Saint Seiya Seiya de Leo

Tema en 'Fanfics de Anime y Manga' iniciado por joseleg, 23 Mayo 2025.

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    joseleg

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    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    66
     
    Palabras:
    2522
    El amanecer trajo consigo un cambio de escenario. Seiya, aún jadeante por el combate, emprendió el regreso al Neocoliseo, la base provisional donde se reunían los jóvenes caballeros. El eco de sus pasos resonaba en los pasillos, mezclándose con un silencio espeso, casi opresivo. Al llegar, la atmósfera era pesada, cargada de preocupación y un cansancio que se sentía en cada respiración. Allí estaban Shun, Hyōga, Shiryū, Lázaro, Geki, Ichi, Kaito y Jabu. Este último reposaba sobre una camilla improvisada; su torso y brazos estaban envueltos en vendas que ya se habían teñido de un rojo tenue. La palidez en su rostro contrastaba con la firmeza en sus ojos, y aunque su respiración era lenta, mostraba la obstinación de quien no se permite caer.

    Sobre una mesa metálica, bien iluminada por las lámparas de la sala, descansaban los cinco fragmentos recuperados del manto. El brillo de sus superficies parecía latir, como si un fuego vivo estuviera atrapado en su interior. Pero la aparente victoria se ensombrecía con un hecho innegable: Ikki conservaba las piezas restantes, y su paradero seguía siendo un misterio. La tensión no tardó en estallar. Jabu, incorporándose con dificultad, clavó la mirada en Shun.
    —No podemos seguir ignorándolo —dijo con un tono áspero—. ¿De qué lado estás realmente, Shun? Ese hombre es tu hermano… y cada vez que luchamos contra él, pareces contenerte.

    Shun apretó los puños, pero antes de que respondiera, Shiryū dio un paso al frente.
    —Basta, Jabu. Si no fuera por él, Seiya jamás habría alcanzado a Ikki en el puerto. No olvides que la lealtad no siempre se mide en golpes.
    Las palabras del dragón detuvieron momentáneamente la discusión, pero Kaito intervino con un gruñido de desaprobación.
    —Todo esto es una afrenta a los dioses. Que el Manto de Oro esté dividido en pedazos… es indigno. Empiezo a preguntarme si siquiera es el verdadero.

    Un silencio incómodo cayó sobre la sala, roto únicamente por un leve tintinear de vidrio. En una esquina, tirado como un vagabundo, Lázaro bebía de una botella de ron barato. Levantó la mirada con una sonrisa torcida y la voz arrastrada por el alcohol.
    —Yo soy discípulo del hombre que más sabe de los mantos… —dijo, señalando con el cuello de la botella hacia los fragmentos—. Él los repara… y me enseñó a distinguir las réplicas de las reliquias verdaderas.
    Tomó un sorbo largo antes de continuar—. Ese es el verdadero… y si no me creen, llévenlo con él.



    Fue entonces cuando Saori entró en la sala. La luz artificial pareció suavizarse a su alrededor, como si la misma habitación se inclinara a reconocer su presencia. Vestía de blanco, un tejido fino que caía en pliegues perfectos sobre su figura, y su cabello —antes castaño— lucía cada vez más teñido de un lila etéreo, como si su esencia divina se filtrara lentamente a la realidad. Sus ojos, de un púrpura profundo, recordaban al imperial que antaño portaban los emperadores romanos en su honor. A cada paso suyo, el aire se volvía más denso, y sin necesidad de levantar la voz, el murmullo y las discusiones cesaron, como si un peso invisible hubiera caído sobre todos.

    Caminó con serenidad, pero con una firmeza que no admitía objeciones. Su mirada se paseó por cada uno de los presentes, deteniéndose apenas un instante más en Jabu, aún recostado, y en Shun, que mantenía la vista baja. Hyōga, por su parte, sostenía en silencio una tensión distinta. Desde que ciertos rumores sobre Saori le habían llegado, había mantenido dudas. En lo más profundo de su mente, la idea de atacarla surgía como una chispa fugaz, pero siempre, en el momento en que esa intención tomaba forma, una fuerza externa lo contenía. Era como un hilo invisible que desviaba sus pensamientos, envolviéndolos en una calma obligada que no podía explicar.

    —¿Qué haremos, señorita Kido? —preguntó al fin Hyōga, rompiendo el silencio con un tono que oscilaba entre el respeto y la desconfianza.
    Saori se detuvo junto a la mesa donde descansaban los fragmentos del Manto. Los contempló unos segundos, y entonces habló con la voz clara y templada de quien no solo dirige, sino también comprende las cargas ajenas. Les recordó que aquello no era una competencia, ni un ajuste de cuentas personales, sino una misión conjunta contra un enemigo común. Hablaba con calma, sin alzar la voz, pero con una autoridad que se imponía sobre cualquier argumento.

    Ordenó que los caballeros se dispersaran y pasaran el tiempo con sus allegados. “Necesitan descanso”, dijo, y sus palabras no eran solo una orden, sino un reconocimiento del agotamiento físico y emocional que cargaban. Les aseguró que tanto ella como la Fundación Graad se encargarían de localizar a Ikki y trazar el siguiente paso. No mencionó cómo lo haría, ni qué medios emplearía, pero todos entendieron que no era momento de cuestionarlo. Había algo en su tono que transmitía que, si llegaba a dar una respuesta, quizá preferirían no conocerla.

    Uno a uno, los jóvenes comenzaron a retirarse. Algunos lo hicieron con pasos pesados y resignados, como Shiryū, que aún meditaba sobre lo que vendría. Otros, como Kaito, salieron con el ceño fruncido, sintiendo que aquel descanso era una pausa innecesaria en medio de la urgencia. Shun caminó en silencio, sin mirar a Jabu, y Lázaro salió último, tambaleando un poco, como si el ron aún le nublara los sentidos. Afuera, la ciudad comenzaba a llenarse de vida, pero dentro de ellos, el amanecer no traía paz, sino un presagio de tormenta.

    Saori permaneció inmóvil en la sala, sola frente a la mesa metálica. Sus ojos púrpura se reflejaban en las superficies bruñidas de los fragmentos. Sabía que la batalla apenas estaba en su prólogo y que, en las piezas faltantes, se ocultaba algo más que un poder perdido. Había en ellas un vínculo con un destino más oscuro, algo que ni siquiera había compartido con sus caballeros. Y mientras el murmullo lejano de la ciudad llegaba desde el exterior, la diosa guardó silencio, consciente de que lo que vendría exigiría más que fuerza… exigiría sacrificios que aún ninguno estaba listo para imaginar.

    Seiya salió temprano del orfanato, todavía bostezando, con las manos en los bolsillos y el cabello revuelto. En el comedor, Minô lo esperaba con un par de arepas humeantes y un tazón de chocolate caliente. Él se dejó caer en la silla con ese aire despreocupado que siempre tenía, como si nada en el mundo fuera realmente urgente. —¿Otra vez vas a salir? —preguntó Minô con una ceja arqueada—. No has descansado en días, Seiya. El joven caballero le dio una mordida generosa a la arepa antes de contestar con la boca medio llena. —¿Descansar? ¿Acaso Héracles descansaba de sus trabajos? —replicó con una sonrisa ladeada—. Si el tipo se hubiera echado una siesta en medio de sus labores, todavía estaría peleando con el león de Nemea.

    Seiya miró el plato frente a él con una ceja arqueada. —¿Y esta torta qué demonios es? —preguntó, pinchándola con el tenedor como si fuera un animal dormido.
    —No es una torta, brutosaurio —rió Mino—. Se llama a-re-pa. Así, deletreado, para que te lo aprendas. Es una comida de los países al sur. Esta que comes es colombiana, pero a veces hacemos versiones de otros lugares. ¿Nunca habías probado una?
    —Solo griego… si es que la basura del Santuario se puede llamar así—respondió Seiya con una sonrisa torcida—. Y en mis viajes a oriente probé algunas cosas raras… aunque más de una vez me tocó pescar para no morirme de hambre cuando viajé de polizón en un carguero.
    —¿Polizón? —preguntó un chiquillo con los ojos como platos.
    —Sí, muchacho… imagínate una lata gigante flotando en el mar, llena de tipos que huelen peor que un establo y con cocineros que creen que el arroz crudo es un manjar —contestó, gesticulando exageradamente. Los huérfanos comenzaron a arremolinarse a su alrededor, algunos con la boca abierta, otros riendo, todos atentos a escuchar las aventuras del caballero que parecía tomarse la vida como una broma muy entretenida.

    Minô soltó un suspiro, pero no pudo evitar reírse ante la ocurrencia. Seiya terminó el desayuno a toda prisa, levantándose con esa energía nerviosa que lo caracterizaba. —Voy y vuelvo… o no —dijo encogiéndose de hombros, lo que hizo que Minô lo mirara con esa mezcla de resignación y afecto. Afuera, el aire de la mañana estaba fresco, y por un momento Seiya se encontró caminando sin rumbo. No tenía idea de qué hacer; no había peleas que ganar ni misiones urgentes, y eso le resultaba… extraño.

    Fue entonces cuando, al girar por una avenida, vio un grupo de policías con una unidad canina antinarcóticos. Los perros, de mirada aguda y olfato alerta, esperaban sentados junto a sus guías, listos para recibir órdenes. Intrigado, Seiya se acercó con las manos en la nuca. —Oigan, ¿y qué tal si uno de estos me presta un rato su nariz? —preguntó con tono burlón, provocando que uno de los oficiales lo mirara de reojo. —Estamos trabajando, chico, no es para juegos —respondió el más serio del grupo.

    Seiya sonrió como si la respuesta no fuera con él. —Pues si necesitan una mano, yo soy bueno encontrando cosas… y personas… y problemas. Eso sí, me gusta que paguen bien —dijo guiñando un ojo. Los oficiales se miraron entre sí, uno de ellos soltó una carcajada y el otro se cruzó de brazos. —Mira, estamos ocupados, pero si de verdad quieres ayudar y ganarte una buena recompensa, hay un tipo que entrena perros adiestrados para la policía. Vive a las afueras, en una finca. No es de los que reciben visitas, pero si le caes bien… puede que te deje hacer algo útil.

    —¿Y por qué no me va a recibir? —preguntó Seiya, arqueando una ceja mientras tomaba la dirección que le tendían. —Porque no le gusta la gente bocona —contestó el oficial con una sonrisa de medio lado. —Perfecto, entonces le voy a caer de maravilla —respondió Seiya sin perder su tono desenfadado. Guardó el papel en el bolsillo y comenzó a caminar hacia donde le habían indicado, silbando como si fuera un paseo cualquiera.

    Mientras se alejaba, los oficiales lo miraron con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Seiya, por su parte, ya se imaginaba el tipo de persona que encontraría en la finca: probablemente un viejo gruñón, rodeado de perros que lo obedecían como si fueran soldados. Y aunque él no lo admitiera en voz alta, la idea de pasar un rato con animales le parecía una forma agradable de romper la monotonía… aunque, claro, en su mundo la tranquilidad nunca duraba demasiado.

    A las afueras de Nueva York, lejos del ruido constante de la gran ciudad pero sin llegar a la tranquilidad de un campo abierto, se extendía un barrio obrero de casas alineadas en calles estrechas. No era un lugar pobre, pero tampoco abundaba la riqueza; las fachadas mostraban pintura descascarada y ventanas con cortinas viejas, junto a patios pequeños donde los vecinos colgaban ropa al sol. El aire estaba impregnado de olor a gasolina y pan recién horneado de la panadería de la esquina, mezclado con un vago perfume a hojas húmedas de los árboles que sobrevivían entre las aceras resquebrajadas. Allí vivía Donald, un hombre de hombros anchos y cabello rubio, curtido por el sol y los años de servicio como infante de marina, que ahora se ganaba la vida entrenando perros de caza.

    Esa tarde, Seiya avanzó por la acera con las manos en los bolsillos y una sonrisa pícara, observando el taller improvisado que Donald tenía en el patio trasero. La cerca de madera estaba mal cerrada, y el joven santo, con la ligereza de quien ya había hecho esto antes, se coló sin hacer el menor ruido. Dentro, varias jaulas abiertas dejaban a la vista perros de pelaje lustroso, mientras que otros, más pequeños y nerviosos, corrían por el jardín ladrando. El ruido pronto alertó a Donald, que salió del cobertizo con un rifle apoyado en el hombro y una mirada afilada.

    —¿Quién demonios eres? —gruñó, levantando el arma. Sin perder la calma, Seiya dio un par de pasos hacia atrás, esquivando la primera descarga que hizo saltar astillas de la cerca. Donald volvió a cargar, pero el joven se movía demasiado rápido, como si sus pies no tocaran el suelo. El exmarino frunció el ceño, bajando un poco el cañón del rifle.
    —Espera… ¿Eres uno de esos santos?
    —El León Menor —respondió Seiya con media sonrisa, el tono burlón y confiado.

    Donald soltó un resoplido que se transformó en carcajada.
    —Odio a los gatos… —dijo mientras bajaba del todo el rifle—. A menos que traigan comida.
    —Dinero —corrigió Seiya sin perder la sonrisa—. Dinero de la Fundación Graad, a cambio de tu mejor olfato.
    El exmarino ladeó la cabeza, calibrando las palabras. Tras unos segundos de silencio, terminó soltando un suspiro resignado y le hizo un gesto para que lo siguiera hacia el interior del taller.

    Mientras caminaban, Donald comenzó a hablar con la naturalidad de quien ama su oficio. Señalaba uno a uno los perros, describiendo sus razas, procedencia y habilidades. Habló del olfato privilegiado de los sabuesos, de la velocidad de los pointers y de la resistencia de los retrievers. Su voz, grave pero pausada, estaba cargada de un extraño orgullo, como si hablara de viejos camaradas de guerra. Cada perro parecía tener una historia, y Donald no escatimaba detalles.

    Finalmente, se detuvo junto a un perro de aspecto desgarbado. Su pelaje era áspero y sus orejas caídas, con un ojo más claro que el otro.
    —Este de aquí… —dijo, con una sonrisa que dejaba ver un diente de oro—. No es de raza pura. Dicen que es una mezcla mexicana, un perro callejero con demasiada suerte. Pero tiene el mejor olfato que he visto en toda mi vida. Y eso, muchacho… —añadió mientras le daba una palmada amistosa al animal—, vale más que cualquier pedigrí.

    Donald comentó, mientras miraba al animal, que el verdadero problema no era que estuviera perdido, sino que era arisco. El perro, sin embargo, parecía más bien asustado, con las orejas gachas y el rabo entre las patas… hasta que Seiya se agachó y le acarició el lomo. El cambio fue inmediato: el animal relajó el cuerpo, alzó la cabeza y dejó escapar un suspiro, como si hubiera reconocido algo familiar.

    Donald se sorprendió de que el perro se mostrara tan manso.
    —¿Cuánto vale? —preguntó Seiya.
    —Si preguntas eso, tal vez no vengas de la Fundación Graad —replicó Donald.

    Seiya soltó una leve risa.
    —Yo me encargo. Es una dulce niña rica a la que le encanta poner muchos ceros en papeles que llama “cheques”. Yo la he visto.

    Sin añadir más, Seiya se incorporó, y el perro, como si hubiera decidido que ya era suyo, se acomodó a su lado. Sin correa ni orden, lo siguió mientras él se encaminaba hacia el Neocoliseo, con las luces del atardecer reflejándose en el pavimento y un murmullo lejano creciendo a cada paso.
     
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    Seiya de Leo
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    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    66
     
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    Saori estaba de pie frente a un mar de cámaras y micrófonos, su porte impecable y el vestido blanco resaltando bajo las luces de la sala de prensa. Con voz firme, anunció:
    —En estos momentos tengo a mi disposición las fuerzas de investigación de Estados Unidos, Rusia, China y Europa. No tardaremos en localizar al terrorista. Y quiero celebrar que, a pesar de todo lo ocurrido, no hemos tenido bajas civiles.

    Un periodista levantó la mano, su voz rompiendo el murmullo de la sala:
    —¿Y los muertos entre los atacantes? ¿Quiénes eran exactamente?
    Saori asintió con gravedad.
    —Ese grupo se hace llamar “Santos Negros”. Son un movimiento terrorista que, en los últimos veinte años, ha socavado alianzas, quebrado acuerdos estratégicos y amenazado la estabilidad global. Han trabajado en las sombras, vendiendo su fuerza al mejor postor. —Su tono se endureció—. No tienen patria ni bandera, solo ambición y destrucción.

    De pronto, el murmullo de la sala se interrumpió con el ruido de pasos acelerados. Seiya irrumpió en el lugar, ignorando por completo la solemnidad del momento. Varias cámaras giraron hacia él, y los guardias de seguridad apenas se movieron: una orden expresa de Saori permitía a los Santos actuar con total libertad.
    —Perdón que interrumpa, pero esto no puede esperar —dijo Seiya, sin miramientos.

