Asuras. La masacre de Ambabod Introducción Esta es la primera historia situada en un nuevo mundo construido que estoy organizando. Debido a mi mala tendencia de querer escribir historias largas, pero no tener tiempo luego he decidido escribir historias cortas en un mismo universo y esta es la primera, espero que les guste. Capítulo 1. La espera “¡Dioses! como detesto las montañas, frío, nieve, tormentas, y las mujeres no son hermosas tampoco, pero todo sea por el bienestar de mi hermana”. Un muchacho se encontraba sentado en una saliente rocosa, frente a él se extendía el vacío de valles y montañas incontables, la mayoría estaban cubiertas con un manto argentino de nieves perpetuas. El joven había dejado hace poco la adolescencia, su cabello negro bajaba alborotado por su frente y hasta la nuca, mientras que sus hombros estaban cubiertos por un manto de lana densa de toros de las altas montañas. Debajo del manto estaba cubierto por un humilde peto de cuero con algunos refuerzos de bronce. Debajo de los correajes que ataban un carcaj pesado lleno de flechas poseía faldones de lana y pantalones gruesos atados en los tobillos por botas de combate con taches diseñados para caminar en los pasos de montaña. A su lado se encontraba un extraño arco recurvado, los ejes estaban cubiertos por placas de un metal oscuro con jemas de color verde esmeralda como detalles, en sí parecía más un juguete que un arma de combate. –¡Mi señor Héctor! – dijo una voz ronca desde la parte trasera, se trataba de un hombre cubierto hasta la cabeza por un manto de lana de cabra, de menor calidad pero mucho más económico de producir – nos han llegado órdenes del general Fenield. El joven suspiró con melancolía. –En ocasiones eres un poco molesto Jeremías– contestó el joven incorporándose de su letargo y mientras echaba mano de su arco continuó –tomar la fortaleza de Ambadod no se resuelve solo con una orden. Jeremías era un hombre alto y bastante apuesto, aunque la barba de dos meses que llevaba a cuestas le hacía demeritar bastante. Debajo del manto de piel de cabra portaba un peto de cuero cubierto con escamas de bronce, una espada larga de Aluminita, un misterioso metal que solo podía fabricarse en las fortalezas del reino de Zebile así como faldones largos y botas de montaña. –Pero señor, el general se encuentra peleando con las tribus en el sur en la región de Gaspia y requiere que nuestra unidad apoye la pasificación del valle de Sinsudu, a demás… – Jeremías no pudo continuar hablando, pues Héctor lo interrumpió con un gesto. –¿Has olvidado por que venimos a este paramo desolado? Jeremías bajó la cabeza algo confundido. –Venimos a castigar a estos barbaros por haber deshonrado a la sacerdotisa de la diosa Nammu. –¿Y que hacia una sacerdotisa virgen sin guardias necesarios en tierra de bárbaros como esta en primer lugar? Esta región se encuentra en guerra perpetua entre Señores de la Guerra, la tribu que causó la deshonra fue la primera que aplastamos hace ya tres meses en la ciudad de Bqale y aún seguimos aquí varados. Los martillos de nuestros titanes molieron sus murallas, pero nos ordenaron pacificar las montañas, ¿no te has preguntado eso? Por muy cerdos que sean estos Señores dela Guerra, ellos no causaron la querella. Nuestro general parece no saber la diferencia entre lusiquianos, gaspianos, sinsudanos o consudanos. En ese momento llegó un hombre a caballo, su manto de piel de cabra estaba cubierto por un manto de nieve, se lo veía algo famélico, pero se veía contento. Cuando vio a Héctor se lanzó del caballo y se inclinó. –Su alteza, aquí está el encargo que me dio –dicho esto puso al alcance de Héctor un libro bastante grueso que sacó de una de las alforjas del caballo. La cubierta del libro era de cuero y metal, con un sello ornamentado con metales preciosos y un cristal de color rosáceo que brillaba como una gema con la pálida luz del sol de aquellas nubladas montañas. Su cabello era corto y de un tono purpura claro, sus ojos de color azul aun brillaban con la fuerza de la adolescencia, aunque su rostro ya mostraba los signos de la dureza de la vida de un soldado. –Eres un hombre libre Roland –repuso Héctor haciendo un gesto para que el mensajero se levantara, al mismo tiempo que Jeremías hacía gestos para que no tratara a Héctor con la reverencia de un príncipe, en primer lugar nadie debía enterarse de su identidad a menos que fuera necesario, esa era la costumbre de los hombres de la familia real de Zebile –entrégame eso– continuó Héctor afablemente – y que te den algo de comer, después quiero que me digas como se encuentra mi hermana y la abuela. Roland asintió y obedeció de inmediato. –¿Eso es un códice de alquimia? –preguntó Jeremías apoyándose en su lanza. –El sello es de alquimia –contestó Héctor –pero este tomo es un catálogo de arquitectura antigua –dicho esto, Héctor