Kohaku Ishikawa Me senté frente a Takeda y envolví mi cuenco de té con ambas manos, oyéndolo atentamente. Fui alternando la vista, pero apenas escuchar que había culpado a su falta de convicción le clavé la mirada encima; no lo interrumpí. Las últimas palabras que Kuroki le había dedicado en Nagoya se superpusieron con las mías en Shima, nubladas por el dolor y la ira. Esbocé una pequeña sonrisa, amarga, y detallé las ondas sobre la superficie del té. Era un recuerdo penetrante. No queda nadie. Ya no queda nadie. —Cuando topé con él en Shima, cuando acababa de... morir mi padre, discutimos. Lo último que le dije fue que no merecía servirte, ni a ti ni al clan. —Comprimí los dedos en torno al cuenco, absorto en las ondas, y arrugué el ceño—. Por largas noches me pregunté si acaso mis palabras habían sido un error, un impulso nacido del rencor. Temí, quizá, haber provocado un daño irreparable. Más tarde nos encontramos a las afueras de Kioto, y entonces lo comprendí. Alcé la mirada a Takeda. —El daño ya estaba hecho. No fui yo, tampoco usted. Su corazón se vació por las grietas incluso antes de conocernos, y su búsqueda siempre fue otra. Una búsqueda imprecisa, ciega, impulsada por el hueco que reconocía en su interior. Una búsqueda de sentido, más allá de los clanes, la guerra, o el futuro del país. ¿Tuvimos forma de ayudarlo? ¿Había parches para esas grietas? —Meneé la cabeza—. No lo sé. Me habría gustado entenderlo a tiempo e intentar acompañarlo, ciertamente, pero es vano detenerse en las semillas que no germinan. No lo sé, y no lo sabré nunca. Escucharlo hablar de mí me avergonzó un poco; pese a ello, me esforcé por sostenerle la mirada y honrar cada una de sus palabras. Además, por sobre el bochorno... me hacía feliz. Oír a Takeda decir esas cosas me colmaba el corazón de una alegría difícil de explicar. Si lo mío había sido un salto de fe, lo suyo también. Había prometido cargar nuestro bagaje sin siquiera conocernos y esa ingenuidad, tarde o temprano, le había pagado con dolores y traiciones. Pero había persistido, había luchado y crecido por encima de las estocadas. —Siempre lo admiré, señor —admití, bajando la vista al té—. Desde que me presenté en el dojo de Nara y recibió la misiva de mi mano, desde que nos acogió sin distinción, sin dudas ni recelo. Yo... lo había perdido todo, absolutamente todo, y a su lado sentí que podía volver a pertenecer a algo. Que aún podía luchar, que quedaba en mí la voluntad para hacerlo. Su causa, sus principios, sus ideales, se convirtieron en la tenue antorcha que vislumbré tras años de recorrer un largo, oscuro y sinuoso camino. Ahora logré reabrir mi corazón hacia los demás, atesorar a mi familia sin romperme y hacer nuevos amigos. Tomé partes de mí, de mi pasado, y las deposité en las manos correctas. Enhebré pulseras con los guijarros de mis hermanos y las obsequié a personas preciadas para mí. —Sonreí, pensando en el mala de su amigo, Chikusa, que le había dado a Rengo—. En cierta forma, señor... me salvó la vida. Mi lealtad es la moneda más pequeña que tengo para recompensarlo, y siempre será suya. Bebí de mi té para disimular el nudo que me había comprimido la garganta y por fin lo miré, noté su sonrisa. Mi propio corazón se alivianó y yo también sonreí. —¿Está rico, al menos? —bromeé, riendo ligeramente, y giré el cuenco entre mis manos—. Después de la guerra beberemos otro. Permití que el silencio asentara mi promesa y poco después la calma se disolvió. Oímos la voz de la princesa y Takeda salió a comprobar la situación; yo me removí, incómodo, y me apresuré por acabar mi té. Tenía un leve presentimiento. Efectivamente, Tomoe ingresó al refugio y me incorporé a las prisas para reverenciarla. —Princesa —saludé, irguiéndome después. Bueno, era mi señal de retirada, ¿no? Ya había tentado demasiado a la suerte ese día. Sin embargo, no encontré hueco para despedirme; la tensión había permeado el aire y, entonces, Tomoe comunicó una noticia terrible. Me quedé inmóvil, sintiéndome ajeno a la situación, y cuando Takeda la abrazó, aproveché para avanzar hacia la salida en perfecto silencio. Oír a la princesa decir que iría a la guerra volvió a detenerme en mi sitio y giré el torso, consternado. Por suerte, Takeda rechazó la idea y respiré aliviado. No quería que Hachi perdiera a nadie más. —Lamento profundamente su pérdida, señor, princesa —me disculpé junto a otra reverencia al encontrar un silencio, ya junto a la salida—. Con su permiso. Las palabras de Tomoe rebotaban tras alcanzar el exterior y toparme con Rengo, Yuzuki, Akihito y Hayato. Una misión que había fallado, órdenes incumplidas. Shiga, el lugar al que habían ido. Alterné la mirada entre los primeros tres y exhalé con cierta pesadez. No tenía idea qué había ocurrido pero... sólo esperaba que todo marchara bien. —Me alegra verlos a salvo. —Esbocé una pequeña sonrisa y me moví hacia un costado—. El señor y la princesa están adentro. Eran ya demasiadas personas, no tenía sentido interferir. Navegué el espacio hasta ubicar a Tamura con Hachi a la distancia, y me acerqué a ellos. Le sonreí a Ginko a modo de saludo y entonces miré a Hachi. —¿Podríamos hablar? —pedí, en voz baja.