Hola a todoooooooos ! Me tomó mucho tiempo decidirme por subir este fic, es el primero y me da miedito :c Espero que les guste y me dejen sus críticas o sugerencias, son bien recibidas *-* *** Capítulo 1 Recordando Terminaba y comenzaba de nuevo. Tenía una fascinación por artistas clásicos, capaces de transportarla a los confines más remotos de su mente. Después de todo, lo que creía real o parte de su imaginación se hallaba allí. Las teclas emitían un sonido cautivante al punto de hipnotizar las aves que reposaban en los árboles del jardín. La puerta de la sala se abrió y una sombra a sus espaldas interrumpió la sonata. — Padre —expresó sorprendida y algo avergonzada. — Ven —ordenó con frialdad. Natsuki asintió con la cabeza y lo siguió. Subieron las largas escaleras de piedra que adornaban el centro de la casa. Una vez en la biblioteca, se sentó en un sillón antiguo cerca del escritorio, esperando. Admiraba los cuadros de la habitación con total concentración. Imágenes del Sengoku, de sus ancestros y otros tantos más, que escondían tras la pintura parte de su historia. Deseaba volver a correr por las praderas sin restricciones, pero con el paso de los años, se daba cuenta de cuan efímera era la idea de volver a vivir tales recuerdos. Extrañaba encontrarse en el medio del campo con su primo menor y correr hasta el cansancio. El albino tomó un libro y se lo entregó, para luego posarse en frente de la chimenea. — Deberás encargarte de una misión. Es importante que me prestes atención. Había un trabajo que realizar, algo que su padre no podría cometer por sí mismo. Pero, ¿por qué se lo encargaría a ella? El libro contenía una leyenda antiquísima que su familia había estado conservando por años, ocultándosela al resto de los youkai. Estaba en un idioma extraño que jamás había visto antes. Unos dibujos en la tapa inferior resolvieron el misterio. Desentendida, frustrada y con un nudo en la garganta exclamó. — ¿Qué? —se preguntó desorbitada—¡Me lo prometiste, dijiste que todo había terminado! Corrió. Un dolor incontenible se apoderó de su cuerpo cegándola. Sus ojos se tornaron blanquecinos como la nieve y habían perdido el rumbo. Las figuras de los árboles circundaban su figura al paso de un rayo. Con una velocidad que la hacía casi imperceptible atravesó el bosque hasta caer en el río. Ninguna lágrima cayó por su rostro. Miró al cielo desorientada, buscando respuestas a sus tantas preguntas. Se sentía traicionada por su propio padre y no lograba entender el por qué. Se quedó allí hasta que cayó el atardecer, rasgando el cielo un rojizo profundo y divergente. La casa se tornó vacía y gris. El silencio atormentaba a Rin, sentada en el borde del diván. Una mano se posó suavemente en su hombro, obligándola a quitar la mirada del rio. — Jamás te perdonará, Sesshoumaru. El albino frunció el ceño con resentimiento, sabiendo la contundente verdad de aquellas palabras. Había condenado a su única hija, dejándole en sus manos el destino de su raza entera. Un deje de vacilación apareció en su semblante, quizá por primera vez. Recordaba cómo había luchado para proteger a Rin, aunque fuera una molestia de vez en cuando. No tenía ningún tipo de sentimiento que no fuese el orgullo y el karma. La única persona capaz de conmoverlo en toda su vida había sido aquella mujer, y más tarde su hija. Sin embargo, su verdadera esencia nunca se quedaba bajo su piel. Calculador, frío y de espíritu líder. No podía encarecerse en tacto para despedirse, preparar e incluso animar a la niña frente a lo encargado. La había entrenado él mismo para que supiera defenderse, sabía usar armas y había heredado las habilidades del Daiyoukai. No tenía motivos para temer por su destino, exceptuando uno: tenía el corazón de su madre, y podría ser una debilidad mortal si lograban engañarla. Dejó el río y buscó a su madre. Rin le explicó que el mundo había cambiado por completo. Desde que la perla de Shikon había pasado a ser un mito, los seres espirituales y mágicos habían tomado rumbos diferentes. Las razas ahora eran diversas y abarcaban desde hadas de los bosques hasta magos, que decían dominar las habilidades espirituales. Los Dioses del Sengoku se ocultaban en una tierra lejana y protegida. Ni siquiera los ojos de los youkai podían ver sus cielos. Y ellos, que apenas eran un grupo reducido conformado por familias, habían decidido unificarse en clanes para asegurar su supervivencia. Los grandes templos que recordaban con gran añoranza, ahora eran atracciones. — ¿Por qué debemos ocultarnos?—cuestionó con detenimiento. Rin se estremeció ante la pregunta. Los humanos eran seres incomprendidos, en busca de un poder mayor al que se les fue otorgado. Acarició suavemente la mejilla de su hija. Un futuro no muy lejano debería enfrentarse con ella, definiendo su destino. — Hay personas que creen que podrían utilizar nuestra sangre para volverse más fuertes, incluso encontrarle curas a sus enfermedades—sentándose en el césped. —La caída de uno podría significar la caída del resto de nosotros. Aunque sonara increíble, era más que certero. Kagome enseñaba el arte curativo de las plantas y hierbas en un recinto antiguo cerca de Tokio, junto a su esposo Inuyasha y sus tres hijos. A menudo solía brindar clases de arco y flecha como diversión ocasional. Eran ellos quienes debían adaptarse a los humanos. Todos corrían peligro de ser descubiertos, aún así se resguardaban con gran esmero. — Creí que sólo nos conservaban en historias y cuentos—comentó. Rin la abrazó fuertemente, dejándola ir. Natsuki se dirigió a la habitación para preparar sus cosas. Creyó que necesitaría unas cuantas si se iría de viaje, y unas tantas despedidas más, por si acaso. Buscó una gran maleta de su armario y empacó cuanto pudo. Aunque tenía una idea de la tarea que su padre le encomendaba, había muchas cosas que debería averiguar por su cuenta. Se mantendría oculta bajo su forma humana, gracias a un poderoso sello que su padre había obtenido de una sacerdotisa miles de años atrás. Sintió por un momento el peso del mundo en sus hombros; no encontraba la fortaleza suficiente para no quebrantarse. Sesshoumaru le advirtió cautela, que a nadie revelara su verdadera identidad, de lo contrario podrían matarla. —Es tu deber lograrlo en siete días —explicó. — ¿Y si fallo?— inquirió dubitativa. Un silencio punzante se apoderó de la habitación. — Lo descubrirás —concluyó dejándole una dirección sobre el escritorio. Las maletas le pesaban demasiado para cargarlas ella sola. Una mirada de soslayo la atravesó por completo. — Será mejor que las guardes—mientras se iba—, no las necesitarás. Debía irse para eliminar al único hijo de Naraku, que ni siquiera él era consciente de ello…o irse para nunca volver, morir en aquél sitio desconocido y fallarle a su padre. — Llévate a Sora contigo —aconsejó Rin con delicadeza. Sora era uno de los hijos de Kirara, quien falleció tras darlo a luz junto con sus seis hermanos. Era capaz de transformarse en todo aquello que desease. El animal se encogió hasta ser un pequeño colibrí. Se posó en el hombro de su compañera, sacudiéndose y limpiando con su pico las plumas color oro del torso. -.-.-.-
