de Inuyasha - Carrera

Tema en 'Inuyasha, Ranma y Rinne' iniciado por mirosanfan, 9 Agosto 2011.

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    mirosanfan

    mirosanfan Guest

    Título:
    Carrera
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    3204
    Capítulo 1

    —Espera a verlo. ¡Te vas a caer de espaldas!
    Era el primer comentario que Sango oía sobre Miroku. Las dos chicas que tenía enfrente estaban hablando de él. Sango no las conocía, sólo sus nombres: Shima era quien había hecho el comentario y Koharu la que se había reído.
    —¡Estás de broma! —dijo Koharu—. Es imposible que el hijo del profesor Houshi sea guapo.
    —Créeme, lo es —insistió Shima—. Pregunta a cualquiera.
    Koharu buscó a alguien a quien preguntar, pero el aula estaba casi vacía. Sango era la persona que tenían más cerca.
    —Vamos a preguntarle a la inglesa.
    Sango desvió la mirada: sabía lo que iba a pasar. Por alguna razón, algunas chicas disfrutaban haciéndole la vida imposible.
    —¿Has visto al nuevo de literatura? —preguntó Shima.
    —No —respondió Sango—. ¿Qué le ha pasado al profesor Houshi?
    —Pero bueno, ¿en qué mundo vives?
    —Ya sé —exclamó Koharu—. ¡En el planeta Reebok!
    Ambas se echaron a reír por el chiste. Sango no lo entendió porque nunca veía la televisión, pero suponía que se estaban metiendo con ella por dedicarse al atletismo.
    —Al profesor Houshi le dio un ataque al corazón —le informó Shima con aire de superioridad.
    —¿En serio? —los ojos verdes de Sango se entristecieron. Le gustaba el viejo profesor—. ¿Y está bien?
    Shima se encogió de hombros: Sango y el estado de salud del profesor pasaron rápidamente a un segundo plano cuando Miroku Houshi entró por la puerta. Sango no le dio importancia. No tenía muchos amigos en su nueva universidad. Sengoku era una pequeña institución del.
    Levantó la vista por curiosidad y, tal y como Koharu había afirmado, el hijo del profesor Houshi era el hombre más atractivo que jamás había visto. Sobrepasaba el metro ochenta de estatura, pelo castaño obscuro y un rostro que parecía haber sido esculpido en granito y luego curtido por el sol y la lluvia. Era difícil acertarle la edad: podía tener tanto treinta como cincuenta años. Pero fueron sus ojos, de un azul eléctrico, los que atrajeron la atención de Sango. Tenía la impresión de haberlos visto antes.
    —Me llamo Miroku Houshi. Mis amigos me llaman Miroku y vosotros podéis llamarme profesor Houshi... a menos que resultéis ser los Shakespeare de nuestros días, en cuyo caso podéis llamarme «El Gracioso».
    Hubo un silencio antes de que la clase se atreviera a reír, excepto Sango: no le gustaba la gente que iba de lista.
    —Muy bien, las redacciones —tomó una carpeta llena de papeles—. Os voy llamando en voz alta, os acercáis y os lleváis vuestras obras magistrales.
    Empezó a llamarlos de uno en uno y a hacerles los comentarios pertinentes. Parecía que el profesor Houshi hijo se tomaba lo de las notas más en serio que su padre. Por suerte para Sango, había otros quince estudiantes en el grupo y el profesor no se dio cuenta de que faltaba su redacción. De hecho, esperaba pasar completamente desapercibida en clase, como de costumbre. Hubo un par de veces en que sus esperanzas se vieron casi frustradas al sentir que el profesor se la quedaba mirando unos segundos, pero él había continuado con la lección y Sango pudo relajarse y entregarse a lo que normalmente solía hacer durante las clases: soñar despierta.
    Estaban discutiendo el tema de la traición en la literatura y Sango hacía tiempo que había desconectado.
    —¿Sango? —volvió a preguntar el profesor al no haber obtenido respuesta la primera vez— ¿Quizá quiera identificarse a sí mismo?
