Fantasía El Hijo del Sabio

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por joseleg, 18 Diciembre 2020.

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    joseleg

    joseleg Usuario común

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    Escritor
    Título:
    El Hijo del Sabio
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    5
     
    Palabras:
    606
    I. Introducción

    Zales el sabio se encontraba meditando solo en medio de un amplio salón con enormes columnas de piedra que había mandado a construir años atrás para poder crear su escuela dedicada, no a alguno de los dioses de la ciudad, sino al conocimiento de la mente y del cuerpo. Estaba sentado con las piernas cruzadas, cada pie ubicado encima del muslo opuesto, una técnica de medicación que le había enseñado su última esposa años atrás, su rostro sin embargo estaba tenso debido a las preocupaciones y dudas sobre el futuro, hasta que su mente se quedó en un hermoso recuerdo, el de su última esposa. Estaba vestido de manera simple, un quitón con una falda un poco larga, sin sandalias, su cabello desordenado y azulado se extendía hasta los hombros, enmarcando su aceitunada piel con una espesa barba, con varias hebras blancas por la edad.

    Mientras Zales meditaba, pudo sentir sed de sangre a su alrededor, lo cual era extraño ¿Cómo alguien podría haber ingresado al gran salón de su escuela sin ser anunciado? La presencia de aquel intruso era extraña, sus sentidos agudizados gracias a sus “conocimientos” le permitían detectarlo claramente, pero si él fuera un hombre común y corriente, sin duda le sería difícil detectar esa presencia.

    “Muéstrate” dijo Zales “pues puedo escuchar el tintineo de tu armadura”. El tintineo se hacía cada vez más fuerte, aunque solo para los oídos del sabio, a medida que un espeso vapor emergía desde todos los rincones.

    “Ya veo por qué le llaman sabio” dijo un hombre en lengua Haxa.

    “Los osos son solo peligrosos si les molestas en sus cavernas o llevas ganado a sus tierras” contestó Zales en la misma lengua, la misma entonación y con inflexiones de la lengua imperial, únicamente de la más alta nobleza hablaba de ese modo, lo que dejó al hombre que estaba de pie frente a Zales sorprendido. El hombre estaba enfundado en una capa blanca con un borde azul intenso, debajo, un amplio manto multicolor, que parecía flotar en el aire, sus colores vivos eran dignos de reyes, sin embargo, aquellas amplias y etéreas ropas ocultaban algo que solo el oído podía detectar, el tintineo de una armadura pesada.

    El hombre desenfundó una espada corta de hierro, no era nada impresionante, pero lo que si emitía un gran poder era el manto metálico que ocultaba debajo de sus amplias y coloridas ropas. El guerrero embistió a gran velocidad, un viejo guerrero como Zales sabía muy bien la velocidad a la que podía embestir un guerrero con armadura pesada, como la que debía tener aquel hombre, debía ser menor.

    Al llegar a cierta distancia cerca de Zales, el atacante sintió como si golpeara un muro hecho de agua, que absorbió casi todo su impulso, y cuando intentó empujar, o moverse a un lado, o incluso abanicar su espada, se encontró casi inmovilizado, y lo que era peor, sintió como su garganta se llenaba de agua, era como estar sumergido en el mar, pero solo se encontraba en frente de aquel anciano.

    “Normalmente uso mis artes para sanarme a mí mismo y a otros, en ese orden” dijo Zales irguiéndose de una manera antinatural, como cuando alguien se encuentra en una piscina y decide ponerse en pie al flotar un poco, hinchando sus pulmones “sin embargo, este poder puede usarse también para defender, esta presión de agua la llamo ¡Fylakí neroú!” luego Zales abrió los ojos, los cuales refulgían con un color azul, era como ver el sol a través de un zafiro “ahora, espero que con esto descanses en paz niño ¡skóni diamantioú!”.
     
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    II. Zales “el Sabio” Hexamida.

    “Abre tu mente hijo mío y dime ¿que sientes?” preguntó un hombre de edad avanzada a un muchacho de doce años, mientras ambos ponían sus manos sobre el brazo de una anciana, este tenía una lesión terrible, como si la hubieran mordido, pero no era así. Tanto el muchacho como el anciano (en su juventud) tenían el cabello de un azul oscuro, aunque ahora la mayoría del cabello que aquel anciano era blanco con hebras azules, su complexión era atlética, aunque el trataba de ocultarlas en amplias ropas, su musculatura aun podía anticiparse debajo de aquellas ropas finas, el muchacho por su parte portaba una ropa más ligera, pero ya anticipaba una complexión fuerte, ambos tenían la piel aceitunada y los ojos grises.

