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    Acuario
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    23 Febrero 2011
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    Título:
    Dorobō
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    6
     
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    3550
    Dorobō
    ¿Sabes? Ser el mejor tiene sus desventajas. Pésimos enemigos, contratos que apestan, encargos ilógicos, clientes insatisfechos, choques con una ley que no para de incordiar…y “seres” sin ningún propósito que no sea
    el de arruinarme la vida.
    Prologo
    …Se miraron a los ojos. ¿Ese era el fin? Había creído que todo iba a salir bien. Que nada los iba a separar, no ahora… Él había ido a buscarla, se había arriesgado a perderlo todo…pero no a perderla a ella. Una calidez salina recorrió sus mejillas y su mirada se nublo… ¿Valió la pena?
    Por supuesto que lo valió…
    Olvidándose del dolor, abrazó su cuerpo entre sus brazos sintiendo el temblor de la muerte recorriendo su cuerpo. Era el momento de decir adiós. La sujetó con más fuerza. No quería dejarla ir…Ese no era el trato…
    ― Lo la..mento… ¿Pue..des perdonar…me?
    ― Tonta, no te disculpes tanto…
    Observó a su alrededor… Observó los escombros que los rodeaban, y las miradas de los demás…
    ― Vol..veremos a ver..nos, te lo prome..to…Aun me de..bes un he..lado, ¿lo recuerdas?
    El busco la mirada de él. Se la rehuía…
    ― Si, lo recuerdo...
    Ella limpió sus lagrimas con sus dedos, le sonrió y…
    ― …aun no es hora.
    …Nadie dijo nada ante la presencia entre ellos…Una que él hacía muchos siglos que no había visto…

    Ladrón
    Aquella no era la mejor de las noches para trabajar, según él. La luna brillaba muy en lo
    alto y las calles estaban atestadas con tráfico y merodeadores nocturnos. Un edificio empresarial frente a sus ojos fulguraba grandes cantidades de luz y las pantallas gigantes que daban a la avenida no le daban tregua a sus encandilados, y ahora fotosensibles ojos, mientras transmitían un comercial cursi de alguna otra idol de moda. Y por si no fuera poco, estaba haciendo algo de frío desde donde podía ver la avenida atiborrada de gente.
    Otra nueva ventisca vino furiosa hasta él y azotó su espalda empujándolo un poco, pero
    solo un poco. Desde ahí, con solo poder bajar la cabeza se veía los treinta pisos de distancia que estaba él de la calle, y sus pies a penas estaban a diez centímetros separados de la cornisa de la azotea del edificio.
    ― Esa hubiera sido una fea caída ― murmuró algo enojado consigo mismo.
    Con paso frío y calculador se alejo del borde, mientras escondía sus manos en los bolsillos de la chaqueta. Si la intención de su impuntual compañero era cabrearlo hasta atmosféricas alturas, lo estaba consiguiendo, y muy bien.
    Generalmente los trabajos no se hacían tan tediosos o incómodos como ese, sin embargo, ese día había comenzado mal y no le parecía difícil ni imposible que terminara
    igual, o peor que mal. Cuando llegó al medio de la azotea se detuvo para mirar a un lado y a otro. Estaba muy aburrido, no era como las veces anteriores donde la adrenalina le cruzaba furiosamente las venas, ni siquiera podía sentir una diminuta emoción por la meta de esa noche. No cavilaba en qué madriguera esconderse, a dónde ir luego, qué hacer con eso, a quién se lo vendería, al mercado negro o algún otro cliente viejo; no, su mente solo se concentraba encontar los segundos y en planear creativas maneras de asesinato para probarlas en su obligado ayudante.
    Sin dejar que el enojo lo afectara y lo distrajera de estar sereno, desechó el pensamiento y prefirió adelantar algo del trabajo ahí arriba mientras esperaba la pauta. Sacó las manos de los bolsillos y las observo atentamente. Largas, no muy gruesas, con algunos cayos en las palmas y una que otra cicatriz en los dedos, sus manos eran quizás su mejor arma y ese era momento de utilizarlas en lo que mejor sabían hacer.
    Aunque su entusiasmo estuviera ausente en esa fiesta.
    A su lado, una bolsa negra de gimnasio reposaba junto a su bota. La miró con pesadez
    buscando recordar porqué diablos no había traído la más pequeña. El simple hecho de salirse de lo parámetros normales de su trabajo lo encabronaba. Se sentía un poco flojo ese día, y el solo pensar que tenía que hacer mucho protocolo para tener que ir a buscar la enorme bolsa cuando terminara el trabajo, lo llevaba al mundo de los rabiosos sin boleto de vuelta.
    Pero muy en contra de su sentido común, reconoció que la excelencia se encontraba en
    todo ese equipo especial que no entraría jamás en la bolsa más pequeña. Después de todo, hacía tiempo que no hacía un trabajo como ese. Era de esperarse que estuviera renuente a iniciar otra vez, sabiendo lo peliagudo y suicida que era hacer algo como lo que estaba a punto de hacer; de verdad esperaba que el riesgo valiera la pena.
    Con unairritante punzada de impaciencia en la sien, se resignó a tener que recoger la
    bolsa luego de terminar.
    Guardando para más tarde el enojo y las ganas de arrancar cabezas, se puso manos a la obra. Con una delicadeza de cirujano, extrajo las cuerdas y el arnés para escalar, preparó y guardó en los bolsillos de su chaqueta todo lo que prudentemente necesitaría al entrar, y se dispuso a instalar el equipo que lo llevaría al pequeño tesorito que le habían pedido tan encarecidamente que tomara.
    ― Nota nental: ser más discreto en escoger restaurantes.
    Aun no entendía como lo había convencido. Ni siquiera sabía cómo había podido
    encontrarlo un mes atrás para ofrecerle según él: “el mejor encargo de todos”. Gozaba de una privacidad rigurosa que rayaba en la paranoia. Ningún contacto con clientes, solo con algunos vendedores, uno que otro aliado y miles de identidades falsas, además de muchos escondrijos. Esa era la regla. Pero toda seguridad se desplomó como un castillo de naipes cuando Miroku, alias “sabueso”, un intermediario, lo arrinconó en un garito de comida mexicana que frecuentaba muy seguidamente dándole un plazo de tres días para decidirse si aceptaba, o no, el trabajo. Resopló irónico. Como primer pago, el cliente de
    Miroku le ofrecía una suma de dinero que hasta el más insignificante carterista se ofendería, pero tuvo que reflexionarlo al saber el nombre del cliente. Onigumo Yamato. Uno de los más peligrosos hombres del mundo de la mafia con una plaza de especialistas asesinos sedientos de sangre que trabajaban para él.
    Al principio dio por seguro que el intermediario solo estaba jugando con él. No era la primera vez que los sabuesos se la
    querían dar de listos. Sin compasión, lo echó a patadas de su vista, aunque no
    podía evitar tener que darle algo de crédito solo por encontrarlo. El tipo debía tener agallas para hacerlo, solo había tres personas en el mundo que lo conocían en verdad hoy en día, y se alegraba mucho de saber que jamás tendría algún “inconveniente” con dos de ellas. Sin embargo, no terminó por creerse el cuento de que el mismo Onigumo requería de su trabajo solo hasta que sintió el golpe duro del frío hierro de un arma en la entrepierna, y el propio y personal convencimiento de uno de los hombres de Onigumo que acompañaba a Miroku.
    Inmediatamente desechó toda muestra de desagrado ante la idea de ser peón del hombre.
    Si lo pensaba mejor, no era un trato del todo detestable, después de todo había
    escuchado el rumor de que pagaba muy bien y ciertos beneficios que otorgaba. Y siendo sincero, no siempre Onigumo llamaba a gente “especializada” para sus caprichos. Además, sabía que si no aceptaba el trabajo, o sea, le hacía un desaire a su excelencia, tendría a los más sádicos matones de Onigumo tocando su puerta. Y sinceramente el no encontraba agradable esa clase de visitas.
    Prefería mil veces que un oficial tocara su puerta, a que tuviera al mismísimo
    Hakudoshi, el mayor matón según los del bajo mundo, pidiendo entrar en su casa.
    Aquel tipo le había dado tan duro en las pelotas con el arma que aun se quejaba
    al sentarse.
    No obstante, ya había pasado una semana desde el penúltimo pago y aun no lograba
    sentir aquellas supuestas cantidades obscenas de dinero, las que según las
    malas lenguas, Onigumo daba a los peones de sus acostumbradas y sucias movidas,
    ni tampoco ningún beneficio.
    Esa era la maldición de un redomado experto en el arte del robo como él, nadie parecía apreciar sus habilidades ganadas con astucia y engaño; lo trataban como a un vil proletariado sin talento ofreciéndole una ridícula suma de dinero y una cuenta ilimitada de amenazas contra su integridad física si no hacia-lo-que-debía o si decidía rechazar el trabajo.
    A parte de que el encargo en si era risible. Tenía que robar “algo” de una colección de
    artefactos inservibles ornamentados por piedras preciosas y semipreciosas traídas de algún templo, que una pequeña casa de subastas de Tokio mantenía oculta para una futura presentación ante sus habituales clientes coleccionistas.
    Inaudito.
    Su trayectoria laboral se concentraba en magnos robos que implantaban envidia entre el gremio de su especialidad. Nadie le era tan insoportable a la policía de la ciudad como él. ¡Salía en las noticias! Y aun así estaba a punto de hacer un trabajo digno de un novato. Pero qué vergüenza.
    Con el arnés y la cuerda asegurada se acerco de nuevo a la cornisa. Ese era un buen
    momento para admitir que tenía algo de miedo. Solo un poco, un diminuto vestigio de pánico en lo más profundo de él que le gritaba que si no hacía ese trabajo como el cliente deseaba, tendría que decirle adiós a sus queridas manos. Había escuchado otros rumores de malas lenguas donde decían que una de las costumbres favoritas de los matones de Onigumo era machucar y luego cortarle las manos a quien osara retarlos.
    Sacudió su cabeza alejando el pensamiento. Serenidad, necesitaba serenidad y frialdad para iniciar su labor.
    ― Esta algo difícil. Generalmente cuando haces esto no hay un matón sicótico tras de
    ti, apuntándote en el culo con un arma, esperando que lo hagas impecablemente ― se dijo. Amarró su cabello negro y se colocó los guantes de lana negros. Ahora si estaba invisible. Qué suerte que no se hubiera cambiado el tinte del cabello desde su última misión.
    Muy bien, ¿todo listo? ― Al fin Miroku había dado muestras de vida. El pequeño audífono en su oído izquierdo hizo un sonido desagradable y de inmediato se pregunto por qué demonios Miroku jugaban tanto con el micrófono. Ya había pisado la tierra de los cabreados, Miroku debía agradecer que estuvieran separados por varios kilómetros.
    ― Te tardaste una eternidad y no me gusta que me hagan esperar.
    Eh… ¿lo siento?
    ― Yo no, me gusta trabajar solo y me estorbas, además de que eres un completo idiota y
    no te soporto. Ahora, quieres hacerme el favor de darme la maldita pauta antes de que vaya por ti y te rompa un brazo.
    De acuerdo, de acuerdo, Kami pero que mal humor. ¿No se supone que ustedes son los más simpáticos y carismáticos del gremio de los ladrones?
    ― Mataste esa cualidad en mi el día que te cruzaste en mi camino y mi chimichanga. La
    pauta. Ahora.
    ― Ok, Kami, pero que tipo. ― Murmuró no tan bien al otro lado de la línea. Tuvo que reprimir las ganas de ponerse a gritar y mandar todo al diablo para ir por el hombre y romperle algo. ― La colección está en el piso quince, en el depósito. Hay cámaras y cuatro guardias. Las escaleras de emergencia están a solo unos cien metros, pero lo mejor es que no las utilices, solo si hay factor de riesgo o error úsalas. A solo tres metros al este hay un ventilador, por ahí podrás subir al siguiente piso. En el piso dieciséis hay una maquina de golosinas, dentro esta lo demás que necesitas para salir de ahí a salvo. Cuídate de los guardias, estos tipos no son los acostumbrados guardias gorditos de museo. Ve de nuevo a la terraza e intenta llegar a la azotea del departamento de oficinas que está a la izquierda. Desde ahí podrás despistar a los guardias. Tienes exactamente una hora para terminar el trabajo. Una limosina te esperará a tres manzanas de la avenida principal, coge la ruta entre los callejones y llega hasta ahí siendo invisible. ― Al otro lado de la línea le pareció oír que Miroku tomaba aliento luego de su perorata, además de que cada una de sus palabras refería a un estado de furor que él estaba imposibilitado para sentir. Ese trabajo le aburría, era la primera vez que tenía que delegarle los detalles a alguien más. Tener que recibir el reconocimiento del espacio de otra persona, de un extraño, lo ofendía hasta niveles cósmicos. Era frustrante, si no fuera porque era un cobarde -pequeño defecto adquirido en el trabajo con el tiempo-, y apreciaba su integridad física, habría mandando al diablo todo antes
    de irse definitivo a su único escondrijo acogedor, soñado y tranquilo en Shanghái,
    donde podría seguir su vida. Pero ahí estaba, recibiendo instrucciones de un estúpido integral como Miroku. Él demostraba que su teoría de “los sabuesos son unos idiotas” era cierta. ― ¿Todo claro?
    ―Transparente… ― rezongó hastiado mientras apagaba el dispositivo, feliz de ya
    no tener que escuchar a Miroku. Al final la pauta había resultado no tener mucha ciencia, era un juego de niños.
    Observó por última vez su alrededor, mientras recreaba en su mente cada movimiento, cada pisada, cada numero de respiraciones para que nada sobrara o faltara en aquella hora. En otra circunstancia, habría pensado que le estaban dando mucho tiempo y se habría ofendido; ese tipo de trabajos tan rutinarios para él los podía efectuar en media hora, pero estaba bajo presión y tenía que agradecer un poco el extenso tiempo. Quizás así podría evitar más ingeniosamente a los supuestos guardias peligrosos. Sus encuentros con guardias de seguridad eran incontables, detestaba tener que lidiar con ellos, muchas veces eran muy torpes y no daban una buena pelea y otras veces se creían muy listos y al final solo le ponían la escapada más fácil. Sabía que su trabajo no requería fuerza, ni violencia, solo astucia y agilidad. Pero él había querido el paquete completo,
    y por ello tenía bajo la maga algunos truquillos útiles cuando tenía problemas, sobre todo cuando se trataba de estorbos en su labor.
    Vio el alto edificio de oficinas a un lado y sonrió cuando recordó notar cierto tono
    de recelo en la voz de Miroku mientras daba instrucciones. No era el primero que dudaba de sus aptitudes. Podía imaginarse las dudas implantadas en Miroku cuando hubo el primer encuentro. Su apariencia no era lo que él se esperaba, obvio, casi podía visualizar lo que el muy ingenuo pensaba: un tipo fornido y medio brusco, vestido a rayas, mascando cigarro y con una barba de un mes. En realidad no había nada extraordinario en él intencionalmente; de un metro ochenta, bien parecido de rostro y una profesión que le había otorgado a su cuerpo resistencia, contextura y habilidades de gimnasta eran los únicos rasgos que mantenía estables. Estaba obligado a no dejar que hubiera un rasgo emblemático en su físico para prevenirse, lo demás estaba en un cambio constante que ya a esas alturas le dificultaba reconocerse así mismo en un espejo. Siempre mantenía el verdadero tono de su cabello oculto al igual que escondía sus ojos extraordinarios tras lentillas de todos los colores existentes y hasta a veces utilizaba prótesis de goma en el rostro para disimular o cambiar ciertos rasgos de su rostro. Sin contar, que su edad también era igual de versátil como su cabello.
    No se extrañó que Miroku dudara. Aquel día que lo había interceptado en el restaurante supo ver que no se esperaba encontrar un anciano con un taco en la boca, en vez de un famoso ladrón. ¿Qué podía decir en su defensa? Venía de hacer un pequeño trabajito en Hokkaido, y esperaba celebrar su éxito con una cena mexicana y luego una película. O así era, hasta que el discreto revólver de Hakudoshi se instaló grosero en sus pelotas, al igual como se instaló Miroku en su mesa impidiéndole darle un bocado a su taco.
    ¡Kami no permitiera que él tuviera una vida!
    Un dolor agudo en su entrepierna le recordó que el reloj estaba en marcha y que si no se apuraba, las joyas de la familia no iba a ser lo único que le iba a doler. Colocando el arnés en un lugar que no lo hiciera perder el aliento y que no lo hiciera tener una retrospectiva de su vida escolar, miró por última vez el cielo antes de cerrar los ojos y lanzarse al vacío.
    ————————————
    Hi! Qué tal? Les gustó? Sus más sinceras opiniones serán muy bien recibidas! Es mi primera historia en esta página, y surgió luego de una maratón que me eche de White Collar :D Se supone que tengo una Beta, Zusura, pero está desaparecida en batalla :confused: Ni idea de ella y estoy que me ahorco y acabo con mi sufrimiento…En fin! Como dije, cualquier comentario es válido. Actualizaré en una semana,
    más o menos.
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    miko kagome

