Hola a todos, este es un tema creado para la actividad: "Donde hubo historia" organizada por Elaine Larouse. Espero les agrade. P.D.- Lamento la extensión pero, nunca he sido buena para resumir algo XD, lamento si os aburro un poco. Este modesto escrito está dedicado a uno de los momentos más trágicos y vergonzosos de la historia del Ecuador. La crudeza de los hechos fue demasiado para mi sensible corazón, para más detalles me es un placer recomendar la obra: "La Hoguera Bárbara" de nuestro compatriota Alfredo Pareja Diezcanseco. No se arrepentirán de leerla. En memoria de nuestro querido General de las mil derrotas, José Eloy Alfaro Delgado. VICTIMAS Y VICTIMARIOS Corría el año de 1901, como todo joven entusiasta, sus ánimos de superación personal y búsqueda de aventura lo llevaron a abandonar su natal Cayambe e ir a la cuidad. Ante la sola idea de aquel mundo nuevo y bullicioso, su corazón crecía en miles de sueños al imaginar un futuro próspero en la capital. Su madre… si tan solo su padre no los hubiera abandonado por aquella mujer… su alma estaría más tranquila. Dejarla sola era el mayor sacrificio que haya tenido que hacer en su vida. Abrigado por un colorido poncho de lana de alpaca y con una pequeña maleta de un material similar, inició el viaje a bordo de una mula que le facilito Don Gervasio. Su encomienda resulto demasiado provechosa en una época en la que los automóviles eran algo lejano e inimaginable. — Recuerde, joven, entregue esa mula a Don Leónidas Tobar lo antes posible, no quiero que ese señor me quite mi terrenito por una deuda tan tonta como esa… Y es que era ya muy conocido el vicio de Don Gervasio por los juegos de baraja, su vicio le había quitado ya muchas cosas pero él no parecía escarmentar, incluso su mujer lo abandonó derrotada al ver que de a poco, todo los bienes que con tanto sacrificio lograron conseguir se esfumaban a manos de, como ella los llamaba, “zánganos viciosos y jugadores”. Su pequeño terreno en los páramos y la choza que ocupaba la mitad de la extensión del mismo eran lo único que le quedaba. — Descuide Don Gervasio —musitaba el joven mientras el encorvado hombre le daba un último masaje a su querido “Ramón”, la mula que había cuidado con tanto esmero durante la última década. — Hijito —imploraba su madre al verlo acomodar la maleta en el lomo de la bestia—, cuídate mucho, la ciudad está llena de demonios que solo buscan un alma inocente a la que corromper. — Mamá —manifestó él—, no exagere. La cuidad de lo que está llena es de oportunidades. Nadie que haya ido allá ha regresado con una mano adelante y otra atrás —tomando delicadamente las arrugadas manos de la mujer entre las suyas, el joven la miró con cariño antes de continuar con su alegato— Nosotros necesitamos el dinero y usted lo sabe. La mujer asintió con tristeza, la impotencia que sentían sus ya cansadas manos le dolía hasta el alma. Sin tan solo fuese más joven o estuviese menos enferma… El sentimiento de culpabilidad y tristeza no se apartaba de su pecho. Aun así, no se permitiría llorar, no quería darle más cargas innecesarias a su querido hijo. — Y bien, jovencito —dijo don Gervasio—, cuídese mucho. Dios quiera y todo le salga bien. — Confiemos en él. Aferrándose a su madre por última vez, y tras recibir su bendición, se subió a la mula y empezó su recorrido. El viaje era largo y si deseaba llegar antes del anochecer, debía ponerse ya en marcha. El recorrido por el fresco páramo y el lento adentramiento en la impactante ciudad fue algo tan nuevo y sorprende para él que, apenas quería terminar su pequeña aventura, su mente no dejaba de preguntarse cuáles serían las posibilidades que le ofrecía este nuevo y hechizante mundo. ¿Qué clase de trabajo conseguiría? ¿Conseguiría nuevos amigos? ¿Qué compraría con su primer sueldo? ¿Cómo sería su primera novia?... la sola idea le causó un leve sonrojo y un pequeño suspiro. Como todo joven romántico, pensaba seriamente en conseguir una mujer ejemplar y formar una familia que enorgulleciera a su madre. Sin embargo, como todo joven de 18 años, no tenía ni la más mínima idea de los planes que el destino tenía deparado para él. Aturdido por la enorme ciudad, sus ojos se maravillaron ante la grandiosa estructura de las casas coloniales y la variedad de personas que caminaban atareadas por aquellas calles adoquinadas tan nuevas para él. Mientras él miraba atento cada detalle de la capital ecuatoriana, las personas lo veían curiosas al detallar su vestimenta, unos cuantos reían divertidos y susurraban jactanciosos comentarios sobre su condición de recién llegado. En contraste con los elegantes trajes y vestidos de seda que lucían los caballeros y damas quiteñas, se encontraba el joven cayambeño con su sencilla y desgastada vestimenta de lana. Aunque un tanto avergonzado por las miradas y burlas de la gente, el joven continuó con su trayecto y entregó la mula en el lugar en el que Don Gervasio le indicó debía llegar, ya casi anochecía y necesitaba el pequeño pago que el señor Tobar debía entregarle por concepto del traslado, así al menos podría alquilar una pequeña posada y poder descansar. Llegar a la dirección indicada fue casi una odisea para el joven, las callejas de la ciudad eran tan envolventes y cautivadoras, tras una hora de búsqueda finalmente llegó a la calle y casa indicada. Ahora que era libre de su deber, podía tomarse su tiempo para continuar su recorrido mientras buscaba un lugar en el cual pasar la noche. El mundo nocturno de la capital fue algo que él jamás imagino, había conocido fiestas en su pueblo pero las de la capital era simplemente fascinantes: luces, mujeres hermosas, baile y color. Todo, absolutamente todo le era maravilloso. — Pero miren nada más que tenemos aquí —se escuchó desde el fondo de un callejón—, parece que hoy es nuestro día de suerte chicos—dijo nuevamente un joven de tez trigueña y profundos ojos negros—. Anda ya, campesino, danos todo lo que tienes. — … —El joven permaneció estático, confundido ante la situación. Era la primera vez que lo asaltaban. — ¡Qué, eres tonto! —espetó otro a espaldas del anterior—. Danos todo lo que tengas