó risas a más de uno. —¡Ay, por favor, canten I Write the songs, de Barry Manilow! —pedí, casi en una súplica. La voz armónica de Barry Manilow me generaba una sensación cálida en el pecho, escucharlos a ellos, tan apolíneos y talentosos, acoplarse al ritmo y la cadencia de la música me aceleraba el corazón. No era nada nuevo lo que sentía, pero sí nuevo el hecho de que ya estuviera consciente. Era difícil pasar tanto tiempo juntos sin evitar que los sentimientos hicieran mella, sobretodo cuando las emociones estaban tan a flor de piel, cuando abríamos el alma y entregábamos todo de nosotros sin cuestionamientos. ¿Cómo no sucumbir a la emoción si casi podía palpar su corazón entre mis dedos? Podía sentir el toque divino en su ser como si los Dioses lo hubiesen tocado delante de mí. Me enseñó casi todo lo que sé, forjó mi confianza como un herrero un arma, me mostró el camino en el arte, me dio risas y la posibilidad de hacer reír a otros, me permitió amar mis lágrimas, también me convenció de aceptar mis demonios, de amarlos con la misma fuerza con que amaba mi luz. Me habló de magia, de vida, de sueños, de promesas… barrió el camino para mí. Él era todo lo que yo podía querer en mi vida y más. Lo sigue siendo. Verlo cantar era casi un pequeño paraíso. Tenía esa pasión desmedida que hacía que aquel salón de ensayos se transformara en un escenario; tenía esa habilidad innata de llevarte a una atmósfera distinta. Tenía al Dios adentro y yo podía verlo. Cada vez que cantaba a alguna de las muchachas, que lanzaba una mirada dulce, que su rostro se enrojecía por el esfuerzo en alguna nota alta, que llevaba la mano a su pecho y se desgarraba con la emoción. Y, más que nada, lo veía cuando me encontraba con sus ojos y su voz dulce me cantaba. Pero cuando miro tus ojos soy joven de nuevo… incluso si soy muy viejo. No me importaban los treinta y tres años de diferencia, porque él me dio algo en qué creer. Empecé a llorar sin poder evitarlo. Él tuvo que apartar su mirada para no sucumbir al llanto también y poder terminar de cantar. Para cuando la canción terminó, yo no era la única que lloraba. —¿Y este guayabo, a qué se debe? —preguntó mirándome, sentándose en el taburete justo al lado del equipo de música, luego secándose los ojos con una toalla—. ¿Mal de amores? El problema de tener las emociones a flor de piel era que tenía a un psicólogo delante, él me leía como si fuese un libro abierto. —Le gusto a alguien, pero él no me gusta. —No tienes que sentirte mal por eso, Laura. Lo natural es que no podamos corresponder los sentimientos de todas las personas que sienten algo por nosotros, eso tú ya lo sabes. —Es que todas las personas que se me acercan las comparo contigo. Me cubrí el rostro y lloré de nuevo, sintiendo verdadera vergüenza por primera vez en la vida. Lo siguiente que me cubrió fueron sus brazos y su perfume varonil. Yo no era la única que lloraba, porque podía sentir la cálida humedad de sus lágrimas en mi hombro y la forma en que su cuerpo se convulsionaba contra el mío en un momento tan íntimo, tan nuestro que no podía oír los sollozos del resto del grupo. Eso era sinergia, nuestro concepto base: las partes se entienden tan a la perfección que el sentimiento puede sentirse vívidamente, aunque no nos pertenezca. —No te sientas mal por algo así, Lau —me dijo, separándose finalmente—. Es un proceso. Este año yo soy Posidón y tú Anfitrite, el trabajo arquetípico implica demasiado de emoción como para que no nos confundamos. Asentí, dejando que Anna sostuviera mi mano. Por la mirada que me dedicó, supe que no era la única a quien le pasaba eso. —Hay amores que trascienden, Laura. El nuestro es así. Miré sus ojos cargados de amor y de dulzura, dejando que el dolor de mi alma sanara aunque muy levemente. Con el tiempo entendí la canción que él escribió ese día en mí. Contenido oculto Para la actividad ¿Cuál es tu soundtrack? Los nombres están cambiados. Sólo el mío permanece porque no tengo autorización de más nadie que aparece allí.