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    hola!!!!!
    pues bueno escribes muy bien, y además narras bien los sentimientos de los personajes ^^
    en lo personal me gusto mucho la trama del fic n_n
    me parecio muy interesante y lo entendi muy bien ^^
    ahhhhh ese Miroku que impuntual
    y hakudoshi que agresivo maltrato las "joyas de la familia" jajaja
    en fin yo me quede muy intrigada con tu fic
    y no se me quedo la duda el ladrón es Inuyasha cierto?
    estoy casi segura que si
    y espero que aqui aparezcan Kagome, Sango, o hasta shippo
    todos menos Kikyo (ella no por favor) >_<
    en fin espero me avises de la contiiiiii
    bye n_n
     
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    Wish

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    Capítulo 1
    Guardián

    No es como si no hubiera pensado que algo desentonaba a su alrededor. A pesar de que no había nada que estuviera fuera de su lugar natural, ni siquiera un murmullo en el viento que indicara peligro, algo definitivamente no estaba bien ahí. Paranoico no era exactamente la palabra para describir su leve inquietud, pero estaba algo incomodo con la situación que se preparaba a su alrededor. No todos los días le tocaba una guardia en solitario. La mayoría de las veces, le delegaban el trabajo a cuatro o cinco soldados; pero esa noche solo estaba él para cuidar los jardines. Aunque no estaba del todo solo; eso sería imprudentemente estúpido. Pero aun así no le causaba ninguna gracia su impuesta posición.

    Un escalofrío irritante cruzo su espalda de cabo a rabo interrumpiéndolo en su ronda. De nuevo estaba aquella incertidumbre desagradable que lo hacía querer devolver su escasa cena de esa noche. Convenciéndose de que no-había-nada-en-la-oscuridad-aterradora, se ajusto un poco la máscara y puso, un poco aparentando naturalidad, su mano en el mango de su espada. Que fuera absurdo no requería un insensato descuido e indiferencia a sus instintos. Para eso los tenía, ¿no? Siempre alerta, así lo había entrando el gremio, a duras penas en realidad. Era un grueso tronco difícil de talar, pero tantos años siendo apaleado al fin habían conseguido al menos sacarle un poco de aserrín a su poco colaboradora alma. De nuevo, otro escalofríos lo detuvo en el momento de inspeccionar, por tercera vez, la orilla del manantial.

    ― ¿Porqué no me ahorran la espera y aparecen? De verdad me aburre este misterio… ― susurró contra el viento. Esperando que, lo que fuera que estuviese ahí observándole al asecho, lo escuchara.

    Pero, de nuevo, estaba siendo en verdad paranoico.

    Se había firmado el tratado de paz. El hacha de guerra estaba enterrada. Ya no había nada ni nadie que pudiera tentar la seguridad del palacio. Entonces, ¿por qué tenía el raro presentimiento de un peligro inminente? Era obvio que estuviera algo nervioso por tener que cambiar las armas y el entrenamiento bruto y cruel al que estaba acostumbrado, por una vida más sedentaria. Como la de un soldado de a pie, o un guardián. Pero estaba seguro que nada lo que estaba pasando tenía que ver con las ganas de una buena pelea después de meses de infinita y aburrida calma, que todos sus compañeros, hasta él, sentían.

    Debía, en verdad, estar muy mal de la cabeza. No más licor, al menos no por los tres días que le quedaban en este lugar olvidado de la mano de Kami. No tenía sentido, le gustaba un poco la adrenalina de una buena batalla, pero no era la meta de su vida. Nadie podía estar más contento con la firma del acta de paz que él; así que no tenía sentido que ese anormal sentimiento de camorra y peligro se debiera a que se sentía nostálgico por las batallas.

    ― Mi padre tenía razón: un día de verdad iba a perder la cabeza.

    Alejándose del recuerdo de la negatividad de su progenitor, volvió a ajustarse la máscara, y esta vez no fue nada disimulado en sujetar con fuerza su espada al cinto. Era como si el enemigo le estuviera dando lengüetazos en la espalda. Sintiendo ahora escalofríos gracias al perturbador pensamiento, aspiró aire hasta llenar todo su pecho y luego soltarlo en un potente llamado.

    ― ¡Hachi!

    Un viento helado peinó sus cabellos atados en una coleta, y justo cuando quería de verdad desenvainar la espada, una sombra algo desproporcionada apareció con el viento a sus espaldas. Un mapache enorme y gordinflón que no podía hacerle justicia al traje de guerrero que utilizaba, salió de las sombras y se cernió nervioso a su lado, muy ceremonioso. Sus enormes ojos gritaban lo poco entusiasmado que estaba de estar ahí, pero al igual que él, si no cumplían órdenes… definitivamente iba a apestar ser ellos.

    ― Esta atento ― susurró.

    ― ¿P-porqué, su excelencia?

    Una cantidad inagotables de razones para arrepentirse por haber accedido a acompañar a su Excelencia, cruzaron la mente de Hachi en el instante en que el guerrero enmascarado desenvainó su espada. Pero más que eso, fue el mortal y poco acostumbrado silencio de él lo que lo descompuso hasta las lágrimas.

    ― ¿E-excelencia?

    Sabía que lo único que estaba haciendo era causarle un ataque nervioso a su fiel compañero, pero de verdad aquella incertidumbre lo estaba irritando, y ya que esa noche le había delegado el cargo de guardián, no estaba de más preocuparse…un poquito más. Aunque jurara que solo se trataba de su imaginación perturbada.

    No pasaron ni un par de minutos cuando esa terrible estela de peligro desapareció de sus sentidos y de nuevo todo volvió a estar en calma.

    ― Olvídalo, Hachi. Vuelve a tu puesto. ― Resignado, suspiró y guardó su espada cuando el aliviado mapache desapareció tras una estela de viento y hojas.

    Cuando quiso estirar sus agarrotados brazos, una ardorosa punzada le cruzó por las axilas donde la cota le rozaba dolorosamente la piel. De verdad que odiaba la armadura de los soldados del castillos. Eran incomodas, grandes, pesadas y, según él, inútiles cuando se trataba de correr para salvar el pellejo.

    Y ya hacía demasiado tiempo que no se daba el lujo de hacer esas viciosas carreras. Aunque su interior gritaba por hacer una la mayoría de las veces.

    Su armadura era muy similar al de Hachi, y eso de verdad lo hacía sentir mal por el demonio. El pobre Hachi no parecía disfrutar la pesada armadura, y no quería imaginarse lo trabajoso que debía ser usarla con las proporciones de Hachi. Pero esa era una opinión personal que su sensible compañero podría tomarse mal, y no estaba de humor para tratar con un demonio con problemas de esa índole. Para él, se suponía que la indumentaria le otorgaba ferocidad, desafío, valor, además de un interesante y bien útil medio de atracción de mujeres que él nunca dejaba de utilizar. Pero de verdad detestaba el incomodo traje. Quitárselo era toda una destreza que requería meses de aprendizaje. Cuidado y no años. Y sabía de buena fe que las mujeres de vida realenga del pueblo ya estaban muy bien versadas en como arrancar el aparatoso traje a sus clientes más habituales, lo cual era encantadoramente conveniente. Excepto en la parte donde las coyunturas del traje le dejaban feos moretones y dolorosas marcas que torturaban como el infierno.

    No obstante, no debería quejarse tanto de su malísimo atavío si se ponía a pensar sobre el que usaba antes.

    Al menos este le otorgaba poder. El otro… no tanto.

    De pie en medio del puente que atravesaba el manantial, se permitió distraerse un poco con el reflejo de la luna en el agua. Con el ambiente menos tenso y menos frío que antes, empezaba a sentirse más relajado. Después de todo, solo estaba siendo paranoico. Una viento con aroma a flores bailó a su alrededor trayendo consigo algunos pétalos que se enredaron en su cabello y le produjeron una alergia terrible a su sensible nariz cuando el olor se introdujo por los orificios de su máscara.

    ― ¡De…! ― estornudó ― ¡…monios!

    ― ¿Hace bien en invocarlos, su excelencia? No creo que el pobre Hachi se sienta complacido con la llegada de un ejército de demonios gracias a usted.

    ― Si, lo más seguro es que patee mi trasero y luego se ponga a dar vueltas en un solo punto mientras grita histérico…

    Antes de que pudiera reaccionar ante lo que había dicho, y hecho, una risa angelical lo sacó de su estupor obligándolo a lanzarse de lleno al suelo con rodilla en tierra. Si el ser tan descuidado fuera una habilidad, el de seguro sería un maestro en el arte. Sabía que si aun seguía respirando era porque jamás iba a dejar de ser un bastardo con suerte, pero no estaba del todo conforme a las condiciones de aceptar ese hecho. Rezando por no haberlo estropeado del todo, levanto un poco el rostro lejos del suelo para ver el dobladillo del fino kimono y así descubrir una manera de recuperar su voz; la que parecía haberse ido a esconder a quien sabe donde.

    ― ¡Capi…!

    Antes de que sus labios salieran un río de excusas y disculpas, una mano gentil y calida se poso en su máscara. El femenino aroma a crisantemos pronto adormeció sus sentidos y su lengua, no permitiéndole continuar con su perorata mientras esperaba, que por lo mínimo, ya tuviera encima una incomoda cantidad de otros soldados luchando por arrancarle el aparatoso traje y darle latigazos por su irrespetuosa actuación.

    ― No hay de que preocuparse, excelencia. Él no viene conmigo. Puede levantarse.

    Fue como volver a varios meses atrás cuando oyó por primera vez aquella voz tan cadenciosa y dulce. Su cuerpo por entero entraba en un estado de estupor, sus piernas se ablandaban y todo él parecía estar dentro de una burbuja de calma y felicidad increíble. Aliviado de que esa noche no tendría que sufrir el cuarto castigo del mes, levanto por completo el rostro hasta posar la mirada en el, quizás, más hermoso rostro de las tierras del sur.

    —Mi señora, ¿qué hace aquí? Si el capitán la ve, estaremos en problemas —dijo, pero la picardía de sus palabras era muy difícil de esconder, aun detrás de la máscara. Era una mujer hermosísima, mucho más hermosa que todas las mujeres con las que se había cruzado en su vida. Y había visto muchas mujeres. Así que no podía evitar que su encanto de nacimiento no surgiera. Además, el capitán no los iba a ver. ¿Qué podía perder?

    La mujer sonrió en respuesta.

    En sus manos cargaba una cesta, que el soldado pronto corrió a quitársela al verla tan pesada.

    ― No quería molestarlo, excelencia, pero hace algo de frío aquí afuera, y le traje una manta. Para usted y el honorable Hachi. También le pedí a mi dama que les buscara algo de comer ― el soldado frunció el seño al oírla y ver la cesta en sus manos. Una parte de él quería devolverle la cesta y rechazar su buena fe: la parte racional que los duros entrenamientos como soldado habían forjado en él. Pero su otra parte, aquella que debía ocultar de todos, de verdad agradecía el acto. Su deficiente cena y la sensación de peligro de hacía un rato antes le había dejado un pozo hambriento y profundo en el estomago, y si, comenzaba a hacer frío.

    ― Muchas gracias, mi señora.

    ― No hay de qué, excelencia. ― El soldado sonrió, a pesar de que sabía que ella no podría ver su sonrisa.

    ― ¿Por qué me sigue llamando así, su alteza?

    ― El honorable Hachi lo hace, ¿por qué yo no debería hacerlo? ― inquirió inocente, luego volvió a sonreír dulcemente. Una de sus manos se posó delicada sobre su máscara, encima de su mejilla.
    ― Usted se comporta como un caballero conmigo, y Hachi se dirige a usted con gran solemnidad que me parece incorrecto que yo no lo hiciera.

    ― Eso no es solemnidad, mi señora. Es miedo. Y algunas veces solo lo hace porque se siente obligado. Le salvé la vida, si alguien lo hiciera conmigo yo también lamería el piso por donde pisara. ― Sus palabras ingenuas lo habían transportado a terrenos espinosos que no quería recorrer. Conteniéndose, aparto con delicadeza aquellas dulces manos de su rostro. Lo mejor era obligarla a volver. ― Muchas gracias por las mantas y la comida, su alteza. Ya es hora de que vuelva, el capitán puede venir en cualquier momento y ambos estaremos en problemas. La escoltaré a su alcoba…

    ― No.

    ― ¿Cómo dice?

    ― No hace falta, yo puedo ir sola. ― No era la primera vez que sentía un nudo en la garganta al ver esa mirada de desconcierto en ese hermoso rostro. Tampoco era la primera vez que ella intentaba acercarse a él mientras el se alejaba aterrado de su cercanía. Ella siempre lo miraba con decepción. Confusa y decepcionada. Tal como en ese instante antes de inclinarse un poco esperando que el se pusiera rodilla en tierra, como siempre. ― Buenas noche, soldado.

    ― Buenas noches, mi señora.

    Al verla caminando por el sendero, atravesando los jardines y siendo rodeada por el viento helado, quiso seguirla y disculparse. Pero no lo iba a hacer. Nadie le había ensañado cómo hacerlo, y no estaba en facultades de aprender. Sabía que si lo hacía, iba a abrir una bolsa de excrementos prohibida que le iba a bañar de inmundicia y problemas. Con el corazón en el puño, solo la observó alejándose hasta perderse en las sombras. Era lo mejor. Tampoco le habían enseñado a sentir esa clase de simpatía, ese afecto, aquel cálido sentimiento y la necesidad que tenía de proteger. No sabía manejar cosas así.

    ― ¡Hachi!

    Esta vez su compañero apareció a su lado menos nervioso que antes. Más tranquilo y sin temblar.

    ― ¿Si, su excelencia?

    Excelencia.

    Efigies, mentiras, falsedad, máscaras, engaño…

    Llevó sus manos con lentitud a su rostro. Desató las cintas en su nuca, y dejo caer a sus pies la incómoda máscara que ocultaba su identidad. El viento helado le dio de lleno en el rostro, congelándole y enrojeciéndole las mejillas y la nariz. Sonrió encantado con el entumecimiento y le dio la cesta a Hachi.