o si no…—continuó amenazante a la vez que le mostraba un desgastado cuchillo. — No —fue todo lo que supo articular. A pesar de que la situación lo desfavorecía, y de que ni remotamente tendría oportunidad frente a 5 truhanes, se mantuvo firme y no decayó moralmente, lo que llevaba en la maleta era todo lo que tenía y por nada del mundo podía perderlo. — ¡Ah sí! —señaló él que tenía el arma antes de abalanzarse contra el joven. Como todo joven amante de las buenas costumbres, él no se defendió, o más bien, no pudo. En su vida había tenido que hacer empleo de sus puños y, ahora, precisamente, el mundo podía venírsele abajo ante la situación que tenía entre las manos, ya que como era de esperarse, los golpes que recibió por parte de aquellos truhanes fueron tan severos que, medio muerto sería un término adecuado para describir el estado en el que quedó tras la paliza. Afortunadamente, el bandido que lo amenazó con el cuchillo se compadeció de él al ver cómo el muchacho, completamente asustado, puso ambas manos sobre sus ojos como única defensa. Sorprendido por la reacción, el ladrón no pudo menos que echarse a reír y dejarle el trabajo a sus compañeros, quienes, a diferencia del anterior, no dudaron en meterle soberana paliza y escapar con el botín. Inconsciente de la situación en la que se encontraba, el destino le jugó nuevamente una extraña jugada, ya que, su suerte quiso que un alma compasiva se apiadase de él y lo resguardase del aguacero que se avecinaba… — ¡Mamá, mamá, está despertando! —escuchó vagamente mientras recuperaba la consciencia. — Qué bueno, vigila que no tenga fiebre —respondió una delicada voz. La imagen de una hermosa mujer y un pequeño y tierno niño cuidando de sus heridas fue lo primero que vio al abrir los ojos. Se sentía morir, y aun así, el ver a aquella delicada señora mirándolo con aquellos hermosos ojos verdes le hizo sentir que su dolor desaparecía paulatina y milagrosamente. — ¿Se encuentra usted bien? —preguntó preocupada, sin embargo, él no respondió, todo le parecía un sueño increíble del que no quería despertar. — Mamá, creo que no puede oírte. — ¿Mamá? —repitió incrédulo, la mujer se veía tan joven, tan… — Vaya, al menos ya dijo algo. Dígame ¿Cómo se llama? —insistió la mujer frente a él. — Yo… yo soy, me llamo Dionisio, Dionisio Lema —respondió con torpeza. — Mucho gusto, soy Hermelinda, y él es mi hijo Efraín. — ¿Qué me ha ocurrido? —inquirió Dionisio con cierta temor, una vez pasada la etapa de asombro, la ausencia de sus recuerdos comenzó a inquietarle. — Eso quisiera saber yo, señor —la expresión de la mujer era nueva para él, no podía distinguir si su rostro expresaba preocupación o recelo. — Mi mamá lo trajo anoche con ayuda de mi madrina Carmen —añadió el pequeño de cabello negruzco y ojos similares a los de su madre. Y entonces lo recordó, pero la vergüenza de haber actuado como un cobarde lo obligó a callar y agachar la cabeza. — De acuerdo —concluyó Hermelinda al ver la actitud de Dionisio—, no tienes por qué darme explicaciones. — No, es que… —intentó disculparse. — Efraín, cuida bien de él, tengo que irme a trabajar. El pequeño asintió con tristeza, a pesar del tiempo, aún no se acostumbraba al hecho de que su madre se fuera a trabajar todas las noches. — Tranquilo pequeño —dijo Dionisio al detallar el rostro triste del pequeño—, yo te haré compañía, ¿te parece? A pesar del dolor físico que sentía, Dionisio se dedicó a jugar con el pequeño durante un par de horas. A pesar de la constitución aparentemente frágil del pequeño, Efraín tenía mucha energía, menudo trabajo le costó a Dionisio conseguir que el pequeño se fuera a dormir. Fue entonces, al verlo dormir plácidamente, que no pudo evitar preguntarse: ¿Qué clase de madre deja a su pequeño ha cuidado de un completo desconocido? El aspecto deprimente y descuidado del lugar solo lograba aumentar el tedio y desconcierto del joven. La pequeña habitación no poseía mucho en realidad… una pequeña estufa, una cama maltrecha en la que ahora descansaba el pequeño y un almario envejecido no más alto que el joven. La ropa sucia descansaba acumulada en una de las esquinas de la recamara al igual que los platos usados por una semana. Aunque pobre, el joven siempre estuvo acostumbrado a la limpieza que su madre procuraba mantener y, ahora, al conocer el modo de vida con la que aquella mujer tenía a su hijo… lo hizo sentir una profunda tristeza. El olor a humedad que emanaban aquellas paredes percudidas lo mareaba, deseaba salir y alejarse pero, el rostro angelical que vino a su memoria lo hizo detenerse en seco en el umbral de la habitación. — Hermelinda —susurró irónicamente—!vaya mujer descuidada! Con sumo cuidado, se recostó junto al pequeño y procuró dormir, había tenido un día demasiado difícil para su gusto y solo quería descansar, que importaba no saber si aquella mujer no era solo una ladrona o una estafadora que quería… bah, dijo para sus adentros, que más podían quitarle, esos bandidos se lo llevaron todo. Para cuando despertó, ya era más de medio día. El dolor de su cuerpo no había desaparecido del todo pero ya había remitido en gran parte. Lo único que lo molestaba a esas alturas era el terrible dolor de cabeza que lo oprimía desde el día anterior. — Dionisio —le saludó efusivamente el pequeño, que, al parecer había despertado antes que él y le había provisionado un modesto desayuno de té de hierbabuena y unas tortillas de maíz, tras entregarle una pequeña charola desgasta se sentó junto a él y le miró sonriente—, espero que te guste. — Gracias… Efraín. Lamento ser una mala compañía. El niño solo sonrió, parecía tan acostumbrado al hecho de convivir con ese tipo de situaciones que, Dionisio solo pudo sentirse como un parásito. — Efraín, ¿y tu madre? —no podía evitar preocuparse por aquella mujer. — Ella siempre llega pasado el mediodía. — ¿Mediodía? —dijo atónito, ¿hasta dónde llegaba el descuido de aquella loca? — Uhm… — ¿Y en qué trabaja tu madre? — Ella… —suspiró pesadamente, pareciese que estaba cansado de escuchar aquella pregunta—… a ella no le gusta hablar sobre su trabajo. — ¿Por qué? — Por qué a nadie tiene