    El muchacho al principio parecía escéptico, pero luego sintió algo en la lengua, pero que al mismo provenía de las yemas de sus dedos.

    “¿Se siente dulce? Como miel” contestó el muchacho.

    “Correcto hijo mío” dicho esto, el anciano le indicó al muchacho que se retirara.

    “Mi señora, la sangre dulce es una enfermedad terrible, pues surge de nuestra propia avidez por comer, especialmente dulces y vino”.

    Estas eran las palabras de un anciano con ropas blancas y cabello pálido con hebras blancas y grises por la edad, mientras hablaba con una mujer mayor en una de las habitaciones de la fortaleza central de Almuria llamada el Castillo de Crin. El castillo era de roca blanca y altas torres, donde podían apilarse una gran cantidad de arqueros, estaba ubicado en una colina en el centro del pueblo, por lo que dominaba aquel sistema de colinas. El poblado por otro lado se extendía alrededor de la colina hasta delimitar con un acantilado generado por un impetuosos rio llamado el rio de Alamuria. Los muros del poblado eran de tierra y madera, fuertes, pero no comparables a los muros de roca de la fortaleza interna, pues habían sido construidos por otros hombres, otro pueblo.


    La mirada de la anciana parecía perdida, fija en una de las ventanas, la ventana oeste que permitía ver las colinas boscosas y altas montañas de sus ancestros y su tribu, Zamazia.

    “Parece que le gusta mucho mirar hacia las colinas” dijo el anciano mientras tomaba un royo de pergamino y comenzaba a garabatear algunos símbolos en su lengua.

    “Estas montañas fueron el hogar de mis ancestros” contestó la anciana “de niña solía recorrer sus senderos y valles ocultos, ahora ya no puedo ni salir de esta prisión dorada”.

    “No diga eso, su familia la aprecia, especialmente la señorita Anahita”.

    Luego, el anciano extendió sus manos sobre la herida diciendo en voz baja “therapeía”, la anciana no lo notó, pero el muchacho que acompañaba al anciano alcanzó a notar un aura dorada alrededor, casi invisible, como la llama de una vela que está por extinguirse, la herida de la anciana comenzó a supurar espuma blanca, mientras la anciana sintió un leve ardor, pero luego sintió fresco, mientras su herida comenzó a sanar, hasta alcanzar un nivel de cicatrización sencillo de tratar. La mujer tenía una piel más clara, debido a que en su juventud había vivido mucho tiempo como una hija de un jefe de clan en las montañas occidentales, para luego ser entregada como esposa al jefe de Alamuria, la tribu occidental. En su juventud había sido muy hermosa, pero ahora al filo de su existencia, se deprimía bastante, debido a las enfermedades que la aquejaban, y ante las cuales, la bendición de sus dioses parecía no servir de mucho.


    “Esto es solo superficial y muy temporal, y se volverá a abrir pronto si no sigue mis indicaciones” dijo el anciano “saldrán más heridas, e incluso puede que pierda la luz de sus ojos si no controla su comida” luego mirando al muchacho, le indicó a este traer una pequeña hoja de pergamino, donde se encontraba una lista especial “siga esta dieta estrictamente”.

    “Si señor” dijo la anciana suspirando, no con mucho ánimo “pero me gustaría que mi biznieta Anahita, la hija de mi amado nieto transcriba esta orden, pues yo no puedo leer los garabatos de vuestra gente”.

    Dio, ve y busca a la muchacha, entrégale esto e indícale que no debe alterar nada” dijo el anciano.

    “Mi sobrina debe estar en el templo de la diosa Artemisa mi bello muchacho” dijo la anciana.

    “De inmediato padre” contestó el muchacho quien salió inmediatamente.


    “Pensé que su excelencia moriría sin hijos” dijo la anciana continuando la conversación “aun no entiendo como el vigor de la juventud no lo ha abandonado aun su señoría”.

