Acrofobia. Ese día el sol me pegó con fuerza, era domingo, el día del niño para ser más específicos. Dos de mis hijas se me vinieron encima saltando y sacudiéndome. No se podía negar su entusiasmo, en sus rostros se veía la alegría y sus voces sonaban impacientes. Me levanté somnoliento y con dolor en mi espalda. Ya estando de pie, me estiré y escuché como varios de mis huesos crujían. —Al fin te despiertas. —La mayor de mis hijas estaba de pie, abrió la ventana y suspiró—. Eliza y Beth quieren salir hoy. —Prometiste llevarnos al parque de atracciones. —La pequeña rubia se me trepó. —Lo sé, Beth. —Bostecé—. ¿Qué me dirían si les dijera que hoy papá no puede porque está muy enfermo? —Yo diría que papá nos pone excusas porque no nos quiere —Soltó la pequeña castaña mientras hacía un puchero. —Ya te he dicho que esa clase de morisquetas no me gustan porque te hacen ver como una malcriada, Eliza. —Pues esa "malcriada" tiene razón —contestó Gwen, mi hija adolescente—, si no sientes ganas de llevarnos, sólo dilo. No finjas que estás enfermo. Ya bastantes desilusiones hemos tenido, una más no es la gran cosa. Era evidente que a la edad de dieciséis años un chico ya sabía cómo chantajear a su padre, cómo extorsionar las cosas de manera indirecta, hasta casi controlarlo a uno. Conocía a mi hija mayor, ella era bastante tosca, muy habladora, pero siempre me alentaba. Siempre estaba ahí para mí. Y las gemelas... ellas eran bastante inocentes aún. Pero no negaba que iban creciendo y cada vez eso se hacía notar más. Hubo un silencio incómodo y me sentí mal. No soy ese buen padre que siempre se ve en las películas, no soy atento, ni cariñoso, ni bueno... Gran parte de mi vida se basaba en mi empleo, y otra, pues... en mí y ellas. Realmente ese día no tenía ganas de nada, la noche anterior había ahogado mis penas en alcohol, y lo único que podía hacer para olvidarme de todo era quedarme en cama, quizá si dormía más de doce horas se me pasaría la jaqueca. —Gwen, soy tu padre. Y como tu padre te digo: deja de decir ridiculeces. —Me sobé la nuca y me quedé mirando fijamente el suelo—. Y está bien, iremos. Las dos pequeñas corrieron por toda la habitación mientras cantaban una canción que marcó gran parte de mi juventud, era esa de Queen que se llamaba "We are the champions". La adolescente sonrió, podía ver la satisfacción en sus ojos, y quizás hasta se reía por dentro. Había logrado lo que quería. Yo no salía de casa los fines de semana. No desde hace años. Y eso para ella era una victoria; incontables veces me había dicho que parecía un inadaptado social, que no hablaba con nadie, que desde que su mamá murió yo no salía con nadie, que era un viejo aburrido, una gran cantidad de comentarios que no fueron de mi agrado. —Hey, Gwen. —La llamé. —¿Sí, viejo? —¿Adónde crees que vas? —A la pizzería, los chicos me invitaron, y vamos a jugar dardos. —¿No decías que yo era el viejo descuidado que no se encarga de sus hijas? Tú te la pasas todo el día pegada a ese maldito celular, y en ninguna ocasión he visto que lleves a tus hermanas a tomar un helado, o a pasear en bicicleta. Ella me dirigió una mirada desafiante, arqueó una ceja y respiró con fuerza. Abrió su boca para decir algo pero la interrumpí antes de que articulara una sola palabra. —Vístete, vieja. Irás al parque, a jugar dardos y a comer con nosotros. Y sin haber obtenido una sola queja, un suspiro o una palabra, ella caminó hacia su habitación y azotó la puerta. —Gwen 1, papá 1. Al cabo de un largo rato de espera en mi viejo y sucio sillón, las tres Marías bajaron y se pusieron en fila. —¿Qué es esa ropa, Gwen? Vamos al parque, no a los Oscars. —Tú dijiste que hay que estar decente en todo momento. —Decente, no exagerado. Cámbiate. Ella "rugió" con fastidio. Yo me senté a esperar otros viente minutos más. No entendía por qué las mujeres se tardaban tanto en arreglarse, sólo debía ponerse unos pantalones y una camiseta. ¿Qué demonios tiene eso de difícil? —Su madre era igual de vanidosa y gruñona. —Comenté. —¿Por eso se murió? —Preguntó Beth. —No digas tonterías... —dije, y bajé la mirada. Después de que salimos de casa, tomamos un taxi. El viaje duró poco más de unos treinta minutos. Y pude sentir algo distinto en mí. Estaba claro que no salía si no a trabajar, pero nunca me tomé el tiempo de observar la bonita ciudad que teníamos en frente de nosotros. Las calles limpias, el alumbrado, las plazas. Todo estaba perfectamente, y ni hablar de cuán amable era la gente que conformaba la comunidad. Desde la ventanilla observé los edificios y sentí algo en mi pecho. Sentí que no