Mini-rol Black Sun's Child and the Griffin | UA (The Witcher)

Tema en 'Salas de rol' iniciado por Zireael, 7 Diciembre 2023.

  1.  
    Zireael

    Zireael Equipo administrativo Comentarista empedernido biblical gakkouer

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    Lo que en el futuro se conocería como Tierra de Nadie no era más que eso,sería lo que la ocupación nilfgaardiana había dejado en ese maldito lugar y ahora era lo que el enfrentamiento sin fin entre humanos y Scoia'tael provocaba; había cuerpos en las calles de casi todo Temeria, Velen incluida, torturados, dejados para pudrirse en estacas o colgados para que los cuervos los comieran; casi todos los cuerpos pertenecían a elfos o sus simpatizantes. No había más que pantanos, monstruos y cadáveres, los restos de los espesos bosques estaban cubiertos de bandidos, mercenarios, Scoia'tel que conocían mejor el terreno y los soldados nacidos de la costilla de la Iglesia del Fuego Eterno: la Orden de la Rosa Llameante. El enfrentamiento había vuelto a Velen un terreno próspero para los brujos y los oportunistas, pues todo pueblo asolado por una guerra, fuese la que fuese, necesitaba de un asesino de monstruos y, por qué no, un curandero que solucionara los destrozos que las emboscadas de ardillas provocaban.

    En semejante contexto, aún así, lo que Cayden Dunn no había previsto era el grupo de bandidos barriendo el bosque dándole caza a la supuesta princesa de Narok, una hija del Sol Negro. Estaba lejos, lejísimos de su principado, debía llevar quién sabe cuánto tiempo huyendo, meses o tal vez años, y al pasar por una de las aldeas de Velen para evitar a los monstruos y bestias del bosque se condenó a sí misma.

    Algún idiota había puesto su retrato en los tablones de anuncios, ofrecía una recompensa a quien la entregara viva o muerta en una dirección desconocida de Kaedwen, donde posiblemente sería tomada por un hechicero de Ban Ard. Al volver al bosque el grupo la reconoció y la persiguió por dos largos días en los que ella los evitó escondiéndose en los recovecos de las raíces de los árboles y acercándose peligrosamente a la jauría de lobos que dominaba ese terreno y mantenía a sus perseguidores a raya. Eran los lobos o los hombres y no había que ser un erudito para saber que a veces los dientes eran mejores que las manos.

    Cuando las ruinas élficas aparecieron ante ella no se lo pensó siquiera antes de zambullirse en la boca de la cueva, con sus pasos rebotando en las paredes, descendió por las entrañas de la tierra. Había ratas y estaba oscuro, pero nadie se atrevió a seguirla, no esa noche al menos. Ni siquiera entró el hechicero que iba detrás de su rastro sin que ella lo supiera, a sabiendas de que podía empujarla aún más hacia el interior de la tierra.

    El mago tuvo que volver a Cestersover, confiar en que nadie sería lo bastante estúpido para buscarla, y al llegar no pudo pasar por alto el caballo, un ruano bien cuidado y de aspecto ágil, que cargaba en sus alforjas la cabeza de un leshen que en vida debió ser increíblemente antiguo. Bastó eso para que prácticamente corriera hacia la pequeña taberna con la esperanza de encontrar al brujo que se había detenido allí, para su gran fortuna. Era uno de los últimos Grifos de Kaer Seren en Kovir, la misma tierra que había visto nacer a Anna de Narok bajo un eclipse.

    Tardó lo suyo, tuvo que convencerlo con dinero y metal élfico, pero consiguió que Altan lo siguiera a las ruinas donde la princesa exiliada se había refugiado y entrara a buscarla. A él habían llegado los ecos lejanos del enfrentamiento y permaneció allí, a un costado de la abertura en la tierra, hasta recibir alguna señal de que la chica estaba segura. No tenía el oído del brujo, así que esperó lo que le pareció una eternidad, cobijado solo por el calor de la esfera de fuego.

    El encontronazo entre la joven y el brujo había resultado en dos cosas. La primera, que ella casi se ahogara tratando de defenderse; la segunda que él terminara con un tajo superficial en la otra mejilla que hasta entonces había estado sana. La cicatriz que le quedaría no se parecería en lo absoluto a la que tenía en el otro lado del rostro, pero era una muestra de que, como mínimo, la muchacha podía luchar.

    Luego de haberla hecho tomar el concentrado de malva hizo la reverencia, una propia de todo caballero, y permaneció en esa posición incluso luego de haber dejado la frase suspendida en el aire. El hilo de sangre le delineaba la mandíbula, tensa, y había comenzado a gotear hasta el suelo lentamente, pero él no se inmutó. Seguía esperando, ¿el qué precisamente?

    Que Anna de Narok aceptara dejar las ruinas con él, pues era eso o la muerte.


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    Gigi Blanche im: excited
    se me re contra activó el five as we can see

    sé que andas ocupada y corta de tiempo, así que no worries como siempre uvu yo solo voy dejando por acá el tema, que igual me falta el post de apertura como tal que lo haré hoy más tardito o el sábado a me acabo de acordar que no hay cintitas yET
     
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    Altan

    El leshen del Bosque del Muerto había sido complicado, el montón de madera se había tirado casi un día invocando bandadas de cuervos y lobos que me jodieron lo suficiente para que perdiera el rastro. Pretendí dejarlo en paz entonces, porque de por sí no había un contrato formal que pidiera la cabeza de la bestia, pero cuando estaba por abandonar el bosque el bicharraco se me lanzó encima de forma directa, venido de ninguna parte, y tuve que hacerlo retroceder directamente con un conjuro de fuego, todavía más potente que Igni.

    Hasta ahí me llegó la opción pacifista, no me quedó más que luchar con el tronco, sus incontables pájaros y los lobos que seguían sus órdenes. Cuando por fin cayó tomé el trofeo y lo colgué de las alforjas del caballo, Dearg, me dio un golpe flojo con la cola, del mismo tono rojizo que el de la crin que le daba el nombre. Comprimí los gestos con algo de molestia porque siempre me trataba como una mosca fastidiosa aunque llevaba conmigo ya varios años, pero pues nada que hacerle.

    Me llevé la cabeza de la criatura porque aunque el Bosque del Muerto estaba lejos alguien debía pagar por él, lo sabía. No faltaban los soldados de la Rosa a los que el bicho les pareciera merecedor de muerte. Podría haberse quedado quieto allí, pero había elegido el camino de la violencia y yo no quería palmarla en medio de un bosque maldito, eso estaba claro. Lo sentía mucho por él.

    Para cuando llegué a Cestersover, muchos días después de haberle cobrado la cabeza del leshen a un grupo de soldados, el que me cayó encima fue el hechicero de las Skellige. Cayden se había echado la vida recorriendo el continente, había topado con él cerca de Narok cuando emprendí la Senda junto a Erik la primera vez después de haber finalizado la prueba y haberme cagado a palos con una pareja de grifos para poder tomar un huevo de su nido y llevarlo a la fortaleza; todo porque un idiota de los que luego murió al caer por los desfiladeros me había dicho que había querido elegir recitar el Liber Tenebrarum porque me daba miedo la opción de verdad, la que tomaba todo Grifo. Claro que él bufón estaría vivo de haber elegido el libro, pero eso ya no importaba demasiado. Yo había traído el huevo, él no y ya.

    Así era la vida de los brujos desde que se nos entrenaba para ello.

    El punto era que había seguido encontrando al pelirrojo al descender desde Kovir hasta Kaedwen, años sí y años no. Nunca se asentó, se negó a tomar su lugar junto a un rey como lo hacían muchos de los suyos, pero tampoco era que confiara en esa suerte de rebeldía. Cuando topé con él años después allí en Velen y me dijo que había una hija del Sol Negro oculta en las ruinas élficas cercanas lo cuestioné porque era un hechicero el mismo que había profetizado su existencia y los demás luego las habían cazado como ciervos. Habían usado la profecía para desbaratar el mapa político del continente una y otra y otra vez. Nada me aseguraba que lo suyo fuese puro altruismo, si la sacaba y él la tomaba entonces el culpable sería yo.

    No era muy neutral de mi parte, pero tampoco me gustaba mancharme las manos de sangre sin motivo.

    Cuando ofreció las novecientas coronas y la espada forjada por un maestro elfo la cosa cambió. Decía que el metal había pertenecido a su clan, algo que viniendo de un imbécil que llevaba quién sabe cuántos años vivo ya significaba algo. Había conservado la espada incluso cuando toda su sangre desapareció y la estaba ofreciendo a cambio de la vida de la muchacha, pidiendo que me la llevara de aquí. Accedí incluso a que me diera el dinero después, cuando hubiese logrado sacar a la chica de las ruinas, lo hice porque la chiquilla era la supuesta princesa de Narok, la verdadera quería decir, porque todos sabían que ahora el título lo tenía una segunda hija. ¿Qué había pasado con la primera? Solo ellos lo sabían. El asunto es que era una de las princesas de Kovir, de la tierra que criaba a los Grifos, y por tanto le servía a ella por defecto. Quería decir, todo lo que la neutralidad de los brujos podía servirle a alguien.

    Aún así no anticipé que iría a toparme con una mocosa con problemas respiratorios y suficiente ira en sangre para pretender luchar contra un brujo con nada más que una alabarda y una daga. Había preferido ahogarse que ceder, atacó con la alabarda, luego recurrió a la daga al quedarse desarmada y atacó, esquivó y luchó hasta que su cuerpo se rindió. Le zampé el concentrado de malva para evitar que se muriera en mis narices, porque de ella dependían las coronas que iba a darme el mago. Además, no se me apetecía comerme un discurso sobre cómo era capaz de matar un leshen viejísimo pero una chica que parecía un mocoso de doce años se me moría en la cara, porque me lo estaba viendo venir.

    Cuando puse distancia recordé medio de repente la etiqueta de los Grifos, así que anclé la rodilla al suelo e hice la reverencia ante ella, como princesa que era. Le respondí lo que preguntó, no podía ser de otra manera, y no rompí la postura a pesar de que la sangre del corte de su daga seguía delineándome el rostro hasta gotear sobre el suelo de las ruinas. Dejé la idea de que prefería que accediera por voluntad propia en el aire y en el silencio afiné el oído.

    El silbido en su pecho se había reducido lo suficiente para que pudiera ignorarlo, pero no la había dejado del todo. La disminución del silbido anuló el eco de su respiración en la cámara, donde solo se escuchaba el crepitar del fuego y también el crujir distante de la esfera de fuego del hechicero, afuera de las ruinas. Debía seguir esperando una señal para retirarse, al menos eso supuse, no creí que fuese a dejarse ver por ella pronto.

    Pasé saliva, tenso, y después de un rato que quizás no fue tanto como me pareció alcé ligeramente la cabeza. Fue apenas lo suficiente para encontrar la silueta de Anna, volví a reparar en sus ojos y sostuve la mirada allí. En el caos del enfrentamiento algunos mechones de cabello le enmarcaban el rostro, medio apelmazados en su piel, pero el color de sus ojos resaltaba en esa penumbra, apenas recortada por las antorchas.