    “Ejercicio en la mañana, poca carne roja” contestó el sabio mientras observaba el panorama desde la ventana oriental de aquella alta torre. La imagen que se proyectaba eran amplias colinas de curvas suaves y abruptas, sobre las que se ubicaban campos de cultivo de trigo, cebada y centeno, tachonada con pequeñas casas y algunas villas suntuosas, los campesinos se podían ver al fondo como hormigas, aunque, cualquiera que viera a aquel anciano pensaría que sus experimentados ojos serían incapaces de distinguirlos, la verdad era muy diferente, los ojos de Zales, el sabio, eran agudos como los de un águila.

    Aquellas colinas infinitas al oriente de Alamuria eran llamadas las colinas de Sarzin, ambas tierras estaban separadas por un pequeño bosque de montaña que conectaba al enorme Bosque de Fidia al norte y el más pequeño Bosque de Kapri al sur. La tribu de Sarzin fue una tribu que, en su juventud, ya hace unos sesenta años, se levantó en armas junto con una facción de los alamurianos liderados por Frises el de cabellos ondulados, el esposo de la anciana que se encontraba allí.

    La guerra duró poco, y el ejército de la ciudad de Zales, llamada Anactozia barrió con la vieja Sarzin, ubicada en la más alta de las colinas cerca del gran lago de Sarzin. Orontes Nastida, general de Anactozia, obligó a los sobrevivientes de aquella tribu a refundar su aldea principal más cerca de la costa del mar de Vafu, a menos de un día de las galeras de batalla de Anactozia. Zales fue un soldado condecorado por su valor y poderío físico, el día en que humillaron a los cabecillas de la revuelta, el día en que despellejaron al hermoso Frises, el día en que su esposa los maldijo por aquel trato tan cruel, el trato de personas que se jactaban de ser verdaderamente civilizados.

    “Nunca le agradecí que interviniera por la vida de mi hijo” dijo la anciana.

    “Pensé que no me había reconocido” dijo Zales.

    “Nadie podría olvidarlo” contestó la anciana mientras se levantó de la cama cojeando, ella señaló a un hombre alto a través de la ventana sur “él es Anaco, el padre de Anahita”.

    “Se parece a el” dijo Zales.

    “Es el hijo mayor de mi muchacho, el bebé que usted protegió aquel día”.

    Anaco se encontraba organizado la recepción de grano para el invierno, un hombre alto con cabello ondulado y barba espesa, su rostro estaba cubierto por cicatrices y profundas arrugas de una vida como un perro de guerra de Anactozia.
     
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    III. Diocles Hexamida.

    Dio bajó por una escalera en caracol mientras era saludado con respeto por los guardias y esclavos que realizaban sus funciones domésticas, no era la primera vez que Zales venía, pero si la primera vez para Dio. Normalmente en Anactozia lo trataban con respeto, pero con la sobriedad de los iguales, pero aquí, al enterarse que era el hijo del Sabio, era tratado con el honor y el respeto reservado para la visita de un príncipe.

    Dio los observaba detalladamente, el color de sus cabellos y pieles era mucho más diverso que el de sus conciudadanos, lo cual le fascinaba, algunos tenían cabellos oscuros, otros casi rubios, pero la mayoría tenía un tono castaño oscuro, los tonos de piel también eran diversos, ya que algunos provenían de lo alto de las montañas en el norte, donde se mantenían cubiertos con pieles casi todo el año, lo cual los hacía pálidos, otros tenían una piel aceitunada más semejante a la de él. Dio recordó que su padre Zales le dijo que los orientales no podían ser clasificados en una raza simple, como si era posible con los elenos de cabellera azul y agudos ojos grises, debido a que sus tribus de habían movido mucho con el surgimiento y caída de poderosas naciones.

    Después de la muerte de Frises, los elenos de Anactozia discutieron sobre si derruir a la entonces pobre Alamuria hasta los cimientos, como ya habían hecho con Sarzin, pero fue Zales, el héroe de la guerra quien intervino a favor de aquellas personas, después de eso, tomó como pupilo al hijo de Frises, a quien llamaron Aranies “el comerciante”, quien hizo crecer económicamente a Alamuria, desde una aldea tribal, hasta la “casi ciudad” más importante de las colinas que marcaban la frontera norte de los dominios de Anactozia. Aranies también se movió astutamente con el apoyo de su padrino político, el ya reconocido Sabio Zales, para reforzar los lazos de confianza entre su tribu y el monarca de Acactozia, por lo que fue aprobada la construcción de una fortaleza de estilo eleno, que fue llamado el Castillo de Crin.