    ― Toma, Hachi. Come un poco y cúbrete. Aun falta mucho para el amanecer y comienza a enfriar.

    ― ¡Claro excelencia! ― Extasiado el demonio sacó una bola de arroz y se la zampo de un bocado.

    ― ¿Hachi?

    Aun estaban de pie en el puente sobre el manantial. El aroma a Crisantemos se había ido, y solo quedaba el pequeño hedor que desprendía su cuerpo por no haberse bañado en días. Qué horror, pensó. Pero su azoramiento no llegó a tanto. Estaba ensimismado en la cara al otro lado del manantial. Un hombre joven, de edad indefinida que podría estar entre la treintena e inicios de la veintena, de ojos marinos y rasgos maduros pero delicados. Fue extraño cómo habló también ese hombre del manantial cuando llamó a su compañero, pero solo sonrió divertido por eso. El otro hombre también sonrió. Cómo si por primera vez estuviera feliz después de años de miserias.

    ― ¿Si excelencia? ― pregunto distraído Hachi mientras bebía algo de licor de una pequeña botellita de cerámica.

    ― Ya no me digas “excelencia”, Hachi. Dime… Miroku. Solo Miroku.

    ----------------

    Y? Qué tal? Gustó o no? :D Muchas gracias miko kagome por tu comentario, de verdad lo aprecio muchísimo! Ese es el tipo de cometario que me impulsan a continuar escribiendo, thanks a lot! Aclaro tus dudas XD: Yep, el ladrón si es Inuyasha (pretty obvious XD), y te aseguro que aparecerán Kagome, Sango, Shippo... the entire cast!, claro lo importante será el papel que tengan en la historia ;). Este capítulo me parece que resultará algo WTF, pero todo bajo control, más adelante verán que no estoy tan loca y que todo tiene sentido xD. En fin! Otra cosita, Kikyo solo será mencionada, pero no representará un papel TAN importante en la historia, además soy anti ponerla como la típica villana de telenovela, así que olvidate de que la verás en mi fic interponiendose entre Inuyasha y kagome. No señor :)! Bueno, bueno! Espero pronto algunos lindos comentarios! La continuación va para la próxima semana, no se cuando, pero del próximo miércoles no pasa :D

    Nos leemos pronto!
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    Capítulo 2

    Estratagema

    Piso quince, depósito. Su bota derecha golpeteaba calladamente contra el suelo a un pausado ritmo. Sus brazos estaban cruzados en su pecho y tenía una vena de la cien a punto de hacer explosión. Piso quince, depósito. Vacío. Contó hasta cinco, cinco hipopótamos, y se acercó a los muros no antes de rociar con humo el suelo, esperando que hubiera un laberinto de láser que activara una alarma. Nada, todo estaba a salvo, como cualquier habitación corriente, no como una digna de una casa de subastas. Golpeó levemente con sus nudillos las paredes, pero tampoco había signos de que fueran huecas. Ahí no había nada.

    Resistiendo el impulso de llamar a Miroku y prometerle varias costillas rotas, volvió a otear el lugar. Una cosa que había aprendido con el pasar de los años: nada era lo que aparentaba y nada podía ser tan valioso para estar visible. Se quitó los guantes negros, se puso unos de látex que extrajo de su bolsillo y luego de asegurarse de que tenía tiempo, arrastró sus manos por el muro y el suelo buscando resolver aquel complejo acertijo.

    En el suelo sus manos chocaron con una trampilla.

    ― Bingo… ― susurró. Bueno, Miroku se estaba salvando por los momentos de una visita a urgencias.

    Arrimó la alfombra y efectivamente, ahí había una trampilla. Una cerrada por un tablero de números en la espera de un código que la abra. Cambió de opinión, ahora más que nunca iba a llevar a Miroku no solo a urgencias. Sino también a su funeral.

    ― Bastardo… ― volvió a susurrar.

    De nuevo volvía a entrar en su diatriba mental sobre el por qué detestaba recibir ordenes y encargos de esa naturaleza. Nada estaba claro, era como trabajar a ciegas. ¡Y él sabía sobre trabajar a oscuras! Pero esto era más que estar ciego, era estar sordo y mudo también. Desde que entró al edificio, desafortunadamente, el trabajo no fue ese juego de niños que el había jurado que sería. Engorrosamente, se había aventurado por pasillos demasiado desconocidos para él que estaban atestados de cámaras y sensores de movimiento. Hasta que por fin, sano y salvo y aun de incógnito llegó al deposito del piso quince.

    Solo para encontrarlo vacío.

    Y ahora que había encontrado la trampilla, esta estaba cerrada con una tecnología que sería incapaz de contrarrestar con lo tan poco preparado que se encontraba.

    ― Maldito bastardo.

    Por eso era que le gustaba estar solo, hacerlo solo. Registrar el perímetro, otear los alrededores, recrear un mapa de entrada y uno de escape. Hasta podía llevar el equipo necesario para anular un dispositivo sofisticado como el de la trampilla. Pero no. Se metió en eso solo para salvar sus pelotas de ser arrancadas y sus manos de ser machucadas. Y ahora lo más seguro era que aun lo hicieran, con lo “bien” encaminado que iba la misión dudaba hasta de salir de vivo de esa.
    Frustrado y sintiendo las gotas de sudor bajar por sus sienes, quiso devolver la alfombra a su lugar y luego ponerse a ver que plan de escape contaba. ¿Con cuanto tiempo contaba para largarse ahí y desaparecer antes de que los matones de Onigumo lo encontraran? Pero no hizo nada, se quedó paralizado ahí gracias a que oyó unas voces al otro lado de la puerta del depósito.

    ― El jefe ha llamado. Dice que dupliquemos la vigilancia.
    ― ¿Dijo por qué?
    ― ¿Tú qué crees, pedazo de mierda? ― Un gemido luego de un golpe sordo oyó el ladrón ― ¡Mueve tu culo al otro pasillo! Yo me quedó aquí. Avísales a los demás.

    Con una exhalación amenazante, el fornido hombre con una cicatriz en la mejilla se cruzó de brazos cuando el novato desapareció de su vista. Ser relegado a trabajo de niñera lo ponían en el mundo de los cabreados, pero más lo enojaba tener que estar ahí de pie sin hacer nada gracias a que su superior era un paranoico. Alejando las ganas de arremeter a golpes a los novatos y su superior, entró en el depósito encontrándolo tal cómo lo había dejado minutos atrás. Vacío y aburrido.

    ― ¿Qué carajos guardará aquí?

    Un golpe seco a su nuca y cayó inconsciente al piso como un enorme tronco haciendo un sonido desagradable. Surgiendo de entra las sombras, se aseguró de que el hombre estaba de verdad desmayado, volteando su gordo y pesado cuerpo y poniéndolo de espaldas. Si, completamente ido. Y con una nariz rota.

    ― Bueno, a mi también me gustaría saber que hay aquí. ― Lo tomó por las pesadas botas y lo arrastró, muy difícilmente, hasta una esquina donde pudo ocultar su cuerpo tras unas cajas de madera. ― Ahora, ¿alguna idea de cómo abrir esto? ― le preguntó señalando la trampilla. Silencio. ― No eres de mucha ayuda, amigo. ¿Para qué viniste si no quieres hacerte útil?
    Algo vibró en su bolsillo. Su teléfono. Irascible, encendió el auricular en su oído.
    ― Eres un…
    Fue difícil, pero aquí esta: 689-784-258-456.

    No se tomó la molestia de seguir insultando a Miroku, tenía cosas más importantes que hacer. Levantó la alfombra sin cuidado, y presiono los números del serial rogando porque fuera el código correcto. La trampilla se abrió armoniosa ante sus ojos mostrando lo que tan celosamente guardaba. Una cajita de cristal pulido que contenía un colgante de oro con una enorme perla rosa.
    ¿Una perla?

    Estaba arriesgándose el trasero, ¿por una perla? ¡¿Por una cochina perla?!

    Antes de que pudiera quejarse en voz alta, una retahíla de gemidos y maldiciones lo alertó de que el guardia se había despertado. Lo que le faltaba, más diversión. Partió la cajita y tomó la perla guardándola en su bolsillo antes de que se pusiera de pie y se prepara para lo que venía.

    ― ¡Demonios! ¡Mi nariz…! ― atontando, el forzudo hombre se levanto apretando la nariz sangrante con una mano, mientras que la otra se sobaba la nuca. ― ¿Qué…?

    En medio del salón estaba un hombre, uno vestido totalmente de negro con un antifaz que cubría su rostro y le sonreía inocentemente desde donde estaba. Mosqueado dejó de agarrarse la nariz.

    ― No me gusta mentir, así que no puedo lamentar lo de tu nariz. Lo siento. ― Viendo que el tipo aun no había reaccionado, chasqueó la lengua incómodo. ― Bueno, si no vas a decir nada y no te vas a venir contra mi, olvida que estuve aquí y yo olvidare que te vi, ¿trato?

    Con un rugido imperioso, el sujeto si fue contra él como un león enjaulado para arremeter contra él. Viendo que sus manos encrespadas tenían como destino su cuello, se hizo a un lado haciéndole perder el equilibrio al guardia que luego noqueó, otra vez, dejándolo nuevamente inconsciente en el suelo.

    Estas fuera del juego, amigo.

    Antes de irse, se aseguró de que no había matado al guardia. Eso sería una complicación con la que no quería lidiar. Fatalmente aquello podría mover a la única persona en el mundo capaz de atraparlo, y desde que estaba feliz de que “esa” persona estuviera indispuesta, o no motivada por ir tras él últimamente, cometer tan desagradable error le podría costar muchos años más de cárcel de los que ya tenía seguros. Agradándole otros más de humillación. No, el hombre no estaba muerto. Pero estaba seguro de que se iba a levantar sintiéndose como uno. Quitó su mano de su pulso y se levantó, pero un breve vistazo a la cicatriz que tenía en la mejilla que le cruzaba el rostro hasta perderse en su mandíbula lo detuvo. No, lo paralizó.

    ― ¿Una cicatriz?
    ― ¿Oyeron eso?
    ― ¡Si! ¡Se trata de Muzo!

    Muzo.

    Se apartó del cuerpo como si fuera venenoso y se asomó sutilmente por la puerta. Otros tres hombres corrían hacia el depósito. Maldijo calladamente y se ocultó justo cuando entraron en el almacén vacío encontrándose con el cuerpo de Muzo desmayado en el piso. Había una vara abandonada en el suelo junto a él. La tomó y aprovechó aquellos segundos de estupor y sorpresa en los hombres para salir de la habitación no antes de encerrarlos y asegurar la puerta con la misma vara.

    ― ¡¿Diablos, qué sucede?! ― gritó uno de ellos al otro lado de la puerta mientras golpeaba la puerta con una fuerza casi sobrehumana. La vara pronto iba a ceder a los golpes, pero él estaba paralizado. Viendo la puerta temblar y oyendo las maldiciones de ellos.
    Los hombres de Onigumo.
    ¿Qué pasa?
    ¿Y en qué momento me ibas a decir que tenía que robar algo que le pertenecía al mismo Onigumo?

    Silencio.

    Despertó de su letargo y corrió por el pasillo antes de que los matones de Onigumo lograran abrir la puerta.

    ¿Cómo lo supiste?
    ¿Cómo crees? Sabes, no soy del todo un ermitaño. A veces me da por salir de mi casa. Y te comento, no te vayas a sorprender, que me codeo que gente muy sabia en el bajo mundo. ¿Sabías qué Muzo, uno de los matones más peligrosos de Onigumo, es el único con una fea cicatriz en la cara?
    Si, lo había oído.
    Su carrera frenética contra el reloj se detuvo cuando oyó a lo lejos como al fin habían podido salir del depósito. Continuó su huida. Llegó hasta la escalera contra incendios.
    ― ¡Bien, cuando termines me gritas, pero ahora tienes que salir de ahí, ya! ¿Recuerdas las pautas?
    ― ¿Y porqué razón tendría que confiar en ti? Me engañaste, ¿recuerdas?
    De acuerdo, ¿te sirve esta razón?: porque soy el único que puede sacar tu trasero de ahí. O, ¿qué te parece esta?: porque soy el único que sabe que justo detrás de ti viene el mismo Muzo, con la nariz chorreando sangre dispuesto a arrancarte la cabeza.

    Volteó y descubrió boquiabierto que Miroku tenía razón. Ahí venía Muzo como un animal furioso, espumando por la boca, seguido por los demás. ¿Cómo hizo Miroku para…? A un par de metros de distancia entre él y Muzo, tuvo que acceder en contra de sus instintos a escuchar a Miroku y seguir la pauta original. Muy a pesar de que sentía la soga al cuello más apretada que nunca. Subió las escaleras contra incendios, no antes de lanzar una pequeña granada de humo que guardaba en su cinturón en casos de absoluta emergencia a sus espaldas que pudiera distraer a sus persecutores. Conservando aun el aliento, vio la máquina de golosinas. Corrió hacía ella, y abrió el deposito de atrás con una palanca sospechosamente puesta ahí. Por suerte Miroku no lo había engañado del todo. Dentro había un arma, una ballesta con una cuerda atada a una flecha y varios ganchos. Sujetó el arma, y se aseguro de que estaba cargada, se ató la ballesta en la espalda donde no pudiera estorbarle y enganchó los ganchos a su chaqueta.

    Muzo y los demás ya se estaban acercando, surgiendo del humo gris como bestias infernales. Y para darle más dramatismo a su elaborada entrada, comenzaron a abrir fuego en las escaleras contra él. No dudo en responder con su propia arma con la misma saña de ellos, esquivando los disparos como todo un acróbata mientras corría de nuevo por las escaleras hasta la azotea.
    Odiaba las armas de fuegos. No había honor en una pelea que fuera a distancia, eliminar al enemigo sin luchar era indigno. Pero estaban tan convencidos de que así lo podían detener, que no tuvo más opción que hacer acopio de sus habilidades y dispararles también. Y de todas maneras ya estaba guindando con la soga al cuello. Tendría suerte si salía vivo de ahí como para ponerse a pensar en posibles huidas.

    La azotea lo recibió con grandes ráfagas de viento helado en conjunto con el bullicio del tráfico y la noche. No se detuvo, siguió corriendo hasta la cornisa separada por unos ocho metros de la otra cornisa del edificio a la izquierda. Su último destino. Los hombres de Onigumo ya lo habían alcanzado, y habían comenzado a dispararle otra vez.

    Se colocó el arnés, disparó la ballesta hasta la otra azotea, se cercioró de que podía soportar su peso y aseguró los ganchos a su arnés, pero se detuvo insofácto antes de saltar. Un peculiar sonido titilante, que se apagaba y encendía, como un pitido, se conjugaba con el fuerte viento. El tiempo se paralizó.

    Al otro lado de la cornisa había una diminuta cajita gris con un reloj en cuenta regresiva.

    — Mierda…

    Muzo y los demás matones de Onigumo lo acorralaron.

    ¿Ya la viste?
    ¿Sabes? Debemos buscarle arreglo a este pequeño problemita tuyo de comunicación. De verdad, no ayuda.
    Sí, bueno, que mala cosa que me hayan echado de la clase de oratoria, ¿pero podrías concentrarte y salir de ahí con la perla? Si no me equivoco, tienes exactamente cinco minutos antes de que seas un macfrito.

    ¿Cinco minutos? ¡¿Quería matarlo acaso?!

