Épico El Último Guardián de Mileto

Tema en 'Novelas' iniciado por joseleg, 15 Octubre 2024.

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    joseleg

    joseleg Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    4 Enero 2011
    Mensajes:
    306
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    El Último Guardián de Mileto
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    5
     
    Palabras:
    240
    Sinopsis:
    En la antigua ciudad de Mileto, Leandro, un joven noble y soldado, se encuentra en la cima de una muralla mientras las fuerzas persas asedian la ciudad. Con el corazón latiendo como un tambor de guerra, observa el avance implacable de un mar de guerreros enemigos. A medida que sus compañeros caen en la batalla, la desesperación se apodera de él, pero también una determinación inquebrantable. Armado con un xiston y un escudo desgastado, se convierte en un símbolo de resistencia en medio del caos.

    El capítulo piloto presenta a Leandro luchando no solo por su vida, sino por el futuro de Mileto, enfrentándose a la marea de persas que lo rodea. Mientras la batalla se intensifica y la muralla es desbordada, su habilidad y valor le permiten desafiar a los enemigos y sembrar la duda en sus corazones. A medida que el caos se desata a su alrededor, los gritos de alerta y el clangor de las espadas se mezclan en una sinfonía de muerte. Sin embargo, Leandro debe confrontar la dura realidad de la derrota inminente, ya que su ciudad se encuentra al borde de la caída.

    ¿Podrá Leandro salvar no solo su vida, sino también la de su pueblo, en una lucha que se convertirá en la leyenda del último guardián de Mileto? Su viaje apenas comienza, y el destino de su hogar pende de un hilo en la vorágine de la guerra.
     
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    El Último Guardián de Mileto
    Clasificación:
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    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    5
     
    Palabras:
    3110
    La Voz del Sabio
    El soldado de Mileto se encontraba en lo alto de la muralla, con el corazón golpeando en su pecho como el tambor de guerra que resonaba en el valle. Desde su yelmo, la visión era aterradora: un mar de guerreros persas avanzando implacablemente, su formación sólida como un muro de acero. El noble, hijo de un notable de la ciudad, observaba con horror cómo sus compañeros caían uno tras otro, sus cuerpos ensangrentados manchando la tierra que una vez había sido sagrada.

    El caos a su alrededor era ensordecedor; el clangor de las espadas, los gritos de los heridos y el ulular de los hombres desesperados creaban una sinfonía de muerte. El soldado dirigió su mirada hacia el valle externo, donde la multitud de enemigos se organizaba, sus estandartes ondeando al viento, un espectáculo aterrador que prometía un destino sombrío para Mileto.

    A la derecha, el muro ya había sido desbordado. Los persas, con su habilidad en la guerra y su ferocidad, estaban sobre ellos. Con un movimiento rápido, el soldado apartó la vista de esa escena. Sabía que el deber lo llamaba hacia sus hermanos de armas. Giró su cabeza a la izquierda, donde sus compañeros luchaban valientemente, pero el brillo de la esperanza se desvanecía rápidamente. Los gritos de sus aliados se mezclaban con el sonido de la muerte. Retrocedían, sus pasos titubeantes y su resistencia debilitada por el agotamiento y la desesperación.

    Era un muchacho de estatura media, enfundado en una armadura de lino prensado con refuerzos de bronce, que reflejaban débilmente la luz del sol en medio del caos. Su yelmo, de estilo espartano, había sido adquirido a un mercader apenas unos días atrás, un capricho que ahora se convertía en una carga. A su izquierda, un escudo de madera cubierto de bronce melado pendía, abollado y desgastado, un testimonio del feroz combate en el que había estado inmerso. En su mano derecha, empuñaba un xiston, la hoja manchada de sangre fresca, evidencia de su lucha contra la marea de enemigos que lo rodeaban.


    A su alrededor yacían incontables enemigos abatidos por su lanza, sus cuerpos en un mar de despojos que contaban historias de valentía y desesperación. Había luchado con una furia desatada, cada golpe de su arma resonando en sus oídos como una sinfonía de guerra. Sin embargo, cuando la nueva torre se engarzó con su pesado puente de hierro, una sensación de soledad se apoderó de él. Miró hacia los lados y, para su sorpresa, se dio cuenta de que era el único milecio en la parte central de aquella cortina de rocas, rodeado por una creciente multitud de persas que asomaban tras la muralla.


    Los nuevos guerreros, confiados por su número y la ventaja del terreno, avanzaron con determinación. Sus rostros eran máscaras de furia y ambición, y las armas brillaban como dientes afilados dispuestos a devorar a su presa. Al ver al muchacho solitario, sus miradas se encendieron con un extraño interés; había algo notable en su valentía, algo que los impulsó a embestirlo.


    El joven noble apretó los dientes, sintiendo la presión de su soledad y la pesadez de la responsabilidad. A su alrededor, el aire estaba cargado de gritos y el aroma acre de la sangre. Con cada paso que daban los persas, la tierra temblaba bajo su peso, un recordatorio de que la vida y la muerte estaban en juego. Su corazón latía con fuerza, un tambor que marcaba el compás de su lucha.


    Con un movimiento rápido, se preparó, alineando su xiston frente a él y levantando su escudo, listo para enfrentar la embestida. La adrenalina recorría su cuerpo mientras los guerreros persas se lanzaban hacia él como un torrente imparable. No iba a ceder, no iba a permitir que la historia de Mileto se escribiera con su derrota. En ese instante, el muchacho se convirtió en un símbolo de resistencia, dispuesto a luchar no solo por su vida, sino por el futuro de su hogar.


    Los ecos de la batalla retumbaban en el aire pesado de la mañana, el olor a sangre impregnando cada rincón del campo de combate. Cuatro soldados frigios corrían a toda velocidad por la muralla de Mileto, sobre un mar de cuerpos caídos que antes habían sido hombres de honor. Sus pasos resonaban como un tambor de guerra, y en sus rostros se reflejaban la determinación y la desesperación de un pueblo asediado.

    Uno de ellos, un hombre robusto con un yelmo de bronce que relucía bajo el sol, lideraba el grupo. Su coraza de cuero endurecido lo protegía de las embestidas, mientras su hacha de guerra brillaba, ansiosa por hacer justicia en la carnicería. A su lado, un joven más delgado portaba una armadura de escamas de bronce, su lanza lista para ser lanzada contra el enemigo. Su rostro mostraba determinación, pero la incertidumbre en sus ojos delataba su juventud.

    A unos pasos, un tercer soldado se movía con agilidad, llevando una túnica de color marrón claro que le permitía moverse con rapidez. Armado con dos dagas cortas, se movía entre los cuerpos, esquivando los ataques y buscando la oportunidad de atacar. Su mirada brillaba con la audacia de quien está dispuesto a arriesgarlo todo. Finalmente, el veterano del grupo, con su larga barba y cicatrices que contaban historias de numerosas batallas, se movía con la experiencia de un guerrero que había enfrentado la muerte más veces de las que podía contar. Su espada larga brillaba con un destello amenazador mientras avanzaba junto a sus compañeros.

    Mientras corrían, la figura del noble milecio se alzaba ante ellos, imponente como una estatua de bronce. La luz del sol se reflejaba en su armadura, creando un aura casi mística a su alrededor. La determinación de ese joven noble, rodeado de la muerte y el caos, parecía inquebrantable. Los frigios intercambiaron miradas, cada uno reconociendo en el otro un deseo ardiente de sobrevivir, de vencer a ese símbolo de resistencia que desafiaba su avance.

    Los gritos de sus compañeros caídos resonaban en sus oídos, un recordatorio constante de la brutalidad del combate. A medida que se acercaban a la figura del milecio, el grupo sentía cómo el peso de la batalla los empujaba hacia adelante. La tensión aumentaba; la adrenalina corría por sus venas como un fuego inextinguible. La misión estaba clara: derribar a ese guerrero y abrir el camino para sus hermanos.

