Siempre ocurría en invierno. Durante esa época en la que el frío calaba hasta los huesos y lo que uno más deseaba era acurrucarse en un rincón de la casa para evitar el exterior. Aquellos dulces tres meses en los que una simple brisa causaba que uno contrajera el rostro y tiritara en tiempo récord. Y así fue, durante el invierno, cuando los hermanos Dubois adoptaron el gato de su vecina. Ella dejaba la casa, la ciudad, el país; dejaba su pasado. Nunca se enteraron de las razones que llevaron a la mujer a tal partida y, sin embargo, ocurrió. El mayor se encontraba en su propia residencia cuando vio las cajas de mudanza y a la señora abarrotada de antiguos objetos y pertenencias de las que buscaba deshacerse. En el momento en que su hermano cruzó la puerta, cuatro horas más tarde, se encontró con las nuevas noticias del otro: Había conseguido un gato. —Y es gratis —señaló con orgullo el mayor, en medio de su discurso al introducir al felino—. Completamente sano. Su nombre es Gerôme. Todo lo que necesita es un poco de cuidado. —Pues no me hace gracia que tomes estas decisiones sin siquiera consultármelo una vez —replicó, decidido a ignorar al animal y comenzar con la rutina que siempre cumplía al volver a casa. —Sé que lo que verdaderamente te molesta es que no te lo preguntara, y no el gato en sí. Me tiene sin cuidado, realmente. La presencia de la nueva mascota no resultó un incordio. Fue sólo la tarde del primer día la única vez que se vieron en desacuerdo. La vecina, en un acto de amabilidad, les otorgó a forma de regalo los objetos personales del animal, lo cual les facilitó la tarea de hacerse cargo del mismo. Y fue durante aquel primer invierno, un diecisiete de julio, cuando el hermano menor, tras volver de una jornada laboriosa, fue testigo del hecho. Sobre la diminuta cama de su gato, en la que había descansado días antes, encontró a un hombre. Éste estaba doblado sobre sí mismo, hecho una pequeña bola que dormitaba en el rincón de la sala de estar. Como un chiquillo, emitía leves sonidos entre sueños y respiraba con tranquilidad. El dueño de casa se le acerco, no sin cautela, y bastaron tan sólo tres pasos para que la figura sobre la cama abriera los ojos con estrépito. Cuando el otro lo oyó maullar supo que se trataba de su propio gato. Así, cada invierno, el gato despertaría de tan peculiar manera y permanecería como tal hasta la llegada de la primavera. Mas no fue tarea sencilla, pues durante aquella temporada la mascota adquiría hábitos que diferían de lo usual. El cambio que mayormente se hizo notar fue su alimentación. Durante la primera vez, ninguno de los hermanos supo adivinar qué querría cenar puesto que había rechazado el atún, comida que su antigua dueña había sugerido para él. Con el transcurso de los días, y tras diversas pruebas, descubrieron que el felino era de paladar más bien fino; cada invierno comería sólo los platillos más delicados. Los Dubois se vieron en la tarea de traer alimento especialmente preparado para él, ya que ninguno de los hermanos era un prodigio en las artes culinarias. Si alguno de ellos se atreviera a insinuarle su propia cocina, el gato se volvería arisco durante el resto de la velada. —Habías dicho que una mascota no traería problemas. Pero aquí está, haciéndole asco a todo platillo que no sea de cocina europea —se quejó una vez el más joven de los dos. —No es la situación más placentera, lo admito —respondió su hermano mientras observaba al gato ingerir su alimento—. Pero no podemos simplemente echarle a la calle. Durante época tan fría era menester conservar el calor corporal, ya fuese por medio de abrigos de lana, una par de medias bien gruesas o un gorro que tapara hasta la punta de las orejas congeladas. En la casa de los Dubois se buscaron prendas que se adecuaran a la figura del gato. Para desgracia del mayor, resultaba que eran sus ropas las que encajaban a la perfección, pero mientras más conjuntos se probaba, menos a gusto se mostraba el felino. —¡Esto es ridículo! Primero selecciona su alimento y ahora su forma de vestir. Es un animal que tan sólo debe satisfacer su necesidad de frío, todo este circo es