    — Ahora si te tenemos, niñita. — Sangrando a borbotones por la nariz, Muzo le quitó el arma y lo acorraló contra el vacío.
    — ¿Niñita? — Qué lo subestimaran tanto era algo del día a día, pero insultos cómo ese lo llevaban al reino de los furiosos de una patada. Un chasquido y en segundos Muzo tenía una afilada y mortal hoja de metal apuntando directamente a su entrepierna. Un truco bajo la manga, literalmente una daga retráctil atada a su muñeca que solo utilizaba en otros casos de absoluta emergencia, siempre escondida bajo su manga. Sonrió deleitado ante lo pálido que se había puesto Muzo. — Suelten las armas. — Muzo, a diferencia de los demás, lo hizo con demasiada rapidez. Dejó caer su arma, y por añadidura la empujó con la punta de su zapato por la cornisa. Pero qué cobarde, pensó. Aterrado, el hombre les ladró a sus compañeros para que obedecieran y pronto también tuvo sus armas cayendo libres al vacío. — Muy bien, caballeros. — Agarró su arma y apunto directamente la sien de Muzo, antes de retraer su espada haciendo que el hombre saltara asustado. — Nos veremos del otro lado.

    Los cuatro se miraron confundidos y él casi pudo disfrutar por un momento ver sus feas caras contraerse mientras sus cerebros se exprimían pensando. Pero estaba tan acojonado por la perspectiva de ser tempurizado como un camarón que lo pasó por alto. Dio un disparó preventivo, casi rozando la sien de Muzo, que los hizo ponerse de barriga al suelo. Aprovechó la distracción y saltó al vació.

    Tres segundos después, una explosión monumental con fuegos artificiales incluidos, destruyó la azotea de la Casa de Subastas perteneciente a Onigumo.
    ------------
    Bueh! No voy a decir mucho porque tengo arduo, tortuoso y difícil trabajo que hacer, así que porfis digan algo...Lo que sea, no importa :D Me voy por que tengo que ir como el viento o me va a agarrar la cola...:S Bye bye!! (Pido disculpas por cualquier error! No me dio tiempo de hacer una última correción a todo)
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    Capítulo 3

    Pasado

    Cuando niña, sus contactos con el exterior habían sido muy escasos. Los podía contar con una mano y le sobrarían dedos. Siempre soñando con el día en el que todo acabaría y sería libre. En el momento en que la dejaran ir a dónde quisiera, con quién quisiera y cuándo quisiera. Esa había sido la utopía de sus sueños mientras se esforzaba por entender porque sus padres se empeñaban tanto en cuidarla. En resguardarla de un peligro invisible, como si el aire matara. Se sentía como la princesa encerrada en una torre de los cuentos de hadas. Aburrida de las mismas paredes, triste y deprimida, también esperando con mucha fe que algún día llegara un príncipe que la salvara de su encierro.

    La única manera de saber que había un mundo tras las paredes de su hogar era por los libros que su padre le regalaba. Y por la televisión. Donde veía a los demás niños de su edad ir a la escuela, cuando su escuela era su propia habitación y su madre su maestra. También era la única forma de ver el mar y saber que había países lejanos y exóticos, desiertos, selvas y sabanas en el mundo.
    Viajar, otro sueño que aun ahora no había podido cumplir. Conocer todos esos lugares maravillosos que solo vio por fotografías y la televisión.

    Desafortunadamente, ni sus padres ni aquel sentimiento de perpetuo encierro estaban con ella ahora y era muchísimo peor.

    En el pequeño salón, sentada con las piernas cruzadas frente a la mesita de té, hojeando una revista mientras se torturaba a sí misma con los recuerdos, un suave ronquido armonizaba el silencio a su alrededor. Arrullándola y haciéndola olvidar de inmediato la negatividad de sus pensamientos.

    Suspiró.

    Nunca se hubiera imaginado lo que su guardián había estado maquinando a sus espaldas. Nunca. Y cuánta razón tenía al ocultárselo. ¡Era sencillamente una locura suicida! Le daba terror encender la televisión ahora, no vaya a ser que las noticias la horrorizaran más de lo que ya estaba. Volvió a suspirar, agradeciendo de él se haya dado cuenta de que no lo quería cerca. Por un tiempo indefinido.

    ¿Y qué se suponía que querías que hiciera?

    Recordó que él dijo antes de echarlo de su casa hasta que su ira menguase.

    ¿Y si quizás había hecho lo correcto? Pensó mientras apretaba en su mano la perla rosa en su cuello.

    Apartó la revista asqueada. ¿Ahora pensaba que ese zagaletón tenía razón?

    — No, no la tiene. No la tiene, no la tiene… ¡No la tiene! Esto pudo habernos metidos en graves problemas. Gravísimos problemas. — Hastiada con ella misma observó en la mesita a la pequeña bailarina dorada en su pecera, mirándola fijamente. — ¿Qué?

    No contestó. Solo dio varias vueltas en el agua y le dio la espalda.

    Cuando estuvo a punto de pararse y encarar al insolente pececito, un gemido acompañado de un gruñido la detuvo. Volteó hacía su sillón. Los ronquidos serenos ya no estaban, ahora eran remplazados por adoloridos gemidos.

    Había durado horas limpiando, y relimpiando, su diminuto departamento. Estaba angustiada, y cuando los nervios le encrespaban tanto lo mejor era ocuparse en algo que la distrajera de sus ganas de salir corriendo y detener esa locura. Había limpiado la ducha y la bañera, el cuarto de baño por entero, luego la cocina y cada una de las hornillas de la estufa. Había lavado los platos, hecho la colada, planchado las camisas que él siempre dejaba en su casa para que lo hiciera. Había encerado el piso de la cocina también, sacudido la alfombra, ordenado los zapatos en la entrada. Igualmente limpió los tatamis. Ordenó y reordenó los armarios, los futones y las mantas. Estableció un sistema de orden alfabético con sus libros y luego estableció otro sistema, esta vez por colores, en sus cajones de ropa, que luego cambió por estaciones del año.

    La única forma de transportarse a un lugar donde tendría que preocuparse por los peligros que la asechaban, los muchos peligros que lo hacían: ejercer histéricamente su trastorno de orden compulsivo.

    Pero, solo cuando alimentó a su pez, su puerta se abrió destruyendo el control sobre si misma que había logrado crear gracias a su limpieza coercitiva.

    Cargando entre ambos por los hombros a un hombre herido, con ropa negra de pies a cabeza algo chamuscada y con un antifaz en el rostro, Miroku y un hombre albino, que jamás había visto, se encontraron con su aterrada mirada. Gritó sobresaltada.

    — Kagome, de verdad, puedo explicarlo. — Y ella en verdad sabía que podría. Sobre todo cuando lo único que hacía era mirarla con esa sonrisa para nada culpable, como si lo que acaba de hacer fuera una simple travesura de un niño de cinco años.

    El hombre albino a su lado estaba compungido, pero a la vez muy nervioso. Era el único de los dos que hacía todo lo posible por evitar su mirada.

    — ¡Fue idea de su excelencia, lo juro! — exclamó y señalo a Miroku. Su voz se le hizo perturbadoramente conocida a Kagome.
    — ¡Hachi! No-estas-ayudando — refunfuñó Miroku, mirando asesinamente a su compañero.

    Aturdida por la cantidad inimaginable de imágenes que pasó por su mente. Kagome solo reaccionó lo suficiente para correr, cerrar la puerta antes de que sus vecinos fueran testigos de su caótica y bizarra vida y mirar a ambos con la promesa de un buen rapapolvo para después. Empujó a Miroku y sujetó ella misma al muy mal herido hombre junto con Hachi.

    — Vamos, Hachi. Ayúdame a llevarlo al sillón.

    Entre ambos lo hicieron y lo recostaron con delicadeza y cuidado en el sillón. Acostumbrada a siempre tener que tratar con situaciones de esa envergadura, hizo un ademán a Miroku. Él también estaba acostumbrado a las órdenes silenciosas de la chica, así que solo suspiró cansinamente y fue en busca del botiquín de primeros auxilio que la chica guardaba en un gabinete en el cuarto de baño.

    Con unas tijeras que sacó de su cesta de mimbre donde guardaba sus agujas y sus instrumentos de costura, Kagome comenzó a cortar el suéter quemado del extraño en su sillón.

    ¡Madre santa!

    Tenía algo quemados el brazo y el torso, eso no era tan grave. Lo verdaderamente grave era que parecía haberse caído y arrastrado sobre y por un camino de vidrio cortado. Enojada hasta niveles cósmicos, le arrancó el botiquín que Miroku traía en manos y se dispuso a arreglar el daño que su guardián idiota había cometido esa vez. Hachi le había traído de la cocina un bol con agua y un paño limpio. Mojó el paño y empezó a lavar la sangre con toda aquella delicadeza que había aprendido a tener cuando de curar heridos se trataba.

    — Esto no debió haber pasado — murmuró Miroku a su lado.
    — ¡¿No?! ¿Y que debió haber pasado, dime?
    — Sé que estas enojada, y sé que lo estarás por un largo tiempo conmigo. Pero, ¿podrías escucharme siquiera, antes de que te pongas histérica?

    No contestó. Así que Miroku lo tomó como que si lo iba a escuchar.

    — Alguien sabe de nosotros.
    — ¿Qué? — El enojo se fue como un soplo de aire en verano. Ahora estaba en pánico. — ¿Cómo que ya lo saben? Eso es imposible, se supone que tu magia nos mantiene ocultos. Nadie sabe que estoy viva…
    — Alguien lo sabe, Kagome. Por eso es que… — no dijo más. Solo miró inescrutablemente el rostro aun oculto por el antifaz del hombro.
    — Onigumo, ¿ya lo sabe?
    — Por suerte, aun no. — Miroku miró a Hachi, aun transformado en Hakudoshi. — Pero puede que lo esté sospechando. Si no fuera así, Muzo y compañía no habrían estado custodiando el depósito si Onigumo no estuviera temiendo que le robaran. Y sabes que somos los únicos, por los momentos, que nos conviene quitarle la perla.

    Kagome se detuvo por un momento en su labor.

    — Tendré que irme ¿no es cierto?

    Ya sería la decima vez que Miroku la obligaba a cambiar de residencia. Y estaba tan feliz de haber durado un año entero en ese pequeño pero acogedor apartamento, que le destrozaba el corazón saber que tendría que irse. Fue muy difícil aguantar las lágrimas que luchaba por salir a borbotones de sus ojos, pero lo logró. Miroku, en cambio, negó con una sonrisa.

    — No, no hace falta.

    Un objeto frío y pesado calló por su pecho, anudado en su nuca. Boquiabierta vio como una perla rosa reposaba sobre el nacimiento de sus senos, brillando hermosamente de una manera sobrenatural. La tomó en sus manos, aun sin poder creer que ellos la habían recuperado, y la acercó a su rostro. La Perla, la Perla de las Cuatro Almas, ahora estaba en su posesión. Volteó conmocionada con la perla entre sus dedos y buscó una respuesta en Miroku, quien la miraba divertido.

    Había escuchado cientos de historias sobre esa Perla de su madre, que tenerla tan cerca de su cuerpo la hizo sollozar. Estaba a salvo. Las lágrimas que no habían caído, cayeron. Nerviosa, apartó la mirada y continuó limpiando la sangre en el pecho del hombre desconocido, restándole importancia a su propio llanto.

    — ¿Cómo…? — preguntó, aparentando indiferencia. Él no respondió de inmediato, solo echó una mirada significativa al cuerpo desmayado del hombre con el antifaz.
    — Mentiría si dijera que tengo mis trucos bajo la manga. Pero tú y yo sabemos la verdad. Así que me tome la libertad en buscar a un experto que hiciera el trabajo “técnico”. Desafortunadamente, no todo salió como lo planeado gracias a la paranoia de Onigumo, pero al menos tenemos la Perla. Ahora ya no tendrás que preocuparte. Con la perla, no podrán encontrarte sin la ayuda de un demonio, al menos uno lo bastante poderoso para sentirla, y desde que Onigumo está algo corto de amigos de ese bando últimamente por problemas de actitud, no podrá hacer nada. Al menos, no por los momentos.
    — Gracias. — Dijo sincera.
    — ¿Ya no estás enojada conmigo?
    — Solo un poco. Admite que casi no lo logras y que se han arriesgado mucho. Los dos — dijo mirando a Hachi también.
    — ¡Por favor! Soy inmortal y Hachi es un demonio, no es como si nos fuéramos a morir por esto. Lo más malo que puede pasarnos es una astilla en el dedo o un golpe en la espinilla…
    — ¡Ja! ¿Usted cree? Yo no lo veo así excelencia… — Antes de que Miroku hubiera podido llegar a callar a su bocón compañero… — Si casi nos hacemos barbacoa al explotar el edificio…

    Le había quitado el antifaz luego de haber limpiado, tratado y vendado su torso y brazo. Las quemaduras le iban a doler intensamente, pero solo por un par de días, y si tenía suerte quizás sus heridas cicatrizarían en una semana. Si tenía suerte…

    Gruñó recordando las mil y un excusas de Miroku y quiso tenerlo cerca para golpearlo. Pero el muy cobarde sabía que lo haría y por ello no se iba a dejar caer por su casa por un tiempo. Suspiró resignada.

    Protestando por el dolor que debía de estar sintiendo, el hombre se movía inquieto y sudoroso. Tocó su frente y sintió que estaba muy afiebrada. Rápidamente corrió a la cocina y llevó a su lado un cuenco de agua con cubitos de hielo y un pañuelo limpio con el que empezó a recorrer su rostro y cuello, intentando hacer desaparecer la fiebre. Él tembló con su toque tierno y helado, pero siguió dormido.

    Había estado con pocas personas en toda su vida. Sus padres principalmente, después Miroku y el mismo Hachi, sin embargo, esa era su breve lista de contactos. Al menos hasta ahora. Aunque, gracias a que su enojo había botado demasiado rápido a Miroku de su departamento, no había tenido tiempo para preguntar quién era el extraño en su sillón, o cuál era su nombre. Había estado demasiado enojada como para preocuparse por ello. Pero ahora se arrepentía por no saberlo.

    ¿Y si corro peligro con él aquí, sola?

    Imposible. Literalmente, Miroku estaría obligado a primero comerse su brazo o permitir que le sacaran el corazón con una cuchara antes que ponerla en peligro.

    Aliviada demarcó sus rasgos con el pañuelo en sus dedos. Angulosos y rectos. No podía negar que era apuesto. Había visto suficiente televisión como para saber eso, pero este no solo era atrayente. Era totalmente real y ella lo estaba tocando. Eso le entibió el alma.

    Su breve lista de contactos crecía. A pesar de que aun no sabía quien era.

    ― ¿Quién eres, extraño?

    Su mano se deslizó por su cabello. A pesar de su suave y lisa textura, estaba bastante maltratado. De hecho, una imagen de él con el cabello platino le llegó a la mente. Claro, su cabello estaba coloreado con tinte. Eso, aunándolo a sus vestiduras negras, el antifaz y la razón de porque Miroku había ido en su busca, le dio la pista entera sobre quien podría ser. No había necesidad de usar su magia para saber esas cosas.

    — Un momento… — Como una suerte de rayo de luz, la palabra “magia” llegó a su mente a una velocidad que la desorientó por un segundo. ¡Pero qué tonta!

    Miroku le había estado enseñando magia curativa las pasadas últimas semanas. Y recordó que se había estado quejando por horas y horas sobre el empeño de su guardián en educarla sobre cosas “inútiles”.

    ¿Para qué me sirve saber esto, si no puedo salir de aquí? La única herida que me podría hacer en mi propia casa sería una cortada de papel, o una quemadita en la cocina. Y eso lo puedo curar con una bandita. Además, tu mismo te puedes curar con tu PROPIA magia, y Hachi… Bueno, Hachi es un demonio, no creo que necesite que alguien como yo lo este curando.