    El joven noble cerró los ojos, dejando que el caos de la batalla se desvaneciera en su mente. Recordó la voz de su bisabuelo, resonando a través del tiempo: “Vive, hijo mío.” Al abrir los ojos, una calma sobrenatural lo envolvió, como si el destino lo hubiera elegido para este momento. Sintió cómo su cuerpo cobraba vida propia, un impulso profundo que lo impulsaba a luchar no solo por su propia existencia, sino por la de toda su gente.

    Con un leve destello azulado en sus ojos, se lanzó hacia adelante, sus movimientos rápidos y fluidos, como si danzara sobre el campo de batalla. La lanza de un soldado frigio cortó el aire, pero él la esquivó con un giro elegante, su agilidad sobrehumana sorprendiendo a sus oponentes. La mirada de los frigios se llenó de asombro mientras el noble se movía entre ellos, su figura recortándose contra el cielo como una deidad en medio del caos.

    Se abalanzó sobre el primer soldado, su hacha en mano, pero en lugar de un golpe ordinario, el impacto fue como un trueno. La fuerza detrás de su golpe era descomunal; el frigio no tuvo tiempo de reaccionar antes de que su cuerpo se desplomara, arrojado contra el suelo como un muñeco de trapo.

    El noble no se detuvo. Con una velocidad que desafiaba la lógica, se giró y se enfrentó a otro frigio que intentaba atacarlo por el flanco. Con un movimiento sutil, levantó su escudo y desvió el golpe, antes de lanzar una estocada con su lanza que atravesó la coraza de su enemigo. El brillo azulado en sus ojos parecía intensificarse, alimentando su determinación con cada caída.

    Los gritos de sus oponentes resonaban en sus oídos, pero él permanecía en un estado de trance, como si estuviera en una batalla de sueños. Un tercer soldado lo atacó con un hacha; él, con un movimiento casi imperceptible, se agachó y dejó que el hacha pasara por encima de su cabeza. Se levantó de un salto y, con un giro rápido, asestó un golpe ascendente que cortó el aire y la carne, enviando al frigio a volar hacia atrás.

    A su alrededor, el campo de batalla se convirtió en un torbellino de movimiento y color, el noble brillando con un aura que desafiaba la mortalidad. Sus movimientos eran una mezcla de gracia y brutalidad, como una tormenta que arrasaba con todo a su paso. Cada enemigo que caía parecía contribuir a su creciente poder, y el brillo en sus ojos resplandecía como un faro en la oscuridad de la guerra.

    El último frigio intentó huir, pero el noble se abalanzó sobre él en un instante, atrapándolo en un abrazo mortal. Con un grito de desafío, levantó su espada en alto, la cual parecía absorber la luz del sol antes de liberarla en un destello cegador. La hoja atravesó el aire, y el soldado cayó al suelo, dejando solo silencio tras su paso.

    El joven noble se detuvo, respirando con dificultad, pero sintiendo que la energía aún corría por sus venas. El campo de batalla había cambiado; ya no era un lugar de caos, sino un espacio donde él se había convertido en el guardián de su pueblo. Miró hacia el horizonte, los ojos aún brillantes, sabiendo que la victoria estaba a su alcance y que su destino, el de un verdadero héroe, apenas comenzaba.

    A la izquierda del noble Leandro, el caos se desataba con cada segundo que pasaba. Las fuerzas persas, implacables en su asedio, habían logrado desbordar las defensas de Mileto. La muralla que una vez había ofrecido seguridad y refugio se convirtió en un recuerdo borroso, y ahora los enemigos descendían por las escalinatas hacia la plaza con una ferocidad que erguía sus sombras alargadas sobre el suelo.


    Los gritos de alerta resonaban por doquier, y el sonido del metal chocando contra metal se mezclaba con el murmullo de la desesperación. Los hombres de Leandro se mantenían firmes, pero el pánico empezaba a asomarse en sus rostros al ver cómo las filas persas se multiplicaban, desbordando el área como un río de acero y determinación.


    “¡Leandro! ¡Debemos retirarnos a la acrópolis!” gritó un compañero, sus ojos llenos de temor mientras señalaba hacia la plaza en caos. Al escuchar su nombre, Leandro sintió que la luz azulada en sus ojos se desvanecía, regresando a su color castaño natural, un recordatorio de su humanidad y de la grave situación que enfrentaban.


    Sin más que un asentimiento, Leandro se giró hacia la plaza. La situación era desesperada; los comandantes, con rostros pálidos y cansados, ya habían perdido la esperanza. “La ciudad está perdida”, anunciaron con una voz que resonaba con la tristeza de la derrota. “La familia real debe escapar a Helas. Es nuestra única oportunidad.”


    La plaza se había convertido en un mar de confusión. Las órdenes se daban de un lado a otro, los soldados comenzaban a retirarse hacia el refugio que aún quedaba en la acrópolis, mientras el aire se llenaba de un humo espeso y un lamento colectivo.


    Con un peso en el corazón, Leandro sintió que cada latido lo acercaba a una decisión. Sin perder más tiempo, se abrió paso entre sus compañeros, decidido a encontrar la seguridad de su hogar. Se dirigió a la casa de su bisabuelo, el lugar donde había crecido y aprendido las lecciones que ahora resonaban en su mente como ecos lejanos.


    El camino hacia la casa era un laberinto de escombros y recuerdos, pero no podía dejar que el miedo lo detuviera. A medida que corría, su mente viajaba de regreso a las enseñanzas de su anciano, quien siempre le había hablado de la importancia de la familia y del deber. Al llegar a la puerta, Leandro empujó con fuerza, recordando la calidez del hogar que había conocido, un refugio de sabiduría en medio del caos.


    Sabía que el tiempo se acababa y que, mientras la ciudad caía en manos de los persas, él tenía que ser la última esperanza de su linaje. Con la determinación renovada, entró en la casa, listo para hacer lo que fuera necesario para proteger lo que aún quedaba de su familia y su hogar.


    La casa del bisabuelo de Leandro era un palacio de opulencia y sofisticación, un refugio en medio del caos que reinaba en las calles de Mileto. Sus muros estaban adornados con frescos que narraban antiguas historias de héroes y dioses, y el aire estaba impregnado de la fragancia de flores frescas que florecían en el jardín. Allí, los sirvientes y esclavos se movían con calma, realizando sus tareas con una serenidad que contrastaba dramáticamente con la atmósfera de guerra que envolvía a la ciudad.


    En el centro del jardín, se encontraba su bisabuelo, un hombre venerable de 97 años, que a pesar de su avanzada edad, parecía tener la energía de un hombre de 30. Su cabello era de un blanco resplandeciente, y su rostro, surcado por arrugas, transmitía una sabiduría inigualable. Con sus ojos vivaces, miraba a su alrededor con una mirada penetrante, como si pudiera sentir la inminente llegada de la tragedia.


    Una joven esclava egipcia, de piel dorada y cabello oscuro, se acercó con paso decidido. “Mi señor, su bisnieto está aquí”, anunció con una reverencia.


    Leandro irrumpió en el jardín, sus ojos ardían con la urgencia de la situación. “¡Tales! ¡Debemos ir a Helas! Necesitamos tu sabiduría para unir a los reyes contra los persas. ¡La supervivencia de nuestra gente depende de ello!”


    El bisabuelo lo miró con una mezcla de cariño y tristeza. “Leandro, mi querido bisnieto, ya no puedo marchar. Mis días de lucha han quedado atrás. Además, algunas ciudades se aliarán con los persas para luchar contra sus vecinos. La traición es parte de esta guerra.”


    El joven noble se frustró, su voz se elevó con la desesperación de un guerrero que se niega a aceptar la derrota. “¡Pero si vas, podrías convencerlos! Juntos podemos resistir.”