    Los periodistas intercambiaron miradas confundidas mientras Seiya llevaba de la correa a un perro de mirada inquieta. El animal se mantenía tenso, observando el entorno con cautela. En el centro de la sala, sobre un pedestal, reposaba un cofre metálico, sellado con inscripciones antiguas. Saori lo miró con atención.
    —¿Qué pretendes, Seiya? —preguntó, alzando una ceja.
    —Ver si nuestro amigo de cuatro patas reconoce algo —respondió él, acercando al perro hacia el cofre.

    El perro lo olfateó con recelo, dando vueltas alrededor, sus orejas erguidas. Por un momento, retrocedió con un leve gruñido, pero Seiya se agachó y le acarició la cabeza.
    —Tranquilo… —susurró, y el animal, como si entendiera, volvió a acercarse y apoyó el hocico en la superficie del cofre.
    Los flashes de las cámaras captaron el momento, mientras el murmullo de la prensa crecía. Saori, manteniendo la calma, miró a Seiya y dijo en voz baja:
    —Espero que sepas lo que haces.
    —Lo sé —contestó él, con una media sonrisa—. Y esto nos va a llevar directo al enemigo.

    Saori intentó sonreír, aunque su gesto se veía más forzado que natural. No podía evitar sentir una ligera incomodidad ante la situación, pero su instinto le pedía mantener la calma. A su lado, Tatsumi no compartía esa diplomacia. Cruzado de brazos, con el ceño fruncido, soltó sin rodeos que no eran idiotas, que ya habían usado perros en otras ocasiones para rastrear y vigilar. Su tono era cortante, como si quisiera dejar en claro que no se dejaba impresionar por el entusiasmo de Seiya.

    —Pero no a mi amigo —replicó Seiya, sin perder la calma ni su tono firme. El joven guerrero acarició la cabeza del perro con un gesto casi protector. Tatsumi lo miró con desdén y soltó:
    —Ese es un mugroso perro callejero.
    —Hey, es mexicano, no feo —bromeó Seiya con una sonrisa ladina, intentando romper la tensión. Luego, con un tono más serio, añadió—: Creo que ya olió algo.

    Tal como había llegado, el perro se alejó, guiado por un rastro invisible para los humanos. Seiya lo siguió sin dudarlo. Mientras caminaban, algunos periodistas que merodeaban por la zona reconocieron al caballero y aprovecharon la oportunidad. Le tomaron fotos y lo grabaron con entusiasmo, atraídos por su actitud relajada y el aura de energía que siempre parecía rodearlo.

    Aunque Seiya no tenía la belleza etérea y casi irreal de Shun o Hyoga —capaz de volver locas a las mujeres con una sola mirada—, poseía un carisma y una fortaleza más acordes con los ideales americanos de heroísmo: directo, resistente, con una sonrisa franca y un aire de chico de barrio que no se rendía jamás. Esa imagen lo había hecho bastante popular en las calles y en los noticieros, donde más de una vez lo habían mostrado como un héroe urbano.

    Sin embargo, esa misma popularidad jugó en su contra aquella tarde. Varias personas se acercaron para saludarlo, pedirle fotos o incluso tocarle el hombro como si eso les garantizara buena suerte. Entre la multitud y el constante alboroto de las cámaras, Seiya perdió momentáneamente el rastro que el perro había seguido con tanta determinación. El animal, ajeno a la fama de su acompañante, avanzaba con la nariz pegada al suelo, zigzagueando entre personas y obstáculos.

    Poco a poco, Seiya logró escapar del cerco de curiosos y apresuró el paso. La ciudad, con su ruido y su ritmo vertiginoso, parecía desvanecerse a medida que se internaba en zonas más tranquilas. El aire se tornó ligeramente más fresco, y el bullicio se fue reemplazando por el murmullo de hojas y el eco de pasos sobre grava. Sin darse cuenta, se iba acercando a Central Park, siguiendo a ese perro callejero que, por alguna razón, parecía tener muy claro a dónde se dirigía.

    Saori intentó sonreír, aunque su gesto se veía más forzado que natural. No podía evitar sentir una ligera incomodidad ante la situación, pero su instinto le pedía mantener la calma. A su lado, Tatsumi no compartía esa diplomacia. Cruzado de brazos, con el ceño fruncido, soltó sin rodeos que no eran idiotas, que ya habían usado perros en otras ocasiones para rastrear y vigilar. Su tono era cortante, como si quisiera dejar en claro que no se dejaba impresionar por el entusiasmo de Seiya.

    —Pero no a mi amigo —replicó Seiya, sin perder la calma ni su tono firme. El joven guerrero acarició la cabeza del perro con un gesto casi protector. Tatsumi lo miró con desdén y soltó:
    —Ese es un mugroso perro callejero.
    —Hey, es mexicano, no feo —bromeó Seiya con una sonrisa ladina, intentando romper la tensión. Luego, con un tono más serio, añadió—: Creo que ya olió algo.

    Tal como había llegado, el perro se alejó, guiado por un rastro invisible para los humanos. Seiya lo siguió sin dudarlo. Mientras caminaban, algunos periodistas que merodeaban por la zona reconocieron al caballero y aprovecharon la oportunidad. Le tomaron fotos y lo grabaron con entusiasmo, atraídos por su actitud relajada y el aura de energía que siempre parecía rodearlo.

    Aunque Seiya no tenía la belleza etérea y casi irreal de Shun o Hyoga —capaz de volver locas a las mujeres con una sola mirada—, poseía un carisma y una fortaleza más acordes con los ideales americanos de heroísmo: directo, resistente, con una sonrisa franca y un aire de chico de barrio que no se rendía jamás. Esa imagen lo había hecho bastante popular en las calles y en los noticieros, donde más de una vez lo habían mostrado como un héroe urbano.

    Sin embargo, esa misma popularidad jugó en su contra aquella tarde. Varias personas se acercaron para saludarlo, pedirle fotos o incluso tocarle el hombro como si eso les garantizara buena suerte. Entre la multitud y el constante alboroto de las cámaras, Seiya perdió momentáneamente el rastro que el perro había seguido con tanta determinación. El animal, ajeno a la fama de su acompañante, avanzaba con la nariz pegada al suelo, zigzagueando entre personas y obstáculos.

    Poco a poco, Seiya logró escapar del cerco de curiosos y apresuró el paso. La ciudad, con su ruido y su ritmo vertiginoso, parecía desvanecerse a medida que se internaba en zonas más tranquilas. El aire se tornó ligeramente más fresco, y el bullicio se fue reemplazando por el murmullo de hojas y el eco de pasos sobre grava. Sin darse cuenta, se iba acercando a Central Park, siguiendo a ese perro callejero que, por alguna razón, parecía tener muy claro a dónde se dirigía.

    Shun caminaba lentamente entre los senderos de Central Park, dejando que sus pasos siguieran un ritmo casi inconsciente. El murmullo de las hojas, el crujir ocasional de una rama seca bajo sus pies y el aroma de la hierba húmeda lo envolvían en una nostalgia profunda. Sus pensamientos lo llevaron, sin que él lo buscara, a un bosque privado en los terrenos de la mansión Kido, en Kioto, donde él y su hermano entrenaban cuando eran niños. La brisa fresca de la tarde neoyorquina le recordó el viento suave que solía colarse entre los árboles de aquel lugar, trayendo consigo el eco de los golpes y el sonido firme de las respiraciones durante los entrenamientos.

    Entre los árboles del parque, pronto encontró uno que lo dejó inmóvil por un instante. Era grande, imponente, con un tronco robusto que parecía resistir el paso del tiempo. Era de la misma especie que aquel que Ikki solía golpear sin descanso, repitiendo rondas de cien impactos sin detenerse, hasta que sus nudillos quedaban enrojecidos. Shun recordó la primera vez que lo intentó. Apenas había dado un golpe ligero, casi con miedo, y las lágrimas habían llenado sus ojos al sentir el dolor en las manos. Aquel día, Ikki no lo reprendió; su hermano lo miró con ternura y le dio un consejo paciente, con una sonrisa que irradiaba calidez.

    Pero ese recuerdo dulce se desvaneció con rapidez, dando paso a una imagen mucho más oscura. Shun recordó la mirada de Ikki en el Neocoliseo, durante aquella fatídica batalla en la Isla de la Reina Muerte. Sus ojos, antes llenos de empatía, ahora parecían fríos, endurecidos por el rencor y el odio. Esa transformación lo había atormentado durante años. ¿Qué pudo llevar a su hermano a cambiar de esa manera? ¿Por qué enviar a un aprendiz, un joven aún en formación, a un lugar tan cruel y despiadado como aquel?

    Su atención volvió al presente cuando notó algo extraño en el tronco del árbol que tenía delante. Se acercó y, al examinarlo, vio una serie de marcas, puños incrustados con fuerza en la corteza. Lo que más le sobresaltó fue el símbolo que se repetía entre las hendiduras: la silueta estilizada de un cisne. Su corazón dio un vuelco. “¿Hyoga?”, pensó, sintiendo una mezcla de alivio y preocupación. El hallazgo avivó una sensación inquietante, como si estuviera siguiendo las huellas de un amigo que no quería ser encontrado.

    Fue entonces cuando un aire gélido recorrió el parque. Las hojas se agitaron y un escalofrío recorrió su espalda, no solo por el frío, sino por la energía que acompañaba a aquel viento. Shun sintió cómo su respiración formaba nubes de vapor frente a su rostro y, sin dudarlo, gritó el nombre de su amigo. —¡Hyoga! —su voz resonó entre los árboles, rompiendo el silencio que se había asentado de pronto. Esperó, atento, con el oído aguzado, confiando en escuchar una respuesta inmediata.

    Sin embargo, el parque permaneció mudo. Hyoga no apareció caminando hacia él como lo hacía habitualmente, con ese aire tranquilo y sereno que lo caracterizaba. El vacío en la respuesta le provocó una inquietud creciente. Shun comenzó a preguntarse si su amigo lo estaba evitando o si algo grave le impedía acercarse. El aire helado seguía envolviéndolo, y cada segundo que pasaba sentía que aquella presencia estaba cerca, observándolo desde algún punto oculto. En lo más profundo, algo le decía que aquel encuentro no sería como los anteriores.

    La ingenuidad que quedaba en Shun se desvaneció de golpe cuando un copo de nieve, arrastrado por el viento, se posó en su guante. No era blanco. Sus cristales eran negros, como si la pureza del hielo hubiera sido contaminada por algo oscuro y ajeno a la naturaleza. Frunció el ceño y, con rapidez, intentó desplegar la cadena de Andrómeda… pero notó que estaba rígida, cubierta por una fina capa de hielo.
    —¿En qué momento…? —susurró, sorprendido.
    Alzó la voz, con un tono inusualmente firme.
    —Tú no eres Hyoga. El Cisne nunca invocaría nieve negra, corrompida con ferocidad y ambición. ¡Preséntate!

    De entre la neblina gélida, una silueta comenzó a materializarse. El contorno, la postura… todo recordaba a Hyoga, y por un instante Shun dudó. Pero la figura no respondió con palabras. En su lugar, levantó un brazo y desató una ráfaga de Polvo de Diamantes… ennegrecido. Los cristales impactaron como agujas afiladas. Shun reaccionó al instante, cruzando sus manos para bloquear el ataque. El frío mordió sus palmas con una violencia que le hizo jadear; la escarcha se extendió por sus dedos, endureciéndolos, pero no dejó escapar ni una lágrima ni un temblor.

    Sus ojos permanecieron firmes. Ya no era el niño que necesitaba que Ikki apareciera en el último segundo para salvarlo. Era un Santo de Atenea, y su voluntad estaba encendida por la causa que juró proteger: la verdadera diosa. El cosmo de Shun comenzó a brillar, cálido y protector, derritiendo la escarcha de su cadena. La luz rosa se expandió en ondas, cortando por un momento la frialdad oscura que lo rodeaba.

    Pero antes de que pudiera contraatacar, una lluvia de Meteoros descendió desde un costado, golpeando el aire con estruendos secos. El impacto obligó al falso Cisne a retroceder, desplazándose con agilidad hasta lo alto de una pequeña colina. Shun giró la cabeza y vio a Seiya, que bajó los brazos lentamente, sin apartar la mirada de su nuevo objetivo.
    —¡Hyoga! —gritó Seiya con un dejo de reproche—. ¿Por qué demonios atacas a Shun?

    El supuesto Hyoga permaneció inmóvil, el aliento blanco escapando de su boca como humo. Fue entonces cuando Seiya lo miró con mayor atención y frunció el ceño. No era Hyoga. El rostro tenía un aire semejante, pero no era idéntico: la expresión estaba torcida, los ojos carecían de la nobleza que conocía. Y el manto… sí, era el del Cisne, pero al mismo tiempo no. La armadura estaba ennegrecida, deformada por líneas y relieves irregulares, como una versión retorcida, distinta de las copias exactas que había visto en los Fénix Negros. Aquella presencia era algo nuevo… y peligrosa.

    El falso Cisne dio un paso hacia atrás, dejando que el viento helado se interpusiera entre ellos. Su silencio resultaba más inquietante que cualquier amenaza. Shun, aún con el cosmo ardiendo, sostuvo la mirada, mientras Seiya apretaba los puños con una mezcla de incredulidad y rabia. Ninguno de los dos sabía aún quién era aquel enemigo… pero algo les decía que su aparición no era casualidad.

    Seiya dio un paso al frente, con su habitual mezcla de confianza y descaro en la mirada, y lanzó su desafío con voz firme y clara:
    —Ríndete. Somos dos contra uno. No tiene sentido seguir luchando, ¿no crees?

    El Cisne Negro, envuelto en un aura oscura y amenazante, esbozó una sonrisa fría y respondió con desdén:
    —Piensa otra vez, gatito sin piel. No sabes en qué te estás metiendo.

    De pronto, de las sombras emergieron tres figuras más, vestidas con versiones negras y retorcidas de los mantos del Dragón, León Menor y Andrómeda. Sus armaduras parecían absorber la poca luz que quedaba, proyectando una presencia aún más siniestra. El Dragón Negro, con voz grave y autoritaria, se dirigió al Cisne Negro:
    —Ikki no te ordenó atacar. Debemos retirarnos ya. No podemos arriesgarnos ahora.

    Seiya no perdió tiempo ni esperó a que las palabras terminaran de salir de la boca del Dragón Negro; con un impulso feroz, lanzó su ataque. Sus puños se movían como relámpagos, una lluvia de golpes implacables que buscaban romper la defensa del oponente. Sin embargo, el Dragón Negro permaneció firme, sin mostrar ningún signo de temor o desconcierto. Con un movimiento rápido, levantó su escudo, y este comenzó a emitir un brillo metálico y oscuro que parecía absorber la luz del entorno, proyectando una sombra ominosa sobre la escena.

    El cosmos del Dragón Negro se encendió con una energía poderosa y tangible que se expandió como una ola vibrante, llenando el aire con una presión casi palpable. Seiya sintió cómo aquel cosmos se abalanzaba sobre él como un muro invisible, una fuerza que no solo buscaba bloquear su ataque, sino reflejarlo para devolverle el golpe con igual o mayor intensidad. Pero esta vez, Seiya estaba preparado; conocía bien el funcionamiento del escudo del Dragón real, esa barrera protectora que había visto y estudiado en su batalla en el torneo galáctico. No era un simple escudo: era un símbolo de resistencia y fortaleza, capaz de desviar incluso el más brutal de los ataques.

    Este escudo oscuro replicaba fielmente ese poder, con la misma solidez y efecto que el auténtico manto del Dragón. No eran simples copias baratas, sino versiones refinadas y funcionales, capaces de sostener un combate de igual a igual con los santos verdaderos. La revelación de que sus enemigos poseían armaduras tan bien recreadas elevaba el peligro a un nivel completamente nuevo, poniendo en jaque su confianza y estrategia. Sin embargo, la determinación de Seiya no flaqueó; la batalla no había hecho más que comenzar.

    Con voz cargada de arrogancia y amenaza, el Dragón Negro le lanzó una advertencia que resonó en todo el campo de batalla:
    —No te apresures, gato sin piel. Nos veremos en batalla de nuevo, pero será en la Isla de la Reina Muerte. Traigan sus fragmentos del manto dorado. El vencedor se llevará todo.

    La frialdad y certeza en esas palabras dejaron claro que la confrontación que se avecinaba sería mucho más que un simple duelo. Era una declaración de guerra y un desafío abierto. Sin dar tiempo a una respuesta o reacción, las cuatro figuras sombrías se desvanecieron en el aire con una fluidez casi espectral, dejando un silencio pesado tras su partida.