    —No puede quedarse aquí —insistí con algo más de firmeza, pero no la suficiente para que sonara maleducado.

    pero mira la cantidad de narración en ese post, oh boy *sips vodka*
     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    No recordaba la última vez que había sido capaz de respirar con normalidad. En el castillo mi condición no era muy frecuente pero los herboristas habían sabido tratarla con una hierba que crecía allí, en los páramos helados y las laderas de las Montañas del Dragón. No había sido capaz de encontrarla desde entonces y la medicina que Ema me había preparado duró unos escasos meses. Las cosas tendrían que haber funcionado de forma diferente, de haber encontrado refugio en Hengfors habría logrado conseguirlas de algún modo; sabía prepararlas, ella se había encargado de que me enseñaran. Pensándolo en retrospectiva, probablemente Ema me hubiera educado toda la vida para el momento en que debiera irme. Sobre mi cabeza siempre había pendido un reloj en retroceso y yo había sido la única incapaz de verlo, de oír las manecillas.

    Fui muy ingenua.

    El brujo me forzó a consumir algo que no pude definir, pero era amargo y escupí lo más que pude apenas tuve la oportunidad. Unos pedacitos de hierba me quedaron adheridos a la lengua y me sequé la boca con el dorso del brazo, sin una pizca del decoro que me habían enseñado en la Corte. El corazón me iba como loco y aquel amargor me recordó que era pequeña, que era débil y si este hombre, quien fuera que sea, pretendía matarme, ya lo había hecho. Llevaba casi tres años huyendo de magos, hechiceros, cazadores de brujas, mercenarios y meros campesinos supersticiosos y hambrientos. Fuera por estar maldita, por ser mujer o simplemente un trozo de carne, no había ojos que se posaran sobre mí en los cuales pudiera confiar. Ya no. Ni siquiera estaba segura cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo, pero no era capaz de encontrar una pizca de estabilidad, mucho menos seguridad, y estaba cansada. Realmente cansada.

    Pese a ello, frente a cada amenaza mis piernas se activaban y la ira a la cual siempre había temido era ahora la que me mantenía con vida. Velen era una tierra peligrosa, plagada de ciénagas y monstruos, y por ese mismo motivo a pocos hombres les apetecía adentrarse. Era arriesgado, tampoco me quedaban muchas opciones. Mi viaje forzoso por el continente me había enseñado un mundo que difícilmente habría imaginado. Campos enteros de césped quemado, banderas rasgadas y cuerpos siendo devorados por la carroña; villas y aldeas reducidas a sus cimientos, saqueadas y destruidas por los ejércitos; la gente matándose entre ellos y muriendo de hambre. Y, en medio de ese desastre, las bestias siendo atraídas por el olor de la sangre fresca. Yo estaba sola, pero adonde iba las personas sufrían y comprendí que vivíamos en un mundo cruel y oscuro.

    Mi objetivo de salir de los Reinos del Norte había sido obstaculizado por millonésima vez por un grupo de bandidos que me reconoció y decidió darme caza. Evadirlos no fue extremadamente difícil, pero los hijos de puta no daban el brazo a torcer y no me quedaron más opciones que zambullirme en unas ruinas élficas. Si a ellos no les hacía gracia poner pie ahí dentro pues a mí menos, pero las alternativas se me agotaban. Como siempre, sólo podía elegir entre males. Cuando oí que alguien se acercaba asumí que los imbéciles por fin habían juntado coraje y, apenas divisé una silueta, arremetí sin dudarlo. Arremetí a morir, pues eran ellos o era yo. No conocía otra cosa desde hacía ya mucho tiempo.

    El transgresor resultó ser un brujo, a juzgar por sus espadas, y supuse que había sido contratado por los bandidos. Un terror raudo me corrió por el cuerpo e hizo ignición, pues me creía capaz de acabar poco a poco con un montón de estúpidos, no tanto así contra un brujo. Aún así peleé, peleé hasta que el aire me quemó en el pecho y fui incapaz de mantenerme en pie. Me negaba a morir, a darle ese gusto al mundo, y ni siquiera entendía muy bien por qué.

    La mierda era amarga y el terror se manchó de confusión al notar que mi pecho se abría poco a poco. Pensé en las medicinas que ingería antes y cómo el efecto era igual. Pude volver a respirar, vi las cosas con algo más de claridad y pasé saliva, los trocitos de hierba fueron con ella. El brujo permanecía inmóvil ante mí, reconocí su medallón y las lecciones de historia, lejanas de por sí, hicieron eco en mi cabeza.

    Ambos proveníamos de la misma tierra helada.

    Aguardó por mí, por mi resolución, y al encontrar mis ojos detallé el corte superficial que le había propinado en la mejilla. La sangre delineaba su rostro y goteaba de a intervalos regulares, pero a él parecía no importarle. Quería que abandonara las ruinas, que no podía permanecer aquí, decía. Tarde o temprano, los bandidos entrarían o las bestias saldrían. Respiré con pesadez, recorrí la cámara con la vista y agudicé el oído, aunque no oí nada; sólo el crepitar de las antorchas y mi propia respiración. Bajé la mirada al espacio entre nosotros, a mis ropas harapientas y los zapatos hechos jirones. Fui consciente del sudor en cada porción de mi cuerpo. No quería bajar la guardia, me negaba a cometer otro error, pero… era inevitable.

    La pequeña chispa de esperanza.

    La que ya me habían aplastado.
    —Altan —murmuré el nombre que me había concedido, volví a pasar saliva y, en el proceso, pretendí acomodar mi garganta—. Dices que un hechicero te contrató para garantizar mi seguridad. No creo conocer ni haber conocido nunca a ningún Cayden Dunn.

    Me removí ligeramente, lo suficiente para recoger un poco las piernas y mostrar una posición algo más decente, aún si permanecía sentada en el suelo, arrinconada por un brujo. No quería juzgarlo de buenas a primeras, pero ¿acaso él le había creído? Suponía que a los brujos les daba igual el encargo en tanto recibieran su paga, era lo que siempre me habían dicho.

    —¿Por qué, entonces? ¿Por qué le interesaría mi seguridad?

    A un hechicero, de toda la gente.

    belu: ay no sé si voy a poder narrar mucho
    also belu: *este tocho*

    IM SO EXCITED (!!!)
     
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    Zireael

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    Altan

    No había permanecido tanto tiempo en Kaer Seren, cerca de Narok, para comerme sus embrollos políticos y en su defecto, nuestra fortaleza había sido arrasada por un grupo de magos resentidos seguramente antes de que esta chica naciera o, como mucho, cuando tenía algún par de años de vida, así que luego no tuve motivos para regresar a las Montañas del Dragón y no volví a pisar Kovir desde el último invierno que pasé allí, que fue si acaso veinte años después de que arrebaté el huevo de grifo de su nido.

    En resumidas cuentas, todo lo que sabía del caos de mis tierras era la existencia de Silvena, otra hija del Sol Negro, y que Geralt de Rivia había matado a Renfri Vellga, quien supuestamente poseía la misma condición y habría sido la princesa de Creyden. Las princesas actuales de Narok existían en mi cabeza, pero todo lo que se revolvía alrededor de Anna escapaba de mí por una distancia geográfica importante. La información que llegaba, ya bastante recortada e incomprensible, solo decía que Narok le había dado el título a otra de sus hijas.

    Por demás, llevaba décadas sin ver a uno de los míos, estaba seguro de que yo era el último y me negaba absolutamente a producir más Grifos, a tomar niños de los brazos de sus madres, a acudir a la Ley de la Sorpresa y encasquetarme mocosos para entrenarlos entre rocas y paredes altísimas. Me negaba a crear más como yo, incluso si recordaba al viejo que nos había entrenado a mí y a los pocos muchachos de la última camada de Kaer Seren, si recordaba cada movimiento, cada corrección y todas las hierbas que requería la prueba, cómo se preparaban y qué causaban. Me negaba a hacer pasar a un solo crío más por esa pesadilla, a vivir en la periferia y recibir escupitajos al pasar.

    La muerte me había creado y la cargaba conmigo.

    Apestaba a cadáveres y a humedad casi todo el tiempo.

    En este momento no sabía cómo llamar a los eventos que me habían hecho dar con Anna de Narok, para nada, tampoco me interesaba. Todo lo que sabía era que no quería provocar otro estallido de ira, ese que seguro la había mantenido con vida en otras ocasiones, y que esperaba que aceptara a salir por sus propios pies. Luchar conmigo, como ya habría podido intuir, solo la mataría más rápido.

    Sin embargo, tenía potencial.

    Esa fiereza se había perdido en casi todo el mundo ante la desesperanza de la Segunda Guerra del Norte y el caos que sembraban las ardillas. La gente estaba demasiado hambrienta, demasiado asustada y demasiado cansada para luchar; los padres perdían a sus hijos en los bosques para tener menos bocas que alimentar, las madres vendían a sus niñas o las enviaban con otros familiares. Todos se peleaban por una hogaza de pan, por una botella de licor o por una taza de agua. En semejante contexto había más resignación que rebeldía, porque el que se resistía era peligroso.

    El que resistía era peligroso.

    El hechicero parecía saberlo demasiado bien.

    Escuché mi nombre salir de su boca, se acomodó la garganta y alegó no conocer el nombre del mago, algo que no me sorprendía en lo más mínimo. Cayden la había seguido, de hecho no era demasiado diferente de la jauría de lobos que dominaba el bosque, pero eso ella no lo sabía. El otro era cauteloso porque sabía lo que los suyos habían hecho y ella lo era porque había pasado de princesa a chica en huida.

    Volví a poner la vista en un punto del suelo, sin romper la postura, y su pregunta me alcanzó los oídos junto al resto de sonidos lejanos. Si hubiese querido tomarla y llevársela para abrirla como a un sapo en una mesa, habría entrado conmigo, le habría pagado a los bandidos o cualquier otra cosa. En su lugar me había ofrecido una de las pocas pertenencias a las que debía estar aferrado y más dinero del que vería por seis contratos seguidos en esta tierra maldita. El sentimiento que movía al isleño era potente, sin duda, al menos a esa conclusión había llegado a pesar de que seguía dudando de él.

    —Culpa, Princesa —apañé sin moverme. Fue una respuesta escueta, casi bruta, pero contundente—. Los suyos, otros hechiceros quiero decir, mataron a más de veinte chicas como usted, malditas según el Loco Etibald. Ahora está en sus manos salvar a una de ellas y parece empeñado en hacerlo, insistió hasta el punto de la necedad.

    Guardé silencio, volví a escuchar el crepitar del fuego, las patas de las ratas sobre el suelo de las ruinas y el eco lejano de algo más, indescifrable todavía, en lo profundo de las ruinas, al menos hasta donde me alcanzaba el oído. Agradecía que no hubiese intentado salir corriendo, la verdad, aunque desconocía qué la mantenida anclada en el suelo más allá de mi presencia y algo de autopreservación.

    Lo pensé un momento, ni idea de por qué, no le debía nada a esta chica, tampoco al hechicero, pero mi medallón estaba quieto como una roca. No había vibrado, no alertaba sobre la presencia de nada extraño o peligroso, ni siquiera cuando la chica había estado lo bastante cerca para dejarme ir un corte.

    —No creo que esté maldita. He visto suficientes maldiciones en mi vida para reconocer las reales de las falsas.


    we live in tocholandia amazing *rueda all over the place*
     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    Culpa, decía. No era una emoción que hubiera visto con frecuencia más que para señalar al resto. Si lo pensaba con detenimiento, algo muy parecido a la culpa era lo que había aprendido a sentir por el mero hecho de haber nacido; por arrebatarle la vida a mi madre, también, y haber enfurecido a Creyden. Culpa era lo que me habían lanzado encima y con culpa probablemente moriría, incapaz de conciliar entre sí las partes que me componían. Culpa, dijo, y fruncí el ceño.

