Hipnosis El reloj marcaba el comienzo de la noche; ya era tarde para que el último paciente llegara, más tarde que de costumbre. La mujer detrás del escritorio descruzó la pierna y soltó un hondo suspiro; sobre su regazo, colocó los dedos cansados y manchados por una madurez agonizante. Martha, su secretaria, entró para interrumpir sus pensamientos. Mencionó algo sobre lo hijos, que no podría dejarlos solos… Palabras con un molesto tono de lamentación y autocompasión que ella detestaba pero que consiguieron su objetivo; la dejó irse. Después le siguió una sarta de agradecimientos empalagosos y exagerados que, gracias a Dios, no duraron mucho. Se quedó sola. Resopló, acomodó sus lentes, que ya iban camino hacia la punta de su nariz. Diez minutos más y se iría. Nueve… guardó los archivos, se puso el saco sobre los hombros y empezó a apagar las luces. Tocaron la puerta. La mujer soltó un quejido y se pasó la mano por el cabello lleno de líneas blancas. --Pasa, Abraham. En lugar del hombre bajo, calvo y sudoroso que esperaba ver, cuando la puerta rechinó para indicar su apertura, se encontró con una joven de cabello corto y negro, de una mirada llena de una profunda seriedad. Se veía enclenque, debajo de esa chamarra dos tallas más grade que su cuerpo y los pantalones de mezclilla, un poco desgastados por el tiempo. Sin decir una palabra, se recostó en el sillón de cuero. --Usted debe ser la doctora Casandra Romero. --Sí, pero ya no atiendo a esta hora, tendrás que esperar a mañana y hacer una cita. De pronto, la joven se incorporó, sus ojos se dilataron salvajemente y su boca se torció en una mueca desesperada. Se frotó las manos varias veces. --Tienes que ayudarme –soltó--, es tu responsabilidad hacerlo. Casandra no se consideraba tan vieja como para molestarse de que una adolescente no se dirigiera a ella de forma respetuosa, pero si la desconcertó que, sin más, comenzara a tutearla. Un suspiro que no esperaba, salió de sus labios. Era la clara señal de rendición; debió ser algo en el aspecto desmejorado de la joven que despertó su instinto protector, a pesar de que ella jamás había experimentado el sentido maternal. --De acuerdo, cuéntame lo que sucede. --Hoy quise patear a mi gato. Casandra, quien también tenía por mascota a un felino, se sintió momentáneamente molesta pero, su juicio de psiquiatra controló sus emociones personales. --A todo el mundo nos dan ataques de enojo de vez en cuando y nos imaginamos golpeando objetos o hasta personas… eso es normal. --Usted aun no se da cuenta –salió una voz calmada de los labios de la joven--, lo mío es diferente, es como si algo se fuera comiendo mis entrañas y después fuera subiendo… La doctora escuchó con paciencia a pesar de que pensaba que todo era una manera de la joven de llamar la atención de sus padres, esperaba, seguramente que ella se comunicara con ellos o, bien, que los culpara por su estado. Sin embargo, en aquellos momentos no se sentía con ánimos de complacer a nadie, así que la interrumpió, le recetó unas pastillas para dormir ya que, según la joven, no lo había hecho en dos días. --No puedo tomar pastillas –se quejó ella--, no las compro, no me sirven. Casandra estaba a punto de explotar, pero, se le ocurrió que, ya que últimamente ninguno de sus pacientes accedía someterse a sesiones de hipnosis bien podía desquitarse con esa niña malcriada o, mejor aún, esa sugerencia podría conseguir que se fuera de una vez. --¿Eso no es peligroso? –soltó la joven, una vez que la mujer se lo sugirió. --No, simplemente es una forma de acceder a tu subconsciente para averiguar qué es lo que te está perturbando. --Va a pasar algo malo. --En absoluto. Hizo que se recostara y se tranquilizara todo lo posible, después la preparó hablando con un tono suave, lento. Finalmente, sacó el péndulo y lo comenzó a balancear delante de sus ojos. Por fin, los párpados de ella cayeron. Continuando con la voz suave, le pidió que le explicara donde se encontraba. --Estamos en la casa. --¿Quiénes? –cuestionó Casandra, con curiosidad. --Ya lo sabes –la joven se puso tensa--. Algo nos está llamando, está en el sótano. --Entonces, debes bajar. --No, si lo hacemos, todo se va a desmoronar… Después de unas cuantas palabras tranquilizadoras, la psiquiatra logró convencer a la joven que continuara con su recorrido. Era