El Macuahuitl de Huitzilopochtli. Huitzilopochtli, el dios guerrero, héroe de incontables batallas, fuego incombustible, azote de los centzon huitznahua, inspiración de los mortales y admiración de dioses menores. Fundó su mito en base a su prodigiosa arma: el macuahuitl, pero la misma herramienta bélica creó su leyenda pues no siempre le perteneció al mismo dios aunque sí le perteneció siempre a su gran amante: la guerra. Instrumento nacido de un mezquite que crecía en los alrededores de la Ciudad de los Dioses, en el Décimo Tercer Cielo, a donde Huitzilopochtli acostumbraba ir a entrenar en el combate mano a mano y el uso de otras armas como el lanza dardos, hasta ese momento su favorito. Y se cuenta que tomaba como blanco de sus ataques un mezquite el cual, por más que fue agredido durante un tiempo no sufrió daño alguno. Asombrado Huitzilopochtli, cayó en la cuenta de que si elaboraba un arma de esa madera, podría ser muy útil, y comenzó la obra… Sin embargo el árbol era muy resistente a cualquier herramienta que el dios usaba para cortarlo, ni siquiera una rama cedía a su poder. Empecinado entonces, no abandonó su objetivo, pero su frustración fue muy grande al no obtener nada. Herido en su orgullo, pidió el apoyo de Tláloc quien anegó la tierra alrededor del mezquite para ablandar las raíces y poderlo extraer, pero parecía que éstas habían crecido muy hondo hasta las entrañas mismas del Décimo Tercer Cielo y se aferraban con fuerzas extraordinarias. Atacó entonces con vientos intensos y luego con relámpagos atronadores, pero la energía de Tláloc se agotó y el árbol permaneció incólume. Tláloc recomendó al Colibrí de Fuego que ya no continuara, respetando el derecho a la vida del mezquite “porque tal vez tenga algún privilegio otorgado por el mismo Tezcatlipoca”. Si esto era cierto, sería con este dios con quien iría a hablar. Contó su experiencia y su propósito con el árbol y el Mayor de los Dioses entendiendo y aceptando tal petición fue hasta el lugar donde se erigía imponente el mezquite y tocándolo con la yema de los dedos rezó un hechizo para que otorgara una sola de sus ramas, la mayor de ellas y el mezquite acató la indicación del Dios Oscuro, quien una vez la rama en el suelo, la consagró e invitó a su acompañante a observar, porque enseguida Tezcatlipoca se arrodilló y tocando ahora la tierra con las manos la hizo sacudir hasta extraer una piedra negra del tamaño de una calabaza. Con ella en las manos la puso sobre la rama del mezquite y a continuación se fusionaron pues la piedra parecía haberse convertido en agua y la rama la bebía sedienta, todo ello ante los ojos maravillados de Huitzilopochtli que miró cómo crestas de obsidiana nacían todo alrededor de la piel de la madera, dejando un espacio desnudo en la parte más angosta para que pudiera ser manipulado. El dios, entonces inclinándose con veneración, tomó el arma y la recorrió con la mirada iluminada por la alegría, luego lo elevó comprobando su ligereza y encantado, se lo tendió a Tezcatlipoca a manera de reverencia y éste habló: “Es ligero como una pluma de quetzal, pero lacera como las garras de jaguar y jamás se quebrará, ni astilla ni hebra de cristal por arma o fuerza alguna usada por mortal o dios. Úsalo bien, para el bien de los demás y no por gloria personal… Y si no fuere así, que te sea arrebatado hasta que aprendas su verdadero valor.” Huitzilopochtli sintió el peso de esa advertencia y ocultó la mirada al Dios Mayor quien no tenía idea de la trascendencia que tendría ese acontecimiento. El macuahuitl engrandeció todas las hazañas del Colibrí de Fuego que ya de por sí no tenía rival, así que se crearon canciones y poemas por parte de sus seguidores ensalzando las proezas llevadas a cabo y los centzon huitznahua temían al arma con una reverencia ingente porque muchos