Drama Démonos un tiempo

Tema en 'Relatos' iniciado por RedAndYellow, 15 Marzo 2017.

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    RedAndYellow

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    Escritor
    Título:
    Démonos un tiempo
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    821
    Ambos caminaban hacía la cafetería, pero separados. Cada quien por su lado, últimamente la casa estaba vacía, no se unían. A veces el cielo lloraba y relampagueaba al verlos ahí, solos, con tumores creciendo a zancadas en sus corazones; sin ser cáncer.
    Ninguno de los dos quería estar ahí, en esa cafetería en ese momento. No tan de noche. No le temían a los peligros que pasaban afuera, en ambas realidades, eso, en cierta forma, era lo menos importante. Algo de precaución y no pasaría a mayores. Lo que en verdad temían era encontrarse ahí, llegar a la cafetería y verse los ojos, intentando adivinar en que piensa el otro; mientras el otro apaga el brillo de sus ojos para no ser leído. Sin abrazos, ni risas, sin esos gestos de placer al oler la fragancia del otro. Sin esas muecas que demuestran, en ese entonces, el disfrute entre dos almas, pidiendo café y un trozo de pastel, de chocolate, con cerezas en la parte de arriba. A veces él se comía las dos.
    Otras veces se daban sobres mojados. Con flores marchitas dentro, cargadas de tinta negra y una neblina oscura, pestilente. Claro que la idea no era hacerse daño; eso sería perder la magia. Además, la neblina, solo la podían ver ellos, entre ellos, entrelazados y juntos. El resto solo miraba la flor marchita, sin regarla. Por alguna razón siempre se daban el sobre en la cafetería, pero nunca solucionaban nada en esa cafetería; se iban al callejón, enfrente. Ahí quemaban los sobres, mientras reían y sobres nuevos aparecían en las mesas de la cafetería, en su mesa. Uno para cada uno, con una flor nueva, con algo de agua en las raíces, simplemente hermosa.

    No era ese día exactamente, los sobres estaba mojados, empapados; la flor marchita, pudriéndose. Quizá ese olor sí que llegaría a las otras mesas. Era una gran cafetería
    Tenía las manos frías, pero al mismo tiempo le sudaban. Se le resbalaban al tocar el frío tubo rojo, resplandeciente, que abría paso a la cafetería. Realmente no hacía falta hondar en explicaciones entendibles, su mente, en sí, ya comprendía la situación mejor que nadie. No importaba que pasara, no importara que ocurriera, siempre que tocaba el tubo, largo y rojo, que abría la puerta a la cafetería el corazón se le empezaba a salir del pecho, a latir como si fuera un súper-deportivo.
    El vidrio no dejaba ver quien estaba dentro, no importaba cuanto clavara la vista en él. Nunca podía saber, desde afuera, si él ya había llegado. Solo quedaba entrar.
    Así fue.

    Entró. Todo era igual, normal. El suelo brillante, lleno de cera. Con ese color rojo explosivo; pero tan perfecto. No cansaba la vista, ese era un hecho increíble, pues era un rojo tan especial. Diferente. Todo tenía rojo, en distintas tonalidades: El techo, las paredes y los mesones, compartían ese color. Era hermoso. Pero las sillas, en cuero, tenían un rojo brillante, brillaba como la más grande estrella del cielo.
    Las meseras, sin rostro, pasaban con bandejas de plata llevando el plato especial. Las mesas llenas, repletas, pero siempre de dos en dos. Algunos en el mismo asiento, otros separados o gritando. De alguna manera, el suelo de esas personas, se ponía gris. Tampoco era nada nuevo, lo miraba tantas veces.

    Quería centrarse en él, encontrarlo, y sin importar el suelo decirle lo que sentía. Buscó en cada mesa, con la mirada. Sintió una pequeña curiosidad por un tipo solitario en una mesa, aislada, en una esquina. Llevaba un libro, ¡Podía ser él!, después de todo le encanta leer.
    Solo fue cuestión de tiempo, los pasos estancados moviéndose en dirección recta hacía la mesa. Siempre le pareció que dentro de la cafetería las acciones ocurrían diferentes, alejadas de la misma realidad. Vio el libro, porno barato, un harem de pena. Un frío en la oreja “Mario” pensaba que se llamaba así, por alguna razón.
    No quiso darle más atención. Tenía que concentrarse en encontrarlo.

    El suelo entonces cambiaba de color, con cada paso. Seguía sin entender como sentía las miradas de las camareras, si no tenían rostro. Estaba nerviosa.
    Una camarera se le acercó por la espalda, era más pequeña que ella, unos pocos centímetros. No hubo intercambio de palabras, era normal en cierta parte, sin boca no había forma de hablar; era evidente. Llevaba solo un gran vestido blanco, genérico. No se había fijado en eso, y eso que había llegado a esa cafetería hace meses. Levantó la cabeza un poco, mirando a más camareras, algunas ─la mayoría─ llevaban el vestido teñido de negro. Sobre todo en la parte del pecho y caderas, era algo curioso.
    Pero, para curioso, lo que la pequeña camarera le entregaba en bandeja de plata, reluciente. Una taza, negra, vacía, con olor a café. Un pequeño trozo de pastel, sin cereza.

    Creyó escuchar: “Démonos un tiempo”
     
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