colocó el códice en una piedra plana bastante larga y sacando una daga cortó levemente uno de sus pulgares, luego aseguró que la punta de la daga acumulara una gota de sangre y la derramó sobre el cristal. Cuando el líquido vital tocó el cristal, este se puso rojo y brillante, como si palpitara. –La abuela se ha asegurado que solo los miembros de la familia real podamos abrir los códices –continuó Héctor. –Su alteza, discúlpenme, pero no entiendo de que nos puede servir leer un libro viejo en estos momentos. –Cuando comenzamos el sitio de esta fortaleza te dije que su forma se me hacía familiar, ¿lo recuerdas? –Si –contestó Jeremías girando su rostro hacia Roland, que se encontraba bebiendo un plato bastante grande de sopa, un lujo que Héctor había asegurado la primera semana del sitio, dividiendo sus tropas y enviando algunos escuadrones a caseríos y aldeas cercanas. Los pobladores de aquellas regiones eran bastante dóciles debido a las continuas matanzas provocadas por los Señores de la Guerra, cuando veían gente armada los más viejos del lugar acudían a ver cuáles eran sus intenciones –cuando usted miró la fortaleza, envió exploradores hacia las cuevas para ver si alguna tenía algo fuera de lo compun y a Roland lo envió devuelta a la fortaleza de Zebile, no es un viaje corto. –De niño mi abuela me hizo estudiar algunos de estos libros, y este tomo contiene la arquitectura de las fortalezas del tiempo antes del tiempo de Besshidi –dijo Héctor. –Pensé que eso era una blasfemia –repuso Jeremías. –Bueno, el mundo es mucho más antiguo de lo que les cuentan en la escuela –contestó Héctor buscando página por página –no quedan registros de la historia del tiempo antes del tiempo, solo artefactos y tecnologías antiguas, por ejemplo… Fortalezas Vinculadas a la Voluntad de un Gobernante y pasadizos resguardados por Guardianes Autónomos. –No entiendo –contestó Jeremías rascándose la cabeza. –Por suerte no tienes que –contestó Héctor tomando una rama larga y dibujando un símbolo en el piso, se trataba del símbolo de Aries el Carnero –convoca a todos los batidores, y a todos nuestros colaboradores indígenas, que busquen este símbolo en el ángulo de cualquier cueva que se encuentre al menos a un quilómetro de este lugar, especialmente aquellas que posean una fuente de agua cerca, creo que con esta pista podremos encontrar el pasadizo fácilmente y no se pierdan como la vez pasada. Capítulo 2. Apariencias Al interior de la fortaleza se escondía una ciudadela bastante amplia con al menos cuatro niveles. Una terraza amplia donde estaba un poblado de unos 3000 habitantes, y debajo se encontraban almacenas de alimentos, riquezas almacenadas por los Señores de la Guerra de las altas montañas de Ambabod y mazmorras vacías, pues muchos aseguraban que estaban malditas por un demonio. El poblado en si se organizaba de forma ascendente hacia el palacio, que a su vez actuaba como una minifortaleza en sí mismo. El lugar no era bastante grande, pero ofrecía las comodidades suficientes para un noble apostado en una frontera lejana, o para un humilde Señor de la Guerra que no espera más de la vida que la sangre de sus enemigos y los placeres de la carne ofrecidos por las esposas e hijas de dichos enemigos. Allí se encontraba Carlo, a quien apodaban el Carnicero de Ambabod, por su tendencia a masacrar villas enteras por la más mínima causa. Por veinte años había estado luchando contra rivales menores tanto al sur como al norte, pero después de tanto tiempo solo había ganado oro, muchos enemigos y algunas enfermedades que le impedían orinar y defecar normalmente. –Nadie se atreve a apostarse en la muralla de la torre sur mi señor –decía un hombre joven, en su veintena de años, de barba espesa, pero cuyo rostro ya cruzaban varias cicatrices de combate. Se trataba el capitán de la guardia de Carlo, su nombre era Néstor el Hermoso, famoso por deshonrar doncellas en contra de su voluntad sin importar lo jóvenes que fueran. Se encontraba ataviado con una armadura de pliegues de cuero con placas de hierro de baja calidad. En el muslo tenía una espada corta de bronce y varias dagas. Su cuerpo estaba cubierto por un grueso abrigo de piel de oso y su cabello largo y azulado estaba recogido en una trenza sobre la nuca que llegaba gasta la espalda. –Pues envía a alguien o mátalo –contestó Carlo, su apariencia recia mostraba el peso de décadas de guerras sin descanso, su barba era gris y descuidada, sus labios secos y sus dientes torcidos contrastaban con su inmensa musculatura y voz gutural que a todos aterraba. –Para sentidos prácticos sería lo mismo –contestó Néstor –no es una coincidencia, ya he visto a veinte hombres morir con un flechazo entre los ojos por el mismo hombre. –¡Coincidencias! –No lo son –repuso Néstor –el abismo que nos separa de la montaña tiene tres veces la distancia que puede