Silence

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por darkles, 11 Marzo 2013.

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    darkles

    darkles Iniciado

    Acuario
    Miembro desde:
    11 Enero 2013
    Mensajes:
    9
    Pluma de
    Escritora
    Título:
    Silence
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    7339
    ¿Puede alguien enamorarse a primera vista? ¿Qué ocurriría si descubres que la persona de la que te has enamorado no es humano? Alisson es un chica normal, demasiado normal, hasta el punto de creer que es invisible a los ojos de los chicos. Pero tiene un defecto del que no puede desprenderse: su orgullo; una cualidad que se convierte en una pesadilla ante un demonio con una personalidad diabólica del que se enamora irremediablemente y con el que siente una unión..., un sentimiento que no es reciproco. Sin darse cuenta, Alis es arrastrada a un mundo desconocido, peligroso e increíblemente fascinante en donde nada es lo que parece ser y en donde no solo puede perder su vida, sino que también su alma.









    SILENCE

    Capitulo 1



    Pasaban diez minutos de las ocho de la tarde cuando distinguí la pequeña ciudad, —o el gran pueblo dependiendo de la perspectiva con la que se mirase—, donde vivían mis abuelos y mi tía soltera. El autobús se desvió hacia la izquierda y condujo hacia la gran maraña de edificios que se veían a lo lejos. Al lado de éste, recorriendo todo el trayecto, las aguas en calma del mar cantábrico se proyectaban por las altas cristaleras de las ventanillas. Lo observé, apoyando la cabeza en el cristal hasta que se perdió de vista al atravesar la entrada del pueblo. El olor a salitre lo impregnaba todo.
    La estación no estaba muy lejos, aunque dudaba que allí hubiese algo lejos. Agarré la mochila en cuanto se hubo detenido y esperé paciente a que la fila fuera disminuyendo y pudiera bajar a recoger mis maletas.
    —¡Alis! —gritó tía Margaret.
    Me volví para ver correr a una mujer no mucho más joven que mi madre, con una esplendida sonrisa en el rostro mientras los rizos de su cabello le golpeaban la cabeza.
    —Tía —dije simplemente.
    Dejé que me estrechara con fuerza, algo incómoda, y después me ayudó a sacar el equipaje del maletero del autobús.
    —Vamos, los abuelos están impacientes por verte.
    La seguí hasta el coche, o lo que se suponía que era uno, de un color que presumiblemente podría identificar como verde.
    —Eh…, tía…
    La miré con desesperación y ella se echó a reír, cerrando el maletero con un portazo que hizo que todo el coche se tambalease peligrosamente.
    —Tranquila, es más fuerte de lo que parece.
    —Preferiría ir andando —solté bruscamente.
    —Vamos, vamos. No es para tanto.
    Al final dejé que Margaret me convenciera y monté con ella, sentándome a su lado. Con un movimiento deprimente busqué el cinturón de seguridad y me aferré a él como si mi vida dependiese de ello. Cuando arrancó y un ruido sordo inundó la calle y un humo demasiado denso y oscuro salió por algún punto del automóvil, tuve que hacer acopio de toda la voluntad que tenía para no salir corriendo.
    —Es seguro, ¿verdad?
    —Lleva seis años conmigo —alardeó Margaret pendiente de la carretera—. Me ha durado más que cualquier hombre.
    Puse los ojos en blanco y ella amplió la sonrisa.
    La casa de mis abuelos estaba bien metida en el centro, en un edificio recién restaurado y de los más altos. Tenía cinco plantas y hasta podía permitirse el lujo de un ascensor. Me alegré de aquello más que de otra cosa. La sola idea de subir andando todos los días hasta un quinto era descorazonadora. Mi tía, como si pudiese comprender mis pensamientos, me dio unas palmaditas en la espalda.
    —Es más viejo que mi coche —rió—. ¿Seguro que quieres entrar?
    La miré ceñuda.
    —Correré el riego.
    Volvió a reír.
    Era contagiosa la vitalidad y el buen humor de Margaret. Siempre la había recordado con una sonrisa permanente en los labios y, aunque su físico comenzaba a cambiar, seguía siendo bonita. ¿Acaso no era la solterona más codiciada? O eso aseguraba ella, claro.
    —Cariño…
    Mi abuela me recibió con otro abrazo y un cálido beso en la mejilla. Me esperaba en la escalera, con la puerta abierta de donde salía un agradable aroma a carne asada. Miré de reojo a Margaret, con aires de suficiencia señalando al ascensor. Ella me sacó la lengua.
    —Margaret…
    —¿Qué?
    La abuela le lanzó una mirada capaz de asesinar a alguien y Margaret se apresuró a entrar con las maletas. Ahora entendía de quién había heredado mi madre el carácter.
    —Has crecido mucho desde la última vez que te vimos —dijo con suavidad, invitándome a entrar.
    —Bastante —admití.
    —¿Tienes hambre?
    —Ah…, sí
    Volver a ver a mis abuelos después de tantos años me hacia sentir un poco intimidada, como si estuviese rodeada de extraños y no de la familia; me costaba comportarme con naturalidad a pesar de los esfuerzos de Margaret durante toda la cena. Su madre, bastante harta, le amenazó con el cazo de la sopa si no comía como una adulta y no como una niña de cinco años. También fue duro averiguar que ya me habían buscado amigos para que me divirtiera en las cortas vacaciones que había planeado meticulosamente para poder pasar unos días tranquilos. La sola idea me ponía furiosa; odiaba que se entrometiesen en mi vida de esa manera, pero seguí cenando con la mandíbula tensa y con la certeza de que me sentaría mal la comida. Dudaba que discutir sirviera de algo. Ya estaba acostumbrada a que en casa no se tuviera en cuenta la opinión de los demás. Empezaba a temer que mi idea de pasar allí dos semanas se convirtiera en un infierno peor que haberme quedado en casa.
    Con el pretexto de que estaba cansada por el viaje y que tenía que llamar a mis padres para decirles que había llegado sana y salva, me encerré en la habitación que habían preparado para mí o, dada la decoración, para la niña que habían tenido en mente doce años atrás. Las paredes, de un rosa intenso, hacían juego con las cortinas y el edredón que cubría una cama al fondo de la habitación. El armario, que parecía ser lo más moderno, se encontraba junto a la cama al igual que una mesilla del mismo color. Al otro extremo, esta vez bajo la ventana, descansaba un pequeño y vacío escritorio. Suspiré resignada.
    Deshice las maletas en media hora, colocando la ropa ordenada en las baldas del armario, un marco con la foto de mis amigas encima de la mesilla tras echar a un lado la lámpara antigua y los libros sobre el escritorio. Hacer la tarea de clase me llevaría bastante de mi tiempo libre, si es que me quedaba alguno después de todo.
    Como había prometido, saqué el móvil de uno de los bolsillos de la mochila, lo encendí e, ignorando todos los mensajes y llamadas perdidas que tenía, marqué el número de casa y esperé a oír la voz de Sarah, mi hermana, tras el auricular. Puse mala cara.
    —¿Están mamá o papá en casa?
    —No.
    —¿Aún no han vuelto?
    —No, no han vuelto —dijo bruscamente—. Oye, ¿Querías algo más?, Estoy muy ocupada. He quedado.
    Por un segundo me pregunté quién tendría el honor de salir aquella noche con ella. Al igual que mi tía, Sarah había heredado esa parte de la familia: la belleza y la capacidad de conseguir salir con cualquier chico que quisieran. Claro que esas dos virtudes parecían ir muy cogidas de la mano.
    —Dile a mamá que ya estoy en casa de los abuelos y…
    —Piérdete —dijo cortante, colgándome el teléfono.
    Miré furiosa el móvil antes de apagarlo y estrellarlo contra la cama. Estaba claro que una de las dos era adoptada; tenía que ser eso para que fuésemos tan distintas. Ella el día y yo la noche. Y me reiría a la cara de aquel que dijo que polos opuestos se atraen. Sarah y yo no podíamos ser más opuestas, tanto en personalidad como en el físico y nos odiábamos desde que yo había cometido el error de nacer dos años después que ella. Cuando era más pequeña había admirado y envidiado su evidente belleza, muy semejante a Margaret de joven, mientras que yo era simplemente normalita. No era guapa y, en realidad, por no ser, no era ni fea. Simplemente era una más. Estaba segura de que si hubiera nacido con tres ojos me hubieran prestado más atención.
    A la mañana siguiente me desperté más cansada de lo que me había acostado. Mi aspecto, con ojeras oscuras bajo los ojos, no era el más apropiado para conocer a nuevos amigos. Tía Margaret, muy amablemente, se ofreció a maquillarme para poder dar otra impresión, pero antes de que pudiera rehusar su ofrecimiento, mi abuela respondió por mí, alegando que no necesitaba de esas cochinadas para parecer algo que no era, que era lo bastante bonita y simpática como para que me llevase bien con todos. Estuve tentada en recordarle que yo no era Sarah, que se había equivocado de nieta. O, más cruelmente, de regalarle unas gafas nuevas.
    —Deja a la niña ya, Marty —salió mi abuelo en mi defensa, cerrando el periódico y doblándolo sobre la mesa—. Ya es mayor para hacer lo que quiera. No la trates como a una niña.
    Lo miré agradecida.
    Mi abuela contrajo el rostro con disgusto y se calló, obligándonos a soportar un tenso desayuno. Ya era la segunda comida en esa casa y la segunda que me sentaría mal.
    Poco antes del mediodía mis nuevos amigos pasaron a recogerme tal y como mi abuela había prometido. Me arreglé de forma casual con unos tejanos y el primer suéter que saqué del armario. Me cepillé el largo cabello castaño precipitadamente y agarré una cazadora, armándome de valor para enfrentarme a una situación ya bastante desagradable por sí sola.
    Para mi sorpresa, mi abuela los había hecho subir y me esperaban en el saloncito, algunos sentados en el largo sofá azul y otros de pie, cotilleando las fotos que adornaban el armario o las figuras de mi abuela. Ésta, animada, les contaba lo maravillosa, guapa y dulce que era. Sentí ganas de llorar. ¿De verdad creía que eso podía ayudar en una reputación que aún no me había forjado? Los conté rápidamente, de pasada, comprobando que había cuatro chicas y dos chicos. Respiré hondo y me hice notar, mostrando una sonrisa que pretendía ser lo más agradable posible. Debía haber olvidado que mi abuela no conocía la palabra timidez.
    —Ah, Alis, por fin apareces.
    Gracias, abuela
    —Hola —dije
    —Hola —saludó una chica correspondiendo a mi forzada sonrisa con una que parecía bastante más sincera.
    Era un poco más baja que yo. Tenía una melena por encima de los hombros de color castaño y unos ojos grandes y oscuros. Era bonita. Los dos chicos se limitaron a mirarme, posiblemente decidiendo si había merecido la pena venir a conocerme o no. Como estaban sentados era imposible averiguar cual era su altura. Uno tenía el cabello cortísimo y peinado hacia arriba, el otro, con pecas oscuras repartidas por todo el rostro lo tenía un poco más largo, pero su rasgo más llamativo eran sus ojos color verde. Otra de las chicas, la que se sentaba al lado del último chico, y bastante bonita, pareció darse cuenta de mi análisis y agarrándose del brazo de él, me sonrió falsamente.
    —Yo soy Verónica —se presentó con aires de suficiencia, señalándose con una uña larga, bien arreglada y pintada de rosa—. Él —se aferró aún más al brazo del chico—, es Riky, mi novio.
    Soltó la información con una mirada que prometía una declaración de guerra a menos que me mantuviese a distancia de su novio. Suspiré débilmente. No tenía intención de desenterrar el hacha de guerra; no era la clase de chica que hiciera mucho por quitarle el novio a otra y, algo que no pensaba ir declarando en un tablón de anuncios, tampoco solía resultar tan irresistible para ellos como para dejar a nadie por mí. Aún así, no dije nada para agradar a Verónica y poder fumar la pipa de la paz.
    —Yo soy Sandy —interrumpió la chica que me había sonreído al principio—. Verónica, Riky, Brad. Las de allí son Graze —La aludida levantó una mano. Era regordeta, con gafas y la más baja—. Y Jennifer.
    La última chica ni me miró. Tenía un cabello largo y perfectamente peinado. Al igual que Verónica, no parecía que fuese a caerle muy bien.
    Genial. Iba a estar todas las vacaciones midiendo las palabras y evitando ser la diana perfecta para ellas. ¡Cómo si no hubiese huido de casa por el mismo motivo!
    —¿Por qué no salís a dar una vuelta y enseñáis a Alis un poco el pueblo? —sugirió mi abuela, ignorando lo ocurrido delante de sus narices. ¡Al final sí que le compraría las gafas!
    Salimos a la calle bajando por turnos en el ascensor. Tuve especial cuidado de rezagarme y permanecer junto a Sandy y Grace, a quienes no les parecía importar que saliese con ellas. Jennifer, Verónica y los dos chicos montaron primero.
    —¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó Sandy.
    Agradecí el intento de entablar conversación.
    —Sólo las vacaciones. He venido a relajarme un poco.
    —¿Tus abuelos no llevan viviendo aquí desde hace años? —Graze tomó la palabra—. No recuerdo haberte visto antes por aquí.
    La miré extrañada.
    —Puede que se le llame ciudad, pero en realidad sólo es un pueblecito grande —explicó Sandy—. Aquí nos conocemos todos; a no ser que sean nuevos, como tú.
    —Ah… —dije sin entusiasmo. Iba a aprender a añorar la gran ciudad donde nadie conoce a nadie y no le importa si el vecino de arriba se rompe la cabeza contra la mesa—. Mi madre y mis abuelos llevan años sin hablarse —expliqué sin darle importancia al tema.
    Antes de que pudieran hacerme alguna pregunta más, el ascensor llegó abajo con un golpe seco y las puertas metálicas se abrieron con un chirrido. El primer grupo nos esperaba fuera del portal.
    El pueblo no era gran cosa tal y como había prometido el primer vistazo desde la ventanilla del autobús. Casas repartidas en calles irregulares; altas y bajas según las zonas, de ladrillo rojo, piedra o de diversos coloridos. Una zona más rica donde se habían ido construyendo inmensos y bonitos chalet. No había mucho ambiente o, al menos, no tanto como al que estaba acostumbrada. Los coches no eran muy abundantes y sólo las calles parecían algo más concurridas.
    —¿No hay playa? —pregunté.
    Verónica me miró con arrogancia.
    —Sí, claro, pero aún hace frío para bañarnos —Sandy parecía escandalizada.
    —No, no, si no quería meterme en el agua —me reí sintiéndome estúpida. Brad comenzó a reírse con disimulo y Sandy le dio un golpe en la cabeza.
    —¡Eh!
    Brad comenzó a perseguir a Sandy y no tardó en alcanzarla, cubriéndole de golpecitos mientras los dos reían divertidos y ella pedía que parase.
    Los observé sin decir nada. Se me habían quitado las ganas de que me acompañasen a ver el mar. Prefería no pensar cómo se burlarían si les confesaba que no había estado nunca en la playa y sólo había visto el mar desde lejos. Ya encontraría la forma de llegar sola.
    Anduvimos hasta llegar a una zona de tiendas de ropa. Jennifer y Verónica recuperaron el buen humor que, según Sandy, se les había agriado por algo —sin añadir con mucho tacto que ese algo había sido yo—, y las cinco nos encaminamos a lo que prometía una aburrida sesión de probadores y desfile de modelos. Los dos chicos, muy sabiamente, optaron por escabullirse a una cafetería, indicándonos dónde podíamos encontrarlos una vez hubiésemos terminado. Los miré alejarse con tristeza, lamentando no haber podido caerles bien como para poder marcharme con ellos.
    La primera tienda a la que entramos era típica: espaciosa, música moderna de fondo y variedad de modelos que, aunque no había un gran surtido, sí lo suficiente como para que cualquiera de mis nuevas cuatro amigas pasaran el resto de la mañana probándose.
    —Necesitaría alguna falda —comentó Jennifer mucho más animada sin dirigirse a nadie en concreto.
    —Creo que están por aquella zona.
    Sandy señaló con el dedo a su derecha. Seguí su dedo con la mirada. Había una gran variedad de faldas largas.
    —Esas no —protestó Jennifer—. No son de mi estilo.
    —Lo siento —gruñó Sandy molesta poniendo los ojos en blanco—. Anda, ven.
    Me agarró del brazo y me alejó del resto.
    —¿Vendrás con nosotros esta noche? —se interesó, ojeando las camisetas de una balda.
    —¿A dónde vais a ir?
    No me interesaba y tampoco tenía ganas de salir, pero aún así me mostré interesada.
    —No te favorecería —Me quitó una chaqueta azul que acababa de descolgar y la volvió a poner en su sitio. Me encogí de hombros y comencé a mirar unos vestidos de manga corta. Eran bonitos, aunque no del tipo que me ponía para diario. Me lo puse encima, comprobando la largura. No era tan corto cómo la falda que buscaba Jennifer a unos metros, pero me quedaba por encima de la rodilla—. Eso sí te sentaría bien —aceptó—. Vamos a ir a una discoteca. Hoy también regresa el resto del grupo. Vienen de la universidad. Aquí no hay —explicó—. ¡Tengo unas ganas de que pasen estos últimos dos cursos y pueda salir de aquí!
    —No le cuentes eso —se mofó Verónica—. Ella no tiene ese problema.
    Seguía sin tener ganas de iniciar una pelea. Me limité a mirarla fijamente, teniendo cuidado de no manifestar ninguna emoción. La rabia y yo no éramos muy amigas. Cuando dejaba que ésta me invadiese, terminaba comportándome inadecuadamente, hablando muy deprisa y generalmente incoherencias, y al final, cuando me enfriaba me sentía como una estúpida y mi preciado orgullo pisoteado y sin ánimos de volver a levantarse. No, es algo que debía evitar. El autocontrol era importante.
    —Además —Jennifer tomó el relevo—. No te lo tomes a mal, pero olvídate de ese vestido. No te pega.
    Me tomé mi tiempo en respirar. Inhalando despacio y exhalando profundamente. Después, me giré sin contestarlas y sin molestarme en pasar por un probador, fui directa a la caja a pagarlo. Noté dos pares de ojos mirándome airados, pero me negué a que eso me afectase. Saqué la cartera y tras esperar a que la dependienta retirase la alarma y lo metiese dentro de una bolsa naranja con flores, lo pagué y me acerqué a Sandy que parecía debatirse entre una camiseta de franela con palabras plateadas o una chaqueta de punto de color pistacho.
    —¿A qué hora iréis a la discoteca? —pregunté en un tono lo suficientemente alto para que Jennifer y Verónica pudieran oírlo.
    —¿Vendrás al final? —preguntó alegre.
    —Sí, creo que será divertido.
    —Por supuesto que sí —aseguró animada—. Hay un chico…, Andy…, es muy guapo… Tengo muchas ganas de volver a verlo.
    La sonreí de forma condescendiente y la ayudé a elegir algo de ropa antes de que entrase en el probador con las demás. Esperé fuera, opinando sobre las decisiones de Sandy y Graze e ignorando deliberadamente a Jennifer y Verónica que, después de varios intentos por salir del probador a exhibirse, optaron por no volver a hacerlo, seguramente furiosas por la poca influencia que ejercían sobre mi indiferencia.
    Tras esa tienda, entramos en tres más con sus respectivos instantes de selección de ropa, la pasarela del probador y por último la espera de la fila para pagar. Intentaba no mirar el reloj delante de ellas, pero a medida que pasaba el tiempo, más difícil resultaba la hazaña.