    Tales, con una serenidad que solo los años pueden otorgar, negó con la cabeza. “No puedo ir, pero tampoco te detendré. Eres mi único bisnieto varón y el futuro de nuestra línea. Toma esto.” Sacó una bolsa de cuero de su túnica y la entregó a Leandro. Las monedas de oro tintinearon en su interior, reflejando la luz del sol como pequeños fragmentos de esperanza. “Estaré aquí y siempre serás bienvenido, aunque no pueda acompañarte.”


    El corazón de Leandro se llenó de ira y decepción. “¿Cómo puedes quedarte aquí, cuando todo lo que amamos está en peligro? No puedo aceptar esto.”


    Con la emoción desbordándose, las lágrimas comenzaron a asomarse en sus ojos. Se sintió pequeño, impotente ante la sabiduría de su anciano. “¡Te demostraré que puedo unir a los reyes de Helas! Te mostraré que, aunque seas el hombre más sabio del mundo, te equivocas. No se puede ceder ante la desesperación.”


    Con esas palabras, se volvió y salió de la casa, el aire fresco del jardín contrastando con la calidez de su hogar. Cada paso que daba resonaba en su mente como un juramento, un compromiso de luchar por su pueblo y desafiar las expectativas de su bisabuelo. Mientras se adentraba en el tumulto de la guerra, Leandro juró que no descansaría hasta que su bisabuelo reconociera su determinación y la valía de su visión.


    Al salir de la casa de su bisabuelo, Leandro se encontró con un escuadrón de soldados carios que se aproximaban, su armadura brillante reflejaba la luz del sol como una amenaza resplandeciente. Eran hombres robustos, de cabello oscuro y rostros endurecidos por la batalla. Su indumentaria era una mezcla de lino y cuero endurecido, con escudos redondos decorados con símbolos de su ciudad natal. Empuñaban largas lanzas y espadas cortas, y a su alrededor se percibía un aire de disciplina y determinación, una fuerza temible en medio del caos.

    Leandro sintió el impulso de prepararse para defender su hogar. Sin embargo, antes de que pudiera organizar su estrategia, vio a su bisabuelo aparecer como si hubiera emergido de las sombras. Con un gesto de su mano arrugada y sabia, creó un campo mental que envolvió a los soldados carios. La presión de su poder mágico se sentía en el aire, como si una neblina pesada hubiera caído sobre las mentes y espíritus de los guerreros. Se detuvieron, paralizados, sin atreverse a ascender la colina hacia la casa de Tales.

    “Comandante”, llamó el anciano con una voz suave, pero su tono era amplificado por la poderosa magia que emanaba de él. Era una voz que resonaba, desafiando la misma esencia de quienes lo escuchaban. “Preséntate”.

    El comandante, un hombre de robusta figura, se adelantó, visiblemente aterrado. “Soy Ariston, de la ciudad de Caria”, respondió con un temblor en su voz, incapaz de mantener la mirada firme.

    “¿Cuál es tu misión?” preguntó Tales, su mirada penetrante enfocándose en Ariston, quien vaciló un momento antes de contestar. “Venimos a asegurar la zona, para evitar el saqueo y el desorden.”

    Al escuchar esto, el anciano asintió. “Acordona la zona, pero asegúrate de que tus hombres no entren a las casas hasta que tus superiores o tu rey lleguen a la ciudad.”

    Leandro observó cómo Ariston, en lugar de cuestionar, obedecía de inmediato. En su interior, un destello de esperanza se encendió; quizás su bisabuelo había logrado, finalmente, disuadir a un enemigo.

    Tales se volvió hacia su bisnieto y, con una mirada llena de sabiduría, le dijo: “Te lo he dicho muchas veces, el éter fluye entre todos nosotros. Aquellos que pueden leer sus secretos pueden doblegar la voluntad de las mentes y cuerpos más débiles. Te he entrenado durante diez años y aún no lo has entendido.”

    Leandro sintió una mezcla de frustración y admiración. Sabía que su bisabuelo tenía razón, pero la urgencia de la situación lo empujaba a actuar con rapidez. “¿Qué debo hacer entonces?” preguntó, la ansiedad pulsando en su voz.

    “Ahora marcha, pues parece que las galeras zarparán pronto”, dijo Tales, su tono dejando claro que la conversación había terminado.

    Con un último vistazo a su bisabuelo, Leandro sintió el peso de la responsabilidad caer sobre sus hombros. Se dio la vuelta, preparándose para salir al tumulto del mundo exterior, decidido a hacer lo que fuera necesario para cumplir su destino y proteger a su gente.
     
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    El puerto de Mileto se erguía como un vibrante centro de comercio y cultura, donde las aguas del Egeo se encontraban con las embarcaciones de madera que se agitaban suavemente en el vaivén de las olas. A medida que el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, el cielo se tornaba en tonos cálidos de naranja y púrpura, reflejándose en las aguas tranquilas, creando una escena tanto hermosa como tensa.

    Las casas de los ciudadanos más ricos se alzaban cerca del puerto, construidas con piedras blancas y mármol, decoradas con intrincados relieves que narraban historias de héroes y dioses. Desde estos palacios, los nobles observaban el bullicio de la actividad portuaria, donde los comerciantes y los artesanos se apresuraban a cargar las naves con sus bienes más preciados: jarrones de cerámica fina, telas de colores vibrantes, y joyas de oro y plata, todo destinado a la seguridad de la Hélade.

    El aire estaba impregnado de un mar de tensiones. Mientras los ciudadanos más acomodados luchaban por escapar de la creciente inestabilidad en Mileto, sus rostros mostraban una mezcla de temor y determinación. Los gritos de los estibadores se mezclaban con el ruido de los carros que llegaban desde las calles adoquinadas, traídos por aquellos que intentaban salir con lo que pudieran cargar. Los cargamentos de tesoros se apilaban junto a las embarcaciones, esperando ser llevados a la seguridad de las costas griegas.

    A lo lejos, el sonido de los tambores resonaba, marcando el compás de la urgencia en el aire. Las naves se preparaban para zarpar, y los capitanes, con miradas decididas, se aseguraban de que cada carga estuviera asegurada antes de partir. En el fondo, los barcos de guerra comenzaban a agruparse, preparados para proteger a aquellos que huían de los peligros que acechaban en su hogar.

    A medida que los últimos rayos de luz se desvanecían, una sombra de ansiedad se cernía sobre el puerto. Los rumores de saqueos y violencia en la ciudad se esparcían rápidamente, llevando a muchos a apresurarse. La ansiedad y el deseo de preservar lo que había sido forjado con esfuerzo llenaban el aire, mientras el puerto de Mileto se convertía en un símbolo de fuga, un lugar donde la esperanza y el miedo se entrelazaban en un solo destino.

    El puerto de Mileto, una vez un símbolo de prosperidad y comercio, se ha convertido en un caos tumultuoso. Los gritos de desesperación y el sonido de las olas chocando contra las embarcaciones se mezclan con el eco de los rumores de invasión y traición. La multitud, compuesta por los ciudadanos más ricos y nobles de la ciudad, se agolpa en los puentes de madera que conducen a las galeras ancladas, sus rostros reflejando una mezcla de miedo y determinación.

    Los comerciantes y aristócratas luchan por hacerse un lugar entre la marea de gente, algunos con cofres de tesoros apretados contra el pecho, mientras otros son empujados hacia atrás, luchando por mantener la dignidad en medio de la desesperación. El aire está impregnado del olor salado del mar y del sudor humano, y el pánico se extiende como fuego, avivando la rabia entre los que sienten que su riqueza y estatus no son suficientes para asegurar su salvación.