por qué importarle —interrumpió Hermelinda desde la puerta de la habitación. Dionisio la miró con reproche, el contraste de aquella madre con la suya le irritaba. Eso, y el hecho de que la ropa de la mujer lucía demasiado descuidado y emitía un olor repulsivo a alcohol y perfume. El presentimiento que asechaba al joven le hizo estremecerse de espanto, acaso era posible que una mujer tan joven y bella fuese capaz de cometer tal atrocidad… no, se rehusaba a admitir tal verdad. El pequeño se volvía la más grande contradicción de aquella pestilente realidad. ¿Cómo podría un pequeño tan dulce ser educado por tan infame mujer. La cara le escocía de vergüenza al saber que en sus aventuras joviales entre amigos el también compró alguna vez los favores de aquellas mujeres. — Sé lo que piensa, señor —continuó la mujer—, y sí, lo soy. Puede gritarlo si quiere, todo el mundo lo sabe ya. Y sabe qué, ¡a quién le importa! solamente a las viejas chismosas de cada cuadra que se deleitan jactanciosas en reír y criticar la buena o mala suerte de todo aquel que se les cruza por la calle. Sí, sí, señor. Soy una mala mujer, pero… dígame usted, que más puede hacer una mujer a la que obligaron a vivir esa vida. — Mamá —interrumpió el pequeño sin comprender de que hablaba su madre. — Descuida, Efraín, ve a jugar con tu madrina quieres. — De acuerdo —respondió sin interés. El joven se sintió torpe, torpe y malagradecido. La mirada que el pequeño Efraín le regaló antes de salir fue la estocada final que le hacía falta para sentirse todo un miserable. Eso y la mirada reprobatoria llenas de lágrimas con que le miraba Hermelinda. — Señora, yo… —susurró compungido—lo lamento, yo no… — Descuide, ya estoy acostumbrada. Y no, no me debe nada, cuando desee puede irse. Solo le pido que no se lo diga a mi hijo, es demasiado inocente como para saber la clase de mujerzuela que tiene por madre. Sin decirle más, ella se acostó en la cama y se cubrió con las desgastadas cobijas sin siquiera cambiarse de ropa. — ¿Doña Hermelinda, está usted bien? Ella no respondió, ni bien tocó el lecho había caído rendida. Dionisio no cabía de la impresión, tampoco atinaba que hacer respecto a su nueva situación, no tenía un centavo y ningún pariente al cual recurrir en la capital. Estaba solo. — ¡Dios mío santo! —aferrándose a su inseparable creador, salió de la habitación encontrándose con la triste mirada del pequeño niño esperándolo. — Acaso piensa irse, señor Dionisio… —El joven no podía evitar sentir compasión por el pequeño de enormes y hermosos ojos verdes. — Yo… Efraín, yo no puedo quedarme más tiempo, tú madre y tú han hecho tanto por mí que, no sé ni cómo pagárselo, sin embargo, tengan por seguro que en cuanto consiga un trabajo y reúna algo, vendré y se los pagaré con creses. — Sí necesitas un trabajo, puedo conseguirte uno, Efraín, tan solo vuelve, por favor… luego de mi madrina, tú eres él único que me ha hecho compañía en tanto tiempo. Dionisio pasaba de una a otra impresión con aquel pequeño de ondulada cabellera castaña y pálida piel, no tendría más de cinco años de edad y parecía poder defenderse mejor que cualquier adulto. Antes de que el joven pudiera responder la oferta del pequeño, este lo tomó de la mano y lo jaló casi a la carrera a través de amplias callejas de piedra y variadas casa de tierra. — ¡Aquí estamos! —señaló el infante más que contento—Es la nueva obra del general. — … — Dionisio estaba confundido. Sus expectativas de un hogar elegante en el que encontraría trabajo de mozo, o incluso un mercado en el que pudiese ayudar a las acaudaladas caseras a cargar sus canastas de compras… se vieron de pronto remplazadas con la imagen de un puñado de mulas y algunos hombres sudorosos y fornidos montando pequeños equipajes sobre los lomos de las bestias. — Pero, Efraín…—El aludido sonrió ampliamente—, ¿qué, es esto? — Ya lo verás —afirmó el pequeño. Centrando su mirada en el grupo de curiosos y macizos trabajadores, chifló una cantarina melodía para atraer su atención. — ¿Efraín? —gritó un chico alto de entre el grupo de hombres. — ¡Francisco! —lo llamó el niño mientras, con un movimiento de mano, le indicaba que se acercara—, ven, tengo un amigo que quiero presentarte. Corriendo a través de un tanto de materiales de construcción, aquel joven se acercó al par en cuestión de segundos. — Efraín, hermano —saludó cándidamente aquel joven en tanto abrazaba al niño—, ¿qué haces aquí; tan lejos de tu casa? Dime, ¿Y Hermelinda? ¿se encuentra bien? — Sí —afirmó—, gracias por preocuparte. — Me alegro, y dígame caballerito ¿En qué puedo ayudarle esta vez? —preguntó el joven en tanto le dedicaba una graciosa reverencia. — Primero, déjame presentarte a un amigo mío, él es Dionisio —dijo señalándolo—, y quiere trabajar en la obra del General. — ¿Ah, sí? —preguntaron ambos jóvenes al unísono. Tanto el uno como el otro estaban sorprendidos, aunque claro, las cuestiones eran diferentes. Inevitablemente, ambos terminaron riéndose del asunto. — Mucho gusto, Dionisio, me llamo Francisco, y déjame decir que será un honor que trabajes con nosotros, las manos siempre son necesarias en un lugar tan agreste como la Nariz del Diablo. — ¿Qué, estoy contratado? —estaba pasmado. — Claro —respondió el pequeño—, Francisco es el encargado de contratar al personal. — Así es, pequeño. Y si tú, Dionisio, tienes el suficiente valor como para aguantar el desafío, estás contratado. La paga es de 10 sucres al día, y la alimentación y posada están incluidas … El joven se quedó en el limbo mientras Francisco hablaba, solo podía pensar en la cifra que definía su sueldo, 10 sucres… la alegría que le causaba aquella significativa cifra no le permitió siquiera pensárselo dos veces, con una sonrisa en el rostro, tomó la mano del chico entre las suyas y le dio un fuerte apretón. — Muchas gracias, Don Francisco, no sabe cuánto se lo agradezco. — Bien, te daré media hora para que recojas un pequeño equipaje y regreses, tenemos que salir para llegar a la Nariz del diablo lo antes posible. — Yo —Dionisio se contuvo de revelar la verdad, no era el momento —, yo estoy listo Don Francisco, es que… — Lo