    Cuando terminamos y fuimos en busca del novio de Verónica y de Brad, todas llevábamos al menos una bolsa en las manos. Mis cuatro nuevas amigas —al menos dos parecían querer serlo de verdad— estaban muy animadas, hablando y haciendo planes para aquella noche, cuando se reuniera el grupo nuevamente después de algunos meses de ausencia. Sin poder evitarlo, desconecté en mitad de la conversación, sumergiéndome en otras cavilaciones lejos de ser sobre fiestas o amigos.
    Caminé un poco por detrás de las demás, observando un poco el pueblo, las viejas casas de cuatro o cinco pisos, las gentes que se saludaban, la torre de la iglesia que sobresalía al fondo, hasta que algo llamó mi atención.
    En la otra calle, separada únicamente por una carretera mal asfaltada, un chico, no mucho mayor que yo, caminaba entre los demás transeúntes, sin prestar atención a nada ni a nadie a pesar de que no era yo la única que lo miraba descaradamente. Todas las chicas, incluso la mayoría de las mujeres, se giraban para mirarlo con especial interés, permitiéndose alguna risita y cuchicheos por lo bajo, en el oído de alguna amiga. Lo estudié con mayor atención, incapaz de apartar la mirada. No sólo era su notable rostro, con aquel cabello rubio oscuro, tostado por el sol, ni su cuerpo perfectamente moldeado como si fuese una obra de arte, lo que resultaba tan hechizante, sino el aura de misterio que sólo era similar a la que irradiaba de sensualidad.
    —¡Alis!
    Me giré sobresaltada, dándome cuenta de que me había detenido. Graze me llamaba con una mano y Sandy, a su lado, lanzaba fugaces miradas a Jennifer y Verónica que seguían caminando como si yo no fuera con ellas. Volví un segundo la cabeza hacia la otra acera, deseando volver a ver una vez más al misterioso chico. Mi corazón dejó de latir. Había ladeado un poco la cabeza para mirarnos con unos ojos azul cobalto en los que podía haberme perdido durante toda la eternidad. Me di la vuelta rápidamente, con el rostro ardiendo y corrí hacia mis amigas.
    —¿Te ocurría algo? —se interesó Sandy, agarrándome del brazo para que no pudiese volver a pararme.
    —Ah…, no.
    —¿En serio? —Intentó mirarme a través de los cabellos que me ocultaban el rostro—. Pareces un poco sonrojada.
    —Que va… Tengo calor —mentí.
    —¿Calor?
    Me di cuenta de la furtiva mirada que Sandy y Graze intercambiaron y cómo esta última se encogía de hombros. ¿Comenzaban a tomarme por una loca?
    El bar “el tuerto”, donde Brad y Riky nos esperaban, era una cafetería con un ambiente más joven de lo que había esperado. Las mesas al otro lado de la barra estaban ocupadas por diversos grupos de chicos y chicas y algún adulto ocasional. Brad nos saludó con la mano para llamar nuestra atención y fuimos hacia la mesa del fondo.
    —Toma, siéntate aquí —me animó Sandy, yendo a buscar dos sillas de la mesa de al lado que aún estaba vacía.
    —Gracias.
    Estuvimos un rato en la cafetería, haciendo aún más planes para la noche. Me enteré al fin de dónde estaba la discoteca que, teniendo en cuenta lo que conocía del pueblo, fue como si aún siguiera ignorándolo.
    —Te voy a buscar —se ofreció Sandy.
    —Gracias.
    —¿Qué?
    Me sonrojé al darme cuenta de que la había estado mirando más fijamente de lo que pretendía.
    —Oye…, dijiste que conocías a todos los del pueblo —comencé en un murmullo. Sandy se acercó más a mí para poder oírme.
    —Sí. A las personas que viven aquí permanentemente a todas —comentó.
    —Ah…
    —¿Por qué?
    —Antes… —Puse los ojos en blanco y sacudí la cabeza para tratar de no darle tanta importancia al asunto—. En la otra acera había un chico muy guapo.
    Pareció entusiasmarse con el giro que estaba dando la conversación. Se irguió a sus anchas, deseosa de hablar de un tema que le interesaba y del que conocía muy bien.
    —Aquí hay chicos muy guapos. Mira Andy… en cuanto lo veas sabrás de quien te hablo.
    —Ya…
    Me pregunté si el chico que había visto era ese tal Andy. Si estaba en lo cierto no se había comportado muy amable con unos amigos que llevaba bastante sin ver.
    —Y si no mira a Brad o Riky. No me dirás que no son guapos…
    Desvié la mirada hacia los dos únicos chicos de la mesa. Eran guapos, pero en mi instituto, incluso en mi clase, había chicos mucho más guapos e interesantes.
    —Sí —dije, para no contrariar a Sandy.
    —¿Ves? Pero Andy es mucho más guapo.
    Dada la información de mi amiga, estaba segura de que su opinión sobre la presunta belleza de Andy no era muy objetiva. Era evidente que estaba enamorada de él.
    No insistí. No parecía que pudiera darme ninguna información sobre lo que en realidad me interesaba. Igual, como antes había dicho Sandy, aquel chico sólo estaba de paso, visitando a algunos familiares…
    Por mucho que traté de borrarlo de la cabeza, cuando llegué a casa a la hora de la comida y me senté junto a mis abuelos y mi tía, aún tenía su perfecto rostro rondando por mis pensamientos.
    —¿Qué tal con tus nuevos amigos? —se interesó mi abuela.
    Fatal, dos de ellas me odian y los únicos chicos que he podido conocer me han ignorado durante toda la velada. Al menos estaban Sandy y Graze.
    —Bien, supongo —respondí en cambio, ganándome una desconfiada mirada por parte de Margaret que, muy hábilmente, permaneció callada. Posiblemente me martillearía a preguntas, después, cuando estuviésemos a solas, pero no delante de su madre—. Voy a salir esta noche con ellas a una discoteca.
    —¿En serio? ¿Ves como se adaptaría bien?
    Mi abuela miró con suficiencia a mi abuelo que bufó sin dejar de comer ni añadir nada más. Mientras mi tía parecía parecerse a mi abuelo, mi madre sólo había heredado los genes de su madre ¡Qué mal estaba distribuida la genética!
    Pasé toda la tarde encerrada en la habitación, evitando a mi tía y pretendiendo hacer los deberes sin mucho éxito por parte de mi concentración. Incluso historia, que era la única asignatura que me gustaba, consiguió captar mi atención. Una vez que me di cuenta de que seguir tratando de hacer la tarea de clase era una perdida de tiempo, comencé a arreglarme para la sesión de baile de la noche. No tardé en escoger la ropa ni en vestirme, ya que no tenía ninguna intención de ponerme el vestido recién adquirido aquella mañana. Me decidí por unos pantalones negros y un top de tirantes bajo una chaqueta oscura.
    —Alis, cielo, una amiga ha venido a buscarte.
    Mi abuela gritó desde el pasillo y, tras dar dos golpecitos en la puerta, entró sin esperar a que respondiera. Otra mala costumbre que había adquirido mi madre.
    —Enseguida voy.
    Recogí los libros que aún seguían abiertos encima del escritorio y me di la vuelta. Mi abuela seguía allí.
    —Oh, estás muy guapa.
    Dudaba que notase la diferencia si me ponía el vestido e incluso me maquillaba un poco.
    —Gracias.
    —¿A qué hora llegarás?
    ¡Cómo no!
    —No creo que tarde mucho en regresar —dije, bastante convencida de ello. A menos que me perdiese en el camino de regreso, por supuesto, pero eso no iba a decirlo o posiblemente se ofrecería a venir a buscarme o, peor aún, se las arreglaría para que alguien se encargase de esa tarea.
    Mi abuela me miró no muy convencida.
    —Habrá que ponerte algún horario, ¿no? Aún no tienes dieciocho años.
    —No tardaré en cumplirlos —la recordé fastidiada.
    —Aún así… ¿Hasta qué hora te dejan tus padres?
    La miré desafiante. Dudaba que le gustara la verdad.
    —No suelen darse cuenta de la hora que regreso. Si es que ellos están en casa, claro.
    El rostro de mi abuela se ensombreció y curvó los labios en una mueca no muy agradable.
    —Mamá, déjala tranquila —salió Margaret en mi ayuda, entrando también en mi habitación—. Le has buscado unos amigos estupendos—. ¿Había ironía en sus palabras?—. Ellos la cuidaran.
    Mi abuela seguía dudando.
    —Está bien —aceptó—. Pero no vengas muy tarde… ¿las dos?
    —¡Mamá!
    —Creo que es una hora más que suficiente.
    —Me voy.
    Salí sin prestarlas atención. Se habían enfrascado en una calurosa discusión y, aunque no escuchaba lo que decían, oí el nombre de mi madre en varias ocasiones. Me asomé a la cocina y vi a mi abuelo con la mirada fija en el televisor.
    —Hasta luego, abuelo.
    Éste apartó los ojos de la pantalla y me miró.
    —Pásalo bien, Alis. Y no hagas caso a tu abuela. Vuelve cuando quieras.
    —Gracias.
    Le dediqué una sonrisa antes de acercarme a la puerta de entrada. Cuando la cerré a mi espalda, aún oía los gritos de mi tía.
    Sandy me esperaba dentro del portal. Vestía una falda corta y la camiseta ajustada de color malva que se había comprado aquella mañana. Debía hacer frío porque estaba cruzada de brazos y se movía con disimulo.
    —Hola —me saludó al verme.
    —Hola.
    —Estás muy bien, ¿Qué te parece como voy? ¿Crees que estoy guapa?
    La miré con más detenimiento, intentando que creyese que analizaba hasta el último detalle de su vestuario; maquillaje excesivo para mi gusto y el bonito peinado que le favorecía.
    —Genial —dije—. Andy se morirá en cuanto te vea.
    Sandy abrió mucho los ojos y miró a mi alrededor de forma exagerada como si esperase ver salir a alguien más del ascensor.
    —¿Quién te lo ha dicho?
    —¿El qué?
    —Que me gusta Andy.
    ¿De verdad pretendía mantenerlo en secreto?
    —¿No te gusta?
    Me hice la inocente.
    —Sí… pero no lo sabe nadie… y él mucho menos
    ¡Ay, Dios! Realmente estaba convencida de que nadie se había dado cuenta de sus sentimientos por aquel chico. Me pregunté con cierta curiosidad si él no estaría ya enterado de ellos. Sandy era un libro abierto y con páginas subrayadas.
    —Bueno, pensé que igual te gustaba por tu forma de hablar de él —expliqué intentando suavizar la situación—. Y luego como dijiste que estabas deseando volver a verlo, supuse que…, vamos, que te gustaba.
    Sandy parecía nerviosa.
    —¿Se lo vas a decir a alguien?
    ¿Eso era lo que significaba amar? Contuve un suspiro.
    —¿A quién quieres que se lo diga? – respondí, acercándome a ella—. No soy muy popular aquí —bromeé.
    Alzó la cabeza, aún con la duda plasmada en la mirada.
    —Sí…
    No confiaba en mí.
    —Te prometo que no se lo diré a nadie.
    —¿De verdad? —Parecía más animada—. Verás, Alis… —se mordió el labio como si dudase en contarme algo o no—. La mayoría del grupo, de chicas digo, les gusta Andy. Es el más guapo. Verónica y él estuvieron saliendo y a ella aún le gusta…
    Eso lo cambiaba todo. Sandy no estaba preocupada por si Andy se enteraba de sus sentimientos y la rechazaba, sino porque, dando por hecho que tenía la batalla perdida contra Verónica y quizás alguna más, no quería verse metida en problemas si cualquiera de ellas se enteraba de sus sentimientos. Esa sensación ya la había vivido en otras ocasiones por culpa de mi hermana o mis primas. Ni en un pueblo podía librarme de aquello.
    —No sé nada —insistí.
    Sandy me lo agradeció en varias ocasiones más mientras caminábamos hacia la discoteca. Su rostro parecía más taciturno que cuando me saludó en el portal y me sentí culpable por ello, pero no sabía como enmendar el error de haber abierto la boca.
    La discoteca era un antro idéntico a los que frecuentaba habitualmente. Ruido que intentaba parecerse a música, parejas dándose el lote mirase donde mirase, una pista de baile donde ya era imposible que entrase nadie más y la inconfundible barra donde había más gente incluso que en la pista. Sí, tal y como lo recordaba. Sólo variaba la compañía.
    —Sandy —gritó Graze acercándose a nosotras con esfuerzo— ¡Alis!
    Tuvo que dar varios empujones y pisó a una chica sin querer que la miró como si quisiera asesinarla para llegar hasta nosotras.
    —Hola —saludé, aunque mi voz quedó ahogada por la música.
    —¡Me alegro de que hayas venido! —me gritó Graze en el oído.
    Asentí con la cabeza.
    Graze nos condujo hacia un grupo bastante grande cerca de la pista de baile. Permanecían en corro, unos más cerca de otros, incluso en parejas o grupos de tres o cuatro. Jennifer y Verónica pusieron mala cara al verme y comenzaron a cuchichear —o gritar, total, tampoco me enteraría—, a unas chicas que estaban con ellas. Las ignoré. Mi mirada recorrió a todo el grupo, buscando al chico misterioso de la mañana. No estaba.
    —Andy no está —me dijo Sandy en el oído. Su voz sonaba triste.
    Al descubrir que no estaba allí, mis ganas de permanecer en la discoteca y soportar las miradas de Jennifer y sus amigas se redujeron a cero. Sandy tampoco se había convertido en una agradable compañía, con su expresión taciturna y con menos ganas que yo de salir a bailar. Graze, por su parte, estaba perdida en algún punto, divirtiéndose.
    —Voy a tomar un poco el aire —dije a Sandy.
    Ésta asintió con la cabeza y me alejé, abriéndome camino como pude hasta la salida.
    El aire frío de la noche me recibió de golpe, impasible y deseé haber llevado algo más que una fina cazadora. Me aparté de la puerta para dejar pasar al resto de jóvenes que acudían a pasar una entretenida velada. El olor a salitre impregnaba el ambiente mucho más en esa zona que por donde vivían mis abuelos. Caminé hacia delante, mirando de vez en cuando hacia atrás, asegurándome de que no perdía de vista la puerta. Crucé la calle y anduve un poco más hasta llegar a una barandilla oxidada que impedía una buena caída por una pendiente. Abajo, impactante, se extendía una playa semicircular frente a las tranquilas y negras aguas del mar.
    Así que aquí estabas, ¿eh?, me dije, fascinada. Ya no iba a necesitar a ninguna de mis nuevas amigas para que me guiasen hasta la playa. Sólo necesitaba encontrar la forma de llegar hasta ella o de bajar la pendiente.
    Me giré otra vez. La puerta de la discoteca se encontraba a unos metros de distancia. De ella salieron dos chicas; una sostenía a la otra y le agarró la cabeza mientras su amiga vomitaba en una orilla de la calle. Me volví. Aún no me perdería. Miré hacia la derecha y después hacia la izquierda. Los dos caminos eran parecidos y ninguno me revelaba indicios de ser por donde se bajaba a la playa. Los volví a mirar y me dirigí hacia la derecha.
    No tardó ni un minuto en comenzar a llover. Con las primeras gotas de agua no sólo me arrepentí de no llevar más abrigo, sino de no haber traído un paraguas en el bolso.
    Crucé de calle, intentando resguardarme del aguacero bajo un tejado. Mientras caminaba, miraba hacia la otra calle, tratando de encontrar algunas escaleras o una rampa para bajar, pero lo único que vi fue como de una lluvia suave, se convertía en un chaparrón. Los tejados ya no me servían de resguardo y comencé a empaparme. Comencé a correr, ya sin preocuparme por bajar a la playa. El agua me apelmazaba el pelo en la cabeza y caía de forma molesta sobre la cara. Me lo aparté en repetidas ocasiones, tratando de ver algo entre la película blanca que se había creado por la intensidad de la lluvia y el agua que caía de mi pelo.
    En algún momento comencé a notar la extraña sensación de peligro que sólo te advierte una parte del cerebro mucho antes de que lo hagan los sentidos físicos. No me detuve a comprobar si alguien me seguía o no. Seguí corriendo notando la ansiedad en la boca del estomago y los pinchonazos del costado por el esfuerzo de la carrera. Nunca había sido un buen atleta.
    —Ey —murmuró una voz inquietantemente cerca.
    Giré la cabeza sobresaltada. Una figura semioculta por la espuma blanca me agarró del brazo con fuerza y tiró de mí hacia la pared. Me empujó contra ella y se pegó a mi cuerpo, cubriendo nuestras cabezas con una chaqueta larga y negra. Enmudecí por la sorpresa y quizás por el miedo inicial, aunque una vez me hube recuperado de ambas cosas, reconocer el rostro del chico que tenía tan cerca de mí también me dejaba sin palabras.
    Era el chico que había visto a la mañana. Andy, si mis conjeturas no eran erróneas. A esa distancia podía comprobar que era más alto que mi metro setenta y que aún era más guapo de cerca que de lejos. Lo estudié dada mi ventajosa posición bajo su rostro y sus brazos. Tenía una piel blanca, perfecta, sin una imperfección, ni un lunar o mancha que le deformarse el rostro. Los labios eran carnosos y de un intenso color rojo. Mechones del cabello claro le caían sobre la frente y de ellos pequeñas y juguetonas gotas de agua se desprendían sobre los parpados cerrados o las mejillas. Una de ellas, cayó sobre mi rostro y me estremecí.
    El supuesto Andy abrió los ojos al notar mi estremecimiento y clavó en mi rostro la misma mirada azul cobalto que había visto a la mañana. Toda la sangre pareció acumularse en mis mejillas y desvié la cabeza avergonzada.
    —Quedémonos así unos instantes —susurró con voz suave.
    No protesté, ni intenté iniciar una conversación, algo de lo que también me arrepentí al oír los precipitados latidos del corazón bajo mi pecho. Sabía, con mayor vergüenza, que él también los estaría oyendo. Me crucé de brazos incomoda, disfrutando a medias de la proximidad de aquel hombre de ensueño. Podía sentir el aroma dulce y fresco que emanaba de su cuerpo y me encontré aspirando el aire para llenarme los pulmones de aquel perfume. Era curioso, pero la sensación de peligro había desaparecido y había dado paso a una nueva, una sensación que nunca había experimentado antes.
    Después de unos minutos, a lo que a mí se me antojó como una eternidad, el ruido de la lluvia comenzó a disminuir y, lentamente, los brazos de Andy fueron descendiendo hasta quitar la chaqueta que nos había estado resguardando del agua. Con disgusto miré como su cuerpo se enderezaba y se apartaba de mí, privándome del agradable aroma de su piel y de la seguridad de su proximidad. Sentí ganas de abrazarme a él, pero mi sentido común —y orgullo— era mucho más fuerte y me contuve.
    —No esperaba que lloviese tanto —dije para romper el silencio—. Ah…, gracias
    El chico ladeó la cabeza y me observó unos instantes. Su expresión se mantenía seria, solo observaba.
    Incómoda aparté la cabeza.
    —No debiste separarte de tus amigos —me reprendió con una voz suave, tranquila, improvista de emoción.
    —¿Eres Andy? —pregunté, ignorando su comentario.
    Al principio no me respondió. Se limitó a mirarme intensamente, hasta que sus labios se curvaron en una sonrisa, tan brillante y perfecta, que hizo que algo en mi estomago se revolviera y agitara. No era justo que existiese alguien tan perfecto.
    —Claro —aceptó— Andy está bien.
    Su tono contenía una nota de humor ante alguna broma que yo aún no conseguía distinguir. Me enfurruñé.
    —¿No vas a ir a la discoteca? —solté de mal humor.
    Andy enarcó una ceja aún más divertido. Comenzaba a cabrearme.
    —Por supuesto que no.
    Se rió por lo bajo, una risa cristalina y agradable. ¡Cómo fastidiaba!
    —¿Qué es tan divertido? No le veo la gracia.
    Dejó de reír finalmente. Sacudió el abrigo y lo colgó en un brazo.
    —Estás empapada. Mejor será que vuelvas a casa o seguramente te resfriarás.
    Su voz sonaba suave y amable nuevamente. Su sonrisa había desaparecido, pero sus ojos brillaban extrañamente. Me sumergí en ellos y me olvidé de mi enfado. La profundidad de su mirada parecía arrastrarme, cautivarme. Era hechizante.
    Andy, sin despedirse, se giró y comenzó a caminar hasta perderse al girar la esquina del edificio donde nos habíamos refugiado. De pronto, volvía a sentirme perdida y un poco asustada. Regresé corriendo tras mis propios pasos, buscando desesperada la discoteca.