    En medio de este caos, el basileus Aretas, con su túnica adornada y su porte firme, se abre camino a través de la multitud, seguido de cerca por su familia. Sus guardias armados, con espadas desenvainadas, forman un círculo protector alrededor de ellos, empujando a la gente que intenta acercarse. Aretas grita órdenes, su voz potente tratando de imponer un orden en medio del desvarío.

    Helena, su esposa, siente que el tiempo se detiene. La multitud parece una ola en constante movimiento, pero su atención está enfocada en algo mucho más aterrador: la ausencia de su hija mayor, Daphne. Con cada segundo que pasa, su corazón late con más fuerza, cada vez más inquieta. Cuando finalmente logran llegar al borde de la galera, Helena se aferra a la barandilla de madera, mirando desesperadamente a su alrededor.

    El caos es ensordecedor. Gritos de advertencia de guardias y lamentos de los ciudadanos resuenan en el aire, mientras algunos nobles caen de rodillas, suplicando por ayuda. Helena se asoma por la borda, tratando de distinguir entre la multitud. Las olas golpean con fuerza contra el costado de la galera, y el barco comienza a balancearse, lo que intensifica su ansiedad.

    “¡Daphne!”, grita Helena, su voz desgarrada por la preocupación. “¡Vuelve!”.

    Pero el eco de su grito se pierde entre la multitud. Mira, la hija del medio, agarra la mano de su madre, sus ojos marrones llenos de lágrimas. “Mamá, ¿dónde está Daphne?”, pregunta, su voz temblorosa.

    “Debemos irnos, Helena”, insiste Aretas, pero su mirada es distante. Él también siente la angustia que crece dentro de él, un nudo en el estómago que solo se intensifica a medida que su esposa se aferra a la barandilla, incapaz de separarse del borde del barco.

    En la distancia, se pueden ver los destellos de llamas que iluminan el horizonte, y la silueta de las estructuras de Mileto ardiendo en el ocaso. La ciudad que alguna vez fue su hogar ahora está siendo devorada por el fuego, y la desesperación crece entre los que luchan por escapar.

    Helena, luchando contra las lágrimas, repite el nombre de su hija una y otra vez, como un mantra. “¡Daphne! ¡Vuelve! ¡Por favor!”.

    A medida que las galeras comienzan a zarpar, y aquellos con guardias armados logran asegurarse un lugar en las embarcaciones, Helena se siente atrapada entre la esperanza y la desesperación. La mirada de los hombres a su alrededor, algunos empujando a otros para asegurarse un pasaje, le recuerda lo frágil que es la vida en tiempos de crisis. Su corazón se llena de un terror abrumador al pensar que, si no encuentran a Daphne, su familia podría estar incompleta.

    Aretas, observando la creciente desolación en el rostro de su esposa, siente que el peso de la responsabilidad recae sobre sus hombros. Él es el basileus, el protector de su pueblo, pero en ese momento, lo único que le importa es la seguridad de su familia. “Haremos lo que sea necesario para encontrarla, Helena. No te preocupes. Ella es fuerte. Volverá”, le asegura, aunque sus propias palabras suenan vacías en medio del caos.

    La galera comienza a separarse del muelle, llevándolos lejos de la ciudad que han amado, mientras Helena sigue buscando a su hija entre la multitud, aferrándose a la esperanza de que Daphne regresará antes de que sea demasiado tarde.

    --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

    El estruendo del caos en el puerto se desvaneció a medida que Daphne se adentraba en las sombras de las calles desiertas de Mileto, su corazón latiendo con fuerza. Había tomado la decisión de quedarse, de no abandonar su hogar sin pelear. Con determinación, se había hecho con la espada de un hoplita caído, su hoja manchada de sangre y polvo, y el escudo, que aunque pesado, le proporcionaba una sensación de protección.

    Sin embargo, la espada le pesaba y el escudo le resultaba difícil de levantar. A pesar de eso, su espíritu ardía con un coraje que nunca había sentido antes. Imaginándose como Artemisa, la diosa de la caza, había prometido luchar como una heroína. Pero a medida que la tensión se acumulaba en el aire, esa imagen se desvanecía y dejaba espacio al miedo. El sonido de pasos resonó en las calles vacías, y de las sombras emergió un escita mercenario, delgado y ágil, con una nariz ganchuda que sobresalía de su rostro maloliente. Su mirada, astuta y despiadada, se fijó en ella.

    El escita, armado con un arco compuesto, tensó la cuerda con habilidad, sus ojos destilando una confianza que le resultaba inquietante. Daphne sintió un escalofrío recorrer su espalda cuando la tensión de la cuerda se convirtió en un sonido agudo, y en un instante, la primera flecha voló en su dirección.

    ¡Thwack! La flecha impactó en su escudo, el golpe resonante reverberando en su brazo y haciendo que la madera temblara. Una segunda flecha siguió de inmediato, esta vez penetrando lo suficiente como para rasguñarle el brazo, un dolor agudo que la sacudió, y con él, la realidad de su situación se instaló en su mente. El miedo comenzó a ahogarla, un grito de advertencia que reverberaba en su interior. Era solo una flor de palacio, acostumbrada a las historias heroicas, no a la brutalidad de la guerra.

    Sin embargo, no se echó atrás. Con una mezcla de valentía y desesperación, levantó la espada, sus manos temblando. El escita sonrió, disfrutando de su evidente desventaja, y disparó otra flecha que se perdió en la distancia. Ella respiró hondo, sintiendo cómo el pánico comenzaba a convertirse en furia. “No me rendiré”, se dijo a sí misma, recordando las historias de heroísmo que siempre había admirado.

    Daphne cargó hacia él, levantando su escudo en alto para protegerse de otra flecha. El mercenario, sorprendido por su audacia, retrocedió un paso, y en ese breve momento de vacilación, la joven encontró su oportunidad. Con un movimiento ágil, se abalanzó hacia el escita y, utilizando la lanza que había recogido del suelo, dirigió su ataque hacia el flanco del mercenario.

    La lanza se hundió en su costado, y Daphne sintió un momento de triunfo al ver la sorpresa y el dolor en los ojos del escita. Con un grito ahogado, él intentó apartarla, pero la herida había sido precisa, y la fuerza de la joven había hecho su efecto. “¡Esto es por mi ciudad!”, gritó, sintiendo cómo la adrenalina corría por sus venas.

    El escita, tambaleándose, trató de recuperar el control, pero la valentía de Daphne era inquebrantable. En un último esfuerzo, lo empujó, aprovechando su posición y su inercia, haciéndolo caer al suelo. Allí, en ese momento crucial, el miedo se transformó en determinación. Ella se arrodilló junto a él, empujando su lanza más adentro, asegurándose de que no podría levantarse.

    Mientras el mercenario caía en el silencio, Daphne se quedó ahí, con la respiración entrecortada, sintiendo la mezcla de miedo y triunfo. Era una batalla que había ganado, aunque a un costo, un recordatorio de que, aunque su corazón aún albergaba el miedo, había encontrado la fuerza para luchar.

    Se levantó, mirando a su alrededor, consciente de que la lucha apenas comenzaba. A pesar de la tormenta de emociones en su interior, una chispa de esperanza se encendió en su pecho. Había luchado, y en su valentía había encontrado algo que no sabía que poseía.


    Daphne, con el pelo revuelto y ensortijado, se erguía en medio del caos, su figura un reflejo de la diosa Artemisa, aunque manchada de sangre y hollín. La luz del fuego a sus espaldas iluminaba su rostro, acentuando sus rasgos finos, ahora endurecidos por la batalla. Sus ojos, de un verde profundo, brillaban con una mezcla de ferocidad y vulnerabilidad, y la determinación que antes la había impulsado ahora se tornaba en una sombra de duda. La sangre que manchaba su vestimenta, una túnica de lino simple, hacía que pareciera una heroína caída de un mito, con la piel pálida contrastando con las marcas de su lucha.