cubrir nuestro mejor arquero, la silueta de nuestro enemigo siempre es la misma, al igual que su extraño arco. –Dejar desprotegida esa muralla puede ser peligroso –contestó Carlo. –Tendrían que crecerles alas para que les sirviera de algo –repuso Néstor –es más como un pasatiempo de nuestro enemigo, y si mi intuición no me falla, él debe ser el comandante enemigo. En eso llegó un mensajero. –Mi señor, mi señor, los invasores desean hablar frente a la muralla. Carlo nunca había hablado con un enemigo demasiado tiempo, pero estos guerreros venidos del sur habían demostrado ser bastante hábiles y quería conocerlos. La reunión se hizo a horas de la mañana. Las puertas de la fortaleza se abrieron dejando salir a un hombre a caballo, vestido con un abrigo de piel de oso blanco muy fino, en las almenas de la fortaleza estaban apostados una gran cantidad de arqueros. Por otra parte Héctor se encontraba esperando a su bárbaro enemigo justo en la línea donde el mejor arquero de la fortaleza perdía su alcance. Se encontraba solo armado solo con su arco y un par de flechas, no llevaba armadura, en lugar de ello estaba cubierto por un abrigo de piel de zorro de las montañas, muy cálido pero con la tendencia a mancharse en la intemperie, por tal razón solo tendían a portarlos las mujeres de las cortes. Debajo del afeminado abrigo estaba vestido con un manto de seda brillante con un patrón de flores y pétalos de cerezo finamente labrados. –Salve –dijo Héctor empleando una forma del dialecto de las fronteras del norte de Zebile con la cual se había comunicado con algunos ancianos de las aldeas cercanas –Mi nombre es Héctor Capitán de cuarto destacamento móvil del ejercito del norte de Zebile, usted debe ser el Señor de estas tierras, Carlo a quien llaman Carnicero. Carlo bajó de su montura, el viejo soldado apenas si pudo sostener la compostura ante la risa que le proporcionaba la complexión del comandante enemigo, no era más que un niño tonto, un noble mimado entre almohadas y cortesanas. El arquero que tanto preocupaba a Néstor debía tratarse de algún mercenario aburrido. –Carnicero no es un término apropiado para una discusión diplomática –repuso Carlo –aunque debo conceder que su pronunciación de nuestra lengua es bastante buena, tiene un acento afeminado, pero es entendible. El aliento de Carlo apestaba a huevos podridos mezclados con sangre seca y podía olerse desde bien lejos, sin embargo Héctor pasó por alto aquel detalle, simplemente miró a los ojos a su enemigo. –Mi general me ha convocado a las tierras del Sur, sin embargo creo que dejarte a mis espaldas me traería problemas –dijo Héctor –por eso te he traído esto. Los soldados de Zebile entonces trajeron la escultura de un caballo de tamaño natural lleno de monedas de oro hasta el morro. –Lo hice yo mismo –dijo Héctor –es una delicada obra de arte que espero zanje las diferencias entre nuestros pueblos por el momento. –Artes de mujeres –contestó Carlo –pero oro sin duda alguna – Carlo trató de empujar la estatua, dándose cuenta de que era bastante pesada, más que si estuviera llena de hierro o algún otro metal sin importancia. –Veo que sabe juzgar el metal del Sol con bastante exactitud –dijo Héctor tratando de agudizar un poco más su voz para hacerla sentir más infantil de lo que era. –Cuando pasas tanto tiempo como yo bañado en monedas de oro, y cuando los sucios campesinos tratan de embaucarte cada día, aprendes a juzgar rápidamente las cosas señorito –contestó Carlo. –Acepto tu ofrenda, pero apenas me lo acabe en vino iré por vuestra cabeza –prosiguió Carlo. –Me habré ido para entonces –contestó Héctor levantando las manos, como si fuera el más indefenso de los nobles hijos de papi que van a la guerra pensando que es un paseo en el parque. –La próxima vez que vayas a la guerra procura tomar una actitud más firme –repuso Carlo mirando a lo lejos, las tropas de Héctor podían verse completamente desordenadas, jugando dados sin vigías o guardias atentos a la vista –de lo contrario podría perder la cabeza –dicho esto Carlo sacó su espada rápidamente, pero deteniendo el filo en el cuello de su enemigo. Por un instante la mirada de Héctor se mantuvo firme, pero luego hizo un gran escándalo, como si estuviera atemorizado. Carlo estalló en carcajadas mientras daba órdenes a sus hombres para que se llevaran el botín, mientras que Héctor se retiraba de una forma muy poco gloriosa. –Está actuando –dijo Nestor seriamente. –Tonterías, no es más que un crio afeminado de una familia rica –contestó Carlo –por el momento solo preocupémonos por celebrar esta victoria, cuando estos afeminados sureños se retiren toda la región del sur estará indefensa y por fin podremos unificar estas montañas bajo mi mando. Pero eso será mañana, esta noche celebramos. El asedio se había levantado y como era costumbre de Carlo, aquella noche hubo un