    Dio sabía muy bien que el diseño arquitectónico de aquel lugar había sido hecho por su padre, y de hecho, el mismo conocía muy bien aquel lugar, o al menos en los planos, pues con los años, aquella gente había cambiado algunas disposiciones, Dio no hacía más que reprobarlo, el diseño de su padre era armónico, artístico y diáfano, una fortaleza que dominaba no solo por su inexpugnable diseño, sino por tener un diseño que parecía casi el de un palacio de placer, el lugar tenia incluso fuentes de agua fresca, un sistema de drenaje para aguas negras, e incluso algunos nichos para estatuas de dioses, pero ahora muchos de esos diseños estaban siendo usados para almacenar trigo, cebada y centeno. O como abrevadero de cerdos, cabras y asnos.

    Cuando Dio llegó a la base de la torre, los sirvientes se dirigieron a la entrada, pues parecía que alguien importante había llegado, sin embargo, Dio debía dirigirse a la capilla de la diosa cazadora, aunque tardó bastante, dado lo intrincado del Castillo de Crin. Cuando Dio se encontró casi en frente del templo de Artemisa, escuchó a alguien gritarle a la espalda, parecía la voz de un muchacho vestido como un noble del Imperio Hexa, pantalones largos diseñados para montar a caballo, botas, un manto ceñido a la cintura con un cinturón con detalles de oro y plata, y vivos colores rojos. Esto contrastaba con las ropas de Dio, que portaba un manto simple de color gris y bordes azules que llegaba hasta sus rodillas, con mangas cortas y cuello abierto en V.

    “¿A caso no me escuchas esclavo?” repuso el muchacho de cabello rubio y ojos color miel, quien había tomado a Dio como un esclavo debido a que sus ropas eran las más sencillas de todos los lugareños, sin embargo, hablaba en lengua elena, aunque con un marcado siseo en algunas entonaciones “¡Te he preguntado si sabes dónde está mi habitación!”.

    Dio se encogió de hombros y se limitó a responder “No soy tu sirviente o sirviente de nadie” pero el muchacho le cortó el paso.
     
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    El Hijo del Sabio
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    IV. Anahita de Alamuria.

    Anahita estaba orando a la diosa mientras recordaba el día en que había conocido al gran magi, el sabio Zales Examida, famoso por haber amasado una enorme riqueza al acaparar los molinos de aceitunas de los pastizales de Ioni, Alamuria y las costas de Zamazia, durante dos años en los que la cosecha de estas aumentó súbitamente, el mismo usó sus conexiones con nobles de otros reinos para asegurar un mercado para el aceite derivado, por lo que se hizo ridículamente rico. Zales también fue reconocido por ser un gran médico, o, mejor dicho, el mejor médico eleno, quien sanaba a ricos y pobres elenos u orientales por igual.

    Un día cuando su abuela estuvo muy enferma, y los rezos a la estatua de la diosa y los chamanes del pueblo fueron insuficientes, Anahita se escapó a la plaza de la aldea, buscando al gran sacerdote de Artemisa, que según había escuchado, estaba allí de paso por un viaje sagrado desde el país del norte llamado Fidia, pero cuando llegó a la plaza estaba vacía, un anciano le dijo que el sacerdote había tenido una discusión con un ilustre mavio llamado Zales el magi, dicho esto, el anciano siguió su camino pues estaba de afán. En ese momento Anahita sacó una moneda con el rostro de la diosa cazadora y entre lágrimas la perdió cuando un transeúnte la empujó, pero esta cayó de canto y comenzó a rodar. Anahita trató de atraparla, pero esta avanzaba rápidamente a través de una pendiente y no se detenía, era como si una fuerza invisible la guiara hasta los pies de un hombre alto de finas sandalias.

    Anahita intentó tomar la moneda, pero entonces un mavio en armadura le impidió el paso.

    El hombre era un soldado de estatura mediana, de poco menos de cuatro codos, su coraza estaba hecha con capas de lino firmemente unidas y adornadas con escamas de bronce, y decoradas con un par de caballos alados cromados en el pecho, su yelmo era casi cilíndrico con un protector de nariz que ocultaba su rostro casi completamente, excepto por sus ojos grises que le daban una apariencia siniestra.