    Solo quedó Seiya, su corazón latiendo con fuerza mientras absorbía la gravedad del momento. Sabía que el reto no era solo físico, sino también un enfrentamiento de voluntades y destinos. Su cosmos comenzó a arder con intensidad, preparándose para la batalla inminente que lo esperaba en la Isla de la Reina Muerte, un lugar envuelto en misterio y oscuridad, donde solo los más fuertes podrían sobrevivir y reclamar la victoria final.
     
  3.  
    joseleg

    joseleg Usuario común

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    En la habitación secreta del Neocoliseo, un invernadero paradisíaco conocido como el Jardín de Saori, el aire estaba impregnado con el aroma de plantas tropicales y flores exóticas que se entrelazaban en una sinfonía de verdes vibrantes y colores vivos.

    La reunión se había tornado tensa y cargada de incertidumbre. Kaito, con voz firme y decidida, rompió el silencio:
    —Somos más —afirmó, buscando infundir ánimo en sus compañeros—. No podemos subestimarnos ni dejar que el miedo nos domine. Si unimos fuerzas, seremos imparables.

    Pero Hyōga no compartía esa visión optimista. Con un tono frío y directo, repuso:
    —La mayoría son inútiles —dijo, con un dejo de frustración—. Jabu, Ichi y Geki solo nos retrasarían. Tú y la regla podrían seguirnos el paso, pero el resto... no están a la altura.

    Las palabras de Hyōga calaron hondo, y el ambiente se tornó aún más tenso cuando continuó, señalando a quienes él consideraba verdaderos rivales dignos:
    —Los únicos que están realmente al nivel de Ikki somos Shun, Seiya, Shiryu y yo. Pero tanto Seiya como Shiryu no pueden combatir ahora. Han perdido sus mantos, y con ellos, el derecho a ser llamados santos. Han sido expulsados de la orden al permitir que sus armaduras fueran destruidas.

    Seiya, quien estaba presente, no pudo evitar sentirse ofendido por esa declaración. Pero Hyōga no mostró intención de suavizar sus palabras y añadió con firmeza:
    —El poder del manto es proporcional al cosmos de su portador. Los mantos están muertos porque no fueron lo bastante fuertes. No podemos permitirnos debilidades si queremos enfrentarnos a Ikki y sus seguidores.

    El silencio que siguió a estas palabras fue pesado, mientras cada uno meditaba el peso de esa verdad. La lucha no solo era física, sino también espiritual y moral, y la fragilidad que mostraban algunos comenzaba a poner en duda la fortaleza del grupo.

    Lázaro estaba recostado detrás de un frondoso árbol de hojas anchas, con una botella de whisky de doce años —o al menos una copia barata de ella— entre las manos. Taciturno, daba pequeños sorbos, dejando que el líquido ardiera con suavidad en su garganta antes de soltar una risa áspera y burlona que rompía momentáneamente el silencio.

    —¿Te crees que lo sabes todo, niño rubio? —murmuró, sus ojos penetrantes fijándose en Hyōga—. Apuesto a que ni siquiera entiendes lo que es “La Tumba de la Armadura”. Mi maestro es el amo supremo de la reparación de los mantos, el único capaz de reconocer réplicas y piezas auténticas. No cualquier santo puede presumir ese conocimiento.

    Hyōga, manteniendo su compostura, le respondió con frialdad: —Mi maestro también es un santo de alto rango, y me advirtió que los materiales para reparar los mantos originales están perdidos desde hace milenios. Nadie conoce el proceso exacto para revivirlos. Es un arte casi olvidado, envuelto en misterio y tiempo.

    En ese preciso momento, Saori entró al Jardín, su presencia tan calmante como una brisa matinal que atraviesa las hojas. Su figura blanca resplandecía entre las sombras de la vegetación, y su voz, serena y decidida, cortó la tensión en el aire: —No hay lugar para disputas ahora. Hemos preparado tres pequeños cofres, cada uno contiene uno de los materiales más valiosos para la restauración: gamanio, oricalco y polvo de estrellas.

    Con una mirada que parecía abarcar tanto el presente como el pasado, Saori continuó: —Estos materiales han sido creados por la Fundación Graad, utilizando tecnologías y conocimientos que superan los límites de lo humano. Pero el método exacto para utilizarlos y restaurar los mantos está más allá de nuestro entendimiento, incluso fuera del alcance de Atenea y los dioses.

    Su voz se tornó solemne al narrar la historia ancestral: —Los mantos fueron concebidos para superar a los dioses y proteger a la humanidad. Sus secretos fueron olvidados y sellados por orden de los habitantes del legendario continente de Mu. Ahora, según me han informado, Kaito, tu maestro actual es Mu de Aries. ¿Podrías emprender ese viaje para aprender y dominar este antiguo conocimiento? La responsabilidad de preservar y revivir estos mantos recae sobre nosotros.

    Un silencio profundo envolvió la estancia, mientras todos comprendían que la misión que les esperaba era mucho más que una simple batalla. Era un desafío ancestral que pondría a prueba su temple, sabiduría y fe. Kaito, con una leve inclinación de cabeza, aceptó la carga sin necesidad de palabras, consciente de que el destino del legado de los santos estaba en sus manos.

    Hiōga, Seiya y Kaito permanecían agazapados entre las ramas y el follaje del invernadero secreto, ocultos en los altos árboles tropicales que rodeaban el suelo donde descansaban los cofres. La humedad cálida y el aroma de las flores exóticas llenaban el aire, pero su atención estaba fija en lo que tenían ante ellos: tres cofres de madera oscura, delicadamente ornamentados, reposaban sobre el suelo cubierto de hojas y raíces, como tesoros casi tan valiosos como el mismísimo manto de oro. Hiōga, con el ceño fruncido, se preguntó en voz baja, como dudando incluso para sí mismo: —¿Matar a los demás para quedarnos con ellos? ¿Qué harías tú, Isaak? —Una sonrisa melancólica cruzó su rostro antes de suspirar—. Supongo que lo correcto sería evitar la violencia, ser más misericordiosos.

    Seiya, desde su rama, soltó una carcajada y contestó con su habitual descaro: —¿Robarlo y salir corriendo? —Pero enseguida bajó el tono—. No, no podría hacer eso, Seika no me perdonaría. —Su mirada se posó hacia la puerta del invernadero, tras la que imaginaba la silueta imperturbable de la amazona siempre al lado de Saori—. Aunque no me hable, y aunque esté siempre detrás de la máscara, sé que ella está allí, como una sombra silenciosa vigilando cada movimiento.

    Kaito permanecía pensativo, en silencio entre las ramas, sintiendo el peso de la lealtad al Santuario, pero a la vez convencido por la firmeza de Saori Kido, una líder diferente a la Atenea oculta tras el velo patriarcal del Santuario. —Esta Saori sí lidera de verdad —pensó en voz baja—, no como aquella Atenea que siempre permanece en las sombras, temerosa o desconectada.

    La tensión se rompió cuando Shiryu, posado en una rama cercana, habló con determinación: —Yo iré. Estoy seguro de que Lázaro no conoce el camino exacto. Desde el suelo, detrás de un tronco retorcido, Lázaro soltó una risa seca y respondió con su voz áspera: —Touche, Shiryu. Es cierto, entrené a varios kilómetros montaña abajo, no en esta zona. El acceso a la Tumba está protegido por un manto ancestral impuesto por Atenea hace siglos. Solo los santos dorados del mito saben cómo atravesarlo.

    Shiryu reflexionó, recordando las palabras de Shunrei: —Mi maestro no ha muerto. Sigue vivo en Cinco Picos, y solo quiso darme una lección. Ha vivido siglos, fue testigo de la antigua Guerra Santa. Él debe saber cómo llegar a la Tumba de la Armadura. Sin duda, será la única esperanza para que podamos acceder a ese lugar olvidado.

    En el silencio que siguió, entre el susurro de las hojas y el aire húmedo, cada uno comprendió la magnitud de la misión. No se trataba solo de recuperar cofres ni poder; era un legado ancestral, un reto que pondría a prueba su temple, su lealtad y el destino mismo del Santuario. Desde sus posiciones elevadas en el invernadero, los jóvenes santos sintieron cómo el peso de la historia y el futuro descansaban sobre sus hombros.

    Saori continuó con voz firme y clara, haciendo que la atención de todos se centrara en sus palabras. —He recibido una carta de Ikki —anunció—, un reto formal conforme a la antigua usanza británica. El combate tendrá lugar en la Isla de la Reina Muerte. No es solo una invitación a pelear, sino un desafío que no podemos ignorar. Esta batalla definirá el rumbo de todo lo que hemos luchado hasta ahora.

    Shiryu, sin mostrar mayor reverencia, se levantó y salió de la sala con paso decidido, lanzando una mirada fugaz a Saori por encima del hombro. Aunque la respetaba, para él Saori era simplemente una humana más, y en el fondo la veía como la causante del embrollo en que estaban metidos. Saori sintió esa mirada como un latigazo que le atravesaba el alma. Cerca de ella, el espectro de Nike, siempre presente cuando sostenía su báculo dorado, observaba al santo del Dragón con un brillo de éxtasis, fascinada por su rebeldía y firmeza.

    —¿Por qué toleras esa mirada de un simple humano? —susurró el espectro, apenas audible, solo para Saori.

    Ella respondió con un pensamiento cargado de experiencia y calma, consciente del peso de sus palabras. —Porque los humanos no se doblegan. Es una mirada que he visto muchas veces a lo largo de muchas vidas. Una mezcla de desafío, orgullo y dolor que impulsa el alma a seguir luchando, incluso cuando todo parece perdido.

    Lázaro, recostado en su árbol con una botella de whisky entre las manos, observaba la escena con ojos más perceptivos que los de sus compañeros. Podía distinguir claramente la esencia dual que habitaba en Saori, las dos diosas compartiendo un solo cuerpo, una fuerza inconmensurable oculta bajo su semblante humano. Tomó otro sorbo de la amarga bebida y murmuró para sí mismo, —Debo acompañar al Dragón. Según se dice, la Tumba de la Armadura no es un lugar para los débiles. Un santo de bronce sin armadura puede ser fácilmente superado.

    Shiryu, que ya se disponía a negarse, fue sorprendido por la insistencia de Saori. —No hay tiempo para dudas —ordenó ella con autoridad—. Esta misma mañana deben partir, sin más dilaciones. La urgencia de la misión era palpable, y los dos santos, conscientes de la importancia de su tarea, se levantaron sin protestar, listos para enfrentar los peligros que les aguardaban.

    El viaje se planteaba como una misión urgente y sin tiempo que perder. Los santos abordarían un avión ultramoderno, orgullo tecnológico de la Fundación Graad y sus subordinados bajo el mando de Tatsumi. Esta aeronave, capaz de despegar y aterrizar en vertical, ofrecía un diseño futurista, líneas elegantes y una cabina equipada con lo último en tecnología para garantizar un viaje cómodo y rápido. En menos de veinte horas, atravesarían todo el continente desde Nueva York hasta China, surcando los cielos a velocidades impresionantes y dejando a su paso un rastro de luz entre las nubes.

    Mientras el avión avanzaba, el silencio reinaba en la cabina, interrumpido solo por el leve zumbido de los motores. En una esquina, Shunrey se sentó junto a Shiryu, claramente apenada y con una mezcla de nervios y pesar en su rostro. —Shiryu —comenzó con voz baja y temblorosa—, el sabio maestro me ordenó decirte que había muerto... Pensó que así lo entenderías mejor. También me entregó esta carta para ti. Su mirada evitaba la de Shiryu, como si confesara un secreto doloroso.

    Shiryu tomó la carta con respeto y comenzó a leerla mientras Lázaro, recostado en una silla cercana, bebía tranquilamente un vaso de vodka ruso de calidad excelsa, indiferente al ambiente. La caligrafía antigua, escrita en caracteres chinos, parecía transportar a quien la leyera a tiempos remotos y llenos de sabiduría ancestral. Las palabras resonaron en la mente de Shiryu con una fuerza inesperada: “Al depender demasiado de la armadura olvidamos la esencia de ser un santo. Originalmente, peleábamos sin mantos y sin el apoyo de dioses, como árboles desnudos contra una tormenta levantada por los mismos dioses.”

    Continuó leyendo con voz firme, aunque una sombra de emoción cruzaba su semblante: “Aunque Atenea se nos hubiera unido y aunque nos concediera el regalo de las armaduras, nunca debemos olvidar que son nuestros puños y nuestro cosmos los que nos definen. No debes flaquear ni dudar, aunque se trate de mí, tu amado maestro. La humanidad y su seguridad deben ser siempre lo que nos guíe.”

    Shiryu miró a Shunrey con renovada determinación y concluyó: —No es el manto lo que nos hace santos, sino nuestro espíritu. Tenemos que luchar por la humanidad con todo nuestro ser, sin importar las armaduras o las dificultades. El verdadero poder está en nosotros. Con ese pensamiento, el avión continuó su veloz travesía hacia lo desconocido, marcando el inicio de una nueva etapa en su batalla.

    El avión descendió suavemente y aterrizó en medio de un extenso campo de arroz, cuyas hojas verdes se mecen al ritmo del viento. La luz del atardecer bañaba el paisaje con tonos dorados y anaranjados, resaltando la serenidad de un valle que parecía olvidado por el tiempo. Desde la ventanilla, los viajeros contemplaban las montañas que se elevaban majestuosas y los ríos que serpenteaban con calma entre las tierras de cultivo. Era un lugar donde la naturaleza parecía respirar en perfecta armonía, un refugio alejado del bullicio y la tecnología.

    Mientras avanzaban a pie por senderos estrechos, Lázaro sacó una pequeña botella de licor de arroz, cuya fragancia dulce y penetrante llenaba el aire. Con una sonrisa pícara, comenzó a coquetear con algunas jóvenes lugareñas que, con risas suaves y miradas curiosas, respondían a sus bromas. Los aldeanos lo miraban con una mezcla de diversión y resignación ante aquel extranjero que parecía disfrutar más que nadie del sencillo encanto rural. El aroma a arroz fermentado y tierra mojada acompañaba cada paso que daban, mientras los ecos de las risas se perdían en el aire limpio del valle.

    Finalmente, llegaron a una pequeña aldea donde la vida transcurría pausadamente. Casas de madera con techos de paja se alineaban en calles de tierra, y los lugareños, vestidos con ropas simples pero coloridas, saludaban con respeto pero sin temor. El aire estaba impregnado de la fragancia de flores silvestres y de la frescura constante de una cascada cercana. Allí, Lázaro, con una botella en mano, se integró fácilmente con los “buenos para nada” locales, compartiendo historias, risas y brindis improvisados, mientras su risa resonaba con fuerza en la atmósfera campestre.

    Mientras tanto, Shiryu, con una mezcla de respeto y esperanza, se dirigió hacia un rincón apartado de la aldea. Allí, en una pequeña plataforma de piedra frente a la cascada de Rozan, se sentaba su maestro en posición de loto. El hombre, de cuerpo pequeño y figura casi enana, llevaba un sombrero ancho que le cubría parcialmente el rostro, y su voz grave parecía hacer vibrar los mismos valles con cada palabra. A pesar de su tamaño, su presencia emanaba una autoridad amable, paternal hasta el extremo, como si pudiera envolver con su energía a cualquiera que buscara consejo o consuelo.

    El maestro observaba el fluir constante del agua, sumido en sus pensamientos, pero al sentir la presencia de Shiryu, giró lentamente su rostro arrugado y le dirigió una mirada profunda y cálida. —Has llegado —dijo con voz pausada, pero firme—. El tiempo no ha hecho mella en tu espíritu, y eso me llena de orgullo. Pero debes prepararte, pues lo que viene no es una simple prueba, sino una batalla por el destino mismo.

    Shiryu se inclinó respetuosamente y respondió con determinación. —Estoy listo para aprender, maestro. Sé que el camino será duro, pero no puedo fallar. La esperanza de todos está en nosotros, y esta vez, no pelearemos solo con armaduras, sino con la fuerza verdadera del cosmos y del espíritu. Mientras el agua caía constante y melodiosa, maestro y discípulo se preparaban para afrontar el desafío que cambiaría para siempre su destino y el de la humanidad.
     
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    joseleg

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    El maestro permanecía inmóvil, como una roca antigua que había resistido siglos de tormentas. Su diminuto cuerpo estaba cubierto por las gotas secas de la lluvia de la noche anterior, y la humedad impregnaba su túnica gastada. Ni siquiera parecía haber intentado resguardarse. Con un suspiro profundo, casi como un eco de las montañas, giró lentamente la cabeza para fijar sus ojos en Shiryu. Frente a ellos, sobre el suelo húmedo, descansaban los dos cofres: el del León Menor y el del Dragón, ambos apagados, sin el fulgor que una vez los había hecho símbolos de esperanza.

