¿merecía la pena?

Me mordí el labio inferior mientras la cabeza me iba a mil por hora. Ese era mi mayor problema en el mundo, pensaba demasiado, dudaba a todas horas, y me agobiaba con frecuencia.


Por eso nunca había querido darle una oportunidad a nadie, mi pecho era impenetrable. O eso quería creer. Mis amigos siempre bromeaban sobre mi aparente falta de sentimientos y sobre mi helado corazón, y yo les daba la razón y me reía con ellos, mi madre se desesperaba y mi familia siempre me preguntaba si tenía a alguien por ahí.


Mientras pensaba en todo eso no me daba cuenta de la fuerza con la que estaba apretando los dientes, seguramente me había dejado marca.


-¿Entonces...?- preguntó él interrumpiendo mis pensamientos de golpe.

-Eh...- dije yo sin saber qué decir. Me empezaron a sudar las manos, el corazón me latía a mil por hora y tenía un nudo en la garganta que me hacía hasta daño. Lo que siempre me pasaba cuando estaba ante una situación nueva o en la que no me sentía cómoda. Maldita ansiedad.

Pero él sonrió, como si no le importara mi nerviosismo, como si lo hubiera visto mil veces, como si se estuviera viendo reflejado.


Y entonces yo me fijé más en él, una sonrisa triste que marcaba un hoyuelo en su mejilla derecha, sus grandes ojos marrones, sus ojeras de todas las noches en vela que pasaba tumbado en la cama mirando al techo, su pelo despeinado, a distintas alturas como si se lo cortara a sí mismo dejándolo hecho un desastre pero que no parecía importarle. La camiseta vieja de su grupo favorito, en la que el negro ya era gris oscuro, unos vaqueros y unas zapatillas negras destrozadas por el uso.

Sin poder evitarlo le agarré el brazo y lo observé, intentando parecer lo más despreocupada posible. La piel pálida era todo un contraste contra el morado de sus venas, el bronceado de mi piel y la tinta de sus tatuajes. Si no supiera que es imposible, diría que nació con ellos ya hechos.

Solté su brazo avergonzada al instante y miré hacia delante suplicándome a mí misma que no me sonrojara, ya notaba las orejas ardiendo.

Pero él soltó un breve resoplido que no estaba segura de si era risa o desdén y lentamente pasó un dedo por mi brazo, siguiendo el delineado de mis propios tatuajes. Me puse muy tensa, pero él, lejos de importarle, siguió recorriendo el dibujo con delicadeza, como si tuviera miedo de que me rompiera.

Me miró otra vez y torció su boca en un amago de sonrisa. Y yo lo miré, y me miré los tatuajes, y lo volví a mirar a él. Entonces lo entendí, no es que tuviera miedo al compromiso, quizás simplemente pensaba que no merecía la pena el sufrimiento.