de sus miembros habían sido amputados por ésta, y aunque sus extremidades perdidas eran regeneradas por su poder, igual el dolor era mucho y trataban de evitarlo, cabe mencionar que las partes cortadas de estos dioses menores ensuciaban, envilecían y hedían los Trece Cielos, por lo que Tláloc, harto de esto hizo arder los restos y para evitar que el fuego consumiera su hogar, los mandó al Cuarto Cielo donde se convirtieron en las estrellas, y desde entonces cada miembro que pierden los centzon huitznahua se dirige hacia allá envuelto en llamas y complementa el firmamento. Y esta gloria corrompió paulatinamente a Huitzilopochtli y él llevó su enfermedad hasta la misma humanidad que vivía el ciclo del 5to Sol. Se enamoró de la victoria en la guerra y quiso enseñar de esto a los hombres, porque quien es bueno en algo o se deleita con alguna actividad específica, desea que otros compartan ese mismo placer. Y habló primero con Quetzalcóatl y Tezcatlipoca pidiendo permiso para descender a la tierra sólo a ver los cursos de las batallas, sin intervenir, y dijo: “No todos los que toman la vida de otro merecen el Mictlán. He visto personas que matan, pero lo hacen por algo más que rencor o maldad. Buscan una gloria personal más allá de lo demás, quizá vanidad, pero también honor, valentía, confianza en un mundo mejor para los suyos. No aplaudo a la muerte, pero reconozco los hechos en el combate. No pido el Tlalocan para ellos porque quizá no lo merecen, pero considero que su lugar tampoco está en el inframundo cumpliendo una terrible penitencia. Y no me refiero a todos los que combaten, si no contadas excepciones…” Y los Altos Señores, confiando en el juicio y corazón de Huitzilopochtli, aceptaron su petición y ordenaron que él se hiciera cargo de ello pues los Dioses Mayores estaban muy atareados y no podrían hacer nada más. El Colibrí de Fuego descendió entonces a la tierra y justificándose como benefactor y protector de algunas comunidades o grupos, les dio a los humanos las armas y el arte de la guerra para su beneplácito. Primero pensó a quiénes sería más conveniente ayudar y optó por instruir a los más necesitados y entonces el destino de los hechos se invirtió convirtiendo a los dominados en dominadores y viceversa. Trató de emparejar las cosas y nivelar la balanza pero fue imposible pues los primeros “alumnos” aprendieron rápido y bien, y se sentían “tocados” por los dioses y destinados a convertirse en potencias y que todos los demás pueblos fueran sus súbditos y tributarios. Huitzilopochtli hizo héroes y villanos, festejó las victorias memorables y reprobó las injusticias, miró maravillado a los hombres usar magistralmente las armas creadas por él mismo… y todo ello llegó a oídos de Los Altos Señores… y lo llamaron a rendir cuentas… Huitzilopochtli se postró ante ellos y Quetzalcóatl habló en su favor, comprensivo y tolerante, pero lo único que consiguió fue reducir el castigo, no eliminarlo porque a Tezcatlipoca le habían calentado la cabeza otros dioses, pero sobre todo, ante la culpa de él haber creado el arma que corrompió al condenado, sentenció: “Descenderás al hogar de los tlaloques, bajo la superficie, habitarás con ellos y acaso aprendas algo de bondad y amor por la vida. Usarás tus dones, pero con restricciones y sólo en favor del bien o de nuestra causa. Tienes estrictamente prohibido subir a la superficie o tener cualquier tipo de contacto con los hombres, bajo pena de prisión eterna. No te diremos cuándo volver, tú encontrarás el momento por tu bien y el de los demás, pero si eres incapaz de esto, entonces nos tememos que habites con los tlaloques por siempre.” Hecha la sentencia, Huitzilopochtli, avergonzado y derrotado descendió hasta su prisión y todavía al pasar por la tierra, probó un último bocado de guerra que tan pronto se