    Con voz grave y solemne, el anciano habló. —Durante la última Guerra Santa, los materiales para reparar estas armaduras se perdieron para siempre. —Su mirada se ensombreció, como si reviviera recuerdos de batallas y pérdidas imposibles de olvidar—. Solo dos ejércitos santos dependen de la materia para ser forjados y restaurados: los de Poseidón y los de Atenea. Porque fueron los dioses que más amaron este mundo y a los hombres, y en su compasión, dieron un medio físico para mantener la lucha en nombre de la vida.

    La cascada rugía detrás de él, acompañando cada palabra como un retumbar ancestral. —Pero las armaduras de Hades… —continuó, bajando aún más la voz, grave como un presagio—. Esas son diferentes. No importa cuántas veces les derrotes, no importa cuánto daño reciban. Están atadas directamente a la voluntad de su señor. Se restituyen solas, alimentándose del espíritu de los espectros que las portan. Mientras Hades exista, mientras su oscuridad respire, sus soldados siempre volverán.

    Shiryu apretó los puños, el peso de aquella verdad oprimiéndole el pecho. El brillo de las gotas que caían desde la cascada reflejaba la angustia en sus ojos. Su corazón se agitaba con la mezcla de respeto y desesperanza ante las palabras del maestro. Era una condena velada: los enemigos eran infinitos, y sus fuerzas, en cambio, se desgastaban con cada caída.

    El anciano giró por completo hacia él, dejando que la gravedad de su mirada paternal y severa se posara en su discípulo. —Shiryu… dime que Atenea ha encontrado un camino. Que la diosa, en esta era, no está tan indefensa como parece. Dime que existe un método, una luz capaz de enfrentar esta catástrofe que ya se anuncia.

    El discípulo tragó saliva, consciente de que aquella pregunta no era solo para él, sino para toda la humanidad. Su respuesta sería la chispa que podría encender la esperanza… o hundirlos aún más en la desesperación.

    Shiryu inclinó la cabeza con respeto, sosteniendo los pequeños cofres frente a su maestro. —En efecto, la señorita Kido nos ha mostrado un camino —dijo con firmeza, aunque su voz conservaba un dejo de duda—. Un camino que no proviene de los dioses, sino de la ciencia de los hombres. —Con esas palabras abrió lentamente los cofres, revelando su contenido brillante en medio de la humedad del valle.

    El anciano, que no había mostrado sorpresa en siglos, se irguió de golpe. Su diminuto cuerpo pareció transformarse, proyectando una presencia imponente. En un instante, se teletransportó a la velocidad de la luz, situándose frente a los cofres. Los observó con minuciosidad, y su mirada experta se entrecerró. —Esto… no es la artesanía de los descendientes del continente de Mu —dijo con voz grave—. Es algo distinto, algo reciente… humano.

    Cada cofre, cuidadosamente preparado, mostraba un símbolo antiguo grabado en su superficie. Las inscripciones eran dobles: en griego, la lengua del Santuario, y en inglés, la lengua de la ciencia moderna. El primero rezaba "Gamanium", el segundo "Oricalco", y el tercero "Polvo de Estrellas". No eran grandes cantidades, pero suficientes: con ellos, podría repararse una docena de mantos, quizá más. El maestro quedó atónito, y entonces, para sorpresa de Shiryu, comenzó a reír.

    Su risa no era de burla, sino de asombro y alegría. —¡Maravilloso! —clamó con voz retumbante, haciendo eco en los valles—. Atenea… no es solo la diosa de la guerra justa. También lo es de la artesanía, de las artes, de las ciencias. Su aparente alejamiento del mundo de los santos en esta encarnación… parece haber sido providencial. O quizá, en su propia providencia, ha aprovechado una traición para convertirla en beneficio.

    Shiryu alzó la vista, confundido. —Maestro… ¿a qué se refiere? —preguntó con cautela. Sus ojos intentaban leer más allá de las palabras, como si la respuesta pudiera revelarse en los pliegues de la sonrisa sabia del anciano.

    Pero Dohko negó con la cabeza, volviendo a tomar aquella expresión grave que lo caracterizaba. —No es momento. No aún, pupilo mío. Ahora tienes una misión. Pero veo que tus sentidos están lentos… y eso no me agrada. —El anciano se incorporó lentamente, apoyándose en su bastón, aunque su cosmo era tan vasto que el objeto parecía innecesario—. Quiero hacerte una pequeña prueba, si me lo permites.

    El maestro se teletransportó nuevamente, apareciendo frente a Shiryu con la rapidez de un rayo. Su voz, profunda y grave, retumbó en los valles de Rozan como un tambor antiguo.

    —Asumo que el Santo del León Menor usó el golpe de velocidad contra ti… —dijo con calma, como quien ya conoce la respuesta—. Tengo entendido que su maestro fue Aiolia de Leo.

    Shiryu inclinó la cabeza en respeto. —Sí, maestro —respondió con seriedad.

    —Y asumo también que, en lugar de evadirlo, tú usaste el escudo del Dragón como tu primera defensa —continuó Dohko, rodeando lentamente a su discípulo, estudiando cada gesto suyo como si leyera un libro abierto.

    —Sí, maestro… —repitió Shiryu, con un matiz de vergüenza en su voz.

    —Cuando tu manto murió en combate —prosiguió el anciano, con tono inquisidor— intentaste evadir, esquivar, soportar… ¿cierto? —hizo una breve pausa, como si esperara la confesión, pero él mismo completó la idea—. Sí, lo hiciste. Pero no evadiste lo suficiente, no esquivaste con precisión, y terminaste soportando más de lo que debías. Tu cuerpo se debilitó.

    Shiryu apretó los labios y asintió en silencio, aceptando aquella verdad que pesaba como una condena.

    —Además —añadió Dohko, su voz retumbando como una sentencia—, es probable que el León Menor viera a través de tu golpe del Dragón. El enemigo observó la garra que cae… y con ella, el instante en que tu corazón quedaba indefenso. Esa es la maldición del estilo que cargas en tus hombros.

    Shiryu bajó la cabeza con vergüenza, reconociendo su falla sin excusa alguna.

    —No te equivoques, pupilo mío —suavizó entonces el anciano, con un dejo de compasión paternal—. Esta debilidad no es solo tuya. Es una falta notable en todos los Santos del Dragón que usan este puño. El escudo, por poderoso que sea, nos hace lentos y complacientes. Nos acostumbra a recibir en lugar de evitar. Nos engaña con una falsa seguridad.

    Dohko se detuvo, frente a la cascada que rugía con fuerza, y concluyó con solemnidad:

    —Pero escucha bien, Shiryu. Para atravesar la Tumba de la Armadura, no podrás permitirte ese error. Allí, cada instante de duda, cada defensa inútil, significará tu muerte. Para sobrevivir, deberás corregir esa falla… o jamás saldrás de ese lugar.

    Dohko habló con una gravedad que incluso la cascada de Rozan pareció acallar para escucharlo.

    —Escúchame con atención, Shiryu… —comenzó, su voz profunda y firme como la raíz de una montaña—. Una vez que el hombre al que debes encontrar terminó de entrenar a su pupilo, se retiró a la Tumba de la Armadura, un lugar prohibido y aislado, cerca del mismo Monte Everest. Es un sitio frío, desolador, cubierto por el manto invisible de Atenea y resguardado por guardianes singulares.

    El maestro cerró los ojos un instante, como si rememorara un tiempo perdido.

    —Allí fueron llevados santos menores, guerreros que portaban mantos hechos con los sobrantes de la forja de bronce, plata y oro. Sus armaduras eran incompletas, inestables, pero bastaban para luchar y proteger en su momento. Muchos de ellos murieron en guerras santas pasadas, y sus cuerpos junto a sus mantos quedaron sepultados en la Tumba… sellados para siempre en aquel lugar.

    La mirada de Dohko se endureció.

    —Pero con el tiempo, ocurrió lo impensable. Se han levantado. No por la voluntad de Hades, ni por el mandato de un dios oscuro, sino por su propia obstinación humana. Espectros nacidos de la rebeldía, de la negativa a aceptar el destino de Yomotsu o las cadenas del inframundo. Son almas que, incapaces de encontrar reposo, ahora resguardan con fiereza aquel camino como si fuese suyo.

    El anciano dio un paso hacia adelante y señaló con el bastón la línea invisible del horizonte.

    —El sendero que deberás recorrer es angosto, tan estrecho que no permite el combate abierto. Ellos atacarán en conjunto, sin darte espacio, forzándote a resistir o a caer. En esas condiciones, no podrás depender de tu escudo, ni de la defensa que tanto te ha retrasado. Solo podrás avanzar en línea recta, enfrentando la tormenta con la misma supervelocidad de los dioses.

    Su voz retumbó como un trueno final.

    —A decir verdad, el más adecuado para esta misión hubiera sido el León Menor. Su velocidad y agresividad natural lo hacen el perfecto candidato. Pero esta misión ha recaído en ti, Shiryu. Y si has de sobrevivirla, debemos corregir tus errores. El camino a la Tumba de la Armadura no perdona la indecisión… y tampoco la lentitud.

    Ambos adoptaron una postura solemne, el aire se llenó de un silencio expectante. En ese momento aparecieron Shunrey y Lázaro. Ella, con el gesto serio, lo regañaba en voz baja, molesta por el evidente tufillo a licor de arroz que lo delataba. —Deberías ser más como Shiryu, ¿no lo entiendes? Esta misión también recae sobre ti —le decía, mientras lo sujetaba del brazo para mantenerlo erguido. Lázaro, con media sonrisa y ojos entrecerrados, solo levantó la jarra vacía en un gesto burlón, aunque en el fondo sabía que ella tenía razón.

    El antiguo maestro, que hasta entonces no se había movido ni un ápice, abrió los ojos despacio y habló con una voz grave que retumbó en todo el valle. —No seré suave, muchacho. Prepárate —dijo sin alterar el tono, aunque sus palabras cayeron como un martillo sobre el espíritu de Shiryu. El dragón inclinó la cabeza en señal de respeto y se adelantó unos pasos, situándose frente al trayecto señalado.

    La línea recta que Dohko había trazado con su cosmo se extendía desde la base del risco hasta la plataforma rocosa donde él solía entrenar a sus discípulos. Eran apenas cincuenta metros, pero la presión del aire lo hacía parecer un corredor eterno, como si atravesara un túnel sin salida. Shiryu entendió que debía cruzar ese trayecto, y cada paso estaría marcado por la voluntad del maestro. Inspiró profundamente, endureciendo su cuerpo, y dio el primero.

    En ese instante, el anciano extendió la mano izquierda con calma infinita. Una chispa dorada brotó de su palma, pequeña al inicio, pero en cuestión de segundos creció hasta transformarse en un incendio cósmico. La luz se expandió como un sol en la tierra, cegadora, hirviendo en el aire. Shunrey retrocedió con un jadeo, llevándose una mano al rostro, mientras Lázaro quedó petrificado. Aquella energía lo había tocado antes, en carne viva, bajo el látigo de su propio maestro, y sabía lo que significaba: un terror tan grande que rozaba la locura.

    —Es lo mismo… es lo mismo que yo sentí… —balbuceó Lázaro, con los dedos temblorosos—. Ese fuego… esa presión… te arranca el alma.

    Pero Shiryu no se dejó doblegar. Sus músculos vibraban, su cosmo se encendía como un fuego verde en su pecho. Apenas había dado cinco pasos cuando los primeros haces de luz descendieron como rayos precisos. Eran golpes certeros, meteoros dorados, veloces como los que alguna vez había recibido de Seiya… pero más refinados, más afilados, como si cada uno hubiese sido pensado para perforar sus defensas. Shiryu levantó los brazos, intentando repelerlos con el reflejo de su escudo imaginario, pero cada impacto lo hacía retroceder. Uno, dos, tres… al quinto paso ya se encontraba al borde de perder todo el terreno ganado.

    El dragón apretó los dientes, resollando. Cada estocada de luz era un recordatorio de sus errores pasados: confiar demasiado en el escudo, ceder ante la fuerza, soportar sin responder. Y sin embargo, en lo profundo de su pecho, algo comenzaba a cambiar. El rugido del Dragón aún dormía, esperando a ser liberado.



    De pronto, la mirada del antiguo maestro se tornó mucho más seria. Sus ojos, antes paternalistas, ahora parecían los de un juez implacable que pesaba el destino de su discípulo. Los meteoros dorados aumentaron en velocidad, en número y en fuerza. Cada destello era como un relámpago cayendo sobre la tierra. Shiryū, sin la protección de su armadura, fue abrumado por aquella ráfaga celestial. Su cuerpo perdió tracción y, golpe tras golpe, su resistencia fue quebrada. Finalmente, un impacto más devastador que los anteriores lo arrojó contra una roca de arenisca que se desmoronó en polvo al contacto con su espalda.

    Shunrey, horrorizada, salió corriendo hacia él con lágrimas en los ojos. Su voz se quebró en un grito desgarrador mientras miraba al anciano maestro:
    —¡Maestro, basta! ¡Aunque sea como un padre para mí, deténgase! Shiryū acaba de salir de una batalla de vida o muerte hace apenas unos días... ¡su corazón llegó a detenerse! ¡Lo matará si sigue así!

    El viejo maestro permaneció inmóvil, con una expresión implacable que transmitía tanto severidad como certeza. Sus palabras resonaron graves, haciendo eco entre las paredes del valle:
    —Y es precisamente por eso que debe seguir luchando. Fue salvado cuando ya había entregado su vida, y eso lo ata con una deuda de honor hacia el hombre que lo rescató. ¿Crees que puede cargar con esa deuda quedándose en el suelo? ¡Míralo, Shunrey! Ya está de pie detrás de ti.

    Shunrey volteó de inmediato y lo vio. Shiryū, tambaleante, con la frente sangrando y el cuerpo cubierto de heridas, estaba erguido nuevamente. Sonreía suavemente, como solo él sabía hacerlo en medio del dolor. Se acercó a ella y, con ternura, le acarició la mejilla ensangrentada por el roce de su propia mano herida.
    —Por favor... —susurró.

    Ese “por favor” no era un ruego débil, sino un mensaje cargado de dignidad. Shunrey lo entendió sin necesidad de más palabras: No me avergüences frente al hombre que más respeto en el mundo. Sus lágrimas se multiplicaron, pero obedeció. Dio un paso atrás, apartándose, aunque su corazón se desgarraba con cada movimiento.

    En ese mismo instante apareció Lázaro, todavía con el inconfundible tufillo del licor de arroz que había estado bebiendo. Sin embargo, en cuanto su cosmo comenzó a arder, aquella embriaguez desapareció de su cuerpo como si nunca hubiese existido. Su mirada se endureció, su respiración se estabilizó y su energía se tornó tan seria como la situación que enfrentaban.
    —Yo también debo participar —declaró con firmeza, mientras un aura ardiente lo envolvía, dispuesto a compartir la prueba con su compañero.
     
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    —Es un honor conocer al Dōhko —dijo Lázaro con solemnidad, inclinando apenas la cabeza, aunque con una chispa temeraria en sus ojos—. Aquel que recorrió el camino de los dioses. El Santo de Libra… mi maestro solía hablar mucho de usted. Se dice que caminó hasta las mismas puertas del Inframundo para recuperar la Armadura de Atenea, que enfrentó a los dioses gemelos y que fue uno de los dos supervivientes de la última Guerra Santa contra Hades.

    El anciano maestro permaneció sentado en posición de loto, impasible, observando el valle como si los siglos pesaran sobre sus hombros y a la vez no fueran más que un instante en el flujo de la eternidad. Luego, poco a poco, levantó la mirada hacia el cielo cubierto de nubes. Sus labios se curvaron en una risa grave que resonó como trueno suave en el aire húmedo de Rozan.
    —Son solo chismes de viejos… leyendas transmitidas de maestro a aprendiz por generaciones, muchacho. Con el tiempo, hasta el recuerdo más simple termina adornado como un mito.

    —Y aun así, usted está aquí —replicó Lázaro, dando un paso adelante, con el cosmo chisporroteando en torno a su cuerpo—. Los Santos no somos más que humanos en muchas de nuestras cualidades, eso es cierto… pero usted debe tener más de doscientos setenta años. Eso solo se logra con la súper técnica de Atenea, el arte de la suspensión: el Misopethamenos. Su cuerpo puede parecer frágil, pero aun así desborda el poder de un Santo de Oro en su prime. —Lázaro sonrió con orgullo desafiante—. Es por eso que, a diferencia de su discípulo, yo no me confiaré.