    La equivocación provocó las risas de sus compañeros. Sango levantó una mano apenas visible, pensando para sus adentros que definitivamente aquel profesor no le gustaba nada.
    —Lo siento. Femenino y no masculino.
    —¿Cómo lo sabe? —cuchicheó Shima con Koharu en tono perfectamente audible, dirigiéndole una mirada maliciosa.
    A Sango le resbaló el comentario, pero sabía por qué lo decía. Las chicass llevaban sus largas cabelleras rubias sueltas y rizadas y siempre iban perfectamente peinadas. Ella, sin embargo, era castañay llevaba el pelo siempre con un simple moño blanco. Pero su rostro era el de una mujer, sin lugar a dudas, con enormes ojos almendrados y labios bien delineados.
    —Ah, la corredora—sonrió Miroku Houshi—. Así que no necesitó remolque.
    Entonces, Sango cayó en la cuenta. Por eso sus ojos le resultaban familiares. Lo había visto unos días atrás mientras corría. A las siete de la mañana de aquel día la niebla era tan intensa que no se veía nada y, estando en la penúltima vuelta antes de irse a clase, había chocado con un objeto sólido parado en medio de la pista y había salido despedida.
    —¿Pero qué dem...? —al objeto sólido también le había pillado desprevenido, pero había conseguido mantener el equilibrio. Sango no había querido levantarse hasta estar segura de no tener nada roto o dislocado—. ¿Está bien? —unos ojos de un azul intenso se le habían acercado sonrientes, pero ella lo había mirado con expresión acusadora—. Ha sido usted quien se ha chocado contra mí.
    —¡Estaba usted parado en medio de la pista!
    —Cierto. No esperaba encontrar a nadie haciendo jogging a estas horas de la mañana.
    —Yo no hago jogging; yo corro.
    —Vale, corrijo lo que he dicho.
    —Esta pista pertenece a la universidad de Sengoku —seguía enfadada.
    —Ya lo sé. Yo también —lo miró desconfiada. En Sengoku había unos cuantos alumnos maduritos, pero nunca había visto a aquel hombre—. Soy nuevo.
    —¿En qué facultad?
    —Doy literatura inglesa del siglo XVI al XIX —sonrió—. ¿Y usted?
    No respondió. La conversación ya había durado más de lo necesario. Rechazó la mano que le tendía y se levantó dolorida.
    —Quizá deberíamos correr juntos para evitar más colisiones —sugirió él.
    —Me gusta correr sola.
    —Pues debe pasarlo mal cuando compite. ¿O es que va tan por delante del resto que ni siquiera los ve?
    —¿Cómo sabe que compito?
    —No lo sé; estaba adivinando —sus ojos repararon en los pantalones cortos y el top blanco de tirantes de Sango, en el que podía leerse Durham Harriers, su antiguo equipo de atletismo de Inglaterra. Había sudado tanto que el pelo se le pegaba a la frente y su top resultaba prácticamente transparente—. Debería tener cuidado saliendo a correr sola —lo había dicho en tono de consejo y no de amenaza y luego, se había marchado, dejándola malhumorada. No le gustaban los paternalismos, no le gustaba la ironía y no le gustaban los americanos gigantes que la hacían sentir diminuta... y menos cuando resultaban ser profesores de literatura.
    —Muy bien, Sango, ¿le gustaría darnos su opinión?
    —¿Sobre qué exactamente?
    —Sobre si el acto tercero hace de la obra una comedia en vez de una tragedia.
    —Es difícil de decir —no sabía por dónde salir, pero, una vez más, había optado por una respuesta ambigua antes de admitir que no había leído ni una sola línea de la obra.
    —Muy difícil, ya imagino —comentó el profesor con sequedad al darse cuenta de lo que ocurría. Sin embargo, prefirió no ponerla en evidencia y dirigió la pregunta a otro alumno.
    De no ser porque no le caía nada bien, le habría besado la mano en señal de agradecimiento, pero tal como estaban las cosas, intentó escapar del aula en cuanto sonó el timbre.
    —¡Sango! —la llamó antes de que pudiera llegar a la puerta.
