© La historia que a continuación se presenta, me pertenece enteramente así como también los personajes que la desarrollan; lo he publicado en otros lugares con otros seudónimos como "Kleine". Pd: no sabía que prefijo agregarle xD • Advertencias: Muerte de personaje. Slash. Violencia. 12 de Diciembre de 1802 - Reino de Prussia. Caían los copos de nieve lentamente con la paciencia de quien sabe esperar su momento, caían uno a uno y se posaban sobre el otro formando de a poco, grandes montañas de nieve sobre las calles empedradas por las que ni un solo carruaje se veía a la vista, ni un caballo relinchando o ni siquiera los pordioseros rogando comida. La nieve cubría con su manto blanco las ramas de los árboles desnudos, cubría el jardín marchito y los rosales sin flor; cubría fríamente sin remordimientos el cuerpo congelado de un pobre perro callejero que su fin había encontrado en aquel crudo invierno. La noche, oscura y silenciosa, la nieve impoluta y fría, el invierno implacable y cruel. El blanco helado predominaba en el paisaje hasta más allá de lo que alcanzaba la vista; y el joven Alexandre, whiskey en mano, era mudo espectador desde el palco de su ventana; el silencio reinante sólo era interrumpido por el viento que silbaba de manera escalofriante y el suave crepitar de las llamas de la chimenea que llevaba calor a cada rincón del salón que el joven ahora recorría como si nunca hubiera estado en ese lugar. El fuego de la chimenea y las flamas de las velas arrojaban una luz mortecina sobre cada mueble tallado en fina madera, dibujando a su vez amorfas sombras sobre el suelo, las paredes y el techo, sombras que por su movimiento, amenazaban con volverse reales y saltar sobre el primer incauto, mas Alexandre no temía a las sombras porque por mucho que quisieran, las sombras no podían dejar de ser sombras, no podían cobrar vida ni atacar a pobres incautos y él no era ningún idiota. Su mano enguantada en cuero negro acarició con fingido cariño los lomos de los libros que reposaban en uno de tantos estantes de la enorme biblioteca y que nunca había leído, ni él, ni su padre, ni su madre… Y sinceramente dudaba que siquiera su abuelo los hubiese tenido en sus manos, estaban allí por mera decoración, para presumir de su intelecto, para alardear lo cultos que eran la familia Von Rougge. Suspiró y el sonido fue opacado por el eco de sus pisadas firmes sobre el suelo de mármol pulido, y su mano continuaba su recorrido sobre cada superficie como queriendo grabar en su memoria y su tacto cada detalle de cada objeto del salón y de este mismo, porque sería la última vez que estaría allí. Ya lo había decidido. Un jarrón cayó al suelo y en mil fragmentos se rompió, el agua se regó por el piso como un espejo sin reflejo y las flores perdieron casi todos sus pétalos por la violenta caída. Apartó su mano y la escondió tras su espalda cual chiquillo descubierto en su travesura y sus ojos azules raudos se enfocaron en las escaleras que a oscuras, se asemejaban más a las fauces de un lobo hambriento, más sin embargo y para alivio de Alexandre, no se escucharon pasos resonar en el piso, ni gritos enojados de su padre. Se sintió estúpido, porque ya no debía temer, pronto sería el momento en que pudiera librarse de todos sus miedos, se libraría de las cadenas que lo aprisionaban y sería libre, completamente libre. Alzó la mirada, que sin darse cuenta había bajado, y se encontró con unos ojos azules tan fríos como los suyos que lo miraban desde una altura mayor a la propia, pero no era una persona, eran cuatro quienes le regresaban la mirada desde el cuadro que colgaba en la pared: Julius Dominique, su padre, con su fría y