muy descriptiva; Casandra casi podía ver las escaleras oscuras y descender junto con ella hasta llegar a la puerta del sótano. La joven se volvió a alterar. --¡Por favor, no podemos sacar la llave! No debemos abrirle… Pero Casandra, con una curiosidad casi morbosa por conocer los temores escondidos de la joven, insistió hasta que logró que ella abriera la puerta. --Está oscuro –soltó entre respiraciones pesadas--. ¡Ahí está! Detrás de nosotras… tenemos que salir de aquí y cerrar con llave, la llave… El procedimiento se estaba saliendo de control; la joven se estaba retorciendo sobre el sillón, su frente estaba brillante de sudor frío; lloraba, gemía… Casandra dio una palmada y todo terminó, el cuerpo joven volvió a su estado de relajación, con una brusquedad que le quitó la energía a la paciente. --¿Qué fue lo que hizo? –dijo ella, levantándose como pudo--. No cerré la puerta. Casandra no escuchó bien las últimas palabras de la joven, ya que su atención se centró en una hebra blanca que resplandecía entre los mechones negros; estaba segura que cuando ella llegó, no la tenía. Una cana. La joven salió del despacho. Casandra se dio cuenta, demasiado tarde, que ni siquiera le había preguntado su nombre. Llegó exhausta a su casa; casi no pudo dormir por sus recuerdos de la hipnosis y la cana en medio de toda esa cabellera negra. Durante semanas enteras no supo nada de la joven; Casandra ya se había convencido que todo había sido una muy buena actuación –más para ahogar las culpas y el mal presentimiento que por estar segura de la salud de la paciente--, y ahora sólo pensaba en que su gato llevaba dos mañanas sin aparecer. Esa noche –llena de relámpagos y agua cayendo en violentas gotas—se acostó temprano, un poco deprimida por la ausencia de su mascota. Tocaron a la puerta. Desconcertada, se levantó para abrir pero, en lugar de encontrar una figura empapada, su vista descendió hasta que sus ojos vislumbraron la cabeza de su gato, llena de sangre y una hoja de papel que, a pesar de haberse maltratado por la lluvia, podía transmitir perfectamente el mensaje escrito en ella: Sigue abierta. Casandra se fue a vivir dos semanas con su hermana, sin mencionar nada sobre el asunto. Para Amelia, el motivo por el que ella había ido a visitarla era que la extrañaba mucho. Durmió mal, comió mal y, aun así, algo en ella se negaba a confesar su trastorno, a pesar de que, sabía, podría estar en riesgo. Al término de los catorce días, regresó a casa. Y, a pesar del terror que provocó que sus huesos se agitaran, se negó a llamar a la policía. Las ojeras fueron aumentando con el tiempo y su cuerpo disminuyó visiblemente, hasta un par de canas se había añadido a las que coronaban su cabeza. Vagamente se enteraba lo que pasaba a su alrededor; los pacientes con sus problemas de matrimonio, fobias de la infancia… La vecina ahora lloraba, su hijo llevaba desaparecido tres días, por eso, en las noches, ya no escuchaba las molestas risitas constantes. La puerta, otra vez… Como autómata tomó una escoba y se aproximó a la entrada: cuando abrió y la vio, no dudó en golpearla con todas sus fuerzas. La chica cayó, inconsciente. Casandra la tomó de los brazos y la arrastró hasta el sótano, la encerró bajo llave. La mujer intentó meditar en lo que debía hacer, pero el tiempo pasó sin que pudiera desbloquear su mente; sólo podía pensar en que ahora la cabeza de la joven estaba repleta de canas… Golpes, golpes; abajo, en el sótano. Ella estaba despierta. Volvió a bajar. --¡Llamaré a la policía! –soltó, con voz trémula. --No lo harás –se rió una voz acuosa, una imitación; rasposa, burlona--. No lo harás porque lo sabes, sabes mi nombre. ¡Ve y búscalo en tu clóset! Palpitaciones. Su corazón estaba desquiciado, mientras obedecía a aquella joven… mujer loca. Su habitación estaba oscura, pero entraba suficiente luz de la ventana como para darse cuenta que, de la puerta entreabierta del armario, brotaba sangre y una manita de dedos pequeños, se asomaba… El hijo de la vecina había desaparecido. Se dejó caer en el suelo. Levantó su mano, hecha puño, hasta quedar a unos centímetros de sus ojos; la abrió. Había perdido la llave.
:O genial me quede con intriga :oops: de que paso despues pero me encanto sobre todo "el hijo de la vecina había desaparecido" y "había perdido la llave"