    Poseer la condición me había valido una cuantiosa variedad de historias respecto a las supuestas Hijas del Sol Negro. La mayoría de ellas aparecían como criaturas malvadas y despiadadas, auténticos demonios disfrazados de jóvenes bellas, acaudaladas, que engañaban a los hombres y los manipulaban hasta devorarlos. Hermanas violentas, esposas egoístas y gobernantes déspotas; todas, por un motivo u otro, merecían el escarmiento que recibían. El relato más conocido en Narok era el de Silvena, lógicamente, pero nunca había recibido números.

    Veinte.

    Habían matado a más de veinte.
    Mi ceño se arrugó con mayor vehemencia y desvié la mirada, asqueada por la noticia. Las emociones se me revolvieron en el pecho, la frustración, la ira amarga y las lágrimas, mas no dije nada. Quizá fuera irracional, pero me sentía capaz de llorar la muerte de cada una de esas chicas. Podía y creía que debía llorarlas, ya que cualquiera de ellas podría haber sido yo. Aún podía ser yo. Mi silencio le permitió al brujo seguir hablando. Escuché su voz de soslayo y regresé la mirada a su rostro, relajando el semblante de forma involuntaria. Sus palabras parecían sinceras, fue lo primero que pensé, pero la cautela ganó terreno al instante y la sombra de una sonrisa amarga me cruzó los labios.

    —¿Tienes idea, brujo, la cantidad de veces que he oído eso? ¿Y cuántas de ellas fueron verdad? —Miré rápidamente alrededor y comencé a incorporarme poco a poco, sacudiendo algo del polvo que llevaba encima—. La gente es ambiciosa pero no muy creativa, y por algún motivo muchos de ellos creyeron que mentirme en la cara era una buena estrategia. "No estás maldita". ¿Tan fácil creen que es predecir a una niña maldita? Incluso siendo mentirosos natos, para la... cuarta o quinta vez que lo oí dejó de ser un consuelo. Se convirtió más bien en una advertencia.

    Meneé la cabeza, cargándole al gesto una cuota de teatralidad fingida, y lo observé desde arriba.

    —Levanta, brujo. Da igual mi opinión, tu razonamiento es válido. Tu coerción también. Y, si me preguntas, al menos prefiero morir con algo de dignidad y no con un golpe del mango de tu espada en la cabeza. Me dejaría un chichón bastante feo, ¿no crees?

    No me sentía tan relajada ni de coña, pero parlotear e ironizar se había convertido lisa y llanamente en un método de preservación mental. La habría palmado de un pico de estrés a los cinco meses de abandonar Narok de otro modo. Con el espacio previamente escaneado, recuperé tanto la alabarda como la daga, acomodé la primera en su respectiva funda y, tras alcanzar el umbral de la arcada más próxima, me detuve.

    —Así que novecientas coronas. Ahora entiendo por qué están tan desesperados por agarrarme —solté al aire, rozando la piedra con el contrafilo de la daga y observando el pasillo todo lo que las antorchas me permitieran; luego giré el rostro hacia Altan, mirándolo de arriba abajo—. ¿Qué hacen los brujos con el dinero que recolectan? No parecen permitirse muchos lujos.
     
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    Zireael

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    Altan

    No era yo un experto en emociones, las mutaciones me habían adormecido y en los recuerdos neblinosos, lejanos, de cuando era solo un mocoso en entrenamiento o incluso antes no era capaz de pescar algo que salvar; dudaba mucho que hubiese sido el más expresivo en algún momento de mi vida, con los brujos o sin ellos. Puede que también hubiera brujos de nacimiento, gente demasiado entumecida para poder encajar en otro mundo, no lo sabía. El punto era que a pesar de todo podía reconocerlas en los demás y lo único que pude alcanzar en medio de mi desconfianza hacia el mago había sido eso: culpa.

    Más de veinte chicas muertas por los que se decían hermanos suyos, por los hombres que, quizás, incluso lo habían formado como hechicero. ¿Era culpa en realidad entonces? ¿O era el más absoluto de los rencores? ¿No era acaso salvar a esta chica una muestra de rebelión en sí misma? De repente ya no lo supe, dejé de tenerlo tan claro, y agradecí haberle dado a Anna de Narok la primera respuesta que conectó con mi lógica. Al menos sabía que el pelirrojo no tenía un rey al que llevarle a Anna, esa era una certeza absoluta en medio de las otras posibilidades.

    A la muchacha le arrojé la bomba sin ninguna clase de aviso, le dije la cantidad que habían caído ya, muertas por los hechiceros o por cualquier otro hombre, era indiferente. Más de veinte como ella estaba muertas solo por haber nacido y aunque no la miraba escuché el rumor de sus movimientos, uno que me hizo consciente de la información que le había brindado así que me callé ya habiendo soltado lo que de no la creía maldita.

    Sentí que me miraba, pero no me moví y la escuché sin más, inexpresivo en su totalidad. Así como yo debía haber escuchado de cientos de supuestas maldiciones reales, que querían que rompiera a toda costa, ella debía haber escuchado otras cien a algún idiota decirle que no la creía maldita solo porque le significaba algún beneficio o en un burdo intento de consuelo. Eran los dos extremos de una misma cosa.

    No faltaba el mentiroso en todas las historias.

    Tuve que hacer un esfuerzo bastante importante para no contestarle, supe que de haber sido Cayden habría hablado sobre sus palabras, pero ella era la princesa de Narok y le debía respeto, así que guardé silencio. Cuando validó mi razonamiento y la coerción, ya de paso, relajé un poco los hombros sin darme cuenta y como fue ella la que me dijo que me levantara, así lo hice, despacio, lo suficiente para no detonar su instinto de supervivencia de nuevo o algo parecido. Igual supuse que sus bromas eran eso, un intento por mantenerse cuerda. Mala suya estar bromeando con un brujo, eso sí.

    La observé recuperar sus armas, guardó la daga y seguí sus movimientos. Alcanzó el umbral más próximo, no siguió avanzando y observó el pasillo, regresando sobre mis palabras para detenerse en las novecientas coronas que me había ofrecido el isleño. Para cuando me miró me estaba limpiando la sangre del corte con el guantelete de la mano derecha, aunque siguió brotando de todas maneras.

    —Los lujos por lo general requieren una casa dónde apiñarlos —argumenté, parco, y la rebasé para adelantarme al pasadizo—. Nos pagan en metal y gastamos en metal, los herreros son los que reciben gran parte de nuestro dinero y el círculo se reinicia, hasta que un día un monstruo es lo bastante peligroso para acabarlo.

    Me detuve a unos escasos pasos, desenfundé la espada de acero de nuevo y el metal se deslizó de la vaina en un susurro, reflejando la luz tenue de las antorchas. Sujeté la espada con firmeza y giré el rostro para mirar a la joven de nuevo, como si solo quisiera confirmar que efectivamente estaba accediendo a salir por su cuenta.

    —Es bueno ahorrarnos la parte de dejarle el chichón más grande que habrá visto nadie nunca, debo admitir.

    Lo solté sin un solo cambio en el tono, ¿pretendió ser una broma también? No había manera de saberlo, aunque sí que era cierto que agradecía saltarnos esa parte. No era que sacar a una chica inconsciente y básicamente secuestrarla fuese a dejarme muy bien parado; a nadie en Velen le importaría lo suficiente, tal vez, pero a mí sí. No era la clase de cosas que hacía.

    —Detrás de mí. No había un alma afuera, pero también quisiera ahorrarme cualquier sorpresa innecesaria.

    Estando más cerca de la entrada podría escuchar mejor si Dunn seguía fuera, si al final su fuego había atraído a los lobos o había hecho que los perseguidores de Anna se envalentonaran. No oía nada más, pero revisar dos veces me había mantenido vivo todo este tiempo a final de cuentas.

     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    Giré hacia el brujo en el momento que intentaba limpiarse la sangre del rostro y seguí sus movimientos. Él me rebasó y su voz, plana, hizo eco entre las paredes húmedas y oscuras de las ruinas. Las ratas correteaban y brincaban entre nuestros pies de tanto en tanto, pero no eran una presencia que me alterara; ya no, quería decir. Mencionó no tener un lugar al que volver y, al tiempo que pensaba en las fortalezas de los brujos como su hogar, recordé que Kaer Seren estaba en ruinas desde hacía muchísimos años. ¿Cuánto llevaría sin regresar al norte? ¿Siquiera le interesaría hacerlo?

    Me detuve cuando él lo hizo, conservando una distancia razonable, y mis brazos se tensaron al verlo llevar su mano a la espalda. El filo del metal susurró contra la vaina y detallé que se trataba del acero, no la plata. Eché un vistazo sobre mi hombro, a la cámara que estábamos abandonando y los pasadizos que nacían más allá, hacia las profundidades de las ruinas. Su decisión me ayudó a comprender que la mayor preocupación ahora mismo eran los hombres, no las bestias.

    Era una regla que aplicaba más veces de las que cualquiera creería.

    Noté que giraba el rostro hacia mí y atendí a sus ojos con la expresión tensa, ligeramente contraída. Sus palabras, sin embargo, me descolocaron lo suficiente. ¿Era... una broma? ¿Algo así? ¿Sarcasmo, al menos? Tenía que serlo, ¿verdad? Como mínimo, había atendido a mi tontería. Ya era más de lo que había estimado. Recordé las muy contadas ocasiones en las que había visto brujos, las dos o tres veces que acudieron en audiencia al castillo de Narok. Las diferencias entre las escuelas eran sutiles, al menos visualmente, pero todos compartían algunos rasgos: los ojos amarillentos, felinos, y la eterna seriedad. Altan no se diferenciaba de ellos, si acaso parecía más respetuoso. Princesa, me decía.

    Debía estar un poco desactualizado.

    —¿Llevas mucho tiempo sin regresar a Kaer Seren? —verbalicé al final, metiche de por sí, avanzando detrás suyo y conservando la distancia inicial; pese a ella, el silencio me permitía hablar en voz baja—. He oído a algunas personas decir que la Escuela del Grifo estaba extinta. Eso te convierte en una especie de leyenda, o de fósil viviente. ¿Sabes si quedan más como tú?

    Y como parecía que me negaría a dejar de hablar, poco después agregué:

    —Las bestias que mencionaste, ¿puedes oírlas o sentirlas? ¿Qué clase de monstruos habitan estas ruinas?
     
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    Zireael

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    Altan

    Incluso si Kaer Seren siguiera en pie, si el montón de magos resentidos no hubieran destrozado sus paredes y con ellas gran parte de nuestro conocimiento, uno que provenía directo de Alzur incluso, si no lo hubieran saqueado y tomado para sí, dudaba mucho que pudiera llamarle hogar a algo como eso. En esas paredes habíamos sangrado, nos habíamos revolcado de dolor y nos habían enviado a morir. Con suerte tres de diez superaban la Prueba de las Hierbas y era mucho pedir si esos tres no moríamos en un acantilado después. Si volvíamos era solo porque el invierno podía ser más inclemente que los monstruos y los hombres.

    Pero ni siquiera quedaban hermanos que limpiaran la suciedad de los recuerdos de Kaer Seren.

