Apatía Esto es algo que empecé hace tal vez un año o así, quién sabe si como desahogo, intento de expresión artística o una manera de combatir la represión. Fue terminado recientemente para presentarlo al concurso "Más que lágrimas y sufrimiento", como una especie de ligera subversión de lo que viene siendo "normal", y si bien estoy más o menos contenta con el resultado, siento que debí haberlo leído y repasado más veces antes de enviarlo D: (sobre todo al final, donde creo que no expresé lo que quería decir como lo quería decir, argh). Siento que podría haber cambiado muchas cosas u_u En fin, ya dejo de quejarme por ahora. La próxima vez me busco a un beta que se queje por mí >=( Apatía La atmósfera dentro del automóvil resultaba especialmente vacía en aquel momento, mientras el vasto paisaje que nos rodeaba iba desplazándose fugazmente y nos dirigía solemne a nuestro destino. Mis brazos no encontraban reposo en ningún recodo del asiento del copiloto, y las numerosas preguntas que habría deseado formular se reducían a un número escaso debido a las circunstancias, que oprimían mi mente asegurando que toda palabra de más era hiriente e innecesaria. De todas maneras, conseguí preguntar todo lo que consideraba primordial y necesario, puesto que con mi padre todo era diferente. Su aparente inmunidad a aquel tipo de situaciones, la cual yo ya tenía por una característica masculina, y la gran confianza que depositaba en nuestras conversaciones le convertían en la única persona con la que pensaba que era seguro hablar de lo que nos esperaba. Entre sus respuestas y mi siguiente pregunta se intercalaban silencios molestos pero pacíficos al mismo tiempo, que me permitían rememorar las palabras dichas aquel mediodía y que habían cambiado inesperadamente el curso de nuestra historia. Llegamos allí antes de lo que yo hubiera deseado, y el austero edificio que nos recibió no hizo más que acrecentar mi sentimiento de impotencia, que hacía ademanes de retenerme dentro del coche y obligarme a gritar a todo pulmón que no deseaba salir y enfrentar la realidad. De todos modos, fui consciente de que aquellas chiquilladas no hacían más que bloquear mi modo racional de pensar, el cual estaba obligada a mantener despierto si quería sobrevivir en ese lugar. Al abrir con parsimonia la puerta, el viento helado me golpeó en la cara en forma de amarga bofetada, cuidadoso de coincidir con mi estado de ánimo y preparado para burlarse vilmente de mí y de todos los que allí estaban en aquel preciso momento. Metí las manos en los bolsillos tan pronto como comencé a andar en dirección a la entrada principal, mirando de reojo a las pocas personas que allí se encontraban, que buscaban o bien un lugar en el que fuera legal fumar o un pequeño rincón pacífico en el que liberarse del ambiente maltrecho imperante. Traté de dejarme llevar por los ruidillos que provocaba la gravilla al ser pisada, pero el piso de cemento pronto se hizo presente, invocando a una artificialidad que me hacía daño. La fachada, que para mi sorpresa no llevaba ningún tipo de letrero o indicador, nos dio la bienvenida a un mundo tan cálido como desolado en cuanto atravesamos el umbral de puertas de vidrio. Una pequeña capilla estaba escondida, cavernosa, fría y solitaria, en un cuarto a la izquierda, y a continuación podía observarse un puesto de venta de flores fúnebres. En la otra mano había algo que podría definirse como una cafetería, pero que estaba compuesta por un conjunto de mesas y sillas acompañadas por máquinas expendedoras de café, agua y refrescos, además de comida basura que no llegué a tocar. Después, en un pasillo que parecía hacerse eterno, las seis salas de despedida se encontraban cada una seguida de la anterior y cuidadosamente numeradas. Antes de adentrarme en la multitud de gente que se agolpaba en muestras de dolor frente a cada una de ellas, eché un vistazo a las pantallas que mostraban a quién pertenecían los cadáveres de cada una de las salas, y fue entonces, al verlo reflejado en aquel monitor, cuando caí en la cuenta de que nunca había sabido siquiera su segundo apellido, y una especie de pena melancólica me inundó el pecho, sin llegar a cambiar la expresión indiferente de mi rostro. Tras tratar de ignorarlo todo y seguir a mi padre