severa mirada, Angèlique Georgina, su madre, una mujer de suaves rasgos; Alexandre Dominico, él mismo en su versión más joven cuando tenía doce años y Dietrich Nass, su mejor amigo, el sirviente que le había salvado la vida y que se había convertido también en su hermano. Cuatro pares de ojos azules en diferentes tonalidades que le observaban fijamente como si quisieran juzgarlo. — Yo ya he sido juzgado y condenado – replicó en un murmullo. — Así que podéis dejar de mirarme fijamente. – y sonrió, como si alguien del cuadro pudiera responderle, dando media vuelta regresando sobre sus pasos hasta una mesita donde había dejado el vaso de cristal que contenía un poco de whiskey, bebiéndolo de un trago antes que aquella conocida voz susurrara en su cabeza —Ya es hora, hijo. Casi como obligado, giró apenas su cuerpo para observar el cuadro nuevamente y ver que la silueta de su madre había desaparecido de la pintura dejando un extraño vacío que arruinaba la simetría de tan preciosa obra. Alexandre sonrió y dejó sobre la bandeja el vaso vacío y la botella de whiskey descorchada para encaminar sus pasos hacia las escaleras, llevando consigo siempre la pequeña vela cuya flama apenas iluminaba el camino a seguir. Sí, ya era hora y no podía retrasarse. Llegó a su habitación y dejó sobre el escritorio el platillo con la vela, sentándose en la mullida silla de madera forrada en piel mientras abría el segundo cajón del escritorio y sacaba un estuche de cuero que abrió y estiró sobre la superficie de la mesa, acariciando cada utensilio allí resguardado para volverlo a cerrar y guardarlo dentro del abrigo que cubría casi todo su cuerpo, para a continuación salir de su habitación y recorrer los pasillos de la planta alta con el corazón palpitando violentamente en su pecho por la emoción, por la adrenalina que corría por sus venas. Abruptamente detuvo sus pasos, no llevaba la vela esta vez, pero los candelabros de las paredes aportaban una tenue claridad que le permitió encontrar el camino hasta la habitación de su padre. Respiró profundo y se relamió los labios tomando con firmeza el pomo para abrir la puerta con lentitud esperando encontrar dormido a su progenitor, si estaba en los brazos de Morfeo, todo sería más sencillo. Pero la escena que captaron sus ojos cortó su aliento e hizo hervir su sangre. Aquél al que consideraba su hermano, su mejor amigo, su confidente; gemía bajo el peso de su progenitor en un amasijo de piernas, brazos, besos y caricias… Se alejó lentamente para luego empezar a correr casi desesperado. Tenía que ser una mentira, no podía ser cierto lo que había visto. Él no pudo haberlo traicionado de esa manera ¿verdad? No él, no precisamente él. Todo debió ser una broma, una mentira, una falacia porque su mejor amigo, su hermano no podía ser capaz de semejante atrocidad, no sería capaz de traicionar su confianza aliándose con su peor enemigo: su padre. Empujó con fuerza las puertas del establo donde los caballos relincharon en protesta cuando el viento helado se coló dentro por la abrupta entrada del heredero Von Rougge. Jadeando luego de tanto correr, Alexandre se dejó caer apesadumbrado sobre la pila de heno cubriendo sus ojos con su brazo, apretando con fuerza los dientes para no gritar. Su pecho ardía terriblemente, su corazón galopaba brioso ahora de furia y no de emoción mientras su cabeza martilleaba y las imágenes se repetían en su cabeza una y otra vez por lo que le parecieron eternos minutos de tortura. —Calma, hijo. Todo está bien; aún podéis ser libre… - el joven negó a la voz que susurraba en su cabeza. — No, madre. No está bien, nada está bien… - gruñó y el dolor fue palpable en sus palabras.