    En cualquier caso, esa clase de divagaciones no eran de la incumbencia de nadie y me limité a atender lo que nos correspondía en el momento. Si entrábamos a las ruinas, si buscábamos otra salida porque asumía que la tenían, era demasiado probable que topáramos con algún monstruo para mí gusto. Incluso si le había dado el concentrado de malva, no sabía qué tan capaz era la chica de resistir echar una carrera sin colapsar ahora mismo. Confiaba más en detener a un grupo de personas que a un monstruo y afuera, en terreno abierto, tenía algo más de posibilidades.

    Noté lo descolocada que pareció con mi comentario del chichón, supuse que porque el tono no me cambió hacia ninguna parte, y lo dejé estar. Por demás, aunque no lo supiera, tenía su gracia que pensara que estaba desactualizado, porque sí lo estaba, pero había llegado a mis propias conclusiones. Ahora sabiendo que la chica había nacido bajo un Sol Negro, entendía que Narok la había escupido por ello, pero como mi medallón seguía sin reaccionar a mí me importaba bastante poco la decisión de los líderes de turno.

    No estaba maldita, por tanto el título le pertenecía ya que por ello se le había revocado.

    A pesar de su desconfianza, de la ira con la que se había defendido y la distancia que mantenía ahora estaba haciendo bastantes preguntas. Me recordó a algunos niños pequeños, los que todavía no estaban tan corrompidos para entender lo que yo era, y se interesaban por mis espadas o correteaban a mi alrededor dando las gracias por un contrato por el que sus mayores si acaso me daban cincuenta monedas. Era entre raro, molesto y tranquilizador.

    Bastaba que crecieran para que su admiración y curiosidad se convirtiera en miedo.

    —Décadas —respondí sin demasiada dificultad a su pregunta sobre la fortaleza y seguí avanzando por el pasillo, despacio, que nos llevó a la cámara donde había ignorado una estatua mientras la buscaba, y tomé el camino por el que había venido—. Puede decir lo mismo de todas las escuelas de brujos, ya ninguna produce individuos, así que los que ve somos los que quedamos. La respuesta directa a la pregunta, de todas formas, es un no lo sé. Llevo demasiado tiempo sin ver uno de los míos, un Grifo.

    Tomé una pausa, no porque no fuese a responderle, si no para escuchar mejor los ruidos de las cámaras que nos esperaban antes de la escalinata que nos arrojaría al exterior. Seguía sin oírse nada más, así que continué avanzando.

    —Se escucha algo en el interior, más allá de donde estaba oculta, pero no puedo oírlo con la suficiente claridad para definirlo. En las ruinas élficas es común que haya apariciones y ahogados, por las aguas que suelen correr por la roca. Como a veces las toman las hechiceras y los magos, en algunas hay gólem, los reviven como guardias y suelen estorbar bastante.


    que si antes de abrir la salita entré al juego y me puse a recorrer estas ruinas para saber cómo moverme en ellas? yes, i totally did
     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    El avance del brujo era lento y, pese al incesante parloteo, me concentré especialmente en memorizar el camino que estábamos haciendo. Los giros que tomábamos, las direcciones y posibles puntos clave, como aquella estatua que absorbió mi atención; no la había notado en el apuro inicial, pero era muy bonita. Oí las respuestas que me concedió, pues, lanzando la mirada aquí y allá, mientras mi mano, inquieta, jugueteaba con la daga a un costado de mi cuerpo.

    ¿Décadas? Parecía bastante joven, pero los brujos vivían más que nosotros, ¿cierto? ¿Cuántos años tendría realmente? También había oído que eran infértiles por culpa de las mutaciones, de ahí que debieran... ¿fabricarlos? ¿Era un término apropiado? ¿Cómo los habrían seleccionado, de todos modos? La existencia de los brujos no era algo que le interesara al mundo actual, y por rebote a mí tampoco; al menos hasta ahora, claro. Podía llamarle curiosidad.

    —¿Los ahogados son de casualidad esos monstruos humanoides que suelen estar a la orilla o esconderse en los pantanos? —inquirí, y comprimí todo el gesto con molestia—. Ugh, los detesto. No sé ya cuántos sustos me dieron los infelices, ¡además están por todas partes!

    Me faltaba la teoría, pero ya había vagado lo suficiente por el continente para topar con una variada cantidad de criaturas. La experiencia es el mejor maestro, decían. Con el tiempo y los infortunios descubrí, por ejemplo, que los ahogados detestaban el fuego, que eran altamente inflamables incluso, y entonces me procuré una antorcha bien aceitada para cada vez que me acercara al agua.

    —¿Qué son las apariciones? —inquirí—. Tienen nombre de fantasma.

    Apenas cerré la boca noté que alcanzábamos la desembocadura de la primera escalinata. Una muy angosta porción del cielo nocturno se filtraba desde arriba y el cuerpo se me tensó. Afirmé el agarre en torno al mango de la daga y deslicé la mirada a la espalda del brujo, atenta a sus movimientos. No quería hacerlo tan evidente, por eso la charla, pero estaba totalmente mentalizada para correr apenas notara cualquier detalle fuera de lugar.
     
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    Zireael

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    Altan

    A pesar de que mi avance no poseía velocidad era constante, las pausas eran breves pero controladas y así dejamos atrás la cámara donde estaba oculta. Le siguió la cámara más pequeña de la estatua y una más, también bastante reducida, que nos llevó a la que parecía ser la bóveda principal al menos desde esa entrada. El espacio era amplio y el pasillo llevaba a un centro, tenía otras bifurcaciones que no nos interesaban y el peso era soportado por columnas con formas humanoides también, élficas quería decir. Desde allí se apreciaba la escalinata de ascenso y el cacho de cielo nocturno, lejano.

    No le estaba prestando atención real, pero la escuchaba juguetear con la daga y aunque se ahogara en el proceso, supe que si algo raro pasaba echaría a correr. Tenía el cuerpo cargado de energía, no habría sobrevivido en este mundo en caso contrario.

    La gente realmente no se molestaba mucho en hacerle preguntas a los brujos, la verdad fuese dicha, a veces lo hacían los viejos para corroborar si lo de las mutaciones eran ciertas, otras veces lo hacían las mujeres para corroborar lo de la infertilidad. Ninguna de las aproximaciones me gustaba, sentía que era una bestia en exposición. Si a los campesinos se les diera la misma oportunidad que habían construido los magos con el Sol Negro, ¿no nos abrirían a todos como sapos para revolcarnos las entrañas y encontrar las anormalidades? En fin.

    —Correcto, Princesa —respondí a los de los ahogados y di el primer paso hacia la escalinata—. Son comunes en tiempos de guerra. Los ahogados y sus variantes, anegados y fangosos, son necrófagos, monstruos que se alimentan de cadáveres, por eso hay tantos últimamente, sobre todo en Velen. Este pedazo de tierra es todo pantanos.

    Continué el avance, otra vez no había ignorado su pregunta, solo guardé silencio y pensé que pronto estaríamos al alcance del oído del mago. Su esfera de fuego debía estar más allá de donde era visible desde la boca de las ruinas, porque se le oía con mayor claridad, pero no se veía la luz. Tomé una pausa, pero esta fue distinta, tomé la ballesta con la mano libre y apunté hacia la salida, pues tenía ya un virote cargado.

    —Algunos llamarían a las apariciones fantasmas, no es raro. Son espíritus que se quedaron atados a este plano por diversos motivos y no puedes golpearlas sin atraparlas con magia, aunque ellas a ti sí —respondí y solté el proyectil, que se perdió lejos.

    El hechicero debió verlo o escucharlo, porque el sonido del fuego en el exterior se silenció y creí escuchar el ruido de un portal, la concentración de energía y su desaparición. No se dejaría ver por ella y debía confiar en que volveríamos a encontrarlo para que me diera el dinero y la espada, por ahora eso me dejaba como... ¿Guardia de la princesa exiliada de Narok? Las vueltas de la vida.

    En cualquier caso, esperé por si el virote alertaba a otras criaturas, pero nada se escuchó y volví a ajustarme la ballesta en la espalda. Di algunos pasos más, pero apenas pude sentir la corriente de aire del exterior medio giré el cuerpo hacia Anna y la repasé con la vista.

    —¿Tiene alguna idea de a dónde ir? Quiero decir, si tiene un plan que fue interrumpido por los bandidos —pregunté y después aclaré, suspendiendo una pausa breve antes de soltar una propuesta—. Puedo trazar una ruta hasta la posada más cercana y perder su rastro por el camino.
     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    El brujo estaba resolviendo todas y cada una de mis dudas inconexas con tanta templanza y diligencia que se me asemejó a una enciclopedia abierta, sin más. Era, en sí, un gesto de su parte, suponía. Le habían pagado por hacer un trabajo y ese trabajo no implicaba darme bolilla, sólo garantizar mi seguridad. En teoría. Volvió a llamarme "princesa" y amplió ligeramente la información. Ahogados, anegados, fangosos. Nombres feos para bichos feos, lo veía adecuado.

    —Me lo vas a decir, tengo la peste pegada a la nariz desde que llegué aquí —me quejé con cierta indiferencia, resoplando; era más resignación que otra cosa.

    Nunca había pretendido prolongar mi estadía en Velen, pero los pantanos y los monstruos me habían dificultado muchísimo todo: el viaje, mis planes, mi orientación. Me había perdido, había andado en círculos y había acabado empujada a los asentamientos humanos. Me olía que no saldría de aquí indemne y así acabó siendo, al menos hasta que este tipo apareció. Bueno, aún estaba por verse, en realidad.

    El ascenso por la escalinata me presionó el corazón contra las costillas y me callé, incapaz de mantener el teatro. Cada peldaño se sintió extremadamente pesado y, una vez alcanzamos la superficie, por un segundo llegué a contener la respiración. El brujo buscó la ballesta de su espalda y lo observé con cierto apremio, agudizando mis sentidos, mas no fui capaz de oír ni ver nada. Permanecí inmóvil, lanzando mis ojos en todas direcciones, y luego volví a clavar los ojos en Altan, prácticamente demandando una explicación en silencio... pero el señor abrió la boca para explicar el origen etimológico de las apariciones. ¡Eso no era lo importante ahora! El virote salió despedido, rasgó el aire y el sonido me hizo dar un muy leve respingo. Pareció recordarme que tenía cuerdas vocales, también.

    —¿Están ahí? ¿Puedes oírlos? ¿Por qué disparaste? —solté las preguntas a tropel en un susurro inquieto, ya sin molestarme en disfrazar la ansiedad.

    El brujo, sin embargo, pareció relajarse y regresó la ballesta a su espalda. Lo seguí ligeramente a destiempo cuando reanudó la caminata y me frené, de golpe, en cuanto él lo hizo. Viró el torso y me repasó con la vista, haciéndome consciente de mi propio aspecto. Debía ser un poema, ¿eh? No que importara, tampoco. Preguntó por mis planes y me ofreció una alternativa, a lo cual arrugué levemente el ceño y le di un último giro a la daga para ya dejarla quieta en mi mano.

    —Planeaba ir al sur, hasta alcanzar territorio nilfgaardiano —respondí, sin estar segura de si sonaría a un buen plan a oídos de un brujo entrenado—. El Norte es demasiado supersticioso y aquí no tengo chance, no con mi fama en Kovir, la inestabilidad redaniana y la desesperación de la gente en general. "Cabello negro y ojos rosados", supongo que es la clave. Ya me han reconocido en muchos lugares y me voy quedando sin opciones de este lado de la guerra.

    Suspiré, algo extenuada, y lo miré.

    —¿Tienes algún mejor plan, brujo?
     