    Sin embargo, su respiración se tornaba entrecortada, y la fatiga comenzaba a hacerse evidente. El escudo que había levantado con orgullo ahora se sentía como un lastre, cada vez más pesado. Las gotas de sudor se deslizaban por su frente, mezclándose con el sabor de la sangre en su boca, un recordatorio brutal de la violencia que había presenciado. Se esforzó por mantenerse erguida, pero tras el combate brutal y la tensión que había enfrentado, la debilidad comenzaba a asomarse.

    En ese instante de vulnerabilidad, un grupo de diez guerreros sardios apareció ante ella, marchando con la precisión de un engranaje bien engrasado. Su presencia era imponente; cada uno vestido con armaduras de escamas de hierro que brillaban a la luz del fuego, y sus linotax helénicos ajustados resaltaban su musculatura poderosa. Llevaban mantos orientales que ondeaban detrás de ellos, dándole un aire de sofisticación y peligro.

    Daphne sintió un escalofrío recorrer su espalda al ver el avance de los sardios. Sabía lo que le esperaba; su corazón latía con fuerza en su pecho, una mezcla de terror y resignación. El instinto de supervivencia luchaba con su deseo de morir con honor. Consideró la punta de su espada, sintiendo la fría metalidad del acero contra su cuello. En ese momento de indecisión, las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, un torrente de emociones que nunca había experimentado.

    “No,” se dijo a sí misma, sacudiendo la cabeza con fervor. “No me suicidaré.” En un acto de desafío, abandonó el escudo, dejándolo caer al suelo con un estruendo sordo. En su lugar, empuñó la espada con ambas manos, su determinación renovada. “Moriré en batalla,” susurró, con la voz firme aunque temblorosa.

    A medida que los sardios se acercaban, su figura se erguía con una nueva resolución. Aunque sabía que el combate sería brutal, en su corazón latía la convicción de que no permitiría que su vida terminara sin una lucha. No era solo una mujer de palacio; en ese momento, era una guerrera, dispuesta a enfrentarse a la muerte con la espada en mano.

    El fuego a sus espaldas chisporroteaba, y con cada paso que daban los sardios, la determinación en su mirada se hacía más intensa. Daphne se preparó para lo que estaba por venir, un destello de coraje brillando en sus ojos mientras el eco de la batalla resonaba a su alrededor. La vida y la muerte estaban en juego, y estaba decidida a luchar hasta el último aliento.


    Daphne, con el corazón latiendo furiosamente en su pecho, observaba el campo de batalla como si estuviera atrapada en un sueño febril. Las sombras danzaban alrededor de ella, pero lo que más la perturbaba era la figura que surgía en medio del caos. Un guerrero, imponente y aterrador, se movía con una gracia sobrenatural. Cada golpe de su espada era un destello de muerte; las cabezas de los sardios rodaban por el suelo, sus cuerpos caían como hojas secas al final del otoño.

    Era como si el propio dios de la guerra hubiera descendido del Olimpo. Su armadura relucía a la luz del fuego, y sus ojos azules ardían como el fuego en las montañas de Hefesto, un brillo intenso que atravesaba la oscuridad de la noche. No se movía, pero el caos a su alrededor se desvanecía en su presencia, como si el tiempo se detuviera y todo el universo girara en torno a él. Cada corte de su espada era rápido y preciso, un ballet mortal que hacía que los hombres más valientes temieran por su vida.

    “¿Es un guerrero o un dios?” pensó Daphne, una mezcla de admiración y terror envolviendo su ser. La muerte, tan cercana, parecía inminente. En su mente, no había lugar para la esperanza, solo una aceptación sombría de su destino. Sabía que su vida podía terminar en cualquier momento, y la idea de ser capturada y llevada como un trofeo, usada para el placer del vencedor, la llenó de horror.

    Con un temblor que recorría su cuerpo, tomó la espada con ambas manos, sintiendo su peso y su frialdad. La visión del guerrero, su destreza inigualable, le susurraba que el fin estaba cerca. Su respiración se volvió errática mientras el mundo a su alrededor se desvanecía, su determinación flaqueando ante la realidad de su situación. “No seré un juguete en manos de un bárbaro,” murmuró para sí misma.

    Entonces, en un acto desesperado, levantó la espada hacia su garganta. Los recuerdos de su vida pasada, de risas y bailes en el palacio, comenzaron a inundar su mente. Pero justo cuando estaba a punto de hacer el movimiento, sintió un golpe seco en su vientre, un dolor agudo que la atravesó como un rayo. La espada cayó de sus manos, resonando en el suelo mientras su visión se nublaba.

    “No...” fue lo último que pudo pensar antes de perder la conciencia. El guerrero seguía allí, un héroe aterrador en medio de la oscuridad, y ella, atrapada entre la vida y la muerte, se desvanecía lentamente en un mar de sombras.

    ---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

    Leandro de Mileto se encontraba en el muelle, el aire salado del mar mezclándose con el humo del fuego que consumía su amada ciudad. La tensión corría por su cuerpo mientras cargaba a Daphne sobre su hombro. La joven estaba inconsciente, su rostro pálido contrastaba con el bronceado de su piel, y su cabello, normalmente brillante, caía desordenado alrededor de su cabeza. Cada paso que daba resonaba en su mente como un tambor de guerra. Sabía que, como hija del basileus, su vida era preciosa, pero también lo era su amistad. Desde pequeños, habían compartido risas y secretos, y ahora él estaba dispuesto a arriesgarlo todo por ella.

    Mientras se acercaba a la zona donde uno de los trirremes se preparaba para zarpar, su mirada se centró en un saliente rocoso que sobresalía del muelle. Era una oportunidad, una forma de escapar de la inminente tragedia. Sin embargo, la idea de saltar con Daphne sobre su hombro le pareció casi imposible.

    “No puedo fallar,” pensó, recordando las enseñanzas de su bisabuelo, un hombre de sanación y sabiduría, que siempre le había hablado sobre el éter, la fuerza que unía el universo. Leandro cerró los ojos por un instante, dejando que el recuerdo de sus lecciones fluyera en su mente.

    “El éter está dentro de mí,” murmuró, invocando la conexión que había cultivado desde su niñez. Abriendo los ojos, sintió cómo su determinación crecía, y con un grito de guerra que resonó en su pecho, comenzó a correr. Sus pies apenas tocaban el suelo mientras se acercaba al borde del saliente, la adrenalina bombeando en sus venas.

    En un instante, se lanzó al aire. Para quienes lo observaban, parecía que el tiempo se detenía. En medio de la desesperación, sus ojos castaños brillaron intensamente, tomando un matiz azul como los mares de su infancia, mientras su cuerpo parecía desafiar la gravedad.

    Con un aterrizaje perfecto, ambos se deslizaron hacia la cubierta del trirreme, la madera de la embarcación resbaladiza bajo ellos. Un murmullo de asombro se alzó entre los navegantes, que aplaudieron la audaz proeza. Pero Leandro no podía permitirse el lujo de disfrutar el momento. Con el corazón latiendo con fuerza, sintió que la fatiga comenzaba a apoderarse de él. La emoción del escape se desvanecía rápidamente, y el agotamiento se instalaba en sus músculos.

    Mientras se recostaba en la cubierta, mirando las llamas que devoraban su hogar, la pregunta lo asaltó: “¿Por qué permitió mi bisabuelo que esto sucediera?” Su mente luchaba entre la culpa y la desesperación. Había creído en el poder de su linaje, pero la devastación a su alrededor parecía burlarse de esa fe.

    Daphne seguía inmóvil sobre el suelo de madera, y en ese momento, Leandro juró que haría todo lo posible para protegerla, para salvarla, y quizás, un día, volver a reconstruir lo que se había perdido.
     