    -------------

    Segunda historia :) Espero que os guste ^^

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    http://mayuura.blogspot.com.es/
     
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    Ziello B

    Ziello B Entusiasta

    Escorpión
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    ¡Hola!

    Es genial, para mi, encontrar historias como esta.
    Narración perfecta, buena ortográfia, buenos dialogos, en fin.
    Todo es de mi completo agrado.

    Esperare un poco mas para comentar sobre: trama y personajes.

    Errores?
    Solamente vi uno y comas de sobra...

    Aun asi... es perfecto.

    Listo! Chao!
     
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    darkles

    darkles Iniciado

    Acuario
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    9
    Pluma de
    Escritora
    Gracias por leerme :) Creo que lo de las comas tienes razon... es una muy mala costumbre que tengo, pero no se... no consigo relajarme, como si el texto las necesitara :S

    Esperare tu opinion sobre la trama y personajes, que estoy segura me ayudara mucho ^^ Gracias!
     
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  4.  
    darkles

    darkles Iniciado

    Acuario
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    11 Enero 2013
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    Escritora
    Título:
    Silence
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    5742
    Capitulo 2





    Mi primer día de vacaciones había estado cargado de muchas y diversas emociones. El segundo día amanecí con un humor espléndidoa pesar del dolor de cabeza, y no conseguí disimular una sonrisa cuando entré en la cocina para desayunar. Margaret me miró inquisitiva, mi abuelo me saludó a través del periódico matutino y una taza de café, y mi abuela me ordenó que me sentase en la mesa.
    —¿Volviste sola a casa? —preguntó, dejándome un plato entero de tortitas. Lo cogí con la intención de protestar. No podía comerme todo aquello. Aún tenía el estomago contraído y agitado por las últimas emociones de la noche anterior. Sonreí al recordarlo y volví a dejar el plato sobre la mesa sin ánimos de iniciar una discusión. Al final ganaría ella, ¿para qué molestarme?, pensé distraída.
    —Volvimos en grupo —expliqué—. Me dejaron de paso.
    No había tenido la oportunidad de decirle a Sandy que había conocido a Andy, pero tampoco estaba segura de querer contárselo. Esa parte de la historia me ensombrecía un poco los ánimos. ¿Cómo se tomaría lo ocurrido? En realidad no había pasado nada, pero ella podía interpretarlo de otra forma y si Jennifer o Verónica metían un poco de cizaña perdería a una amiga que merecía un poco la pena.
    —Te lo pasaste bien por lo que veo —interrumpió Margaret, acomodándose en la silla con los brazos cruzados.
    Su expresión era tan clara como si lo estuviera escribiendo en una pancarta y con letras grandes y negras. O se lo contaba después, a solas, o comenzaría con el interrogatorio, incomodo y para nada recomendable, delante de mis abuelos —de mi abuela en realidad—.
    —Fue divertido —acepté, sin dejarme intimidar—. Hacia tiempo que no conocía a gente tan simpática.
    —Eso está genial —continuó mi abuela. Se sentó a mi lado y comenzó a desayunar—. Vamos, niña, come algo. ¿Has quedado hoy?
    Agarré una tortita aún caliente y la mordisqueé sin mucho entusiasmo.
    —Sí, hemos quedado para almorzar algo.
    No era del todo cierto. Habíamos quedado. Esa parte era verdad; pero no para almorzar. La idea me había surgido de pronto y tenía la esperanza de que me librase del copioso y exagerado desayuno de mi abuela. Si me obligaba a comer aquello, vomitaría. No creía que pudiera tragar nada. Al volver a casa, se había comentado que Andy bajaría hoy. Estaba ansiosa por volver a verle.
    —Oh —Mi abuela parecía haber caído en la trampa—. Supongo que entonces es mejor que no desayunes mucho.
    —No —acepté de buen grado.
    Tomé la leche precipitadamente, atragantándome en dos ocasiones y salí de la cocina antes de que mi abuela tuviera la ocasión de arrepentirse. Abrí el armario para buscar algo que ponerme, pero antes de comenzar a sacar toda la ropa, la bolsa con el vestido que había comprado el día anterior llamó mi atención. Lo cogí y saqué el vestido, sosteniéndolo entre las manos con cariño. Aquella era una de las pocas ocasiones en las que deseaba arreglarme y que los demás me vieran guapa, bueno, en realidad sólo quería que una persona me viera bonita. ¿Qué pensaría de mí? Aún me costaba respirar cuando pensaba en él, con su rostro cerca del mío, sus labios… Tiré el vestido sobre la cama y busqué las botas altas que recordaba haber metido en la maleta y me vestí tan deprisa como pude.
    —¿Con quién has quedado exactamente?
    La voz de mi tía me devolvió a la realidad y enrojecí sin poder evitarlo. Me giré, tratando de mostrarme lo más indiferente que podía.
    —Con Sandy y los demás.
    Mi voz sonó tal y como había pretendido, pero mi tía, que sólo había asomado una cabeza tras la puerta medio abierta, le dio un empujón y entró en la habitación con pasos lentos, examinándome el rostro.
    —¿En serio? —No se lo había tragado—. ¿Y por eso te vistes así?
    Me agarró del brazo y me arrastró hasta el cuarto de baño, deteniéndose frente al espejo. La imagen que se reflejó me gustó demasiado. No podía cambiar mi rostro, eso era inevitable, pero el vestido me realzaba la esbelta y alta silueta.
    Mi tía suspiró.
    —Espero que algún día me lo presentes.
    Desvié la cabeza alarmada.
    —No, no es lo que estas pensando.
    ¿Cómo podía explicárselo? Aunque Andy me gustase —que no era el caso; en absoluto iba a aceptar eso—, las posibilidades de que se fijase en mí eran menos del dos por ciento. Puede que de vez en cuando perdiese la razón y me pasara el día en las nubes, pero solía ser bastante realista. Soñar era un entretenimiento. Los demás hacían pasatiempos, yo divagaba con frecuencia.
    —¿No? Se echó a reír—. Tú estás enamorada.
    Me puse de morros.
    —Eso no es cierto.
    Mi voz no sonó con firmeza y mi tía sonrió satisfecha ¡Maldita sea! ¡Por supuesto que no estaba enamorada! ¡Nadie podía enamorarse en un solo día! Y no creía en el amor a primera vista… Era sólo… fascinación.
    Mi tía como si leyese mis pensamientos, se acercó a mí y apoyó sus manos en mis hombros.
    Un flechazo, ¿eh? Suspiró dramáticamente—. Aún me acuerdo de…
    —Espera, espera —No tenía tiempo para batallitas del pasado—. No estoy enamorada. ¿Acaso no escuchas cuando te hablan? —Puede que algo atontada por su cautivadora belleza, sus hechizantes ojos y su perfecta sonrisa— Además, no he quedado con ningún chico —Que no fuera del grupo—. Y sólo me he vestido así para ir un poco más en conjunto con el resto de las chicas. Para no desentonar, vaya. ¡Deberías ver como visten! —¡mentirosa!
    —Claro, claro —aceptó mi tía, sin dejar de sonreír—. Pero me lo presentas, ¿eh?
    —¡Déjame en paz!
    Cerré la puerta del baño de un portazo y me senté en el borde de la bañera algo mareada. Demasiadas emociones para mi delicado corazón. ¿Debería haber desayunado algo?
    Encontrar el bar “el tuerto” me resultó más fácil de lo que había pensado la noche anterior cuando decidieron quedar allí. Sandy se ofreció a venir a buscarme pero rechacé la oferta con una sonrisa encantadora producida por los sucesos durante el repentino chaparrón. Todos me habían mirado como si me hubiese vuelto completamente loca.
    Miré a través de los cristales sin cortinas, tratando de encontrar a Andy entre todos ellos. A simple vista no lo vi, pero la mayoría de las chicas hacia un corro ante alguien a quien tapaban con sus cuerpos. Sandy también estaba. Sentí los mismos nervios en la boca del estomago y me costó unos segundos decidirme a abrir la puerta y entrar.
    Como era de esperar, nadie me prestó demasiada atención. Graze, sentada en la mesa más cercana al corro que se había formado, me saludó con la mano y me invitó a acercarme a ella. Lo hice de mala gana. Deseaba volver a verlo, comprobar cual sería su reacción al verme. ¿Y si me ignoraba al estar con todos sus amigos? Una punzada de dolor me taladró el pecho.
    —¿Estas bien? —preguntó Graze.
    —Sí, sí —mentí—. ¿Es Andy?
    —¡Cómo no! —Parecía más molesta que alegre de volver a ver a su amigo— No entiendo qué ven en él —se sinceró con un suspiro—. ¡No es para tanto!
    ¿Qué no? ¿A dónde miraba? Sus gafas necesitaban más aumento que las de mi abuela.
    —Vaya —dije simplemente, no mostrándome muy interesada.
    —Por cierto, estás muy guapa.
    —Gracias.
    No prestaba mucha atención al parloteo de Graze. Miraba con impaciencia al corro, preguntándome cuando dejarían una brecha para poder verle la cara. Los nervios me estaban consumiendo y no podía dejar de frotarme las manos.
    —¡Alis! —chilló Sandy al verme. Se apartó del grupo y me agarró de la mano—. Ven, ya vas a ver lo guapo que es —susurró, mientras me arrastraba sin oponer resistencia hasta el grupo.
    La sensación de decepción se extendió por todo el cuerpo como una sacudida, dejando un hueco vacío en el estomago donde antes habían habitado los nervios. El chico que respondía al nombre de Andy no era el Andy que yo había conocido la noche anterior. No se parecían ni en el color del pelo y, aunque en otras circunstancias hubiera reconocido que era bastante mono, en ese momento me pareció aún más simple que yo. Incluso parecía más bajo.
    —¿A qué es guapo? —se interesó Sandy emocionada.
    —Si, claro —acepté en un murmullo para no herir los sentimientos de mi amiga.
    Mareada me aparté de ella y volví a sentarme junto a Graze.
    —¿Qué? ¿Merece la pena todo ese jaleo?
    —En absoluto —murmuré cruelmente ahora que Sandy no podía oírme.
    Graze sonrió y llamó al camarero para pedir algo de comer.
    —¿Vas a tomar algo?
    Miré los bocadillos que había sobre la barra y me decidí por uno de tortilla. ¿Para eso me había saltado el desayuno? Comenzaba a sentirme irritada.
    —¿Cómo puedo bajar a la playa? —pregunté a Graze, mientras comíamos los bocadillos y escuchábamos a medias las conversaciones que llegaban hasta nosotras. Sandy solía girarse para decirnos algo que se había comentado que ella consideraba importante. Graze y yo y la sonreíamos con poco entusiasmo y la dedicábamos alguna palabra sin interés. En varias ocasiones nos dedicamos mutuas sonrisillas cómplices.
    —¿A la playa? Fácil. Baja hacia las afueras por la carretera principal y gira a la izquierda al llegar al primer chalet. ¿Para qué quieres ir? Aún no hace tiempo para bañarse.
    —No pienso bañarme —insistí. ¿Es que no se podía hacer nada en la playa si no se bañaba?—. Sólo quiero andar un poco por la arena —Y ver el mar de cerca ahora que tenía la ocasión.
    —Ah.
    Graze no insistió.
    Después de un rato que consideré prudente para no molestar a nadie y después de que Sandy me presentara a Andy, donde el chico, más amable que los demás, me sonriera como saludo, me marché del barullo que seguían montando. En mitad del camino se me ocurrió que podía haber invitado a Graze a venir conmigo, pero deseché la idea. Al fin y al cabo, y aunque no lo pareciera, había ido a aquel pueblo a relajarme y a disfrutar de una libertad que aún no había experimentado.
    La playa, tal y como había explicado Graze, estaba mucho más accesible de lo que había creído al principio. Habían echo un camino por la maleza que comenzaba al inicio de la primera ronda de chalets modernos a las afueras. Lo seguí, tratando de no engancharme con ninguna ortiga el nuevo y fastidioso vestido y llegué a la playa en tres minutos.
    La ribera estaba prácticamente solitaria a excepción de algún deportista haciendo footing y una persona tumbada en la arena, cerca de la orilla. A esa distancia no podía distinguir si el agua del mar llegaba hasta él, pero si no lo hacía, faltaría muy poco para alcanzarle.
    Caminé, aspirando con fuerza el aire salado y húmedo. El sonido de las aguas era agradable y relajante con un tono azul en calma. Miré el suelo, salteando algunas conchas y recogiendo otras de formas retorcidas o de colores más llamativos que llamaban mi atención. Poco a poco, y sin darme cuenta de que me había estado acercando, la persona que aún seguía tumbada en la arena quedó más cerca de mi campo de visión, cerciorando que el agua alcanzaba sus pies descalzos cuando subía la marea. Sonreí ante aquella imagen tan tranquila y despreocupada, sintiendo un poco de envidia. Pero, cuando me acerqué aún más y mi corazón comenzó a latir con fuerza, reconocí el rostro de marfil del chico que había creído ser Andy.
    Me debatí entre un enfado que no era capaz de hacer resurgir y los nervios que habían recuperado su protagonismo en mi estomago. Armándome de valor me acerqué a él y me quedé de piedra, muriendo en la garganta todo lo que había querido decirle. En aquella posición, completamente vestido de negro y con la mayoría de los botones de la camisa sueltos, mostrando un perfecto torso de atleta, y el cabello cubierto de arena y los brazos sosteniendo la cabeza, parecía una escultura.
    —¿Y bien? —preguntó.
    Sus labios se curvaron en una divertida sonrisa y, con bastante mala gana, abrió los ojos, atrapándome en ellos.
    —No te llamas Andy, ¿verdad?
    Me estudió divertido.
    —No.
    Ni siquiera parecía arrepentido. Crucé los brazos sobre el pecho y traté de parecer lo más enfadada que pude.
    —Me mentiste —dije a la defensiva.
    Frunció el ceño.
    —No recuerdo haberlo hecho —siseó con naturalidad.
    Se incorporó un poco, apoyándose con los brazos para permanecer aún sentado. Tenía el cabello y la camisa cubiertos de arena mojada. No parecía importarle. El agua seguía cubriéndole los pies descalzos cuando subía a la playa.
    —¿No lo recuerdas? —pregunté incrédula—. Dijiste que te llamabas Andy.
    —No, no lo hice.
    ¿Su sonrisa se había hecho más amplia? En la posición en la que se había puesto no podía verle bien la cara y mucho menos los ojos. ¡Qué rabia!
    —Lo hiciste —insistí caprichosa.
    Él no respondió enseguida. Parecía encontrar más fascinante el horizonte que se extendía tras las interminables aguas azules.
    —Si recuerdas la conversación—. Parecía apunto de echarse a reír—. Fuiste tú la que dijo que era Andy. Yo me limité a darte la razón.
    Su respuesta me dejó helada, sin argumentos. Abrí la boca, buscando algo que decir, pero la volví a cerrar con la mente en blanco.
    —¿No podías haberme corregido? —solté de pronto, organizando mis pensamientos—. Una persona normal lo hubiese hecho y de paso me hubiera dicho su nombre —…dada la situación, aunque eso último no lo añadí.
    —Una persona normal, ¿eh?
    Soltó una carcajada.
    Lo miré enfadada. Aunque enfado no era exactamente la palabra; en otras circunstancias lo hubiese ignorado y me alejaría de él. No se me daba bien discutir y lo evitaba siempre que podía, pero con él era distinto. No quería marcharme; deseaba pasar más tiempo a su lado, conocerlo. Su extraño comportamiento sólo conseguía que me diesen ganas de patalear el suelo como una niña de cinco años.
    —Sí —dije, poniéndome delante de él para poder mirarlo a la cara—, una persona normal, un humano.
    Alzó un poco la cabeza y sostuvo con calma mi mirada.
    —¿Me estas hablando a mí?