festejo en honor al dios Baqus. Vino, mujeres, cerveza, el lugar se sumió en una orgía sexual completamente fuera de control. Héctor observaba las luces de la ciudad desde la distancia, mientras su ejército aguardaba ocultándose. –Así que es verdad – dijo Héctor a Roland quien estaba a su diestra. –Los barbaros de estas montañas realizan festejos que duran días y que involucran a todos los miembros de sus séquitos, la verdad me parece asqueroso –dijo Roland. –Creo que pocas culturas comparten tus pudores sexuales amigo mío –repuso Héctor. –Por eso son bárbaros –contestó Roland sentándose –las tropas están listas, pero algunos no dejan de alavar tu actuación, especialmente aquellos que van a los teatros de forma seguida, “el capitán debería recibir el laurel a mejor maquillaje y mejor actuación” dicen, en lo personal me parece una falta de respeto –sin embargo esas palabras solo lograron sacarle una sonrisa al rostro normalmente impasible de Héctor. –El engaño es una de las principales armas en la guerra –dijo Héctor levantándose, el viento gélido del atardecer hizo hondear su abrigo de combate de forma dramática, mientras guardaba su arco en un estuche al lado de su muslo. –Bien, es hora de marcharnos –dijo Héctor al ver que Jeremías traía su montura, había al menos 30 jinetes, todos armados con las mejores armaduras y espadas –Roland, estás al mando, prepara a los hombres para atacar al amanecer, cuando las banderas y las cabezas de oso sobre las puertas estén quemándose. –Así se hará su alteza. Capítulo 3. El calabozo La luna llena iluminaba la noche cuando llegaron al punto indicado, a poco menos de un quilómetro se encontraba la cueva marcada por el símbolo del Carnero. Héctor bajó de su montura armado hasta los dientes, su arco y un carcaj lleno de flechas, así como una espada larga de bronce de alta calidad. Los soldados que lo acompañaban también estaban bien armados, todos se caracterizaban principalmente por su disciplina. –Hombres, escúchenme –dijo Héctor –no enviaré a morir a nadie sin saber a lo que se enfrenta. Esta cueva da a uno de los pasajes secretos de la fortaleza de Ambabod, pero cerca de la entrada hay un sello de alquimia, muy poderoso y antiguo que invocará físicamente a un guardián. La forma específica que tomará el guardián la desconozco, pero si lo derrotamos podremos acceder fácilmente a las catacumbas del lugar, y yo tengo los planos –Héctor levantó un pergamino en el que había transcrito los planos del libro que había traído Roland –cuando el guardián aparezca todos tendremos miedo, por eso solo estoy dispuesto a dejar seguir bajo mi mando a aquellos que confíen en mis órdenes, los que crean que temblaran con la imagen de un demonio, un minotauro o un grifo pueden retroceder inmediatamente y regresar con la fuerza principal. Los hombres se miraron mutuamente, y luego el más alto de todos ellos, el que portaba otros cuatro carcaj de repuesto para Héctor levantó las manos. –Señor, usted acaba de darle a esos barbarnos todo el efectivo que nos quedaba, aunque nos marchemos no tendremos dinero para comprar alimento de las aldeas cercanas, lo cual nos forzaría a tomarlo a la fuerza. –Eso nos retrasaría –dijo otro de los caballeros quien se encontraba afilando su espada. –Y eso le daría tiempo a los barbaros de la fortaleza de atacarnos por la espalda –terminó Jeremías. Héctor sonrió y dando media vuelta ingresó en la caverna con una antorcha –entonces marchen con migo o mueran. El lugar era oscuro, sin embargo pronto dieron con una gruta bastante amplia y varias cuervas. El camino a seguir siempre estaba marcado por el símbolo del carnero en alguna de las salientes por lo que nunca tuvieran la aterradora sensación de haberse quedado perdidos. –Mi señor, ¿Qué es eso? –preguntó uno de los soldados al ver a una criatura moverse en medio de la oscuridad, se asemejaba a una momia, un muerto despellejado y putrefacto cubierto por una armadura oxidada y un escudo quebrado. Héctor lanzó la antorcha a Jeremías quien la tomó con la mano izquierda, luego tensó su arco y clavó una flecha en la frente del enemigo. La criatura retrocedió dos pasos para luego despedazarse en polvo. –Son sirvientes del guardián –contestó Héctor –se emplean para disuadir a los débiles y supersticiosos de seguir avanzando, si ya han empezado a aparecer significa que estamos cerca –luego hablando más duro dijo –tened a la mano vuestras armas, los sirvientes del guardián son lentos, pero sus estocadas son igual de mortales que las de cualquier hombre, y sus cuchillas oxidadas os envenenaran la sangre si estas llegan a cortar la piel. Algunos hombres tragaron saliva, pero siguieron avanzando. –¿Qué clase de magia negra es esta? –se preguntaban algunos susurrando, pero Héctor tenía oído de tísico. –Una muy antigua, antes del tiempo de los archimagos, sin embargo se asemeja más a