El último clamor [El cantar de Roldán]

Decidido, Roldán sujetó firmemente al olifante, observándolo con arrepentimiento, el hermoso instrumento estaba adornado con cristales resplandecientes y su pabellón recubierto de oro. Tras respirar hondo, lo llevó a su boca, para finalmente soplarlo. Se sostenía en Durandarte, su preciada espada santa, que clavada en la tierra lo ayudaba a mantenerse de pie.
Puso todo su ímpetu en el soplo, exigiendo en desmedida a los músculos de su rostro, que se contrajeron y retorcieron, desfigurándole la expresión. El joven valiente ignoró aquel agudo dolor y los espasmos que le producían, como respuesta a su esfuerzo, el sonido se elevó rápidamente al cielo.
Pero aun así no se detuvo, continuó enérgicamente acrecentando el claro y profundo sonido que inundaba el valle. La batalla se paralizó por un instante, las masas sarracenas y los pocos francos que permanecían de pie se giraron buscando la fuente del potente lamento que tocaba sus almas.
Porque Roldán lloraba por dentro, las muertes de sus amigos y la culpabilidad del pecado lo ahogaban, sofocándolo. El valor desmedido que poseía lo llevó a la imprudencia, y a causa de la soberbia, los hijos de su querida Francia yacían desparramados en aquella tierra, lejos de la patria donde nacieron.
La sien no soportó más y se rompió soltando un desagradable estallido, similar al de las cortinas cuando son desgarradas. Sin embargo, él siguió soplando al olifante, su corazón no se detendría y su espíritu tenía una fuerte resolución, hacer llegar el mensaje a su tío, aunque eso acelerara la muerte inevitable que lo esperaba. Deseaba que por lo menos, todos los hombres que cayeron sirviendo fielmente bajo sus órdenes, pudieran tener el entierro que merecían, y que no se convirtieran en pasto para lobos, cerdos y perros en aquel país extranjero.
A más de treinta leguas de la batalla, el sonido alcanzó al grueso del ejército franco. A cuya cabeza marchaba Carlomagno, todos la oyeron, a la afligida llamada del mejor entre los capitanes imperiales. El anciano al escuchar el inconfundible olifante de su sobrino, dio la señal de alto.
—¡Roldán…! —exclamó angustiosamente.