Microrrelato ¿Feliz navidad abuelo Ted?

El crepitar de las llamas le despertó. Se había quedado dormido en su antigua silla mecedora, después de haber puesto más leña en la chimenea. Estaba soñando con el día de navidad, cuando sus hijos correteaban por la casa. Desmontaban y montaban el árbol. Movían las figuras del nacimiento cada vez que podían. Robaban algún polvorón o algún pedazo de turrón sin que su esposa los viese. Se enredaban entre las luces y después uno se ayudaba a otro para salir. Era un sueño hermoso, pero al fin y al cabo, ahora solamente era un sueño, un recuerdo quizás.

Se levantó, lento, muy lento, sus viejas rodillas se resentían demasiado por a saber lo qué, quizás, los años. Y caminó lentamente hacia la ventana. Se asomó, observó como los hijos del vecino se marchaban con sus familias, los pequeños iban cargados con juguetes. Abrazaban a sus abuelos tratando de que no se les cayese nada y sonreían, sonreían mucho. De alguna manera verlos sonreír le daba nostalgia. Se quedó un rato mirando, viendo como los coches marchaban, pensando en la suerte de sus vecinos. La vieja Marie, su vecina, se percató de que él estaba observando por la ventana, y le saludó, con una sonrisa dulce, quizás de compasión.

Se dio la vuelta muy lento, y se encaminó a volver a echar un poco más de leña al fuego. De pronto, escuchó el sonido de su teléfono móvil. Con sus dedos ya viejos y torpes, consiguió desbloquear aquel artilugio que parecía inventado para que las personas mayores no lo usasen y aceptó la llamada entrante.

—¡Feliz navidad papá! ¡Feliz navidad abuelo! —escuchó rápidamente y pronto se puso cara con cara para poder ver a su familia.

—¿Qué tal lo has pasado abuelo Ted? —le preguntó su nietecita Candance.

—Oh, ¡cariño! —la cara triste y melancólica del viejo Ted se había transformado en felicidad, quizás algo disimulada, quién sabe— ¡me he hinchado a turrón y mazapanes! ¡Ay, si me viese la abuela! Me diría un montón de improperios sobre el azúcar y los kilos de más...

Todos se echaron a reír. No era una risa de alegría, era una risa que enmascaraba mucha, mucha nostalgia. Estuvieron un buen rato hablando, sus nietos le contaron qué regalos habían tenido, las muchas cosas ricas que habían comido y lo bien que lo había pasado.

—¡Mandad un abrazo al abuelo chicos! —sus queridos nietos le mandaron abrazos, que el viejo Ted agradeció, pero se sintió frío, inerte, como si eso que estuviese sucediendo no fuese del todo real, aunque de alguna forma lo fuese.

Se despidió de ellos y se quedó allí, sentado en su mecedora. Mientras el fuego que no había alimentado daba sus últimos coletazos de vida y el frío parecía empezar a calar ya sus huesos. Y las tripas del viejo Ted, a las que había ignorado toda la conversación, comenzaron a rugir.