    Abrí mucho los ojos, otra vez confusa por su respuesta, pero en esta ocasión no tuve tiempo de meditar una contestación coherente. La corriente volvió a arrastrar el agua al interior de la playa, cubriéndome parte de las botas y salpicándome el vestido. Me estremecí de frío.
    —Agradable el agua, ¿eh?
    Comenzó a reírse con ganas mientras se levantaba completamente. Él no parecía tener ningún problema con la temperatura del agua.
    —Muy gracioso.
    En décimas de segundos, lo justo que tardó en ponerse frente a mí, dejó de importarme que tuviera las botas cubierta de arena mojada y pringosa, las piernas cubiertas de agua que se deslizaba al interior de las botas y el vestido empapado.
    —Por cierto, ¿quién es ese Andy?
    Sacudió la cabeza para quitarse la arena del pelo. Nadie importante, pensé.
    —¿Ahora te importa?
    Me mostré desafiante y él con una mano aún en la cabeza, me observó de esa forma tan especial que tenían sus ojos. Alzó una mano y por un momento pensé que iba a tocarme la cara. Mi corazón, que no había dejado de latir con fuerza, se desbocó y un rubor más intenso tiñó mis mejillas. En cambio, su mano sólo llegó a tocar un mechón de mi pelo, rozando por accidente mi frente. Dejé de respirar. La calidez de su piel era estremecedora y no estaba preparada para lo que mi cuerpo sintió con ese simple roce. El falso Andy inclinó su cabeza hacia mi rostro y creí que iba a desmayarme.
    —No sé si lo sabes —dijo con una sonrisa burlona en los labios y un tono aún más mordaz—, pero los seres humanos necesitáis el oxígeno para vivir…, respirar, ya sabes.
    Abrí los ojos exageradamente y exhalé, dándome cuenta de que no había vuelto a respirar desde que lo había visto tan cerca de mí. Aquello fue lo único que me quedó para desear firmemente que se abriera el suelo y me tragara. ¿Podía caer más bajo? Agaché la cabeza, negándome a mirarlo a la cara. No creía que pudiera estar más roja de lo que ya estaba.
    —Y, cierto, en realidad no me importa quién es Andy.
    Su rostro se ensombreció.
    —¿Por qué me cubriste ayer de la lluvia?
    Era una pregunta desesperada. Él ya se había girado y temí que se fuera y no volviese a verle. Me apresuré a seguirlo.
    —¿Cubrirte de la lluvia? —Comenzó a reírse de nuevo.
    Le miré ceñuda.
    —¿Por qué tengo la sensación de estar perdiéndome parte de la conversación? —me quejé.
    Ladeó la cabeza y me miró, otra vez con aquella mirada capaz de arrancarme un suspiro sin darme cuenta. Volví a enrojecer.
    —Quizás porque te la estás perdiendo —continuó enigmático.
    Solté un bufido exasperado.
    —¿Qué tipo de respuesta es esa?
    —¿Qué tipo de preguntas son las tuyas?
    Había vuelto a apartar la cabeza, pero su sonrisa seguía igual de amplia. ¿Por qué era tan complicado hablar con él, pero al mismo tiempo tan agradable su compañía? No me sentía incómoda, puede que algo intimidada o fuera de lugar, pero su proximidad me hacia perder parte de los sentidos y me hacia sentir segura.
    —¿A qué te refieres? —protesté—. De los dos, creo que soy la más normal —En todos los sentidos… y aspectos. ¿Su belleza era natural?
    Puso los ojos en blanco.
    —Eso es bastante subjetivo, créeme.
    Ya empezaba otra vez.
    —¿Hablamos el mismo idioma?
    Sonrió débilmente.
    —Creo que sí, aunque no podría asegurártelo.
    Puse los ojos en blanco.
    —¿Eres humano? —me burlé
    —En absoluto.
    —¡Já! Olvídalo.
    Caminamos en silencio hasta llegar al camino que subía al pueblo. Allí él se detuvo y miró a través de mis hombros. De pronto, parecía ansioso por alejarse de mí. El cosquilleo del estomago era más intenso que antes y, ahora, se mezclaba con el deseo de querer pasar más tiempo con alguien, algo que por lo general no me sucedía.
    —Supongo que sabrás llegar a casa sin perderte —Su voz sonaba en broma pero las palabras eran lo único que lo demostraba; su expresión permanecía sería, con una mirada perdida en algún punto a lo lejos.
    —Sí —susurré con un nudo en la garganta—. Ey —lo llamé antes de que se alejara. Estaba claro que no estaba muy interesado en seguir hablando o paseando conmigo. ¡Qué dura podía ser la realidad en ocasiones! Giró sólo medio cuerpo—. Dime al menos tu verdadero nombre.
    Sólo unos segundos de sorpresa antes de volver a mostrar aquella sonrisa burlona y cautivadora.
    —¿El verdadero?
    Parecía que estaba volviendo a perderme algo de la conversación.
    —Por supuesto —refunfuñé.
    Pareció que meditaba la respuesta. ¿Tan difícil era dar su nombre? Ya no sólo era obvio que me perdía completamente en algún punto, sino que para mi desgracia, debía de ser algo importante.
    —¿De qué sirve saber el nombre de alguien?
    Su pregunta me cogió por sorpresa.
    —Para saber cómo debo llamarte… supongo.
    La duda debía de estar plasmada en mi rostro porque se limitó a sonreír paciente. ¿Ahora iba a tratarme como a una imbécil?
    —Entonces, puedes llamarme Andrew.
    —¿Es tu verdadero nombre? —pregunté desconfiada.
    —Quién sabe.
    Lo miré sin pretender darme por satisfecha con esa respuesta pero, tras varios segundos de silencio, supe que sería la única que obtendría. Resignada y con la intención de demorar la separación, intenté buscar algo más con qué distraerlo, pero Andrew no esperó a que pudiera encontrarlo, se despidió con una mano de forma indiferente, igual que la noche anterior, y se alejó playa arriba sin girarse una sola vez.
    Permanecí inmóvil, con las botas sucias y la tela del vestido aún mojada, hasta que su silueta se convirtió en una mancha oscura y decidí volver a casa con los ánimos por los suelos. Acababa de estar con él, de hablar con él y sólo habían pasado unos segundos desde que lo había perdido de vista y ya tenía una terrible necesidad de volver a verlo. Tuve que contener las ganas de echar a correr por el mismo camino que él había tomado e ir a buscarlo.
    Caminé por las estrechas y angostas calles del pueblo despacio, sin fijarme en nadie y sin importarme las miradas de curiosidad que varias personas me dirigían por culpa del vestido y las botas. Las ignoré. En otra ocasión me hubiese importado llamar la atención de esa manera, pero hoy no. Además, para una vez que se fijaban en mí, ¿qué importaba que el motivo fueran las pintas de haberme caído en alguna duna de la playa? Tal vez debería salir de casa con la ropa embadurnada de crema de cacahuete para que me prestaran un poco de atención. Sonreí sin emoción ante la idea. Sarah se negaría a que la viesen en público conmigo —menos de lo que ya quería, claro—. Me paré de golpe, dándome cuenta de que Andrew no había tenido interés por conocer mi nombre. Mi humor, ya sombrío, se volvió negro. ¿Qué había esperado?
    Continué caminando, equivocándome de calle en dos ocasiones y teniendo que pararme a preguntar para poder llegar a la casa de mis abuelos. Subí en el ascensor, deprimida y con menos hambre que a la mañana a la hora del desayuno. Antes de entrar me senté un rato en las escaleras, intentando poder mostrarme más natural dentro.
    Una vez en casa, me encerré en la habitación con un falso saludo y una sonrisa sin alegría. Mi tía no estaba en casa y lo agradecí. Sería más difícil engañarla a ella que a mi abuelo, que rara vez levantaba la cabeza del periódico o a mi abuela, que ella, al igual que mi madre, sólo sabía ver lo que quería. Me quité el vestido y lo tiré al suelo sin molestarme en llevarlo al cesto de la ropa sucia. Las botas las dejé encima de unos papeles para que no dejaran todo el suelo lleno de arena. Saqué los libros y volví a ponerlos encima del escritorio. Necesitaba distraerme con algo, pero las matemáticas me resultaban demasiado pesadas, la literatura aburrida y al tercer intento lo aparté todo, sepultando la cabeza entre los brazos apoyados sobre la mesa. ¡Necesitaba volver a casa!
    Tardé tres cuartos de hora en comer, pero mi estado de ánimo no resultó muy chocante. Mi tía había vuelto a casa furiosa, gritando a todo el que se cruzaba en su camino, lanzando miradas furibundas nada más abrir la boca y pasó más tiempo que yo pinchando una chuleta con el tenedor. Mi abuela, harta de ambas, nos arrancó el plato de la mesa y nos ordenó que saliésemos fuera de su vista. Margaret resopló pero obedeció. Yo salí de la cocina con prisa, antes de que mi abuela optase por cargar su rabia contenida con alguien. Una vez mi tía salió, comenzaron los gritos; esta vez dirigidos a mi abuelo, que siguió leyendo sin escucharla. Lo admiré.
    —¿Y a ti que te pasa?
    Me erguí a la defensiva y miré a mi tía, que con las manos en las caderas y el rostro ceñudo parecía dispuesta a saltar a mi yugular en cualquier momento. Aún así seguía pareciendo muy bonita.
    —Si no me equivoco, no soy yo la que echa fuego por las narices —solté. No tenía ganas de otro interrogatorio.
    Las facciones de Margaret se suavizaron y soltó los brazos a los costados.
    —Lo siento, niña. No puedo hacer nada con este genio.
    —Es algo que mamá y tú habéis heredado de la abuela, ¿eh?
    Sonrió.
    —Hace tanto tiempo que no veo a mi hermana… —Habló con nostalgia—. Pero no era de eso de lo que íbamos a hablar.
    —No sabía que fuésemos a hablar de algo —me quejé, nuevamente a la defensiva.
    —Vamos, vamos. Contémonos las penas.
    —No quiero —dije caprichosamente.
    —No seas así. A todas nos han dado alguna vez calabazas.
    La miré incrédula. Era imposible que a ella la hubieran rechazado alguna vez.
    —No tiene nada que ver con eso.
    — ¿Ah, no? ¿No te habías vestido esta mañana para impresionar a alguien?
    Palidecí.
    —No…
    —No intentes engañarme —Se acercó y me rodeó los hombros con los brazos— Anda, cuéntame qué ha pasado.
    Al final, me encontré escuchando los problemas de Margaret. Su jefe, un abogado que, según ella, era un cincuentón, gordo y bastante desagradable, la había amenazado con despedirla del trabajo si no salía con él. Por su forma de hablar, sospeché que había algo más en esa historia y que había cortado los detalles que la implicaban a ella de alguna manera. No insistí en su historia. Le aconsejé que dejara el trabajo y ella se rió, alegando con prepotencia que ya lo había hecho y que mañana empezaría en uno nuevo. Tampoco le pregunté cómo había conseguido un trabajo en tan poco tiempo. Prefería no saberlo. Y, tras la insistencia de mi tía, terminé contándole, de forma muy resumida y saltándome la mayoría de los detalles, que había conocido a Andrew, un chico muy guapo. Mi historia se basó únicamente en las pocas posibilidades que tenía de interesarle.
    Margaret me escuchó con calma, sin interrumpirme, y una vez terminé de rebajarme y dejarme por los suelos, mi tía me sonrió dulcemente.
    —¿Nunca has tenido novio? —preguntó con suavidad.
    —No —respondí con sinceridad y vergüenza.
    —¿Qué te hace pensar que no le interesas? No parece tener ningún problema en hablar contigo.
    —Sí, pero…
    Iba a repetirle que no se había interesado en conocer mi nombre. Ella me calló con un movimiento de la mano.
    —¿Pero qué? Solo llevas aquí dos días. Puede que él aún no haya tenido tiempo de conocerte lo suficiente como para que le gustes.
    Me reí amargamente.
    —Es demasiado guapo. Jamás se fijaría en mí de esa manera. Mírame, los chicos no saben ni que existo.
    —Pero él si se ha dado cuenta de tu presencia, ¿no?
    Sonrió para inspirarme ánimos.
    —Eso no significa nada. No es el primer chico con el que hablo —bromeé.
    —Además, no hay nadie tan perfecto. Lo es sólo ante tus ojos. Seguro que lo conozco y le saco cuarenta defectos o más. Verlo de la manera que tú haces es sólo por culpa del amor.
    Solté un bufido. Tal vez tuviera razón. Para Sandy, Andy era guapísimo, mientras que a mí no me causaba esa impresión.
    —Pero aún así no soy guapa…
    —Ni fea.
    —Vamos, tía, no soy Sarah. No soy como tú…
    —No, eso es cierto.
    La lancé una furibunda mirada y ella se hizo la distraída.
    —Aunque no se porqué me preocupo. Seguramente no vuelva ni a verlo.
    —¿Ah? —Margaret se puso a reír— ¿Dónde crees que vives? Si lo buscas lo encontrarás.
    —¡No pienso buscarlo!
    No lo iba a hacer.
    —Claro que lo harás. Todas hemos tenido tu edad —Y por lo visto, ella seguía teniéndola— ¡No pongas esa cara! Él no te ha rechazado.
    —No hay nada que rechazar.
    Me ignoró
    —Tu problema es que eres muy tímida y tu autoestima está por los suelos.
    ¿Cómo pretendía que la tuviese con una hermana que podía ser una modelo y unas primas más de lo mismo? Yo era la que no encajaba en la familia, el patito feo —sin esperanza de convertirme en un cisne al final del cuento—, el fallo. Aún así no lo dije en voz alta.
    —No puedo hacer nada para remediarlo.
    Ella pareció estar también de acuerdo en eso.
    —Deberías ser más positiva.
    —Más imposible —aseguré con sarcasmo—. Tía, soy realista.
    Margaret se animó. Me agarró las manos y me arrastró hasta su cama, obligándome a sentarme en ella. No me soltó.
    —¡Ahí es donde está el problema!
    Me miró a la espera de que dijera algo, pero yo me limité a observarla sin comprender. Puso los ojos en blanco.
    —Tu problema es que eres demasiado realista, demasiado racional. Tienes diecisiete años y actúas como si tuvieras cuarenta.
    —¡Oh! De acuerdo, perdón por crecer y madurar —solté molesta.
    Margaret se revolvió en la cama.
    —Deberías ser más espontánea, dejarte llevar un poco más por el corazón y no siempre por la mente.
    Nos quedamos mirándonos fijamente hasta que rompí a reír, ganándome una furibunda mirada por parte de mi tía.
    —Lo siento, lo siento —dije entre risas—. Pero me pregunto qué dirían los psicólogos si te oyesen hablar. Se inmadura, no crezcas, nada de responsabilidades.
    —¡Qué niña más desagradecida!
    Dejé de reír y miré el hermoso rostro de mi tía con cariño. Sus manos seguían sujetando las mías.
    —No, de verdad, muchas gracias. En realidad me gustaría ser como tú.
    Ella sacudió la cabeza.
    —No, no seas como yo —Miró a su alrededor, observando la decoración de su habitación—. ¿Crees que esto es propio de una mujer de treinta y cinco años?
    Miré lo que ella miraba, sabiendo lo que me encontraría. Una pared empapelada con pósters de artistas, modelos y famosos. Tenía tanta variedad que podía haber competido con la habitación de Sarah. Un armario medio abierto, dejando al descubierto ropas echas un puño, mal dobladas o tiradas sin ningún orden. Mirase a donde mirase había bolsas de snacks en el suelo, ropa sucia o revistas del corazón. Era una imagen muy distinta a la que presentaba la habitación de mi madre a diario. La miré sin responder. No quería herir sus sentimientos.
    —No, no lo es —se respondió, sin necesitar que yo lo hiciera—. Limítate a ser tu misma. Mi vida no es la que tú deseas llevar, ¿verdad?
    —No —dije sinceramente, pero me contuve de añadir que tampoco deseaba la que mi madre llevaba, ni lo que mis amigas esperaban de la vida. Yo no era como ninguna de ellas. Parecía que el mundo no se había construido para que yo pudiese vivir en él.
    Después de hablar con mi tía me sentía de mucho mejor humor. Me negaba a creer que me gustase Andrew. Era imposible y nada racional. De todas formas no busqué demasiadas teorías para explicar el cosquilleo del estomago o la sonrisa estúpida que se me creaba sin darme cuenta cuando pensaba en él.
    Aquella noche fui capaz de comenzar mis tareas escolares y cuando me acosté, mis sueños estuvieron poblados por un inmenso mar de cobalto.