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    joseleg

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    El Último Guardián de Mileto
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    El puerto de Maganitis era un rincón modesto pero esencial para los viajeros de las Cícladas. Situado en una cala escondida entre dos colinas rocosas, estas se sumergían abruptamente en el mar, protegiendo las aguas tranquilas y profundas que permitían el atraque seguro de galeras y pequeños barcos mercantes. Aunque pequeño en tamaño, Maganitis tenía el poder de atraer a aquellos que buscaban refugio en sus costas. Las olas rompían suavemente contra un muelle de madera algo desgastado, bordeado por pilones de piedra calcárea donde se ataban las embarcaciones. A lo largo de la costa, algunas chozas de pescadores se alineaban, ofreciendo un refugio modesto, mientras una pequeña posada se erguía orgullosa, invitando a marinos cansados a degustar vino y pan recién horneado. Durante el día, los pescadores arreglaban sus redes en la arena, y las mujeres se movían con diligencia alrededor de los fogones, llenando el aire con aromas a pescado y hierbas locales. Al caer la tarde, Maganitis se inundaba de una luz dorada que daba a sus aguas un brillo de cobre, convirtiendo el puerto en un lugar tranquilo y propicio para el descanso. Era también un punto estratégico, cercano a la isla de Delos, un lugar sagrado que atraía peregrinos y comerciantes por igual.

    En la ladera de una colina próxima al puerto, se alzaba el templo de Zeus, una estructura modesta pero profundamente respetada por los habitantes de la isla. Pequeño y construido con piedra local y madera, su diseño era sencillo, casi austero, reflejando la humildad de la comunidad de Míkonos. Las columnas toscamente talladas en piedra blanca sostenían un techo de tejas de terracota, y una brisa constante movía el humo del incienso que flotaba en el aire, envolviendo el templo en un ambiente sagrado. Dentro, la penumbra era suavemente iluminada por haces de luz que entraban por los estrechos ventanales, dándole un aura casi mística. En el centro del templo se erguía la estatua de Zeus, una figura de madera robusta y rígida, de talla antigua y simple, pero con una imponente expresión de serenidad y poder. Sus detalles eran rudimentarios: una barba larga y recta, ojos profundos que parecían mirar con seriedad a los fieles que se atrevían a acercarse.

    Fue en este lugar sagrado donde Aretas, con el corazón oprimido por la angustia, se postraba ante la estatua. Imploraba a Zeus por el retorno de su hija perdida, su voz entrecortada por las lágrimas. Cada palabra era un eco de desesperación, cada súplica un intento de atraer la atención del dios que presidía sobre su destino. La atmósfera estaba impregnada de la esperanza de un padre que se aferraba a la fe en lo divino.

    De repente, la puerta del templo se abrió de golpe, y un hombre de su tripulación apareció, casi extenuado, con la respiración entrecortada. Aretas se enderezó, su corazón dio un salto al reconocer a su hombre. “¡Dime! ¿Dónde está Dapne?” preguntó, con la voz llena de esperanza. El hombre, con el rostro empapado de sudor, apenas podía contener su emoción. “¡Se encuentra aquí, mi señor! Justo en la última galera que ha llegado al puerto!” exclamó. Aretas sintió que la carga de su angustia comenzaba a desvanecerse, la luz del templo reflejándose en sus ojos mientras la esperanza renacía en su corazón.

    Aretas llegó al puerto de Maganitis, su corazón palpitando con fuerza mientras corría hacia la galera recién llegada. La brisa marina le golpeaba la cara, pero su mente estaba centrada en una sola pregunta: ¿por qué no bajaba su hija? Las voces de los marineros resonaban en sus oídos mientras se acercaba al barco, buscando respuestas con urgencia.

    “¿Dónde está Daphne?” inquirió, su tono lleno de ansiedad. Los hombres, algunos todavía cansados por la travesía, intercambiaron miradas nerviosas antes de responder. “Ella no se ha movido de la litera del héroe que la salvó”, explicó uno de los marinos, con la voz grave. “El joven se rompió una pierna al saltar desde un peñasco. Una astilla de hueso le salió del muslo, y ahora está muy malherido.”

    El rostro de Aretas se tornó grave, pero el marinero continuó. “Hicimos lo que pudimos para meterla a ella dentro del barco. La pobre ha pasado los últimos dos días cuidando de él, mientras nosotros tratábamos de coserle el muslo. Pero el muchacho arde en fiebre, su estado es crítico.”

    Mientras el marinero hablaba, Aretas sintió una mezcla de alivio y preocupación. Daphne estaba a salvo, pero el héroe que había arriesgado su vida por ella estaba sufriendo. “¿Cómo fue que se rompió la pierna?” preguntó, intentando asimilar la historia.

    “Fue un acto de valentía, eso es seguro,” respondió el marinero, recordando la escena. “Saltó desde un peñasco alto, casi tres codos, para salir de la ciudad antes de que los guardias lo atraparan. Pensamos que iba a caer de espaldas, pero aterrizó sobre la cubierta con un gran estruendo. Fue impresionante, pero la astilla le hizo caer mal. No sabemos cómo lo logró, pero lo hizo para salvarla.”

    Aretas sintió un nudo en el estómago al imaginar la valentía de aquel joven, un héroe en su propia forma. Sin perder más tiempo, se dirigió al interior del barco, decidido a encontrar a su hija y al joven que había arriesgado todo por ella. En su corazón, una mezcla de gratitud y preocupación lo impulsaba a avanzar, cada paso acercándolo a la verdad que tanto había anhelado.

    Aretas empujó la puerta del camarote con un leve temblor en las manos, su corazón latiendo con fuerza. El capitán del barco, con gesto solemne, había cedido su camarote personal al joven héroe y a Daphne, y la atmósfera dentro era una mezcla de tensión y vulnerabilidad. La luz tenue de las lámparas reflejaba sombras en las paredes, acentuando el estado crítico del muchacho tendido en la litera.

    Aretas se acercó, su mirada se centró en el rostro del joven. Era un rostro familiar; sus rasgos recordaban al legendario Tales, el gran sanador de Mileto. La revelación lo golpeó como una ola. Era el bisnieto de aquel mítico sabio, un niño que había heredado su don y su valentía. La mente de Aretas, llena de preocupación, se aferró a la esperanza de que la sangre de Tales fluyera en las venas del joven héroe. Sin pensarlo, dio órdenes para que lo llevaran al palacio de la ciudad, donde el basileus local ofrecería su hospitalidad y recursos para atender su grave estado.

    Daphne, sentada al borde de la litera, levantó la vista hacia su padre con una mezcla de emociones. Aretas notó la tristeza y el fuego en sus ojos. “¿Por qué te quedaste en Mileto, hija?” preguntó, la voz cargada de preocupación.

    Ella dejó escapar un suspiro, la rabia y el orgullo chocando dentro de ella. “Quería pelear por la ciudad, padre. Quería morir defendiendo mi hogar,” respondió con firmeza, pero la risa amarga acompañó sus palabras. “Pero aquí estoy, salvada por aquel que me llevó lejos sin mi consentimiento.”

    La frustración y el alivio se entrelazaban en su voz, una tensión palpable en el aire. Aretas, con un suave gesto, le acarició el cabello, reconociendo la lucha interna que enfrentaba. “Eres valiente, Daphne. No todos pueden decir que han luchado por lo que aman.”

    Ella se dejó caer en los brazos de Aretas, el abrazo buscando refugio y fortaleza. “Pequé y vencí,” confesó, su voz entrecortada por la emoción. “Pero eran demasiados, padre. Tuve miedo.” Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, mientras Aretas la sostenía, ofreciéndole consuelo y seguridad.

    “Tu valor no ha pasado desapercibido,” le aseguró. “Has hecho lo correcto, y hoy vives para contar tu historia. Te prometo que haremos lo que sea necesario para que este héroe reciba la atención que merece.”