    Pero como siempre, Miroku hizo oídos sordos. Alegó con la excusa de: “uno nunca sabe cuando pueda necesitarlo”, y terminó por convencerla. Ahora tenía que, muy forzosamente, admitir que tenía razón.

    Pero, ¿qué tan fiable sería? Su magia no era poderosa como la de las anteriores a ella. Nadie se había preocupado por enseñarle. Solo Miroku, y no precisamente le había instruido en todas la lecciones. Aun tenía mucho que aprender. Pero…

    Observó su cara contraída en dolor.

    ¿Qué podría perder si lo intentaba?

    Bueno, quizás yo no pierda nada. Pero puede que él pierda mucho si me equivoco…

    Completamente cierto.

    Además, si sus suposiciones eran ciertas, lo cual era más que obvio, él no era un hombre cualquiera. Él era un ladrón. Ellos eran los malos siempre, ¿no? A ella le habían enseñado que robar era malo y había conocido suficientes tipos de su “categoría” como para saber eso, pero… Tocó la perla en su cuello confundida. Miroku lo había contratado para que le robara la perla a Onigumo. Y Onigumo era un ruin y cruel ser humano, que quería quedarse con la Perla para utilizar su magia para fines impuros. Y si eso sucedía, la perla podría contaminarse de energía negativa y sería el fin del mundo como lo conocían. Así que después de todo, el ladrón ¿acaba de salvar al mundo quitándole la Perla a Onigumo?

    ¿Ladrón qué roba a ladrón, sigue siendo un ladrón? ¿Aun cuando era lo correcto?

    Se batió el cabello frustrada y lo miró más detenidamente luego de dejar el pañuelo mojado sobre su frente. Qué dilema. Por un lado deseaba poder congraciarse con su propia culpabilidad y curarlo. Gastar un poco de su magia en él y sentirse más tranquila. Pero por otra parte, no estaba segura de quién era o de si merecía sufrir. Su magia no siempre era muy precisa y colaboradora cuando se trataba de viajar al pasado de las personas a su alrededor. Esa era una habilidad que Miroku aun no terminaba –y evitaba- en ayudarle a desarrollarla.

    Sintiéndose hundida en sus dudas, miró brillar la esfera rosada entre sus pechos. Podía jurar que su sorpresivo fulgor se debía que se estaba burlando de sus contrariedades. Pero dejó de pensar en locuras y se decidió al fin.

    ¡Al diablo! No podía hacerse la dura moralista y dejar a una persona sufriendo. Eso estaba peor que mal. Eso era inhumano. Y había luchado toda su vida por la verdad de su humanidad, que se tuvo que abofetear, literalmente. Iba a curarlo, a como diera lugar. Le iba a hacer más soportable el dolor y le iba a permitir una rápida cicatrización. Eso era todo lo que su magia podía ofrecer.

    Sacudió un poco sus tensos hombros, estiró sus brazos y froto sus manos varias veces.

    — Espero de verdad que funcione. Kami, ayúdame… — rezó.

    Tomó aire, cerró sus ojos y con suavidad puso sus manos a un par de centímetros de distancia de la piel ampollada de su brazo, cubierta por pocas vendas y su ungüento casero a base de sábila y otras hierbas, y esperó pacientemente por un milagro. Uno que no le hiciera olvidar las instrucciones de Miroku.

    Una pequeña luz rosa salió de sus dedos y cubrió sus manos enteramente, entibiándola y llevándole un cálido sentimiento de alegría. Sonrió encantada. Después de todo, su magia había decidido colaborar ese día con ella. Abrió los ojos, y contempló feliz como su luz hacía brillar la terrible quemadura oculta tras las vendas. Sin embargo, no se dio cuenta de que sus fuerzas estaban decayendo con creces hasta que la luz desapareció de sus manos y cayó lánguida en el piso, respirando dificultosamente y con el cuerpo tiritando de frío. Débil, se aseguro de su trabajo y viendo cierta mejora en sus heridas le acarició la mejilla lastimada que empezaba a curarse antes de sucumbir al cansancio.

    — Lo… logre.

    Literalmente se sentía como si le hubiera caído un buque encima. O como si le hubieran rociado con gasolina y luego hubieran encendido un fósforo. Se sentía como la mierda. No había parte de su cuerpo que no palpitara de dolor. Sumado a ello, tenía las piernas acalambradas y uno de sus brazos estaba doblado en un incomodísima posición. También sentía los parpados adheridos uno con otro y la boca seca, con la lengua pegada al paladar. Asqueado y adolorido, intentó abrir los ojos pero fue inútil. Intentó con su brazo mal colocado, y lo logró. Pero al intentarlo con el otro, el dolor fue tan grande que se paralizó y gruñó en respuesta. ¡Maldita sea!

    ― ¿Esta despertando?
    ― Por supuesto que si.
    ― ¿Cree que la señorita…?
    ― Por supuesto que si, Hachi. Sí fue ella, ¿quién más podría?
    ― Bueno, quizás él es uno de ellos y ese extraño hombre le mintió, excelencia.
    ― No lo es, y dudo que él pueda mentirme. Sabe que es inútil. Además, me aseguré de que no lo fuera antes de complotar este teatro. Kagome lo ha curado, eso es todo. Aunque no va a servir de mucho.

    Las lagrimas que surgieron en respuesta de su sufrimiento, le permitieron poder abrir al fin los ojos. Primero fueron sombras negras, luego a color y por último fue capaz de enfocar y mirar perfectamente la mirada curiosa de Hakudoshi sobre él.

    Cerró los ojos nuevamente.

    ― ¡Despertó, despertó al fin, excelencia!

    Manteniendo una batalla de miradas con Yoko, la bailarina insolente en la pecera, Miroku tuvo que atender al llamado enfático de su compañero. De todas formas estaba perdiendo, sin elegancia alguna, contra el antipático pececito. Se acercó arrastrando los pies hasta Hachi, y observó que efectivamente el hombre había despertado y ahora gemía y gruñía cosas incoherentes. Desde ese ángulo lo vio bastante lastimado y a un paso de ser una momia con tantas vendas, pero Kagome había hecho un excelentísimo trabajo al menos ayudando a cicatrizar las peores heridas de su cuerpo.

    Ya se le curará. Pensó sintiéndose un poco culpable. Solo un poco. Una mínima cantidad de culpabilidad que desapareció en dos segundos.

    Observó a sus espaldas.

    Al fondo, al otro lado de las puertas corredizas que dividía el departamento en dos, podía ver a la chica durmiendo en su futón. Arropada hasta la barbilla e inconsciente de que ellos habían vuelto y ahora el hombre en el sillón estaba a su merced.

    A salvo de oír reclamos y quejas, tomó el vaso con agua de la mesita junto al sofá y echó su contenido en el rostro del hombre, despertándolo por completo. Al verlo toser y vomitar agua, se detuvo por un momento.

    ― ¡Bastardo! ¡¿Qué…?! ― Otro chorro de agua cayó de nuevo en su cara.
    ― ¿Excelencia? No creo que…
    ― ¡Maldito infeliz! ― Más agua le cayó encima, esta vez de una jarra, ahogándolo más.
    ― No seas aguafiestas, Hachi. Solo lo estoy espabilando un poco. Lo necesito concentrado y despierto para cuando…

    Una mano lo detuvo antes de vaciar otra jarra de agua sobre el ladrón.

    ― ¡Basta!
    ― Haz silencio, la vas a despertar. Y te aseguro que va a darme la tabarra por una eternidad si me ve haciendo esto.
    ― E-eres… un… c-cabrón.
    ― Bueno, tú tampoco me gustas, no eres mi tipo, amigo. Además, te tienes que sentir mejor si estas de ánimos para insultarme. Ahora, venga, de pie, vamos.

    Tiritando de frío y sufriendo terriblemente, se sentó sin aun soltar la muñeca de Miroku. Si pudiera, esperaba poder partírsela en dos. De inmediato, todos los recuerdos del robo y la explosión llegaron a su mente. Y por ello, ahora los miraba a los dos, a él y a Hakudoshi con odio. Mucho odio.
    Desgraciadamente, en la escala de peligros, el ya no figuraba en el cuadro, no cuando la única amenaza que representaba ahora era si se ponía a sangrar sobre los zapatos de Miroku. Así que solo se limito a mirarlos, esperando echarles al menos un mal de ojo.

    Nervioso, Hakudoshi se movió inquieto y eso lo alertó, distrayéndolo de la lucha de miradas asesinas que había empezado con Miroku.

    ― ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es este lugar? ― preguntó, no sin dejar de mirar como Hakudoshi se hacía un mar de nervios frente a él. Soltó la muñeca de Miroku. Ahí había algo muy raro, había esperado el mismo Hakudoshi sádico de la última vez que casi le arrancaba los testículos con una cuchara. Pero ahora, este Hakudoshi… pues de verdad estaba muy cambiado.
    ― Pues, digamos que surgió un contra tiempo en medio de la misión. Se suponía que tú te ibas a mantener ignorante de esto, recuperabas la perla, me la entregabas, yo te pagaba y ambos desaparecíamos de nuestras vidas para siempre.
    ― Bueno, eso no tiene mucho sentido. En el edificio estaba el mismo Muzo, así que no creo que sea posible ocultar tamaña cosa como esa para seguir con ese bonito plan tuyo.
    ― Culpa a Onigumo y a las alucinaciones que sufre, pero al menos agradece que te haya salvado la vida.

    Mosqueado se observó el cuerpo. No, seguía estando hecho una mierda aguada.

    ― ¿Eres idiota, o qué? ¡Casi me matas!
    ― No ― le habló como si él fuera un niño de preescolar, o cómo si estuviera muy por debajo del coeficiente intelectual de un ser humano normal ― te salve, hay una gran separación entre una cosa y otra.
    ― No ― dijo utilizando su mismo tono, ― me mentiste, y casi me cocinas con la explosión. Eso, en mi diccionario, es igual a que casi me matas.

    Como pudo, se puso de pie y camino un par de pasos lejos de ellos, rogando por no perder el poco equilibrio que tenía para no desplomarse y sufrir más dolor del que ya sentía. Buscó una vía de escape pero lo que encontró fue a la figura de una chica durmiendo del otro lado de una mampara corrediza. Aturdido, su cuerpo entero se movió hacia ella hasta que las puertas corredizas se cerraron en sus narices.

    ― ¿Qué…?¿Cómo?
    ― Dime, ¿qué piensas hacer?

    Aun ofuscado por el rarísimo suceso, volteó a ver a Miroku.

    ― Irme de aquí.
    ― ¿No piensas preguntar nada? ¿No tienes dudas? ― preguntó sin creerse la real tranquilidad y estoicismo que había adoptado en el rostro el ladrón.
    ― No me interesa. No me involucro con ese tipo de cosas. He a aprendido que no es recomendable saber de más. ― Miró a Hakudoshi significativamente – Además, Onigumo tendrá un orgasmo si se entera de que su mano derecha lo ha traicionado — señaló a Hachi convertido en Hakudoshi, — y yo no quiero estar presente cuando tire la puerta con sus matones y reclame sus traseros en una bandeja. Así que necesito largarme y desaparecer… ― volteó la mirada y miró a Miroku con rencor ― de nuevo. Y esta vez, definitivo.

    Cojeando y soportando el dolor de sus quemaduras y heridas, paso por en medio de ambos y llegó hasta la puerta. Como pudo se puso las botas y abrió la puerta, pero se vio imposibilitado de seguir dando un paso más.

    No es que su cuerpo no haya podido moverse, el problema era que ya no tenía para donde moverse. En lugar de un pasillo, de una calle, de un porche o de alguna otra cosa coherente, frente a él estaba lo que parecía ser un muro de ladrillos.

    No, no parecía. Era un verdadero muro de ladrillos.

    ― ¿Qué diablos?
    ― Siento decirte que no podrás salir de aquí en un buen tiempo.
    ― ¿Qué? ― Sin poder creérselo, toco la puerta tapiada. Si, ladrillo y concreto. Duro e imposible de tumbar, a no ser que tuviera un mazo.
    ― Tal como oyes. Salir ha dejado de ser una opción para ti, amigo.
    ― ¿Has…tapiado la entrada?
    ― ¿Acaso no es obvio? ― le preguntó Miroku extrañado a Hakudoshi, quien se encogió de hombros.
    ― ¿No es un poco extremo para mantener a una persona encerrada en contra de su voluntad? ― Angustiado y furioso, cerró la puerta de un portazo y se cruzó de brazos. Pero el dolor lo hizo cambiar de idea.
    ― Yo no estoy haciendo eso. Te aseguro que puede irte si gustas, nadie te detiene.

    Bien, ahora si estaba seguro. Miroku estaba loco. O quizás no estaban viendo la misma cosa. ¿Y si estaba delirando? Asegurándose de que él no había sido el que había perdido la cabeza, abrió la puerta y se alivió de que efectivamente ahí estaba el muro de ladrillos. Miroku resopló como si no pudiera creer lo tonto que era y se acerco hasta la puerta.

    ― Eres demasiado escéptico cómo para que funcione. ― Viéndolo como si fuera un idiota, le habló remarcando cada una de sus palabras con burla. Cómo si esperara salvarlo de su ineptitud ― No puedes irte no es porque yo no lo permita, no podrás hacerlo por qué tú mismo no te lo permites. ― Miroku cerró la puerta y la abrió.

    Él dio un respingo cuando el viento helado nocturno le pegó en el pecho lastimado. Tal como debía ser, un corredor y un balcón. Miroku cerró nuevamente la puerta.

    ― ¿Ahora lo entiendes?

    Para nada, lo único que tenía claro era que había empezado a sentirse verdaderamente enfermo y
    adolorido.

    ― ¡Miroku, Hachi! ¿Qué están haciendo?

    Los aludidos realmente temblaron cuando vieron a la chica salir en pijama y llegar hasta Miroku con cuatro zancadas. Tenía el rostro arrebolado y furioso, sus puños estaban blanquecinos por lo apretados, como si imaginara que era el cuello de su guardián lo que estaba aplastando. Pero era tan pequeñita en altura, que Miroku solo sonrió encantado.

    ― Parece que acercándome a mi muerte… ― dijo. Pero Kagome estaba tan indignada que no
    respondió su puya. Hachi, a punto de un colapso corrió y se oculto tras Miroku, como si en verdad creyera que la furia de la chica no le iba a caer a él si utilizaba a “su excelencia” de escudo.
    ― ¿Te encuentras bien, cielo? — preguntó con extrema delicadeza. Casi como si le estuviera hablando a un niño pequeño y no a un famoso ladrón.

    Miroku y Hachi quedaron boquiabiertos.

    Él, por otro lado, ya estaba ciego del dolor. Lo único que podía percibir era una dulce voz que le hablaba, un perfume a durazno y un cuerpo menudo y pequeño que lo sostenía con una delicadeza que lo desarmó. Atontando, se dejó caer sin querer.

    ― ¡Por Kami! ¡Está todo empapado! ¿Qué le hicieron?
    ― ¡Por supuesto que nada! ¡¿Cómo crees?! ― espetó Miroku con demasiada teatralidad. Hasta Hachi puso los ojos en blanco.

    Enojada hasta la estratosfera, llevó de nuevo al hombre al sillón. Notó de inmediato una mancha húmeda en el terciopelo que desapareció en un parpadeo. Irascible, lanzó una mirada asesina a Miroku y ayudó al hombre a acostarse.