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    capitulo 2, espero que os guste^^ Gracias por leer!!!

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    darkles

    darkles Iniciado

    Acuario
    Miembro desde:
    11 Enero 2013
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    Silence
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    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    4429
    Capitulo 3




    Pasaron dos días más de mis vacaciones. Sandy vino a buscarme cada día y cuando se retrasaba y creía que ya no llegaría, llamaba al teléfono de casa de mis abuelos que, si teníamos en cuenta que ni yo me sabía el número, era un misterio cómo lo habría conseguido. Tampoco indagué para descubrirlo. No me interesaba. La relación con mi tía siguió igual que antes de la conversación. Si teníamos en cuenta que Margaret actuaba como si fuera más joven que yo, era imposible que llegara a comportarse como un adulto serio, reprendiéndome para que no hiciera esto o no me vistiese así. Actuábamos más como dos hermanas que llevaban una relación bastante buena aunque de forma independiente, que como tía y sobrina.
    En una ocasión, el cuarto día que me senté a la mesa con ellos, le pregunté de forma inocente si tenía intención de casarse y tener hijos. Durante unos segundos no sucedió nada, pero no tardó en convertirse en la tercera guerra mundial. Mi tía hizo ademán de ponerse a vomitar solo con la idea, mi abuela comenzó a chillarle y a amenazarle con una sartén mientras conseguía entender un nunca asentarás la cabeza o ¿Cuándo piensas madurar? Mi abuelo se limitó a reírse por lo bajo.
    No volví a hacer una pregunta.
    Mi tía, como venganza, me preguntó sobre mi príncipe azul, pero tras amenazarle con una mirada asesina, se terminó la conversación.
    La mañana del quinto día, me levanté como cualquier día, hice algo más de la tarea de clase y cuando oí como mi abuela se levantaba, fui a bañarme y después a desayunar. La imagen era la que ya recordaba. Mi tía pintándose las uñas, mi abuela preparando tostadas y mi abuelo atento al periódico. Entré y me senté en el sitio que llevaba haciendo desde que había llegado.
    —¿Hoy también has quedado?
    Mi abuela me dejó un plato con tostadas y un tazón de leche.
    —Sí.
    Desayuné en silencio, despacio, escuchando el parloteo de mi abuela y las respuestas de mi tía. Mi abuelo, como de costumbre, no intervino.
    Me despedí de todos, excepto de Margaret que ya se había ido a trabajar y salí de casa. Como siempre, habíamos quedado en el bar “el tuerto“. Ya me conocía el camino como si lo hubiese recorrido toda la vida. Torcí a la izquierda al llegar a la primera esquina, después de cruzar dos calles a la derecha…
    No tenía muchas ganas de ir; pero de alguna manera me veía con la obligación de hacerlo. Los problemas con Jennifer, Verónica y varias chicas más, de las que no recordaba el nombre, empeoraba por momentos. El día anterior habían intentado provocarme para iniciar una pelea, pero Graze, muy hábil y de la que estaría eternamente agradecida, me sacó del problema. Cuanto más pasaba el tiempo más a gusto me sentía con ella y, por eso mismo, más temía esa cercanía que estábamos creando. La marcha, en poco más de una semana, sería bastante dura.
    Por fin vi el letrero oscuro y desgastado del bar y miré a ambos lados de la calle para cruzar. Dos coches pasaban por la estrecha carretera bastante más lentos de lo que solían hacer la gente del pueblo. Esperé paciente y cuando volví a mirar para asegurarme de que no venía ninguno, me fijé que en el bar de al lado se encontraba la figura indiscutiblemente hermosa y de imposible error de Andrew. El corazón me dio un vuelco y comencé a sentir el mismo cosquilleo que conseguía quitarme el apetito. Volví a mirar la calle. No venía ningún coche. Cerré los ojos con fuerza y me giré, caminando hacia el bar cuyo letrero rezaba: “Bar las angostas”, con las piernas temblando y el corazón latiendo con fuerza.
    Entré nerviosa y me dirigí hacia la mesa de madera raída donde se encontraba Andrew sentado. Sus manos jugueteaban con algo que desde aquella distancia no lograba identificar y me paré a una mesa de distancia.
    —Ya que has entrado, ¿por qué no te sientas? —se interesó, sin girarse a mirarme.
    Enrojecí. ¿Cuándo se había dado cuenta de que lo había estado mirando?
    —Hola —dije cohibida.
    Por mucho que lo mirase, cada día me parecía más espléndido. Levantó la cabeza y dejó de enredar con las manos.
    —Siéntate.
    Ya no era una sugerencia, pero en vez de molestarme por la orden impresa que llevaban sus palabras, obedecí, sentándome frente a él.
    —¿Vas a tomar algo?
    Se encontraba especialmente serio. El color de sus ojos parecía más oscuro, más severo y las facciones de su rostro habían perdido la mayor parte de su amabilidad.
    —Un refresco —susurré, buscando con la mirada a la camarera.
    Tardó en venir dos incómodos segundos que permanecimos en silencio. Sin poder evitarlo me dediqué a mirarle las manos y el extraño colgante que pasaba de una mano a otra. El metal era muy parecido a la plata, pero de un color más oscuro y opaco y en el medio, rodeándolo en espiral, tenía una extraña grabación en símbolos. Cuando llegó la camarera, lo ocultó en el puño de la mano.
    Fue Andrew quien pidió por los dos y cuando se marchó la camarera, siguió en silencio hasta que finalmente nos trajo las bebidas y la mujer volvió a marcharse, girándose una vez más para mirar a Andrew.
    —Tengo la impresión de que te dedicas a buscarme.
    El comentario me dejó helada, un segundo antes de que mis mejillas volvieran a teñirse de rojo.
    —No…, no es cierto —tartamudeé, enrojeciendo aún más.
    Él sonrió.
    Por fin volvía a ver aquella sonrisa y mi corazón pareció desbocarse.
    —Parece que no eres muy justa.
    —¿A qué te refieres?
    Trataba de mostrarme lo más serena posible. El sonrojo no podía evitarlo, pero tampoco tenía porqué evidenciar cómo me sentía cuando lo veía.
    —Me pides sinceridad pero tú no dices la verdad.
    —No…, no se a lo que te refieres.
    Tenía una idea sobre a qué se estaba refiriendo, pero no podía admitirlo delante de él. No era mentir… lo consideraba, más bien, una forma de evadir la verdad.
    Sus labios se curvaron en otra sonrisa, esta vez maliciosa.
    —Juguemos a un juego —Tomó el colgante por la cadena de plata y lo pasó por la cabeza, dejando que cayese dentro de su camiseta—. Cada uno hará una pregunta y el otro responderá con la verdad.
    Sabía que aquello no era una buena idea. Su astuta mirada y su sonrisa perversa tendrían que haber bastado para negarme de forma contundente, pero no lo hice. La curiosidad siempre había sido mi debilidad, y más si me estaba dando la oportunidad de conocerlo.
    —¿Y cómo se que dirás la verdad?
    —Tendrás que confiar en mí.
    —Al igual que tú tendrás que confiar en mí, ¿no?
    Su sonrisa se ensanchó. Volvía a perderme algo de la conversación.
    —Por supuesto, por supuesto.
    —¿Vale todo tipo de preguntas?
    —Eso es. Pero no olvides que tengo la misma oportunidad de preguntar cualquier cosa.
    —Ya —.No era buena idea, no lo era—. ¿Y si se miente? —¡Di que no!
    —Habrá un castigo.
    Fruncí el ceño.
    —¿Un castigo?
    —Sí.
    —¿Qué tipo de castigo?
    —Lo escogerá la persona a la que se haya mentido. Y valdrá cualquier castigo.
    No podía aceptar eso. Era un juego muy peligroso. Quedaría a su merced y si descubría que mentía, prefería no pensar qué clase de castigo tendría en mente. ¡Definitivamente no!
    —De acuerdo —¡Idiota!
    —Yo empiezo.
    —¿Por qué tú?
    Mi voz sonó desesperada, horrorizada y había sido demasiado alta. La mayoría de los demás clientes nos miraron con curiosidad y enrojecí aún más; sólo que en esta ocasión no fue por el mismo motivo. A Andrew no le molestó que nos convirtiéramos en el centro de atención. Si lo pensaba detenidamente, él siempre era el centro de atención. Ya estaría acostumbrado.
    —He sido quien sugirió el juego. Me corresponde comenzar.
    —No creo que haya una regla para eso —me quejé.
    —¿Tienes miedo?
    Su mirada era desafiante y se la devolví unos instantes antes de apartarla. Era incapaz de mantenérsela durante mucho tiempo. Me inquietaban sus ojos. No parecían humanos.
    —¿Es una pregunta? —respondí, evitando su pregunta con la cabeza bien alta, enfrentándome a él.
    Andrew pareció complacido con la respuesta.
    —No, no es la pregunta —Pareció meditarlo unos segundos antes de preguntar—: ¿Me has estado buscando estos días que no nos hemos visto?
    ¡Sabía que haría esa pregunta! Nunca tenía que haber aceptado ese juego…, pero lo había hecho y ahora no sabía cómo salir del problema sin mentir y, por supuesto, sin decirle la verdad.
    —Bueno… —me reí nerviosa. ¿Qué castigo tendría pensado? ¡Vamos!, sólo faltaban nueve días para volver a casa, para no volver a verlo, ¿qué perdía con decirle la verdad? ¿Mi dignidad? ¿Mi orgullo? ¿Diecisiete años de autocontrol emocional? ¿Qué autocontrol? Desde que había conocido a Andrew había estado andando en las nubes—. Sí, es cierto —confesé, evitando mirarle.
    Andrew no pareció sorprendido. Con aterradora certeza, supe que él ya conocía la respuesta.
    —Te toca —aceptó con amabilidad.
    Aspiré con fuerza, preparando mi pregunta; quería que fuese retorcida, que sacara todo lo que ocultaba aquella cabecita de cabellos tostados. Pero por más que busqué, no encontré nada para preguntarle. No podía hacer ninguna pregunta respecto a mí; no me atrevía a decirle: “¿Qué piensas sobre mí?” No tenía valor para hacerla. Por mucho que Margaret dijera temía la respuesta. Y sobre algún aspecto de su vida… no lo conocía. No conocía nada de él. Sólo que estaba viviendo en el mismo pueblo que yo y que era guapísimo. Lo de su nombre aún tenía dudas de que fuera el verdadero. Podía indagar un poco sobre él…
    —¿Cuántos años tienes? —solté finalmente.
    Andrew me miró fijamente, muy serio, antes de reír disimuladamente. Me crucé de brazos algo avergonzada. ¿Dónde estaba la gracia? Si aquella le divertía, prefería no saber qué hubiera pensado de las demás.
    —Te doy la oportunidad para que me hagas la pregunta que quieras, sin restricciones, ¿y esa es la única que se te ocurre? —Dejó de reír y sonrió—. Muy interesante.
    —¿Me vas a contestar o no?
    Mi voz sonó ruda, pero él no pareció notarlo o lo ignoró muy bien.
    —Es una pregunta muy relativa.
    Enarqué una ceja. ¿Qué había de complicado en decir la edad?
    —Años, edad, el día que naciste. No es tan difícil.
    —Tal vez —aceptó de forma misteriosa—, La verdad, ¿no?
    —Por supuesto.
    Comenzaba a cabrearme.
    —Quinientos cuarenta y tres.
    Me atraganté con el refresco y comencé a toser, atrayendo nuevamente la atención de las demás mesas.
    —Oye —dije, intentando calmarme—. Si vas a mentir, al menos hazlo de alguna forma más creíble.
    Lo miré al fin. Había dejado de sonreír. Sus facciones tenían el mismo color marfil y su aspecto seguía siendo ridículamente hermoso, una tez grabada en piedra, la obra final de un maestro escultor, pero había algo distinto. Su mirada era perversa, peligrosa; había perdido todo rasgo de humanidad. Enmudecí llena de pavor. Andrew debió darse cuenta porque cerró los ojos durante unos minutos y cuando los volvió a abrir, volvía a tener esa expresión relajada y ausente que siempre llevaba en la cara y su sonrisa adornó una vez más sus labios.
    —Es la verdad —aseguró de forma inocente.
    El miedo no desapareció, pero la duda de si me lo había imaginado todo volvió a rondar mis pensamientos e intenté centrarme en la conversación que teníamos iniciada.