la alquimia que empleamos nosotros para mover los castillos flotantes y los titanes de combate –contestó Héctor. Los hombres caminaron algunas horas, los combates contra los muertos vivos no fueron muy problemáticos realmente, el arma de aquellas criaturas era el miedo que impartían, despojados de ella eran fáciles de derrotar. Cuando pasaron por una gruta bastante angosta salieron a un enorme salón, estaba completamente limpio, y lo más extraño fue que las antorchas del lugar se encendieron automáticamente con su llegada. Héctor levantó su mirada a una de las paredes, allí se encontraba dibujado un circulo de transmutación con varios símbolos que había visto en algunos libros, pero que le costaba interpretar en su conjunto, aunque sabía una cosa muy clara. –Esto es malo. Capítulo 4. El guardián Dicho esto el circulo de transmutación comenzó a brillar, y su luz tocó la superficie del piso en el centro de aquel colosal salón. –Portadores de escudo al frente, lanzas en ristre –dijo Héctor, luego señalando los flancos –los que llevan armaduras ligeras a los costados, moveos como yo les ordene y evadan a la criatura lo más posible, yo voy al frente. –Pero mi señor –dijo Jeremías preocupado, pero Héctor simplemente se enfocó en señalar su posición en el flanco izquierdo. “Si la criatura aparece con armadura somos hombres muertos” pensó Héctor mientras que de aquella luz en el piso emergía un hilillo de polvo que poco a poco tomaba la forma de unas vertebras bastante robustas, luego las costillas, las clavículas, los brazos, las piernas hasta que apareció la cabeza de un toro con cuernos curvados al frente. Posteriormente aparecieron los músculos y los ligamentos, los tendones y las venas, todos poderosos y brillantes. Cuando la bestia despellejada tocó el suelo, su carne segregó piel, debajo del ombligo y en todo su dorso emergió una capa de pelo corto. Una de sus manos se extendió y de esta apareció un enorme martillo de batalla. Héctor observó la situación sin mover un ápice su posición, aunque todos sus hombres estaban temblando. –Portadores de escudo –dijo Héctor –dispérsense y posiciónense en los flancos, jabalinas preparadas. Terminado de decir esto, la criatura desvió su mirada hacia Jeremías. “¿Así que lees mi mente?” Mientras pensaba esto Héctor levantó su arco y con gran velocidad clavó tres flechas en los hombros de la criatura. Un grito de dolor resonó en la habitación mientras esta retrocedía tres pasos. –Eso, tu atención está con migo, con nadie más –dijo Héctor, mientras que al mismo tiempo el minotauro bramaba y escupía baba por el hocico. Rastrilló sus cascos contra el piso y avanzó como un toro con sus cuernos en frente. Héctor se quedó esperando –¡Todos quietos! Los cuernos los evadió por poco, y la barra del martillo de batalla la esquivó de un salto giratorio mientras que al mismo tiempo clavaba tres flechas en el costado de la criatura. La bestia siguió avanzando mientras los hombres salían de su paso hasta estrellarse con la pared. –¡Jabalinas! –gritó Héctor. Dicho esto varios de los portadores de escudo sacaron una jabalina del estuche de sus escudos en el suelo y las lanzaron en la espalda de la bestia. El minotauro giró balanceando su martillo sin que pudiera dar a nadie, mientras que otras tres flechas se clavaban en su cuello. Una le impactó en la frente, pero su cráneo era tan denso que se partió rebotando. El dolor sin embargo, hizo que la bestia pusiera su atención nuevamente en Héctor. Ahora la espuma que brotaba de su hocico estaba mezclada con sangre. –Portadores de espada, preparados –dijo Héctor mientras llenaba el espacio entre él y la criatura con flechas. Cada una era una aguja que se clavaba en los músculos de la bestia. Coyunturas, articulaciones y tendones de la región pectoral. La bestia bramó con fuerza haciendo temblar el gran salón y se abalanzó contra Héctor, esta vez sin correr. Héctor lanzó todos y cada una de sus flechas. –Cuando de la orden, avancen contra sus talones, un corte y corran –dijo Héctor mientras la criatura había cubierto la mitad de la distancia –a los tendones y ligamentos, no intenten clavar sus cuchillas, si lo hacen abandónenlas inmediatamente o morirán –Sin dejar de tirar flechas Héctor daba órdenes, hasta que la bestia levantó sus hombros. Jeremías se adelantó empujando a Héctor de la anticipable ruta de aquel colosal martillo, pero la bestia no pudo lanzar el golpe, el peso del martillo la hizo tambalear. –¡Ahora! – gritó Héctor incorporándose. Dicho esto los portadores de espada pasaron uno por uno lanzando un tajo a los talones y las patas de la bestia. La criatura tenía problemas con levantar el martillo y no lograba concentrarse en un blanco, hasta que uno de los guerreros le clavó la espada en la cadera y una lanza en el costado. La cuchilla atravesó los músculos, pero antes de llegar al