La leyenda de los volcanes mexicanos Popocatépetl e Iztaccíhuatl siempre ha sido de mis favoritas por eso, aunque es muy conocida, quise traerla al foro de mitología para San Valentín (con algún que otro día de retraso, claro está) Aviso a navegantes: Me veo en la obligación de advertir que cuando intento escribir algo romántico suele perderme la cursilería (más teniendo en cuenta la cercanía del 14 de febrero). Normalmente no me doy cuenta hasta varios meses después así que, como puede que éste sea uno de esos casos, no está de más avisar. CEMIAC (POR SIEMPRE) I La tarde estaba en su apogeo y el sol se contemplaba en la laguna, donde los patos acicalaban sus plumas entre los juncales y las garcillas volaban con el gracioso vaivén de una nube blanca que bailaba sobre la superficie del agua. Una leve brisa soplaba a ráfagas intermitentes, meciendo las cañas y apaciguando de forma caprichosa el calor, y a la sombra de un sauce cuyas ramas lloraban en la ribera salpicada de lirios azulados se escondía el amor. Recostado en la alta hierba, Popocatépetl descansaba la cabeza en el regazo de Iztaccíhuatl cuya vista se perdía en el horizonte. Los vapores de la tierra se levantaban en vaharadas por encima de los campos de maíz y frijoles, creando un espejismo de realidad, y en el pesado silencio que los rodeaba sólo el cri-cri de los grillos acompañaba el alegre canto del colibrí. Ella bajó la mirada a su rostro mientras con los dedos peinaba en una sutil caricia la espesa mata de cabello azabache que se derramaba sobre sus piernas extendidas. No era suave, sino recio y fuerte como el resto de su cuerpo, de piel morena y músculos bien definidos, acostumbrado al trabajo duro y a la guerra. Tenía una expresión calmada y su boca grande de labios llenos dibujaba una dulce sonrisa. Parecía profundamente dormido y un aciago presagio se agitó en su interior. —No te vayas —rogó de pronto, en un susurro apagado, sin apenas despegar los labios. En su voz quebrada se adivinaba el nudo que cerraba la garganta y que únicamente las lágrimas contenidas en sus ojos conseguirían aflojar. Pero, Iztaccíhuatl, no iba a llorar. Se había jurado a sí misma no hacerlo. Pertenecía a esa estirpe de indios valientes, de férrea voluntad, que los poderosos aztecas jamás conseguirían conquistar. Hombres y mujeres que preferían dejarse la vida, inmolados sobre el techcatl del templo enemigo, a perder la libertad. Entendía el porqué de su lucha y lo que ésta significaba para su pueblo, aunque eso no la hacía más fácil. Popocatépetl apretó la mandíbula y continuó con los párpados cerrados, buscando en su corazón el coraje suficiente para enfrentar el manto de tristeza que sabía arropaba sus pupilas. —Tu padre me prometió un gran festín por mi triunfo y una esposa bella como el sol. —Una apacible sonrisa reapareció en su rostro. De alguna manera, él buscaba suavizar su partida. Ella era hija del señor y rey de Tlaxcala, la más preciada de sus posesiones, hermosa e inalcanzable para uno de tantos entre sus guerreros. Jamás debió haberse enamorado y mucho menos aspirar a hacerla su esposa. Pero ni la más poderosa de las razones puede gobernar el corazón y el suyo, latía por esos ojos color miel desde la primera vez que la vio. La euforia de sentirse correspondido había sorteado hasta el momento todos los obstáculos que parecían separarlos y que, sin embargo, seguían en pie. Ahora, la guerra le daba una oportunidad de derrumbar esas barreras infranqueables y no había súplicas, ni lágrimas suficientes en el mundo capaces de doblegar su determinación. La mano de Iztaccíhuatl quedó enredada y quieta entre sus cabellos y por unos segundos se mantuvo en silencio, absorta en sus pensamientos. —Mi padre acabaría aceptándote igual —reprochó al fin, con un murmullo bajo y airado. En el fondo estaba orgullosa de él, de su voluntad inquebrantable y la osadía que demostraba. Pero el miedo hablaba por su boca y lo hacía de forma irracional y egoísta. Lo amaba y temía más que nada por su vida y ese temor oscuro, la ofuscaba impidiéndole ver más allá—. No tienes por qué ir. Popocatépetl entreabrió los ojos, clavándolos en los suyos y respiró