- ¿Por qué? ¿Por qué tuvo que traicionarme? ¿Qué haré ahora? —Matadlo. –fue la respuesta de la voz. Los ojos de Alexandre se abrieron por la sorpresa de su respuesta y la firmeza con las que su “madre” las decía. — ¿Matarlo? - vaciló – No podría. — ¿Por qué no, Alexandre? Él os destruyó, destruyó vuestra confianza y os traicionó. Debéis matarlo. — No quiero hacerlo. —Debéis hacedlo. Matadlo, matadlo, matadlo, matadlo… - el susurro de aquella voz se convirtió en un eco tortuoso dentro de su cabeza, llevándolo a desesperación. Alexandre rodó en el heno cubriéndose los oídos con fuerza en un vano intento de callar aquella voz de su madre que lo empujaba a la locura, a hacer lo que no quería. No podía hacer lo que ella pedía, no podía matarlo, no porque… ¿Por qué no podría? Dietrich era su mejor amigo, o eso había creído; todo fue una mentira, Dietrich lo traicionó ¿verdad? Nunca lo quiso, todo fue una obra de teatro muy bien montada y, él, el estúpido bufón. Su padre y Trich se burlaron de él, lo engañaron, lo usaron. Pero él les daría su merecido, los mataría a los dos. Sí, lo haría. — ¡Lo haré! Voy a… voy a matarlos, a los dos. Los mataré y seré libre. – murmuró convencido, y sonrió para sí. La paja se había adherido a su ropa y su cabello ahora lucía alborotado, pero eso importó a Alexandre mientras se levantaba de nuevo y una carcajada emergía de sus labios haciendo temblar sus hombros y relinchar a los caballos. * * * * * Julius retiró las sábanas de su cuerpo y se abrigó para dirigirse al salón, necesitaba un whiskey con urgencia. Quizá fuera un ritual, quizá una tonta manía o un mal hábito involuntario que había desarrollado, pero fuera como fuese, Julius necesitaba un trago de aguardiente luego de haber realizado ciertas actividades. Pero bien dicen que los malos hábitos hay que dejarlos, y algo le dijo que era mejor regresar y volver a la seguridad de su habitación; pero haciendo caso omiso a su instinto, aun cuando encontró el florero desecho y la botella de whiskey abierta, decidió servirse a sí mismo un vaso de licor que apuró por su garganta, gimiendo de satisfacción cuando el conocido ardor la atravesó. Mas su sorpresa fue grande cuando el tibio líquido resbaló por su piel manchándolo todo a su paso y el agudo dolor se hizo presente. Allí a pocos pasos su hijo lo observaba fijamente con el fino escarpelo en sus habilidosas manos de médico también manchadas de sangre, de su sangre y Julius sonrió orgulloso de lo que había creado. Alexandre se mantuvo estoico, sujetando con fuerza el escarpelo como si quisiera evitar que escapara de sus manos y estuvo tentado de retroceder cuando vio a su padre moverse, pero éste sólo le dedicó una sonrisa y retrocedió, dejándose caer sobre el sillón cercano donde con un gorgoteo que Alex supuso sería alguna frase que quiso dedicarle, quizá lo estuviese maldiciendo o le estuviese suplicando, pero si había interpretado correctamente la sonrisa orgullosa que le había dedicado, sólo le pedía que lo dejara morir solo, con su dignidad y cuerpo intactos. Asintió ante aquella muda petición, los ojos de padre e hijo chocaron por un segundo enviando una corriente eléctrica al más joven por todo su cuerpo, provocando un vuelco en su corazón. Sintió un nudo en su garganta y el sudor frío recorrió su frente ¿Qué era ese sentimiento que se anidaba en su pecho? ¿Culpa? Rió nervioso, él nunca había sentido culpa, era algo inconcebible ¿Verdad?... ¿verdad? —No perdáis el tiempo, hijo mío. Sacudió su cabeza y corriendo abandonó el salón subiendo de dos en dos las escaleras sin mirar atrás ni una vez; de haberlo hecho, se habría dado cuenta que en el cuadro familiar, la imagen de