Diez Anillos

Diez Anillos

Una vez más aquí.
No entiendo mi manía de escribir esto xD

Diez Anillos.​

Susan estaba feliz. Tenía una casa maravillosa, un esposo a cual amaba con locura y un trabajo perfecto. No tenía motivos para sufrir. No había motivos para dudar. Todo era perfecto.

Y por eso, todo se derrumbó. Nada puede ser perfecto. Y esa era una regla de la cuál Susan ignoraba, viviendo en su estúpido mundo feliz y perfecto.

El día donde todo se vino abajo, fue un martes trece de octubre. Todo el mundo tiene malos días, se dijo Susan luego de que el desayuno se quemara, llegara tarde al trabajo y se le cayera el café por chocar con un novato. Pero es hora de llegar a casa.

La casa estaba oscura. El silencio era ensordecedor. La tensión en el ambiente era tanta que Susan, siendo una persona muy voluble, se diera cuenta. Incómoda, subió las escaleras que llevaban la habitación que compartía con su marido.

Escuchó un ruido. Su corazón se encogió. La primera duda.

Su mano temblaba cuando giró la perilla. La luz pasó libremente por el pequeño espacio que formó la puerta, iluminando parcialmente su cama.

Susan tapó un grito con su mano y con lentitud cerró la puerta, sin que su esposo y la amante se dieran cuenta. El oxígeno le faltaba. Estaba mareada. Y la imagen se repitió una y otra vez, constantemente.

Sintió nauseas. Sintió desprecio. Odio. Rencor. Le había fallado, se dijo apretando los puños. Prometió nunca hacerle daño. Y todo tenía un precio.

No midió las consecuencias. No pensó en el amor que sentía hacia su marido. Simplemente bajó las escaleras con rapidez, hasta llegar a su cocina. Revolvió entre los cajones, buscando el cuchillo con que su marido cortaba la carne de los sábados.

Lo encontró, y lo sostuvo con sus manos. Sintió el poder, supo lo que podía hacer con ese cuchillo y no retrocedió. En sus ojos no hubo ninguna duda.

Susan, en su estado de locura al ver su estúpido mundo perfecto destruyéndose, subió las escaleras lentamente. Ahora era consciente de los ruidos, del placer escapándose de la boca de su marido.

No. Él ya no era su marido.

Apretó el mango del cuchillo fuertemente. Deslizó su mano sobre la perilla lentamente, con cariño. Abrió toda la puerta, con una sonrisa dulce y cariñosa.

El cuchillo estaba tras su espalda, impaciente para hundirse en la carne.

Avanzó lentamente hacia él. Escuchó protestas, disculpas, equivocaciones. Pero no lo escuchó, clavó sus ojos sobre los de él.

El tonto marido silencio sus protestas. La estúpida amante cometió el error de abrazarlo. Los ojos de Susan se abrieron desmesuradamente, como dos blancos platos.

Dejó a la vista su cuchillo. Y empezó a clavarlo sobre el cuerpo del hombre. Diez en total. Diez por cada anillo que él le había regalado. Diez.

La tonta rubia gritó. Susan quiso ser buena, quiso dejarla huir. Lo mató a él, y se sintió libre. Su estúpido mundo perfecto estaba destruido ya, y eso la hacía libre.

Libre para ver que nada es perfecto. Libre para sufrir, para llorar, para odiar.

Susan tomó los diez anillos que le había regalado su tonto marido y los enterró en el patio, símbolo de que estaba libre.

Pero sus ropas nunca dejaron de verse rojizas.