Bienventurado y santo quien tiene parte en la primera resurrección: sobre los tales la segunda muerte, que es la eterna para los réprobos, no tendrá poderío, antes serán sacerdotes de Dios y de Jesucristo y reinarán con él mil años. Apocalipsis 20:6 ----------------- Ella tenía veinte años cuando murió. Había ocurrido tan rápido que no tuvo tiempo ni de lamentarse el fuerte golpe en la cabeza que alguien le propinó por la espalda. Lo único que vio antes de desplomarse vencida por su propio peso fue el horizonte crepuscular apagarse de repente. Cuando cayó al suelo ya estaba muerta. El objeto que la mató le rompió el cráneo como si fuese un cascarón vacío. Así de simple y precoz fue su muerte. Su asesino le robó el derecho a morir bajo condiciones más humanitarias: despedirse de sus familiares y decirles todo aquello que en la salud no les dijo abiertamente (un los amo o un siento todo el daño que les hice), descansar en un lecho mortuorio con los ojos cerrados, las manos entrelazadas sosteniendo un improvisado ramito de flores recién cortadas y el característico olor a cera impregnando el lugar porque algún pariente encendió un cirio bendito. En vez de eso, ella yacía con las piernas abiertas y la falda remangada hasta mostrar la parte interior de sus muslos. Una pose obscena. Ahora formaba parte de una cifra de personas asesinadas. Su nombre sería únicamente un número más; pero a pesar de las circunstancias, ella fue de los pocos afortunados que no sufrieron una lenta agonía ni una muerte tortuosa. Al contrario, está la alcanzó como el sueño a Endimión. El homicida la abandonó sin mostrar el menor interés en lo ocurrido, aunque en un principio se sintió indeciso. No sabía si era buena idea cambiar de lugar a la chica para ocultarla o para evitar dejar en ella evidencia que le vinculara emprender la huida. Al final optó por lo segundo no sin antes llevarse el objeto que acabó con la vida de la joven. Regresó sobre sus pasos, resistiendo el impulso de mirar atrás. Al salir del callejón se mescló entre la multitud de personas que transitaban a escasos metros absortas en sus vidas y finalmente se perdió entre ellas con una sonrisa en los labios producto de la satisfacción de sentir entre los dedos de la mano el objeto homicida ligeramente pegajoso de sangre. El cuerpo permaneció en ese callejón hasta ya entrada la noche. Donde una especie de silbido hizo vibrar los cristales de los edificios colindantes. Era un sonido agudo, ininterrumpido y de baja frecuencia. Imperceptible al oído humano pero perfectamente audible para los animales que rondaban el lugar. Entonces se vieron atormentados por él. Los perros ladraban y aullaban enloquecidos, los gatos corrían despavoridos por las azoteas y las aves, profundamente dormidas en sus nidos, despertaban para levantar el vuelo excitadas como si un animal hubiera tratado de atraparlas. El sonido retumbó sobre los ladrillos desnudos y cubierto de liquen verde. Pues en una ciudad donde hay tanta humedad como lo es Orizaba no es raro encontrar muros pintarrajeados de liquen. En el contenedor de basura desbordado de bolsas hediondas, en los charcos de agua lodosa y desde luego llegó hasta los oídos muertos de la chica donde penetró hondamente en su interior alcanzando sus músculos y huesos; órganos y sangre. El silbido la impregnó hasta que ya no fue solo un sonido primitivo e ininteligible. Éste adquirió nitidez hasta que susurró una palabra especialmente para ella. En ese momento el corazón palpitó. Sus labios entreabiertos estaban agrietados y su lengua era como lija debido a la falta de humedad, parecía que de ellos no podría salir palabra alguna y entonces sucedió... en el interior de su pecho los pulmones volvían a expandirse y su boca dejó salir aliento y la vida regresó a ella como si nunca la hubiese dejado. Sus ojos irritados por haber permanecido tanto tiempo sin parpadear captaron una imagen, en un principio borrosa como si estuviera despertando de un sueño pesado. El cielo ennegrecido por la noche con la luna llena en lo alto estaba coronado de estrellas. Fue afortunada de que ningún animal pululara cerca de ella atraído por el olor a muerte y le dañara los ojos por un ataque de voraz curiosidad. Indiferente olisqueó el aroma a hierba húmeda arrastrado por el viento nocturno y detectó el olor dulzón del contenedor de basura, pero también percibió otra cosa. No era un olor o ruido era algo más poderoso, tanto que la instó a levantarse. Ya de pie fijó la vista en el cielo, en la luna. Su cuerpo estaba entumido pero a ella no le importó, de hecho no tenía idea delo sucedido ni hace horas ni en ese momento. Entonces su palabra secreta volvió a resonar como un eco infinito desde los residuos de su memoria y dejó escapar un gemido gutural.