asaltaron cuando llegó a Quito, Francisco, ten compasión de él —comentó el pequeño con tristeza, provocando en Dionisio un pequeño infarto, se sentía avergonzado. — Venga, venga, sabes que no me gusta verte triste pequeño. Yo ayudare a Dionisio, de acuerdo. Ahora los dejaré despedirse ya que saldremos en breve. Nos vemos pequeño cuida a tu madre, sí. Efraín lo miró tristemente antes de afirmar suavemente con la cabeza en tanto el mayor le sonreía con la mayor dulzura del mundo. Tras la emotiva despedida, Francisco se dirigió al resto del equipo y continuó ajustando el material de construcción a las mulas. — Efraín, yo… ni siquiera sé cómo agradecerte —su voz luchaba por no sonar demasiado apenada. Por una extraña razón, le dolía demasiado tener que dejarlo—… promete que estarás bien. Sí. — Descuida, sé cómo cuidarme. Yo creo, que eres tú quien debe prometerme eso. — ¿Por qué lo dices? — Es que… la nariz del diablo es un lugar peligroso y… — Lo sé, Efraín, lo sé, y no te preocupes por mí, he trabajado mi vida entera en el campo, al menos allí, sé cómo defenderme —Lo que menos quería era preocupar al pequeño, no cuando este le consiguió un empleo. Pero sí, tenía miedo, aun así, el ferrocarril era una gran oportunidad y no quería que Efraín se sintiera mal por él. — Me prometes que volverás… — Claro que volveré, Efraín. Tengo una deuda que pagar contigo y con tu madre, y Dionisio Lema es un hombre de palabra. El pequeño sonrió radiante ante la promesa, sus ojos no pudieron evitar escocer con el nacimiento de unas pequeñas y brillantes lágrimas, producto de la tristeza y la esperanza del retorno de aquel joven. Entonces, tras un corto abrazo ambos se dieron la espalda y partieron cada uno rumbo a su destino. Aquel día, Dionisio, inició un nuevo viaje. Tras reunirse y presentarse formalmente con su equipo de trabajo, subió a la mula que le facilitaron y partió alegre bajo el ardiente brillo del sol y el suave masaje de una refrescante brisa. El viaje ni siquiera empezaba pero ya se sentía ansioso, saber que sus manos forjarían el camino que permitiría el paso de unos de los gigantes del transporte le hacía sentir un pequeño consuelo respecto al recuerdo de su madre, casi podía verse llevándola de viaje a Quito sin necesidad de que ella se maltratase en el camino, de seguro ella sería feliz, así pensaba el joven antes de que el adentramiento en los salvajes caminos de los páramos le recordara a su querido Cayambe y su viejita. Como deseaba poder ser como el Chuzalongo para poder atravesar velozmente los páramos y ver con sus ojos de cielo todo lo que se siembra respetuoso a las faldas de los volcanes. El sol del ocaso despedía sus últimos rayos cuando Francisco se dirigió con voz tenue al resto de sus compañeros. — Por ahora, hasta aquí llegamos, señores. Este tramo es demasiado peligroso como para poder cruzarlo a salvo durante la noche. No quisiera que ninguno cogiera malaire o cayera al precipicio. — Francisco, tan supersticioso como siempre —sentenció Isaías con sarcasmo, su carácter agrio y socarrón contrastaba enormemente con las delicadas facciones de su rostro y su elegante cabello negruzco. — ¡Cállate, niño mimado!—le gritó Ezequiel, otro de los trabajadores—. Si tanto te interesa fastidiar; por qué no regresas con tu papi, señorito. La risa del grupo no se hizo esperar, los berrinches en los que explotó el aludido fueron tema de burla por el resto de la tarde y un tanto de la noche. La casa refugio para los trabajadores era pequeña pero cálida, perfecta para un grupo de foráneos. Doña Clementina Ordoñez era la dueña de la posada y, como toda buena serrana, a pesar de su figura encorvada y platinada cabellera, demostraba con creces que la fortaleza aún no abandonaba su cuerpo, con entusiasmo y avidez se apresuró a ayudar al grupo de trabajadores a desembarcar lo necesario. De igual manera, su amplia sonrisa y su envidiable amabilidad, fueron para los viajeros, un motivo de serenidad y esperanza. Para Dionisio, aquella mujer, era otro recuerdo más de su abandonada madre. El aroma cálido y delicioso del té de anís que Doña María ofrecía frente a la tulpa, fue todo lo que los adoloridos viajeros necesitaban para calmar el entumecimiento de sus huesos. Eso y las deliciosas tortillas de tiesto recién cocidas. — Procuren dormir temprano —les ordenó Francisco una vez terminaron de comer— mañana tenemos un largo camino por recorrer y los necesito descansados, si todo sale bien, al anochecer estaremos ya en Alausí. — Sí, señor —respondieron a coro todos excepto Dionisio, su naturaleza retraída le impedía burlarse de las personas y meterse en problemas de los que quizás no podría salir. — Claro, pero antes sírvanse este tostadito con papas y berro —insistió Doña María. Entre aplausos e infinidad de halagos para la anciana mujer, ella sirvió la comida y acompañó a todos en la cena. Las historias de los viajeros eran algo que solía disfrutar mucho durante los días de soledad. Tras una hora de risas y leyendas de la zona, todos dieron por terminada la noche y se dedicaron a tender unas cuantas esteras de totora en el modesto piso de tierra y arroparse con un par de cobijas de lana para, finalmente, dormir. A la mañana siguiente, ni bien el sol sacó la cabeza por entre los blanquecinos montes que se dibujaban airosos en el horizonte, el grupo de viajeros hubo ya montado sus mulas y emprendido nuevamente el viaje. Claro está, Doña María los había asegurado ya con un buen desayuno de: habas tiernas cocidas, tostado de tiesto y un grueso pocillo de colada de zambo tierno. — Vuelvan pronto y que Dios los bendiga —fue todo lo que dijo Doña María mientras los veían perderse en el camino. El resto de viaje fue relativamente tranquilo para todos, el dulce paisaje de los páramos brindaba un aire de frescura y tranquilidad para todos. El olor a musgo y el golpe frío de la brisa era en cierto grado lo que los ayudaba a resistir el ascenso hacía Alausí y su deslumbrante y misteriosa montaña, donde, el diablo reinaba y se reía jactancioso de todo aquel que pretendiese cruzar sus territorios sin permiso. Y en efecto, tal como esperaban