Capítulo 2. A primera vista. “No tienes que hacer esto si no quieres. Tu padre lo entenderá, al igual que todos nosotros. Hagas lo que hagas él estará orgulloso de ti” se repetía en su cabeza una y otra vez. Quizá su madre tenía razón. Quizá todo era una locura, un capricho que su honorable padre apetecía cumplir, y al no poder hacerlo por su cuenta, se lo delegaba a ella. Pero la palabra capricho no se aparentaba a él. ¿Por qué no podría hacerlo? ¿Había algo que no le dijeron? ¿Acaso el hijo de Naraku poseía algo que ni su mismísimo padre podría quitarle? Cualquiera sea la forma, no encontraba cómo ella, que era inferior, lo lograría. — Quiero ir. No te preocupes por mí, estaré bien. Mintió para que su madre, que se veía afligida por su escandalosa partida, sintiera que al menos era un dictamen de su corazón y su valentía. Desde hacía tiempo que buscaba la forma de ganar el orgullo de su padre, a quien tanto respeto le tenía. Lo admiraba, lo adoraba como a un Dios. Y quizá no era más que su padre, un ser que emanaba de sus venas un porte frívolo pero insinuante. — Iré a ver a mi padre antes de irme. Rin sonrió. No podía irse sin decirle adiós. Pensaba en que si de alguna u otra forma moría, el último recuerdo que querría que su padre tuviese fuese al menos algo “recordable”. Él estaba enojado, quizá estreñido por su comportamiento y rebeldía; le pediría perdón y luego partiría. El enfrentamiento más difícil, quizá no era el hijo de Naraku, ni las tantas desavenencias que se le pondrían en el camino: sino disculparse con Sesshoumaru. — No pedí que vinieras. — Lo sé. Lamento haber sido irrespetuosa. Prometo que no volverá a ocurrir, padre. — No debes hacer promesas que no puedes cumplir. Él la miro de soslayo, Natsuki bajó la mirada. — Le prometí que lo que me pidiera lo haría con el mayor de mis esfuerzos y así será. He tomado una decisión, padre. Partiré esta misma tarde. Sesshoumaru podía ver en sus ojos la misma determinación que tenía él a su edad. — No te distraigas. —dijo, para luego retirarse. Cualquier palabra que saliera de la boca de su padre era palabra sagrada. Deseaba poder ser tan fuerte de espíritu como él, aunque sabía que eso sería casi imposible. La hora había llegado. No había nada más que hacer. Circuló con ligereza adentrándose en un labrantío de colosales dimensiones. Pensó que quizá le tomaría dos días atravesarlo y debería acampar en algún sitio, a la espera del alba. Paz y avenencia invadieron su alma, llenando su bravo espíritu de sosiego: el aroma de la verde estepa aclamó su atención y le arrebató una bocanada de aire. La libertad la ceñía y la invitaba a descoyuntarse, vivir y gozar de la maravillosa hondonada de aquellas tierras. Las nubes se aplastaban entre sí, rojizas y anaranjadas, sobre las blancas y puras mientras el sol se ocultaba en el horizonte. Pese a semejante espectáculo, para ella todo seguía estático y así seguiría mientras su cabeza lo ordene. Delante de sí podía observar unas colinas cultivadas, por lo que parecía ser trigo u alguna otra hortaliza de aquél tipo. Aunque por la distancia no era capaz de distinguir con claridad, vio un techo—a su parecer de paja seca—. Si se trataba de una aldea podría negociar algo de comida con las personas aunque éstas no le agradaran; pensó que quizá podría encontrar asilo allí, quedarse una noche y partir en la búsqueda del joven. Se rebozaba los labios de tan sólo oler la carne a lo lejos, empalagando su paladar real, imaginando un trozo en su boca. Le encantaba degustar lo que los cocineros hacían en el palacio, tan llamativos platos abundaban en la mesa repleta de comensales. Muchos príncipes venían de vez en cuando a rendirle culto y admiración a su padre, mientras ella y su madre asentían cada tanto y los miraban con atención. Le hechizaban esas reuniones, donde su padre levemente imitaba algo parecido a una sonrisa. Esta eventualidad merecedora de perpetuar en la memoria, ocurría en raras ocasiones, y desaparecía si le nombraban a su hermano. Quienes caían en el infortunio de desagradarle, no eran vistos de nuevo. Una preocupación le causaba ansias en su curiosidad y ésta no era más que dar con su próxima presa. Según su padre, el muchacho era fácil de distinguir aunque estuviera con los ojos cerrados. Su ávido espíritu cazador le indicaría cual era el correcto, y de equivocarse, debería ser rápida cual centella para poder escapar. Temía en algún punto no ser capaz de aniquilarlo, que su piedad le ganara al coraje. De su madre había heredado la gentileza, dulzura y sazón: todos aquellos rasgos tan susceptibles y compresibles propios de un ser humano. Y, por más que le costara dar cuenta de ello, era lo más parecida a Sesshoumaru. Muchas veces la frialdad lograba apoderarse de aquél cándido ser interior que la llevaba por el camino correcto, perdiendo el sentido común. Se quejó al tropezar con una roca oculta, enterrada y cuya punta afloraba en la superficie, que al estar distraída no pudo ver. Sangre. Era peligroso, inclusive estando en la soledad de los prados, que su sangre se esparciera por la tierra. Por unos instantes desesperó al no encontrar con qué limpiarla. El hermoso y floreciente colibrí que volaba tras de sí durante el viaje, duplicó su tamaño hasta ser lo más parecido a un felino. Era de lo más vistoso y tenía dos colas a falta de una. El animal lamió la herida hasta que ésta sanó y no quedaron rastros. Sorprendida de tener a su lado a tan interesante compañero, sonrió y le acarició el lomo en agradecimiento. No te distraigas. Las palabras del Daiyoukai atravesaban su mente de a ratos, devolviéndole los pies a la tierra. Apresuró el paso y se escabulló entre unos arbustos mientras observaba con detenimiento la aldea. Por un instante le pareció ver una casa en la que creía haber estado antes. El humo salía de la boca de la chimenea dibujando un hilo oscuro en el cielo, que desaparecía entre las nubes. Desordenadas, las pintorescas estructuras le daban un aspecto cálido al sitio. Unas veinte o más posadas decoraban las colinas, acompañadas de abedules, robles y pinos. Frondosos árboles le daban vida y la volvían resplandeciente. Las personas lugareñas iban y venían respondiendo a sus labores diarias, hasta que una figura le sorprendió. — ¿Qué haces aquí? —Inquirió alguien a sus espaldas. Un semblante familiar la observaba con el ceño fruncido, extrañado. — No deben verme contigo. Él tomó su mano con gran velocidad y la llevó consigo detrás de un gran roble anterior a la aldea. A unos pocos metros, un sendero de piedras indicaba el comienzo de lo que para ella significaba una amenaza: humanos por doquier. — Con que es cierto —soltó el hanyou con apatía. — Kagome anunció tu llegada días atrás, no pensé que el cobarde de Sesshoumaru te enviase. — ¡Suéltame! Él la tomo entre sus brazos con fuerza — No dejaré que nos mates a todos Se agitaba con fuerza pretendiendo zafarse de las garras de lo que se había convertido en un obstáculo. Fue tan inútil el intento, que se dio cuenta que aquél hombre había hecho aquello en varias oportunidades. La escondió detrás de una cabaña, donde nadie podía verlos. El hanyou la empujó dentro de la morada, cayendo Natsuki contra el piso, a la izquierda. El cuarto apenas estaba iluminado por la luz del atardecer que se asomaba tras las cortinas. Nadie se percataba de lo que sucedía, excepto ellos dos. — Si no me liberas te arrancaré la cien —escupió con desdén y firmeza. — Maldita sea, eres su clon —refunfuñó. No