Espera

Tema en 'Relatos' iniciado por Glenda Garson, 13 Enero 2011.

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    Glenda Garson

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    Espera

    Sujetaba con sus frágiles manos los estropajos que componían aquellas cortinas empolvadas. Intentaba, con cierta dificultad, ver aquellos cuerpos que cruzaban por enfrente. Todas las mañanas se sentaba en aquella misma silla, ya corroída por los años, a observar por la ventana y esperar con calma su llegada. Por lo general, nadie más que él se acercaba a aquellos parajes. Sus vecinos se hallaban medio espantados con su rostro a medio iluminar, observando con recelo a quien se asomase, y de su lóbrego jardín que había abandonado hace varios años ya. La pintura negra de los barrotes se descascaraba y caía a pedazos sobre la terrosa superficie del patio, dejando al descubierto el oxidado metal. Las enredaderas y arbustos se encontraban secos, siendo tan sólo ramas quebradizas y empolvadas. La rejilla que cubría, entonces, el cerco, se había desprendido de un extremo y se hallaba encorvada hacia el interior del patio.

    El cartero arribó al portón con sigilo. Tras escuchar a los perros ladrar hambrientos desde el jardín trasero, descartó inmediatamente la idea de dejar la correspondencia personalmente. Sacó de la caja, que se hallaba adherida a su bicicleta, un manojo de cartas y lo lanzó por sobre el portón, impactando precisamente contra la puerta de entrada y quedando justo a los pies de ésta.

    Ella no quitó la vista de aquellos lentos pasos del cartero, hasta que fueron únicamente una sombra lejana e irreconocible. Justo entonces, se escabulló discreta entre los muebles empolvados hasta la puerta, la cual abrió unos cuantos centímetros para asomar la mano y recoger la montonera de cartas.

    Cerró la puerta y se quedó unos momentos apoyada en ésta, observando las cartas con miedo y una esperanza que se deslizaba por sus frágiles y envejecidas manos al punto de hacerlas temblar. Aquel sentimiento renovador parecía despertarla de entre tanto caos y silencio, tan sólo unos segundos para permitirle ver los remitentes de los sobres. Luego, como siempre, al terminar de verlos caería en la cuenta de que nada había cambiado y que seguiría esperando, como siempre.

    La vida en ese instante se desvanecía y se le escapaba como arena entre los dedos, sumiéndose en sí misma y en aquel empolvado existir. Como nueva esperanza, se sentaba a veces enfrente del teléfono de baquelita, sumergiéndose nuevamente en aquellos recuerdos y en la idea dudosamente infundada de que en algún momento sonaría.
    A veces, incluso, recorría en silencio con las manos aquellos libros abandonados en la repisa de su estudio, en donde azarosamente recogía un libro y acariciaba sus páginas, sugiriéndosele en su mente, que en algún momento él también estuvo junto a aquellas letras de tinta aún intacta.

    Aquella tarde, ni el teléfono ni el correo le trajeron sorpresa alguna. Tampoco halló consuelo en las páginas vacías de los libros que yacían en la penumbra del abandonado estudio, ni siquiera en los cigarrillos ni en las cartas a medio escribir. Nada. Ahora sí se podía declarar derrotada. Su cuerpo no daba más y depender de las almas compasivas que le dejaban una que otra bolsa con víveres en su puerta, no le parecía más que patético.

    Lo admitía. Se rendiría.

    Se dejaría caer en las sábanas blancas de su cama desarmada, miraría el techo y aquellas vigas carcomidas y desechas, mientras trataría de ver formas extrañas producto del cansancio y la muerte prematura de sus ojos. Se dejaría morir y comer por los perros hambrientos. Se podriría lenta y silenciosamente y quizá sería su cadáver el que recibiría tan ansiado ser.

    El timbre sonó.

    Sus manos temblaron y se incorporó de aquella tragedia en la que se había sumido. No sabía quién era y visitas, por aquellos días, ya no recibía. No dudaba en quedarse quieta y callada, simulando el vacío entre aquellas paredes que pasaban sin dificultad como abandonadas.

    El timbre insistió.

    Nunca se consideró como una mujer de paciencia, a pesar de que sus actos demostrasen completamente lo contrario. Ella resistía en el silencio y en el ciclo autodestructivo de una vida monótona y sujeta a un recuerdo, un sueño, un deseo. Pero aquellas cosas insoportables como un chillido, niños gritando, mujeres parloteando ¡Un timbre sonando! Desafiaban hasta la célula más ínfima de su ser. Ningún ser humano podía resistir tanto.