todos, la llegada fue milagrosamente al anochecer. Desde el sendero, todos pudieron ver como el rostro de Lucifer sonreía malicioso al verlos llegar. Pareciese saber que ellos serían los próximos en tratar de irrumpir su eterno descanso. — Ya nos esperaba —susurró Francisco. Una vez llegaron al campamento base, el pequeño grupo pudo finalmente dialogar con el jefe de la obra y saber cuál sería el reto a cumplir. La idea de cavar un túnel a través de una piedra tan grande les erizaba el cabello de la nuca a todos, ni si quiera el ver los gruesos picos y taladros así como las cajas de pólvora y dinamita con la que trabajarían los ayudo a disipar los temores, de hecho, solo consiguió acrecentarlos aún más. — Mi amigo me dijo que aún muerto muchos al caer por precipicio —murmuró uno a espaldas de Dionisio. — Sí, dicen que el diablo jamás dejará que crucen sus dominios—concluyó otro. — ¡Son todos unos maricones —les gritó enfurecido el encargado de la construcción—, de saber que eran un montón de mujercitas…! Avergonzados, todos los presentes agacharon las cabezas y se reprimieron mentalmente por la actitud. — El que tenga miedo de morir puede largarse en este instante —volvió a gritar el jefe, su rostro arrugado y oscurecido por el consumo de tabaco parecía extenderse como un acordeón con cada grito— Bien, mañana saldremos al amanecer, señoritas—concluyó sarcásticamente al ver la manera en la que reaccionaron todos—. Aliméntense bien, perros —sonrió satisfecho antes de retirarse a dormir en su carpa privada. Todos lo miraron en una forma casi asesina, no por nada eran hombres y el orgullo herido les pesaba. “Ya verá este viejo” pensó más de uno mientras comía o armaba su cama para descansar. Por su parte, Dionisio quedó tan trémulo que, incluso el hambre saltó al abismo que justo en ese momento presenciaba con cautela. Debía descansar pero, algo en su interior le agitaba los sentidos manteniéndolo más despierto que nunca. “Hermelinda, Efraín” susurró frente a la montaña mientras un sentimiento amargo y estremecedor le mutilaba lentamente, el recuerdo de sus ojos llenos de tristeza y esperanza le infundían varios sentimientos que no podía diferenciar. — Dionisio, ya tendrás tiempo de contemplarla mañana, ve a dormir —le ordenó Francisco mientras le tocaba ligeramente el hombro. Tan ensimismado estaba en sus ideas que no percibió el momento en que aquel hombre se sitúo a sus espaldas. Con la mirada turbada, Dionisio obedeció inmediatamente y se retiró a dormir en el lugar asignado, albergando, entre cobijas, todos sus temores. Con la salida de un nuevo día, el grupo de nuevos trabajadores fue guiado, por Francisco al lugar donde se les entregaría su equipo y alimentos para toda la jornada. Una hora de ascenso fue necesaria para llegar al lugar donde debería realizar la excavación. Y, lejos de toda imaginación, la imagen que los esperaba no era para nada alentadora. La colosal roca de 300 metros de altura que se interponía rabiosa en la travesía del gigante trasandino, sonreía inmutable viendo la estupefacción de los trabajadores. — ¡Bien, señores, a los que vinimos! —ordenó el jefe de obras a sus subordinados. Con el brío y determinación forjado a gritos la noche anterior, todos se dispusieron a dar lo mejor de sí en la excavación de la enorme roca. Sin embargo, cuando la noche daba señales de presencia, aun con el dolor punzándole los huesos, la tétrica imagen de los cadáveres despedazados y la sangre que llovieron sobres sus cabezas y las ampollas quemando sus manos, descubrieron que un día de trabajo incansable se había traducido en apenas unos cuantos centímetros de avance, el diablo había ganado la partida un día más, una semana más, catorce meses más… Un año que le costó a la compañía de trabajadores de Dionisio, la vida de miles de ciudadanos y jamaiquinos que decidieron dejar a la patria; algo más que simples palabras vacías al viento. Un año en el que el mayor legado del General Eloy Alfaro, logró su objetivo de cruzar las tortuosas tierras de Alausí y llegar glorioso a Quito en junio de 1908. Pero bien, el tiempo transcurrido no es algo en lo que se deba ahondar demasiado, ya que, como todo ser humano ignorante de los designios del destino, Dionisio vivió su vida cambiando drásticamente con el tiempo, al parecer la leyenda de la locura que invadía a los trabajadores que lograban sobrevivir a la piedra infernal se volvía realidad en él. Estaba enloqueciendo de a poco, volviéndose un tanto retraído y huraño día a día. Aun así, consiguió seguir trabajando con fiereza, logrando con eso ayudar a la patria y a su madre, ya que mientras trabajaba y perdía compañeros a lo largo de los meses, no descuidó el bienestar de su madre y le envió, religiosamente, el 60% de sueldo todos los meses, el resto lo reservaba para su escasos gastos y para saldar su deuda con Efraín y Hermelinda… sí, aún no los había olvidado. Si no hubiese sido porque los días que le otorgaban para descansar los usaba para visitar brevemente a su madre y regresar a la obra, los hubiera visitado. Nadie podía decir que Dionisio no era un hombre ejemplar, pues en efecto, lo era, mas, como todo hombre era carcomido por sus errores. En su caso era su incorregible necesidad de confiar en todo ser humano se cruzase por su camino. Fue por eso, y por su completo temor a decir no, que terminó siendo un gran amigo y secuas de Isaías. Con quien, a más de adquirir el vicio de la bebida y el tabaco, aprendió a ver la vida de manera más absurda y bohemia. Había comenzado a cavar su propia tumba… CAPÍTULO IIUna vez terminado su noble trabajo considerado suicida por muchos y una maravilla de la ingeniería por otros, Dionisio decidió, aun cuando las ganas de ver a su madre le carcomían, visitar a la mujer que hace años, le salvó la vida y de una u otra forma le permitió conseguir un medio con el cual solventar la situación de su madre. Hermelinda… La vista gloriosa de la bella capital ecuatoriana bañada por el cálido brillo naranja del ocaso les dio la bienvenida a él, Isaías y Francisco. Como uno de los pocos hombres libre que trabajaron en la construcción, el