    —Ah…, a ver —susurré. Mi voz no sonaba muy segura—. ¿En qué año naciste?
    —Eso también es relativo.
    —¿De qué es relativo?
    Tal vez debía intentar comprender en qué código hablaba para poder entender sus descabelladas respuestas.
    —Del lugar dónde se haya nacido, supongo. Del calendario…
    Lo miré recelosa.
    —¿Dónde has nacido? ¿Y la fecha desde el punto de vista del calendario católico?
    Sonrió divertido ¡ya estábamos de nuevo!
    —Creo que ya te he respondido dos preguntas seguidas. Tendrás que esperar nuevamente tu turno para que te responda.
    —¿Qué? —Estaba indignada—. ¿Cómo quieres que de por valida tu respuesta? ¡Es mentira!
    —¿Mentira? ¿Tienes pruebas de ello?
    Balbuceé algo incoherente antes de callarme y mirarlo enfadada.
    —¡No necesito pruebas! ¡Nadie vive más de... de quinientos años!
    —¡Ah! ¿Entonces si mi edad fuera de cuatrocientos años, como es inferior a quinientos, sí sería valida?
    Abrí mucho los ojos y me incorporé, golpeando la mesa con la palma de las manos.
    —¡No! ¡No he dicho eso! —protesté—. ¡Ni aunque dijeras que tienes cincuenta años sería creíble! ¡Exijo el castigo!
    —¡Qué violenta! —rió.
    Había vuelto a hacerlo. Una vez más todos nos estaban mirando y ya habían comenzado a cuchichear; posiblemente, interpretando mis palabras cómo mejor les gustase. Me mordí el labio avergonzada y volví a sentarme lentamente. La cara me ardía.
    —Habíamos hecho un trato —insistí mohína.
    —Así que haciendo tratos con el diablo, ¿eh?
    Volví a quedarme sin palabras; después torcí la cabeza con gesto caprichoso.
    —He dicho la verdad —dijo otra vez, con una sonrisa reconciliadora. Lo miré ceñuda—. No es culpa mía que no especificaras la pregunta.
    —¿Qué? ¿Ahora es culpa mía?
    —Eso me temo.
    —No…
    —Bueno, ahora me toca a mí preguntar —me cortó deliberadamente, dando por finalizada la discusión—. ¿Qué piensas cuando me miras?
    —¿Eh? Esas preguntas no son muy justas, ¿no? —susurré en un hilo de voz. Había perdido toda la fuerza y determinación que había tenido hasta ahora.
    —Creo que dijimos que podíamos hacer cualquier tipo de pregunta.
    ¡Parecía tan odiosamente inocente!
    —¿Eso me lo dice alguien que afirma tener seiscientos años?
    —Quinientos cuarenta y tres exactamente. Nunca dije seiscientos años.
    —¡Ja! ¿Por qué no me dices, exactamente, los días, meses, horas, incluso los minutos ¡Y los segundos!?
    —Si lo quieres saber…, pero tendrá que ser en tu próxima pregunta.
    —Te burlas de mí, ¿verdad?
    —En lo que a mi edad se refiere, no.
    —¿Y entonces en qué te estas burlando?
    —En la siguiente pregunta — recordó.
    ¡Con que gusto me hubiese puesto a patalear encima de la mesa! Y él seguía con aquella expresión inocente que tan bien había sabido adoptar.
    —¿Cuál era la pregunta? —me interesé, haciéndome la indiferente y dispuesta a ganar tiempo. Debía buscar alguna forma de responder a su pregunta de forma relativa.
    —¿Qué piensas cuando me miras? —repitió. Me miró y añadió—: La verdad, ¿eh?
    ¡Qué bien debía estar pasándoselo! Le saqué la lengua y él sonrió a la expectativa. ¿Qué pensaba cuando lo miraba? Generalmente en nada; perdía la cordura al verle. Pero no pensaba decirle eso. ¿Qué era muy guapo? Eso también lo pensaba; guapo era poco decir, lo consideraba una estatua griega, un adonis, el hombre perfecto, pero estaba claro que eso ya lo sabía. Además, tampoco iba a reconocerlo delante de él. Lo miré de reojo. Se había puesto a entretenerse con el vaso de tubo donde nos habían servido los refrescos. Sus ojos parecían estar mucho más lejos, perdidos en alguna parte donde yo no podía llegar, ni entrar. Me estremecí al recordar la expresión que había puesto cuando le pregunté la edad. Y sonreí maliciosa. Había encontrado la solución al dilema.
    Carraspeé para llamar su atención. Dejó de enredar con el vaso y me miró. Sí, esos ojos de aquel extraño azul cobalto, un azul eléctrico que nunca había visto antes, su mirada inteligente, misteriosa y de una calma deliberada. Unos ojos que no parecían humanos.
    —Que no eres humano —solté cruelmente, esperando a que rompiera a reír.
    Me observó atentamente, sin parpadear, hasta que sonrió.
    —De acuerdo, te toca
    —¿Qué? ¿Así? ¿No vas a añadir nada más? ¿No vas a protestar, quejarte? No sé… —Cualquier otro se ofendería, pero él parecía tan tranquilo como antes.
    —No, no, en serio, te creo.
    Aquello me dejó helada, estupefacta. ¿Me… creía?
    —Acabo de decir que no pareces humano.
    Mi comentario le hizo gracia.
    —Lo he oído, gracias.
    —¿Con qué frecuencia la gente te dice que no eres humano?
    Reflexionó la respuesta.
    —Desde que tengo uso de razón.
    Puse los ojos en blanco.
    —En serio.
    —Siempre hablo en serio.
    —No puedo creerte.
    —Obvio.
    —¿Debería saber algo?
    —¿Respecto a qué?
    —¿Crees que soy idiota?
    ¡Imbécil! Le había dado la oportunidad perfecta para destruir completamente mi orgullo —o lo que quedaba de él—.
    —¿Es la siguiente pregunta? —dijo en cambio, conteniendo la risa, en un intento por seguir mostrándose amable.
    —¡No! —Giré la cabeza molesta, más conmigo que con él, pero aún así enfadada. Miré por la ventana. Las personas seguían pasando por el bar, girándose a mirar más atentamente a Andrew si por casualidad habían girado la cabeza hacia los cristales y lo habían visto. Después solían desviar la mirada hacia mí, preguntándose qué haría yo, tan normal, con alguien de la categoría de Andrew. Aparté la cabeza aún más molesta. Fuera como fuera, esos momentos con Andrew me pertenecían solo a mí. ¿Qué tipo de sentimientos eran esos? Sacudí la cabeza y me di cuenta de que Andrew me miraba interrogativo. Enrojecí. Si seguía así no iba a tener suficiente sangre para las demás funciones orgánicas.
    —¿Y bien?
    Su tono era muy claro, se estaba preguntando qué hacia una chalada —yo—, haciendo movimientos extraños con la cabeza y pareciendo tener un debate interno. Más que nunca no me interesaba saber qué pensaba de mí. Mi corazón —y mi orgullo— estaban sufriendo mucho últimamente.
    —Es una pregunta fácil, incluso para ti —comenté con reproche.
    —Eso tendré que decidirlo yo.
    Solté un bufido.
    —¿Dónde naciste? Fácil, ¿no?
    —¿De verdad quieres saber eso?
    Se había tapado la boca con la mano para no reírse. Le lancé una mirada furibunda, igual que tantas veces había visto a mi abuela dirigirle a Margaret en los cinco días que llevaba con ellos.
    —No pillo la broma, en serio.
    Me ignoró.
    —La verdad, supongo.
    —Por favor.
    Miró por encima de mi cabeza, sin dejar de sonreír divertido y agarró el refresco, llevándoselo a los labios por primera vez.
    —¿Seguro que no quieres cambiar de pregunta?
    Dejó el vaso sobre la mesa. Puse los ojos en blanco.
    —No, responde a esa ¿Dónde naciste? ¿Lugar de procedencia? ¿Italia, España, Rusia, Francia, América…?
    —El infierno.
    Abrí la boca y la cerré al instante. Seguía mirándome, invitándome a que le contrariara. No lo hice y tampoco le sostuve la mirada. Perdía en ambas cosas. Andrew siempre tenía algo preparado para responder, dijera lo que dijera, y siempre era yo la que tenía que desviar la mirada primero.
    —Vale, de acuerdo. Fin del juego.
    No merecía la pena ni desesperarme.
    —Curiosa reacción.
    —¿Qué quieres que diga? Llevas tomándome el pelo desde el principio. Y sólo soy yo la que respondo a las preguntas…
    —Yo también respondo —se puso a la defensiva.
    —Bien, entonces, soy la única que respondo sinceramente.
    —Yo también lo hago.
    Genial, aquello no estaba llegando a ninguna parte. Andrew no parecía querer que lo conociera y ya no sabía que hacer para tomar ejemplo de mi tía y conseguir que Andrew estuviera dispuesto a dejarlo todo por mí —En mi caso me conformaba con que pensara que merecía la pena—.
    —Be… ¿Andrew?
    No me había dado cuenta de que alguien había entrado al bar y que se había acercado a la mesa donde nos encontrábamos. Levanté la cabeza, irritada porque nos hubieran interrumpido y mucho más porque la voz que había llamado a Andrew por su nombre había sido suave, musical, una brisa fresca para los oídos. Me quedé de piedra.
    Una chica, que presumiblemente sería poco más baja que yo, nos miraba, primero a mí y después desvió la mirada hacia Andrew. Era hermosa…, no, aquello era quedarse corto. Tenía una belleza angelical, tan perfecta como Andrew. Al igual que él no parecía real. Su tez era de un blanco inmaculado, suave, aterciopelada; sus ojos, de largas pestañas doradas, eran grandes, ligeramente rasgados y de un color azul tan claro que parecía transparente. Poseía una nariz pequeña, respingona y unos labios rosados que le daba mayor aspecto de muñeca de porcelana.
    Cerré la boca, sin acordarme cuando la había abierto. Reconocía que Jennifer y Verónica eran guapas, incluso Sarah o mis primas, pero todas ellas parecían ser “normalitas” al lado de aquella chica. Podía imaginármelas envidiando aquel cuerpo delicado, aquella belleza pura, inhumana.
    —Andrew, ¿quién es ella?
    Su voz, musical, estaba cargada de odio, de reproche y autoridad. Miré de reojo a Andrew, quien enarcó una ceja, contrariado, pero mostró una expresión fría, distante, indiferente. Me di cuenta, por primera vez, que aquella serie de expresiones eran fingidas, una mascara, una forma de controlar sus emociones.
    —Nadie por la que debas preocuparte.
    Las palabras de Andrew me hicieron más daño del que jamás hubiese creído posible sentir, y más viniendo de alguien a quien apenas conocía; pero me dolieron. Dejé de mirarlos, agachando la cabeza, taladrando el vaso con la mitad del refresco en su interior, deseando desaparecer de allí. Era obvio que estorbaba. Cerré los ojos con fuerza, haciendo que el cabello cayera hacia delante para que nadie pudiera verme la cara.
    —Me temo que sí va a ser el final del juego —Andrew se dirigió a mí, pero no me molesté en mirarlo. Abrí los ojos, contemplando aún el vaso. Puso una mano sobre la mesa e hizo presión para levantarse—. Invito yo. Vamos, Emily.
    Iba a negarme pero temía que la voz me delatara y preferí asentir con la cabeza, deseando que se marchasen de una vez. Oí sus pisadas hacia la barra y sus voces amortiguadas por el ruido de otras voces y de vasos cayendo al fregadero. Otra vez sus pasos y la puerta al abrirse y al cerrarse. Levanté la cabeza. Andrew ya no estaba. La silla donde antes había estado sentado estaba vacía. Me mordí el labio, intentando que el dolor del pecho cesara. ¿Cómo había podido pensar que alguien como Andrew no tuviera novia? ¿Y cómo podía competir contra alguien como aquella chica, Emily? Para él todo había sido un juego, una forma de entretenerse mientras la esperaba. Posiblemente no había habido maldad en su comportamiento; nunca había dado a entender que le interesaba, y estaba claro que estaba acostumbrado a que las mujeres se desmayasen a su paso. Sentí una punzada de celos y me levanté. Sólo me faltaba aquello, sentir celos por alguien que nunca me había pertenecido.
    Salí del bar, agradeciendo el aire fresco en la cara y caminé hacia la dirección opuesta al bar “el tuerto”. No creía que a esas alturas estuvieran esperando a que llegase y, aunque aún estuvieran allí, no tenía ganas de enfrentarme a ninguno de mis nuevos amigos. Anduve sin rumbo hasta llegar a la playa. Me senté en la arena y permanecí allí hasta después de las tres de la tarde. ¡Qué cruel podía llegar a ser la realidad cuando te habías creído ser parte de un cuento de hadas! Me levanté, me sacudí la arena del pantalón y volví a casa, esperando la bronca de mi abuela por llegar a esa hora sin avisar.