hasta la segunda sala, el otro lado de la puerta corredera de madera me descubrió el mismo lugar que había visitado apenas seis meses antes, con sus sillones incómodos, la moqueta que parecía hecha con gordos hilos de mimbre y el gran ventanal que separaba a los visitantes del ataúd descubierto, reposando en un cuarto contiguo. Ignorando todas esas trivialidades, mi mirada se fijó inmediatamente en los rostros enrojecidos de mis familiares, empapados en lágrimas y con los capilares de los ojos visibles debido al excepcional tono rojo que presentaban. Nada más distinguir a mi madre corrí a abrazarla lo más fuerte que pude, tratando de contagiarle mi calma natural pero, al mismo tiempo, intentando que sus sollozos me hicieran reaccionar ante la realidad que se me presentaba y dejara de sentirme como una extraña insensible. Sin embargo, nada ocurrió, y ni tan siquiera la inercia pudo desarrollar alguna reacción en mis lacrimales. Al separarnos, ninguna de las dos dijo nada, y ella se limito a sacar un nuevo pañuelo del paquete, mostrándome involuntariamente lo poco que era yo capaz de hacer en aquel momento. Comencé a pasear como una intrusa por el lugar, tratando de consolar silenciosamente a cada una de las mujeres de mi familia que por allí pasaba y con las que llevaba una relación más o menos íntima, y a mi abuelo, que se movía por el tanatorio como un alma en pena sin lugar en el que caerse muerto. Sin embargo, él parecía más dispuesto a separarse de la gente, y noté sus brazos presionándome la cintura para alejarme de él, algo que me dolió internamente mientras lo veía marchar con la cara pintada por un mar de llantos. Cansada y preguntándome si mis compañeros de clase se preocuparían por mi ausencia repentina, me apoyé sobre la única pared desnuda de la sala, junto a mi padre, que era de las pocas personas que había mantenido la compostura todo el rato. Su tranquilidad me volvió a recordar a los acontecimientos de seis meses atrás, y a aquel grito gutural arrancado del aparente silencio del fondo de su alma que había oído tras enterarme que mi otra abuela había muerto, y que me descubrió a una persona distinta detrás de mi siempre paciente progenitor. Entonces, él me preguntó si quería verla para darle el supuesto “último adiós”, pero el solo pensar en ver su cadáver (especialmente el suyo) consiguió que me empezaran a arder los ojos y unas súbitas ganas de echarme a llorar afloraron, tras lo cual me negué enérgicamente. Me vi, nuevamente, inmersa en un recuerdo tan lejano pero cercano, a mí misma frente a aquella pantalla transparente, observando en silencio a un cuerpo inmóvil con aspecto refinado que, si no fuera por la quietud de su abdomen, habría podido jurar que estaba durmiendo. De alguna manera, no me sentía preparada para repetir aquel momento, aunque la vez pasada no había sentido más que una pequeña aflicción y un respeto rayando en el miedo. Por ello, simplemente me quedé con la vista fija en el cristal, posada en la pared desde un ángulo que no permitía ver lo que había en el interior. A medida que la sala se fue llenando de gente y gente que no conocía y que me ignoraba a mí y a mi cara de “no sé qué hago aquí”, me senté en uno de los sofás vacíos, frente a una anciana que lucía desesperada y consumida en la desdicha. Por mucho que mis tías y demás parientes trataban de confortarla, no cesaba de llorar y de asegurar que su vida ya no tenía sentido y que no quedaba nadie para ella, cosa que me arrancó un suspiro por razones aún indeterminadas. Me distraje contemplando las pequeñas pinturas que adornaban la pared, que reflejaban a mujeres probablemente africanas en sus trabajos diarios. No pude evitar pensar en mi abuela y en sus días de trabajo constante, que afrontaba con una alegría y una simpatía inusuales, a pesar de lo duro de su condición y su matrimonio, y se me vinieron a la mente las celebraciones que acompañaban a un fallecimiento en otras partes del mundo. Sin embargo, aquel momento no tenía absolutamente nada del júbilo con el que muchas personas, para descontento de los conservadores, puritanos y demás éticos, recibían a la muerte. Enseguida se me acercó una de las mejores amigas de mi madre, con una sonrisa de compañerismo, bromeando acerca de cómo la gente