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    Zireael

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    Altan

    Responderle dudas de las cosas que me habían enseñado a punta de libros inmensos, golpes y cortes me daba igual. Sabía que una parte de ello debía ser para interrumpir el silencio, el resto ni idea, pero no me parecía un gran problema. El conocimiento de los brujos, al menos una buena parte de él, no estaba guardado del mundo. Era el mundo el que se negaba a tomarlo muchas veces.

    Su queja de la peste, eso sí, alcanzó para que la sombra de una sonrisa me cruzara el semblante, pero ella no tuvo manera de notarlo pues iba atrás y el gesto desapareció antes de que me girara para mirarla. Ni idea de por qué me hizo gracia, quizás fue su indiferencia o la resignación, daba igual. Sin dudas si quería librarse de la peste, yo no era la mejor opción como guardia, pero entre luchar contra la muerte y aliarse con ella de manera temporal, a veces era mejor la segunda. Además, las alianzas de esta clase no exigían confianza, se creaban para sobrevivir nada más.

    No fui consciente de que quizás le debiera una explicación hasta que noté los nervios en sus movimientos y la manera en que habló, pero ya le había soltado la pregunta sobre sus planes así que ella me respondió después de retomar la marcha a pesar de que no estaba segura de nada de lo que rodeaba mi figura. Desde mi aparición hasta el disparo del virote.

    Detuve mis pasos nuevamente, bastante cerca de la salida de las ruinas, y esta vez giré todo el cuerpo en su dirección. El hechicero no me había dado instrucciones de ninguna clase, solo me había dicho que la sacara de las ruinas, que la salvara del destino que había perseguido a las otras que poseían la misma condición ficticia que ella y entonces me di cuenta del peso real de ese pedido. Él lo ignoraba, quizás, pero había lanzado un hilo bastante pesado entre nosotros.

    No debía protegerla solo de los bandidos, los campesino y los monstruos.

    Debía hacerlo también de la guerra.

    —Afuera no hay nadie ni nada, el que estaba era el hechicero. Se fue apenas escuchó el virote —expliqué con calma, pero ella había mencionado que quería seguir avanzando hacia el sur y me pregunté si estaba tan desesperada como para cruzar hacia Cintra, ya tomada por los Oscuros en la Primera Guerra, o incluso seguir más al sur. Quedaría los pasos regulados de Wyzima y los restos de Temeria en su conflicto con las ardillas—. Los Oscuros reaccionan a cualquier ataque del Norte, hay pelotones de soldados, mercenarios y necrófagos casi en cada esquina. Debe haberlos hasta Nazair, al menos, no creo que el Emperador descuide el reino que tomó en la Primera Guerra.

    Tomé aire, reajusté el agarré en la empuñadura de la espada y tracé una ruta en la cabeza. Sabía que ella no debía tomarla si no quería, pero habían algunas opciones, al menos mientras esperábamos por cómo seguía avanzando la Segunda Guerra. El Norte no lo estaba llevando muy bien hasta ahora, que los elfos, que los Oscuros en Lyria y Rivia, pero si algo como lo de Sodden se repetía quizás cambiara el giro de la rueca.

    Emhyr se negaba a ceder hasta entonces, ¿pero qué mierda buscaba el desgraciado?

    ¿Por qué había tomado Cintra para empezar?

    —Sería posible avanzar hacia Duen Hen, Sotomedio, Ramanegra... se puede seguir bordeando la Percha del Cuervo hasta la Encrucijada, donde está la primera posada. Evitar los asentamientos humanos al menos hasta perder el rastro —dije después de pensarlo un rato—. Ahora las ciudades más seguras son Novigrado y Oxenfurt, el Pontar corta el avance a los Oscuros, si es que se le ocurriera pasar Mahakam o avanzar desde Cintra. Oxenfurt es la ciudad de un montón de eruditos, tampoco se interesan por la guerra, por ahora. Si los retratos desaparecen de los tablones, si no hay rastro que seguir, la gente acabará por aburrirse y la guerra les dará otra cosa en la que ocuparse.
     
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    Gigi Blanche

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    Si se trataba del hechicero, entonces me pregunté por qué demonios el brujo había decidido lanzarle un virote a su propio contratante. No encontré ninguna respuesta que sonara viable a mis oídos y lo dejé estar; quizás hubiera sido una señal pactada de antemano o vete a saber. Seguí la dirección del pseudo ataque con la mirada, detallé la inmensa negrura incluso sin ver nada, y exhalé con cierta pesadez. Que el hechicero se hubiera ido probablemente estuviera relacionado conmigo.

    Regresé la mirada a Altan, entonces, y le dije mi plan. Su respuesta no fue directa, mas comprendí que pretendía indicarme la peligrosidad de seguir hacia el Sur. No ignoraba los riesgos de la... empresa, si había llegado a sopesar a los Oscuros como alternativa era a raíz de lo ocurrido en los últimos tres años. Temeria estaba ahogada por la guerra y quizá Redania no fuera tan mala opción; después de todo, el rey había muerto y, al parecer, una hechicera se estaba encargando de dirigir los asuntos políticos. Pero el alcance de los gobernantes tenía un límite y no todos estaban contentos con lo sucedido, según lo que había oído en las posadas y los cruces de camino; y por encima de eso, habían sido redanianos los primeros sujetos que pretendieron comprarme.

    No dije nada en la pausa que hizo. Seguí sus movimientos y aguardé, parecía estar pensando algo. La ruta que propuso nos regresaba al Norte, con ello quedó definida su opinión respecto a mi plan y arrugué el ceño, desviando la vista. No era que me molestara su postura, para nada, pero la simple idea de volver me erizaba el cuerpo. La necesidad de alejarme lo más posible de estas tierras malditas había sido lo único capaz de mantenerme en movimiento. Oxenfurt y Novigrado, proponía. Había evitado adrede cualquier clase de ciudad amurallada, por miedo y quizá, también, por paranoia.

    —La guerra y las profecías son dos cosas distintas, brujo —destaqué, incluso si a sus oídos era una obviedad, y moví las manos para forzarme a destensar el cuerpo—. Ambas nos enfrentan entre sí, pero la naturaleza del enemigo cambia. La guerra la hacen los hombres, las profecías vienen de los dioses, del conocimiento antiguo, de lugares y razonamientos que nadie se atreve a cuestionar. No digo que un Oscuro pueda cruzar y andar tan pancho por Novigrado, pero el odio y el resentimiento de la guerra son temporales. A mí me temen desde antes de nacer y lo seguirán haciendo años, siglos después de mi muerte. Y el miedo hace cosas profundas en la gente.

    Bufé, algo extenuada, y me repasé la frente con la manga, secándome el sudor reciente y, ya de paso, quitándome el cabello del rostro. Ni siquiera sabía si podía confiar en este sujeto, si sus intenciones de retroceder a Redania servían al propósito que me había dicho. No lo sabía, pero... ¿qué opciones me quedaban? De por sí jamás me había agradado mucho la idea de bajar a Nilfgaard, vaya. Me caían un poco mal.

    —Si te niegas a bajar, eso significa que estamos encerrados en el Norte —murmuré, una sonrisa amarga me cruzó el semblante y suspiré; debía ser la sensación que compartían todos los norteños, la situación que Nilfgaard había forzado en el continente, pero desde la neutralidad de Kovir hasta mi vida en los últimos años me costaba sentirme parte de ellos—. No me veo capaz de sobrevivir dentro de una ciudad redaniana, brujo, pero si debo ser honesta, me cuesta verlo en cualquier parte.

    Había empezado a caminar hacia el Norte, en la dirección que, recordaba, se encontraba uno de los caminos principales. Suponía que la acción bastaba como respuesta. No sabía hasta dónde llegaríamos pero, de momento, permanecer junto al brujo sonaba a un buen plan; los bandidos seguirían rondando la zona.

    —¿Tienes algún contacto? ¿O alguna idea concreta? —pregunté, medio girando el rostro para verlo—. En Novigrado u Oxenfurt, quiero decir. Supongo que la idea es esconderme e intentar llevar una vida normal, mientras cada día rezo por que nadie me reconozca en el mercado, o en la calle, o comprándome un vestido o limpiándome el culo.


    Evidentemente, a medida que hablaba se me fue colando la molestia en el tono. Acabé por bufar y esbocé una sonrisa breve.

    —No me vendría mal. Un vestido, digo. ¿Sabes cuánto llevo sin usar uno? Antes no me gustaban mucho, cuando me obligaban a usarlos, pero ahora los extraño. Los humanos somos cosas extrañas. O quizá no soy humana y la profecía es cierta.

    Busqué mirar a Altan con las cejas alzadas y cara de "¿te lo imaginas?", y luego volví la vista al camino.

    —¿Y tú? ¿Te consideras humano?
     
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    Zireael

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    Incluso si le expliqué lo del virote, bueno, se me quedó corto y tampoco le di muchas vueltas. Yo podía escuchar dónde estaba el isleño, ella no, yo sabía que no le había disparado a él si no a la negregura, pero ella no. Por demás era una señal improvisada, suponía que el otro habría vivido suficientes vidas o leído suficientes libros para, por lo menos, ser más listo de lo que sus capacidades parecían permitirle y entendería que si había señal era porque estaba saliendo con la chica. La cabeza le funcionó y desapareció, dejándonos, o dejándome más bien como la única compañía de esta muchacha.

    Por otro lado, supuse que uno solo pensaba en moverse a Nilfgaard cuando todo lo demás pintaba igual de peligroso. Anna debía llevar huyendo ya un buen tiempo, uno que no podía determinar porque yo llevaba mucho más tiempo sin pisar Kovir, pero eso no le quitaba mérito a su resistencia. Con ese silbido horrible en el pecho era un milagro que no estuviese muerta por un esfuerzo mal hecho a mitad de una persecución.

    Sabía que venderle las grandes ciudades era casi una tontería, pero creía poder cercar alguna de las dos de los grupos de bandidos y perder su rastro de los hechiceros, necios, que seguían pagándole a imbéciles por buscarla. Al cortar los hilos que sus perseguidores lanzaban, al anular las intersecciones, quizás pudiera conseguirle unos meses de paz para que se repusiera y para que la guerra se aclarara. Si el período entreguerras se lo permitía, entonces podría elegir si abandonar los Reinos del Norte de una vez, pero hasta entonces moverse contracorriente no parecía distinto a quedarse en este extremo del conflicto.

    —¿Es diferente? —pregunté sin ser brusco cuando terminó de diferenciar las profecías de la guerra—. Su profecía, princesa, existe porque un hombre, un mago loco como todos los demás, decidió que lo que ponían unas tablas o unas tumbas, yo qué sé, decía que el fin del mundo lo traerían sesenta muchachas hijas de familias reales. Pero hasta entonces los norteños habían ignorado algo como eso, porque no era parte de sus costumbres, y por el mismo motivo Etibald bien pudo leer todo mal. Su persecución, la de las demás como usted, la inició un hombre igual o menos importante que el Emperador de los Oscuros, a su manera también es una guerra. La diferencia es, como bien dice, que empezó antes de usted y seguirá incluso después si no aparece alguien para contradecirla de una vez por todas con fundamentos del mismo peso que los del Loco Etibald, es decir, un loco diferente.

    En fin, había seguido hablando aunque yo me quedé atascado en esa parte de sus palabras había escuchado lo demás. Había dicho que no se sentía capaz de sobrevivir en territorio redaniano, o en algún lugar en sí, y me preguntó si tenía contactos o un plan en sí mismo. Lo tenía, al menos el boceto de uno, y necesitaba ponerlo en marcha lo antes posible.