en profundidad. Tampoco era fácil para él pero… ¿Acaso podía darle la espalda a su gente? ¿A su orgullo? ¿A ella? Su mirada se suavizó. Sobre todo a ella. Eran de mundos tan diferentes...Estaba atrapado en un amor imposible, ambos lo estaban y aún así no podía perderla. Sintió una bocanada de angustia subirle por el pecho y empuñó las manos. No iba perderla. —No, no lo hará —aseguró serio, incorporándose con lentitud hasta quedar sentado a su lado—. Y aunque lo hiciera, ¿ese es el futuro que quieres para nosotros? ¿Arrodillados y sometidos a la voluntad de los aztecas? ¿Pagándoles tributo y sacrificados en honor de sus dioses? Mi padre luchó y murió aquí y el padre de mi padre y todos mis ancestros. No pagaré por algo que ya es mío. Nuestros hijos nacerán y crecerán libres en esta tierra. Ella bajó la mirada ante sus palabras, incapaz de seguir encarándolo. El nudo en su garganta se apretó mucho más hasta hacerle sentir que le faltaba el aire. —Tengo miedo —musitó en un sollozo, apenas contenido. Popocatépetl la tomó de la barbilla y alzó su rostro, obligándola a enfrentarlo. Una vergonzosa y solitaria lágrima corría por su mejilla y él, la extendió con su pulgar en una tierna caricia. Su corazón latía con fuerza en el pecho. Era tan hermosa que hasta sus lágrimas se parecían al rocío que cubre los campos al amanecer. Ella apartó apesadumbrada los ojos, maldiciéndose mentalmente y él, la instó de nuevo a mirarlo. Sus pupilas temblaban en un mar de ámbar y desesperación, perdiéndose en las suyas con tal intensidad que, por un momento, el mundo pareció desvanecerse alrededor. Sus rostros fueron acercándose y sus labios se rozaron un breve instante que para ambos fue una eternidad. —Te prometo, que siempre estaremos juntos —susurró sobre su boca cuando el tiempo volvió a correr. Se estremeció ligeramente y llevó su mano a la de él, que acariciaba con el dorso su mejilla—. Siempre —repitió, mirándola fijamente a los ojos mientras se distanciaba, esbozando una sonrisa que ella trató de corresponder. Mansamente, volvió a recostarse en su regazo. En el cielo, las nubes cubrían el sol. El colibrí había dejado de cantar y una extraña quietud se cernía sobre la laguna. De algún modo, la tristeza había absorbido aquella apacible tarde de primavera. Suspiró, al sentir de nuevo los dedos de Iztaccíhuatl enlazarse en sus cabellos y cerró los ojos, dejando que su pensamiento construyera un recuerdo del que tendría que vivir durante días. II Las moscas zumbaban entre los cadáveres donde los tocados y estandartes de plumas de quetzal coloreaban alegremente la muerte. Popocatépetl contemplaba impasible los cientos de aztecas y tlaxcaltecas amontonados a sus pies. Un revoltijo de manos que aún empuñaban sus armas, piernas, cuerpos sin vida, arrebatada por las puntas de obsidiana, cuya sangre se respiraba en el ambiente y empapaba la tierra reseca. Ni una brizna de hierba ondulaba, no soplaba la más leve brisa que aliviara el calor y quebrara la insoportable quietud que lo rodeaba. Sentía una extraña presión en el pecho, una punzada de angustia que nada tenía que ver con la batalla que acababa de librar ni con la victoria que tantas lunas le había llevado cosechar. Pasó el brazo por la frente perlada de sudor. En su mano, aún sostenía la macana ensangrentada adornada con dientes de jaguar con la que había enfrentado y derrotado a sus enemigos, impelido por el valor y esa fuerza indescriptible que sólo el amor puede dar. Inhaló, dejando a los pulmones llenarse de aire caliente y levantó la mirada al cielo donde las nubes parecían anestesiadas por el sol. Deslumbrado, apretó los párpados y entre los cientos de puntos luminosos que veía, fueron dibujándose unos ojos almendrados del color de la miel. La mirada de Iztlacíhuatl suavizaba el horror de la guerra y ocupaba su pensamiento. Pronto, se vio sumergido en un mar de recuerdos. Lo peor ya había pasado y nada, ni nadie volvería a separarlos porque él, se había ganado el derecho de hacerla suya, su esposa y la madre de sus hijos. Abrió los ojos para contemplar el campo de batalla una vez más. Algo lúgubre flotaba en el aire. Se arrodilló y tomó del