internó en las sombras se convirtió en algo amargo en su boca… Pero el macuahuitl no fue con él, porque lo cedió en resguardo a un dios de su absoluta confianza: Izcozauhqui, inconforme con la sentencia de los Altos Señores, pero era incapaz de reclamar algo, mas no hacer. Renegado, descendió también a la tierra y adoptó la apariencia de un joven hermoso y fuerte. Su propósito era claro: participaría en la guerra y la victoria y siempre lo haría en nombre y honor de su “maestro”. Viajó de aquí a allá buscando al más débil de los pueblos pues quería iniciar desde abajo hasta encumbrarse a lo más alto. Y encontró un pequeño pueblo sin ejército pero con suficiente comercio para darle una notable importancia. Su Señor era bondadoso, sencillo, eficiente, incansable, justo y alegre y se reflejaba en la comunidad. Izcozauhqui se insertó como un viajero, un visitante, exhibiendo sus armas y encontrando en la población una mínima pero básica recompensa: alimento, a su vez, él los entretenía y robaba sonrisas. Adquirió popularidad y tuvo algunos seguidores, principalmente niños, aunque la fama de su habilidad y su perfección física llegaba a oídos de las mujeres, incluso de la hija del Señor, quien tuvo curiosidad por conocerlo y para regocijo de ella las palabras limitaban sus dones y verlo a los ojos era como admirar una increíble tormenta, vigorosa, electrizante, pasional, perfecta. Y quedó al instante enamorada de él… Izcozauhqui descubrió que no sólo en la hechura de las armas podía existir la perfección y la belleza y que las virtudes de la Princesa eran dignas de los Dioses. Sin embargo, no correspondió al amor de ella… Cierta ocasión el pueblo fue atacado por un estado cercano. El pequeño grupo de atacantes no pretendía arrasar a la población si no obligarlos a tributarles. Aquí Izcozauhqui pudo mostrar por primera vez sus habilidades guerreras y apoyado por unos cuantos voluntarios, rechazó a los agresores sin muchas dificultades. Esto hizo arder aún más el naciente amor que la Princesa sentía por el dios. La población misma se dejó cautivar por su personalidad y fortaleza y se convirtió en su favorito colocándolo a la diestra del Señor, muy a su pesar, porque Izcozauhqui, bajo el argumento de recuperar algunos caminos y zonas robadas en el pasado, habilitó un pequeño ejército y tomaron la iniciativa y ofensiva. En tan sólo dos años cumplieron su cometido e Izcozauhqui ganó legítimamente su lugar al lado del Señor, impulsado por sus hazañas, la gente que se rendía a sus pies y sobre todo, por la Princesa. Pero el dios no sentía amor alguno, sólo pensaba en la guerra, el valor y su ídolo. Y el macuahuitl lo hacía entrar como en trance cuando lo veía y le hacía sentir una ingente necesidad de blandirlo con sus manos incitándolo a la guerra. Arma y guerrero no se detuvieron y éste último muy sutilmente obligó al Señor a extender sus dominios sólo como un pretexto para que la prodigiosa arma bebiera la sangre que tanta falta le hacía. Uno a uno sus rivales más próximos cedieron y el nombre del dios cobró una enorme importancia y todos hablaban de él. “El Guerrero”, “Trueno”, “El Puño de Huitzilopochtli”, “El Enviado de los Cielos”, con estos y otros nombres lo llamaban. Vestía una túnica ceñida de rica elaboración a manos de la misma Princesa, pectoral en forma de serpiente bicéfala, capa de caracoles, orejeras, brazaletes, sandalias y un penacho en forma de cabeza de águila con largas plumas verdes, rojas y negras. Las armas que portaba eran un escudo con la inscripción del glifo de la ciudad, y el temible macuahuitl, acaso el más feroz y hambriento de la historia. Y éste forjó sobre huesos rotos y miembros amputados su propia leyenda, pues nunca fallaba ni se quebraba, partía por igual carne y piedra, su ataque era como el golpe de un relámpago y