    ― Hachi, trae una toalla. Por favor. ― Aliviado por el tono dulce de Kagome, y agradecido de que él estaba a salvo del enojo de la chica, miró de soslayo a Miroku antes de ir por la toalla. Ahora fue el turno de este en poner los ojos en blanco.

    Ignorando olímpicamente a Miroku, se concentró en el hombre mientras secaba su cabello con la toalla que Hachi le había traído. Estaba consciente, gruñía a cada momento y mantenía los ojos fuertemente apretados. De verdad estaba sufriendo. Y Kagome sintió verdadero respeto por él. A esas alturas ya se habría desmayado, o se habría puesto a gemir cobardemente. Pero no, él estaba soportado valientemente el dolor y eso encendió algo en el interior de la chica.

    Propiamente.

    Una chispa que la conecto con la mente elemental del hombre a su lado. Su magia, por primera vez, funcionó sin intervención alguna.

    ― Eres un buen chico, ¿te lo he dicho, no? Tú padre estará muy orgulloso de ti cuando venga. Inuyasha…

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    Buenooo! Al fin salió Kagome ^^ Comentariooos!
     
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    miko kagome

    miko kagome Usuario común

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    genial!!!
    emm... disculpa por no haber podido comentar antes :p
    lo que sucede es que mi computadora se daño y recién la repararon, lamento no haber podido pasar antes por tu fic, pero creeme que lo tenia muy en cuenta, siempre pensaba que le pudo haber pasado a Inuyasha y me alegra enormemente el hecho de que hayas actualizado, lei los capitulos que estaba atrasada y dejame decirte que todos estan cheveres, en lo personal me gusta mucho tu manera de narrar y me tranquiliza el hecho de que Kikyo no aparezca mucho en tu fic, es un alivio!!!!
    de este ultimo capitulo, me alegra que haya salido por fin Kagome!!!
    con todas las continuaciones yo ya entendi todo lo que paso con respecto al robo de la perla, ya me imagino la reaccion de Inuyasha cuando descubra la verdad, seguro que Miroku y Hachi no querrán estar cerca :D
    ademas estoy ansiosa por saber como sera el primer encuentro de Inuyasha con Kagome :oops:
    espero que actualices pronto y me avises de la contiiiii
    bye ;)
     
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    Hola hola! Me tarde, perdón. Fue inevitable...Pero renunciar y luego tener otro trabajo me ha consumido la vida, además de la uni y etc, etc, etc. Pero bueno, gracias miko kagome por comentarme you are amazing! Y por ello, este capi va dedicado a tí... Espero que te guste!

    Capítulo 4
    Reencarnación
    No sabía lo doloroso que era ver el pasado ajeno. O lo hiriente que era inmiscuirse en la mente elemental de las personas, sobre todo cuando estaban débiles. Unas gruesas lágrimas tibias cayeron pesadas por la comisura de sus ojos y se perdieron en sus labios. Soledad, tristeza, abandono…dolor, muchísimo dolor. Todo conjugado y protegido en una fortaleza sin entradas ni salidas, oculto del exterior. Pero, pese a que ella había podido demoler aquellos fuertes muros, estos volvieron a cernirse muchos más imponentes y poderos que antes. Echándola de ese lastimado subconsciente.
    ― Hay cosas que es mejor no verlas, Kagome. ― Sus manos se alejaron de su rostro.
    Inuyasha.
    ― ¿Ya lo sabías? ― con la mirada aun fija en él, sintió como Miroku suspira a sus espaldas.
    ― Solo un breve retazo, al igual que tú. Desafortunadamente yo estaba preparado para ver el interior de su corazón. Tú, por el contrario…
    ― Fue mi magia, ella sola me impulso a su mente elemental. No fue a propósito. ― Aturdida, se levantó y dio un par de pasos lejos de él. De ellos. Sus manos pronto se apresuraron en borrar las huellas de lágrimas de sus ojos. Se acercó al cuerpo extraño de Hachi y se refugió en su silenciosa compañía.
    ― Sé que no querías hacerlo. No te estoy condenando. ¿Pero ahora entiendes porqué no he querido instruirte en leer las mentes elementales, en ir al pasado de la personas? No estas lista para afrontarlo…― Si. Entendía la censura de Miroku cuando se trataba de utilizar esa clase de poderes. Él sabía que ella no podría soportar tal carga. Tiritó de frío. ¿O eran escalofríos por aun los recuerdos demasiado frescos sobre un pasado que no quería conocer tan abiertamente?
    Los tres se quedaron en silencio. Hasta que volvió a hablar Miroku.
    ― Hachi y yo hemos solventado lo de la explosión. No aseguramos de que nadie hubiera estado en peligro, y por suerte Onigumo aun no ha sospechado de nosotros. Eso me hace pensar que últimamente hay demasiados interesados en la Perla. Y por los momentos Onigumo esta muy ocupado con la prensa, además de besando culos y mintiendo. ― Resopló. ― De verdad es una completa desgracia que ese maldito tenga una vida a la luz pública. Las cosas serían mucho más fáciles si solo se dedicara a ser la rata que se supone que es.
    Ni la esclarecedora noticias, ni el alivio fueron suficientes para sacarla de su estupor. Resignado y aceptando la culpa, Miroku se arrodilló a un lado del ladrón. De Inuyasha. Lo miró sin expresión y puso sus manos sin delicadeza sobre su pecho. Este gruñó descontroladamente por su tacto, moviéndose inquieto cómo si intentara huir en vano de él. Kagome salió de su trance y observó la luz púrpura de la manos de Miroku y como la mueca de increíble agonía de Inuyasha se trasformaba a una pacifica expresión de serenidad.
    Todo su cuerpo, al relajarse por entero, cayó desmayado. Miroku quitó sus manos de su pecho. Se levanto, sacudió su chaqueta y se alejó de él.
    ― No puedo curarlo del todo. Esta negado a permitir que lo haga, aunque no sea consciente de ello. Por eso es que tu magia solo funcionó por un breve momento. Este tipo es demasiado obstinado. Pero, al menos ya no sentirá dolor hasta que sus heridas sanen, aunque seguirá estando débil por un tiempo. ¿De acuerdo? ― Mosqueada, asintió. ― Hachi.
    El demonio Hakudoshi dio un respingo ante su llamado. Luego se separó de la chica con una pequeña sonrisa de simpatía. Caminó hasta la puerta y esperó que Miroku se acercara a él.
    ― ¿A dónde van? ― preguntó angustiada.
    ― Si Onigumo aun no se ha preocupado por nosotros, es porque de seguro tiene que haber más personas o demonios que quieren la Perla. Tengo que asegurarme de que estamos a salvo. Volveré…— lo pensó — pronto. ― Luego se cruzó de brazos y echó una significativa mirada al sofá. ― No puede salir de aquí. Y tampoco es como si pudiera lograrlo, así que no me preocupo. Ya lo dije, es demasiado obtuso. Tienes permiso de ponerlo al tanto por ello. No podrá ir de bocón por ahí, ya me aseguré de eso. Pero si se pone demasiado terco te concedo el poder de apalearlo hasta que le saques la mierda de la cabeza. ¿De acuerdo? ― sonrió cuando el humor rompió la tensión en su casa con las órdenes de Miroku. Sabía que solo estaba bromeando, ella sería incapaz de hacer algo así. Pero le aliviaba saber que le estaba concediendo más que su confianza al dejarla sola, a merced de un extraño, confiando que sería capaz de defenderse aun cuando sabían que posiblemente, ahora, Onigumo no era el único enemigo que codiciaba la Perla.
    ― Despertará en cualquier momento ― dijo, guardando sus manos en los bolsillos. — Prepárate, no es la más carismática de las personas y tiende a querer morder y ladrar, así que trata de controlarlo mientras vuelvo.
    Ambos se despidieron y salieron del apartamento.
    Sin descifrar aquello que bullía en su interior, Kagome se acercó a Yoko. Único espectador que se hacía pasar por el “omnisciente” y sabio del grupo. El pequeño pececito dorado dio varias vueltas y se oculto detrás de su castillo que parecía ser un templo antiguo, como si no quisiera ver a su dueña. Bueno, su bailarina tenía serios problemas de actitud, eso no era nuevo, pero antes de que pudiera replicarle y amenazarle con cambiarla por otro pez, un gruñido varonil hizo eco en su pequeña sala. Olvidándose de Yoko, volteó a su sofá.
    No es cómo si no le hubiera quedado claro que el era apuesto. Pero verlo completamente despierto, mirándose incrédulo las manos y el cuerpo vendado y con rastros de sangre, Kagome, por primera vez en su vida, se sintió enrojecer. Eso no era tan nuevo como el hecho de que su bailarina fuera un animalito odioso. Aturdida por el calor en sus mejillas, carraspeó logrando que un par de ojos oscuros, que se le hicieron extraños, se fijaran en ella. En su mente, aquellos ojos no eran negros y fríos…sino un poco más cálidos. Como un sol.
    — ¿Te sientes mejor? — preguntó acercándose a él y tocando su frente. Confundido, él se alejó de ella como si portara la peste. Se puso de pie, aun mirándola tal como se mira a un enemigo. Eso le hizo algo de gracia. Kagome volvió a querer acercarse a él, pero éste dio un par de largas zancadas hasta llegar a la puerta, alejándose definitivamente de ella. Gruñéndole.
    Kagome suspiró. Claro, Miroku había dicho que era obstinado, y que ladraba. Se sentó en el sofá y miró como Inuyasha abría y cerraba la puerta, una y otra vez, para encontrarse siempre con el mismo muro de ladrillos. No pudo evitar sonreír. Él era uno de los muchos ignorantes del mundo de demonios y espíritus que los rodeaba, era de esperarse que no pudiera aceptar un truco tan simple como el de la barrera protectora. Cuando lo vio empujar con todas sus fuerzas la pared, decidió que lo mejor era detenerlo. Puede que ya no sintiera dolor, pero eso no quería decir que su cuerpo estuviera libre de daño.
    — No podrás quitarlo. Es un hechizo muy poderoso — mintió — solo si crees que puedes atravesar el concreto es que podrás salir.
    Dejó de golpear la pared con su hombro y volteó hacía la chica que lo miraba entre divertida y preocupada desde el sillón. No podía ser tan ciego como para no notar que era una mujer hermosa. Tenía largo y abundante cabello negro con ondas, su piel era casi irreal y perfecta y sus ojos eran de un castaño profundo que lo distrajo por un minuto entero. Jamás había estado tan cerca de una mujer que irradiara ese brillo sobrenatural que lo atraía como mosca a la miel. Era apabullante, y un poco aterrador. Logrando mantener la compostura, frunció el ceño y se olvidó de los detalles obvios y bellos en la chica, solo concentrándose en lo básico que la identificaba como otro ser humano, además de un exponencial enemigo.
    — ¿Qué está pasando aquí? — lo de la pared había podido encontrarle solución. Sabía de trucos, no era un novato en el tema. De eso vivía y había tenido muy buenos maestros que lo habían entrenado en el área cuando estuvo en Paris, seis años atrás. Pero el que ya no estuviera doblándose del dolor como lo estuvo unos minutos antes, de verdad lo ponía en un lugar verdaderamente incomodo. Y sabía que no existía ninguna droga o calmante capaz de adormecer el dolor de una manera tan rápida. Además, tampoco se sentía drogado.
    O eso se hacía creer.
    — Te lo dije. Es imposible cruzar esa pared si no tienes fe de que puedes hacerlo.
    Bueno, quizás el no estuviera drogado. Pero no podía decir lo mismo de la chica. Ignorando lo bizarro del momento, prefirió irse por las ramas. Buscar un poco de estabilidad en lo tambaleante que se había vuelto su mundo.
    — ¿Quién eres?
    — Kagome. Es un placer, Inuyasha.
    Inmediatamente dio dos pasos hacia atrás hasta que tuvo que detenerse cuando su espalda chocó contra la pared de ladrillos.
    Inuyasha…
    Todo en su interior dio un salto. Su cuerpo convulsionó un segundo con escalofríos, su frente se perlo de sudor y sus manos se estremecieron al igual que su mirada. Todas las malas y negativas emociones se conglomeraron en su cuerpo en tan solo tres segundos. Inuyasha. Una completa extraña acaba de decir un nombre que solo tres personas en el mundo conocían y que aun así, hacía mucho tiempo que no oía de los labios de otra persona que no fuera él mismo.
    — ¿Cómo me llamaste? — la chica pareció reconocer que había hecho algo malo y se encogió nerviosa ante su mirada enojada.
    — Lo siento si te ofendí. A veces no se controlar mis poderes.
    — ¿Tus poderes? — ella asintió y de repente todo se volvió más confuso para él. Tanto que sintió que el mundo de pronto le daba vueltas, literalmente, antes de inclinarse.
    — ¡Cuidado! — Kagome corrió antes de que cayera al piso y lo sostuvo con fuerza hasta que el mismo colaboró apoyando un brazo en la pared. Su piel nuevamente estaba caliente. — Tienes fiebre todavía, será mejor que te recuestes. — Él se rehusó, no sabía lo que estaba sucediendo y eso le aterraba. Jamás estaba a la deriva, era uno de los sentimientos más odiosos. No saber qué pasaba, estar a la incertidumbre. Recuerdos tormentosos de absoluta incertidumbre lo descontrolaron haciéndolo caer de rodillas, pero Kagome lo ayudo a ponerse de pie nuevamente. — Por favor, prometo explicarte todo. Pero, por favor, regresa al sofá. Miroku ha hecho que el dolor desapareciera, pero no ha podido curarte. Aun sigues muy mal herido. — Demasiado mareado y débil como para protestar, asintió y dejó que lo acostara de nuevo en el sillón. Ahí pudo por lo menos recuperar la firmeza, ya nada le daba vueltas. Ahora solo el tenue perfume a duraznos de Kagome lo hacía rodar, pero en el buen sentido.
    — Ok, te escucho. Habla. — Balbuceó demandante tiritando por la fiebre.
    Y ella quiso hacerlo. Pero todas las palabras se atoraron en su garganta. Nerviosa se alejó de él y fue en busca de un cuenco con agua helada y una toallita. Cuando volvió a su lado volvió a sentirse enrojecer cuando esa oscura mirada extraña y vidriosa se clavó en ella. Kagome jamás había sido víctima de tan inusual escrutinio. Las únicas personas con la que había tenido contacto eran muy pocas para ser normal, ahora este hombre la miraba de una manera indescifrable y perturbadora que la hacía temblar, mientras pasaba la toalla húmeda por la frente de Inuyasha. En realidad, no sabía cómo afrontar una situación así.
    — ¿Vas a decirme, o no? — sus manos se detuvieron en su labor. Pero fue incapaz de devolver la mirada.
    Sin expresión alguna, él pudo casi saborear el nerviosísimo de Kagome. Era demasiado tangible. Dándole una tregua, dejó de mirarla y cerró los ojos. Pronto, ella reanudó la caricia con la toalla fría a su caliente rostro.
    — Su nombre es la Perla de Shikon — dijo refiriéndose al colgante que pendía de su cuello. Él de reojo observó la pequeña joya, la cual siniestramente había comenzado a brillar en el momento que Kagome dijo su nombre. — Se le fue otorgada a la Emperatriz de las tierras del Sur hace seiscientos años por dos sacerdotisas y un espíritu ancestral que provenían de un templo a orillas del mar. Fue un regalo, un regalo por el buen y justo corazón de aquella Emperatriz, quien por muchos años había hecho reinar la paz en sus tierras.
    Contar aquella historia siempre le hacía recordar a su madre, y a las noches que ella se dedicaba a contársela para hacerla dormir. Aquellos eran recuerdos que habían estado mucho tiempo encerrados en su cabeza, y ahora que lo dejaba libre…pues empezaba a pesarle el largo tiempo que había estado, cobardemente, escondiéndose de esos recuerdos.
    — La perla le concedía poderes. Al igual que concedía deseos. Era un artefacto tan valioso que pronto llamó la atención de todos los enemigos de la Emperatriz, así como también a los más peligrosos demonios y espíritus sedientos de ese poder tan puro…

    El dolor físico no podía compararse con el dolor en su corazón cuando oía a su pueblo suplicar ayuda mientras era derribado por demonios. Habían derrumbado ya los cimientos de su reino, del corazón de su gente y del suyo propio que no podía permitir que continuara. A pesar de que su cuerpo fallaba terriblemente en luchar. Observó a su lado, a un par de metros lejos de ella el cuerpo inerte de su leal guardián y mejor amigo.
    — ¿Por qué haces esto?
    Su voz salió de sus labios, quebrada y temblorosa. Aun tenía grabado con fuego la terrible muerte de su guardián. Y el llanto de los niños y los gritos desesperados de la aldea que viajaban hasta las ruinas de su palacio no eran un consuelo adecuado. Una risa descontrolada hizo eco alrededor de ella, luego una garra la sujeto por el cuello y la encaró con la peor de las miradas. La peor de sus pesadillas.
    — Eres débil… te he vencido.
    — ¿Por qué?
    Él sonrió mostrando los afilados colmillos que sobresalían siniestros por entre sus labios.
    — La paz es para los tontos. Y eres una tonta si creíste que podría contenerme, me has subestimado…. No eres nada… fallaste al creer que había bondad en mí, y te fallaste en creer que ya la había en ti.