cabello el cadáver que yacía a sus pies, levantándolo del suelo. Su vista se clavó en las pupilas vidriosas y apagadas del cacique rival. Había sido un bravo adversario. Tensó los músculos de su brazo y su puño ciñó con fuerza la macana mientras el filo de obsidiana rasgaba el cuello de su enemigo. Sintió cierta repulsión cuando la sangre, todavía caliente, manchó sus manos pero no le importó. Aquella cabeza en su lanza era todo lo que necesitaba para volver a ella. III Como el gusano del maíz que devora las hojas y vacía los tallos hasta dejarlos huecos e inservibles, había la envidia corroído las entrañas de aquel hombre. Los celos lo consumían y un velo rojo de rabia enturbiaba su mirada, cuando regresó del campo de batalla con la falacia de la muerte de Popocatépetl y la esperanza de poder desposar él a la princesa de Txacala. Pero, al igual que las mazorcas se blanquean y acaban finalmente desgranadas y podridas en el suelo, la tristeza y la desesperación de aquella mentira extinguió la luz de Iztaccíhuatl. Su dulce rostro, otrora de bronce bruñido, se tornó cetrino y ausente. Día a día, su cuerpo languidecía y en sus ojos, nublados de lágrimas, titilaba el dolor por la pérdida del que tanto amaba. Un dolor sordo e insoportable que la desgarraba por dentro y le oprimía el pecho, asfixiándola. Bien pudo aquel infame, viendo como la flor de Txacala se marchitaba a causa de su engaño, retractarse de sus palabras. Pero los celos son cobardes y egoístas y una vez que encuentran un corazón donde anidar se valen del miedo y el rencor para emponzoñarlo. Su alma era ya tan negra como el humo que desprende el espejo de Tezcatlipoca. El amor que creía sentir y el anhelo de tenerla se troncó en cruel resentimiento. Si ella no era para él, tampoco sería para Popocatépetl y así, convertida en una sombra de sí misma, la pena fue apagando poco a poco la vida de Iztaccíhuatl. IV El silencio acompañaba la entrada de los victoriosos guerreros en la ciudad. No repicaba el huéhuetl, ni silbaban las caracolas, ni se escuchaban los agudos acordes de las chirimías. Los niños no corrían, riendo, tras las filas de soldados haciendo sonar sus alegres flautas y se mantenían callados junto a sus madres, que bajaban la mirada al paso de la comitiva. Silencio, solo silencio. Un sepulcral y nublado silencio del que Popocatépetl apenas era consciente. En sus oídos, palpitaba desbocado el deseo de volver a verla y en su pensamiento, esa promesa que no tardaría en poder cumplir. “Siempre estaremos juntos…” Orgulloso, con la barbilla en alto y el paso firme del que ha enfrentado y vencido a la muerte, ataviado con plumas de arara y la cabeza de su enemigo clavada en la lanza, entró en casa de su Señor para reclamar la recompensa que tanta sangre y esfuerzo le había costado obtener. El rumor del llanto reverberaba en las paredes de piedra de la estancia, impregnada por el fresco aroma de las magnolias, y entre las sombras, en medio de la sofocante penumbra, yacía el cuerpo sin vida de Iztaccíhuatl. El corazón del guerrero se detuvo y su mirada se perdió en el infinito. Abrió la mano, dejando caer la lanza y movido por la inercia, arrastró tambaleante los pies hasta ella. Su pelo de endrina enmarcaba un rostro pálido y afilado, tenía las manos cruzadas sobre el pecho y profundas ojeras se marcaban bajo los párpados cerrados, que ocultaban esos ojos tantas veces imaginados. Parecía sumida en el más reparador de los sueños… Un amargo alarido desgarró su garganta. Mareado, cayó de rodillas, apoyando las palmas en el suelo y hundiendo la cabeza entre los hombros. Su cuerpo tiritaba y las lágrimas acompañaban entre gritos su impotencia mientras golpeaba con los puños cerrados el frío suelo. La rabia se agolpaba en su cabeza. No podía haberla perdido. Era suya, por siempre, para siempre. “Siempre estaremos juntos…” Algo se rompió en su interior. El tiempo dejó de tener importancia, podían haber pasado horas o simples minutos. Sentía como si un hierro al rojo vivo estuviera perforándole las entrañas. Dolor, un dolor extremo e insoportable que zumbaba en sus oídos y le robaba el aliento. Maldijo a voces a los dioses