    Apenas salimos, cuando sentí el fresco del viento y pude escuchar mejor los sonidos que nos rodeaban confirmé que no había nada, al menos nada que no fueran animales nocturnos. Todo lo que escuchaba con claridad era la molestia de esta muchacha, una que estaba absolutamente justificada, así que tampoco vi por qué detenerla. Puede que fuese egocéntrico viniendo de alguien que no la conocía, pero quizás mi condición fuese lo único que me diera el privilegio de entender algo de su enfado.

    La ira estaba allí desde que podía recordar, había sobrevivido pruebas y mutaciones.

    —¿Extrañaría un vestido si estuviera tan corroída por la supuesta ira que absorbe a las hijas del Sol Negro como dice la profecía? —pregunté mientras observaba el suelo, no me di cuenta que había bajado la voz apenas me supe en terreno abierto—. Tal vez pueda conseguirle ropa con el dinero del mago. Lamento decirle que conmigo solo cargo pieles y no sé hacer ropa, muy a mi pesar.

    Me pareció que me miraba, pero estaba demasiado absorto en el revoltijo de rastros que había en esta tierra, revuelta por su persecución inicial. Estaba el rastro de los bandidos, estaba el mío y no percibí el del mago porque supuse que había dado el giro más grande de la historia del Norte con tal de no acercarse a la entrada de las ruinas. Por demás, el suelo estaba lo bastante seco para no guardar mucho del rastro de la chica, al menos ahora que no estaba en plena huida.

    Regresé al camino con ella, pero antes de alcanzarlo la dejé adelantarse algunos pasos, todavía atento a lo que podía o no delatar su salida, y fui cubriendo su avance con mis propias pisadas. Podría solo dejarlo tal cual, pues tampoco era demasiado notorio, pero no estaba aquí para tomar esa clase de riesgos. Si Cayden hacía bien su trabajo entonces llegaría a ciertos oídos que un brujo había acudido a las ruinas y si solo estaba mi rastro, bueno, dudaba mucho que fuese lo bastante interesante.

    Apenas estuvimos en el camino regresé a mi posición en la delantera para poder observar cualquier cosa que viniera hacia nosotros. Más allá, lo bastante para que ella no alcanzar a vislumbrarlo, me pareció detectar la silueta de un caballo con el trofeo colgado de las alforjas o eso insinuaba su silueta; supuse que habría sido obra del hechicero luego de irse. No me arriesgué a silbar para no hacer un ruido que atrajera atención innecesaria y además no podía negar que su pregunta, aunque normal, me había sorprendido un poco. Nadie me preguntaba eso ya, porque simplemente asumían que era un mutante y punto.

    ¿Qué caso tenía preguntar algo de lo que ya se sabía su respuesta?

    —¿Yo? —Cierto dejo de incredulidad hizo trastabillar mi tono por primera vez luego de que tuviera que alzar la voz adentro—. Los humanos no ven en la oscuridad o escuchan el silbido que tenía en el pecho desde el exterior. Tengo forma humana, supongo, como tantos otros, pero en la práctica quién sabe si eso me vuelve uno. No me siento parte de ellos, si eso responde mejor a su pregunta.

    Recordé de repente que no le había contestado algo mucho más importante antes, supuse que se me revolvió con las demás preguntas y la revisión de los rastros. Al menos me dio la cabeza para recordarlo.

    —Llevo un tiempo moviéndome entre Redania y Temeria, tengo algunos contactos aquí y allá. Contra todo pronóstico, hay algunas personas que todavía son capaces de sentir agradecimiento y puedo usarlo a mi favor y al suyo en tanto usted lo permita. Creo que trazando un plan decente, ya no solo de movimiento, si no para desaparecer del mapa a Anna de Narok... Darla por muerta, tal vez pueda vivir unos meses de paz, al menos para que pueda decidir entonces si desea abandonar los Reinos del Norte de manera definitiva. En tierra de guerra y monstruos todos podemos morir por un descuido, después de todo.

    Dejé la idea allí, todo lo que estaba poniendo a su alcance eran opciones que, ciertamente, no tenía por qué tomar. No eran más que ofertas, todos necesitábamos de ellas de tanto en tanto.

    —¿Respira mejor, princesa? —Sabía la respuesta, así que la estupidez contradecía mis propios pensamientos, pero quise corroborarlo directamente—. ¿Cuándo fue la última vez que montó a caballo?
     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    Atendí a la respuesta de Altan mientras salíamos de las ruinas y comenzábamos a andar; puede que fuera imprudente conversar en semejante situación como quien da un paseo por el campo, pero teóricamente los brujos poseían sentidos amplificados. Una pequeña conversación no debería causar el suficiente alboroto. Su análisis era correcto y pensaba, de hecho, algo muy similar. Concederle a la supuesta profecía el carácter que los demás le brindaban sería equivalente a aceptar la condición que me imponían, que era una existencia convocada al mundo para llevarlo a su ruina, y la idea... bueno, era un disparate. Necesitaba creerlo, al menos. Si cedía, perdería.

    —Es diferente —respondí a su pregunta inicial tras unos segundos de pensamiento, replicando sus argumentos, y me encogí de hombros con clara resignación—. Tienes razón, la profecía surgió de una persona y, como tal, posee una naturaleza similar a la de la guerra. Pero deja de serlo en el momento que las personas le creen, creen las palabras de ese loco, y las elevan a la autoridad de una existencia superior. Esto es más grande que Etibald. Quienes luchan la guerra lo hacen por reyes y emperadores; quienes nos cazan, creen estar salvando el mundo. —Casi al instante giré el rostro hacia él—. Bueno, hay de todo, pero tú me entiendes.

    No necesitaba pruebas para estimar que la profecía, además, le habría dado la excusa perfecta a un montón de hijos de puta para disponer de un puñado de chicas como les diera en gana, con todo y lo que eso implicaba. Vaya uno a saber las razones por las cuales Etibald había soltado la locura para empezar. Por lo demás, había seguido parloteando. Había tenido hormigas en el culo la vida entera y llevaba muchísimo tiempo sin la chance de mantener una conversación decente con nadie, así que el brujo, para su desgracia, había salido sorteado. Su señalamiento del vestido me arrancó una risa nasal, fue extremadamente floja y busqué verlo de soslayo.

    —No habrás tenido mayor oportunidad de compartir con mujeres, imagino —murmuré con cierta suavidad, mi tono salpicado de diversión—. Hija del Sol o no, ninguna ira cancelaría el gusto por un buen vestido, brujo.

    Noté que estaba muy atento al suelo y su oferta me pilló desprevenida; otra vez me acechó la duda punzante de hace un rato. ¿Realmente estaba siendo honesto o sólo era mi deseo de que lo fuera? No lo sabía, no tenía forma de saberlo y era muy molesto a su manera. No quería que me ofreciera su dinero, no quería ver surgir ese pequeño chispazo de esperanza para que luego volvieran a destrozarlo. Exhalé por la nariz y regresé la vista al frente, disfrazando mi voz con la indiferencia de antes.

    —Da igual —contesté—, dudo que en este pantano apestado haya algo remotamente similar a lo que imagino.

    El camino abrió el cielo sobre nosotros y me permití un instante para alzar la vista, detallar las estrellas. Tomé una amplia bocanada de aire, mis pulmones no se resintieron al hacerlo y se sintió increíblemente bien. Me permitió relajar un poco el cuerpo. El brujo había vuelto a adelantarse y yo mantuve la distancia inicial. Su respuesta provino del frente, entonces, e incluso sin poder verlo llegué a detectar el atisbo de incredulidad que le generó mi pregunta. Él tenía incluso más razones que yo para no creerse humano; pruebas verídicas, quería decir. Sus habilidades y capacidades físicas eran diferentes, pero... había nacido humano, ¿cierto? ¿Aún lo era? ¿Podía dejar de serlo, por muchas mutaciones que le hicieran? En cualquier caso, no se sentía parte. ¿Era una decisión propia o un límite impuesto? Yo llevaba toda la vida haciéndome la misma pregunta. Veía, corría y sentía como los humanos, y aún así me miraban como si no fuera uno.

    —Para empezar, qué diablos significará ser humano, ¿no? —acabé por soltar tras su respuesta, en una suerte de cierre improvisado.

    Seguimos caminando un rato en silencio cuando pareció rescatar una de mis preguntas iniciales. Dijo que podríamos esperar a la recesión de la guerra para tomar una decisión definitiva, y que entre tanto la mejor alternativa era fingir mi muerte. Sonaba cliché que te cagas pero suponía que llevaba razón. Estarían quienes conservaran la duda pero, en líneas generales, la noticia aburriría a muchos perseguidores. Por algún motivo, pensar en ello hizo preguntarme qué habría sido de Ema luego de mi partida. No había conseguido novedades de Narok por mucho que pregunté al respecto una y otra vez, todos fuera de Kovir estaban demasiado ocupados con la guerra. El miedo me acechaba con más frecuencia de la que desearía.

    De que la hubiesen castigado por ayudarme.

    —Me da igual —definí, pateando una piedrita—. En cierto modo ya lo estoy, no me molestaría montarme el paripé del siglo. Podría al menos decidir mi propia muerte, ¿verdad? Es un privilegio del cual muy pocos gozan. Podríamos hacerlo escandaloso y bien dramático, que la voz corra como pólvora.

    Me había ido entusiasmando con la idea conforme hablaba, al final solté una risa de nada y desinflé la postura. Me quedé sumida en mis propios pensamientos, dándole vueltas a cuestiones redundantes, y su pregunta pareció leerme la mente en cierta forma. Llevaba refiriéndome así desde el principio, ¿cierto? Miré su espalda y asentí, dándome cuenta poco después que veía en la oscuridad pero no tenía ojos en la espalda. Me sentí bastante tonta.

    —Sí —aclaré, dándole cabeza a la historia—. Hmm... ¿Algo de dos meses? Pero no te preocupes, he cabalgado toda mi vida.

    Había pasado por un par de caballos en los últimos tres años, la mayoría robados. Al final, el último que tuve me vi forzada a venderlo para, básicamente, poder comer. Comprendí el sentido práctico de la pregunta y me adelanté para caminar a su lado, agudizando la vista; no pude ver nada. Bueno, daba igual. Me alegraba no tener que seguir caminando, ya me dolían los pies. Busqué mirar al brujo de reojo, medio detallé su perfil, en especial el camino que su sangre había trazado, y recordé que le había abierto la mejilla.

    —Por cierto, no hace falta el título, brujo. Ya no soy ninguna princesa —dije, rebuscando entre mis bolsillos, y mojé un pañuelo viejo con un poco de agua para extendérselo—. Toma.
     
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    Zireael

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    Altan

    Con el paso de los años había perdido toda capacidad de espanto, ya no solo por las emociones adormecidas de los de mi clase, sino por la experiencia que había adquirido en la Senda y lo que me había enseñado la caída de Kaer Seren. Los humanos, todos ellos, parecían empeñados en destruir todo lo que alcanzara sus manos por motivos que a veces escapaban mi entendimiento. Un hechicero había empezado el asunto de la profecía del Sol Negro, otros de su especie habían sepultado a Kaer Seren en una avalancha porque nos negábamos a sacar de la fortaleza el conocimiento heredado de Alzur y la Orden de Brujos inicial.

