Los monstruos ya no estaban bajo la cama, si no en su cabeza. Le estaban devorando vivo. Lo que quedaba de su cordura iba desvaneciéndose y su mente, en ruinas, no podía hacer nada para evitarlo. Se miró al espejo. Inspeccionó cada ápice de su cuerpo, cada cicatriz. Se sentía horrible y sintió el mismo dolor que una anoréxica frente de una pastelería. Las voces de su cabeza siempre estaban ahí, a cada minuto del día alimentando a los monstruos. Pero tenían razón, mataron lo poco bueno que quizás tenía y le dejaron morirse poco a poco. Roto y solo. Sus amigos pasaron a ser alguien, como el humo y el aire. Porque al fin y al cabo, todos estamos solos pero lo jodido es notarlo. La noche cayó y se tornó en un animal de invencibles poderes, y él un niño sin más defensa que sus recuerdos de Carpe diems reventados. Pedía socorro pero de esa prisión ni Dios te saca. Solo quería evadirse, qué iba a decir. Rebuscó en su caja metálica, entre su libreta y su colección de ilusiones muertas estaban las cuchillas, sus únicas amigas. Cogió su paquete de tabaco y un par de ellas. Se encerró en el baño. Se miró sus heridas abiertas de la anterior noche y sollozó al darse cuenta de que tenía mas cicatrices que amigos. " Podría vivir de una alegría, solo necesito una. Qué ingenuo de mierda, qué soledad eterna.", pensó. Cogió la cuchilla con firmeza, mirándola fijamente. La clavó en su muñeca izquierda y un fuerte tirón acabó conquistando al olvido. La sangre brotaba como lágrimas de sus ojos, le dio un tiro a su cigarro, respiró y repitió el proceso. Había veces que no sentía dolor, otras era muy agudo. Ese dolor callaban las voces en su cabeza, y por un momento no sentía absolutamente nada. "To Wonderland.", pensó. Cerró los ojos. Allí estaba ese conejo blanco tomando el té y fumando porros con la chica del pelo dorado. — Ven con nosotros, aquí estarás bien; no más malos pensamientos y sensaciones raras, esto es el paraíso. Se sentó por un momento con ellos. — La vida es una puta que cobra demasiado para ti, ¿no es así, Ben? —Ya ves, alguien debió enseñar a mi madre la palabra aborto A un lado estaban el sombrerero cantando a Pablo Hasél y revelándose contra la Reina Roja. Estaba loco de cordura. Aquel misántropo antisistema le recordaba a él, o a lo que pudo ser. Las flores no paraban de cantar, simulando las nanas que nos hacían dormir de pequeños y nos hacían sentir seguros. El sol no quemaba y se sentía en paz consigo mismo. Nadie podía joder el lugar donde se atrevía a decir que era feliz. Las astutas e inteligentes sirenas se automedicaban con libros de Bukowski y la poesía de Neruda y Benedetti. "Mi corazón le busca, y el no esta conmigo. Es tan corto el amor, y tan largo el olvido.", le dijeron las sirenas a aquel triste chico, y solo ellos sabían el porqué. La introspectiva oruga miró a los ojos a Ben. — Solo unos pocos encuentran el camino, y casi ninguno lo reconoce cuando lo encuentra. Las falsas ilusiones mueren por completo. Solo los bárbaros consideran que la resistencia al dolor merece algo la pena. Conviene olvidar el dolor; recordarlo es angustioso. Pero recuperar la cordura merece ese sufrimiento. Y tu País de las Maravillas, aunque deteriorado está a salvo en tu mente... Por ahora — dijo ésta con voz tranquila. Sentía que era el padre que nunca tuvo. Perdió la noción del tiempo en aquel Extraño Paraíso. Se miró el brazo, cortes muy profundos y el suelo repleto de sangre. Su brazo no paraba de llorar. Sabía que esas lágrimas serían las últimas que recorrerían su cara. "Por fin, todo acabó". Se desvaneció y fue a vivir a su País de las Maravillas para siempre, sabiendo que no añoraría nada de la civilización salvaje.