regresar a Quito le preocupó sobremanera. Bien conocido era que los trabajadores de la obra eran presos jamaiquinos sentenciados a muerte y por ello, no podía evitar pensar en que quizás todos pudiesen pensar que él era un ex convicto ¿Desde cuándo había comenzado a preocuparse por el que dirán las personas? — ¿Sabes dónde podemos encontrarla? —preguntó Dionisio, ansioso, dirigiéndose a Francisco. — Sí —insistió Isaías, de sobra conocía la reputación de Hermelinda—, ya me urge tener una hembra como esas. — Serás, idiota —le regañó Francisco mientras le torturaba con una mirada asesina, eso fue suficiente para callar los ánimos del joven casanova. Tras despachar a Isaías en dirección a su casa, ambos jóvenes se dirigieron presurosos al lugar donde sabían que vivía actualmente Hermelinda. Dionisio no cabía de la desesperación, había pasado tanto tiempo imaginando su reencuentro con aquella mujer tan arisca y descuidada. Sin embargo… Al llegar al umbral del pequeño cuarto que Hermelinda compartía con Efraín, la escena que encontraron los devasto de un solo golpe. Hermelinda, aquella hermosa aunque rústica mujer había desaparecido. Enjuta, con los ojos ensombrecidos por enormes ojeras que apagaban sus hermosos ojos verdes. Incluso las enormes pestañas negras y el largo cabello negro ondulado que, en antaño, conquistaron a más de un galante admirador, habían parecido marchitarse. Derrumbada, temblando sobre aquella inmunda cama, Hermelinda los miraba atónita, con los labios resecos y pálidos labios entreabiertos por la sorpresa. — ¿Hermelinda? —preguntaron ambos jóvenes impactados por aquel fantasma. — … —La mujer los miró por unos segundos más antes de quebrarse en miles de lágrimas. Sus huesudas manos le cubrieron el rostro con desesperación, parecía no encontrar otra forma de ocultar su miseria. — Hermelinda, ¡¿Qué te ocurrió?! —susurró tristemente Dionisio. — ¡Dionisio —interrumpió una voz ya conocida para ambos—, Francisco, volvieron! —Las lágrimas por parte del pequeño no se hicieron esperar. De un salto, se aferró a ambos hombres con todas las fuerzas de sus delgados brazos. — ¿Qué… hacen aquí? —gritó Hermelinda con voz ronca y forzada. Su voz parecía salir desde el fondo de una caja repleta de lijas. — ¿Qué dices? —le respondió Francisco con pesadez, aún le constaba digerir que su querida Hermelinda hubiera sufrido tanto. — ¡Váyanse! ¡Olvídense de mí! —insistió la mujer. — Será mejor que hablemos afuera—musitó el pequeño, con toda la calma y seriedad que se podría esperar de un chico tan valiente como él. Los dos hombres le obedecieron sin rechistar, claramente entendieron que Hermelinda no estaría dispuesta a dar ninguna explicación. Al salir, ambos pudieron ver que, Efraín no había cambiado casi en nada, un poco más alto quizás, pero seguía siendo el mismo muchacho llenó de valor que dejaron hace meses. — Ella… tiene tuberculosis —les dijo Efraín sin darles tiempo a cuestionar o pensar algo—, el doctor dijo que… no espere milagros, no le queda mucho tiempo. El silencio sepulcral de parte de ambos no se hizo esperar, las lágrimas y la devastación tampoco. Dionisio no dejaba de pensar… “Si tan solo, no me hubiese marchado” — ¿Cuánto? —preguntó Dionisio. — No creo que llegue hasta el fin de mes —Fue la respuesta de Efraín. A pesar de saber lo que le esperaba, la fortaleza de su alma no lo dejaba derrumbarse. El pequeño sabía que, por ahora, no podía volverse un lastre que le hiciera sentir aún más pesar a su adolorida madre, debía ser fuerte por ella, hasta el final. — ¡Por qué, por qué no nos lo dijeron! —le reclamó Francisco, sus facciones se torcían de la rabia y el dolor. — Mi madre no… ella no quería molestarlos, además, tú sabes que aún no encuentran una cura para la tuberculosis. La seriedad del niño congelaba a Dionisio, acaso solo él lo veía… Efraín había cambiado, su dulzura se estaba apagando. — Además !dudo que hubieran vuelto! —sentenció el pequeño antes de darles la espalda y dirigirse nuevamente al hogar que habitaba con su madre. — ¿A dónde vas, chiquillo maleducado? —le gritó Francisco para intentar detenerlo. Tan entretenido estaba con la tarea de detener gritos al muchacho, que no se dio cuenta que Dionisio se había marchado de su lado sin dejar rastro. — ¿Dionisio? , maldición —farfulló molesto—, ya después me encargaré de él. Por ahora, será mejor ir a ver a Hermelinda. Dos horas de búsqueda y un par de gritos después, Dionisio apareció como si nada junto a un fornido hombre de cabello cano. — ¡Francisco! ¡Qué bueno que estás aquí, ven, ayúdanos a empacar las cosas de Hermelinda! Efraín, hoy cumpliré mi promesa. — Idiota —le susurró Francisco—no ves que Hermelinda está dormida, el láudano ayudó pero, si ella se entera de lo que pretendes… — Por eso lo digo, Francisco. Debemos apresurarnos. El efecto del láudano no durará mucho tiempo. — ¿Qué pretendes, Dionisio? —insistió Francisco. — Cumplir una promesa que hice tiempo atrás y, pagar la más grande de mis deudas —le respondió él con una enorme y triste sonrisa. Francisco sabía ya que las intenciones de Dionisio eran brindarle a Hermelinda y su hijo un hogar digno en el que poder vivir con tranquilidad y proveerles mensualmente una pequeña cantidad de dinero para sus gastos. Y no porque la amara a ella, sino más bien, por el profundo cariño que sentía por Efraín, quién, en ese momento, permanecía estupefacto ante la conversación. — Efraín, años atrás me pediste que volviera, lamento no haber podido volver antes. Sin embargo, aquí estoy, y no pienso abandonarte ni a ti ni a tu madre. Dime, ¿confiarás en mí? El niño no pudo dejar de llorar y reír de alegría. No estaría solo, no más. — Si Efraín está de acuerdo, qué más puedo hacer, pero te lo advierto, conozco a Hermelinda y, de seguro nos matará cuando vea lo que hicimos. Una hora más tarde, el pequeño había logrado su objetivo, no había mucho que empacar de todos modos. Casi todo fue abandonado y quemado en el mismo lugar. Ahora, todos residían en un modesto pero agradable piso situado en pleno corazón de Quito, nada más y nada menos que la tan afamada loma del Panecillo. Y sí, Hermelinda