podía mantenerla cautiva, tampoco dejarla ir. Su atuendo la delataba aun manteniendo un aspecto humano, y cualquiera que la haya visto dos veces, la reconocería de inmediato. Le sorprendía incluso el falso aroma a humano que desprendía su cuerpo; de seguro obra de un muy poderoso hechizo. A pesar de la gran diferencia de edad, Natsuki mantenía un aspecto de mujer, rostro que hipnotizaba a quien la mire. Su divinidad parecía casi innatural, un perfil propio de la realeza. Su largo cabello plateado ahora eran largos mechones oscuros y negros, sus ojos café y no había marcas en su fisonomía. Muy diferente a la última vez que la había visto, pero supo que estaba bajo algún artificio. Lo miró tajante. — ¿Qué es lo que quieres? — Tendrás que quedarte aquí esta noche. La luna llena sobresaldrá tu esencia y quien quiera que busque tu sangre o tu cabeza vendrá a buscarte. En lo absoluto a Inuyasha le interesaba la supervivencia de la hija de Sesshoumaru, o peor aún, qué se trajera entre manos. Pero no podía apartarse de la idea de perder a quienes lo rodeaban y mucho menos a Kagome. Si algún demonio u otro youkai malintencionado se percataban de la presencia de la joven, de seguro darían con la aldea, destruyendo todo a su paso. — Me iré en cuanto amanezca. A su sorpresa, en lugar de irse, el hanyou se sentó de brazos cruzados bloqueando la entrada. Si tenía el mínimo grado de desconfianza, de veras que se hacía notar. Ya no la miraba, fijaba su vista tras la finísima línea de luminosidad que dejaba entrever el cortinado. — Hay un kimono dentro de ese armario —explicó con lentitud. —tómalo y vístete. — No lo haré contigo aquí dentro. — Qué terca eres, me daré la vuelta ¿qué creíste? No lo haría bajo ningún punto de vista. Estaba encerrada, con el medio hermano de su padre, a quien odiaba por haberla “secuestrado” en una habitación pequeña. Por un momento creyó que el sujeto había enloquecido. Pensó en todas sus posibilidades y la más conveniente era hacerle creer que estaba de su lado. Al menos, de esa forma, lograría su confianza y podría escapar. Abrió el guardarropa y en la soledad de su interior, un único kimono se hallaba doblado en el estante. Parecía que alguien lo había puesto allí hacía mucho tiempo, quedando olvidado. Lo tomó con delicadeza, a lo que el hanyou se volteó. No estaba segura de lo que iba a hacer. Por primera vez, la vacilación se apoderaba de sí. Antes de cambiarse las prendas se quedó un largo rato observando, asegurándose de que no la mirase. A su suerte, éste se durmió. "Vaya débil" , pensó. El espejo le devolvía una imagen que le causó concordia. Era un atuendo ordinario, antiguo y su tela se veía desgastada por el tiempo. No se dio cuenta hasta ese momento, que una cinta blanca yacía en el suelo. Se ató el cabello y suspiró. — Ya hice lo que me pediste. Ahora déjame ir. Los ojos del híbrido se abrieron, llenándose de una leve sensación de tristeza. El recuerdo de Kikyo renacía ahora de aquél kimono, que alguna vez Kagome también había usado apenas la conoció. Y ella se parecía bastante, lo que le causó extrañeza y desconcierto. Se paró de inmediato, incómodo. — Evita meterte en problemas, ya bastantes nos traes con estar aquí —advirtió y se retiró del lugar. Natsuki no lograba comprender el desvío que la mente de Inuyasha había enfrentado. Escondió su verdadero ropaje en el armario, en un cajón con doble fondo, para luego irse también. Un ave reposaba en el marco de la ventana y se posó en su hombro. Por un momento creyó que lo había perdido, pero Sora siempre se encontraba allí. Caminó unos pasos y se paró en el sendero de piedra junto a un niño pequeño, de mediana estatura y cabello castaño. Una mujer de largo cabello oscuro le daba una canasta con hierbas. — Disculpa, ¿puedes alcanzarle esto al monje? Parpadeó varias veces, tomando la cesta por impulso. — ¿Monje? No, yo, estás confundida... — ¿Qué te sucede? —colocando una mano en su frente. — Creo que tienes fiebre Yuka, no me hagas reír y llévale eso a ese maldito monje depravado. Inuyasha, que observaba la escena desde lo alto del roble, no pudo evitar reír. “Yuka”. Y ahora parecía que conocía a un "monje". ¿Quién diablos era Yuka? De seguro era el kimono, la forma en la que se veía y lo distraída que estaba. La mujer le recordó a alguien, pero había desplazado de su memoria muchos recuerdos que creyó innecesarios y que ahora le resultarían de gran ayuda. A lo lejos vio el puente y más allá de este el famoso recinto. Ir o no ir. Ir. No ir. Ir. Mientras caminaba observaba a todo aquél que le pasaba por al lado. No entendía como siendo Tokio una sociedad tan moderna y avanzada, no había logrado encontrar a la aldea, a sus aldeanos, o cómo los enfrentamientos entre youkais y demonios no eran percatados. Lo cierto era que se encontraba muy adentrada y alejada de lo urbano, y era mejor así. Casi como un mundo apartado del otro. Golpeó la puerta corrediza tres veces. — ¿Qué es lo que estoy haciendo? Rayos, estoy perdiendo el tiempo. Era una muy mala idea. Tan mala que el suicidio inmediato podría ser mejor opción. La compasión le ganó a su consciencia, llevándola a arriesgarse aún más. Cuanto más tiempo pasaba fuera de la cabaña, más metía la pata hasta el fondo. Y entonces recordaba las milagrosas palabras de su padre: “no te distraigas”. Al menos le servía de consuelo. Al abrirse la puerta, una voz burlona la sorprendió. — ¿Señorita Yuka? ¡Pero qué grata sorpresa, hasta se ve más joven! Bufó y aguantó las ganas de abofetearlo. El hanyou corrió al monje de la puerta, llevándolo adentro. — Vamos, ya déjate de tonterías Miroku, estas bien borrachito. — Regresaré a la cabaña. Alguien podría verme aquí. El ambarino le hizo un gesto, invitándola a entrar. — Nadie aquí te reconocerá así. Vamos, entra, necesito lo que traes en la cesta. Accedió dudosa. Sólo pensaba en avanzar e irse, para poder atravesar el bosque antes de medianoche y no perder un minuto más. Sabía que si su padre la veía con Inuyasha de seguro la desheredaría, o peor aún, podría odiarla. El lugar era tal cual lo había imaginado. Rin le contaba historias de las peleas con Naraku, de la destreza de Inuyasha, la habilidad purificadora de Kagome y las tantas habilidades de sus amigos. Amigos, que sólo pudo apreciar por un tiempo, antes de tomar su camino. De vez en cuando se escapaba para verse con Kagome, a espaldas de Sesshoumaru. Todas aquellas anécdotas sintió revivirlas en cada rincón del recinto. — Veo que nada ha cambiado aquí. — Tú has cambiado —objetó. No la quería pero tampoco podía negar que cuando era pequeña, y no se había contagiado de su padre, la apreciaba. — No creas que esta conversación hará que olvide lo bruto que fuiste o mejor dicho, eres. — ¡Keh! si te hubieran matado en el campo estaría aguantando al inepto de tu padre culpándome ahora mismo. Además, no lo hubieras entendido si te lo hubiera explicado. Deberías agradecérmelo. Pensó que pudo haber sido prudente si quizá sólo se lo comentaba en el momento, aunque claramente no hubieran llegado a un acuerdo. Ella lo apreciaba en el fondo, gracias a los buenos y únicos momentos que habían vivido en su infancia; y por supuesto, a Kagome. Después de todo, no tenía sentido rechazarlo si tenían la misma sangre corriendo por sus venas. Reconsideró el vínculo, muy a su pesar, ya pensaba que el hechizo le estaría mareando sus ideas. Lo observó preparar un té de hierbas medicinales, justo como Rin lo hacía. Se acongojó por unos instantes y sintió que querría arrepentirse y regresar…pero no podía abandonar su promesa. Le confundía el atrevimiento de Inuyasha, su repentina aparente “amabilidad”. Pensó que quizá detrás de todo aquello algún propósito se escondería, y no le interesaba averiguarlo. El llamador de la puerta rompió el silencio. — Será mejor que me vaya. Podría ser Kagome. Y efectivamente lo era. Antes de poder incluso dirigirle la mirada, Natsuki ya había desaparecido. — Inuyasha —expresó con felicidad. — ¿A dónde te habías metido Kagome? Te esperé por largo rato, iba a salir a buscarte. Era bueno saber que él se preocupaba de esa manera. Se sentía agradecida de tenerlo a su lado, poder disfrutar de su compañía al fin en paz. — ¿Eh? Lo siento Inuyasha, me encontré con Sango en el mercado. ¡Mira lo que te traje! Los ojos del ambarino se llenaron de alegría. — ¿Es eso lo que creo que es? Rammen.