jamás se desprendía de las manos de su portador, y esto asombraba a los hombres, amigos o enemigos, aliados o rivales, quienes decían que había sido otorgado por el mismo Huitzilopochtli a Izcozauhqui. Y éste a cada batalla ganaba más honores, nunca sangraba aunque fuese herido, ni se cansaba o amilanaba, situación que aumentaba aún más su divinidad, según los hombres, nada alejados de la realidad. Y hasta los enemigos deseaban combatir a su lado, no por cobardía si no porque era carismático y sacaba a relucir lo mejor de cada uno de los guerreros. Pero no aparecía ningún amor del dios por la Princesa y esta creía que él trataba de ganar más méritos para merecerla y era paciente, pero su vaso estaba a punto de derramarse. Apenas habían pasado cinco años desde la llegada de Izcozauhqui a la tierra y su pueblo adoptivo ya figuraba en el escenario político y militar de la zona. Y entonces el Señor enfermó de poder y posó sus ojos en un joven imperio vecino al que imaginó que podía vencer y ocupar su lugar, literalmente. Concentró sus esfuerzos contra y hacia “La Joya” y su punta de lanza era siempre Izcozauhqui. Ahora bien, sucedió que la Princesa abrió sutilmente el corazón de su amado y no encontró nada. Lloró y desesperada se alejó. Fue en busca del peligro, pensando que Izcozauhqui la rescataría y despertaría el amor. Así pasó… el dios fue en busca de ella, más por petición del Señor y por compromiso cortesano, o por la oportunidad de una nueva hazaña, que por amor. Y este episodio se convirtió en leyenda. Porque una terrible tormenta descendió sobre el señorío y todos sus habitantes se estremecieron pues era antinatural y los relámpagos los enceguecían y los truenos los ensordecían y los arrasadores vientos trituraban sus defensas. Una voz como proveniente del mismo cielo retumbaba por todas partes exigiendo la liberación de la Princesa, así que presurosos, la dejaron en una plaza desierta esperando salvar con esto la extinción del territorio. Todavía, desde sus casas la gente se asomaba para ver el destino de la chica y asombrados descubrieron el fiero rostro de Izcozauhqui cargando un macuahuitl en cuyo interior parecía nacer la tempestad, misma que disminuyó cuando estuvieron juntos los extranjeros, quienes prestos también se alejaron surcando los aires, el arma en alto… La Tormenta, así fue bautizada la gesta y se recuerda desde entonces con veneración, pero los dioses en el Décimo Tercer Cielo lo llamaron La Deshonra porque un dios sin permiso alguno se había atrevido a llevar calamidad a la humanidad por puro placer y planearon cómo terminar con ello. La Princesa quedó maravillada ante el poder sobrenatural de Izcozauhqui y su amor bullía con vigor en su corazón, pero tan pronto pusieron los pies en la tierra comprobó que seguía sin ser correspondida. Se encontraban en un bosque de paisajes perfectos y una paz que colmaba los corazones, pero para la Princesa no representaba más que el peor rincón del mundo. Desesperada, le entregó su cuerpo a Izcozauhqui… Sólo hasta entonces, el dios descubrió el poder de la pasión y la entrega de una mujer en cada mirada, gesto y caricia… Y miró diferente a la Princesa. De regreso en casa las celebraciones se extendieron por semanas y se compusieron poemas y canciones en honor al dios y al macuahuitl, pero el Señor, aunque agradecido, deseaba poner manos a la obra en sus planes de conquista y siempre el dios estaba incluido en ellos. Izcozauhqui ya no pudo olvidar el encuentro con la Princesa y sentía arder por dentro ante el recuerdo. Una necesidad muy grande lo agobiaba ahora y buscó a la Princesa quien no dudó en continuar demostrando su amor, cada vez con mayor frecuencia, pero en secreto. Pero se dice que Tezcatlipoca se le apareció en sueños al Señor informándole del vergonzoso acto. Al despertar, el