    El anciano Dōhko lo observó entonces con verdadera atención. Su mirada penetrante, dorada como el mismo sol del mediodía, lo desnudó por dentro. Por un instante no dijo nada. El silencio fue tan absoluto que el murmullo de la cascada de Rozan pareció apagarse. Luego, sin mover más que un dedo, dejó escapar una fracción de su cosmo, y el aire alrededor vibró como si el propio universo hubiera sido comprimido en ese espacio mínimo.

    Lázaro apenas tuvo tiempo de endurecer su postura, de encender con toda su furia el cosmo que lo embriagaba como un fuego vivo. Se lanzó hacia adelante con un grito de batalla, dispuesto a demostrar que podía sostener aunque fuera un instante contra la leyenda viviente que tenía enfrente. El choque fue inmediato: un destello cegador, un rugido de energía que estremeció la montaña y sacudió la superficie de la cascada.

    Dos segundos después, el cuerpo de Lázaro yacía sobre otra roca de arenisca, tan destrozada como la primera que había pulverizado a Shiryū minutos antes. Sus brazos temblaban, el aire le faltaba y sus costillas crujían con cada intento de respirar. Aun así, una risa áspera escapó de su garganta ensangrentada.
    —Jajaja… sabía que sería así… —susurró con orgullo, antes de desplomarse del todo, como si el dolor también fuera parte del tributo que debía pagar al haber desafiado al hombre que había caminado el sendero de los dioses.

    Shiryū esperó en silencio, con el rostro aún ensangrentado, a que Lázaro se incorporara de entre los restos de roca pulverizada. El guerrero tambaleó, sacudiéndose el polvo con una risa áspera y temeraria. Cuando finalmente estuvo de pie, ambos quedaron hombro con hombro, respirando al unísono como si sus corazones hubieran encontrado un mismo ritmo. Fue entonces cuando la voz profunda de Dōhko retumbó por el valle, grave y solemne.
    —El puente es lo bastante ancho para que pasen hombro con hombro… pero deben avanzar en línea recta.

    Shiryū abrió los ojos, comprendiendo de inmediato. La razón por la cual había perdido en el primer intento era clara: había intentado inconscientemente dar un paso a un lado, desviarse, evadir. Ese mínimo gesto lo había condenado. Lázaro también lo entendió, y por primera vez guardó silencio, aceptando que la única manera de superar esa prueba era cederse el uno al otro como compañeros, no como rivales. Los dos se afirmaron en el suelo de piedra húmeda, inhalaron profundo y se prepararon para enfrentar nuevamente el sendero.

    El anciano levantó apenas la mano izquierda. Su cosmo dorado se expandió como un mar sin orilla, inabarcable. Y entonces, otra lluvia de meteoros cayó sobre ellos: esta vez más precisa, más rápida, más violenta. Pero los discípulos no retrocedieron a ciegas. Se enfocaron. Sintieron cómo el flujo de energía del maestro no se lanzaba como un big bang desmedido ni como ráfagas aleatorias: su cosmo era permanente, como un río eterno que nunca dejaba de fluir, moldeado con cada golpe.

    Al principio, los cosmos de ambos eran como velas encendidas en medio de un vendaval: temblorosos, inestables, a punto de extinguirse. Pero poco a poco comenzaron a refinarse, a afilarse. De pronto, sus auras dejaron de ser llamaradas erráticas para convertirse en haces estables y brillantes, como sopletes de acetileno, cortantes y precisos. Brazos, codos, manos, rodillas… todo servía para esquivar, bloquear o desviar el incesante torrente de meteoros dorados. Avanzaban como una sola máquina de carne y espíritu.

    Los pasos resonaban contra la piedra. Cada metro conquistado era un triunfo contra el destino mismo. El sudor se mezclaba con la sangre, y los músculos gritaban en agonía, pero ninguno de los dos se detuvo. No había tiempo para dudas, no había espacio para titubeos. Aun así, la presión era abrumadora, y finalmente el torrente superó su resistencia. Un impacto conjunto los elevó por el aire y los lanzó nuevamente contra la arenisca, que estalló bajo sus cuerpos como vidrio contra un martillo.

    Dōhko permaneció inmóvil, sin cambiar el gesto, hasta que el polvo se disipó. Allí, sobre el suelo resquebrajado, yacían otra vez sus pupilos, tan maltratados como antes. Sin embargo, esta vez algo era distinto: los dos reían, agotados, cubiertos de heridas, pero riendo como guerreros que al fin habían entendido el juego cruel de los dioses. El anciano maestro, por primera vez en décadas, dejó escapar una carcajada profunda y genuina que resonó en el valle como un tambor de guerra.
    —Jajajajaja… —retumbó—. A pesar de la urgencia… hacía décadas que no me divertía tanto.

    Una vez más. Y otra vez. Y otra más. El ciclo del sol y la luna se fue consumiendo sobre el valle como una danza eterna. El sol se ocultó tras las montañas, la luna subió a lo alto y volvió a descender, mientras la prueba continuaba sin descanso. En el pueblo cercano, la gente se mantenía encerrada en sus casas endebles, aterrada por la presencia del anciano maestro. Para ellos, Dōhko no era un viejo senil ni un ermitaño recluso: era un dios. El dios de la cascada, el dragón viejo y rugiente al que veneraban con temor y devoción. Un dios benévolo que aconsejaba, que protegía, pero que también podía, con apenas desatar una parte de su esencia, sembrar el pánico entre sus adeptos.

    Ahora, frente a aquel dios que dominaba el tiempo, había otros dos guerreros. No eran dioses aún, pero la juventud de su sangre ardía como brasas en la oscuridad. Eran vistos de lejos por los muchachos más osados del poblado, que trepaban a riscos y se ocultaban entre matorrales para contemplar el espectáculo. Desde la distancia, lo que veían no eran hombres, sino auroras encarnadas: una resplandeciente aura dorada que se alzaba como una balanza titánica, coronada por la silueta de un dragón de oro enroscado en un báculo; frente a ella, un dragón de jade erguido junto a una escuadra brillante. Esa era la imagen poética de los cosmos enfrentados en el campo de entrenamiento.

    Los jóvenes santos, Shiryu y Lázaro, repetían una y otra vez el trayecto marcado. Cada paso era un sacrificio, cada metro conquistado un pacto con el dolor. El secreto que descubrían poco a poco era que el cosmo estable, dominado como llama controlada, les otorgaba algo más que fuerza ofensiva: les daba resistencia, regeneración corporal. No era igual al poder automático de una armadura sagrada, que reparaba el cuerpo del portador por sí misma, pero era lo bastante cercano para sostenerlos en pie, aun cuando la carne y los huesos clamaban por descanso.

    Al filo de la medianoche, cuando la luna estaba en su cenit y los cuerpos de ambos parecían rendirse, la hazaña se consumó. Shiryu y Lázaro lograron atravesar los cincuenta metros del sendero, hombro con hombro, sosteniéndose uno al otro como verdaderos hermanos de batalla. Cada fibra de su ser ardía, cada herida sangraba con fuerza, pero los dos se mantenían firmes. Habían conquistado el puente del maestro, habían sobrevivido a la cascada de meteoros que caía como si fuera la voluntad misma de los cielos.

    Dōhko, con los brazos cruzados y el rostro imperturbable, los observó alcanzar la meta. En su pensamiento, lo reconoció: habían alcanzado el nivel de un santo de plata menor. Pero no lo dijo. Guardó el juicio en silencio, porque la autocomplacencia era un veneno mortal para un santo. En su lugar, refunfuñó con voz grave y seca, casi como un regaño paternal.
    —Con esto… apenas han alcanzado el nivel que se espera de un santo de bronce recién nacido.

    Los dos muchachos inclinaron la cabeza en respeto, jadeando, comprendiendo que a pesar de la victoria no había lugar para el orgullo. Entonces, la voz del anciano retumbó con fuerza en el valle, como un rugido de dragón que atravesaba los cielos.
    —Muchachos, recuerden esto: los santos… todos nosotros… sin importar edad, rango o armadura, debemos ser tan fuertes como los dioses. Solo así podremos cumplir con la voluntad de Atenea.

    El cosmo de ambos seguía encendido, más estable, más puro. Las heridas que habían recibido durante el entrenamiento ya no supuraban ni sangraban; la piel se cerraba sola, los músculos volvían a tensarse y el aire les entraba a los pulmones como si hubiesen nacido de nuevo. Dōhko, con la calma de quien había visto incontables eras, habló con voz grave:

    —El nombre de esta técnica… es Aithér Anástasis, la Resurrección del Éter. Fue lo que usaban los primeros santos en la Primera Guerra Santa, antes de que Atenea nos concediera sus armaduras. Con ella, el cuerpo humano no depende del manto para sanar o resistir, sino de su propio cosmo, que lo renueva como si fuese carne forjada en el crisol del universo.

    Shiryu inclinó la cabeza, comprendiendo de inmediato la importancia de lo aprendido.
    —Para ti es vital, muchacho —dijo el anciano mirándolo fijamente—. Tu manto de dragón está muerto, y hasta que pueda renacer, deberás sobrevivir con tu cuerpo y tu cosmo solamente. Si no dominas esta técnica, caerás antes de alcanzar siquiera la tumba de la armadura.

    Luego miró a Lázaro, cuyo cosmo ardía como una llama verde pálida.
    —Y para ti, también es un paso adelante. Cuando la combines con tu propio manto, descubrirás que se hará más ligero. Escúchame bien: cuando un manto no debe gastar su energía en reparar a su portador, puede hacer muchas otras cosas… más veloces, más letales, más libres.

    El maestro levantó su bastón y golpeó suavemente la roca, como si cerrara una sentencia.
    —Ahora marchen a la Tumba de la Armadura. Deben llegar mañana mismo. Si no lo hacen… no podrán entrar en la contienda contra los santos negros.

    Shiryu tomó los dos cofres, uno sobre el otro, y comenzó a descender la montaña junto a Lázaro, con paso firme. El silencio del valle era solemne, solo roto por el murmullo de la cascada. Sin embargo, antes de que se alejaran demasiado, la voz del anciano los detuvo.

    —No llegarán a tiempo usando los caminos de los hombres.

    Lázaro se giró, con gesto incrédulo.
    —¿Entonces qué haremos?

    Una sonrisa leve, casi maliciosa, se dibujó en el rostro curtido de Dōhko.
    —Uno no se hace viejo sin aprender un truco o dos de tus colegas… Pero me temo que esto dolerá más a ustedes que a mí.

    De inmediato, el cosmo dorado del anciano se encendió como un sol, expandiéndose en todas direcciones. El aire se quebró como un espejo, y los cielos parecieron abrirse de arriba abajo.
    —¡A… OTRA DIMENSIÓN! —rugió Dōhko, y la realidad alrededor de ellos comenzó a retorcerse.

    Shiryu sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies, el cielo se fragmentaba en miles de esquirlas brillantes, y una presión insoportable los comprimía como si todo su ser fuera exprimido en un punto diminuto. El vértigo era indescriptible, un viaje que no se medía en distancia sino en la propia dislocación del alma.

    Entonces, de pronto, el vórtice los liberó. Ambos cayeron de rodillas sobre la nieve endurecida, con el aire helado cortándoles los pulmones. El silencio era absoluto, salvo por el aullido de un viento gélido que parecía venir de todos los rincones.

    Shiryu se incorporó lentamente, jadeando.
    —¿Dónde… estamos?

    Lázaro se cubrió los ojos, mirando alrededor. Las montañas se erguían más altas, más afiladas, y el aire era tan delgado que parecía negarse a entrar en sus cuerpos. Las casas cercanas eran de piedra gris, bajas y duras, cubiertas por un manto blanco de hielo.

    El anciano, que había aparecido junto a ellos sin alterarse, respondió con calma:
    —Han llegado a Gyangtse, en el camino hacia el Everest. La entrada a la Tumba de la Armadura está cerca… pero no crean que llegarán fácilmente. Aquí es donde empieza la verdadera prueba.

    El maestro se irguió sobre la nieve, apenas apoyado en su bastón, y con voz profunda advirtió:

    —Ya llegará el momento en que puedan desplazarse por el espacio por sí mismos. Hasta entonces, cada vez que crucen otra dimensión serán vulnerables… muy vulnerables. Recuerden: lo que para un dios es solo un sendero, para un hombre es un abismo que quema cuerpo y alma. Usada con sabiduría es un ataque… pero también una herramienta.

    Lázaro gimió, poniéndose de pie con esfuerzo. La piel de su rostro y brazos estaba enrojecida, como si hubieran pasado por fuego líquido. De inmediato encendió su cosmo, verde y palpitante, dejando que las heridas comenzaran a cerrarse. Shiryu hizo lo mismo, y comprendió que el viaje los había dejado más exhaustos que la lucha contra Dōhko. Pasar por la otra dimensión había quemado su piel desde dentro, dejándolos al borde de quedar desfigurados. De no ser porque ya dominaban el Aithér Anástasis, jamás habrían sanado con sus propios cosmos.

    En ese momento, un estruendo los hizo volver la vista al cielo. Tres objetos cayeron desde el vórtice que todavía chisporroteaba en lo alto, dejando estelas brillantes en su descenso. Al impactar contra la nieve endurecida, se alzaron nubes blancas y heladas. Cuando el polvo se asentó, frente a ellos reposaban tres cofres sagrados: el del León Menor, el del Dragón y el de Norma.

    Lázaro apretó los dientes y se inclinó hacia adelante, con el corazón golpeándole el pecho. Reconocía ese lugar. El frío, el aire enrarecido, las montañas filosas que parecían tocar el cielo…
    —Es aquí… —murmuró, casi con reverencia—. Este es el lugar donde entrené. Donde conquisté mi armadura.

    El viento sopló con violencia, barriendo la nieve y revelando las formas a lo lejos. Sobre la montaña se distinguía una construcción solitaria, austera, como una casa-monasterio de piedra gris. Más arriba, coronando la cima, se levantaba una muralla natural: un bloque de roca custodiado por estatuas quebradas y columnas antiguas. Era la entrada a la Tumba de la Armadura, sagrada y temida, donde dormían los restos de santos olvidados.

    El aire se hizo aún más pesado. Shiryu alzó la mirada, con el ceño fruncido. Desde la cumbre, el lugar irradiaba una presión tan intensa que parecía desgarrar la voluntad.
    —Ese es el camino… —dijo en voz baja.

    Dōhko los observó con seriedad.
    —Así es. La casa de tu maestro, Lázaro, y más arriba… la Tumba. Está custodiada por aquellos que se niegan a abandonar este mundo. Antiguos guerreros, fragmentos de cosmos que no aceptaron la muerte, espectros de carne y hierro. Será su deber abrirse paso.

    Los cofres resonaron suavemente, como si respondieran al llamado del viento. Shiryu y Lázaro intercambiaron una mirada: el verdadero desafío recién comenzaba.
     
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    joseleg

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    —Los esperaré aquí… —dijo Dōhko, clavando su báculo en la nieve.

    Shiryu y Lázaro tragaron saliva al unísono. Sabían lo que implicaba aquella frase: tarde o temprano deberían atravesar Otra Dimensión de nuevo para regresar. No habría caminos fáciles ni retirada.

    El viento soplaba con un rugido salvaje, arrastrando granos de hielo como cuchillas diminutas. El frío mordía sin compasión, y cada ráfaga parecía un rugido del mismísimo Himalaya. El ascenso comenzó entre riscos helados, donde apenas podían apoyarse gracias a sus cuerpos endurecidos por el cosmo. A cada paso, los ojos de Shiryu se llenaban de un silencio lúgubre: cadáveres petrificados de escaladores, esparcidos en la roca como ofrendas malogradas. Algunos aún tenían cuerdas congeladas al torso, mochilas pegadas a la piel rígida, cilindros de oxígeno convertidos en estatuas de escarcha. Los rostros, desprovistos de vida, eran máscaras deformadas por la nieve y la muerte.

    La montaña no perdonaba.

    Más arriba, cuervos de plumaje ennegrecido graznaban, luchando contra el viento para picotear los restos que aún podían encontrar entre las grietas. Unas cabras montesas, mucho más adaptadas al terreno que cualquier hombre, saltaron ágilmente por los riscos más altos, mirándolos con esos ojos amarillos que parecían juzgar desde lo alto.

    Los dos santos avanzaban sin más protección térmica que sus cosmos encendidos, envolviéndolos como llamas invisibles que se negaban a apagarse en medio del huracán gélido. Cada tanto, tenían que saltar grietas imposibles, trepar muros de roca casi verticales o caminar sobre sendas tan angostas que un solo resbalón significaba desaparecer en los abismos.

