Con el motivo de ayudar a Ecos de la distancia a crear su antología para evitar el maltrato animal, participé con esta historia. No está centrado en dicho tema, sólo me limité a cumplir con los requisitos básicos, y uno de ellos indicaba la aparición de algún animal, nada más. Espero que os guste y ¡no al maltrato animal! A mi lado Esta historia que os voy a contar no es del todo mía, sino de una antigua conocida.¿Que de qué la conozco? Podría decirse que soy su padre, pero eh, no os hagáis una idea equivocada; no estoy casado, ni siquiera compartimos la misma sangre. Simplemente la hallé en medio de la calle, indefensa, llorando y con nada más que una manta llena de mierda como ropa. Por aquel entonces era músico, era adulto, era trotamundos. Y sin un mísero centavo, señores. Como os lo cuento, mis tiempos no fueron los mejores, y, evidentemente, no podía permitirme tener hijos, menos aún criarlos. A pesar de ello, como estaréis deduciendo algunos, la cargué entre mis brazos y se vino a vivir conmigo. Lo sé. Seguro que pensáis: «¿Por qué te la llevaste aun sabiendo lo que le iba a esperar?» Eso es lo que me cuestioné y sigo cuestionándome. ¿Por qué decidí hacerle la vida más dura? Después de todo, no tengo un hogar fijo, tampoco trabajo; solo hago viajar la música de un lugar a otro, a veces historias como las que os estoy relatando. Todo con el único propósito de conseguir dos o tres monedas que me darían para una rebanada mohosa de pan; uno que casi nunca compraba para conseguir leche y pañales para la niña. Fui egoísta, soy egoísta y lo más probable es que en el futuro siga siendo egoísta. Sin embargo, esos años de sacrificios, lo fueron también de victorias, las más dulces que han podido probar mis labios. Cada moneda, cada pañal, cada rebanada de pan que obtenía me hacían sentir que podía con todo, como si estuviera regodeándome de los dioses, a los cuales se les culpaba de todo y de nada. La risa de aquella niña albina me hacía olvidar los verdaderos objetivos de existir como un hombre: sobrevivir. ¿Que no hallabas sentido a tu vida? Da igual; existías, y punto. Aria, mi pequeña Aria. Un aria que tendría que actuar en solitario, sin acompañamientos, sin nada. ¿Quién iba a decir que le llegaría tan pronto? Yo, sin duda, no. ¿Que dónde se encuentra ahora? Si he de ser sincero, no tengo ni idea; pero tengo la más absoluta certeza de que donde la dejé definitivamente no va a estar. Vaya, aún recuerdo su mirada. Esos ojos rojos que, incluso a diez metros de la puerta del orfanato, me eran imposibles de reconocer; y me miraban con pena, sin lágrimas, pero con pena. Antes de pasar a los insultos hacia mi persona, que me imagino que no serán pocos, permitidme decir algo en mi defensa, por muy increíble que suene en mí. El invierno se acercaba y no tenía nada más que mi querido laúd entre las manos; podría decirse que, tras treinta y nueve meses y quince días creyendo que mi amor paternal estaba podrido hasta la médula -porque un padre jamás habría permitido que su hija creciese en un ambiente tan inestable como el mío-, el padrazo dentro de mí salió a flote ante este panorama. De verdad, desde que conocí a esa niña casi no me reconozco. Será porque nunca tuve hijos, y ya ni hablemos de una mujer con quien compartir el resto de mis huesos. En cualquier caso, era incapaz de manejar la situación durante más tiempo, de modo que no me quedó otra que dejarla al cargo de una señora desconocida, entrada en sus años, pero de la que muchos tenían gran aprecio; la Chacha, como la denominaban la mayoría. No le di nada. No le sequé las lágrimas. Solo le dije «Hasta luego» y me fui y no volví. Con todo el dolor de mi alma, con el pensamiento de que estará mejor que conmigo y con el consuelo de que he hecho lo que debía haber hecho hace mucho. En pocas palabras, hipocresía. Ondeé mi capa negra y toqué mi laúd hasta que volví a adoptar el rostro de antaño. Y así el tiempo transcurrió de igual forma y con la misma velocidad que el día a día de un adolescente