por haberlo abandonado y mil veces les rogó que se la devolvieran. Se maldijo a sí mismo por haberse marchado, por haber dejado que su orgullo de guerrero se la arrebatara y renegó de aquella tierra por la que había luchado y derramado tanta sangre. Nadie dijo nada cuando se levantó y tomó entre sus brazos a Iztaccíhuatl, ni cuando recorrió las calles en silencio y continuó su camino a través de la pradera, envuelto en un halo de ira y desesperación. Atrás quedó la laguna y ese sauce que había arropado bajo sus ramas aquellos encuentros furtivos, aquellas tardes de enamorados ahora tan lejanas. Así, atravesó campos y valles abrazado al cadáver de Iztaccíhuatl y cuando el sol se fue poniendo en el horizonte y la luz cenicienta de la luna bañó el cielo, la depositó sobre un lecho de dalias blancas en la cima de una suave colina. Encendió una tea e hincado de rodillas a sus pies, veló en solitario su muerte. Los días fueron pasando y llegó el invierno, y después vino una nueva primavera y otra vez el verano. Los años se sucedieron, la tierra fue cubriendo sus cuerpos y la lluvia amontonó piedras y rocas a su alrededor hasta convertirlos en altas montañas. Un sudario de nieve envolvió sus cimas y en sus laderas crecieron los bosques de coníferas y el alto pasto por donde corren los teporingos. Desde entonces permanecen unidos y en silencio. Ella sumida en un sueño eterno y él, con su humeante antorcha en la mano, dormido a sus pies. Pero a veces, Popocatépetl se despierta y su corazón ruge de rabia y de dolor al contemplar el cuerpo de su amada, y mientras su furia hace temblar y estremece el valle de Anáhuac hay quién dice que en el viento se escucha aquella promesa… “Siempre estaremos juntos…” Existen innumerables versiones de la leyenda de Popocatépetl eIztaccíhuatl, así que ésta vendría a ser sólo una más. Creo que al final si resultó demasiado edulcorada. ¡Suerte que les había avisado! Gracias por leer.
Ay, Dororo, me haces llorar y quiero confesarte que eres mi idolo. La forma en que le pones poesía a todo y vitalidad y mucha, pero mucha descripción...haces que se me ponga la piel chinita por las emociones y paisajes. No se me hizo cursi, sino más bien rómantico. Acerca de mi escrito, puede que me tarde, pero yo te aviso.
Concuerdo con Sheccid, pensé que el relato sería mucho más acaramelado por tus advertencias, pero creo que fue a la medida justa, los sentimientos de los personajes son trasmitidos claramente y sin densidad. Continua escribiendo, que realmente vale la pena leerte ^^ Bye.
Me encanto, es como aquella primera vez que escuche la leyenda de los volcanes, dejándome llevar a aquella época, esta como usted dice mi superior es una versión, ni yo que veo todas las mañanas a lo lejos los volcanes se la verdadera versión. Pero es que como le digo hace que cada cosa se imagine, es como leer un libro y que todo, todo salga y nos envuelva con su magia. Esa leyenda es la que más me gusta, por que es un amor verdadero, aquel ser espera el despertar de su amada y cuando esta regrese a la vida, todo ser vivo pagara con su vida el haberla hecho sufrir y el separarlos por el sueño que según nosotros creemos que es eterno, pero no. El despertar de su amada traerá la ira del más bravío guerrero que ahora se encuentra cerca por tocar el cielo. Oh eso es lo que me sabia yo. Es que usted es genial! porque aunque le guste la mitología hace magia con ella. Me recordó a mi infancia, la familia de mi abuela vive a faldas de Iztaccíhuatl "la joya" así se llama el pueblito y la de mi abuelo del Popocatépetl y esas leyendas contadas del abuelo, del abuelo, del abuelo de mi abuelo, son las mejores. Y usted sin saber, sin estar frete a ellos me hizo sentir pequeña. Me fascino mi querida Dororo.
He leído algo tuyo como lo dije y me ha encantado... Esta definitivamente es una de las leyendas icónicas de nuestra cultura, una "delicia", una tragedia griega a la mexicana. Admiro mucho lo prehispánico y este relato me hace enamorarme aún más de "lo nuestro". Eres una genio, qué talento literario y dominio del tema, has escrito una versión antojable y me he quedado sumamente satisfecho. Un placer, chao.