los acabó a gritos cuando, una vez despierta, se vio cambiada y recostada en un hogar distinto al que conocía. De no haber sido por Efraín, aun cuando le hubiese costado la vida, hubiera salido inmediatamente de ese lugar. Su orgullo le cerraba aún más la garganta y le impedía decirle pero, estaba agradecida, demasiado agradecida de que, cuando su final llegue, su hijo no se quedaría solo. Fue así como, con la ayuda de unos pacientes enfermeros, Hermelinda logró vencer los pronósticos y pasar los últimos años de su vida en la tranquilidad que tanto había anhelado por años, esa tranquilidad que su padre le arrebató cuando la vendió por 20 sucres a aquel miserable que le desgració la vida. Sí, solo un miserable sería capaz de: violar, degradar y abandonar a una muchacha de 15 años a su suerte con un hijo en camino. Sin embargo, ni todo el cuidado y el amor del mundo pudieron frenar lo irremediable… La madrugada del 17 de Enero de 1906, Hermelinda encontró el descanso eterno en brazos de los tres hombres que verdaderamente la amaron. Efraín cumplía los 10 años para entonces. Cumpliendo su voluntad de la mujer, Dionisio, Efraín y Francisco, enterraron sus restos en el cementerio principal de la ciudad acompañando su procesión con la alegre música de los valses que ella tanto amaba. Superar una pérdida nunca es fácil, el dolor y el anhelo invaden el corazón de una manera casi asfixiante e irracional. Ninguna palabra, ningún recuerdo te permite aliviar la rabia y la sensación de impotencia. Y en el caso de un hombre, que es demasiado orgulloso como para desahogar sus penas con lágrimas, el alcohol termina siendo un mal compañero. Dionisio pudo darse cuenta entonces que, aun cuando sonase ilógico, había llegado a amar a Hermelinda. La mujer de la mirada triste y gentil actuar se volvió, desde ese entonces, en el detonante que lo llevó a la decadencia. Seis años más tarde… La lluvia caía furiosa convirtiendo en ciénagas enormes las anchas calles de la capital. Con la noche ensombreciendo cada rincón de la ciudad, solo un loco sería capaz de salir a caminar. — ¿Dionisio? —gritó una voz áspera a través de las callejas inundadas— ¡Francisco! — Efraín —le reprendió Francisco con severidad—, sé que es nuestro amigo pero, no creo que sea justo que nos haga esto. Completamente empapado y negro por el lodo, el joven miró al mayor con tristeza. — Vamos a casa —dijo Francisco sin apartar su vista del muchacho—, ya volverá, sabes que siempre lo hace. Una vez en casa, ninguno de los dos lograba mantenerse tranquilo, uno vez secos se dedicaron a caminar inquietos por la sala sin dejar de ver de vez en cuando por la ventana. Ya casi amanecía y Dionisio no daba señales de vida. Ninguno de los dos entendía como pudo un hombre, amable y de nobles principios perderse tanto en el alcohol y las mujeres. Después de tanta locura superada en la Nariz del Diablo, de la lluvia de cadáveres mutilados cayendo por doquier con cada explosión de la piedra, después de la muerte de Hermelinda… sí, Dionisio finalmente había enloquecido. Solo así podía entender Francisco la actitud tan patética en la que se sumergió su querido amigo. Si no hubiese sido por él, incluso la madre de Dionisio hubiera sufrido las consecuencias del modo tan infantil en el que su hijo había caído. Estaban tan absortos en la desesperación, que ninguno pudo darse cuenta que, sobre la mesa de noche de Dionisio se encontraba una carta arrugada. Con temor, Efraín la leyó, cayendo de rodillas una vez se enteró de su contenido. — Ha muerto, la madre de Dionisio ha muerto, la enterraron hace dos meses—musitó el joven con tristeza. En la oscuridad de una cantina de mala muerte, tal como todas las noches desde hace 6 años, Dionisio yacía tumbado maloliente cobre las mugrientas mesas de madera. No volvió a su casa nunca más. El 28 de Enero de 1912, completamente intoxicado en alcohol, Dionisio fue arrastrado por una turba iracunda que irrumpió alevosamente en el penal García Moreno donde, en ese entonces El General Eloy Alfaro, sus hermanos Medardo y Flavio Alfaro, el periodista liberal Luciano Coral, el general Ulpiano Páez y el general Manuel Serrano. Quienes, pocos días atrás, habían sido capturados por una vil traición de los placistas. Los hechos que sucedieron a partir del allanamiento en el penal exceden a toda lógica y pérfida imaginación, la muchedumbre enceguecida e iracunda perpetró la celda del General y a manos del cochero José Cevallos, cobraron la vida del General Eloy Alfaro y el resto de sus allegados. No bastándoles con eso, desnudaron los cadáveres y los arrastraron desde dicho penal hasta un descampado en el norte de Quito conocido como El Ejido, donde, tras encender cinco hogueras, incineraron los cuerpos maltrechos. Dionisio hubo de desmayarse tras ver, como en un acto de pura villanía, uno de los asesinos mutilaba los órganos sexuales del General y los mostraban cual trofeo de guerra. Siendo, en su inconciencia, pisoteado por el gentío que disfrutaba morboso de aquel dantesco espectáculo. Al grito de: “Viva el pueblo católico” y el fuerte y nauseabundo olor de carne chamuscada inundando el ambiente, Dionisio despertó solo para presenciar como el general que tanto admiró era solo una cadáver deforme chamuscándose en las brasas que un grupo de políticos ambiciosos y cobardes encendió en los corazones enceguecidos del ignorante pueblo ecuatoriano. Adolorido de muerte, vomitando sangre y licor, Dionisio murió también aquel día con una pena mucho más grande atravesándole el corazón… “Mi sangre arde rabiosa, el dolor que carcome mi alma me está asesinando incluso desde este momento, si tan solo hubiera podido defenderme a mí y todo aquello que representaba la esperanza de un futuro mejor… podría morir tranquilo. El General ha muerto, el anuncio de la fatídica tragedia llega hasta mis oídos provocando que mi estómago se revuelva. La sola piel me arde al ver la infamia tan grande de la que es capaz esta bestia a la que todos llaman ser humano. Dios nos perdone” ......................................... Aquel día, el Ecuador vivió uno de los más grandes e imborrables crímenes de su historia, incluso hoy en día llena de dolor el alma de nuestro país. Aquella tarde murió uno de los hombres más grandes de la patria, aquel que con su ejemplo de incorruptible actuar e incansable espíritu logró unir el Ecuador de norte a sur con tan solo un ferrocarril. Aquel día, el general de las mil derrotas había caído pero, la inmortalidad de sus actos vivirá eternamente en la memoria de este agradecido pueblo ecuatoriano. FIN