en sus dieciséis; despacio, vacío, despacio. Como todo lo vivo, vagando como cualquier muerto. Vivía, vivía, vivía... Y entonces volví a morir. ¡Ja, ja, ja! Realmente, quedé perplejo. En cuanto la vi en ese estado, sentí nostalgia, sentí enfado... pero sobre todo, sentí eso, sorpresa. Si hubiera tenido intenciones de ocultar la larga melena blanca y los grandes ojos rojos que ahora tenía, se habría puesto algo más que una bufanda y un sombrero. Porque Aria no era tonta, estaba lejos de serlo. No, lo hacía a posta para atraer a la multitud y, por tanto, hacer que escuchasen sus historias. ¡Si es que es una chica lista, ya lo decía yo! «Aunque algunos tornillos debe de tenerlos sueltos», fue lo que pensé. ¿A que os intriga qué fue lo que hice a continuación? Pues bien, como era de esperarse, me quedé sentado hasta que terminó su actuación y me acerqué. Por la expresión que puso, no parecía que hubiera resultado tanto como ella creyó. Pobrecita. Cuando se percató al fin de mi presencia, no me saludó, ni yo a ella. Permaneció indiferente, solo con los ojos más abiertos de lo normal. «Has crecido mucho, Aria», comenté. –Y tú no has cambiado nada, Lute. ¡Y vaya que no había cambiado! Si estaba tal cual, con mi capa vieja y mi laúd. ¿Con canas y comenzando a chochear? Hombre, puede ser; hace siglos que no me paro frente a un espejo. Eso sí: vestido de negro me conoció, vestido de negro me volvió a ver. Pese a la euforia que tenía dentro, por muchas ganas que tenía de abrazarla como un padre, me contuve. En parte porque estaba enojado con ella, en parte porque no tenía derecho a hacerlo. Pero, ¡si la hubierais visto! Más alta, más bella, más serena y a la vez alegre. Era difícil mantenerse como un adulto, y más todavía como papá; serio, severo, pero incapaz de enojarse con su hija. Ah, esto es la edad, señores. La edad. –¡Lute, no hagas eso! –exclamó ella de repente. Alcé una ceja, confundido–. No me refiero a ti, sino al otro Lute. Al gato. No fue hasta que señaló los bajos de mi capa que no noté al felino que, sin que me diese cuenta, enredó sus afiladas uñas en torno a la tela y se encontraba balanceándose como en un columpio. Y mientras yo estaba muriendo nuevamente, los dos reímos. Al cabo de un rato, los tres -Aria, el gato Lute y yo- decidimos continuar la conversación en otro lugar. Según ella, le puso ese nombre solo porque tenía el mismo color que mi ropa. ¡Qué cosas! ¡Mi nombre, y por este trozo de tela roída que llevaba puesto! Me sentí halagado, pero ni siquiera aquel honor evitó el tema que teníamos pendiente. –Aria, ¿por qué te fuiste? La joven no reaccionó, solo siguió alimentando al gato. Estuve a punto de volverle a preguntar cuando me preguntó: –¿Has ido al orfanato? Asentí. –Fui a visitarte cuando me dijeron que te habías ido. Que estabas viviendo como una cuenta-cuentos en alguna parte de la ciudad. Lo que quiero saber es por qué arriesgarse en un trabajo que te puede dejar medio-muerta y con hambre cualquier día de estos. –Un trabajo al que, sin embargo, tú también te dedicas –me interrumpió; a su vez, acariciaba a Lute, quien acababa de terminar de comer. Touché. –Yo soy un músico, un adulto, un trotamundos –traté de justificarme–. Es parte de mi naturaleza el querer recorrer cada rincón de este inmenso planeta. Puede que haya sido yo quien te encontró cuando aún llevabas pañales, te vistió, te cuidó y te enseñó en tus primeros años de vida; pero no significa que tengas que seguir mis pasos, ni deberías. No te hará ningún bien. Estábamos calmados, el gato estaba calmado, nuestro alrededor estaba calmado; pero el tira y afloja en el que ambos nos enzarzamos no daba esa sensación para nada. Con el animal como espectador, los dos nos pasamos un buen rato con nuestra primera discusión padre-hija en toda regla. Hombre, para ser sincero, en realidad estuve disfrutando como un borracho en una partida de póker; podría estar perdiendo en este debate, sin embargo, era divertido que Aria me estuviese enfrentando de aquel modo. Era