    Ella se acercó a la mesa y esperó en silencio a que recogiese todos los papeles y los metiese en su cartera. Esperaba que la regañase por no prestar atención, pero no fue así.
    —¿Quién decidió lo de Sango? —preguntó observándola.
    —¿Qué? —no se lo podía creer—. Mi padre... ¿Por qué?
    —Por nada. Es poco frecuente encontrar a otros que también lo sufren, eso es todo.
    —¿Perdón?
    —Mi padre me puso de nombre Miroku. como Miroku.
    —¿Miroku? —repitió. Sin querer, estaba quedando como una estúpida.
    —Miroku, según mi padre un gran monje budista de hace años.
    —Ah.
    —Aunque supongo que no lo será para usted.
    —Nunca he leído nada de él —admitió. Podía haber fingido, pero tenía la impresión de que aquel hombre lo descubriría tarde o temprano.
    —¿De veras? Tendremos que hacer algo para remediarlo. Pero de momento... ¿William Shakespeare? ¿El gran dramaturgo inglés? ¿Le suena el nombre?
    —Ligeramente —no iba a permitir que la intimidase.
    —¿Y bien? ¿Qué hay de esa crítica de una de las tragedias shakesperianas que escribió para mi padre? Bueno, la que se suponía tenía que haber escrito. Es curioso, pero no recuerdo haber leído su redacción.
    —Es que no pude... Se lo dije a su pa..., al profesor Houshi.
    —¿Qué le dijo exactamente?
    —Que tenía un encuentro.
    —¿Un encuentro? —repitió. Luego se contestó a sí mismo—. De atletismo, claro.
    —Sí. Tuve que entrenar.
    —Está usted aquí con una beca de deporte. Eso explica muchas cosas —Sango no era tonta y sabía qué quería decir. La consideraba una «atleta sin materia gris», calificativo que se aplica a veces a los deportistas universitarios—. Muy bien, pues para que no haya malentendidos, Sango, hay gente que cree que porque una chica pueda correr los 100 metros lisos en menos de 10 segundos hay que darle carta blanca en todas las asignaturas. Por desgracia para usted, yo no formo parte de ese grupo. ¿Me sigue?
    —Sí.
    —Así que me debe una redacción, ¿correcto?
    —Sí. ¿Puedo marcharme ya?
    —¿Cuándo es nuestra próxima clase?
    —El jueves.
    —Tres días. Tiene tiempo de sobra.
    —¿Quiere la redacción para el jueves?
    —Sí, ¿algún problema? —arqueó las cejas animándola a discutir, pero Sango decidió no hacerlo y se dirigió a la puerta sin esperar a que la diera permiso para marcharse.
    —¿Cómo está su padre? —preguntó antes de salir.
    La pregunta era sincera, pero estaba claro que a él le sorprendió.
    —Sigue en el hospital, pero ya está fuera de peligro. Dicen que se recuperará por completo si hace lo que le dicen.
    —Me alegro.
    —¿Quiere que lo salude de su parte?
    —Bueno, aunque probablemente no se acuerde de mí —se encogió de hombros, se despidió y se alejó corriendo.
    Viéndola marchar, Miroku Houshi pensó que con toda seguridad su padre la recordaría. Todo buen profesor repararía en una joven que se pasa la clase entera mirando por la ventana y deseando estar en otra parte. Él mismo conocía el sentimiento. Había aceptado sustituir a su padre, pero le había bastado un solo día para acordarse de por qué había dejado su antigua ocupación. Le encantaba la literatura; lo que no le gustaba era tener metérsela con embudo a unos jovencitos que preferían leer comics o, en el caso de aquella chica, dar vueltas sin descanso a una pista de atletismo.
    —¿Qué tal te ha ido, hijo? —preguntó su padre cuando fue a visitarlo al hospital.
    —Bien, papá—Miroku no quería alterarlo. A sus sesenta años, podría pensarse que Mushin Houshi debía tomarse en serio lo del infarto y jubilarse, pero la universidad era toda su vida y, si Miroku no daba las clases por él, quizá perdería su cátedra.