corazón se partió el mango. El rostro de euforia del guerrero se transformó en pánico al ver que la bestia había centrado su atención en él. Héctor llevó su mano al carcaj, pero estaba vacío, ya no tenía con que llamar la atención de la bestia, sin embargo no se rindió, ubicó uno de los carcaj de repuesto que estaba en el suelo y se lanzó por él, tensó su arco con una de sus flechas, solo para ver en cámara lenta algo que o impactaría de por vida. El minotauro arrojó el martillo y con un golpe de mano levantó al guerrero quien terminó rondando e inmóvil a unos siete metros de distancia. La sangre manaba por todas las heridas del minotauro, y aparentemente ya no podía caminar. La bestia tambaleó y se arrodilló, mientras resoplaba. –Eso pasa cuando no siguen las órdenes –dijo Héctor arrojando su arco y sacando su espada. Se acercó a la criatura que respiraba profundamente –Guardián, te conmino a que cumplas tus votos, yo asumiré tu existencia en mi alma –dicho esto Héctor atravesó el cuello de la bestia y luego con un tajo movió la cuchilla a un lado, dejando descolgar la cabeza de la bestia por los músculos del otro lado del cuello. La bestia se desintegró en el polvo. El círculo de transmutación brilló nuevamente y del brillo emergió nuevamente un hilillo de polvo. Todos los guerreros observaron con pánico como un nuevo minotauro se aparecía poco a poco, pero Héctor no le prestaba atención, simplemente le dio la espalda y se acercó al guerrero que había caído. Su tórax estaba fracturado completamente, y podía verse que se había astillado cortando los pulmones. Héctor tomó a su soldado por el cuello gentilmente. –Dime el nombre de tu familiar más querido y donde puedo encontrarlo –dijo Héctor mientras que con pánico Jeremías veía como el nuevo minotauro era cubierto en esta ocasión por una armadura de placas, y su martillo pasaba a ser un hacha de combate. –Feli… –el soldado tosió sangre mientras el dolor en su espalda lo doblegaban. La bestia tocó suelo, y esta vez su peso hacía temblar el suelo –Mi hij..ja…Cas…tellum. Dicho esto el guerrero murió. Héctor le cerró los ojos mientras que la criatura resoplaba sobre su cabeza tan fuerte que podía verse el vapor salir de sus fosas nasales. Era la primera vez que uno de sus subordinados moría en batalla. –¿Quién es el nuevo señor del castillo? –preguntó una voz misteriosa, pero monótona, como si no tuviera alma o género, no era ni de hombre o de mujer, de niño o niña. –Llámame Héctor. Capítulo 5. La batalla de Ambabod Es el amanecer de un nuevo día y una docena de hombres encapotados avanzan por una ciudad dormida. Héctor observaba el paisaje sin dar crédito a lo que veía. –El vino de las montañas tenía fama de ser fuerte, pero esto es ridículo –dijo uno de los soldados. –Poder caminar por este lugar sin que se den cuenta es extraño –dijo Jeremías mientras se arrodillaba frente a uno de los soldados enemigos. Héctor cerró los ojos un instante, mientras que una lágrima surcaba su rostro –mátenlos. Las palabras surgieron como un débil murmullo que sus soldados no pudieron escuchar. –¿Que dijo su alteza? –preguntó jeremías, pero entonces una flecha atravesó el cráneo del hombre que estaba durmiendo. –Mátenlos a todos –dijo Héctor –todo hombre capaz de pelear que se encuentren, atravesadle la garganta con una daga –luego tres flechas atravesaron el cráneo de igual número de guardias dormidos al lado de sus mujeres. –Mi señor –interpuso Jeremías –están indefensos –dicho esto, otras cuatro flechas mataron a igual número de soldados acostados a mitad de la calle con sus botellas de vino aun en las manos. –Es una orden – dijo Héctor –no permitiré que otro de mis hombres muera si tengo la oportunidad de salvarlo. Jeremías bajó la cabeza –él también era mi amigo. –Al igual que todos ellos –señaló Héctor avanzando a una nueva callejuela asesinando a unos diez hombres con una flecha en el cráneo –¿estás diciéndome que si tienes la oportunidad de que tus hombres regresen a casa intactos los arriesgarlas por un sentido arcaico de honor? ¿A caso una viuda entenderá de honor? ¿O unos huérfanos? Jeremías bajó la cabeza nuevamente. A sus órdenes. –Avancen hacia las torres de vigilancia matando a todos los que se encuentren –dijo Héctor –abran las murallas cuando todo esté dispuesto. Fue una masacre, cuando las tropas ingresaron a la fortaleza preparados para afrontar una recia batalla, lo que encontraron fue a un grupo de prostitutas y/o esposas “jamás lo sabremos” llorando a los hombres “o en su defecto, robando lo que tuvieran de valor”. Cuando ellas vieron a los invasores salieron despavoridas a ocultarse en las casas. Carlo y Néstor se encontraban despertando en medio de su harem, cubiertos por mantos de lana fina y almohadas de seda. Cuando las cortinas se corrieron pensaron que se trataba de sirvientes y gritaron con molestia, pero