    Daphne sintió un extraño alivio al escuchar las palabras de su padre, su espíritu combativo un poco más calmado en la calidez de su abrazo. La lucha por su ciudad no había terminado, pero por ahora, la vida continuaba, y había tiempo para sanar y prepararse para lo que vendría.

    ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

    Los marineros, con esfuerzo y cuidado, levantaban a Leandro sobre una camilla improvisada, mientras el murmullo de la ciudad se mezclaba con el ruido del oleaje. El puerto, pequeño pero con aguas profundas, era un refugio seguro para las embarcaciones. Sus muelles de madera estaban adornados con redes y cajas de pescado, y el aire se llenaba con el aroma salado del mar y el eco de las voces de los comerciantes.

    Mientras lo llevaban a lo largo del muelle, Leandro luchaba por aferrarse a la consciencia. Fragmentos de recuerdos empezaban a deslizarse por su mente, como olas que llegan a la orilla y se retiran. En uno de esos destellos, recordó a Tales, su maestro, en la playa, iluminado por el sol, como si fuera el mismo Urano mirándolo desde el cielo. "El éter divino", le explicaba Tales, "es el ligamento cósmico que entrelaza todo lo existente. Se manifiesta en los elementos vivos, donde el agua es la clave para sanar."

    El sonido de los pasos sobre la madera le devolvió a la realidad. El viaje había sido largo y doloroso, y las heridas en su muslo ardían con fuerza. Leandro había escuchado a sus compañeros hablar de la lucha en la ciudad, cómo había saltado desde un peñasco para escapar del caos. La imagen del héroe lanzándose al aire, el viento agitando su cabello, era un recuerdo vívido. El joven se había lanzado al vacío, aterrizando con gracia en la cubierta de la galera, pero el triunfo se había visto empañado por el dolor inmediato de la astilla que emergió de su pierna, dejándolo vulnerable en un momento de gloria.

    Mientras los hombres continuaban su camino hacia el palacio del basileus, Leandro intentaba recordar las enseñanzas de Tales. "Con el éter, se crea el todo exterior y el todo interior," decía su maestro. "Infinito hacia afuera y hacia adentro, podemos sentir y ver los males de las personas a nuestro alrededor y sanarlas." Las palabras resonaban en su mente, aunque en ese momento, la urgencia del dolor lo mantenía atrapado en el presente.

    Finalmente, llegaron a la entrada del palacio. La majestuosa estructura se alzaba ante ellos, con columnas blancas que brillaban bajo la luz del sol, y un ambiente de expectación flotaba en el aire. Mientras entraban, Leandro se dio cuenta de que su situación era crítica. Cada movimiento, cada respiración, le recordaba su vulnerabilidad.

    En su mente, aún resonaban las advertencias de su maestro: "El éter no está para dañar; usarlo para eso es pervertir su divina y pura esencia." Leandro había deseado poder utilizar ese conocimiento en la batalla, pero ahora se sentía impotente, atrapado entre la vida y la muerte. La idea de pelear con el éter, de convertirlo en una herramienta para el conflicto, parecía una traición a todo lo que había aprendido.

    Mientras era llevado al interior del palacio, el sonido de las olas y los gritos de los marineros se desvanecieron, dejándolo solo con el eco de sus propios pensamientos. Había cruzado el umbral entre el héroe y el hombre, y aunque la incertidumbre lo envolvía, un nuevo propósito empezaba a tomar forma en su corazón, un deseo de vivir y de luchar, no solo por él, sino también por aquellos que dependían de su valentía.

    Aretas se sentó frente al basileus de Maganitis, un hombre robusto de barba canosa llamado Kallias, cuyos ojos astutos reflejaban la preocupación que dominaba a los líderes de la región. Las paredes del salón estaban decoradas con frescos de antiguas victorias, pero el ambiente era sombrío. Kallias, apoyado en su trono de madera tallada, fruncía el ceño al recibir la información de sus espías.

    "Solo te aconsejo permanecer aquí un par de días, Aretas," dijo Kallias con voz grave. "Los persas han empezado a tomar el control de las ciudades cercanas, y pronto podrían lanzarse a capturar todos los puertos de las Cícladas. Este lugar no es seguro."

    Aretas asintió, la preocupación por su propia gente ardiendo en su pecho. "Los helenos pelearán por su modo de vida. No permitirán que un enemigo extranjero nos arrebate lo que hemos construido."

    Kallias lo miró con seriedad. "Es admirable, pero ten cuidado. A veces, la bravura no es suficiente frente a la marea que se avecina. Debemos ser estratégicos, buscar aliados en la oscuridad que se aproxima."

    Mientras las palabras resonaban en la habitación, Daphne se encontraba en un rincón del palacio, incapaz de dormir. La noche había caído, y la luz de las antorchas proyectaba sombras danzantes en las paredes. Su mente estaba llena de imágenes del caos en la ciudad, de Leandro luchando por salvarla, de su valentía y del dolor que ahora soportaba en su habitación.

    Los médicos del basileus trabajaban con minuciosidad, y el sonido de sus murmullos y el roce de las telas le provocaban una angustia que no la dejaba descansar. Al amanecer, un médico salió de la habitación de Leandro, sus ojos serios. "Señorita Daphne," empezó, su voz cargada de gravedad. "El joven quedará rengo de una pierna a menos que evitemos una infección. Si eso ocurre, tendremos que amputar."

    El corazón de Daphne se hundió ante la noticia. Un escalofrío de desesperación recorrió su cuerpo, pero al mismo tiempo sentía una punzada de ira y frustración. La imagen de Leandro, herido y vulnerable, se hizo más vívida en su mente.

    Pasaron unas horas, y finalmente, Leandro apareció en la puerta de su habitación, caminando con esfuerzo pero erguido. La cicatriz en su muslo era prominente, como si hubiera estado en guerra durante años, pero su rostro reflejaba la lucha interna que había soportado. La fatiga y la falta de alimento habían marcado su semblante, y Daphne sintió un torbellino de emociones al verlo.

    Para ella, en ese instante, era como ver a Apolo descender del monte, un héroe hecho carne. Se sonrojó y, sin poder contenerse, se acercó a él rápidamente. Con un ímpetu repentino, le dio un golpe en el vientre. "¡Nadie te pidió sacarme de mi casa!" exclamó, su voz llena de una mezcla de reproche y gratitud.

    Leandro la miró, sorprendido y divertido a la vez, pero antes de que pudiera responder, ella susurró, casi en un murmullo, "Gracias," aunque las palabras sonaron forzadas, impregnadas de su confusión emocional. En su interior, un vínculo comenzaba a formarse entre ellos, uno que ni el dolor ni el sufrimiento podían romper.

    Los médicos, atónitos, observaban a Leandro mientras se apoyaba en el umbral de la habitación. Apenas unas horas antes, su pierna se tornaba negra por la infección, y ellos ya habían preparado todo para una amputación que estaba programada para el mediodía. Sin embargo, ahí estaba él, erguido, con una mirada decidida y un aire que desafiaba a la muerte misma.

    "Mi bisabuelo me enseñó a sanar," dijo Leandro, su voz resonando con la confianza que le otorgaba su linaje. Luego, como si acabara de recordar algo crucial, añadió: "El problema es que sanarte a ti mismo es muy doloroso, y te consume. Por lo que, si no es mucha molestia, ¿podría comer algo? Sé que tenía algo de oro en mis cosas al salir de Mileto."

    La incredulidad se mezcló con la admiración en las miradas de los presentes. La curación de Leandro era vista como un milagro, un signo de que los dioses aún sonreían a los helenos en estos tiempos oscuros. Kallias, impresionado por el joven, se levantó de su asiento con una resolución renovada.

    "¡Traigan un banquete!" ordenó el basileus con un gesto grandioso, y la sala de banquetes se llenó de actividad. Las puertas se abrieron de par en par, dejando entrar a los sirvientes con platos desbordantes de delicias que hacían que el aire se impregnara de aromas embriagadores.