    —¡Mentiroso! Has odiado cada minuto de la clase.
    —Puede que sí, pero no te preocupes. Podré con ello durante un semestre o dos.
    —Gracias, hijo.
    —Tú simplemente recupérate pronto, ¿vale?
    —Lo haré —sonrió—. Bueno, ¿cómo está mi pequeña?
    —Es una pesadilla —la pequeña en cuestión era la hija de Miroku, Aki, el ojito derecho de su abuelo, pero el terror de las amas de llaves—. ¿Cuánto tiempo lleva la señora Kaede trabajando para ti, papá?
    —Unos quince años, ¿por qué?
    —Me pregunto hasta dónde llegará su lealtad.
    —La señora Kaede no nos dejará. No se dejará amedrentar por las travesuras de una niña de ocho años.
    —Ya veremos.
    —Necesita una madre —era la coletilla habitual.
    —Yo me crié sin madre —replicó Miroku, recordando su propia infancia como una época feliz.
    —Sí, y mira cómo has salido.
    Miroku sonrió. Diez años como autor de novelas de éxito y su padre todavía no lo había felicitado, pero sabía que, a su manera, Mushin estaba orgulloso de él. El cariño y la admiración era mutuo y le dolía que hubiera estudiantes y lectores que viesen a su padre como a un viejo caduco. Este último pensamiento le trajo a Sango a la memoria.
    —Hay una chica en una de tus clases. Parece un chico; bueno, no tanto. Es bastante guapa. Habla imitando el acento británico.
    —Sango —sonrió su padre.
    —Sí, ésa.
    —No lo imita. Es inglesa y está estudiando aquí con una beca.
    —Lo de la beca ya lo había adivinado. De atletismo... Pensaba que eso ya no se estilaba —su padre frunció el ceño sin entender—. Jóvenes que se sacan una carrera con la gorra sólo porque pueden lanzar una pelota más lejos que nadie o correr más rápido.
    —Es cierto —replicó Mushin Houshi, sin negar que esas prácticas existían.
    —Pues parece que nadie se lo ha explicado a la chica inglesa. Se pasó la clase entera mirando por la ventana y luego, se sintió atacada cuando le dije que hiciera la redacción que no había entregado en su momento.
    —Creo que tiene problemas —murmuró el profesor, defendiéndola.
    —¿Por ejemplo?
    —No estoy seguro. No habla demasiado.
    —No estarás bromeando — Miroku hizo una mueca al recordar la escueta conversación que había mantenido con Sango.
    —Me sorprende que hayas reparado en ella tan rápidamente. Normalmente se mantiene en un segundo plano.
    —Claro, es la actitud más inteligente cuando no has leído la obra sobre la que se va a discutir en clase.
    Omitió el detalle de que se había encontrado con ella haciendo jogging. La había reconocido en cuanto había entrado en el aula y esperaba que ella lo reconociese a su vez. Su ego se había visto herido al no obtener la respuesta esperada, pero eso era problema suyo, no de Sango. La última vez que una mujer se había portado de forma tan fría con él, había cometido el error de casarse con ella.
    —No seas duro con ella, hijo. A veces resultas un poco... estricto sin darte cuenta.
    —Dudo que eso vaya a molestar a tu protegida inglesa. No es que esté distante, es que desconecta por completo.
    —Ya me he dado cuenta y me pregunto por qué.
    —Bueno, no te preocupes. Ni es tu problema, por lo menos durante tres meses, ni el mío, siempre y cuando me entregue los ejercicios que le mande.
    —Sí... —su padre quiso decirle algo más, pero en el último momento cambió de idea.
    Pasaron tres días antes de descubrir qué era lo que su padre quería haberle dicho. El jueves, Sango le entregó la redacción que le había pedido y luego mantuvo los ojos pegados al suelo hasta que pudo escaparse una vez más de su clase. Él la dejó estar, siguiendo el consejo de su padre de no ser demasiado duro con ella, pero cuando fue a ponerle una nota al trabajo todas sus buenas intenciones se desvanecieron al instante. Era el peor ejercicio que jamás un universitario había hecho.
     
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