tenía suficiente aire en mis pulmones, así que bajé mi torso y posé mis manos en la alfombra del automóvil, luego inhalé profundamente. —Papá, el chófer ha estado parado aquí durante casi cinco minutos. ¿Puedes pagar ya? —preguntó Gwen, de brazos cruzados. —Papi, ¿estás bien? —me preguntó Eliza. —Sí, sí. Lo siento. Pagué lo que debía y bajamos del vehículo. En frente de mí se encontraba aquel mundo mecánico. Habían miles de mocosos correteando, vendedores de comida chatarra y porquerías, padres enojados y niños malcriados. Sin lugar a dudas, sería un gran día. Claro que para ellas, no para mí. —¡Carrusel! —gritó Beth. —No, rueda de la fortuna —señaló Eliza. —Túnel del horror —dijo Gwen. —Casa, cama, dormir —susurré mientras compraba los boletos. Entregué los boletos a cada una, y aclaré que debíamos ir juntos a todas las atracciones, porque de no hacerlo, sería muy irresponsable de mi parte. Lo primero fue ir al carrusel, donde sólo Eliza y Beth podían montarse, así que la mayor de mis hijas y yo esperamos. Cada vez que me gritaban "¡Papi, mírame!" me veía obligado a sonreír y aplaudir, así que eso hacía. —Viéndote a ti hacer eso, pienso que no fue tan mala idea venir aquí —se carcajeó la morena. Bueno, eso sí me hizo sonreír un poco. Al poco rato, todos nos estábamos divirtiendo bastante, usamos varias atracciones e incluso fuimos a comer algo de algodón, era una porquería realmente deliciosa. Los tickets se nos estaban acabando y sólo nos quedaban cuatro, las niñas sugirieron subir a la rueda de la fortuna. Al verla, un escalofrío me recorrió la espalda. —No recordaba que esto fuera tan... alto. Me subí en una cabina con las niñas, ellas miraron a través del cristal con emoción. Varias veces noté como soplaban, el aliento se impregnaba al cristal, y podían hacer figuritas con él. Me fui a uno de los rincones de la cabina y ahí me senté, con mis brazos sobre mis rodillas, esperando el momento en que empezara... —¿Qué tienes? ¿Te sientes mal? —me preguntó la adolescente. —No, ya se me pasará. El mecanismo empezó a andar, y al despegarse del suelo sentí como si dejara algo importante. Tragué saliva. ¿Por qué hacía ruidos raros de pronto? Subía lentamente, pero estando sentado es como si pudiese escuchar cada uno de sus mecanismos. Con mis pies sentía el vacío, no estábamos en el suelo, habíamos despegado. No me atrevía a mirar hacia abajo, no me atrevería a mirar aquel atardecer. Sentía que si no me bajaba, terminaría vomitando o algo mucho peor. Eliza estaba sentada mientras Beth toqueteaba las puertas de la cabina, sentí que debía decirle algo, pero no pude hacerlo, me sentí mareado. Y escondí mi cara sobre mis brazos. —Papá. Relájate ¿quieres? —sugirió. —No puedo, Gwen, yo... —¿Qué es esto? —preguntó Beth a la vez que presionaba un botón. Las puertas de la cabina se abrieron, ella perdió el equilibrio y cayó al vacío, Gwen había intentado sostener su mano, pero todo había ocurrido muy rápido. Los gritos me destrozaron. Yo, incrédulo y con el corazón en la garganta, me acerqué hacia las puertas y observé al suelo; ahogué un grito, y me dejé caer. Y en mis últimos segundos de vida me dije que quizás esa era la manera de afrontar mi miedo. Mi cuerpo chocó con el suelo y di un respingo. —¿Papá? ¡Papá! ¡No me digas que te quedaste dormido! Abrí los ojos y levanté la vista. No pude evitar tocar mi cara, mis brazos, yo estaba entero. Entonces, ¿qué había sido eso? —¿Podemos irnos, papá? —preguntó Beth—. Ya tengo sueño. Corrí hacia las tres y simplemente las abracé, disculpándome por todo lo que hice mal, por todo lo que les negué y cómo las había tratado durante tantos años. ~~~~~~~ —¿Acrofobia? —Sí. Desde niño le temo a las alturas, nunca uso los elevadores, y tampoco me he tirado en paracaídas... Pero lo que más odio son los aviones. —¿Mi madre estaba en uno el día en que...? Bueno, eso. —Así es. Si hubiese decidido viajar con ella, tampoco estaría aquí. —Lo siento —se disculpó ella—. No sabía que tenías que pasar por todo eso tú solo. —No te preocupes. —Le dije con una pequeña sonrisa, a la par que acariciaba un poco su mejilla—. Prometo que les daré un poco más de tiempo. ~~~~~~~ El lunes llegó de golpe, pero aquella experiencia me había dado una lección de vida. Aunque odiaba todo lo que relacionaba estar a más de diez metros del suelo, aquello me había enseñado. —Oye, Chris, ¿no crees que viene siendo hora de que uses el elevador? ¡Me parece que ya has entrenado bastante estos años! Subir cuarenta pisos no es algo muy... fácil —dijo aquella simpática mujer. —Lo consideraré. —Le dije subiendo los escalones.