Señor ya no pudo estar tranquilo y mandó vigilar a la pareja y para desilusión suya todo resultó ser cierto. Se indignó pues no era la forma correcta en que la pareja debía actuar, pero fingió no saber nada y aceleró la campaña para alejarlos, de cualquier modo, saldría ganando: si Izcozauhqui vencía, se convertirían en la potencia dominante y quizá así ya podría aceptar el error de su hija, de lo contrario, si el dios perecía se habría vengado de la afrenta. La partida de las tropas llegó e Izcozauhqui marchó a la guerra, una que muchos calificaban de suicida por el inmenso poder que aún detentaba el imperio, contra el osado y presumido pueblo del dios, aunque era éste precisamente el arma no tan secreta con que contaban. Cuando el ejército marchó, ya la Princesa estaba encinta y esto enfureció al Señor que sabía que sería el hazmerreir de la ciudad, algo humillante. Pensó durante varias semanas en su hija y en la criatura que llevaba dentro, pero no maquinaba cosas buenas… Finalmente optó por engañar a su hija diciéndole que Izcozauhqui había caído en batalla, suponiendo que con esto la Princesa perdería al bebé. Fue terrible para ella y se negaba a creerlo pero imaginaba el honor con que había caído su amado. Y lloró amargamente… y ya no existió para ella nada más en el mundo y deseando reunirse en el Tlalocan para tener a su bebé y formar allá una familia… se quitó la vida… Y su padre cuando se enteró también se quiso morir, pero se acobardó y no era capaz de enfrentar ni su conciencia, ni la muerte, ni el retorno de Izcozauhqui, y huyó… El Héroe regresó a su “hogar” con la victoria épica en nombre de Huitzilopochtli, pero no encontró ni honores ni al amor. Cuando le dieron la terrible noticia, pasmado soltó el macuahuitl y buscó el cuerpo de su amada, lo abrazó con fuerza y lloró inconsolable durante todo un día… Después la tomó en brazos y se alejó de la ciudad ante la mirada triste de la gente que no se atrevió a seguirlos. Sin embargo, se sabe que llegó hasta un punto donde ya no pudo avanzar, lo suficientemente lejos de la ciudad y gritó a los dioses pidiendo una explicación. Después la puso a ella sobre el césped en posición de descanso pues así prefería pensarlo, y él se desnudó para imprimirle un aire de pureza pues aún vestía el traje de batalla, y se puso enfrente y se acomodó como para venerarla y en verdad eso hacía. Ya ninguno de los dos se movió. Los dioses, desde los cielos miraron todo y Tezcatlipoca decía que había obtenido su merecido, no tragedia, sólo justicia. Pero Quetzalcóatl, conmovido por el dolor de Izcozauhqui, convirtió a la pareja en montañas y dijo: -Nunca estarán juntos, tal es la naturaleza de cada uno. Sin embargo, tampoco nunca nadie podrá separarlos. Y después los cubrió con un manto blanco. Izcozauhqui se convirtió en el Popocatépetl, El Cerro que Humea, nunca vencido, no muerto, siempre despierto ahora con el sólo propósito de velar el sueño eterno de su amada princesa convertida en el Iztaccíhuatl, La Mujer Dormida o Mujer Blanca. Un auténtico Amor Eterno. Y el Señor también viajó hacia su propio final, hasta que no era posible reconocerlo como un señor, si no como un simple vagabundo y cuando ya no pudo más, se volvió hacia donde quedaba su señorío y trató en vano de buscar con la mirada a aquellos que había separado irguiéndose alto tratando de abarcar más distancia. Y un poder divino, aunque no se sabe con certeza quién fue, lo convirtió en una enorme montaña, la más alta de toda la tierra y los hombres la llamaron Citlaltépetl, el Cerro de la Estrella, porque les parecía que todo el tiempo la cima estaba coronada por un astro. Pero lo que no sabían era que el macuahuitl, una vez que Izcozauhqui lo abandonó en el suelo, el arma permaneció allí, primero por el desinterés de la población, pero luego que intentaron llevarlo a otro sitio no pudieron. Muchos fueron en verdad los acomedidos a mover el arma pero ésta no se movió en absoluto y sólo hasta que el antiguo Señor fue transformado en el Citlaltépetl, el macuahuitl abandonó el señorío y voló hasta posarse sobre la montaña, autoritario, castigando con inconmensurable gravedad, vigilando que nunca nadie levante la penitencia, brillando cual estrella solitaria por la noche, cual perla de plata al día.