Hola Shassel, qué trabajo más emotivo... No sé nada sobre el General Alfaro y me parece que tu obra y el objetivo de esta actividad se unieron eficientemente: conocer un poco acerca de los personajes ilustres de la historia. Comparto los sentimientos frente a la muerte de este Hombre, irónicamente le sucedió algo similar a Gustavo A. Madero, verás, mientras los golpistas obligaban a Francisco I. Madero a firmar su renuncia, una horda de canallas se ensañaban con su hermano... ni siquiera lo imaginaba... Así es, algo aparentemente tan insignificante como un ferrocarril puede significar mucho, la utilidad y seguridad que brinda un camino y un medio de transporte es inconmensurable, sólo quienes se han perdido en la absoluta "incivilización" pueden entender la importancia de estos. Respecto a los personajes de la obra... yo mismo me enamoraría de Hermelinda, todo concuerda: un hombre inocente, sencillo, frente a una mujer inocente pero arrastrada a una vida no deseada, bella y con un aura de culpa, en apariencia mala pero capaz de criar a un verdadero ángel. Y justamente este niño, qué madurez para afrontar su ensombrecido y poco prometedor destino... En cuanto a Dionisio, una vida más que se pierde en la selva de concreto, un alma bienintencionada que sucumbe ante los demonios de la sociedad, mero reflejo de la actualidad. Excelente trabajo, sigue haciendo long fics, habemos quienes te lo agradecemos. Un placer.
Al igual que Víngilot, tampoco conozco nada del General Alfaro, pero un día de estos investigaré de él si no se me olvida o si la pereza no me gana :) Mi querida Shassel, siempre me es un placer leer tus escritos (aunque no se note porque no siempre lo hago), pues cuando lo leo puedo distinguir en ellos simple y llanamente aquello que nos caracteriza como ser humanos en las diferentes situaciones de la vida. Tienes la increíble habilidad de contagiar las sensaciones que los personajes sienten en determinado momento. Yo logré identificarme mucho con el Dionisio de al principio. Tan bonachón, inocente, inexperto en la gran ciudad, sumiso y ¿por qué no?, un tanto cobarde; tal y como yo salí de mi país. Luego, que se echara a perder por los golpes que la vida le otorgó me entristeció bastante, aunque de alguna manera lo culpo a él, por un lado al no saber elegir las amistades adecuadas y no dejarse ayudar, y por el otro, al técnicamente dejarse vences por la amargura del momento. Efraín se convirtió en mi personaje favorito por el coraje y la fuerza que demostró. Y en cuanto a la turba de al final, ¡vaya!, ¿qué decir que no hayas dicho ya? Una verdadera vergüenza y canallada en actos criminales Gran historia, amiga y creo que tuvo el largo perfecto para que consiguiera relatar todo lo importante y me contagiara de los sentimientos implicados. No dejes de escribir que seguro vuelvo a leerte :D Te me cuidas muchísimo y se te quiere por estos lares. Hasta otra.
Hola, vengo a dejar el comentario correspondiente :3 A lo largo del escrito vi que empleaste un buen uso de la ortografía, y lograste tu cometido de atrapar al lector en tu historia. Me pareció realmente entrañable el personaje principal, después de todo no era más que un joven pueblerino, lleno de ilusiones que fue en búsqueda de un futuro mejor, realmente lamentable pero realista la forma en que terminó. Siendo tan inocente como lo era, no es de extrañar que los vicios de la cuidad y de las personas que allí habitan terminaran por corromperlo. Bastante buena fue tu idea de no saltarte directamente al General, sino ambientar su muerte con la vida que llevó nuestro querido Dionisio. A pesar de todo, no puedo dejar de pensar que hubo un diálogo al que no le vi el más mínimo sentido, creo que fue obra del auto corrector de Word, o simplemente un pequeño descuido. Y sumado a esto, el prefijo que utilizaste no es el correcto, un long fic es una historia de más de dos capítulos, lo que has publicado es un One-shot. Son pequeños detalles que no le restan gran belleza al escrito, pero deberías tenerlo en cuenta a la próxima. :3 Muchas gracias por participar en la actividad. Finalmente; 10/10.
Finalmente. En realidad, la calidad de tu escrito fue bastante buena, exceptuando por algunos problemas ortográficos y gramaticales no demasiado graves, entre ellos se puede notar problemas con la estructura de los diálogos y los vocativos. Tu historia, fuera de la actividad fue excelente, pero dentro dejó que desear, ¿por qué? Porque explotas la vida de una persona sin mucho que ver con el hecho histórico que tratar de explotar, claro está, hiciste bien el desarrollo de la vida del protagonista, fue bastante emotiva y con los traspiés que tienen historias de este tipo, sin embargo, la conexión con el hecho no fue muy clara, y sólo se introdujo al final, de una manera que siento fue más forzada que necesaria. De hecho, si se omite ciertos elementos, esta historia podría funcionar bien en concursos de otra temática. Entre otras observaciones, está cuando metiste por primera vez a los compañeros de trabajo, de repente aparecieron, pero no los presentaste en la historia, de repente estaban ahí, como si dieras a entender que nosotros los conocemos de toda la vida, trata de llevar esto con un poco más de calma. En general, bastante buena historia. Calificación: 8/10
Creo que te enfocaste mucho en el personaje mas que en el momento histórico a representar, el final se siente muy forzado conectando dos hechos sin ninguna relación. El escrito en general es bastante bueno salvo por el hecho de que agregaste personajes sin ninguna introducción como si los conociéramos desde el comienzo lo cual genera varias confusiones 7/10 Gracias por participar!