Para ser tu primer fanfic aquí, lo hace muy bien; me refiero a que tienes buena redacción y utilizas el guión adecuado para los diálogos. Te seré sincera, el primer capítulo me revolví toda, no sabía quién hablaba, si la hija era Rin o no, hasta dejé de saber quién era Natsuki; qué pasaba con Kagom y familia (?)... Sin embargo, ya en este segundo capítulo armé todos los pedazos de rompecabezas y al final terminé por entender la historia. Hace mucho que no leía algo que me dejara con ganas de seguir leyendo más y algo tan bien redactado (?) Estaré al pendiente de la continuación. :) ¡Saludos!
Primero que todo quiero agradecerte @Kyouko Kiryuu , cariño, por tu comentario. Debo decir que me ayudó a avanzar con la historia. Me alegra que te haya atrapado, espero no decepcionarte con este nuevo capítulo. Puede que la lectura sea un poco densa al comienzo, al no haber diálogo. En el próximo se resuelven todas las dudas que quedaron sueltas. Saludos y te lo dedico :3 . Capítulo 3 El inicio El follaje le resultó perenne. Desde las alturas de los campos no parecía ser tan extenso y exuberante. Una vez avanzado el paso Sora comenzó a quejarse emitiendo pequeños gruñidos. Había pasado un lapso prolongado desde su partida y omitió que el pequeño tenía sus necesidades, sintiendo un poco de culpa. “Lo siento” le dijo acariciándolo con cuidado. Lo tomó con suma delicadeza con ambas manos, dejándolo sobre la rama de un árbol. A veces le parecía que sonreía, luego reía ella, creyendo que era un disparate. Al ver a su alrededor diversidad de matas y setos, inspeccionó cada uno de ellos en busca de alimento para su acompañante. A unos cuantos largos pasos encontró bayas azules, similares a las moras que había en el palacio. Recogió las más que pudo, guardándose algunas en el bolsillo, ensuciándose con el jugo. Volvió al árbol y Sora ya no estaba. Lo rebuscó con la mirada y ni rastros había del ave. Las moras comenzaban a molestarle al aplastarlas sin querer con sus brazos. Se concentró cerrando sus ojos persiguiendo el aroma de su compañero: estaba en todas partes. Frunció el ceño, confundida. En dirección al norte una pluma color oro la orientó. Notó como la esencia se profundizaba aún más, casi podía sentirlo a su lado. A medida que avanzaba los árboles iban aumentando en número, para luego abrirse a su paso frente a un cristalino río. Un río donde ya había estado, luego de discutir con su padre, antes de emprender el viaje. No pensó que había llegado hasta allí antes, atravesando el bosque y la aldea, en un abrir y cerrar de ojos. Y sobre el agua del río se encontraba un felino de considerable tamaño intentando atrapar un pez. Natsuki carcajeó al ver cómo éstos se le escurrían, resbalándose de sus patas, como burlándose. Sora la miró con ternura bajando las orejas. Había encontrado comida y no podía atraparla. Natsuki se acercó entregándole las fresas que había recolectado. El animal se las devoró con temple, restregándose en su regazo, en muestra de agradecimiento. Una acaricia segundó una sonrisa leve. Continuaron marchando sin perder de vista el río, por si acaso. La noche se volvía parte de ellos mismos, apoderándose la oscuridad del cielo. La luz de la luna alumbraba el pasaje invitándolos a seguir avanzando. Luego de caminar otro generoso rato entre la continuidad del bosque, Natsuki se dio cuenta que Sora estaba algo fatigoso. Al tomarlo entre sus brazos halló una contusión leve en sus patas delanteras, quizá por el filo de las rocas del río. “Qué descuidada he sido” se recriminó. No sabía cómo ayudarlo, al no poder encontrar algún tipo de hierba medicinal por la noche, ni tampoco otro remedio. No quedaba más que sentarse a esperar el claro del amanecer, le pesaba demasiado como para llevarlo a cuestas: el cansancio le impedía incluso transformarse en algo más pequeño. Se armó de valor para levantar a Sora y subirlo a un árbol lo suficientemente grande para ambos. La suerte estaba de su lado, al no haber ninguna criatura que los viese allí. Al tener la apariencia de una simple humana debía comportarse como tal, sin dejar que nadie diera cuenta de sus habilidades innaturales. Se recostó contra el tronco, acomodando a Sora en sus piernas, dormido. Lo retuvo contra sí para que no se cayera, de cualquier forma ella no dormiría: no lo necesitaba. Y a veces esto le provocaba el olvido de que su pequeño acompañante no tenía esa virtud. A medianía de la noche el animal se encogió el doble hasta conciliar el cuerpo de un cachorrillo. Aprovechando la oportunidad descendió nuevamente al suelo, retomando el viaje. Magnos y voraces saltos de un árbol a otro la llevaron al fin de la frondosidad, descubriendo con sorpresa algo que no imaginaba: una carretera. Estaba entre los límites de lo que Rin le explicó eran las “rutas” que conectaban los campos con las ciudades. Retrocedió hasta ocultarse detrás de los arbustos, en el umbral del boscaje. Sora despertó tras las sacudidas de su compañera. “Al fin despertaste” le regañó. El pequeño entreabrió los ojos lentamente pudiendo divisar lo mismo que ella había descubierto minutos atrás. Comenzó a sacudir su cuerpecito: lo que era su cola desaparecía esfumándose, su vello se volvían plumas azules y blancas. Era la primera vez que lo veía convertirse en lo que era al comienzo, un magnífico colibrí con plumas oro en su pecho. Una vez listos, empezaron a adentrarse en los límites de la gran ciudad. Mientras tanto, en el palacio real, las cosas no marchaban como de costumbre. El Daiyoukai indagaba las hojas del libro inacabable, aporreando con ímpetu el escritorio ante malogrados intentos. Una gota de sudor cayó desde su cien enfureciéndolo aún más. ¿Cómo un ser tan poderoso e inminente como él se encontraba en aquél estado? Las horas no le eran propicias para reflexionar qué pasaría si su hija fallaba, agotando al mínimo sus posibilidades. Se miró en el espejo nuevamente para confirmar que nada había sido un sueño, fanatizándose a sí mismo que el sacrificio no había sido en vano. Sus mejillas se volvían cada vez más lisas, quitándose lo linóleo con el paso de los días. Entendió entonces que no había nada más real que aquello que yacía frente a sus ojos. Sus largos y plateados cabellos perdían el brillo tornándose grisáceo. Y sus ojos, resplandecientes