Bueno, en primer lugar una enorme disculpa por no haber podido comentar antes y un gran gracias por participar en la actividad. Me gustó este fic, sobre todo porque aprendí muchas cosas, cuanto más leo sobre mitología más me doy cuenta de lo poco que sé. El objeto que escogiste es original y poco conocido, y aunque es cierto que la esencia del mismo se pierde un poco a lo largo de la historia, no así al principio, para dar protagonismo a Izcozauhqui, o el Señor Amarillo de Acaxochitlan —como ves estuve haciendo los deberes e investigué un poco—, eso no le resta interés al escrito. Quizás hubiera estado bien novelar algo más lo hechos, pero estoy segura que aquellos que disfruten la mitología, apreciarán sin duda el texto, al igual que la buena ortografía, el excelente léxico, la narración y las detalladas y minuciosas descripciones. Yo, sí lo hice. Creo que nunca hemos hablado de ello, pero Tezcatlipoca —quizás algún día te animes y quieras escribir acerca de su espejo de obsidiana, es un objeto sobre el que me encantaría leer— es uno de mis dioses preferidos, no el que más me gusta, pero sí uno de los que siempre estoy encantada de saber más, al igual que la leyenda de los volcanes Popocatepelt e Iztaccíhuatl, que también es de mi favoritas, así que sin saberlo recogiste en una sola historia dos de mis mitos predilectos. Poco más que decir, salvo felicitarte por tu escrito y agradecerte el participar en este, a veces olvidado, foro. Fue todo un placer contar con tu colaboración y espero no sea la última vez en que tenga el gusto de leerte aquí.
*---* Excelente!! De pe a pa, me encantó~! me has dejado sin palabras, no sé. La forma en que las escenas se abrían paso en mi imaginación gracias a la narrativa. Los diálogos, los datos mitológicos, la añoranza de una historia de amor, porque, qué historia no lleva su rasgo de romanticismo. En serio, ¡wow! no me esperaba esto, me preocupaba que fuera un poco cm el que leí primero xD pero este tuvo ese toque mítico que... wooo ya sabes, pierdo contra eso! Ahora, cuándo vas a mostrarle al mundo otro relato con este toque de fantasía?? Eh, eh? Vamos! Quiero leer uno de esos tantos proyectos que tienes empezados! Y no suelto nombres nada más porque luego me riñes xD Gracias por el aporte! Relatos como estos hacen mucha falta en el mundo de los fanfiction. Y con los dedos de una de mis manos cuento a los autores que son capaces de expresar todo un mundo en sus líneas. Felicidades nuevamente! Así que, palli~palli~ hay que publicar nuestro libro! ;D
Una excelente narración, atrayente por el interés que despierta desde el inicio. Me encantó leer de qué manera el dios de la guerra obtuvo su poderosa arma, su amor por la guerra que le mereció un gran castigo por su irresponsabilidad y luego viene hizcozauhqui quien se convirtió en el Popocatépelt y su amada en Iztaccíhualtl. Ambas montañas representando el amor eterno, pero imposible. Me ha parecido bien que el señor tuviera el mismo final porque su gran mentira llevó a su hija a la muerte y aunque tenía cierto derecho de sentirse herido en su honor por la traición de su hija a los valores, su actuar fue el equivocado. Bueno pues, por algo está allí el Popocatépetl, tal como dice Carlos Loret de Mola: "Estoy aburrido, Popocatépetl. Me siento enfermo, Popocatépetl. Tengo problemas, Popocatépetl xD Lindo relato. Saludos.