    Se acercó lentamente a la puerta y se quedó tras ella meditabunda. ¿Cuánto más era capaz de insistir aquel extraño? Más que eso no podía ser. Un ocioso y completo extraño. Si era uno de esos que se las daban de predicadores, más le valía que se fuera corriendo, qué insolente, había interrumpido la muerte de una mujer que la merecía más que nadie. Ya no estaba con tiempo para escuchar suposiciones y promesas incumplibles, ya había escuchado esas alguna vez y no había nacido ayer, claramente, como para saber que ni el diez por ciento de ellas serían realmente verdaderas.

    El timbre nuevamente sonó e inquieta abrió la puerta de golpe. Un hombre alto, de cabellos canos y unos ojos profundos y oscuros la observaba inexpresivo. No pronunciaba palabras, como si esperase de ella una explicación, una respuesta a una insolencia que al parecer jamás había sido realmente ejecutada.

    —¿Estoy muerta? —pronunció lábil y con trémula voz, Marta.
    —Pareciera, mujer. Sabrás las historias que me han contado —dijo sin perder su mirada en el cuerpo frágil de ella.

    Pronto lo hizo pasar. Él se adentró con sigilo, temiendo encontrarse con ratas, gusanos y sabrá qué cosas; mas sólo se encontró con una fotografía intacta de lo que era aquella casa en un pasado remoto, sólo que más desteñida y empolvada.

    —Sonia me llamó —comenzó tras sentarse en un sofá— Recuerdas a Sonia, ¿no? Bueno, la cosa es que Sonia me contó que llevabas mucho tiempo encerrada y que apenas tenías contacto con la demás gente. Me dijo que esperabas casi compulsivamente al cartero, que te veía horas contemplando el teléfono y que sólo comías cuando te dejaba víveres en la entrada de la casa. ¿Qué es todo esto, Marta?
    —Nunca volviste a llamar, ni a escribir. Lo prometiste, lo juraste. Creí que estabas muerto, creí que nunca más te volvería a ver. Me dijiste, tú me lo dijiste… —su voz desapareció en su garganta y quedó en un silencio total.
    —¿Acaso no recuerdas nada? ¿Olvidaste todo lo que pasó?
    —Aquí no ha pasado nada, Julio, si te das cuenta. Tú desapareces por días, semanas, meses, años; no escribes, no llamas y ahora vienes y te apareces como si nada porque Sonia te llamó. ¿Qué se supone que tenga que recordar? —profirió exaltada en un sólo aliento— ¿No me extrañaste, Julio?, ¿no quieres abrazarme y sentir mi aroma una vez más, como antes?
    —Marta, Marta, de qué hablas, mujer. Tú sabes que te quiero montones pero el tiempo ya pasó. Pensé que lo habías comprendido, pensé que lo habías asumido y que vivías feliz en Calama con otro hombre e hijos que no querrías que en sus vidas me conocieran. Mujer, ¿en serio no recuerdas? Volví del reclutamiento, volví y sí recuerdo haberte prometido llamar y escribir, pero ya había vuelto de eso para entonces. Ya volví hace más de quince años de eso, Marta. Volví, pero volví con otra. ¿No lo recuerdas? Marta, me sacaste de la casa, me tiraste la ropa por la ventana, me lanzaste cubiertos hasta la vereda y me dejaste una cicatriz en el muslo. ¿Cómo has de olvidar algo así, mujer? Después de eso nunca más y tú lo dijiste, no yo. Nunca más, Marta.

    Sus ojos se hallaban sumergidos en lágrimas y sus manos no cesaban de temblar. Escondió su cabeza entre sus brazos y se echó a llorar como nunca antes. Él no halló nada más que conmoverse. Quizá había sido demasiado cruel, demasiado directo. Debió ser más sutil, quizá era cierto eso de que no recordaba nada y ahora él torpe como hombre, le había lanzado un balde de agua fría sobre aquel cuerpo que había yacido quieto y expectante en la oscuridad.

    Se acercó lentamente. Colocó una de sus manos sobre su hombro en un gesto de comprensión, a pesar de que era evidente su desconcierto ante tal hecho. Ella rechazó inmediatamente el contacto en un reflejo que desató al mismo tiempo su furia. Se levantó del sofá enfurecida, empujó la mesa y con ella el teléfono de baquelita empolvado, mientras lanzaba manotazos al aire. A gritos lo sacó de su casa, casi como aquella vez en la que el dolor y el resentimiento la habían llevado a tal abrupta despedida.

    Él se marchó sin saber qué más hacer, ya lo había arruinado. Ella retomaría su rutina que hasta ahora la mantenía con vida, pretendiendo olvidar aquello que nuevamente amenazaba su enfermiza pero, al fin y al cabo, única razón de existir.

    ——


    Relato con el cual participé en el concurso Historias de desamor. Lo he vuelto a corregir por lo que no está precisamente como lo envié para ese entonces. Espero sea de su agrado, está especialmente desempolvado para ustedes :).

    Ahora no me gusta el título (?).
     

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