    Fue entonces cuando Lázaro se detuvo frente a uno de los cuerpos. Se agachó sin vacilar, apartando la escarcha de una mochila desgarrada. Sus manos encontraron lo que buscaba: paquetes de comida endurecida, barras de energía, un termo metálico con restos de té congelado y un par de chaquetas térmicas. El olor rancio no lo intimidó; arrancó la ropa del cadáver como si solo fuese un maniquí de hielo.

    Shiryu frunció el ceño.
    —No es adecuado, Lázaro. No deberías profanar a los muertos.

    El otro lo miró por encima del hombro, con una sonrisa cínica.
    —¿Profanar? —rió mientras se enfundaba una de las chaquetas—. Mira bien, Shiryu. Aquí arriba no hay reglas de templos ni sermones de maestros. Las cabras locas de la montaña reclaman todo lo que pueden comer, todo lo que pueden usar. Y ahora mismo… nosotros somos un par de cabras locas.

    El viento azotó sus palabras como si la montaña misma las aprobara. Shiryu bajó la mirada, entendiendo que no era momento para moralidades. Lo que había dicho Lázaro era crudo, pero cierto: en ese instante, la diferencia entre vivir y morir podía depender de un trozo de pan congelado o de una capa más de abrigo.

    Los dos siguieron caminando. El silencio solo lo rompía el crujir de la nieve bajo sus botas y el lamento del viento. A lo lejos, la silueta de la casa apareció por fin, solitaria y rota, como si la propia montaña la hubiera querido enterrar bajo su aliento helado.


    Acamparon en una saliente rocosa, apenas un respiro en la pendiente infinita. La nieve acumulada formaba un muro natural que los resguardaba un poco del viento cortante, aunque no del rugido constante que azotaba los riscos. Con un gesto, Shiryu encendió su cosmo y lo concentró en un termo metálico. El hielo derretido pronto se transformó en agua burbujeante. Lázaro, sonriendo con cierta picardía, agregó hojas de té en un recipiente y un poco de café molido en otro. El aroma caliente comenzó a mezclarse con el olor metálico de la nieve y la roca helada, trayendo un instante de humanidad en medio de aquel desierto blanco.

    —Nunca pensé que acabaría usando el cosmo para cocinar —bromeó Lázaro, soplando sobre su taza.
    —El cosmo sirve para todo —respondió Shiryu con seriedad, aunque en sus labios temblaba una media sonrisa.

    Mientras compartían pan endurecido y barras de energía recalentadas en la llama invisible de sus cuerpos, Lázaro se quedó mirando el fuego improvisado con aire pensativo.

    —¿Sabes? —dijo al fin—. Mi maestro, Mu de Aries, era muy amable. Lo era casi siempre… al principio, y en general. Pero en los entrenamientos finales… daba mucho miedo.

    Shiryu lo miró en silencio, esperando que continuara.

    —Casi me vuelvo loco una vez —siguió Lázaro, apretando la taza con fuerza—. Fue cuando nos visitó un santo de plata. Venía furioso, acusando a mi maestro de traidor a Atenea, de rebelde. Decía que el Santuario estaba lleno de sombras y que solo algunos lo sabían. Yo no entendía nada… hasta que vi el cosmo de mi maestro arder. Era como estar bajo una tormenta de fuego blanco. Me helé de terror. Ese santo de plata apenas pudo resistir, terminó malherido y se arrastró montaña abajo.

    Lázaro hizo una pausa, y por primera vez Shiryu percibió en su voz un matiz de respeto teñido de miedo.

    —Esa misma noche —continuó—, Mu me entregó mi manto. Dijo que debía ir a oriente, hablar con Mitsumasa Kido. Me advirtió: “Si lo que el anciano de los Cinco Picos dijo es cierto, regresa tan rápido como puedas. Porque la diosa está en el mundo de los hombres… y el Santuario está en franca rebeldía”.

    Shiryu abrió los ojos con sorpresa.
    —¿Y la mayoría de los demás santos ni lo saben?

    Lázaro asintió lentamente.
    —Mi maestro solo me lo reveló a cuentagotas… el resto lo deduje al tratar con la señorita Kido. Ella lo sabe, lo guarda, pero no puede decirlo abiertamente. No aún.

    El silencio se extendió entre ellos, roto apenas por el rugido del viento. Entonces la tormenta arreció con más fuerza, oscureciendo la luna y doblando los riscos con su furia. La nieve cayó a ráfagas, gruesa y pesada, y en el corazón del temporal se escuchó un rugido grave, como el de un leopardo escondido en la montaña. Las avalanchas lejanas respondían a ese rugido como un eco.

    Shiryu cerró los ojos, su cosmo expandiéndose para protegerlos del hielo.
    —La montaña está viva… —susurró.

    Lázaro bebió el último sorbo de su café, mirando hacia la cima donde sabía que lo esperaba la Tumba de la Armadura.
    —Y no está de nuestro lado.

    Mientras Shiryu dormía, envuelto en las mantas térmicas rescatadas de los cadáveres, Lázaro se mantenía en guardia. El viento golpeaba sin tregua, y las sombras de la montaña parecían alargarse y contraerse con cada ráfaga de nieve. En silencio, mientras vigilaba, el recuerdo lo asaltó con una fuerza que le encogió el pecho.

    "Soy un fracaso…" pensó. "Un fracaso que nunca pudo aprender las técnicas de Aries."

    Recordó aquellos días en Jamir. Mu lo había aceptado como discípulo, aunque nunca antes había tenido uno. Su bondad era tanta que la disciplina se volvía blanda. Y Lázaro, con su espíritu inquieto, siempre encontraba formas de escabullirse. Pasaba semanas enteras en la aldea: bebiendo, riendo con los hombres sencillos, o coqueteando con las muchachas que lo miraban fascinadas por su aura extraña.

    Siempre lo traían de regreso. Primero Mu, con paciencia infinita. Luego, aquel otro discípulo que llegó a Jamir: un huérfano de ojos encendidos llamado Kiki. Para Lázaro fue humillante darse cuenta de que ese niño, mucho menor que él, pronto lo superó en dedicación y en técnica. Kiki lo observaba con una mezcla de pena y desdén, y a la larga fue más hermano que rival.

    Pero el día que todo cambió lo tiene grabado en la piel. El día que apareció el Santo de Plata: Algethi de Heracles. Sus pasos retumbaban como martillazos sobre la piedra. Su voz acusaba a Mu de traidor, y sus ojos ardían de odio. El combate fue tan brutal que la montaña pareció quebrarse. Lázaro recordaba el pánico, el temblor en sus rodillas mientras el cosmos de Mu se alzaba como un muro de fuego y luz.

    Lo que más lo aterrorizó no fue Algethi, sino Mu. Su maestro, siempre suave, se transformó en un juez implacable. El cosmos de Aries quemó todo a su alrededor. Nunca antes ni después Lázaro sintió tanto terror como aquella vez. Algethi quedó tendido, destrozado, casi irreconocible.

    "Apenas si logré arañar una pizca del miedo que mi maestro me dio ese día," pensó con amargura. "Ni siquiera pude aprender lo esencial de su técnica. ¿Qué clase de Santo soy?"

    Lázaro miró a Shiryu dormir. El muchacho respiraba hondo, tranquilo, confiado en la guardia de su compañero. El contraste le dolió.

    Luego la tormenta comenzó a amainar. El rugido del viento se transformó en un murmullo constante. El cielo se abrió apenas, dejando entrever un puñado de estrellas sobre la cumbre. La montaña seguía allí, inmensa, indiferente a su pequeñez.


    —Desearía que mi maestro me mirara con el mismo orgullo que tiene el tuyo, lagartija verde… —dijo Lázaro, con una sonrisa amarga mientras levantaba la taza improvisada de café.

    El vapor subía tibio entre sus dedos enrojecidos por el frío. No lo había bebido mucho en el mundo de los hombres; casi siempre lo sustituía con alcohol o cualquier brebaje que quemara la garganta y adormeciera la memoria. Pero ahora… ahora el café le sabía distinto. Era un calor honesto, sin máscaras, que lo envolvía por dentro como una hoguera pequeña pero constante. Se dio cuenta de que su cuerpo se sentía más ligero, sus sentidos más atentos, su espíritu más en calma que con cualquier licor de taberna.

    Shiryu, sin dejar de observarlo, inclinó apenas la cabeza, aceptando sin palabras aquella confesión.

    Dejaron atrás el pequeño refugio y siguieron su camino. La tormenta se había retirado un poco, pero el aire era aún cortante, como cuchillas invisibles que se clavaban en sus mejillas. Ascendieron hasta llegar a una garganta rocosa que se estrechaba como la boca de un lobo. Allí, de pronto, todo cambió.

    Al cruzar el umbral, el mundo pareció suspender su respiración. El rugido del viento quedó atrás como si hubiesen cerrado una puerta, y un silencio sobrenatural se extendió, tan absoluto que podían escuchar sus propios latidos. No era un vacío frío: era un silencio lleno de presencia.

    Atravesaron lo que ambos reconocieron como el Manto de la Diosa, un velo de cosmos sutil que vibraba en el aire como una tela invisible, tejida con hilos de luz. El espacio parecía ondular, y por un instante, Lázaro creyó que el suelo bajo sus pies se volvía traslúcido como cristal líquido. El mundo, duro y áspero, se suavizaba con la sensación de estar caminando dentro de un sueño.

    Había algo extraño en el aire: olía a incienso y a tierra húmeda, como un templo recién abierto tras la lluvia. Los riscos de piedra, antes crueles y quebradizos, ahora tenían un brillo tenue, como si cada grieta guardara un resplandor oculto. A lo lejos, los árboles muertos parecían agitarse como sombras de peregrinos cansados, y por un momento, ambos pudieron jurar que escuchaban susurros.

    El cosmos de Atenea lo impregnaba todo, pero no era el mismo que sentían en batalla. Aquí había ternura, pero también un peso solemne. Era un lugar donde lo divino y lo humano se entrelazaban: el templo invisible de la humanidad, construido no de mármol ni columnas, sino de sacrificio, esperanza y memoria.

    Shiryu se detuvo un segundo, cerrando los ojos.
    —Es como… si camináramos dentro del sueño de la Diosa —susurró.

    Lázaro tragó saliva. Su instinto era reírse de aquello, pero no pudo. Había una fuerza viva en ese lugar, demasiado real para burlarse.


    Al otro lado, se encontraron con un páramo desolado. El cielo estaba encapotado por nubes grises que parecían aplastar la tierra, y un viento árido recorría aquel valle muerto. Árboles secos, retorcidos como dedos raquíticos, se alzaban buscando un sol que nunca más volvería. El suelo crujía bajo sus pasos, cubierto de ceniza y polvo helado.

    Y allí estaban ellos.

    Decenas, quizá cientos de cuerpos desperdigados. Guerreros caídos que alguna vez fueron hombres de Atenea. Entre sus huesos yacían los restos de sus mantos: fragmentos de bronce, o de materiales menores ya olvidados pero igualmente sagrados. Ninguno brillaba con vida. La mayoría estaban quebrados hasta casi ser irreconocibles, reducidos a astillas metálicas, como cáscaras vacías. Lo que sí era cierto era innegable: no había ni un solo destello de plata, mucho menos de oro.

    Aun así, la visión imponía un respeto brutal. Aquello era el ejército de Atenea, la huella de generaciones enteras que habían luchado y caído antes de ellos. Había tantos mantos de bronce desperdigados que los dos jóvenes llegaron al mismo pensamiento sin necesidad de decirlo: los santos de bronce activos en la actualidad debían ser muy, pero muy pocos.

    Shiryu se inclinó sobre uno de los restos, levantando con cuidado entre sus dedos un pedazo ennegrecido de hombrera que aún conservaba, débilmente grabada, la marca de la Diosa.
    —Murieron defendiendo algo… —susurró con solemnidad.

    Lázaro lo miró, sintiendo un escalofrío en la espalda que no tenía nada que ver con el frío del páramo.
    —No… no es solo que murieron… —se corrigió, con un temblor en la voz—. Sus cosmos todavía resisten.

    Y entonces lo percibieron los dos. Un murmullo sordo, como voces lejanas y superpuestas, vibrando en el aire. No eran palabras claras, sino ecos, memorias, la resonancia de voluntades que no se habían apagado del todo. Los espectros de aquellos santos olvidados, que aún guardaban el paso aunque la carne hubiera abandonado los huesos.

    Shiryu se incorporó con el rostro serio.
    —Si esto es lo que queda de nuestro ejército… entonces está al borde de la aniquilación.

    Lázaro apretó los dientes.
    —Y aun así… nos estamos matando entre nosotros. —Su mirada recorrió los cadáveres ennegrecidos, y una rabia impotente ardió en su pecho—. ¿Qué clase de herencia estamos defendiendo?

    El silencio de los muertos fue su única respuesta.

    Entonces, la neblina comenzó a levantarse. Al principio era un velo tenue que reptaba entre las rocas, pero pronto se espesó hasta volverse una muralla lechosa que devoraba la vista. En medio de aquel mar blanco, un sonido heló la sangre de los jóvenes: el crujido seco de huesos moviéndose.

    Un chasquido aquí, otro allá. Como ramas secas partiéndose bajo un peso invisible. A ese coro macabro se sumó el tintineo apagado de metal resquebrajado, trozos de armaduras muertas que vibraban contra las piedras, como si despertaran de un letargo milenario.

    De pronto, la tierra misma pareció agitarse bajo sus pies. Entre la bruma, sombras comenzaron a erguirse. Primero cuerpos torcidos, fragmentarios, sin carne; luego, figuras más completas, envueltas en jirones de manto partido y huesos ennegrecidos. Donde hacía un instante solo había cadáveres estáticos, ahora un ejército espectral se alzaba en silencio.

    El aire se cargó de un murmullo antinatural que pronto estalló en risas quebradas, carcajadas múltiples que no provenían de una garganta sino de todas a la vez, como si las voces de los muertos se hubieran fundido en un único coro monstruoso.

    Shiryu apretó los puños, sintiendo que cada fibra de su ser se erizaba.
    —Esto… esto no puede ser…

    Lázaro retrocedió un paso, el sudor frío recorriéndole la espalda pese al fuego de su cosmo.
    —Son ellos… —dijo con la voz quebrada—. Los mismos que juraron proteger a Atenea… los mismos que quedaron aquí… ahora vienen por nosotros.

    Y entonces lo entendieron: ya no había cuerpos en el suelo. Ni huesos, ni fragmentos de armadura, ni cenizas. El páramo había cambiado bajo sus ojos. Allí donde antes yacía un cementerio, ahora marchaba un ejército de sombras, levantado contra los vivos.

    Un coro de pasos huecos resonó al unísono, y la niebla vibró con el peso de aquel avance.
     
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    joseleg

    joseleg Usuario común

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    De entre la bruma se adelantó una figura. El sonido de sus pasos era el crujir de huesos secos contra la roca. La neblina lo envolvía como si el mismo aire rehusara dejarlo marchar del mundo de los muertos.

    Su manto, alguna vez orgulloso, ahora se mostraba en jirones púrpuras ennegrecidos, desgarrado y corroído. Bajo él, se veía el esqueleto cubierto aún por fragmentos de carne reseca, como cuero viejo pegado al hueso. La calavera, blanca y agrietada, portaba sobre sí la sombra de lo que había sido una tiara: flotaba quebrada, sostenida apenas por restos de cosmo, como si la voluntad de aquel guerrero muerto se negara a dejarla caer.

    Un santo de bronce.

    La voz salió de su boca sin labios, cavernosa y hueca como el eco de una tumba:
    —¿Quiénes son? ¿Espectros del Hades… o marinas de Poseidón?

    Lázaro tragó saliva, dio un paso al frente y respondió, no en la lengua de los hombres, sino en el griego antiguo del Santuario, la lengua sagrada de los Santos:
    —¡No! Somos santos. Venimos a reparar nuestras armaduras.

    La reacción fue inmediata. Un estallido de risas brotó no solo del espectro frente a ellos, sino de todos los demás que se ocultaban entre la bruma. Cientos de risas al unísono, rotas, cargadas de ira, rencor, orgullo herido y desesperación. Eran carcajadas que no celebraban, sino que maldecían.

    El espectro señaló con un dedo descarnado, cuyos tendones resecos se tensaron con un sonido que erizó la piel de los vivos.
    —¡Mentiroso! —tronó, y su voz reverberó como un trueno ahogado en el vientre de la montaña.

    Una vez más, la carcajada se transformó en un mantra oscuro que llenó el páramo entero:

    —Ustedes son espectros del Hades… —repitieron las sombras.
    —Vienen a robar los secretos de Atenea…
    —Esta vez sí los detendremos…
    —¡Esta vez no pasarán!

    El eco de aquellas frases se repetía como un llanto antiguo, como un ejército que nunca aceptó su derrota y que todavía, incluso más allá de la muerte, se levantaba para luchar por su diosa… o por la memoria de lo que creyeron defender.