sus rostros cambiaron totalmente al ver a una treintena de hombres altos completamente armados frente a ellos. Frente a ellos se encontraba Héctor haciendo un gesto de silencio –mis señores, seamos corteses con las damas y no hagamos ruido al salir. El cuarto mes del año 875 después de la Creación, la gran fortaleza de Ambabod cayó en manos del reino de Zebile, el comandante del ejército de Zebile masacró a todos los soldados de la guarnición empaló al comandante y descuartizó al señor de la guerra Carlo el Carnicero, envió sus brazos y piernas a las aldeas principales al sur y su cabeza al norte convocando a los ancianos de las aldeas a una reunión. De esta manera, tan solo cuatro días después todos los señores de la guerra al norte de la fortaleza decidieron rendirse ante los ejércitos del reino de Zebile, sin que se peleara una sola batalla más. La noche después de la captura de la fortaleza dos soldados se encontraban vigilando en una de las almenas más altas. La vista era sin duda imponente, hacia el norte y el sur podía observarse como las montañas y los valles alpinos con ríos como cintas azuladas se extendían hasta donde las nubes borrascosas, siempre iluminadas por los relámpagos de los dioses, permitían ver. Mientras que al este y el oeste se divisaban dos valles. Al este estaba un valle alpino bajo, el cual se dividía en cuatro regiones gobernadas por cuatro tribus independientes. –Fue una victoria sencilla, ¿Qué crees Guse? –dijo uno de los guardias, un hombre bajo y grueso a pesar de no comer demasiado, su nombre era Francisco, un campesino que había perdido sus tierras en apuestas, por lo que había tenido que enlistarse en aquella leva para salvar su cuello de los acreedores. –Creo que fue mucho mejor que lo que sucedió en Bqale –contestó su compañero mientras bebía una taza de sopa caliente, las gallinas que se encontraban en el interior de la fortaleza mejoraban considerablemente el sabor de las yerbas que podían encontrarse en aquellos inhóspitos páramos. –¿Estuviste en el sitio de Bqale? Dicen que fue una batalla sencilla también –pregunto Francisco sentándose en el banquillo mientras sacaba su taza y su cuchara de dotación. –No, definitivamente no fue fácil –contestó Guse mientras tragaba, se notaba que el recuerdo le afectaba bastante –cuando tomamos Bqale los Titanes de los Caballeros ingresaron a la ciudad destruyendo las residencias de los más pobres, aquí solo matamos soldados, mientras que allá vi cuerpos de niños pequeños que habían sido aplastados. Nuestros soldados no distinguieron hombres o mujeres, todos los adultos capaces de pelear fueron pasados por la espada. Creo que esa es la razón por la que el Capitán decidió arriesgarse tanto. Capítulo 6. Deshonor El martillo del rey, así era llamado el general del ejército del norte Armando Fenield de Ibeg, había sido comisionado para castigar a las tribus bárbaras del norte por la violencia realizada en contra de la sacerdotisa de Nammu cuando esta iba a una peregrinación al lago de Muller en medio de las montañas del norte. Cuando se enteró de lo que había sucedido en la fortaleza de Ambabod ordenó a Héctor comparecer frente a él. Se trataba de un hombre duro de más de cuarenta años. La reunión tuvo lugar en una ciudad del valle al este de las montañas de Lisaquia llamada Qbale. Esta ciudad había sido la capital de uno de los señores de la guerra del valle de Sinsudu. Las murallas eran altas, pero no eran nada en comparación con las nuevas armas de Zebile, los Castillos Móviles o Vimanas y los Titanes de Combate también llamados Asuras. Las Vimanas eran barcos flotantes cubiertos con placas de metal y torres de roca empleados para transportar soldados, provisiones y a uno o tres titanes de combate. Los Asuras eran criaturas gigantes con forma de hombre, cubiertos de un metal raro, en sus espaldas llevaban una caja en donde se ubicaba una cabina de control para un piloto humano, nadie sabía cómo se movían o que les daba fuerza, sin embargo con más de ocho metros de altura y armados con martillos pesados podían avanzar a las puertas de las fortalezas y reventarlas de un solo golpe. Cuando Héctor atravesó el camino principal de aquella ciudad atrasada observó al menos doce unidades de estos colosos de metal. Los pilotos de cada unidad se encontraban al frente de sus máquinas, no portaban armaduras como los demás oficiales, en su lugar portaban uniformes que se asemejaban a las versiones de celebraciones, tejidos finos con decoraciones de hilo de plata. Frente a cada uno se encontraba un escudero con un pendón en el cual estaba inscrito el escudo familiar, así como un segundo escudero por cada grupo de tres que exponía el escudo de cada grupo de tres caballeros o escuadrón. Todos allí conocían su linaje y lo saludaron con la propiedad que solo se confiere a la realeza, lo cual era extraño, las