El Héroe

El Héroe

El Héroe entra en la taberna.
Sus pies pesados golpean con frustración el suelo brillante y trapeado día y noche por aquel tabernero que, teniendo tan sólo unas cuantas horas de descanso, atiende con todo ese sueño encima, oculto en las sombras para dar buena imagen, a todo aquel borracho, adicto al alcohol, adinerado, que se apoya en su barra y lo mira con ojos deseosos.
Los ojos profundos del hombre, cubiertos por un pequeño velo de sombra originado por la capucha que lleva encima, atisban un poco del lugar de paredes de madera. Recorren sin mucho interés las mesas, sillas y gentes en ellas. La barra, el gordo tabernero, todo parece en orden, una taberna cualquiera en un pueblo cualquiera.
El viaje fue fatigoso y largo, todavía lleva barro en las botas y, hace muchos meses, el destiño en sus ropas. Trae a cuestas una mochila de viaje ya casi sin comida, los recuerdos de los parajes y una rasgadura en su camisa en el brazo derecho, resultado de una batalla donde sólo la astucia y los buenos reflejos lo ayudaron para que el buen guerrero no quedase manco.
Se acerca con lentitud al gordo que limpia sus vasos.
“Licor… ¿Tenéis para darme?” Pregunta el Héroe con voz profunda: sin duda una perfecta demostración de rudeza de su parte.
El tabernero, entendiendo al cliente a la perfección, mueve sus extremidades acostumbradas al oficio para tenderle un vaso con el líquido especial del lugar, ‘Licor D’moxuont’, un brebaje especial que había sido apodado en la zona como “martillazo” por lo duro que golpeaba a quien lo tomara.
Su color, amarillento sucio, con restos de una especie de hierba flotando, y un pequeño fruto en el fondo que expelía de a poco un color más oscuro que se unía con el licor, fue analizado lentamente por el poderoso, sus brazos se descubrieron un poco, saliendo de su capa, para tomar el vaso. Eran firmes y corpulentos, parecía un hombre de mil viajes y miles de monedas de oro.
“Son seis monedas de cobre” anuncia el tabernero al ver que el rostro semicubierto del extranjero parecía acceder con infinita inexpresión el hecho de tomar algo que nunca había visto, y que probablemente fuese el líquido más poderoso del lugar.
El héroe ni lo mira, toma el vaso y vacía su contenido en tres grandes y lentos sorbos, antes de golpear la mesa con el recipiente vacío, y diciendo:
“Que sean doce.” Y el tabernero se apresura en buscar otra botella, pues la última se había gastado en aquel vaso, y le sorprendió en sobremanera que tomara tan velozmente una bebida que los más duros hombres del pueblo apenas soportaban sorber medio vaso.
No había más botellas en la taberna. El dueño debía bajar a la bodega.
“Emy, ven a cuidar la barra, yo debo bajar a la bodega un segundo.” Grita hacia una puerta entreabierta adyacente a la parte trasera de la barra, donde parecía estaban las piezas de aquellos que habitaban el local todos los días y todas las noches del año. Y se apresura a bajar.
No hubo respuesta inmediata de la habitación. El Héroe se extraña cada vez que entra en una taberna, pues sabe que todas tienen particulares y únicas formas de funcionar. Pero ya cada vez más acostumbrado a dejar pasar sus extrañezas, decide mirar en torno una vez más, ahora con un renovado interés que apunta a revisar a los lugareños y ver si hay algo interesante.


El Héroe se da vuelta. Y sus ojos de pupilas cansadas y rodeadas de un iris gris que reflejan imágenes de paisajes sorprendentes, se posan sobre la ventana más amplia del lugar, donde se puede ver que afuera está ocurriendo un robo.
Un hombre en una carreta, y otros dos en el suelo, armados hasta los dientes, hacen a la gente formar una fila y depositar objetos de valor en sus bolsas.
El enorme guerrero arruga su frente en una expresión de descontento y lleva su mano derecha al mango de su espada. En ese mismo segundo, una mano anciana detiene el movimiento, impidiendo que el héroe desenfunde su arma.
"No te preocupes, guerrero" se oye la voz de un anciano menudo y tiritón que estaba junto a él. "Estas cosas son así. Son los cobradores de impuestos de la gran ciudad. No hay nada que podamos hacer para impedir que se lleven nuestro dinero y pertenencias".
El guerrero lo mira con vacía expresión.
"Puedo encargarme de ellos en un instante". Le dice, tranquilizador. "He matado a miles como ellos. No serán ningún problema. No volverán a molestar".
"No lo entiendes" Responde el anciano, desaprobador. "Si te metes con ellos, ellos volverán otro día, con peores hombres, más armados, y le harán mucho mayor daño a este pueblo del que ahora le hacen. Ellos vienen de la ciudad, donde los impuestos son cosa seria. Aquellos pueblos que se rehúsan a pagar, pueden incluso destruirlos. Esa es la orden del Duque".
"Entonces hay que ir a hablar con ese Duque personalmente".
"Cómo se nota que eres un crío, guerrero". Responde el anciano. "Déjalo así cómo está. Las cosas son muy complicadas y es imposible cambiar el curso de los eventos. El Duque es demasiado poderoso y nunca nadie ha podido superar sus fuerzas. Porque la fuerza de sus armas no son las espadas o las flechas, sino que son las leyes y la opresión".