    — El Emperador de las Tierras del Norte, un poderoso demonio gobernante de demoniacas huestes, que había estado reclamando por siglos las tierras del Sur, fue el principal en verse atacado por la codicia de querer poseer aquella valiosa perla. Él fue quien destruyó el reino de la Emperatriz hasta que se hicieron polvo sus fuertes cimientos de bondad. Había estado tan embriagado de poder, que contaminó la pureza de la perla que había logrado arrebatarle a la Emperatriz en minutos, logrando que ésta comenzara a morir lentamente…
    Kagome jamás había podido comprender porque su madre guardaba silencio cuando llegaba a aquella parte de la historia. Según era porque hasta ahí llegaba, y todo lo que restaba solo eran las conjeturas, que por muchos siglos, la larga extensión de su sangre se encargo de crear. Pero aun quedaba ese angustioso vacio…
    — Me dijeron que antes de morir la Emperatriz utilizó sus últimas fuerzas para pedir un deseo y purificar un poco la Perla para así arrebatársela a aquel demonio. Pidió que su alma se le fuera concedida el poder de reencarnarse, y que cada reencarnación tuviera el deber de mantener la perla. Purificarla por completo hasta que naciera una nueva reencarnación capaz de dominar por completo aquel peligroso regalo. Su deseo se le fue concedido. Su alma reencarnó en una niña, y luego en otra…y en otra por muchos años hasta ahora. Todas aquellas niñas con la tarea de purificar la perla de los malos sentimientos de aquellos demonios reunidos en ella.
    — ¿Y tú eres una de esas reencarnaciones?
    — Si, al igual que mi abuela. Kikyo Higurashi. Ella fue, quizás, la reencarnación con más fuerza de todas. Miroku me dijo que no solo era poderosa como la Emperatriz, sino que también tenía su misma esencia. Pero, mi abuela rechazo su deber porque se había enamorado de un joven, un joven prohibido. Un mitad demonio y…
    Inuyasha la interrumpió con su ensordecedora risa.
    — ¡Vale! Detente. Ya es suficiente. Rebuznó manteniendo la compostura mientras se secaba una lagrimilla de la comisura del ojo.
    — ¿Qué? — preguntó contrariada con su inesperada interrupción.
    — ¿De verdad esperas que me crea todo eso?
    — Pero…
    — Escúchame, niña, no sé quien seas ni tampoco sé que tipo de acido estás consumiendo, pero no soy idiota. — Empujándola un poco lejos de él, se levantó buscando sentir que todo a su alrededor haya dejado de dar vueltas.
    — ¡Pero es cierto!
    — ¿Demonios, conjuros…perlas mágicas que conceden deseos? ¿De verdad? ¿En serio?
    — Está bien, sé que suena extraño si lo dices en ese tono. Pero tienes que creerme.
    — ¿Por qué? ¿Por qué es tan importante qué te crea? Es más sencillo así, ¿sabes? Mi regla es no involucrarme, tu guardián cabeza de asno me contrató para que robara esa perla. Me pagó una miseria, lo sé, pero aun así un contrato es un contrato. No-in-vo-lu-crar-me. Lee las letras pequeñas niña. — La extraña chica tenía una obsesión por estar encima de él, una obsesión que jamás le había incomodado de departe de las mujeres, pero esta chica hermosa no contaba. En realidad le estaba aterrando el hecho de que aquel mal nacido de Miroku, porque es cruel y retorcido, lo haya encerrado con esa loca. Empujándola por milésima vez lejos de él, se puso de pie y dio un par de pasos que lo separarán sus buenos dos metros de ella. — Lo mejor es que me dejes tranquilo, ya tengo suficiente problemas ahora. Estoy seguro que tengo a varios enemigos siguiéndome la pista en este momento. Y por enemigos, quiero decir, enemigos armados que portan relucientes placas y manejan coquetones autos de policía.
    — Miroku dijo que…
    Bien, esa mueca de desconcierto en el rostro del ladrón le dejaba claro su punto. Ella estaba hablando de Miroku, así que tuvo que darle la razón por desconfiar de su guardián. Sin embargo, aun estaba el problema. Sea como sea, Inuyasha tenía que creerle. ¿Pero cómo?
    — Además, también está el factor Onigumo en este embrollo. Había durado años ocultándose de ese monstruo y de su gente, hasta que no solo me he involucrado con su mayor y traidor secuaz, sino que también le he robado, destruido, ultrajado, inmiscuido, entre otras cosas, sus territorios. Ahora dime si no estoy lo suficiente jodido. De verdad, apesta ser yo en estos momentos. Onigumo sabrá de inmediato quien soy, y pondrá a sus perros a cazarme. Ya lo veo venir, mi cuerpo flotando sin vida en alguna asquerosa canal, sin manos y con un nuevo agujero en el trasero por las tantas veces que los matones de Onigumo me patearan en el.
    Pero…
    Al menos tiene su lado bueno: los policías no tendrán ni un decente pedacito de mí para encerrarme en prisión. Exasperado comenzó a jalarse los cabellos. ¡Sabía que tenía que haberme largado desde un principio! Era tan obviamente sospechoso. ¡Maldición, me hubiera largado con el dinero de Miroku y no habría pasado nada! Pero no, soy tan gallina que no lo hice, y mírame ahora: estoy jodido por todos lados. ¡Y sin…! Inuyasha había estado muy conciente que su rimbombante discurso iba dirigido al vacío, no a un pez volador que lo miraba desde su pecera. La misma pecera que ahora levitaba frente a sus ojos.
    ¿Vas a escucharme ahora? Con las manos en alto, cuidando de no hacer un movimiento brusco que la dejara sin pecera ni mascota, se acercó un poco a él. Solo lo suficiente para no asustarlo. NI tampoco para asustarse más ella. Estaba tratando a otro ser humano –Miroku no contaba-, era su primera vez y se sentía como una gelatina. Lo sé, y lo siento mucho. Yo más que nadie no quería que esto sucediera, lo lamento en verdad. Pero tienes que entender que Onigumo ha estado tras de mí por años, porque sabe que yo soy la única capaz de manipular la perla. Un Perla que la costado también años en robar. Y ahora tú se las has robado a él, y por ello Onigumo enviará, no solo a sus mantones de siempre, sino también algunos demonios tras de ella, y tras de ti. Por eso, tienes que confiar en mí y creerme lo que te digo, solo así podremos protegerte de ellos, por favor. ¿Comprendes?
    ¿Có…cómo has hecho eso? Quizás la fiebre lo estaba haciendo delirar, pero para ser sincero de verdad la pecera estaba flotando de arriba abajo frente a sus narices.
    Estabas tan ocupado lamentándote que tuve que llamar tú atención. Te hable sobre mis poderes…
    ¿Poderes? ¿Qué pasaba con los hombres? Se preguntó seriamente Kagome cuando oyó aquella pregunta idiota salir de sus labios. Empezaba a ponerse más nerviosa.
    Si, poderes, magia, artilugios. Bididibadidibu.
    ¡Muy graciosa! Espetó cruzándose de brazos y viendo con cierta desconfianza al pez. Para tu información, conozco la televisión americana. Me partí el culo aprendiendo ingles en mi adolescencia, he visto lugares que jamás te podrás imaginar, y sé que ese es solo un truco barato de ilusión óptica. No me sorprendes, he visto este truco un millón de veces. ¡Hasta yo puedo hacerlo mejor! Esta vez la lámpara junto al sofá de elevó y se acercó bailando hasta empezar a dar vueltas de un lado a otro con la pecera.
    Yoko la iba a odiar.
    O..otro tru…truco. Las luces se apagaron. Luego de encendieron, para volverse a apagar. La tetera en la estufa dejó salir un chorro de vapor por su boquilla, mientras entonaba los silbidos de un ave. Las botas de Inuyasha caminaron, solas, y se elevaron también. Un paraguas paso volando sobre su cabeza… Yoko dio más vueltas hasta salpicarlo un poco… Un par de libros casi se estrellan contra su estómago… Los perritos del calendario junto a al refrigerador empezaron a ladrar… ¡Vale, ya basta! ¡Ya la capte! ¡Si existe la magia, si puedes hacer estos trucos, no son ilusiones ópticas, ya se, ya se! ¡Te creo, solo detenlo!
    Cada objeto volvió a su estado natural: su estado inanimado. Desde su pecera, Yoko dio un par de vueltas frenético y se escondió en su templo. Era más seguro.
    Los brazos elevados de Kagome cayeron lánguidos a sus costados llevando su cuerpo exhausto al piso por igual. Cayó de rodillas aletargada y pesada, cómo si cargara un yunque encima. Hacía mucho tiempo que no usaba tanto su magia, generalmente no era tan problemático, pero esa vez había usado la Perla aun cuando su magia se estaba encargando de purificarla y ahora todo a su alrededor daba vueltas. Si Miroku la viera, empezaría a gritarle y a enumerarle las mil y un razones de porque lo que había hecho era un estupidez.
    — Cómo lo siento, pero no puedo mentirte. Onigumo es muy peligroso, mucho más de lo que imaginas. — Le faltaba el aliento al hablar, y casi no podía moverse pero logró ponerse de pie, apoyándose en los brazos del sofá. — Su humanidad no la ha impedido por años hacer tratos con demonios. Demonios menores, pero lo suficiente poderosos como para mantenerlo en la cima del poder. No podemos subestimarlo.
    La vio dejarse caer en el sofá, respirando pesadamente y temblando, luchando por no balbucear mientras hablaba. Un instante de oscuridad casi lo obligo a preocuparse por ella, pero la lucidez y todo lo extraño que acababa de pasar lo detuvo en su sitio. Fijo, paralizado. Expectante de sus palabras.
    En su interior aun estaba algo un poco renuente. No quería dar su brazo a torcer. Pero estaba exhausto de negar lo obvio, que se vio creyendo en sus palabras. Aun cuando desconfiara un poco de acercarse a ella.
    — Mi…mi abuela, ella desistió de sus deberes. Lo subestimó. Y Onigumo acabó con ella. Con ella y con su amante demonio. Le robo la Perla a mi destruido abuelo, y solo hasta ahora hemos podido arrebatársela. Gracias a ti. A…así que mentiría si dijera que no estoy agradecida de que no hubieras huido, llevándote el di…dinero de Miroku. — Sonrió. Él no pudo hacerlo, aun estaba algo escéptico como para hacerlo.
    Se movió inquieto. Se cruzó de brazos. Los descruzó. Cambió su peso de una pierna a otra, pero en ningún momento encontró algo inteligente que decir. Quizás no estaba buscando con debido esmero. Pero honestamente, él tampoco se estaba desviviendo por encontrarlo.
    — Entonces, ¿qué dices? ¿Me crees ahora?
    Él no contestó y Kagome ya no podía soportar el mantenerse despierta. Sonrió triste y se levantó del sofá cabizbaja. Era inútil, había hecho más que suficiente. Caminó con pasos vacilantes hasta su habitación, no antes de buscar la mirada renuente de Inuyasha fija en el vacío, pero sintiéndose derrotada bajó la mirada y se encerró en habitación. Ignorando que Inuyasha no le había quitada la mirada de encima en el momento en que Kagome le quitó la de ella.
     
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    miko kagome

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    ahhhhhh muchas gracias por dedicarme este capitulo a mi :)
    en verdad me gusta mucho tu fic y en especial este capitulo, por fin se encontraron Inuyasha y Kagome y nahh aunque esos dos lo nieguen yo se que entre ellos hay química y se que con el pasar del tiempo se llevaran muuuuuy bien o al menos eso espero yo :p
    me gusto mucho la parte donde Kagome le narra la historia de la perla se shikon y me alegra enormemente de que Kikyo haya sido su abuela asi nada que ver con Inuyasha :D
    ademas de que la forma en que Kagome le demostro que si existe la magia fu muy divertida, pobre Inuyasha se quedo traumatizado de por vida..... xD
    en fin espero me avises de la contiiiiiiiii
    PD: suerte en la uni
    bye ;)
     
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    Hey! Aviso que me voy a tardar un tantito en actualizar. El capitulo esta hecho ya, pero aun no lo he corregido. Si todo va como lo planeado lo publicaré la próxima semana...
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    Fantasía
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    6
     
