Agosto

Eran cerca de las doce, a finales de noviembre. El asfalto irradiaba pequeñas ondas de calor que hacían pensar en un mundo acuático. La señora Olga frustrada salió a la calle, arrastraba sus sesenta y tres años por la población. Nuevamente el camión de la basura se había saltado la cuadra, tomo su tacho de la acera y vio un pequeño brillo rubí. Las ruedas de un auto habían esparcido la sangre por el pavimento y dejado incrustada por un largo trecho los motivos de la llantas. El cuerpo, aunque divido parecía intacto. Eran unos ojos afilados y sin brillo que aún se mantenían abiertos. Se acercó para mirarlo y reconoció a Gastón. Pensó compasivamente que era una carne fuerte y orgullosa, que se negaba a desprender hedor.

Arrastró sus años hasta la casa para volver con pala y escoba, con gesto noble movió las entrañas ya secas hasta el borde de la acera y se despidió con un rosario pidiendo castigo por su muerte. De ahora en adelante ya no tendría a quien darle sobras.

No pasó mucho para que el cadáver tuviera nuevamente compañía. Una docena de niños que acababan de salir de clases, merodeaban con mochila al hombro en busca de diversión cuando vieron el rio de sangre seca.
Rodearon el cuerpo en un ejército de delgadas varillas que inspeccionaban minuciosamente a través de la carne, ninguno de ellos sabía con exactitud que estaban buscando hasta que el más pequeño de todos grito el nombre de Ulises. Dos más lo reconocieron y tres pequeños nudos se enrollaron alrededor de sus cuellos, los estómagos temblaron y lo dejaron estar. Volvieron silenciosos a su camino dejando tras de sí aquellos muñones peludos.

Nuestro cuerpo, que seguía divido, ya no resistía el azote del calor. Soltó receloso su hedor y llamo a las moscas que zumbaron en canto fúnebre la marcha hacía la muerte. En su interior otro pequeño espectáculo se producía, cientos de pequeñas semillas que permanecían dormidas a la vida eclosionaban al unísono siguiendo aquel cantó mortal.

Bajó el sol y trajo la tarde, y con ella también el barullo a la calle. Las casas una a una se encendieron amarillentas y de las puertas brotaban los encargados de la compras para preparar la cena. Rosa repetía mentalmente su lista; Tres huevos, el litro de leche y el kilo de pan que había encargado su madre. Pasó frente a la casa de la señora Olga y reconoció de inmediato al pequeño Luchin, su gato moteado de ojos amarillos y afilados.
Espantó a palmadas la orquesta de moscas, el concierto se daba por finalizado. Observo con cuidado aquel cuerpo peludo, que en vida orgulloso trepaba por las cercas, perseguía las aves, y bebía del grifo cuando su madre lavaba los platos. Era el mismo. Solo que ahora estaba dividido y aunque su carne estuviera seca, sus ojos sin brillo conservaban aquella mirada altiva.

Volvió a su casa procurando darle un entierro digno, para cuando volvió con la pala y la bolsa la señora Olga había salido con la suya. Conversaba con otros tres niños, que iban acompañados por sus respectivas madres, cada uno con la misma misión. Y entre todos ellos cavaron en el jardín de la anciana.

Cada palada iba con un nombre. Ulises abrió el terreno con tres pares de brazos; Gastón, apartó la tierra para que no volviera a caer en el agujero y Luchin, quitaba las rocas que aparecían en el lecho. Una vez estuvieron conformes con la profundidad, tomaron al minino que permanecía envuelto y sellaron su afilada mirada bajo el suelo.

Esta vez no hubo compasión, ni lágrimas, ni amor. Cada uno de ellos sintió en lo profundo de sus corazones un dejo de traición, traición de Gastón, de Ulises y de Luchin. De compartir su vida y no conocer su verdadero nombre. De no haber alcanzado a significar algo, de haberse pensado especiales. Fue enterrado con dignidad y recordado con gracia. Al siguiente año cada uno compró un perro.