orbes color sol, se volvían opacos. No había escapatoria alguna, Rin pronto acudiría a respuestas sin siquiera formular las preguntas. Las evidencias estaban al servicio de quien las mire. Hundido en sus pensamientos, perdido ante los acontecimientos, rugió. La sala destruida por el estruendo, dejaba ver lo que nunca había pensado que saldría de su interior. Debilidad. Y qué asquerosa la sensación de sentirse inferior, cuando toda su vida había estado rozándole los talones a su padre. Rin no entendería el suceso de las cosas, porque a ella sólo se le había concedido una parte de la historia y el beneficio de la duda. Y entonces al descubrir la inagotable verdad querría irse de su lado, sin comprender que la mentira había sido su ideal de protección. “Debí dejarla en su sitio” pensó con unas increíbles lágrimas en sus ojos. Lágrimas que a pesar de ser unas pocas, volvieron a descontrolar su ser interior. ¿Desde cuándo se permitía lloriquear? ¿Desde cuándo sufría, se sentía herido, estaba susceptible? Golpeó nuevamente la pared, aboyándola y apagando el fuego de la chimenea. Se puso de pie nuevamente secándose los ojos con rencor a sí mismo. Quería volver a ser quien era, no en lo que se estaba convirtiendo. Rin se había escapado —como hacía desde que se habían mudado— para visitar a Kagome. Si tenía un poco de la suerte que le quedaba, se tardaría lo suficiente para arreglar el desastre y evitar sospechas. Más de las que tendría al verle el rostro. Pero claro, él no estaba dispuesto a permitirse sentir más humillación, así que se ocultaría. Cuando antes se enfrentaba a las consecuencias ahora debía huir de ellas. Se miró en el espejo nuevamente. Recordó aquel tiempo donde Rin era una humana, agraciada a su parecer, luego de un muy prorrogado tiempo. Había esperado con tanta perseverancia que madurara para llevársela consigo—tras largos años de meditarlo—que no se imaginaría sin ella. Y aquí donde descubrió que su estado era peor de lo que pensaba, porque ahora resultaba que dependía de otro individuo. Dependía de aquella mujer que le pertenecía, quien procrearía a sus herederos, sus hijos. Y Sesshoumaru le pertenecía a ella también, aunque quien llevara las riendas de sus vidas era él mismo. La realidad dio un vuelco tan controversial que de pronto no le encontraba sentido a su nueva miserable vida. Al inmundo de su medio hermano de seguro que no le pasarían estas cosas. “Imbécil” soltó al recordarlo. Volvió a golpear la pared. Se dio media vuelta intentando controlar su ira, sentándose en lo que quedaba de sofá. Volvió a tomar el libro, desconsolado. Claro que Rin, quien se encontraba a una distancia considerable, también sentía preocupación por su única hija. — Qué gusto verte Kagome, el rosado te sienta bien —aduló sonriente y cálida. Kagome extrañaba poder verla sin tener que ocultarse de Sesshoumaru, al youkai no le agradaba que Rin estuviera junto a humanos. Mucho menos cerca de Inuyasha. — Bueno, tú no te quedas atrás eh —comentó entre risas. Su amiga se veía mucho más joven que antes, indudablemente había cambiado tras irse. Por más que pasara el tiempo siempre sería su pequeña Rin. Suspiró con tristeza. — Los años vividos aquí se han quedado conmigo. Tus hijos han crecido mucho, todos aquí parecen ser felices. Kagome entendió que había mucho más detrás de aquella visita sorpresiva. — Ven, nos prepararé un té. Hace frío aquí fuera. Inuyasha se acogotaba a sí mismo para no interrumpir la charla de aquellas mujeres. Pero por más que intentaba la curiosidad le carcomía los huesos. ¿De qué estarían hablando? ¿Rin había venido a ver a Kagome o acaso sabía que Natsuki había estado ahí? Lo único certero era que Sesshoumaru no la había enviado, porque él no toleraría que su mujer estuviera rodeada de “ellos”. O de él, en lo posible. Tenía que hacerlo. Esto era mucho más fuerte que toda su voluntad junta. En cuclillas ingresó al recinto por la puerta trasera. Se sentía el mirón de Miroku cuando Sango entraba a las aguas termales a husmearla, cuando andaban en la búsqueda de Shikon. Las muchachas se habían escogido el peor lugar para el que buscaba espiar: la sala de estar. ¿Dónde podía meterse sin que lo vieran? “Maldición” bufó rascándose la cabeza con ambas manos. — ¿Aún conservas las plantas que te traje la última vez? — Lo había olvidado! Debes verlas, están gigantes. Ambas se levantaron de los almohadones y cruzaron la sala, para su suerte, a ver las flores que Rin les había llevado. Suspiró dejando los pulmones en el aire. Rápidamente se ocultó dentro de un gran armario de la sala de estar. ¡Era el escondite perfecto! Podía oírlas y verlas, sin que ellas lo viesen. Kagome estaba sorprendida al ver las flores marchitas. Hacía no menos de un día éstas estaban relucientes y muy vivas. Rin no se sorprendió en lo más mínimo, al conocer el por qué. —¿Cómo es posible? —murmuró Kagome. Rin le acarició la espalda, diciéndole que de seguro el frío las había puesto así. Eran plantas muy frágiles. La próxima vez le traería unas nuevas, directo de su jardín. La presencia de ambas en la sala apaciguó el clamor de la ansiedad del hanyou, quien se remordía para no salir del armario. Rin se veía muy distinta desde la última vez. Al contrario de todos los otros estaba rejuvenecida, como si el tiempo se hubiera detenido para ella. Y se dio cuenta de esto al ver sus manos, lo único que había podido ver de aquella mujer. — ¿Cómo andan las cosas por aquí? —preguntó dubitativa Rin. Kagome tomó un sorbo de té para luego continuar la conversación. — Pues…bien, creo. Inuyasha mantiene el recinto trabajando en los campos junto con otros aldeanos. Los niños se educan al igual que los otros ¡son muy listos! Y bueno, el resto ya lo sabes. Lo mismo de siempre. No puedo separarme del arco, las flechas y las hierbas curativas. — ¿Aún enseñas arquería? —preguntó mientras tomaba el té. Qué delicia le resultaban los aperitivos de Kagome. — Es lo único que me mantiene cerca de mi familia. Me recuerda a los viajes a través del pozo. Las lágrimas de Kagome conmovieron a la dama, que la escuchaba sintiendo la misma nostalgia que ella. Todo había quedado atrás, incluso aquellas pequeñas cosas que los conectaban con su pasado. — Me alegra que todos se encuentren bien —hizo una pausa. — Kagome, no quiero preocuparte. Hay algo que debes saber. Inuyasha sentía cómo su corazón podía salirse por completo. Cuando por fin Rin iba a contarle toda la verdad a Kagome, cuando por fin iba a enterarse de toda la verdad, un kitsune chillón entró de golpe gritando. — ¡Señorita Kagome, los aldeanos la están buscando! —el hanyou salió sobresaltado, golpeándolo. — ¡Oye por qué me haces eso! Kagome se sobresaltó furiosa, Rin corrió al jardín. — ¡Inuyasha! Los ojos de su mujer le provocaron temblores. — Ka-Kagome —tartamudeó esperando un abajo. La azabache salió de sus casillas. — ¿Por qué siempre tienes que arruinarlo todo? — ¿Ya lo ves Inuyasha? —Acotó el zorro al ver irse a Kagome rabiosa— ¡Sigues igual de tonto! Otro castañazo lo sentó. — ¡Ya basta Shippo! Había un aroma extraño en el aire. Salió detrás de Kagome, presintiendo el peligro acrecentarse. Los aldeanos estaban alborotados, varias cabañas estaban destruidas consumidas por un ferviente fuego. Había comenzado lo que tanto había temido y que ahora confirmaba. La visión de Kagome no era un simple sueño.