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    3324
    Capítulo 5
    Familias
    — ¿Ya mencioné que la familia, a veces, apesta? Mi primo se casa mañana, y hoy es cuando me viene a avisar de la boda. ¡Y para colmo, el muy imbécil, me pide que no llegue tarde al templo y lleve un regalo! ¡Ni siquiera tengo un traje qué usar! ¿Y un regalo? Lo único que le voy a “regalar” va a ser una patada en su trajeado culo mañana. ¡Ya se! Me voy a ir en camiseta y zapatos deportivos, y le diré que no pude alquilar a tiempo un traje porque es un redomado tarado, odioso y repugnante. ¿Y con quién diablos se casa? Porque no creo que sea con aquella guapa señorita que llevó a casa de la abuela la última vez. ¿Qué tan injusto puede ser el mundo para permitir que cosas así sucedan? ¡Toshiro es un sabelotodo mojigato y panzón que conduce una aburrida minivan! Yo, en cambio, me gano la vida pateando traseros criminales, conduzco un estupendo auto, cargo un arma y me dejo el culo entrenando para mantenerme en forma…
    Tratar de ignorar la perorata intensiva del oficial Tsuma a sus espaldas era algo en lo que se consideraba un experto. Todos los días el pobre diablo sacaba a coalición una queja personal, y larguísima, sobre algún familiar, o sobre cualquier otro tema de cualquier índole. Y ser capaz de pasar de largo las diatribas eternas de uno de los hombres que tenía que soportar día y noche sin pegarle un tiro y acabar con su miseria, lo convertía casi en un santo. Aunque era divertido a veces imaginar maneras de desmembramiento cuando el oficial abría la boca. Lo entretenía luego de horas de aburrimiento masivo en el departamento.
    A veces el Centro estaba falto de casos “especiales”. Y él generalmente no iba tras cualquier cosa.
    Esta vez era “especial”. Y solo por eso no había gruñido demasiado cuando lo sacaron de su casa.
    Se masajeó el cabello platino, y resopló cuando logró alejarse lo suficiente de la arenga del hombre, ahora dirigida a la desfachatez del jefe de sacarlo de la comodidad de su hogar para seguir ese caso sobre el sorpresivo incendio, producto de una explosión, en uno de los edificios pertenecientes al empresario y dueño de la mitad de la ciudad: Onigumo Yamato.
    Bueno, el también estaba cómodo y feliz en su casa antes de fuera reclamada su presencia en el caso, y no se estaba quejando. Al menos no en voz alta. Y no por las mismas, o obvias, razones.
    Su queja era de otra naturaleza.
    Entre los escombros, luego de que se revisara el perímetro, hubieran sacado las fotos, las evidencias necesarias y los cuatro “guardias” heridos junto con los reporteros, se había encontrado enterrados los restos de lo que parecía ser una mochila de gimnasio. Llena de interesante objetos.
    Objetos que fueron la principal fuente de interés de su jefe, y que parecían ser sumamente importantes para que él los viera personalmente.
    Frunció el ceño enojado cuando los tuvo frente a frente.
    Eso no era lo único. Alguien, lo suficientemente “valiente”, había estado en ese edificio además de los cuatro guardias. Lo demostraba aquella cuerda junto con el arnés calcinado que pendía de la azotea.
    Pero que obvio. A la vez de interesante…
    Con su temple de acero gélido, volvió donde estaba los demás policías esperando su regreso. El charlatán oficial Tsuma aun continuaba quejándose. Había vuelto a quejarse sobre su familia. Esta vez, sobre una tía cleptómana que lo iba a visitar el siguiente sábado.
    Si, bueno. Tenía que darle la razón. La familia apestaba. Y mucho más cuando se trataba de cleptómanos.
    —————
    Correr con tacones jamás le había parecido tan difícil como en ese instante. Estaba acostumbrado. Nunca le había resultado problemático manejar ocho centímetros. De cualquier naturaleza. Pero esos “ocho centímetros” en sus pies le produjeron todo tipo de caídas y accidentes, que de verdad casi se lazó al suelo cuando llegó al restaurante de comida tradicional del que su hermano mayor era el dueño. Pasaban las doce y estaba cerrado, pero eso no impedía que tuvieran un par de clientes “especiales” remoloneados en la barra comiendo sopa de fideos. La especialidad de la casa. Dos de sus hermanos estaban de brazos cruzados, incómodos, observando al albino zamparse su comida como si no hubiera un mañana. Su hermano mayor en cambio ignoraba olímpicamente al bocón traga fideos solo mirando fija y resentidamente al otro hombre. El que respondía de igual manera la mirada de su hermano mayor con otra igual de cargada de resentimiento.
    — ¿Y bien? ¿No vas a decir nada, o tendré que sacarte la información por las malas? — dijo el hombre, su excelencia. Sus dos de sus hermanos tras su hermano mayor se movieron inquietos y dieron un paso hacia atrás. Él mantuvo su postura amenazante y sonrió.
    — Te hubiera creído hace años, cuando ennegreciste por primera vez mi puerta y amenazaste la vida de mi hermano pequeño por acercarse demasiado a esa chica que cuidas tanto. Ahora, como yo sé, y tú sabes, que eso que acabas de soltar como una “gran amenaza” no va a funcionar para acojonarme, de verdad me gustaría saber que es lo que pretendes…de nuevo con nosotros.
    — Eh, pues, yo creo saber qué es lo que “su excelencia” quiere de ti, hermano. — Interrumpió él mismo mientras se sacaba de un tirón el zapato izquierdo y masajeaba su adolorido talón.

    Unos veinte minutos después, se encontraba recuperando el aliento con una cerveza, luego de contar con lujo de detalles lo que había visto a sus hermanos. Y a los otros dos. Su hermano mayor lo miraba con el ceño fruncido y los labios igual de fruncidos mientras se rascaba la barbilla. La misma mueca de estrella del rock de los ochentas que hacía cuando pensaba. Cuando pensaba muy profundamente Sus otros dos hermanos, el calvo y el adolescente, también lo miraban, a él y al hermano mayor, sin entender mucho a que venía tanto ajetreo.
    Quizás había exagerado un poco describiendo los zapatos que había visto en el centro comercial, pero en el momento que le cruzó por la mente le había parecido relevante para darle crédito a su historia.
    Su excelencia lo estaba mirando fijamente, un tanto trastornado. Y a su lado, el espeluznante albino se estaba zampando el tercer tazón de fideos.
    ¿Me repites de qué color eran? preguntó su hermano mayor, distrayéndolo de hacer un comentario afectivo acerca de lo mucho que le emocionaba tener a excelencia esa noche tan cerca.
    Magenta.
    ¿Y tenían pedrerías?
    En el tacón. Señaló los suyos propios como si aun no estuviera claro. Su hermano mayor asintió pensativo.
    ¡¿Y eso importa porqué…?! Explotó “su excelencia”, mientras agitaba las manos histérico. Los cuatro hermanos lo ignoraron, mientras el único adolescente de ellos, le entregaba otra orden de fideos al albino. La quinta.
    Bebiendo de su cerveza por la pajilla, como toda una dama debería hacer, observó a su hermano mayor esperando una respuesta. Este solo suspiró. Y envió al más pequeño de sus hermanos a dormir, quien obedeció dócilmente y desapareció por entra las puertas batientes de la cocina. Iban a tratar un tema “para adultos” que el joven conocía de cabo a rabo, más sin embargo, todos en la casa se convencían de que aun era muy niño como para saber de los negocios “ocultos y secretos” de la familia.
    ¡Duerme bien, Suikotsu querido! ¡Recuerda que prometiste hablarme de tu nuevo profesor de arte! ¡Tú sabes: el guapo que usa zapatos italianos! se despidió, luego de darle un último sorbo a su cerveza. El adolescente se volteó arrebolado e incomodo, pero solo asintió y terminó por desaparecer lejos del histrionismo de su hermano mayor.
    Bankotsu, su hermano mayor, continuaba con la misma expresión que haría sentir orgulloso a Billy Idol, mientras se rascaba la barbilla. Frente a él, su excelencia aguardaba impacientemente que dijera algo, pero algo que no sabía él y que los hermanos sabían muy bien de antemano, era que su hermano mayor tardaba bastante tiempo en reaccionar. Bastante tiempo. Fue tal como cuando tenían quince y le confesó sobre sus gustos especiales, y sobre cómo casi había sentido la petite mort cuando vio la nueva colección otoño-invierno de Versace. Bankotsu duró meses en darse cuanta de lo más obvio en él. Gracias al cielo, el proceso de ingreso de información se acortó cuando lo encontró buscando tesoros escondidos en la garganta de un compañero de su equipo de fútbol en la azotea de la escuela.
    Si hiciste que una de las casa de subastas de Onigumo explotara, y aun sigues respirando, de verdad no logro comprender que es lo que quieres conmigo. Su excelencia suspiró hastiado como si no pudiera creérselo. ¿Y qué con ese federal? Jakotsu dice que parece saber algo, y sé que más de una vez ha merodeado por mi restaurante. Interrogó el pasado martes a Suikotsu sobre fruslerías sin sentido. Que si la clientela, y cosas así. Muy sospechoso. No me cayó bien ese sujeto. Te digo que parece un cubo de hielo, me pone los pelos de punta. Resopló ¿Y sabes qué otra cosa me pone los pelos de punta? ¡Tú, Hachi! Podrías cambiar de forma, me da nauseas ver a Hakudoshi en mi restaurante comiendo mi comida. Sin dejar de comer, el albino cambió su rostro en segundos. Ahora su cara parecía ser una mezcla extraña entre un mapache y un asesino en serie. Bien, como si eso no me fuera dar nauseas igual.
    ¿Él estuvo aquí? preguntó su excelencia. Ya se estaba cansando de otorgarle importancia a la conversación, así que solo se preocupo por ver que a sus manos le faltaba una buena manicura de emergencia. Lo mejor era dejar que su hermano mayor se encargara, como siempre, de los negocios sucios.
    ¿Quién?
    El federal.
    ¿Cuál federal? ¿Se te ha caído un tornillo? ¡¿Tienes alguna idea de lo jodido que sería si un policía viniera el horario normal de trabajo?!
    Él sonrió mientras limaba su uña del pulgar con una lima rosa de estrellitas. Su hermano contaba con clientes “especiales” que harían de un mal día un buen día para cualquier oficial o defensor de la ley que se respetara en la ciudad.
    Bankotsu, enfócate. Acabas de decir que el mismo policía que tu hermano vio en los restos de la casa de subastas, es el mismo que vino aquí a tu restaurante y estuvo haciéndole preguntas a tu hermano menor. Confundido y con ganas de golpear a su excelencia, su hermano volteó hacía su otro hermano. El único que desde un principio había estado en silencio. El calvo casi invisible. Este repitió las mismas palabras de su excelencia y Bankotsu logró entender lo que pasaba.
    ¡Oh, ya veo! Ya entiendo. Su excelencia volvió a suspirar y él no pudo negar que se veía más que apetecible con esa mueca de ira en su rostro. Entiendo, entiendo. Recapitulemos: Cuando viniste un par de meses atrás para que te ayudara a encontrar a alguien que se inmiscuyera en los territorios de Onigumo y le birlara “algo”, y yo te dije que Tsukishiro era el hombre que buscabas. Tú diste, milagrosamente, con su paradero, aun cuando te dije que era imposible ¿cierto? Este asintió desesperado, mientras que él volvía a aburrirse. Volvió a su labor con sus uñas y se ensañó con la del dedo medio con su lima rosa de estrellitas. Entonces, este tipo, Tsukihiro, robo ese “algo” de Onigumo, y tú explotaste la casa de subastas para que no quedara evidencia. ¿Me sigues? Su Excelencia volvió a asentir, y él volvió a su dedo pulgar con su lima. Y ahora, siendo tú el único que siempre has querido robarle a Onigumo, el muy cabrón te esta siguiendo la pista. Y por eso tienes a Hachi con la forma de su mano derecha para distraerlo…Y… ¿Y que tiene que ver zapatos color magenta con esto? ¿El policía los estaba usando o qué? Soltó su lima, se estiró de brazos y viendo que ya no tenía más nada divertido que hacer fue a ayudar a su otro hermano a lavar los platos sucios. Su excelencia, en cambió, estrelló su frente contra la barra. Unas diez veces.
    Bankotsu, solo necesito una cosa. Y sabes que estoy dispuesto a pagar tu precio si me cumples bien. Quiero que averigües quien más estaba tras de Onigumo y tras aquello que guardaba celosamente en esa casa de subastas. Simple y llano, solo un poco de espionaje para poner a tus hermanos y a ti ocupados, lejos de su aburrida y sedentaria vida.
    ¿Y cómo se supone que haré eso?
    Ahí va de nuevo. Solo espero que esta vez no me cueste tan caro como la última vez que le pedí un favor a este cabrón. Pensó Miroku, cuando escucho la acostumbrada frase de Bankotsu cuando le pedían un trabajo “especial”.
    Bankotsu podía ser lento y algo tontorrón, pero era pura apariencia. Menos en lo lento. El hombre tenía cualidades de regateador redomado, de negociante profesional y una basta clientela de carroña humana que siempre lo mantenían informado sobre lo que sucedía en el bajo mundo, y que hacían de su restaurante de comida tradicional una fachada que escondía un centro de reunión de “sabuesos y ladrones” de poca monta. No se extrañaba de que en medio de un par de tazones de fideos se pudiera llevar a cabo una compra de Metanfetaminas a pleno medio día.
    Y quizás por eso es que aguantaba al sujeto y sus defectos de memoria y agarre. Su restaurante era discreto. Y siempre le era útil. Aunque en ese momento estaba dudando muy seriamente de su “utilidad”
    ¿Qué quieres a cambio? Preguntó Miroku. Bankotsu miró a sus espaldas y luego miro su reloj de pulso con motivos de Karate Kid. Estaba seguro de que su hermanito aun seguía despierto estudiando, como siempre. Y eso era un alivio después de todo. Alguien en esa familia había salido culto y había aprendido a leer y a escribir sin que el oficio pareciera física cuántica. Te daré lo suficiente como para que compres las medicinas de Suikotsu. Los tres hermanos voltearon a ver a Miroku.
    ¿Porqué tendría que aceptar tu oferta? espetó desconfiado. Se sincero o me obligaras a bajar aquella vieja alabarda que tenemos en el desván para clavártela en un lugar verdaderamente incomodo, y sin lubricante. ¿Qué más quieres de mí?
    Esta bien. Quiero que también sigas los pasos de Onigumo. Muchos de sus hombres vienen aquí a comer, ¿no?
    Si. Todos menos Hakudoshi
    Bankotsu tenía una política muy estricta de no-dejar-pasar-al-tipo-albino-escabroso. Era una de las muchas misteriosas reglas arbitrarías, sin antecedentes ni razones lógicas del hombre que todos se esforzaban fácilmente en cumplir para no buscarle el lado retorcido y quejumbroso. Bankotsu podía ser a veces un completo dolor de nalga cuando se trataba de ver una de sus “reglas” no siendo cumplidas.
    Bueno, averigua todo lo que puedas. Quiero saber que trama Onigumo. Igual, yo mismo iré a hacerle una visita, pero sería encantador de tú parte, Bankotsu, que me ayudes un poco.
    Renkotsu, el silencioso hermano calvo, escuchó atentamente cada una de las palabras de la conversación entre su hermano mayor y el inmortal. Pero guardó silencio. Su hermano Jakotsu, por el contrario, no pudo hacerlo.
    Saben, hace uno días vino ese desagradable tipo, el de la cicatriz. Y mientras le servía, estaba hablando con otro de los hombres de Onigumo. Creo que estaban hablando sobre una jauría de lobos, -o perros- que estaban ayudando a Onigumo a encontrar a alguien. ¿Rarísimo, no?
    Miroku se puso de pie de inmediato. Tiró del cuello de la camisa de Hachi, quien soltó lloroso el tazón de fideos mientras su rostro deforme y bestial paso al rostro que le correspondía al cuerpo, y lo levantó de la butaca, alejándolo de la barra mientras lo arrastraba hasta la salida. Su rostro volvió a ser el de Hakudoshi, y Bankotsu sintió el impulso de retorcerse y escupir luego de maldecir tres veces, y dar una vuelta estrella hacia atrás para intentar alejar el mal yuyu que le producía ver al albino en su restaurante.
    Aunque verlo gimotear como un niño era quizás mucho más perturbador.
    Vendré en una semana o dos, ¿de acuerdo? Bankotsu de cruzó de brazos y asintió resignado. Mañana recibirás el primer cheque por correo. No lo olvides…
    Si, si, si, ¡si!. Quienes están detrás de la ropa interior sucia de Onigumo y los chismes de su vida privada. Ye te lo capto. Dijo, milagrosamente lo había recordado muy bien.
    Y también quiero que me mantengas informado sobre ese policía, ¿esta bien? Si vuelve y sobre lo que quería.
    ¿Cuál policía? — preguntó Bankotsu a su hermano menor que se pintaba las uñas con un esmalte color coral cuando Miroku y Hachi salieron del restaurante. Este solo se encogió de hombros y notó que el color coral no iba para su tono de piel. Quizás el carmesí. Tal vez el fucsia…
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    Cualquier error me disculpo de antemano!
    Qué tal quedó? Rapidín rapidín actualizo porque ando apurada!!
    Bye!!
     

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