    ¿No eran todo guerras?

    ¿No eran todo venganzas y juegos de hombres adultos demasiado aburridos?

    Anna era una carta en una partida de gwent eterna.


    A mí me seguía pareciendo todo lo mismo, el patriotismo no me parecía distinto de la fe religiosa y habían tensiones políticas entre familias que superaban las generaciones, como genuinas maldiciones, y luego estaba Anna, condenada porque había nacido en un día que el sol se tornó negro. Su pecado había sido nacer y no estaba en sus manos. Un destino que era más antiguo que ella la había reclamado y ahora estaba aquí, debatiendo con un brujo.

    Casi habría sido mejor que alguien invocara la Ley de la Sorpresa sobre ella.

    —Por eso apelé a que debe aparecer otro loco para equilibrar la balanza. —Fue lo que dije sin molestarme en rebatir el resto de sus argumentos, si acaso le cedí razón.

    Escuché lo que me dijo, también percibí el cambio en su tono y suspiré con algo parecido a la resignación. No era lo que se dice el bromista del siglo, tampoco me molestaba en sutilezas, pero las mujeres... Digamos que nunca ignoraban del todo a un brujo, por los motivos que fueran. Las hechiceras eran especialmente insistentes y también parecían ser una exageración absoluta de la feminidad. Eso no les quitaba su ira y su astucia, pero a las hijas del Sol Negro no las emparentaban a las hechiceras, las emparentaban a los mutantes.

    —Mujeres, es correcto. Para los locos de turno no son mujeres, son mutantes —advertí sin objetivo real más que señalar el hecho de que, en efecto, era una joven como cualquier otra—. Tampoco es que pueda conseguirle un vestido digno de la corte si vamos a andar por estos pantanos, princesa, pero con todo el respeto que merece, necesita mejor ropa. Incluso con las hierbas, su condición puede empeorar por el tiempo en la intemperie.

    No acoté nada más a la conversación sobre ser humano o no, si todo lo que sabía de ellos era en esencia guerra y poco más. Respondió la propuesta que le hice, la escuché patear una piedra y supuse que, bueno, en este momento mis opciones eran lo único que tenía en realidad. En cierta manera estaba muerta, sí, Narok la había matado, pero en esta versión ella podría elegir cómo. Al menos con un experto en escenarios de muerte la cosa tenía una probabilidad de éxito mayor.

    —Tan escandaloso como sea posible —dije mientras seguíamos caminando—. Debemos planearlo bien de todas maneras, si hay errores en la ejecución no valdrá la pena.

    Me respondió lo del caballo, así que me di por servido y seguí andando con la vista puesta en Dearg, que seguía sin habernos escuchado. Me pareció que se ponía a pastar de las hierbillas de la orilla del camino y con un cambio en la dirección del viento el animal levantó la cabeza, atento. Supuse que estaba a una distancia en que ya, al menos, se podría adivinar la silueta de algo pero no lo llamé, fue él quien se puso en marcha al reconocer mi olor y el sonido de los cascos, rítmico, debió delatar su presencia antes de que fuese visible.

    —¿Sabe cómo funcionan los medallones de los brujos? —pregunté aunque no dejé espacio de respuesta y recibí el pañuelo húmedo—. Vibran en presencia de magia de casi cualquier clase, pero son especialmente sensibles a los hechizos, las maldiciones y a criaturas nacidas de magia o por experimentación mágica. Maldiciones tan potentes como las que condenan a personas a cambiar su naturaleza o su forma física, vuelven locos a los medallones, vibran con fuerza. El objeto no ha vibrado una sola vez en su presencia, por tanto para mí sigue poseyendo su título y los Grifos respetamos las jerarquías, especialmente las de Kovir.

    Justamente esa lógica fue la que me hizo dudar sobre usar el pañuelo, pero pensé que era más irrespetuoso no hacerlo y detuve mis pasos, primero para que fuese Dearg el que nos alcanzara y segundo para limpiarme el rostro. La sangre ya estaba fluyendo más despacio, la humedad del pañuelo fue un algo incómoda pero al menos me permitió limpiar la herida un poco mejor. No vi por qué regresarle un pañuelo viejo manchado de sangre, así que me lo dejé en la mano y ya.

    El caballo se detuvo a unos diez pasos, cauteloso, así que silbé una sola vez, muy bajo, y el animal acabó por acercarse. Estiré las manos para tomar la rienda, giré por su costado y comencé a escarbar en las alforjas hasta que di con otras hierbas molidas, tomé algo de la pasta y me la coloqué sobre el corte de la daga de Anna, sin más.

    —Tranquilo —le dije al caballo cuando vi que tenía las orejas aplastadas y le rasqué un costado del cuello, entre la crin rojiza—. Se llama Anna, viene con nosotros. Viene con nosotros.

    Respiró con pesadez, pero las caricias le aflojaron el cuerpo y se acercó a la joven. Vete a saber si fue intencional o no, pero acercó la cabeza demasiado, de forma que le dio un golpe con la nariz a un costado de la cabeza, no llevaba fuerza en sí, pero no le quitaba lo maleducado.

    —¿Quieres comportarte? —reñí al caballo y solo enderezó la cabeza.

    Por buscar las hierbas no me di cuenta hasta después, pero en la silla descansaba una prenda, algo a medio camino entre ser un abrigo y una capa. Parecía piel de ciervo y al quitarlo de la silla me di cuenta que era bastante pequeño, quería decir, pequeño tamaño Anna de Narok o niño de doce años de familia que podría permitirse dos comidas al día. También debía haberlo conseguido el mago, vete a saber a quién se lo ganó en una partida de cartas o algo. Lo sacudí, solo por si acaso, pero parecía bastante limpio.

    —Pero si no será el contratista más comprometido del Continente —dije casi para mí mismo, con cierto dejo de burla en la voz aunque lo neutralicé al dirigirme a la chica—. No es mucho, pero servirá para cubrirla del frío un poco mejor.
     
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    Gigi Blanche

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    Anna

    La respuesta del brujo fue concisa, como casi todo lo que decía, y se limitó a insistir en la necesidad de un segundo lunático con la demencia o influencia suficiente para rebatir los argumentos del primero. Decidí cerrar el asunto con un suspiro dramático y la broma sin gracia de turno.

    —De una forma u otra, mi destino depende de un loco —concluí, sin ser consciente del peso que ese concepto ganaría en los años venideros.

    El peso que este preciso momento tendría en mi vida.

    Luego pretendí molestarlo con su experiencia con las mujeres y al oír su respuesta, al notar cómo fallaba estrepitosamente, me pregunté por qué, para empezar, había querido correr a un brujo de quién sabe cuántos años. Yo, de toda la gente, que mi experiencia con muchachos era... bueno, básicamente lo que él había dicho: en Narok la gente jamás me había mirado como una niña, ni como una chica, ni como una mujer. Aún así, la palabra me sentaba mal.

    Mutante.

    ¿Como él?

    Me valí de su seriedad para fingir demencia, estimando que dejaría el asunto estar, y mencionó la condición de mis ropajes actuales. Me miré a mí misma con el ceño ligeramente fruncido y, aunque no quise darle la razón, sabía que la tenía.

    —Usualmente no es tan malo —dije aplanando el tono adrede para no sonar como una mocosa enfurruñada, y seguí hablando con la vista al frente—. Es molesto, pero no me ha puesto en peligro real. Empeoró los últimos días, eso sí, quizá por el clima de Velen, o de los pantanos en específico, o porque tenía que empeorar y ya.

    O quizá fuera, también, porque había aparecido un brujo gigante de la putísima nada y aún habiéndome lanzado contra él, lo hice sintiendo la respiración helada de la muerte en la nuca. No había creído ni por un instante que su intervención fueran buenas noticias y aún guardaba mis resquemores al respecto. En cualquier caso definimos planear la muerte más escandalosa del siglo y poco después un sonido me alertó. Mi cuerpo se tensó hasta que reconocí el andar sereno de un caballo en nuestra dirección. Oí la explicación de Altan en lo que la criatura aparecía de las penumbras, quedándome brevemente sorprendida con la belleza del animal. Los medallones de brujo detectaban maldiciones, había dicho, y el suyo no había vibrado ni una vez. Por ello insistía en llamarme con la formalidad de antaño.

    Era ridículo.

    Y un poco reconfortante.

    Nos detuvimos, el brujo se limpió el rostro y seguí sus movimientos de refilón, en silencio. No abrí la boca pues no supe qué decir frente al argumento que me había presentado. Podría haber bromeado con su decisión política tan polémica, pero era un brujo e intentar molestarlo saldría igual de mal que antes. Le silbó al caballo, éste se acercó y echó las orejas hacia atrás, señal que tomé para no andar de confianzuda. Permanecí atorada en mi posición hasta que el animal redujo la distancia. Estaba alzando la mano con la intención de dejarlo olerme cuando el muy desvergonzado me dio un empujón en la cabeza. Sentí mi cabello alborotarse ligeramente y me quedé con el brazo a medio camino, pensando que ahora hasta los caballos me la tenían jurada. El brujo lo riñó y yo solté una risa nasal, acercando los dedos finalmente a su hocico.

    —No me digas que a ti tampoco te gusto —murmuré, deslizando luego la mano con precaución hasta el costado de su cabeza—. Ya sabes mi nombre, ¿cómo te llamas tú, chico?

    Estaba intentando amigarme con el caballo cuando Altan reapareció a mi lado, ofreciéndome una especie de capa. Alterné la mirada entre él y la prenda, y finalmente la acepté, habiendo notado en el proceso el menjunje de hierbas que se había estampado en el rostro.

    —Gracias —murmuré, algo desprevenida aún por el gesto, y empuñé el abrigo contra mi pecho—. Sabes mucho, ¿verdad? De plantas medicinales y esas cosas.

    También había sabido específicamente lo que curaba mi condición, al fin y al cabo. Luego de algunos segundos cedí y me acomodé la capa encima de los hombros, echándole un vistazo al caballo.

    —¿Crees que estará de acuerdo con llevarme? —bromeé, pretendiendo, otra vez, alivianar el ambiente.
     
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    Zireael

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    Altan

    El peso de la sentencia que la profecía del Loco Etibald ponía sobre estas chicas era muy parecido al que había colocado en cada brujo desde que Alzur y otros habían creado al primero de nosotros. Nuestra desgracia, aún así, tenía fundamentos observables, evidentes, y llamarnos mutantes no estaba errado en lo más mínimo. No creía que eso debiera aplicar a estas chicas, algunas ni siquiera se sabía si tenían rastro de magia con ellas, como Anna, así que llamarlas mutantes era exagerado pero estos locos lo hacían.

    Lo hacían y luego, como habían matado a algunas que ni siquiera habían nacido bajo un Sol Negro, habían optado por encerrarlas. La cosa parecía una histeria absoluta, pero el resultado político era demasiado amplio para hacerlo pasar por una simple locura. Era como si hubieran tomado la supuesta profecía como pieza primigenia para iniciar un baño de sangre que creara suficiente confusión en los Reinos del Norte.

    Era demasiado incluso para los siempre neutrales brujos.

    De la manera que fuese, su respuesta fue una broma sin gracia otra vez y lo dejé estar, pues porque la criatura tampoco iba a pasársela echándose a morir. Simplemente era una respuesta que pretendía quitarle peso a la cosa, porque de por sí tenía demasiado, y ni yo ni nadie podía juzgarla por la manera en que se tomara la que había sido su condena apenas nacer.