Querida, primero que nada muchas gracias por la dedicatoria; no hay de qué, es un placer para mí poder leer tu encantador escrito. Me carcome la intriga (?) Sí, así es como me dejaste, toda intrigada. ¿Qué es esa tarea que Sesshomaru le encomendó a su hija? ¿Qué tipo de visión tuvo Kagome? ¿Cómo es que todo depende de Natsuki? Esas y más preguntas empezaron a dar vueltas en mi cabeza, pero ya las iré sabiendo al rededor de tus próximas continuaciones... De alguna manera me pude imaginar a Inuyasha espiando (?) y escondido; Shippo siempre tan "oportuno" cuando están hablando de algo importante. Estaré al pendiente de la continuación. Saludos.
Capítulo 4 Una extraña aparición Al salir del cuarto los ojos de la azabache reflejaron terror, angustia y una extraña especie de fortaleza interior. Los tejados se consumían uno a uno con las flamas, que se acrecentaban con el fluir del viento nocturno. Los disturbios crecían envueltos en nerviosismo y llanto. —¡Señorita Kagome, le ruego, mis nietos! —. Le repetía la anciana entre lágrimas, suplicándole ayuda. Una mujer de menor edad la secundaba, con una pequeña niña en sus brazos. “Ese monstruo” gritaba el resto de los aldeanos corriendo de un lado a otro, reuniéndose con sus familiares desencontrados, intentando absurdamente apagar el fuego. El incendio se tornaba incontrolable, agotados por la pesadez del ambiente, muchos no pudieron seguir ayudando. Cargaban en grandes barriles el agua del río sosegando la incandescencia. Inuyasha abrió las puertas de par en par, cogió a colmillo de acero y se preparó. —¡Espera Inuyasha —detuvo Kagome sosteniéndolo de sus ropas— podrías dañar a alguien! Una engorrosa nube se movía de aquí para allá rociando desde lo alto una lluvia contundente, que combatía las llamaradas. “Ay” se escuchaba cada tanto quejarse al zorro mágico. Aquellos trucos les salvaban el pellejo en lo menos impensado. —¿Qué cree que ha ocurrido su excelencia? —indagó la exterminadora, consternada por lo que estaban presenciando. El monje observó la escena pensante, sin aún creerlo. Un tono abrumador resonó de sus labios. —No lo sé Sango. De seguro algún demonio ha logrado atravesar el campo de energía. Miroku había creado un campo de fuerza al nacer los hijos de Inuyasha, que parecía impenetrable: ahora se daban cuenta cuán desguarnecidos estaban, sin nada que los amparase. Asistieron a los aldeanos damnificados, curaron algunas heridas y les dieron provisiones. Al día siguiente Inuyasha, Miroku y el resto de los hombres, se encargarían de la reparación de las cabañas. Una larga y ardua labor los esperaba, por lo que era mejor apresurarse. Mientras las mujeres reunían hierbas curativas, el hanyou se dirigió a la parte trasera de su hogar, en busca de quien había desaparecido. Rin se había adentrado mucho más allá del jardín del recinto, llegando a los prados descubiertos. ¿De qué huiría? No pudo ver más que su largo cabello a medio ocultar por una túnica, al igual que su rostro. Lo que tenía que saber Kagome de seguro tendría relación con aquel incendio, pero ¿cómo averiguarlo? La incertidumbre golpeaba las puertas de su subconsciente. Avanzó apenas un paso, en busca de ahogar sus dudas en aquella mujer, siendo interrumpido por un llamado que venía desde la entrada. —Inuyasha —llamó el monje apenas asomándose por la puerta— iremos al bosque a buscar leño para hacer una hoguera ¡Alcánzanos luego! Ningún lugar parecía seguro ahora. Natsuki se preguntó cómo era posible que las heridas de Sora no hubiesen curado aún, recordando la ocasión en los prados. De entre la oscuridad el quiebre de una rama alertó sus instintos, el ave retrocedió acurrucándose en su antebrazo. Las hojas caídas de los árboles crujían acercándose a donde estaban. “Qué extraño, no percibo ninguna esencia” pensó a la defensiva, perdiendo la calma. El iris le revelaba un bulto a lo lejos, el conjuro bloqueaba sus principales exponentes sensoriales. No podía discernir la figura que avanzaba con total libre albedrío. Si era una amenaza entonces los vendría a atacar, lo que significaba que alguien la había descubierto. Lanzó una luz blanca directo de la palma de su mano al tronco más cercano, donde el cuerpo extraño se ocultaba. “Una ardilla” divisó desahogada. El animal huyó despavorido a su madriguera o quizá dentro de algún tronco hueco. Natsuki se sintió acallada por un instante, cuando al acortar la distancia, descubrió algo más que un insignificante mamífero. Una espesa estela de humo negro insaciable le rozó la espalda lacerándola, esquivándola y volviéndola a esquivar. Los árboles caían destruyendo a los otros, las ramas que se quebrantaban tras su paso se enterraban en su cutis, hiriéndola. Su cuerpo se estrellaba en tentativa exasperada por ahuyentar a aquél maligno ser que la acechaba con sed de muerte. Sintió la agonía misma pasarle por enfrente al no lograr liberar su poder, obra del vertiginoso escape. Su cuerpo humano no le permitía más que zarandear los árboles y concebir heridas; la sangre impregnada en los setos atrajo otras bestias que venían del Sur, Norte y Oeste. Pudo olerlas con tan sólo tomar un ligero impulso de aire, al caer contra el piso, devastada. La sombra se volvió cuerpo muerto al atravesarlo Sora con sus colmillos, en un intento desaforado por proteger a su ama. Majestuoso se mostraba destellando fuego de sus patas, dos relucientes colas y un aspecto felino infernal. Su dimensión era el cuádruple o el quíntuple de lo que había imaginado. Aquella abrumadora y tóxica masa obscura, ocultaba a un demonio de medio tamaño, enardecido por la sangre de la youkai. La Nekomata la subió a su lomo como pudo, llevándola con quien de seguro los ayudaría. Sango se precipitó al ver al último hijo de su amada Kirara, asomándose por la colina del bosque. —¿Sora? —gritó al verlo, corriendo hasta él y abrazando su pata delantera. Inmediatamente el resto acudió hacia el felino, descubriendo a su acompañante. —Hay una joven con él —observó Miroku. Kagome sostuvo el cuerpo de la jovencita mientras el animal disminuía su tamaño, colocándola en el césped. Ella había logrado ver, por unas milésimas de segundos, lo que nadie a su alrededor pudo. Guardó aquél secreto en las profundidades de su silencio, siguiendo la corriente. Nadie parecía reconocerla. —Llevémosla adentro, está malherida —sugirió una muy preocupada Sango, pero feliz de reencontrarse con el animal. Miroku se adentró en el bosque con Shippo, quien lo ayudaría a recolectar leña para la hoguera tal como lo habían planeado. Mientras tanto, esperarían a Inuyasha, y las dos mujeres asistirían a la joven. —Oye Kagome, ve a descansar un poco ¿quieres? —insitió con dulzura—. Yo me encargaré del resto. No podía negar que su sentido de la sensibilidad le insistía inconscientemente quedarse con su amiga, pero su cuerpo le exigía tregua. Sango terminó de curarle las heridas a su huésped y fue en busca de los “hombres del hogar”. Lo que tenían frente a sus ojos era sin lugar a dudas escandaloso. Más de tres cuartos del bosque estaba por completo devastado, cubierto de vestigios de sangre húmeda. El monje, inquieto, le pidió a su mujer que retornara al recinto. Ésta se mostró obstinada hasta que el hanyou la forzó a retirarse. —Es un demonio de las sombras silvestres —explicó