pasaba totalmente de mí a la hora de dar los pésames y las condolencias. “Normal, con la cara que tengo…”, pensé, sin llegar a exteriorizarlo. Me limité a esbozar una pequeña sonrisilla de complicidad, y me levanté en una carrera al baño. Cuando tenía el manillar prisionero en mi mano caí en la cuenta de un hecho doloroso: justo a mi espalda estaba el ataúd que tanto me había molestado en evitar, y cuando saliera del lavabo sería inevitable cruzar miradas con las líneas de su madera (o las líneas que yo estaba imaginando). Consciente de que no había nada que hacer, me dispuse a entrar. Al terminar, salí disparada por la puerta, con una mirada cobarde dirigida a cualquier lugar que me alejara de aquel rostro pálido y cetrino que asolaba mis peores pensamientos. De alguna manera, seguí sin perder la compostura todo el rato que estuve allí. Sintiendo una confusión permanente, como si estuviera en una situación en la que no tenía nada que hacer, la incredulidad me corroía lentamente, manteniéndome emocionalmente alejada de todo aquello. Mi cerebro no lograba asimilar totalmente lo que había pasado, y la sensación de tener dentro de él pensamientos, sentimientos y recuerdos que no podían ser colocados en un tiempo aparente, destrozando mi sentido del cuándo, se intensificaba. Lo único que estaba a mi alcance en aquel momento era una realidad descoordinada en la que ya no era capaz de distinguir lo real de lo falso, tanto en el exterior como en mi interior. Y al mismo tiempo, estaba asustada. Aterrada de la nada que se cernía sobre mí, completamente diferente de los demonios de la desesperación que le comían los ojos a todos los demás. Envidiosa por ser la única cuya alma parecía no haberse resquebrajado con el dolor, por ser la única que no podía comprender el llanto ajeno. Arrepentida de tener que disculparme con mi abuela por no sentir más que un leve malestar en su velatorio, después de tantos años felices. Un sol radiante dejaba al descubierto las pieles quemadas por lágrimas la noche anterior, y los ojos que en vez de sollozos parecían derramar lamentaciones y arrepentimientos. El cielo, despejado como pocas veces se ve en ese lugar, semejaba al mismo tiempo una broma atmosférica y un cándido mensaje de despedida. Ya que hacía un buen rato que el coche fúnebre había llegado, todos los asistentes al entierro se encontraban rodeando la tumba y lugares colindantes, con un telón de fondo un poco inusual en forma de fábrica de galletas, lo cual me sacó en muchas ocasiones una mueca de desencanto. Aunque de forma ausente, no dejé de observar las maniobras de los operarios para sacar las losas de la tumba, manejar las cuerdas, meter el ataúd dentro y, finalmente, volver a colocar las baldosas con cemento, no sin antes haber dejado a los familiares que más cerca se encontraban de la tumba, entre los que yo no estaba, pues me había quedado rezagada antes, echar flores en ella mientras las manifestaciones de dolor se hacían más y más penetrantes. Muy cerca de mí, una anciana lloraba y gritaba sin consuelo. Al lado de la tumba, mi madre y tías gemían sin cesar. Llantos y rostros sombríos, contraídos por la congoja aparecían por cualquier sitio sin necesidad de mirarlos. Y de alguna manera, yo me encontraba increíblemente sola en aquel pequeño universo de desazón mientras la represión y la culpa me acuchillaban por dentro y dejaban marcas invisibles en mi cara apática que seguía mirando la tumba, ya cerrada para siempre. Fue entonces cuando mis ojos empezaron a notar minúsculas agujas clavadas en ellos y un surco líquido se mezcló con la textura de mi mejilla derecha, mientras la brisa que soplaba ingrávida entre las penas de la gente congelaba la lágrima en un frío tenue, pero eterno. Entrecerré los ojos y una sonrisa sin sentido se formó en mis labios. —Al fin y al cabo, no deberíamos llorar por los que se van, sino por los que se quedan.
Re: Apatía me hizo recordar el dolor que se experimenta al saber que ya no le veras nunca más, que lo que le hayas hecho en vida y no pediste disculpa asi se quedara. es el peso que cae en tu consciencia. pobre, tener que aparentar ante los demas, aquel pesar y temor que le correia por dentro....uff, demasiado fuerte para mi. suerte con los resultados ^.^ atte: Reyka