insólito, entretenido y satisfactorio. Si, según ella, había sido inevitable que escogiese este oficio entre todos los que existían, ¿quién dijo que ese enfrentamiento no lo fue? Yo, al menos, no lo negué. No obstante, tenía prohibido perder. Mi lado paternal, ese lado que decidió dejarla en aquel orfanato, quería hacerle ver que, regresando, estaría jugando con otros niños para luego, llena de barro, disfrutar de un baño con agua caliente, de una deliciosa sopa y de una cama mullida. No trabajando, no pasando hambre, no preocupándose por las escasas monedas que tintineaban entre sus bolsillos. Y aun así ella me lo refutó todo. –Tal y como lo has descrito, suena casi como el propio paraíso. La sopa de la Chacha era exquisita y siempre pedías otra ración; no se pasaba frío y todo eran risas y más risas. No me ha disgustado nada, pero es imposible que me hubiera podido quedar, y lo sabes de sobra. Porque, si bien no nací con un alma errante como la tuya, crecí siendo libre, intentando seguir siendo libre. El tiempo que pasé contigo desde que hablé y caminé por primera vez hasta ahora no fueron precisamente lujos, ni los quiero. Y si hubiera permanecido allí, mi vida habría sido mejor, sí, pero a su vez me habrías condenado a la más profunda esclavitud. Una esclavitud a la que muchos se adaptan y hasta prefieren, por desgracia. Eso, si hubiéramos hablado del mismo tipo de esclavitud. La que ella me contó era diferente, una que a mí ya se me había cruzado por la cabeza hacía años, y motivo por el cual actualmente soy un hombre libre. Aria no deseaba estar atada a la felicidad, ni a la tristeza, ni a nada. No en ese techo donde hacía hermanos con quienes jugaba y se despedía y no volvía a ver nunca más. Como dijo ella: no se fue por mí, ni por rechazo, ni por ser diferente. Se fue porque, de haberse quedado, no lo habría soportado, y la aplastarían. Se marchó antes de que empezara a guardarle odio a ese lugar. Aria, sabías que lo iba a comprender; sin embargo, también sabías de sobra que ibas a ser aplastada de todas formas. Por algo más débil, que te hacía menos daño, pero que te iba a empotrar contra el suelo sí o sí. Al fin y al cabo, estamos siendo constantemente pisoteados, ¿o me equivoco? Está bien; lo importante es que lo entiendas. ¡Y no solo eso, sino que además le diste una lección a este viejo que tienes por padre! En el momento en que le comenté que la vida le iría más fácil sin el gato a su lado, con una sonrisa me dijo: «Lo intenté muchas veces, pero al final no pude.» Entonces me contó cómo ella y este suplente mío se encontraron. Al parecer, un día, sin venir a cuento, el gato comenzó a seguirla a todas partes, lo cual era gracioso porque, admitámoslo, ¿quién puede ser tan torpe como para no deshacerse de un minino? Salvo mi hija, claro. En fin, que no podía quitárselo de encima. A Aria no le quedó otra y, resignada, le dio parte de su comida. Fue en ese preciso instante cuando se convirtieron en un dúo, Aria y Lute. Sí, sí, muy simplona la historia. No obstante, no era aquí adonde yo quería llegar, sino lo que viene a continuación, lo que me dijo al final de todo: «Antes no le daba mucha importancia, pero, ¿por qué Lute no se separó de mí? Bueno, le estuve dando vueltas al asunto y llegué a una teoría sorprendente. Imaginemos que sus antiguos dueños han podido marcharse de la casa, dejándolo solo a él. Pese a ello, esperó, y esperó, y siguió esperando. Así durante mucho, mucho tiempo, hasta que se fue también; antes de que empezase a odiar la casa y los recuerdos que habitaban en ella. A los gatos callejeros se los conoce por ir a su aire, no tener interés en la compañía. Son astutos, son independientes, pero sobre todo, son libres. No es del todo así. Porque, al fin y al cabo, hay gatos que acaban confiando, como Lute. Eso sí, una vez que los encuentran. A veces hay que aventurarse para ser encontrados, para encontrar a esa persona o gato en el cual confiar, ¿no piensas lo mismo?» Ante semejante idea, contento, sólo pude tocar el laúd.