el beato al ver al cuerpo destrozado—. Son criaturas muy extrañas del Norte… ha de venir en busca de algo. Inuyasha se silenció. No quiso exponer lo poco que sabía, aún creyendo que era una parte necesaria del rompecabezas. Si aquello era la consecuencia de la presencia de Natsuki, entonces ellos se verían sumamente involucrados. La sangre que yacía por doquier, indiscutiblemente le pertenecían a un poderoso youkai. Miroku no pasó por inadvertido este detalle, dudando de la ignorancia del hanyou. —¿Crees que otros demonios lleguen hasta aquí? Ya no se trataba de la hija de Sesshoumaru, de los aldeanos o incluso de ellos mismos. Se trataba de algo más grande que aquello. Desde la desaparición de la perla de Shikon y de Naraku, los seres de las lejanías no atravesaban sus límites. Si un demonio pudo oler la sangre y la presencia de la youkai, entonces otros podrían hacerlo también. El monje lo miró con certeza en su semblante, atinadas palabras salían de su boca. —Lamento decírtelo Inuyasha pero… nadie está a salvo en estas tierras. —Maldición —murmuró entre dientes el hanyou, por lo bajo. Shippo se dedicó a oír, contemplar la escena y no emitir comentario alguno. Cuando se encontraba en época de entrenamiento—en el umbral de su adolescencia— le habían enseñado muchos detalles que recordó al instante. Acompañó a sus amigos al centro del camino de la aldea, a unos cuantos metros del puente, acomodando las maderas. Iniciaron cuidadosamente una gran fogata con fuego mágico, gracias a las habilidades del zorro. Muchos aldeanos se acercaron para cenar y mantenerse cálidos, junto al kitsune quien controlaba el fuego. Al volver al recinto Sango los estaba esperando, sentada, para oír lo que no le habían permitido saber antes. Inuyasha se percató de la ausencia de su predilecta. —¿Dónde está Kagome? Sango bostezó profundamente mientras se secaba las manos. —Durmiendo en mi cuarto. Recosté a la joven en tu habitación Inuyasha. —¡¿Cómo dices?! —gritó exagerado corriendo a ver. Sango se sostuvo la cabeza indignada. Resultaba en ocasiones tan bruto como siempre, ni casarse ni sus hijos lo habían corregido. “La despertará” pensó sin intentar detenerlo. Estaba demasiado cansada como para siquiera continuar de pie. El día había sido de lo más agitado, sin mencionar lo agotador de entretener al monje. Miroku miró con el rabillo del ojo las vendas, preguntándose el por qué del ataque repentino. Al salir de sus pensamientos encontró adormecida dulcemente a Sango, sonriendo le besó la frente. La noche avanzaba acercándose el alba. Estrepitado el híbrido entró a corroborar con sus propios ojos el atrevimiento de la exterminadora, topándose con una imagen estremecedora. La dimensión del desastre pudo haberle causado un falso reflejo acerca de los daños que había percibido Natsuki. Recostada repleta de rasguños, vendada en su mayoría, la hija del Daiyoukai permanecía inconsciente. Cerró la puerta corrediza detrás de sí sin dejar de inspeccionarla: había algo en aquél ser que no se apartaba de su mente. Se sentó a la derecha de lo que era su cama, ahora invadida por aquél misterioso individuo. No podían detener lo que avanzaba con efluvio. Mientras corría atravesando los prados volteó a ver lo que era una aldea en peligro: las llamas arrebataban los tejados de varias cabañas. Se lamentó por su penosa huída, Inuyasha no había alcanzado a ver su rostro, al que cubrió con la túnica que adornaba su cabello. Rin estaba segura de que todo esto era su culpa, o en parte, culpa del destino. ¿Quién lo sabría? Ella sólo era una rueda del gran engranaje que conformaba sus vidas, desvaneciéndolas de ahora en adelante. Por fin llegó a su hogar, una casa construida en 1980 por un arquitecto desconocido, representando una de más majestuosas antiguas propiedades. De madera blanca desgastada por el pasar de los años, en el exterior, relucían los grandes ventanales que la completaban. Parte de una de las tantas hectáreas del terreno, treinta quizá, que adornaban sus vidas desde el nacimiento de Natsuki. Subió al segundo piso, hasta dar con la sala de lectura, para encontrarse con un elemento que creyó no existía aún. —Señorita Rin —llamó por lo bajo una criada. Eran más de las horas que suelen dedicarse al insomnio. —Te noto un poco preocupada —comentó Rin sentándose frente a ella, invitándola a hacer lo mismo. Yuka enredaba sus dedos en el cabello, buscándole la vuelta al asunto. —A decir verdad, hay algo que debo confesarle. Rin se acomodó mejor en su asiento. Al parecer era mucho más lo que tenía para oír que lo que tenía para decir. —Adelante. ¿Acaso ocurre algo malo, Yuka? —Hoy por la tarde subí a la alcoba del Señor Sesshoumaru a entregarle una correspondencia. Golpeé la puerta pero nadie contestó, así que entre. Él estaba….él…. —¿Si? La mujer cambió el tono de voz de un momento a otro. Su rostro no mostraba preocupación, sino más bien calma. Falsa, a su parecer, puesto que una gota de sudor rodando por su frente demostraba lo contrario. —A-algo nervioso. ¿Sabe? El está disgustado porque usted se escapa por las noches a ver a Kagome. Rin no pudo evitar reír. ¿Eso era todo lo que tenía para decir? —Sabía que iba a descubrirme. No te preocupes, Yuka, él sabrá entenderlo aunque no lo desee así. De seguro no me lo dirá, pero sé que intentará hacérmelo saber. De cualquier forma, agradezco tu preocupación. Yuka emitió una sonrisa fingida tras un “debo retirarme, es tarde y me esperan en casa”. Agradeció a Rin por escucharla y partió. Luego de aquello nunca más volvieron a verla. Rin sabía que Sesshoumaru le ocultaba algo. Algo que no si podía saberlo ella, entonces tampoco lo sabrían los demás. O eso era lo que pensaba… Se volvió a la chimenea a contemplar el fuego moverse con total libertad, y se recordó en su niñez, libre. Y de nuevo aquél objeto la devolvía a la cruel realidad: un libro. Pero no era cualquier epítome, sino uno que contenía una leyenda antiquísima sobre los Youkais. —Deberías estar descansando. Esa frivolidad sólo podía pertenecerle a un hombre. No respondió, sólo quería oírlo. El silencio la obligó a voltearse encontrándose con la soledad misma. Él ya no estaba allí. En los últimos días parecía un fantasma, yéndose y desapareciendo; volviendo a hacer acto de presencia de momento a otro. Desde que su adorable hija se había ido del hogar todo permanecía vacío. Rin ocultó el libro en su obi y subió a su cuarto a descansar un poco; pronto el alba le traería un nuevo día. "No te distraigas" Lo único que podía oír eran esas palabras retumbando en su mente, confundidas entre la realidad y el ensueño. ¿A dónde estaba? Destellos de luz se entremezclaban con la oscuridad. El entumecimiento le impedía moverse. ¿Qué le estaba pasando? Lo podía ver a lo lejos, de espaldas, tan estoico como siempre. Corría pero no lo alcanzaba. Nunca. De nuevo sus ojos le mostraban lo que tanto había estado luchando en su interior. Una ceguera brutal le punzaba los párpados, los cerraba e impedía abrirlos. Cuánto dolor. Cuánto frío. Cuánta sangre derramada. Los latidos apenas podían provocar un efímero sonido reviviendo a su impulsor de a ratos. Largos ratos, que le arrebataban la vida enfrentándola con aquello que creyó siempre eran ilusiones. Se sentía parte de una historia a la que no pertenecía, parte de una verdad que no quería