innecesario. Las quejas del más joven de los Dubois se habían convertido en algo usual desde la llegada del invierno, cosa que a su hermano le alteraba los nervios. —Nadie requiere de tu presencia. Son mis ropas y mi gato. Puedes marcharte de la habitación en este instante si lo deseas. Y así lo hizo. Sin embargo, en su interior se desataba una cólera enardecida que su orgullo no dejaba mostrar. Desde que había desistido a evitar la estadía de la mascota, él hubo formado un vínculo con ella, la había considerado como propia. A pesar de las adversidades, durante aquella primera época invernal había aprendido a querer al animal; sin embargo, la metamorfosis por la que había pasado hacía del gato un ser que le resultaba sumamente intolerable. Al final de la jornada, ninguna prenda había sido suficiente y el felino, con su impúdica desnudez tan vulnerable al frío, le trastornaba. Con el tiempo comprendería que, durante esos días congelados, la testarudez del animal aumentaba, pero en aquella primera temporada había colmado su paciencia, por lo que le arrastró de la muñeca hasta su propio cuarto y forzó en él un viejo camisón, largo y holgado. El gato no emitió sonido alguno. Estudió levemente la prenda y se removió con pereza. Sin más, abandonó la habitación y no volvió a quitarse la vestimenta hasta la llegada de la primavera. La había vuleto propia. Esa misma noche se coló en la habitación del menor de los Dubois y se apropió de los pies de la cama, decidiendo dormir allí. Con el correr de los siguientes cinco años —cinco inviernos— la higiene del gato se había modificado. Cuando llegaba la época, adquiría los mismo hábitos que sus dueños. No habían sido difíciles de enseñarle, surgieron casi por instinto, mas nunca pudieron hacerle caminar en dos patas de manera adecuada. Cuando lo intentaba, relucía un dolor peculiar e instantáneamente volvía a las cuatro patas. El mayor de los hermanos le hubo intentado incentivar otorgándole un bastón para que la tarea fuera más sencilla, pero fue un caso perdido. Le quitó importancia y volvió a mimarle como siempre lo hacía. Por el otro lado, el más joven insistía sin cesar en que se adaptara y continuamente buscaba enseñarle un mejor desplazamiento, pero no había remedio. La dinámica fue siempre la misma, el menor le presionaba en cada ocasión, el mayor le consentía constantemente. El gato se presentaba a cada sala que llegaba como si del dueño de la misma se tratara, iba en busca de afecto y atención, pero pronto se cansaba y lo rechazaba agriamente. Todas las noches, sin soltar un maullido, volvía a acurrucarse al pie de la cama del menor y allí era cuando ronroneaba. Fue en el verano del sexto año de convivencia con el gato cuando una tragedia puso fin a la rutina. De la noche a la mañana, sin previo aviso: Muerte súbita por un fallo cardíaco, fue lo que el médico informó. La vida del joven de los Dubois tuvo fin bajo el mismísimo techo de su casa, mientras descansaba profundamente en su propia cama, con su gato descansando a sus pies. Si bien su hermano fue abrasado por un exceso de angustia, encontró calma en el conocimiento del hecho de que el otro no había sufrido, no había llegado a percatarse de lo que ocurriría en un simple instante. Ya estando solos él, la casa y el gato, no quedaba nada más que esperar el invierno, como cada año. Con el correr de los días aumentaban las ansias de ver al felino nuevamente en el camisón que su hermano le hubo obsequiado, presenciar sus torpes intentos por caminar, apropiarse del lecho, devorar sus finos alimentos. Pero el veintiuno de julio llegó y nada había ocurrido. Una semana, dos, pero el cambio no sucedía. Los días se habían vuelto como los del resto del año. El invierno era como la primavera, el verano o el otoño. El gato no volvió a posarse sobre el suave acolchado de la cama, siquiera ponía una pata en la habitación. En la mañana del veintiuno de agosto del mismo año, el único hermano que había en la casa se encontró con la ausencia de su mascota. En un principio lo hubo atribuido a la falta del otro Dubois en la casa, pero luego recordó que el gato era tan testarudo como un demonio.