vestiduras de Héctor no eran realmente pulidas, lucía más como un soldado de a pié o un oficial de bajo rango y alcurnia. –¡Todos! –dijo el caballero más viejo de todos –saluden a su alteza– –¡Saludos su Alteza! –gritaron los nobles caballeros al unísono. Héctor se aproximó a aquel guerrero que ya pintaba muchas canas. –No deberías haberte molestado viejo amigo –dijo Héctor –no sabía que aun estuvieras combatiendo en el frente. –Mientras pueda mover los brazos continuaré en el campo de batalla –dijo el caballero mientras observaba su Asura, una mole de casi ocho metros de alto, sus proporciones eran las de un humano, pero algo encorvado debido al peso de la cabina sobre la espalda y a una mayor proporción en la cintura pectoral. Cubierto por una gruesa armadura de un metal secreto dejaba al descubierto algunas articulaciones en el muslo, los brazos, la cintura y el cuello. Una cota de mallas especial cubría aquellas superficies dejando como un absoluto secreto los mecanismos que le proporcionaban el movimiento. El yelmo estaba cubriendo una estructura semejante a un espejo que brillaba cuando la máquina estaba en movimiento, como si se tratara del ojo de un ciclope se movía en la abertura dependiendo de la atención principal del piloto. En su mano derecha sostenía un colosal martillo de unos seis metros de largo con inscripciones religiosas en su superficie. Las placas de la armadura brillaban con un prístino color gris claro con algunos segmentos cubiertos con un gris oscuro hacia la hombrera derecha, las otras dos unidades de su escuadrón compartían el mismo patrón de coloración. –Gracias a estos colosos el tiempo en que un viejo como yo puede servir en el frente ha aumentado mucho –dijo el caballero. –Si –dijo Héctor –pero se necesitan más generales como tú, si seguimos a este paso ni toda la tecnología o la magia del mundo impedirán que nuestro país sea destruido, espero que pronto asumas tus responsabilidades completas Conde Isco. Los dos sonrieron y Héctor continuó su camino. El general se encontraba en el palacio del señor de la guerra. Cuando el general vio a Héctor ordenó detener todo. –La verdad esperaba algo más digno de su alteza real –comenzó diciendo el general –pero el hecho es que desobedeció mis órdenes y combatió sin el más mínimo honor a enemigos que… –No hay más muertos en las montañas, ¿puedes decir lo mismo aquí en el valle?, el camino hacia este lugar está adornado con cietos de cadáveres empalados, pudriéndose al Sol, mientras que las viudas lloran, y sus hijos juran venganza contra nuestra bandera y escudo –dijo Héctor interrumpiendo al general. Este se acercó al mismo tiempo que se quitaba un guantelete de cota de mallas, luego le golpeó en la mejilla. Los anillos de metal cortaron su mejilla y el impacto le reventó la piel al interior de la boca. –Sus acciones han traído vergüenza a nuestro deber –dijo el general –venimos aquí a traer civilización, combatiendo con honor a enemigos armados en el campo de batalla. –Venimos aquí a asegurar una ruta segura a las minas Coezzone en el lejano norte –contestó Héctor con la mirada perdida, el general le observó con los ojos abiertos, pero luego sonrió. –Su alteza, usted es un hombre hábil, astuto e inteligente, pero debe aprender modales –dijo el general – pero debe aprender que no todas las situaciones pueden solucionarse sin perder hombres. Según escuché su pretexto para combatir sin honor fue la protección de la vida de los soldados, entonces creo que esto será conveniente –dicho esto el general se sentó en el trono del señor de la guerra que había gobernado la ciudad de Bqale –secretario del ejercito escriba el siguiente edicto en el diario de la campaña, por mi autoridad como general regente del ejercito del norte, ordeno que el cuarto destacamento móvil sea diezmado bajo la selección personalizada del capitán Héctor Lucius de Abu. Héctor abrió los ojos. –Me niego. El general hizo un gesto de intentar escuchar, aunque lo había escuchado todo. –Ya veo –dijo el general –entonces el Capitán será juzgado por insurrección y mantenido en el calabozo de la fortaleza de Ambabod hasta el fin de la campaña, espero que el lamento de los guerreros muertos de forma traicionera haga recapacitar a su alteza de los métodos empleados en la guerra. Y aun así ¡Su unidad será diezmada! ¡Nadie bajo mis órdenes mata a un hombre desarmado! ¡Por la Gloria del reino y la Justicia! –Luego calmándose continuó con su tono atento y controlado –debemos seguir las debidas leyes de la guerra. La campaña del norte duró tres años más, hasta el segundo mes del año 877 debido a la desmoralización de las tropas después de que el cuarto destacamento móvil fuera diezmado. Sin embargo al final el reino de Zebile adquirió cuatro provincias más, las regiones montañosas de Lisaquia y Gaspia, y los fértiles valles Sinsudu y Gosh.