    El hombre con el cual la moneda se golpeó, la levantó, y se la entregó a la niña. Era un anciano, o eso era lo que aparentaba su canosa barba y las arrugas en su frente, pero era alto, sus hombros anchos y sus brazos fuertes, su espalda no estaba doblada por los años, ni su mirada cansada por el Sol, cuando el vio los ojos rojos de la muchacha y la moneda que había llegado a sus pies sonrió, pues la niña había logrado burlar a su guardia, compuesta por diez guerreros de armadura pesada, como aquel que la había asustado.

    “Es una moneda ceremonial dada a personas que entregan una gran cantidad de sacrificios al templo de la cazadora en Anactozia” dijo el hombre en la lengua de alamuriana, el nombre de la tribu a la que pertenecía la niña. Anahita rompió en llanto, “parece que no es la pérdida de esto lo que te aflige” repuso el anciano.

    “Mi señor Zales” dijo el soldado en lengua elena “debemos regresar a Sarzin para el atardecer, ya ha sanado al señor Clidio”.

    “No molestes tanto Duris” contestó Zales.

    “¿Podría usted curar a mi abuela?” preguntó Anahita instintivamente, pensó que él se negaría, igual que muchos doctores mavios a los cuales su padre había recurrido anteriormente, y sin importar la cantidad de oro, se negaban aduciendo otras obligaciones, pero el anciano aceptó, y ahora solía visitarlos regularmente.


    Mientras ella recordaba aquellos sucesos, como un encuentro que había propiciado la diosa Artemisa por medio de la preciosa moneda del templo que su bizabuela de había regalado, ella escuchó los gritos fuera de su santuario, cuando Anahita salió, observó que dos muchachos estaban peleando, o más bien, que un muchacho rubio y alto había agarrado a golpes al hijo del sabio de Anactozia.

    “Detente” dijo ella con voz firme “esta es la casa de mi padre y ¡ambos sois sus invitados!”

    Dio se había plantado firmemente contra aquel extranjero, pero cuando la cosa se fue a los golpes, evidentemente el chico rubio era un poco mayor, más alto, y especialmente, poseía un entrenamiento militar, por lo que Dio no pudo hacer más. Cuando Dio se dio cuenta, una niña estaba frente a él, impidiendo que su enemigo le siguiera golpeando. Cuando Dio la escuchó su fuerte y clara voz, pensó que tenía la voz más armoniosa que hubiera escuchado en su vida, pero después de eso perdió el conocimiento.


    El rey de Iasus, la ciudad vasalla de Anactozia más grande y poderosa, que resguardaba la frontera oriental con el país de Caria, llamado Arsames “el obeso” había decidido visitar en persona a Anactozia. Cuando Arsames se enteró de la situación, se usó pálido, más cuando se enteró que el muchacho era el hijo de un sabio famoso de Anactozia, el gran Zales Hexamida.

    El castigó a su hijo llamado Kurusao por tamaña insolencia, condenándolo a ser un sirviente del anciano sabio por tres años, sin que nadie pudiera saber que se trataba del hijo de un rey. Pero, entonces vio que el anciano sabio de Anactozia sanó a Dio de aquella injustificable golpiza en unos pocos minutos, el anciano parecía inmutable con aquella situación, pero los ojos del muchacho golpeado solo revelaban odio en su corazón.
     
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    V. Agior de Vafu, el cazador del mar

    El mar de Vafu era un golfo que se hundía en el continente generando una costa interior, sus aguas eran poco profundas, y cristalinas, llenas de corales y vida marina, por lo que la pesca era fácil y abundante, incluso las balsas más endebles podían aventurarse allí sin mayor peligro. El mar de Vafu en sí estaba dividido en dos secciones, el oriental y el occidental, separados por dos cabos. El cabo del sur era enorme y recibía la desembocadura del rio Iasus, allí se levantaba la orgullosa Anactozia, la ciudad de los altivos mavios que habían conquistado todas aquellas tierras, y ahora exigían cada vez más y más tributos. En el cabo norte se encontraba el Castillo de Vafu, donde residía una familia de nobles vasallos de Anactozia.

    Las aguas del mar oriental eran azules y verdes, así como todos los claros tonos intermedios, tan claras que se podía ver la fuerte actividad de los peces en aquellos interminables corales, que, aunque los pescadores amaban, también respetaban debido a la presencia de tiburones de varias clases. Los había delgados como saetas, veloces en las aguas, otros tenían cabeza ensanchadas como hachas de doble filo.