    Shiryu y Lázaro sintieron que el aire se volvía más denso, casi sólido, como si cada palabra estuviera cargada de cosmo suficiente para quebrar la voluntad de un hombre normal.

    El espectro levantó la calavera, y los restos de su tiara quebrada brillaron con una chispa púrpura.
    —Entonces, ¡demuéstrenlo! ¡Demuestren que no son ladrones de la oscuridad!

    Y la niebla estalló en movimiento.

    Lázaro tanteó el cofre de su armadura. Por un instante deseó vestirla, sentir sobre sus hombros el peso y el abrigo de su manto de bronce. Pero se contuvo. No quería ceder tan pronto. Si Shiryu podía combatir con solo su cuerpo y su cosmo, él también lo haría. Quería alcanzar esa misma proeza en igualdad de condiciones.

    Avanzaron hombro con hombro. Frente a ellos, el espectro de bronce alzó sus brazos descarnados y, con un rugido hueco, lanzó una ráfaga. No era un ataque vacío: su técnica era una lluvia de meteoros, rápida, persistente, un eco pálido de un golpe que había pertenecido a hombres vivos. Ambos retrocedieron un par de pasos, el suelo de ceniza levantándose bajo sus botas. El aire vibró con la sucesión de impactos.

    Pero el frío y la falta de oxígeno ya no los afectaban. Sus cosmos ardían estables, firmes como dos estrellas en mitad del páramo. Entonces se dieron cuenta de la verdad: no se enfrentaban a uno. La bruma se abrió y mostró seis espectros en formación, tres frente a cada santo, uno sobre el otro, como un muro viviente que lanzaba ráfagas de meteoros desde todos los ángulos.

    Ninguno era sobresaliente. Sus golpes carecían de la precisión de Seiya, ni la fuerza de un verdadero discípulo entrenado en vida. Pero seis cuerpos juntos, seis cosmos desbordando ira y rencor, eran un desafío digno incluso para guerreros vivos.

    Shiryu lanzó un rugido y respondió con su propio cosmo, desviando una de las lluvias hacia el suelo. Lázaro lo imitó, descargando golpes circulares que arrojaban a los cadáveres hacia los lados, como muñecos vacíos. Cada vez que los espectros eran repelidos, sin embargo, sus bocas sin lengua dejaban escapar nombres, una letanía de maldiciones:

    Era como si los ecos de espectros mayores los poseyeran, prestándoles fuerza en su furia.

    Los dos santos siguieron avanzando, hombro con hombro, apartando la marea de huesos y jirones de armaduras muertas. Pero cuando por fin apartaron a los últimos, allí volvió a estar el espectro de bronce que los había retado al inicio. Entero, alzado, con su calavera brillando con un fuego púrpura que no se extinguía.

    —¿Aún respiran…? —rió con voz de cripta—. Creí que ya los habíamos enviado al vacío.

    Shiryu se tensó. Entonces lo vio. Detrás de ellos, las sombras se estaban recomponiendo, levantándose una vez más. Los cuerpos que habían arrojado al suelo, las figuras que habían quebrado, regresaban a su sitio, repitiendo las maldiciones en coro.

    Estaban rodeados.

    El círculo de espectros se cerraba cada vez más, sus huesos crujían como ramas secas y sus mandíbulas golpeaban en una risa hueca que resonaba como eco de tumbas olvidadas. Entonces, el que parecía ser su líder, aquel santo de bronce muerto hacía siglos, levantó su cráneo adornado con la tiara quebrada y habló:

    —Veo que sois dignos guerreros… —su voz era un silbido áspero, atravesando carne inexistente—. Uníos al ejército de Atenea. Proteged la tumba de la armadura… Más allá yacen los secretos para repararlas. Mientras nuestro cosmo arda, aunque sea en la muerte, protegeremos esos secretos.

    Shiryu, que siempre mantenía la mente tan afilada como la espada de su maestro, entornó los ojos.

    —Decidme algo… —preguntó con calma, aunque la tensión helaba el aire—. ¿En qué año de la era de Cristo pensáis que vivimos?

    Un silencio espeso se tendió entre las filas de cadáveres. Hubo risas quebradas, carcajadas de hueso contra hueso, hasta que una sola voz respondió desde el fondo, como un viento fúnebre arrastrando siglos:

    —Estamos en el año 1761 de vuestra era… En plena Guerra Santa, idiota.

    Los ojos de Shiryu se abrieron apenas, y el eco de aquellas palabras lo golpeó como un puño invisible. Lázaro, con la respiración acelerada, juntó las piezas en su mente y tragó saliva.

    —No… —dijo al fin, con un hilo de voz que pronto se volvió convicción—. Vuestra guerra santa acabó hace ya más de dos siglos. Doscientos cincuenta y seis años… Ganamos aquella batalla. Vosotros caísteis.

    Los espectros se agitaron, las carcajadas se convirtieron en un murmullo de rabia y desgarro. El crujir de los huesos resonó como un ejército que no aceptaba su propia derrota.

    —¿Derrotados…? —escupió el espectro de bronce, el fuego púrpura en su cráneo danzando como un lamento eterno—. ¡Jamás! Mientras el último vestigio de nuestro cosmo exista, la guerra no termina. Nosotros seguimos guardando, seguimos luchando, aunque los siglos nos hayan olvidado.

    El aire se llenó de un coro ensordecedor de voces, un ejército de espectros clamando en la penumbra. La niebla vibró como si todo el valle temblara con aquel juramento eterno.

    El cosmo del espectro se encendió con un fulgor púrpura, vibrando como un tambor de guerra. Su brazo huesudo se alzó, y de sus falanges descarnadas brotó una ráfaga de golpes meteóricos, cientos de destellos como estrellas muertas cayendo sobre la tierra.

    Lázaro apretó los dientes, harto de aquella danza de espectros y lamentos. A su lado, Shiryu ya había bajado la guardia de la paciencia. Ambos se miraron un instante, y en ese silencio encontraron la misma decisión: era hora de liberar todo.

    —¡Rozan Shōryū Ha! —rugió Shiryu, su cosmo elevándose en espiral como un dragón nacido del corazón de la montaña.

    —¡Big Bang Starlight Revolution! —clamó Lázaro, desplegando un resplandor cósmico que estalló en fragmentos de luz, como si el firmamento se hubiese quebrado.

    Sus voces retumbaron al unísono, y el valle mismo se estremeció. El aire se quebró en un estallido blanco que arrasó con las sombras. Los cuerpos de ambos se proyectaron hacia adelante, envueltos en una ola incontenible de cosmos que desintegraba la niebla misma.

    Cuando la bruma se disipó, se encontraron jadeando sobre una superficie estrecha y peligrosa. Habían cruzado sin notarlo un puente natural de roca, de más de treinta metros de largo, que colgaba sobre un abismo oscuro y sin fin.

    A sus pies, en el fondo del precipicio, yacían los restos de los espectros. Decenas de esqueletos retorcidos, fragmentos de bronce apagado, tiaras quebradas, manos aún crispadas hacia el cielo como queriendo arrastrarlos consigo. Todo aquello era ahora solo un cementerio en silencio, sumido en la derrota eterna.

    Shiryu dejó escapar el aire con calma.
    —Un ejército de sombras… y aún así, lucharon como santos.

    Lázaro lo miró de reojo, sudor frío corriendo por su frente.
    —Si hasta los muertos siguen defendiendo a Atenea… —murmuró, apretando los puños—. Entonces nosotros no tenemos derecho a caer.

    El viento volvió a rugir, pero no llevaba ya el lamento de los espectros: solo el silencio de los guardianes que habían probado su valor.

    Pero entonces, cuando ambos pensaban que el silencio había sellado la victoria, el eco regresó.

    Primero fueron risas… risas huecas, multiplicadas en la garganta del abismo. Luego el tintineo de metales quebrados, hueso contra roca, un crujir como de ramas muertas partiéndose bajo un peso invisible.

    Los cuerpos abajo comenzaron a sacudirse. Huesos astillados se ensamblaban torpemente, restos de bronce roto se arrastraban por la tierra como si tuvieran voluntad propia. Los espectros se levantaban de nuevo.

    El líder, el mismo que primero los había increpado, volvió a erguirse frente a ellos, su manto púrpura rasgado ondeando como un estandarte profanado. Su cráneo, coronado por la tiara partida, se inclinó hacia Shiryu, y su voz resonó como un eco de siglos.

    —Ese manto… —dijo con un dejo de incredulidad—. El dragón. Lo reconozco, pero… solo existe un Santo Dragón en nuestra era. Su nombre es Dōhko… Él me salvó la vida incontables veces, hace apenas unas semanas…

    Un murmullo recorrió a los demás. Uno tras otro comenzaron a recordar, como si la visión del dragón les devolviera fragmentos de lo que fueron. Sus voces se superponían, cargadas de nostalgia y dolor.

    —Dōhko… el maestro de los Cinco Picos…
    —Él nos condujo en la última defensa…
    —Nos juró que Atenea sobreviviría…
    —El polvo de estrellas brillaba sobre nuestras cabezas…

    Entonces las sombras de sus almas se proyectaron. Un resplandor onírico emergió de sus restos descarnados, y rostros comenzaron a delinearse sobre la neblina: jóvenes de múltiples razas, muchachos con facciones griegas, egipcias, hindúes, etíopes, hasta cabellos rubios y ojos claros de más allá del Mediterráneo. Todos unidos en la muerte, todos alguna vez santos de bronce, los más humildes del ejército de Atenea.

    El líder bajó la cabeza con un temblor que era casi un sollozo.
    —El dios de la muerte, Thanatos… —su voz se quebró en un odio profundo—. Nos maldijo cuando destruimos a su escolta. Nos arrancó el polvo de estrellas y nos condenó a no descansar jamás. Somos ceniza sin reposo… guardianes fallidos.

    Un silencio sepulcral cayó, roto solo por el viento gélido.

    —Fallamos —dijo otro, con voz como un niño llorando.
    —Fallamos a Atenea —repitieron todos al unísono, en un coro desgarrador que heló la sangre de Shiryu y Lázaro.

    Los espectros quedaron inmóviles. El viento mismo pareció contener la respiración entre las rocas.
    El líder bajó la calavera hendida, y un fulgor rojizo, tenue como una brasa apagada, ardió en las cuencas vacías.

    —Thanatos… nos condenó a este páramo, a velar por un tesoro inexistente… nos arrancó la memoria y nos robó los recursos de la señora Saya… —su voz resonaba como un eco lejano, quebrada por siglos de lamento—. Nuestros mantos jamás podrán ser reparados. Son cenizas, huesos sin espíritu.

    Otro espectro dio un paso al frente, el metal roto de su guardabrazo arrastrándose como cadenas.
    —No podemos abandonar esta tumba. Estamos atados al último destello del cosmos de nuestra Señora… al residuo de Saya. Somos sombras… guardianes condenados.

    Lázaro, apretando los dientes, levantó la voz:
    —¿Y de qué sirve seguir aquí, pudriéndose en un círculo eterno? Si no pueden pasar su voluntad, si su deber se ha convertido en cadena… ¡entonces no son santos, son prisioneros!

    Un murmullo se extendió entre los cadáveres animados, como hojas secas agitadas por un viento de dudas.

    El líder clavó sus cuencas en él.
    —¿Pasar… nuestra voluntad? No podemos. Nuestros mantos han muerto. Nada queda.

    Shiryu, sin retroceder, dio un paso al frente. Su cosmos verde comenzó a expandirse, cálido, firme como la vida misma.
    —Se equivocan. Atenea ha hallado la manera de recrear el polvo de estrellas y forjar nuevamente los materiales sagrados. No es el fin. La esperanza ha vuelto al mundo de los hombres… y lo único que falta es el conocimiento de quienes pueden reparar lo irrompible.

    Lázaro lo siguió, su cosmo dorado se mezcló con el de Shiryu como dos brasas que encendieran el aire en medio del páramo.
    —Mírenlo bien… ahora mismo ustedes mismos están haciendo lo opuesto a su labor. No protegen, no guían, no enseñan. Solo atacan por una condena ciega. ¡Pero todavía pueden elegir!

    Los espectros se estremecieron. Algunos bajaron la mirada, otros dejaron que las sombras de sus antiguos rostros se proyectaran sobre los huesos. Y entonces, lentamente, como si un rayo de verdad les atravesara la condena, el líder habló:

    —Si es cierto… si la luz ha regresado a la fragua de los dioses… entonces quizá… quizá podamos entregar lo que aún tenemos. No nuestra carne. No nuestro polvo roto. Pero sí lo que queda de nuestras almas.

    Shiryu asintió solemnemente, con la voz grave, firme:
    —Sí. Pueden pasar su voluntad a la siguiente generación. Esa es la única manera de romper el ciclo de la maldición.

    Un silencio reverente cubrió el páramo. Los espectros, uno a uno, comenzaron a arrodillarse, y sus cosmos apagados titilaron como estrellas que se resistían a desaparecer.

    —Entonces… —dijo el líder, extendiendo el brazo descarnado—. Tómenlo. Tómenlo todo.

    Y los restos ardieron con una luz etérea. Los huesos, los fragmentos rotos, la ceniza misma se elevó como polvo estelar, girando en torno a Shiryu y Lázaro, buscando refugio en su llama viva.

    El ejército de bronce que había sido condenado por Thanatos estaba entregando lo último de sí, no ya como guerreros, sino como hombres.

    Los mantos liberados de la carne comenzaron a deshacerse en luces. El metal corroído, las placas destrozadas y las telas rasgadas se disolvieron en polvo estelar. Pero ese polvo no desapareció: tomó formas. Algunos se convirtieron en animales imposibles —aves con alas como espejos, lobos de tres ojos, serpientes de fuego azul—, otros en objetos abstractos, geometrías que flotaban con simetría perfecta, símbolos que parecían contener la memoria misma del cosmos. Era como si cada manto muerto hubiera conservado su última identidad en una imagen viva, un eco eterno.

    Cuando todo terminó, aquellas formas quedaron suspendidas alrededor de ellos, reposando, brillando tenuemente en la penumbra como guardianes invisibles.

    Entonces se escuchó una voz, profunda y múltiple, como si hablara a través de cada fragmento liberado:

    —Esta es la verdadera tumba de la armadura.

    El suelo vibró suavemente, y el aire comenzó a cambiar. El frío agudo se retiró como marea baja. Un calor noble y antiguo empezó a extenderse en el valle, envolviendo la garganta rocosa, sanando la atmósfera. El viento dejó de silbar como cuchilla, y en su lugar se alzó una brisa suave, cargada de un perfume extraño, mezcla de hierro, incienso y flores marchitas que de pronto recobraban vida.

    El cosmos de Atenea estaba despertando allí.

    Shiryu frunció el ceño, con el cuerpo aún en guardia.
    —¿Qué está sucediendo?

    Una risa juguetona, ligera como campanillas, se escuchó detrás de ellos.
    —Sucede que han roto la maldición de Thanatos.

    Los dos voltearon de golpe. Un niño había aparecido, caminando descalzo sobre las piedras como si no pesara nada. Sus facciones eran extrañas, mezcla de inocencia y sabiduría, sus ojos brillaban con un destello tan agudo que parecía contener siglos.

    Se detuvo frente a ellos, miró a Lázaro… y de pronto corrió a abrazarlo con una fuerza inesperada.
    —¡Sabía que algún día regresarías!

    Lázaro se quedó rígido un segundo, pero aquel abrazo lo derrumbó. Sus manos temblorosas se posaron sobre el cabello del niño, y su rostro endurecido se suavizó.

    El pequeño levantó la vista hacia él, con una sonrisa que lo iluminaba todo.
    —Mi maestro me dijo que un día un santo rompería la maldición de Thanatos… pero nunca pensé que serías tú.

    Shiryu lo miraba con sorpresa.
    —¿Quién… eres?

    El niño se apartó suavemente de Lázaro, y con voz clara, como si estuviera presentándose ante un templo, dijo:
    —Soy Kiki, discípulo del maestro Mu de Aries. Y este lugar… —abrió los brazos hacia el páramo que lentamente reverdecía bajo la luz— …este lugar ahora volverá a ser Jamir.
     
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    Más allá del resplandor cambiante, cuando la bruma comenzó a disiparse, apareció ante sus ojos algo que no esperaban: una ciudadela amurallada. Sus muros, altos y pulidos como si hubieran sido esculpidos en un único bloque de roca, brillaban con un fulgor tenue, como si el cosmos mismo los alimentara. Frente a la entrada, se extendía una plaza amplia, silenciosa pero cargada de una energía solemne, como si hubiese sido testigo de incontables generaciones de entrenamiento y juramentos sagrados.