Al Héroe le tocan el hombro. Y al voltear, ve al tabernero con su vaso de licor. El hombretón lo toma entre sus ásperas manos, y se queda en silencio observando el brebaje y el fruto que de a poco convierte el amarillo sucio en un color que se asemeja al cobre. Piensa en muchas cosas. No toma en cuenta al anciano. Algo andaba mal en todo aquello.



El Anciano, al ver que el Héroe se ha calmado, se retira a su asiento nuevamente. Y pasados unos diez minutos en que el guerrero ni ha tocado su bebida, entran los tres hombres armados. Y el anciano tenía razón. La fuerza de sus armas no parece estar en las espadas que llevaban, sino que hay algo que brilla en sus pechos que parece tener muchísima más fuerza: Una Placa plateada. Sus actitudes socarronas lo dicen todo. Y apenas cruzan el umbral, sus pechos se inflan y sus voces se engolan y hablan como si todo aquel humilde local fuese suyo.



"Muy bien, caballeros, ya sabéis lo que el Duque pide mensualmente por no destruir vuestra patética aldea". Dice el que al parecer era el jefe.
El Héroe todavía no lleva su bebida a los labios. Los aldeanos hacen fila para entregar lo que llevaban a los hombres. El tabernero también hace su aporte con monedas y licores de apariencia exquisitos.


Luego que todos hubiesen pasado, el jefe alza la vos. "¡Hey tú! El grandote. No te vi pagar".

"Oh, no os preocupéis, señoría" Ataja el anciano al hombre de la ley. "Él no es de aquí."
"Pero está aquí, así es que debe pagar con lo que lleva puesto".


El Héroe, de improviso, se toma su licor en un sólo sorbo y da media vuelta para acercarse a los hombres. Sin decir nada, le planta un puñetazo al líder de los hombres en el centro del rostro que de seguro le rompe la nariz, y desenvaina su espada.
"Somos dos contra uno". Piensan los hombres de la ley que quedan consientes. Pero ambos saben que ni en sueños le ganarían a la bestia que tienen al frente. Así es que deponen sus armas y lanzan una amenaza sin mucho sentido en ese momento, pero los aldeanos saben de su importancia.
"Me llevaréis con vuestro Duque" dice el Héroe. Y cuando se apresta a salir, el anciano irrumpe en gritos.


"¡Necio! ¡Ahora nuestra aldea está condenada! Nunca nadie ha podido triunfar sobre el poder del Duque."
El enorme hombre se detiene en el umbral de la puerta. Da media vuelta y encara al anciano con unos ojos tan penetrantes que el menudo viejo enmudece.


"¡Maldita sea, Anciano! Los Héroes no triunfan. No se es Héroe por los músculos, por el intelecto o por los logros. Se es Héroe porque se ha luchado donde nadie más ha querido. Se es héroe porque se sigue en pie aún en las más adversas situaciones. Se es héroe, cuando por imposible que sea la tarea, se enfrenta y ganando o perdiendo no se abandona jamás. Se es Héroe cuando se hace todo por el bien de los demás y no propio. La espada del Héroe se llama Voluntad. Tú podrías blandirla si quisieras." Y dando una vuelta entera para gritarle a todo el mundo en la taberna, lanza su última exclamación: "¡¡Todos podemos!!".


La Taberna se ha volcado en un silencio de muerte. El guerrero sale precedido de los dos hombres de la ley. Se dirige a la ciudad sin vacilación. Daría la vida por intentar cambiar el mundo. Por que la gente fuese más feliz. Tal vez no lo lograría nunca, ya que el mundo es imposible de ser cambiado por sólo un hombre. Tal vez moriría esa misma noche en una emboscada de ladrones. Tal vez puedan pasar muchas cosas y jamás su nombre será entonado en las canciones.



Pero eso no es el fin de ser un héroe. El héroe no lo es por ser recordado.

El Héroe es Héroe porque nunca abandona.