    Agior era uno de los muchos pescadores que realizaba largas jornadas de pesca, eligiendo solo las especies más gordas, y de un sabor peculiarmente picante, que eran la delicia de los nobles de Anactozia. Sin embargo, en aquel momento estaba descansando, mirando cabeza arriba sobre la borda el despejado cielo. Era un hombre delgado y de tez aceitunada, cabellos castaños y ojos grices, su cuerpo estaba semidesnudo y solo se cubría con un taparrabos cuando se iba a pescar junto con su hermano, Castis.

    “¿Aun sigues triste?” dijo Castis tratando de romper la tensión, su hermano no había hablado desde que salieron del puerto de Sarzin, una aldea de pescadores.

    Castis era su hermano mayor, su cabello tenía un tono mas castaño, casi verdoso, ojos cafés y un tono de piel más claro.

    “Dijimos que no íbamos a hablar del abuelo” contestó Agior.

    “Me da la impresión de que te culpas” dijo Castis “su muerte se debió a un golpe de ira, muchos ancianos mueren así”.

    “La mayoría de nuestros ancianos mueren así cuando los ladrones cabeza azules nos vienen a robar” contestó Agior.

    “Déjalo estar” repuso Castis mientras sacaba un pez extremadamente gordo.

    “Para que me molesto” continuó Agior sentándose de manera más recta “fueron ellos quienes perdieron nuestra única oportunidad de ser libres, por su culpa no somos más que perros que olfatean grasa para los señores de las murallas blancas”.

    “Eso ya lo sé” contestó Castis sacando otro trofeo, esta vez más gordo “pero tal como lo veo, podemos llorar por eso, o aprovecharnos de eso, con la pesca de hoy tendremos dinero para pagar el impuesto de todo este año, y nos sobrará para pagar una casa de piedra cerca al pozo de agua, ya vi una lo bastante grande como para alojar a nuestras familias”.

    “Aún no tenemos esposas” contestó Agior un poco molesto mientras veía como varios peces comenzaban a saltar sobre la superficie de agua, su mente aún estaba adormilada, y la paciencia al sometimiento de su hermano hacía que su atención estuviera aun dispersa.

    “Cuando tengamos la casa podremos pedir la mano de las hijas de viejo pecoso de la carnicería” repuso Castis quien estaba ansioso de elegir pues parecía que aquel día la pesca estaba.

    “Demasiado fácil” dijo Agior con un pensamiento que salió por sus labios, luego tomó el remo y comenzó a hundirlo en el agua, lado a lado, lo que los puso poco a poco en movimiento, hacia el este.

    “¡Que te pasa!” refunfuñó Castis, molesto por que casi cae por la borda.

    “Toma el otro y salgamos de aquí!” gritó Agior quien parecía nervioso por algunas olas que ya hacían que la pequeña embarcación carente de vela se sacudiera suavemente.

    Entonces vieron como un delfín pasó al lado de ellos, casi en la misma dirección, Castis sonrió, y por poco logra increpar a su hermano por estar asustado por un delfín, cuando la tensión superficial del agua se rompió tomando la silueta de una criatura semejante a un lagarto, sus fauces eran enormes, tan solo su cabeza tenía la longitud de esa barca paupérrima, y el resto de su cuerpo era casi cuatro veces esa longitud, todo cubierto con escamas azuladas de diversos tonos, como una armadura de azulejos de distintos tonos, sin embargo Castis no pudo verle claramente debido a que con la misma agilidad con la que apareció se hundió, formando unas olas salvajes que los envió volando contra el agua, con la barcaza vuelta hacia abajo.

    Agior terminó hundido, ya que una corriente de agua lo empujó casi hasta golpearse con un arrecife, para luego nadar tan rápido como pudo, a su alrededor no podía ver nada debido a la gran cantidad de espuma, cuando llegó a la superficie muchos peces se encontraban saltando de aquí para allá, pero su hermano no estaba por ninguna parte. Gritó y gritó, sin importarle que aquel monstruo estuviera por allí, pero nadie contestó, estuvo allí a la deriva casi hasta el anochecer usando la barcaza volteada como un flotador, pero nadie contestó, nadie excepto una galera de guerra de Anactozia que pasaba por allí, lo recogieron del agua casi en contra de su voluntad, mientras trataba de aceptar la idea, su hermano, la única familia que le quedaba en su vida, había desaparecido.
     

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