Como una flor

Hace un tiempo conocí a una chica que parecía una flor, de esas que solo crecen en verano, coloridas y llenas de vida. Pero no era exactamente como ellas. Seguía siendo delicada y dulce y te provocaba el irremediable deseo de cogerla y admirar su belleza. Pero carecía de vida. Estaba apagada, como si su sol la hubiese abandonado hace mucho tiempo, quitándole toda la energía, todos los colores, todo lo que le hacía ser ella.

Aún así, no pude evitar pararme a observarla y preocuparme por ella quedándome a su lado sin pedir permiso y cogiéndole pronto un gran cariño.

Aquella chica me llamaba la atención, tal vez por aquel destello en sus ojos a pesar de que su rostro estaba sumido en la tristeza, o tal vez porque sentía que ella me miraba de la misma forma que yo lo hacía.

Nunca hablamos, ni ninguna lo intentó siquiera. Nos entendíamos solo con mirarnos y con eso nos bastaba.

Lo que más me gustaba era mirar aquellos grandes y verdes ojos que eran como un enigma para mi. Veía una tormenta descontrolada en ellos, pero cuando volvía a alzar la mirada solo encontraba la paz. Y me preguntaba qué habría desatado aquella tormenta en su interior.

Intentábamos juntar nuestras manos pero siempre había una especia de barrera fría e invisible entre las dos.
Quería salvarla, deshacerme de aquel sufrimiento salado que desbordaba por sus ojos. Pero no podía llegar a ella.

Ella también me miraba, penetrando en mi alma, como si intentara encontrar aquello que me atormentaba, y parecía molestarse cada vez que lo intentaba y no hallaba respuesta alguna. No entendía qué parte de mí le interesaba puesto que mi vida era a lo sumo púramente sencilla y feliz, a diferencia-al parecer- de la suya.

Pero entonces lo entendí, entendí el porqué de aquel destello en sus ojos y es que a ella siempre le bastó observarme a su lado para calmarse. Por eso nunca la dejé desde ese momento. Por eso nunca nos separamos. Por que para ella yo era como el nuevo sol con el que siempre soñó encontrarse, su mitad alegre que una vez perdió. Y porque para mí, ella era como el eslabón suelto, como la pieza que no encajaba en el puzzle perfecto que era mi vida. Un gran misterio para mi.

Y así pasó el tiempo y con él su tristeza, y entonces aquella pequeña flor renació, iluminando todo mi mundo. La vi reír, llorar, enfadarse... pero nunca más volví a ver tristeza en aquellos ojos.

Nunca me dio las gracias por salvarla, aunque en verdad tampoco las necesitaba, porque sentía que ella me había salvado del mismo destino. Nunca me percaté de ello, pero al parecer ella siempre lo había notado.

Un día decidí hablarle, curiosa de saber la voz tras aquella nueva sonrisa. Dulce, apagada, brusca... no me importaba.

- Sabes, estaba pensando que tu y yo realmente nos parecemos.- confesé por primera vez lo que había estado rondando mi cabeza desde que nos conocimos.
Ella me miró confundida, pero luego soltó una gran carcajada.
- Si... Yo también.