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    Capitulo 3 ^____^ Espero que os guste y gracias por leer!!!!

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  6.  
    darkles

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    Capitulo 4

    Me negué a salir de casa. Mi abuela pareció escandalizarse primero y, cuando vio que sus amenazas no surtieron efecto, decidió preocuparse. Margaret trató de hablar conmigo, sonsacarme, cuando su madre no estaba cerca, qué me había ocurrido para que cambiase tan repentinamente. Alegué que lo único que ocurría era que tenía muchísimos deberes, dos trabajos de ciencias, un comentario de texto y leerme un libro para el primer día después de vacaciones, y que, dado que mi idea original había sido ir allí a descansar, iba a cumplir con mi propósito inicial y dedicarme a relajarme, hacer las tareas con calma y no a perder el tiempo. Cuando susurró algo acerca de cierto chico que me gustaba, le cerré la puerta en las narices.
    Agradecía el esfuerzo de mi tía, una mujer sin problemas, independiente y con la mentalidad de una adolescente, por ayudarme, pero no necesitaba que nadie me levantase el ánimo o me diera falsas esperanzas. En tan poco tiempo había tenido tantos bajones y subidas que a esas alturas estaba agotada, física y mentalmente. Ya había tenido suficientes dosis de amor para toda la eternidad. Enamorarse no era sano.
    Me dediqué a hacer los deberes, a leer, incluso comencé a ver los culebrones con mi abuela; hacía cualquier cosa que me mantuviese la mente ocupada y lejos del exterior. Al tercer día de negarme a coger el teléfono, Sandy y Graze fueron a verme a casa de mi abuela. No me importó. Me caían bien y si no me obligaba a salir a la calle, su compañía era bienvenida. Sandy insistió en saber qué me pasaba, pero dándose cuenta de mis evasivas, Graze salió una vez más en mi ayuda y pidió a su amiga que no me presionara. No creía ser capaz de tener el suficiente tiempo para agradecerle todo lo que había hecho por mí en esos días. Y desde ese día, acudieron a verme como una rutina. Sandy dedicaba esos momentos para confidenciarme sobre los progresos que hacia con Andy, siempre atenta a ver si Graze, que por supuesto se enteraba de todo, fingía bien estar ocupada o, en un libro o, incluso, en los deberes que había comenzado a traer.
    Después de diez días, cuando sólo faltaban cinco para que volviese a casa, llamaron por teléfono, sorprendiendo a todos la voz tímida de mi madre que, como debía haber supuesto, Sarah no había dado mi recado y no habían sabido nada de mí desde que me había marchado. O, más bien habían tardado diez días en darse cuenta de que no estaba en casa y peor aún, que no sabían nada de mí desde entonces. Era deprimente, tal vez por eso en el resto de los aspectos de mi vida me fuera igual de mal. Aunque aquello tuvo algo bueno. Mi madre estuvo un rato hablando con mi abuela, algo que no ocurría desde hacia doce años. No me quedé a escuchar la conversación, pero algo debió ocurrir, porque aquella noche mi abuela no abrió la boca, permaneciendo ausente, y dejándonos disfrutar de la velada con una agradable conversación en la que hasta el abuelo se animó a participar, dejando el periódico a un lado. En vistas de lo ocurrido, decidí que tendría que fugarme de casa con mayor frecuencia.
    El último día, la víspera de mi partida el ambiente a mi alrededor estaba un poco cambiado. Mi abuela, que desde la llamada se había vuelto soñadora, insistió en que desayunara más de la cuenta, atiborrándome de tostadas con mantequilla y tortitas recién hechas para que acompañase al tazón de cereales que me había puesto delante. Resistí la tentación de recordarle que aquella no iba a ser la última vez que comería en mi vida. Mi tía no habló nada y ni se peleó con su madre cuando le puso delante un desayuno casi tan copioso como el mío. Incluso mi abuelo desayunó sin leer el periódico. Casi abracé a mis amigas cuando entraron por la puerta, pero me contuve a tiempo cuando vi la expresión taciturna en sus semblantes. Sandy se pasó todo el rato asegurando lo mucho que me echaría de menos, pidiéndome que la enviara emails, dándome su número del móvil y hablando de todo lo que habíamos hecho juntas o lo que haríamos cuando volviésemos a vernos. Graze, por su parte, no intervino en el parloteo de Sandy, pero cuando se marcharon, se giró unos instantes, permitiendo que Sandy se adelantase a llamar al ascensor.
    —Volveremos a vernos, ¿verdad?
    Sus ojillos, tras los cristales de las gafas, eran sinceros y en ellos se reflejaba una profunda pena. Me conmoví. ¿Podría ser que hubiera encontrado a una verdadera amiga, allí, dónde no había esperado ni salir de casa? La sonreí.
    —Haremos que así sea —prometí con la misma sinceridad.
    Se marchó. Aquella sería nuestra despedida. Ninguna de las dos iría a despedirme a la estación tal y como me habían prometido. Si por mí fuera, no dejaría ni que asistiera la familia. Odiaba las despedidas y, aunque estaba deseando marcharme, ese sentimiento sólo se debía a una persona de la que deseaba alejarme. Y, del mismo modo, el hecho de tener que partir hacia que deseara echarme a llorar. Lo peor de todo era que el motivo de no querer marcharme era la misma persona.
    —Entonces, ¿vas a salir?
    Margaret me lo preguntaba por tercera vez y en esta ocasión me volví para mirarla a la cara.
    —Sí —repetí también por tercera vez—. Tengo que comprar unos regalos para mis amigas o me decapitaran.
    —¿Un recuerdo de… aquí?
    Mi tía parecía incrédula y yo me abstuve de explicarle que a ellas les daba igual de donde fueran los regalos, siempre y cuando les llevara uno.
    —Eso es.
    —¿Quieres que te acompañe?
    —No, no hace falta, pero gracias. No voy a perderme. Iré a la primera tienda que vea y allí cogeré lo primero que merezca la pena. No te preocupes.
    —¿Seguro?
    La miré con fastidio y ella levantó las manos.
    —Vale, vale. Ya te dejo.
    Antes de bajar hice la maleta. Recogí con esmero la misma ropa, los mismos libros que catorce días atrás había sacado y guardado. También metí en la maleta el vestido que había comprado y las botas que solo me había puesto una vez. No tardé mucho. En cuanto me di por satisfecha y me aseguré de tenerlo todo preparado, incluso el móvil que había desterrado al bolsillo interno de la mochila, aún apagado, salí de casa.
    Llevaba tantos días sin salir que me cogió por sorpresa el olor a salitre que se respiraba en la calle. Me di la vuelta y caminé en la dirección opuesta a la playa. Ya había descubierto anteriormente que las tiendas no se encontraban en aquella dirección. Pasé de largo las tiendas de ropa y me detuve frente al escaparate de una tienda de regalos. Desde el cristal podía distinguir las muñecas y peluches que descansaban en las estanterías, la bisutería en mostradores, carteras, pañuelos, bufandas, figuras ostentosas… Era una buena decisión. Allí podría encontrar un regalo para cada una de ellas y no tendría que caminar durante más tiempo.
    No tardé en escoger. La dependienta, una mujer de eterna sonrisa, me prestó toda su atención y, con su ayuda, terminé en menos de diez minutos con los regalos envueltos y con el nombre correspondiente en cada tarjeta.
    Salí de la tienda con una bolsa en cada mano. Ninguna de las dos pesaba, así que decidí pasarme un instante por la playa para despedirme del mar. Sabía que caminar por la arena me haría recordar una escena que pretendía olvidar, pero aún así no deseaba irme sin volver a ver una vez más las interminables aguas azules. Llegué hasta el sendero a las afueras del pueblo con facilidad, como si lo hubiese recorrido todos los días y bajé con cuidado la pequeña pendiente hasta llegar a la ribera. Como siempre, la playa estaba vacía. Sólo las olas producían un sonido, o las gaviotas no muy lejos. El ruido de la ciudad quedaba apagado a esa distancia. Permanecí al lado del camino unos instantes, respirando el aire húmedo y disfrutando de la soledad de aquel hermoso paisaje. Tras unos instantes, me animé a caminar un poco por ella.
    No pretendía alejarme mucho del camino. Anduve con cuidado, observando a mi alrededor, llenando mi mente de recuerdos que más tarde podría proyectar con nitidez hasta que volviese a verlo. Tal vez fue por culpa de que estaba abstraída en mi propio mundo por lo que tardé demasiado en darme cuenta de la sensación de urgencia, de miedo que hizo que se me erizara el pelo o sintiera un escalofrío en la nuca. Me paré de golpe. A mi alrededor todo el paisaje había dejado de parecer una imagen exótica a convertirse en el escenario de una película de terror. Me sentía observada, acechada y el miedo que sentía no me ayudaba a aclararme. Miré en todas las direcciones, intentando encontrar la causa de ese pavor repentino, pero no vi nada, no había nadie.
    Eché a andar hacia el sendero que me conduciría a la civilización, primero deprisa, después corriendo, sin que el miedo disminuyese ni la sensación de no encontrarme sola desapareciera. A lo lejos, viniendo hacia mí, pude distinguir dos figuras, dos sombras que se movían muy deprisa. No dejé de andar, pero sí de correr, preparándome para dar la vuelta si era necesario. Las figuras seguían avanzando y cada vez se encontraban más cerca. Demasiado cerca. Y estaba segura de que era imposible que nadie pudiera moverse a esa velocidad. Se movían demasiado deprisa. Me detuve, paralizada por el miedo. El sendero del pequeño monte no debía estar muy lejos, pero no conseguiría llegar a él antes que aquello. Me di la vuelta o, al menos, pretendí hacerlo.
    Las dos figuras se separaron. No vi a dónde fue la que ya no se encontraba frente a mí, aún avanzando, pero aquella comenzaba a quedar al alcance de mis ojos; podía verla con más nitidez y lo que vi, no me ayudó a moverme.
    Se movía de forma extraña, encorvada, con los brazos o lo que parecía serlo colgando hacia delante, como si en algún momento fuera a darse impulso con ellos. El rostro, desfigurado, al igual que el resto del cuerpo, estaba cubierto de escamas pequeñas y uniformes que brillaban bajo el sol casi inexistente y proyectaban una sinfonía de colores.
    En un principio pensé con temor que aquello iba a por mí, que me atacaría, que no tenía escapatoria, pero con un alivio cruel pude distinguir dos figuras que venían en la misma dirección en la que yo había andado. Se movían con agilidad, elegancia felina y corrían a encontrarse con aquella criatura. Intenté gritarles, advertirles del peligro, pero mi garganta no emitió ningún sonido. Tenía la boca seca, acartonada y me costaba respirar. Fue entonces cuando reconocí a una de las siluetas. Era Emily. Su cabello dorado se movía en vaivén al compás de las piernas de la hermosa muchacha. Sus manos frente a ella se movían veloces. A su lado, otra muchacha que no recordaba a ver visto nunca, tenía la mirada clavada en la criatura que cada vez acortaba más la distancia con ellas. A esa distancia no podía distinguir muy bien todos sus rasgos, pero casi podía afirmar que debía ser casi tan bonita como Emily, aunque de aspecto más aniñado y de rasgos más oscuros.
    No sé lo que pasó cuando los tres llegaron a darse alcance. Al principio llegué a creer con desesperada demencia que aquello no era real, que debía ser algún rodaje, alguna secuencia de alguna película, pero ante el contacto de unos símbolos que se alzaron ante la criatura de un color grisáceo, ésta se evaporó en el aire. Las dos chicas se pararon, relajando los brazos y llegué a distinguir la sonrisa perfecta de la chica que no conocía.
    Entonces me acordé. Eran dos. No se lo que estaba ocurriendo en realidad, ni siquiera tenía la certeza de que aquello no era producto de mi imaginación, o la parte de una película que estaban rodando y que yo, al salir corriendo, llamando a gritos a Emily, no la estaba estropeando, pero mis voces de advertencia sacaron a las chicas de su tranquila conversación y se volvieron, alertas, hacia mí justo cuando la otra criatura salía de su escondite y se abalanzaba hacia ellas. Las expresiones de sorpresa se dibujaron en sus perfectos rostros, pasando sus miradas de mí a la criatura y, con cierto temor, Emily gritó algo a su amiga, quien tardó en reaccionar y se movió con lo que a mí me pareció, una exagerada lentitud. Noté como algo pasaba por mi lado; un viento fuerte me golpeaba el rostro y una punzada de dolor me recorría el costado izquierdo, pero todo se representó de forma vaga en mi cerebro. Volví a gritar o, al menos, creí que lo hacia, y Emily se apartó de su camino, sólo unos segundos antes de abalanzarse sobre ella y cayó sobre la otra chica que profirió un alarido de dolor que perforó mis oídos.