    Lo siguiente que dijo fue sobre mi comentario de la ropa, la intemperie y su estado físico. Me pareció que lo plano de su tono fue intencional, pero tampoco lo señalé y continué prestándole atención, pues porque no podía hacer otra cosa de por sí.

    —Velen en general empeora todo. Se respira mal y se está siempre húmedo —atajé sin demasiadas complicaciones, sin apuntar al hecho de que la niña había pretendido cagarse a palos con un brujo que le sacaba casi cabeza y media—. Me duelen huesos rotos viejos en este maldito pantano sin fin.

    Mi explicación del medallón buscaba darle a entender que mi decisión de llamarla por el título que le correspondía no me la sacaba de entre los huevos ni nada, que contrario a la estupidez del Sol Negro al menos yo tenía una cosa física, palpable, que me decía que ella no era ni una mutante ni una amenaza. A mis ojos era una muchacha de la nobleza, punto, ahí paraba de contar. Si eso la reconfortaba, bueno, era un efecto colateral pues sabía que realmente no tenía por qué confiar en mí.

    Cuando Dearg le dio el empujón con la cabeza le alborotó el pelo ligeramente, pero la risa nasal que ella soltó pareció decirle al caballo que Anna, contrario a mí, sí tenía sentido del humor y en consecuencia se puso a olisquear su mano apenas ella la estiró hacia su hocico. Para cuando volvió a mover la mano Dearg no reaccionó, de hecho volvió a erguir las orejas, ya tranquilo, y empezó a olisquearla otra vez, dándole toques con el hocico cuando se le antojaba. Vete a saber si le buscaba las cosquillas o solo intuyó que una chica sería más amigable que yo, ni idea.

    —Dearg —dije el nombre del caballo mientras ella aceptaba la piel de ciervo y cuando preguntó por las hierbas asentí con la cabeza—. Debo haberme pasado un cuarto de vida leyendo libros, varios de ellos sobre hierbas y sus usos. Al comenzar la Senda aprendí algunas cosas de otros brujos de diferentes escuelas, también de hechiceros o herboristas. Un viejo trataba una enfermedad no infecciosa que afectaba la respiración con malva real, ayudaba a la gente a respirar mejor. La sustancia presente en las flores reduce la inflamación, que es lo que parece que no la deja respirar, ya que no suena congestionada como tal. Lo que le di era un concentrado que se prepara con ellas.

    ¿Y esa lección que nadie había pedido?

    Mientras le soltaba la clase introductoria a Herbolaria I había seguido observándola, no tenía un motivo particular en realidad, solo lo hice. El color de sus ojos resaltaba un montón, era extraño, poco común, se parecía a las vetas de ciertas piedras en las cuevas. Resaltaba bastante entre la mata de cabello negro e incluso en las condiciones en que estaba ahora, en su exilio y eterna huida, sus facciones delataban que provenía de una buena familia.

    —Creo que ahora prefiere llevarla a usted que a mí—respondí a lo del caballo y el aludido resopló como si me hubiese entendido—. Suba, princesa. Le aseguro que estará bien. Creo que la capa alcanza para que se cubra la cabeza, así evitaremos que la reconozcan aunque ya pretendí perder el rastro.
     
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    Anna

    El brujo acordó conmigo que Velen era un agujero de pura mierda en el centro del continente. Bueno, no con esas palabras exactas, pero la intención era lo que contaba, ¿no? De la forma que fuera la realidad no cambiaba. Olía mal, estaba lleno de barro, enseguida te ensuciabas y hasta los árboles parecían cansados de alimentarse de estas tierras. Dejando a los monstruos de lado, precisamente por esas razones había tenido menos problemas humanos aquí que en el resto del Norte. Eso, al menos, hasta que aparecieron los jodidos bandidos. Solté una risa floja a lo de los huesos rotos viejos doliéndole.

    —Anciano —fue todo lo que dije.

    No era, digamos, la más delicada, y los últimos años habían empeorado e incluso deformado ciertos hábitos. Cuando llegamos al caballo de Altan, éste olfateó mi mano y me permitió tocarlo, cosa que mejoraba bastante nuestra improvisada relación de cinco minutos. Acaricié su crin, de un rojizo pardo en la oscuridad de la noche, y recibí su nombre de boca del brujo.

    —Dearg —repetí, en voz baja, y regresé al animal—. Hola, Dearg. ¿Cómo estás, muchacho? ¿Te aburriste de esperar? Lamento que debas viajar a solas con este anciano.

    Quizá me empeñara en buscarle las cosquillas porque ya había demostrado siquiera tenerlas, quién sabe. De cualquier forma no hablaba en serio. Cuando inició su explicación sobre las hierbas giré el rostro y lo miré a él, aunque mi mano, a tientas, no detuvo las caricias en el caballo. Cepillé su crin, le rasqué entre las orejas y sobre el hocico. Los animales me ayudaban a calmarme, probablemente por haber sido la única buena compañía que encontré los últimos tres años. Por otro lado, los brujos parecían estar bastante más instruidos de lo que la gente solía creer, ¿verdad? El imaginario colectivo los reducía a mutantes arrancados de sus emociones, monstruos diseñados para matar otros monstruos; pero todo cazador que se preciara necesitaba gozar de amplios conocimientos de sus presas. Entorno, hábitos, dieta, comportamiento.

    —Serías más útil que mis profesores de Narok —bromeé, alzando la vista al caballo.

    Subirme a Dearg se convirtió de repente en una gran decisión. Significaría que había aceptado confiar en la palabra del brujo, en sus supuestas intenciones nobles, y que me había aferrado otra vez a una chispa de esperanza. Tomé mucho aire, lo boté de golpe y finalmente cedí, enganchando un pie en el estribo para montarme a lomos del animal. Obedecí, también, y busqué la capucha de la capa a mis espaldas, acomodándola encima de mi cabeza con el cabello derramándose por mis hombros. Aguardé que Altan se subiera detrás mío y el caballo comenzó a andar con un galope suave.

    —¿Es skelligense? El nombre Dearg, quiero decir —murmuré desde mi posición, observando el panorama y el paisaje, y poco después agregué—: Gracias por el concentrado. Había olvidado lo que era respirar bien.

    Me dio un poco de vergüenza, vete a saber por qué, y mi reacción automática fue inclinarme hacia un costado para girar el rostro. Lo miré, detallé la cicatriz que le cruzaba el ojo y volví a enderezar el torso.

    —¿Cómo te la hiciste?
     
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    Zireael

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    Altan

    A ver, era absolutamente cierto que Velen era un agujero de pura mierda, pero la cantidad de terreno abierto, pantanos y bichos que habían aquí facilitaban el trabajo. En las ciudades grandes de Redania y Temeria no era que hubiese demasiado trabajo de por sí, eran en su mayoría espacios amurallados y si aparecía un contrato era, bueno, por los conflictos de los humanos con los elfos. Prefería no meterme en esa clase de predicamentos.

    ¿Me había llamado anciano?

    Saludó al caballo, le habló y el animal se dejó hacer, ya de pasó le dio sus condolencias por viajar con el anciano. Hombre, ¿así le pagaban a uno por salvar vidas? Había que ver nada más, no era un escupitajo y de hecho no era mentira, pero no dejaba de ser sorprendentemente absurdo que pasara de cagarse a palos el brujo a llamarlo anciano frente a su caballo.

    No reaccioné de todas maneras, solo zambullí el trapo con el que me había limpiado la sangre en las alforjas y cuando empecé la cátedra sentí que me miraba, aunque seguía acariciando a Dearg. Me pareció que el contacto con el animal la ayudó a relajarse, no era raro entre las personas, aunque tampoco era que la gente pudiera permitirse grandes gestos de afecto en este mundo desordenado.

    —Si lo que quiere es aprender de monstruos, hierbas y magia, quizás —apañé a lo de que sería más útil que sus profesores de Narok.

    Lo dije por decir, quizás porque sabía que la decisión de subir al caballo implicaría que estaba aceptando, de forma real, confiar en mi palabra aunque eso no se equiparara en confiar en mi presencia. La dejé que se tomara su tiempo, atento al espacio, a los sonidos, siluetas y olores; si debía enviarla sola con el caballo porque aparecía algo, bueno, podía hacerlo.

    Ya en el lomo de Dearg también se ajustó la capucha como le indiqué, el cabello oscuro se le esparcía en los hombros, pero al menos su cara no era tan visible. Subí también, con eso el caballo inicio el galope, suave y yo seguí con los sentidos ocupados en asegurarme que el camino estaba despejado. Ir por el camino, de noche, podía ponerlos como objetivo de las ardillas, pero quería pensar que eran lo bastante inteligentes para quedarse quietos en sus líneas de árboles.

    —Lengua Antigua común, no de la jerga de Skellige quiero decir. Es la palabra para rojo —respondí a lo del nombre del animal y luego atendí a su agradecimiento—. Deben quedarme algunos frascos y puedo conseguir más malva con algún herborista de la zona, es fácil de preparar. Puedo enseñarle.

    Había notado que se inclinaba, me miró y yo deslicé los ojos a ella. Sus ojos habían recorrido el camino de la cicatriz.

    —Una lamia —respondí y después recordé que debía soltar la lección de turno—. Un tipo de vampiro supremo que adopta la forma de mujer atractiva, joven y de cabello negro. Su forma real es la de un gran murciélago negro.

    Guardé silencio un momento porque me pareció escuchar algo revolverse en la maleza, pero el movimiento lo delató como un animal y regresé la atención al camino y a Anna. Sabía que guardar silencio no era la mejor idea, sobre todo si pretendía que la chica fuese comprendiendo que no pretendía hacerle daño ni nada más.

    —La primera vez que emprendí la Senda solo tenía veinte años y, brujo o no, los chicos de veinte años son... Chicos de veinte años —comencé a contar con el tono inexpresivo que era usual—. Me descuidé. No había lidiado con vampiros antes fuera de los libros, de ninguna clase, y supongo que la lamia notó esa inexperiencia. A mis ojos parecía una náyade, una ninfa. En fin, cuando quise darme cuenta tenía encima este bicho con las garras más largas que recuerdo haber visto nunca, pude zafarme, pero una de las garras me alcanzó el rostro. Me abrió toda la mejilla, hasta que sanó bien temí quedar con la boca así de grande.

    La primera parte del tramo hacia Duén Hen era un solo camino sin bifurcaciones ni pantanos, al alcanzar la división del camino se continuaba otro trecho hasta donde el terreno comenzaba a abrirse en humedales de nuevo. Nos llevaría un rato alcanzar esa zona a este ritmo, pero prefería no llamar demasiado la atención todavía y poner distancia de las ruinas. En algún punto antes de los pantanos deberíamos poder detenernos para que ella descansara, pero ya habiendo puesto distancia de sus perseguidores.



    Luego de las fechas fuckeadas usé mi tiempo en seguir leyendo la wiki cien veces más para lo de los scoia'tael (tanto que aprendí a escribirlo, amazing) y encontré más cosas fuckeadas, para sorpresa de nadie, perooo quité las menciones a la ocupación nilfgaardiana de mis posts anteriores así que eso nunca pasó (?????) *patea al don polaco que escribió la saga más antifive que vio nunca*

    Lo otro que tenía mal por rebote era la toma de Wyzima, ni recordaba que lo había puesto, que todavía sigue en manos de Temeria obvio. Fin del comunicado, tengo que seguir actualizando el doc
     
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