compartir. Su sangre condenaba a todo aquél que le rodeaba: ella misma era la muerte, ella misma la traía consigo donde iba. Claridad. Fino ilumino del alba. —Al fin despertaste. Sentándose, fregó sus ojos para ver mejor. No podía encontrar aquella voz. —¿Quién eres? La oscuridad del rincón dejó al descubierto un serio y obstinado hanyou. Los ojos de la menor denotaban rabia. ¿La había secuestrado de nuevo? — ¡Tú! —gritó exasperada. Parecía que ninguna de sus heridas fuera real —. ¡Eres un bastardo! Te atreviste a secuestrarme de nuevo y a traerme a tu pocilga. —¡Ya cállate tonta! —atajaba los golpes el híbrido, intentando que baje la voz. En la sala de estar, Sango preparaba el almuerzo junto a Miroku, que sólo se dignaba a mirar y oler el ‘sabroso aroma’. La noche anterior habían prometido a los aldeanos reparar las cabañas, pero no sin antes alimentarse. Mientras Kagome curaba a los heridos, también entretenía a los niños de la aldea. Shippo y Sora viajarían en busca de provisiones, el altercado los había dejado en malas condiciones: habían perdido gran parte de los alimentos. —¿Oyó eso su excelencia? A Miroku le bastó con levantar la cabeza para encontrarse con unos gritos, que venían de la habitación de Inuyasha. —Ay, mi Sanguito…Inuyasha y la señorita Kagome deben estar divirtiéndose... El tercer golpe del día hizo cumplir su rutina. —¡¿Qué nunca deja de pensar en cochinadas?! Al entrar a la habitación del hanyou, Sango deseó haberse encontrado con lo que el monje creía. Inuyasha tumbado en el suelo zarandeándose, intentando quitarse de encima a quien le jalaba bruscamente las orejas. “Suéltame” gritaba él. En respuesta su joven atacante le tironeaba con más fuerza. —¡Ya basta los dos! —Impetró separándolos—. Inuyasha ve con Miroku un momento. El hanyou miró con remordimiento crujiendo sus dientes, con más ánimos de golpearla que de irse. Natsuki también lo quería…muerto. Se odiaban. Más que nunca. Sango recordó las peleas del hanyou con su hermano mayor. —Lo siento —murmuró la castaña. Bajó la mirada y se acomodó "las sábanas". Sango no pudo evitar sospechar de sus comportamientos. Prefirió dejarlo para otra ocasión, lo hablaría con Kagome luego. — No te preocupes, Inuyasha puede ser algo grosero a veces. ¿Cómo te sientes? —Supongo que bien. Debo agradecerles, pero tengo que irme ya. Natsuki volteó a verla, reconociéndola. Era Sango la mejor amiga de su tía. La valiente exterminadora de demonios que había peleado junto al resto en la batalla de Shikon. Hermana mayor de Kohaku, madre de tres criaturas, mujer del monje Miroku…y entonces recordó en voz alta. “Miroku” se dijo para sí. —Disculpa, ¿dijiste algo? —preguntó la dama desde el baño de la habitación, mientras llenaba una tina con agua caliente. Negó con más firmeza de la que realmente sentía. ¿Cómo se le había escapado? Ahora empezaba a entender algunas cuestiones que si bien su padre no le había revelado, le había dejado indicios. —¿Por qué no te aseas un poco antes de irte? Puedes comer con nosotros si quieres. Agradeció, complacida de haberla encontrado. Siempre tan amable y servicial. Mientras tomaba un baño pensó en aquello que había atravesado su mente minutos atrás. Miroku conocía el sello mejor que ella misma, y eso no era mera coincidencia. Temió que si lo veía de nuevo, él la recordaría, y entonces el sello se rompería. Era hora de marcharse. Permanecer en el recinto, en la aldea misma, era más peligroso de lo que pensaba. Pruebas no le faltaban luego del incidente del bosque. Sango salió directo a buscar a su amiga, quien muy concentrada estaba jugando con Shippo a algo extraño. —¡Kagome, Shippo! —gritó desde lo lejos del camino—. La cena está lista, apresúrense. —Es tu turno Shippo —anunció la azabache. Habían estado jugando hacía más de media hora. La comida podía esperar. El zorro sacudió su mano, tiró las piedras y ninguna pudo pasar a la de Kagome. —¿Qué? ¿Me ganaste de nuevo? Esto es injusto…—llorisqueó. —Jamás podrás vencerme Shippo —la azabache rió golpeándolo con gracia—. Vamos a comer, me ruge el estómago. —¡A mí también! Rebozaron sus ánimos de gula como si nunca hubiesen probado cosa tal. Entremedio de las múltiples conversaciones que iban y venían, alguien se acordó del huésped. —Oigan, ¿no creen extraño que el demonio buscara a la jovencita? Todos se miraron entre sí. Una mirada de soslayo penetró el alma envestida del hanyou, retándolo a emitir sonido. —¿Qué me miras así Sango? Yo no hice nada, esa maldita está endemoniada. —¡Inuyasha, cómo te atreves! —comentó furiosa la exterminadora, clavando el palillo en el pan…por no clavárselo a él. Kagome suspiró agotada. Las escenas del híbrido se irían junto a él en el lecho de su muerte, jamás podría deshacerse de esas manías. —Tranquilos muchachos, calma. Inuyasha, ¿quieres explicarnos qué es lo que sucedió? —tranquilizó el monje. El hanyou no podía “explicar” porque entonces tendría que contar el resto de la verdad y eso lo metería en graves problemas. Lo había jurado, lo había prometido. Y bajo ninguna circunstancia rompería aquél pacto, dichoso iceberg. —Eso no les incumbe. Inuyasha salió del comedor, con una actitud que no era propia de él, sino bajo momentos en los cuales no quería estar. —Todo esto es tan extraño…—comentó Miroku. ¿Qué le pasaba a Inuyasha? Kagome se levantó de su asiento, como todos pensaban, para ir tras el ambarino. — Espera —detuvo su amiga, preocupada— debo hablar contigo. Se hicieron mundo aparte delegándole la conversación con el hanyou al monje, que quién mejor que él para dicha plática. Las dos se dirigieron al cuarto donde creían yacía la joven, pero ésta ya se había ido. El rostro de ambas reflejaba sorpresa más por lo que ocurría últimamente, que por su ida. A un costado de la habitación un kimono desgarrado y ensangrentado, cubierto de tierra, estremeció a la sacerdotisa. —No puede ser... Sango no hizo más que intentar entender las lágrimas que caían del rostro de Kagome. —¿Qué sucede Kagome? Dime, ¿qué tienes? Tal como su amiga le pidió, la exterminadora se quedó en el recinto continuando con sus labores diarias. “No te preocupes iré a buscar a Inuyasha. Quédate aquí, te lo explico luego”. Y así fue aunque al principio ésta desistiera de tal decisión, al querer ayudarle. Pero la azabache requería respuestas al ahora desenterrado enigma: el kimono de Kikyo, que ella había usado cuando conoció a Kaede. El vestuario rojo y blanco que tanto atraía a su memoria inevitables punzadas de dolor y sacrificio. Ese mismo era sin lugar a dudas el que la joven traía puesto. Y pudo reconocerlo por una costura en la parte izquierda, que ella misma había bordado en el interior. Corrió hacia una de las cabañas, a escondidas. Casi en la entrada de la aldea, en frente al gran roble donde solía reposar el hanyou, la morada yacía vacía. Ingresó cautelosamente, en cuclillas, encontrando una desolada pequeña habitación. Una cama desarmada a la izquierda, contra la pared. En el centro un gran espejo junto a la ventana, revestida de un cortinado viejo. Y a la derecha, el armario antiguo que tanto había deseado no volver a abrir. Si era lo que ella pensaba entonces éste estaría vacío. Para su no tan sorpresiva intuición, nada había en el estante. Supo entonces que Inuyasha sabía quién era ella, o mejor dicho, que ella sabía quién era él.