    Emily gritó y puede que yo también, mientras aún corría hacia ellas. Una tercera silueta apareció frente a todos y, alzando una sola vez la mano, la criatura se evaporó como lo había hecho la primera minutos antes. Miré a Andrew sorprendida, pero no me detuve a admirarlo en esta ocasión. Emily se había agachado junto a la chica que aún sollozaba en el suelo y había extendido las manos sobre ella y recitaba algo en otro idioma cuando llegué hasta ellos.
    —¿Está bien? —pregunté con voz ronca. La pregunta era estúpida pero dudaba que mi cerebro pudiera dar para más en aquellos momentos.
    La herida de la otra chica era enorme. Tenía cinco cortes en el estomago producidos por lo que parecía una garra. De ella salía sangre y me desesperé al ver a Emily allí, con las manos extendidas frente a ella, sin intentar parar la hemorragia. Di un paso hacia ellas, pero Andrew se interpuso en el camino. No lo miré.
    —Vete, Alisson —me ordenó.
    —¡Apártate! —grité desesperada—. ¡Necesita ayuda! —chillé.
    —¿Y tú puedes ayudarla?
    La frialdad de sus palabras llegó a traspasarme la ropa y a congelarme hasta los huesos. Alcé la cabeza. Las piernas aún me temblaban por el miedo y ver la dura mirada de Andrew me descolocó. Su rostro había perdido todo rasgo de amabilidad y en su mirada dura como una roca había algo más que frialdad: desprecio.
    —Necesita un médico —susurré ya sin convicción.
    —Dile que se vaya! —oí a Emily de forma distante, como si me encontrase a kilómetros de distancia.
    —¡Fuera! —rugió Andrew.
    Dio un paso hacia mí, pero yo retrocedí, nuevamente asustada y, tras lanzar una última mirada a la chica que aún yacía en el suelo, me giré y eché a correr. No tardé en encontrar el sendero. Como había supuesto antes de lo ocurrido, no estaba lejos. La sensación de ser acechada ya no me perseguía, pero aún así corrí hasta verme nuevamente rodeada de gente, de coches y paré a tomar aire. Después seguí corriendo, buscando desesperada la casa de mis abuelos. Durante todo el camino el dolor del costado, que antes me había parecido tan distante, se fue haciendo más intenso, hasta que, cuando entré en el ascensor, el dolor era lo único capaz de sentir.
    Abrí los puños, dándome cuenta de que los había estado apretando con fuerza, sosteniendo de forma mecánica las bolsas con los regalos, y las dejé caer al suelo sucio del ascensor. Un hormigueo me recorrió por las manos y el típico escozor en las marcas llenas de sangre que me habían producido las uñas al clavarse en la piel. Aquello no me molestó. El dolor en el costado nublaba todo lo demás. Intenté mirarme el costado, pero cualquier movimiento brusco intensificaba el dolor y, observar las tiras de tela de la cazadora junto a las manchas de sangre que comenzaba a teñirla, no me hacia sentir mejor.
    El ascensor se detuvo, cogí las bolsas con esfuerzo y salí, encarándome a la puerta de casa. Aspiré hondo y oculté la cazadora rota con una bolsa, aguantando con los dientes apretados el dolor, y abrí la puerta, saludando de forma precipitada.
    —¿Ya llegas? —preguntó mi abuela, asomando la cabeza.
    —Sí…
    Me miró durante demasiado tiempo.
    —¿Ya lo has comprado todo?
    —Sí. Voy a guardarlo para que no se me olvide.
    No esperé a que dijese nada más. Eche a andar y me alejé por el pasillo hasta llegar al cuarto de baño y encerrarme allí. Tiré las bolsas a un lado y me miré en el espejo. Mi cara estaba pálida, excesivamente blanca y la vista se me nublaba. Cerré los ojos unos instantes y me giré, permitiendo que el espejo me reflejara el costado. Como ya había podido notar, la cazadora estaba raída con la misma forma que había visto en el estomago de aquella chica en la playa. Me estremecí y sin fuerzas me quité la cazadora, dejando al descubierto un jersey de lana blanca teñido de rojo por la sangre. Me agarré al borde del lavabo y contuve las ganas de vomitar.
    —¿Alis?
    Los golpes de mi abuela en la puerta me sacaron del estupor que la sangre me había creado. Sabía qué encontraría bajo el jersey.
    —Estoy aquí, abuela —susurré.
    —¿Estas bien?
    Levanté la cabeza y volví a mirarme en el espejo. Mi aspecto no podía ser peor.
    —Sí…, Pensaba darme una ducha antes de comer.
    —Está bien, de acuerdo. No tardes.
    —Sí.
    Para darle más convicción a las palabras, abrí el grifo del agua caliente y dejé que el agua saliera y fuera llenando la bañera. El calor fue creando una película de vapor en el pequeño cuarto y tuve que limpiar el espejo con un trapo para poder seguir disfrutando de su reflejo. Con manos temblorosas subí el jersey, sintiendo cómo la lana rota se había pegado en las heridas y tiraba de ellas al despegarse. Tardé cuatro intentos en sacar el suficiente valor para tirar del jersey con fuerza y soportar en silencio las punzadas de dolor que provoqué en la piel herida.
    Como había previsto, tenía la misma marca que la chica de la playa, pero menos profunda. Eran tres cortes ligeramente curvados que trazaban una línea desde la cintura hasta la mitad de la espalda. Volví a marearme y tuve que agarrar una vez más el borde del lavabo. ¿Y si se lo enseñaba a alguien? Quizás necesitaba un medico… ¿pero qué iba a contar? ¿Cómo podía explicar lo que había sucedido en la playa? Además, no tenía la cabeza como para inventar alguna excusa. Abrí el armario donde mi abuela guardaba el botiquín de los primeros auxilios y, tras cerrar el grifo de la bañera, comprobar que el agua no estaba muy caliente y buscar cualquier cosa que demorase el momento, tardé aún más en tener el coraje de empapar una gasa con agua oxigenada y limpiar la herida. Con cada movimiento, los cortes parecían arder y tenía que morderme los labios para no gritar, sintiendo como las lágrimas me quemaban los ojos y me impedían ver bien. Cuando terminé, me vendé la parte herida y esperé, sentada en el suelo a que el agua de la bañera se fuera por el desagüe. Me quité la ropa y me rodeé el cuerpo con una toalla seca. Guardé el jersey y la cazadora en una bolsa de los regalos y salí del baño. Mi abuela salía para volver a llamarme.
    —¿Ya has terminado?
    —Sí —dije, tratando de darle fuerza a mi voz.
    — ¿Quieres que lave la ropa para mañana?
    Señaló la ropa que llevaba en la mano y la junté aún más, impidiendo que viera el contenido de la bolsa.
    —No, no hace falta, abuela, mañana la lavaré en casa —aseguré—. Bueno, voy a vestirme.
    —Claro.
    Me vestí deprisa, temiendo que mi abuela entrase en cualquier momento en la habitación. Mi extraño comportamiento había quedado reflejado en la preocupación de su rostro cuando había cerrado la puerta de la habitación y no quería que me viese con la mitad del cuerpo vendado. No tenía forma de explicarlo.
    Me tumbé en la cama, sintiendo como el analgésico que había tomado en el baño hacía su efecto y me aliviaba el dolor. Había guardado el jersey y la cazadora en una bolsa de plástico y escondido en el fondo de la maleta. Pretendía tirarlo en la menor oportunidad antes de llegar a casa. Tal vez en la parada del autobús…
    Ahora que me encontraba mejor, que la herida dolía menos y la mente la tenía algo más despejada, no pude evitar pensar en lo ocurrido. Me hubiera gustado averiguar qué había sucedido en la playa, qué les había atacado, qué me había herido, cómo lo había hecho y qué había ocurrido con aquella chica. ¿Se habría puesto bien? La imagen de ella cubierta de sangre, con una herida destrozándole el estomago me devolvió las nauseas y la intranquilidad. ¿Qué había hecho Andrew para que aquel ser se evaporara como si jamás hubiera existido? La herida del costado me afirmaba que no era un sueño, pero aún así… ¡Todo parecía tan irreal! Es más, Andrew parecía irreal…
    Pasé el día prácticamente en mi habitación, exhausta. A nadie pareció extrañarle demasiado. Creían que deseaba descansar para el viaje del día siguiente a las cinco de la mañana. En parte era cierto, necesitaba descansar, pero el motivo era distinto. A la noche cené poco. Los medicamentos para el dolor que tomaba por mi cuenta me dejaban adormilada y decidí acostarme a las siete de la tarde. En cuanto mi cabeza rozó la almohada, me quedé dormida.
    —¡Alis!
    Me incorporé bruscamente, mirando aterrorizada el rostro de mi tía. Me relajé. No había tenido un sueño muy agradable.
    —¿Qué hora es?
    La oscuridad era lo único que se percibía a través de la ventana junto a las sombras que producía la tenue luz de las farolas.
    —Las cuatro. Vamos, levántate.
    Esperé a que Margaret saliera de la habitación para levantarme. Sentía el cuerpo más pesado y cansado que antes de acostarme. Miré la herida. Comenzaba a doler una vez más ahora que el efecto del último analgésico había disminuido. La venda estaba un poco colorada, pero la mancha no era tan amplia como para haber manchado ni el pijama ni las sabanas. Me alegré de ello y, sin demorarme en cambiar el vendaje, me vestí, recogí todo lo que faltaba de última hora y fui a enfrentarme a mi familia.
    Me esperaban en la cocina. Mi tía había hecho café y los tres estaban tomando una taza. Me ofreció una al verme y acepté agradecida. Me vendría bien algo de cafeína para despejarme y entrar en calor.
    —¿Nos vamos ya?
    Mi abuela miraba el reloj con ansiedad.
    —Mejor —acepté. No deseaba llegar con el tiempo justo.
    Gracias a que mi abuelo vino con nosotras, tan sólo tuve que cargar con la mochila, algo que fue un alivio para la herida del costado. Prefería no pensar qué ocurriría cuando tuviera que cargar con todo al llegar a la estación.
    . La estación estaba bastante vacía. No había muchas personas tomando un autobús a las cuatro de la mañana. Algunas permanecían a la espera de recoger a algún familiar que llegaría esa madrugada y otras miraban impacientes el reloj o soportaban las despedidas de la familia y amigos.
    —Voy al servicio —dije, tratando de evitar la despedida lo más posible. Margaret se ofreció a acompañarme pero me negué, alegando que prefería que estuviera allí por si llegaba el autobús y tenían que avisarme. Ella aceptó de mala gana y yo me escabullí antes de que pudiera darse cuenta de que mi abuela también podía avisarnos si llegaba el autobús.
    Los baños estaban un poco apartados, en el edificio más viejo en el otro extremo del andén. Allí ya no había nadie. Caminé escuchando el eco de mis propias pisadas y unas gotas que caían en algún sitio no muy lejos, emitiendo un sonido rítmico y monótono. La ansiedad de encontrarme en un lugar como aquel, a solas, me invadió y un temor infundado recorrió todo el cuerpo. Me reí del miedo por lo bajo y traté de buscar el baño. La herida me dolía demasiado.
    Entré por la puerta que había dibujada una dama con sombrero y cerré la puerta a mi espalda. El baño para señoras no era muy acogedor, pero al menos estaba limpio. A diferencia de los servicios de cualquier ciudad, allí sólo había uno y me pregunté si alguna vez se formaría alguna considerable fila para poder entrar.
    Sin darle más vueltas al asunto, agarré la mochila, saqué la ropa manchada de sangre que había metido en una bolsa de plástico blanca antes de salir de casa, y la tiré en la papelera metálica que había bajo el único lavabo. Eché un último vistazo a mi aspecto, pálido y demacrado en el espejo. Suspiré resignada. No iba a poder cambiar ese hecho y al menos no tendría que dar ninguna explicación en casa ya que mis padres nunca estaban allí. Por una vez saqué algo positivo a ese hecho.
    Me apresuré a salir del servicio y casi choqué con una mujer en la puerta. Las dos nos miramos con sorpresa y comprendí que a ella le había impresionado un poco, como a mí, la tétrica imagen que daba la quietud y la soledad que había por los pasillos hasta llegar allí. Me sonrió con timidez y disculpa y se la devolví, mucho menos sincera y me alejé, tratando de no pensar en nada. El largo pasillo parecía estar cubierto de sombras y volví sobre mis pasos con la herida del costado dándome punzadas insoportables.

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    Capitulo 4 ^__^ Y comienza la acción… que sucederá a partir de ahora? Jeje. Muchas gracias por leerme y por todos vuestros comentarios, emails ^__^

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