su padre se desvanecía lentamente para dejar paso al vacío. Se detuvo jadeando frente a la puerta de la habitación de su progenitor con una ligera sensación de déjà-vu, pero sabía que al abrir la puerta no se encontraría con la misma escena de horas atrás. No. Cuando giró el pomo y la puerta cedió, encontró a su ex mejor amigo dormido en el lecho, envuelto en las gruesas sábanas ajeno a su presencia. Sonrió, y su sonrisa tembló en sus labios, él tembló en el umbral de la puerta sin decidirse a entrar en la habitación. Creyó que lo haría, sabía que debía, pero no quería… no quería lastimarlo, por mucho que lo hubiera herido. — No puedo. De verdad no puedo; no me obligues… - las lágrimas de nuevo se arremolinaron en sus ojos pero ninguna rodó por su mejilla. —Sabéis que debes hacerlo, hijo. Si no, no podréis ser libre. — Él no será mis cadenas; no lo haría… - susurró de nuevo intentando convencerse, intentando convencer a su madre. La voz que susurraba en su oído y que lo empujaba hacia el lecho, metiéndolo bajo las sábanas para abrazar el cuerpo del muchacho que abrió los ojos pesadamente, encontrándose envuelto en unos brazos protectores. —… ¿Alex? – murmuró trémulo, con la voz ronca y rasposa, casi afónico sintiendo sus cuerdas vocales tensarse ante el esfuerzo. Los ojos azules de Dietrich, de un azul tan profundo como el océano y ligeramente enrojecidos, se encontraron con los ojos azules neutros como el hielo del círculo polar que le devolvían una mirada dolida, interrogante, confundida y sin embargo con un odio palpable que hizo su cuerpo estremecer. —¿Por qué? – una simple pregunta emergió de sus labios, tras la cual el silencio cayó tan pesado como el propio concreto, extendiéndose por segundos infinitos hasta convertirse en minutos desesperantes. - ¿Por qué, Dietrich? ¿Por qué me traicionasteis? — No lo hice, Alex – su cuerpo se tensó, sus manos se cerraron en torno a su camisa y negó fervientemente con su cabeza con desesperación cuando el abrazo se hizo tan fuerte que lastimó sus costillas. — ¡Mientes! – Gritó – Mientes. Os he visto, no mientas y dime ¿por qué? — No lo entiendes, no lo entenderéis; lo he hecho por vos, para protegeros. — ¡Calla! -y su grito lastimó los oídos del moreno. – Os cortaré la lengua para que no volváis a mentir y luego os mataré, porque la traición sólo se paga con sangre… Y la sangre ensució las sábanas, la sangre manchó su piel, la sangre mancilló su alma como nunca antes lo había hecho y otra vida arrebatada se sumaba a su lista interminable de víctimas inocentes que perecían bajo sus manos asesinas. Más las lágrimas cristalinas que brotaron de sus ojos como pequeñas cascadas de agua purificada, limpiaron de su rostro todo el carmín pero fue al mismo tiempo como rociar sal en las heridas, provocando un lacerado dolor en lo más profundo de su ser, estrechando contra su pecho el cuerpo mutilado de quien fuera su mejor amigo, acunándolo y susurrando palabras inentendibles a causa del llanto y la culpa que carcomían su podrido corazón. ¿Alguna vez había tenido un verdadero corazón? Ahora lo tenía y dolía, por Dios que dolía tener corazón; sin un corazón no amas, sin un corazón no sientes y Dietrich había sido quien tenía su corazón y si ahora él no estaba, debía cargar con su propio corazón. Y se maldijo por ello. Se maldijo y lloró, cantando una nana hasta que se quedó sin voz y sin lágrimas. El enorme reloj que decoraba el salón, marcó las tres en punto de la madrugada cuando del enorme retrato familiar, la figura del joven Dietrich desaparecía lentamente dejando a un solo modelo, al niño Alexandre de cuyos ojos dibujados al óleo corrían dos lágrimas pintadas en rojo.