    Allí, aguardando como si hubieran estado siempre presentes, se encontraban dos figuras.

    La primera era una mujer de belleza imposible: cabellos dorados que parecían reflejar la luz como el trigo al sol, piel aceitunada y ojos vivaces, inquisitivos, tan fieros como compasivos. Sostenía entre sus manos una copa dorada que despedía un resplandor sutil, casi como si contuviera la esencia misma de la vida.

    A su lado se alzaba un hombre alto, de porte noble y enigmático. Sus cabellos largos, de un color lila claro, se mecían suavemente con la brisa. Vestía ropas autóctonas, adornadas con símbolos antiguos que parecían más escritos de poder que simples bordados. Cuando habló, su voz fue un eco profundo que imponía respeto, sin necesidad de elevar el tono.

    —Saludos, jóvenes santos. Yo los saludo, y me inclino ante ustedes por haber roto la maldición de Thanatos… un peso que durante siglos volvió casi inaccesible este lugar santo.

    Lázaro arqueó una ceja, con una sonrisa cargada de ironía y cansancio.
    —Casi, dice usted… Por la diosa, dígame que no había otro camino más fácil.

    Antes de que el hombre pudiera responder, una carcajada ligera interrumpió la solemnidad.
    De la nada, Kiki apareció, flotando como si el aire fuese un río que lo sostenía. Estaba de cabeza, apoyado con un solo dedo sobre el hombro de Lázaro, completamente indiferente a las leyes de la gravedad, como si esta fuera solo una sugerencia para su existencia.

    —En realidad, sí había otro camino —dijo con desdén burlón—. Pero como tú nunca aprendiste a levitar, jamás lograste llegar hasta aquí.

    Lázaro abrió los ojos con furia contenida, chasqueando la lengua mientras se dejaba caer de rodillas en el suelo, agotado y molesto.

    El hombre alto lo miró con esa mezcla de dureza y afecto que sólo reservaba para los suyos.
    —Y aun así… lograste aprender la Revolución de Polvo Estelar con solo verla una vez, cuando la usé contra el Santo de Heracles. Eso es algo que pocos en toda la historia de los santos han logrado. Te felicito, mi pupilo.

    Lázaro resopló, negando con la cabeza, como si el cumplido pesara más que las heridas que arrastraba.
    —Si lo dice usted, maestro…

    —Maestro, es un dragón el que llega a nuestra puerta —dijo la mujer, con un tono grave, en el antiguo idioma del Santuario—. Se trata de un traidor a Atenea, un enemigo marcado por el Patriarca Arles.

    Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como cuchillas invisibles. Sus ojos dorados, tan bellos como gélidos, se clavaban en Shiryu sin pestañear.

    Mu, el hombre alto de cabellos lilas, guardó silencio unos segundos. Luego habló con una calma que solo aumentaba la tensión:
    —Si él es un traidor, entonces yo también lo soy. Según las órdenes del Patriarca, Jamir es tierra maldita, y mi arte, un sacrilegio. Y sin embargo, este es mi hogar. No dejaré que una mentira me arrebate la paz que he jurado proteger.

    La mujer entrecerró los ojos, pero no replicó de inmediato. Su voz, sin embargo, se suavizó apenas:
    —Aun así, señor Mu… creo que podríamos aliviar este malentendido. Si llevamos al discípulo de Dohko de Libra de regreso al Santuario, la historia podría cambiar. Él no merece el destierro… y ustedes tampoco.

    Un silencio pesado envolvió la plaza. Fue entonces cuando Lázaro, siempre incapaz de contenerse, soltó un comentario al aire, con gesto burlón mientras se pasaba un dedo por la cara, como quien traza una línea sobre el rostro.
    —Y díganme, ¿quién se supone que es la tipa? ¿No debería llevar máscara como todas las demás?

    El aire se tensó al instante. La mujer lo fulminó con la mirada, sus labios apenas curvándose en un gesto de fría amenaza. Sus ojos parecían decirle que con un solo movimiento podría borrarlo del mapa.

    Pero Mu alzó una mano, interponiéndose con serenidad.
    —Ella no es una Santo. Es una visitante del Santuario, que ha venido a Jamir en busca de un arte que pocos en el mundo conocen: la reparación de armaduras. Su objetivo es aprender, pero… incluso mi maestro reconoció los límites de nuestro oficio.

    Mu bajó la vista hacia los cofres que cargaban Shiryu y Lázaro. Su voz se volvió grave, casi con un dejo de dolor.
    —Lamentablemente, sin polvo de estrellas, las reparaciones que podemos realizar son mínimas. Parchear, remendar, sostener por un tiempo. Pero nunca devolver la vida a lo que ya está muerto. Sería imposible reparar mantos como los que guardan en los cofres… o los que reposan en la tumba, más allá del muro.

    El eco de esas palabras se extendió en la plaza, como un presagio oscuro que ninguno de ellos quiso interrumpir.

    Shiryu, sin darle importancia al modo en que la mujer había intentado usar su nombre como moneda de cambio, dio un paso al frente. Su voz grave resonó en la plaza con la misma firmeza con la que un guerrero se planta frente al destino:

    —Soy Shiryu, Santo del Dragón… o bueno —añadió con cierta ironía mientras miraba el estado de su manto muerto—, si es que aún se puede llamar “santo” a alguien que viste una armadura quebrada.

    Lázaro lo imitó con un ademán orgulloso, aunque su tono guardaba una chispa de desafío juvenil:
    —Yo soy Lázaro, Santo de Bronce de la Norma.

    Élodie cerró los ojos con visible fastidio, como si aquellas presentaciones fueran innecesarias o una intromisión en un terreno donde su palabra bastaba. No dijo nada, pero el leve fruncir de sus labios la delató.

    Entonces Mu, con la serenidad que lo caracterizaba, intervino. Se inclinó levemente hacia Shiryu, y en su voz había un respeto profundo:
    —Discípulo de Dohko de Libra… Conozco a tu maestro. Fue amigo de mi maestro, Shion. Ambos compartieron la carga de la guerra santa, y solo alguien formado por un hombre tan noble estaba destinado a romper la maldición de un dios.

    Sus palabras parecieron pesar en el aire, envolviendo a Shiryu con una dignidad que él mismo, humilde como siempre, no buscaba.

    Luego Mu giró levemente el rostro hacia Élodie, presentándola con formalidad:
    —Y ella… es una aprendiz de amazona que desea especializarse en el arte de la reparación de armaduras. Al no albergar el deseo de portar un manto en batalla, no tiene obligación de usar máscara. Según la ley de Atenea, las máscaras nunca han sido forzadas: fue la orden de las amazonas la que, por costumbre, insiste en portarlas.

    Élodie entreabrió los ojos al escuchar aquello, con una mezcla de orgullo y desdén. Era evidente que no le agradaba ser presentada como “aprendiz”, y sin embargo no corrigió a Mu.

    Mientras el diálogo se desarrollaba, algo más sucedía. El cosmos de Atenea se hizo sentir, primero como un pulso cálido en el aire, luego como una vibración innegable que atravesaba el suelo, los muros y hasta sus propios cuerpos. Era imposible resistirlo: una energía maternal y férrea a la vez, que se imponía sobre todos sin excepción.

    La tierra comenzó a temblar suavemente y, en cuestión de segundos, la transformación se hizo visible.
    De entre las grietas de la piedra brotaron tallos verdes, primero tímidos, luego exuberantes. Arbustos, helechos y lianas trepadoras se extendían con un crujido húmedo, recuperando lo que les había sido arrebatado por siglos de maldición. Y luego, las flores: violetas, lirios, amapolas y azucenas estallaban en colores imposibles, abriéndose bajo sus pies como si fueran estrellas naciendo en la tierra.

    El aire se llenó de fragancias frescas y de un murmullo de vida que regresaba.
    Jamir, condenado durante siglos al polvo y la aridez, estaba renaciendo.

    Y lo más extraño fue que las flores parecían nacer primero bajo los pies de los presentes: en torno a Shiryu, a Lázaro, a Mu… y hasta bajo las sandalias de Élodie. Era como si la misma diosa reconociera en ellos la chispa necesaria para restaurar lo perdido.

    Shiryu dio un paso al frente con solemnidad. Colocó en el suelo los cofres que contenían los mantos muertos del Dragón y del León Menor, y sus manos descansaron sobre ellos con un gesto reverente.

    —Estos son los tesoros que debemos restaurar —dijo con voz firme.

    Entonces, como si recordara un detalle oculto, sacó de su túnica una bolsa sellada. La abrió lentamente y reveló varios cofres de manufactura moderna, un contraste notorio con los antiguos relicarios del Santuario. Con un toque de su huella digital, los sellos electrónicos se deshicieron con un destello azul. Al abrirlos, un resplandor se extendió.

    Pequeños fragmentos brillaron ante todos: metales divinos, polvos sagrados y minerales imposibles de hallar en la Tierra común.

    Mu se quedó sin aliento. Sus ojos se abrieron de par en par, incrédulo.
    —Esto… esto son… ¡los materiales santos! —susurró, arrodillándose de inmediato para tocarlos con cuidado.

    No era suficiente para forjar un nuevo manto desde la nada, pero sí bastaba para reparar los dos que tenía ante él y al menos diez de los que aguardaban dormidos en la tumba más allá del muro.

    Élodie también se inclinó hacia adelante, sorprendida. La luz de aquellas reliquias se reflejaba en sus pupilas, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
    —¿Saori Kido…? ¿La misma mujer que hace apenas unos días enfrentó a los Santos en una batalla fratricida? —preguntó con un dejo de incredulidad.

    Shiryu, sin vacilar, respondió con serenidad:
    —No, no es solo Saori Kido. Es Atenea en persona, guiando a los hombres y a su ciencia para cumplir su voluntad.

    Mu apartó la mirada de ellos y se concentró en los cofres. Tocó con las yemas de sus dedos cada fragmento, con la devoción de un sacerdote ante reliquias divinas. Eran nuevos, no como los viejos restos de gamanio y oricalco que llevaba siglos guardando en la Torre de Aries, envejecidos por milenios. Y allí estaba… el oro estelar, el legendario polvo de estrellas, perdido desde la última guerra santa.

    Sus manos temblaron levemente.
    —Es la primera vez que mis ojos lo ven… —murmuró con reverencia—. Shion me dijo que Atenea renacería en esta era, pero ahora lo creo de verdad. Saori Kido ha alcanzado una proeza que parecía imposible.

    Durante un instante, la alegría iluminó su semblante. Pero de inmediato esa expresión se apagó, reemplazada por un aire taciturno y grave.

    —Normalmente basta con rociar el polvo de estrellas sobre un manto y golpearlo con el martillo y el cincel sagrados del Carnero. Así vuelven a la vida los mantos heridos. Pero… —sus ojos se oscurecieron mientras acariciaba el cofre del Dragón— …eso solo funciona con armaduras vivas.

    Guardó silencio, y todos pudieron sentir que el peso de sus palabras iba más allá de lo técnico.
    —Los mantos muertos… —continuó con voz baja— …no pueden revivir con un simple ritual. Para que vuelvan a la vida, un santo debe exponer su cosmos en el borde mismo entre la vida y la muerte.

    El ambiente se tensó. La fragancia de las flores recién nacidas se mezcló con el eco de sus palabras, como si incluso la naturaleza en Jamir se contuviera, consciente de lo que significaba aquel precio.

    Mu se enderezó, y el brillo de sus ojos reflejó la decisión de alguien que estaba a punto de realizar un acto que trascendía lo humano. Su voz, firme y al mismo tiempo grave, rompió el silencio reverente de Jamir.

    —Élodie, abre los ojos —dijo sin mirarla, pero con una autoridad que no admitía réplica—. Hasta ahora te he enseñado cuanto sé… pero lo que presenciarás ahora es algo que yo mismo apenas he visto. Solo mi maestro lo contempló una vez, en las manos de su propio maestro. Este es el secreto más profundo de nuestra labor como restauradores de los mantos sagrados.

    Giró el rostro apenas un instante.
    —Kiki… mis herramientas.

    El muchacho asintió de inmediato y trajo el martillo y el cincel sagrados, cubiertos con la tela ritual. El aire alrededor vibraba con un pulso invisible, como si el mismo cosmos del lugar aguardara expectante.

    Entonces Mu se volvió hacia Shiryu.
    —Santo del Dragón, debes ofrecer la mitad de tu sangre a tu manto mientras elevas tu cosmos al límite, hasta el borde de la vida y la muerte. Solo así tu armadura podrá regresar del reino de los muertos.

    Se giró luego hacia el cofre del León Menor y su voz se volvió más dura, casi fría:
    —Pero el León Menor… ese manto debe ser revivido por su verdadero portador. Su ausencia aquí me dice que no es digno.

    Shiryu apretó los puños y dio un paso adelante, con el fuego de la convicción brillando en su mirada.
    —¡Te equivocas, Mu! Él es el hombre más digno que conozco. En este mismo instante libra una batalla sagrada, dispuesto a enfrentarla con su propio cuerpo, aunque carezca de su manto. Es por esa razón que yo… yo confío en él más que en nadie.

    Mu entrecerró los ojos, meditando las palabras del Dragón. El silencio era denso, hasta que fue interrumpido por la voz de Lázaro.

    —Entonces yo donaré la sangre necesaria para revivir el León Menor.

    Todos se volvieron hacia él. Su rostro estaba decidido, aunque su voz traía la aspereza de quien sabe lo que está arriesgando.

    El cosmos de Lázaro se encendió como una llama azulada, ardiente e inestable, pero firme en su voluntad.

    Mu lo observó en silencio por unos segundos que parecieron eternos. Luego asintió, con la gravedad de un juez que dicta sentencia.
    —Sea, entonces. La sangre de dos santos por dos mantos muertos. Que el cosmos de Jamir y la bendición de Atenea guíen este ritual.

    El aire se volvió más pesado, cargado de energía. Los martillos sagrados aguardaban. Las armaduras, mudas y rotas, parecían contener la respiración, como si fueran conscientes de que estaban a punto de renacer.

    Los cofres comenzaron a abrirse por sí solos, emitiendo un sonido metálico, como un lamento profundo. En su interior reposaban los mantos del Dragón y del León Menor, grises, quebrados, sin brillo ni vida, como si fueran solo cascarones vacíos.

    Mu colocó a Shiryu y a Lázaro frente a los cofres. Con un movimiento preciso de su mano, trazó una incisión en las muñecas de ambos santos; cortes finos, agudos, de los que brotó sangre al instante.

    —Ahora —ordenó con calma solemne—. ¡Enciendan su cosmos y controlen el flujo!

    Ambos guerreros comprendieron. Concentaron su energía, haciendo arder su cosmos hasta el límite. La sangre manaba sin detenerse, pero gracias al dominio que habían alcanzado con el entrenamiento de Dohko, pudieron sostener la herida abierta sin que se cerrara de inmediato, regulando el torrente vital que ofrecían. Entonces comprendieron el segundo propósito de aquel entrenamiento ancestral: no se trataba solo de sanar, sino también de abrirse en sacrificio, de aprender a donar la esencia misma de la vida a los mantos que un día protegerían al mundo.

    La sangre, impregnada de cosmos, fluyó hacia las armaduras inertes. Y estas, como esponjas sedientas, la absorbieron con avidez.

    Mientras tanto, Mu tomó entre sus manos el polvo de estrellas, aquel tesoro legendario perdido desde la última guerra santa. Lo dejó caer con delicadeza sobre los mantos, al tiempo que entonaba letanías en un idioma más antiguo que el mismo griego, un lenguaje que resonaba como el eco de los dioses en la piedra de Jamir. Ikki, de pie a su lado, repitió aquellas palabras, amplificando la vibración mística con su propio cosmos.

    Entonces, cuando la sangre ofrecida había alcanzado lo suficiente, Mu levantó el martillo y el cincel sagrados del Aries.

    Con un golpe firme sobre la tiara del Dragón, un tintineo cristalino recorrió la armadura rota. Otro golpe sobre el rostro del León Menor, y el mismo sonido metálico se propagó como un canto divino. La vibración se extendió por cada pieza quebrada, que comenzó a recomponerse como si el tiempo retrocediera. Las grietas desaparecían, el color regresaba, y un resplandor místico comenzó a cubrir cada fragmento.

    Elodie, testigo silenciosa de todo aquello, apenas pudo contener su asombro. Los ojos se le abrieron con incredulidad y reverencia. Ante ella, se desplegaba un suceso sagrado que pocos mortales tendrían el privilegio de presenciar: el renacimiento de dos armaduras muertas.
     
  9.  
    joseleg

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    voy a dejar el fic hasta este punto por el momento. Espero sus comentarios para saber si lo continúo o no. Muchas gracias.
     

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