    El salón era amplio y majestuoso, con altos arcos adornados con frescos que narraban las hazañas de héroes pasados. Las lámparas de aceite colgaban del techo, iluminando el espacio con una luz cálida y dorada que realzaba el color de las paredes pintadas en tonos terracota y azules profundos. Al centro, una larga mesa de madera pulida estaba dispuesta con suntuosos manjares: aves asadas, cordero glaseado, ensaladas de hierbas frescas y hortalizas brillantes. Platillos de miel y nueces estaban alineados como tesoros, junto con jarras de vino tinto que parecían contener el mismo néctar de los dioses.

    Las doncellas, vestidas con sedas ligeras que danzaban con sus movimientos, se movían graciosamente entre los invitados, sus trajes de colores vibrantes adornados con joyas que centelleaban a la luz. Los rostros de las mujeres reflejaban la ansiedad por los rumores que corrían sobre la amenaza persa, liderada por el rey Jerjes, conocido por su ambición desmedida y su deseo de conquistar las Cícladas.

    Mientras los hombres de Kallias se reían y charlaban animadamente, la preocupación era palpable bajo la superficie. A pesar de la celebración, la sombra de Cambises el Segundo y su ejército se cernía sobre ellos, una amenaza que podría caer en cualquier momento. El basileus se aseguró de que su gente estuviera al tanto de los peligros que acechaban en el horizonte, y la urgencia de mantenerse unidos en defensa de su hogar era un susurro constante entre los murmullos festivos.

    Leandro, a medida que se sentaba en la mesa, sintió la presión del destino sobre sus hombros. Con cada bocado que probaba, sabía que su destino, y el de Daphne, estaba entrelazado con el futuro de su ciudad. Mientras la música envolvía la sala, se permitió un momento de alivio, pero en su interior, la llama de la lucha apenas comenzaba a avivarse.

    Aretas observó a Leandro, aún con el rostro pálido por la fiebre, pero sus ojos brillaban con una determinación renovada. “¿Qué deseas hacer ahora, joven?” preguntó el héroe, su tono firme pero al mismo tiempo lleno de esperanza.

    “Recuperar a Mileto para los helenos”, respondió Leandro, sin dudarlo. “Expulsar a los bárbaros de las tierras al oriente del mar Egeo”.

    Una risa general estalló entre los presentes, resonando en el salón del palacio, la alegría y la adrenalina surcando el ambiente. Aretas sonrió y levantó una ceja. “Yo también deseo eso. Tengo que ir a Atenas y Esparta a hablar con nuestros hermanos. ¿Deseas acompañarme, muchacho?”

    “¡Sí!”, exclamó Leandro, con un brillo de entusiasmo que se apagó rápidamente al recordar los sacrificios que había hecho para llegar hasta allí.

    Esa tarde, mientras los preparativos para el viaje se llevaban a cabo, Leandro se encontró con Daphne en los jardines del palacio. Ella lo miró con desdén, cruzándose de brazos. “No debiste sacarme de Mileto”, le recriminó, su voz tan afilada como una espada. “Quería pelear por mi hogar, por mi gente”.

    Leandro sintió cómo un nudo se formaba en su estómago. Su respuesta quedó atrapada en su garganta, pero antes de que pudiera articular algo, Daphne le lanzó una mirada intensa, que contradijo su anterior agresividad. Un instante, y la conexión entre ellos pareció palpitar en el aire, pero fue breve.

    Más tarde, cuando se encontraron nuevamente en el pasillo, ella se acercó con un aire de desafío. “¿Ahora piensas que puedes salvarme, héroe?” le espetó, dejando caer su mirada en él con un aire provocador. Pero, al instante, su expresión se suavizó y en un murmullo casi inaudible agregó: “Sin embargo, gracias por lo que hiciste”.

    Leandro no supo cómo responder, atrapado entre la admiración por su valentía y el peso de su culpa. Cada encuentro con ella era un juego de espejos, donde cada reflejo revelaba más sobre sus propios sentimientos y dudas.

    Finalmente, la flota zarpó rumbo a la isla de Naxos, la última parada antes de llegar al Pireo. Las velas ondeaban al viento, y el murmullo del mar acompañaba la determinación que crecía en el corazón de Leandro. Mientras la isla se desdibujaba en el horizonte, él sabía que el destino que les esperaba estaba impregnado de desafíos, pero también de la promesa de una lucha que los helenos debían afrontar juntos.
     
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    La flota de Aretas bullía de actividad bajo el sol abrasador del puerto de Maganitis. Velas recién remendadas ondeaban suavemente al viento, mientras los marineros revisaban cada cuerda y mástil con la precisión meticulosa de quienes entendían que una simple falla podía significar el desastre en alta mar. Los cargadores iban y venían por las pasarelas, llevando provisiones a bordo de las galeras: barriles de agua, sacos de grano, y urnas de aceite. El sonido de los cascos contra el muelle y los gritos de mando llenaban el aire con un ritmo frenético.

    En medio de todo este caos organizado, Leandro destacaba. Su pierna, aunque aún mostraba rastros de la lesión, había sanado en tiempo récord gracias a los cuidados en el palacio del basileus y, quizás, a algo más profundo, algo casi divino. Ahora, con una leve molestia que apenas entorpecía sus movimientos, Leandro se había sumergido en el trabajo, liderando a los cargadores con energía incansable.

    “¡Empuja con más fuerza, ahí está el equilibrio!” gritó mientras ayudaba a un grupo de esclavos a cargar un pesado barril hacia la bodega de una galera. Aunque la tarea requería fuerza física, Leandro, con su temple sereno y determinación, parecía transformar el esfuerzo en un acto colectivo casi armonioso. Algunos marineros, observando desde la distancia, intercambiaron miradas de aprobación.

    “Es más fuerte de lo que parece,” comentó uno de los hombres mientras ajustaba una soga.

    “Y no es común ver a alguien como él trabajar al lado de los esclavos,” respondió otro, admirado. “Tiene un espíritu que inspira.”

    Leandro no parecía consciente del respeto que estaba ganando. Sus acciones, naturales y sin ostentación, reflejaban una humildad que resonaba entre aquellos que, acostumbrados a jerarquías rígidas, rara vez veían a alguien de su posición compartir el peso de las tareas.

    Aretas, desde la cubierta de su galera principal, observaba la escena con una mezcla de orgullo y curiosidad. Aunque su instinto lo empujaba a mantener la distancia y el liderazgo propio de un estratega, no podía ignorar el impacto que Leandro estaba teniendo en su tripulación. Este joven, sanado contra toda lógica, no solo demostraba fuerza física, sino un carácter que unía a hombres libres y esclavos por igual.

    Cuando los últimos barriles fueron asegurados y las cuerdas tensadas, Aretas dio la señal para alistar las velas. La travesía hacia el puerto de Jora, en Naxos, sería larga, pero el ánimo entre los hombres estaba elevado. El espíritu de trabajo en equipo y el liderazgo informal de Leandro habían encendido una chispa de camaradería que pocos viajes experimentaban.

    Mientras las galeras se separaban del muelle y las primeras ráfagas llenaban las velas, Leandro se acomodó en la cubierta, masajeando su pierna aún algo tensa. El viento traía consigo una mezcla de sal y aventura, y aunque la cicatriz física aún no había desaparecido del todo, el joven se sentía listo para enfrentar lo que Naxos y el destino tuvieran preparados.

    En el bullicioso muelle, la hija de Aretas, una joven de 15 años con ojos chispeantes y un aire de mariposa juguetona, iba de aquí para allá entre los marineros con un grupo de doncellas. Su túnica ligera ondeaba con la brisa marina, y su risa, como el tintineo de campanas, traía un respiro al frenético trabajo. Por orden de su padre, llevaba ánforas llenas de agua fresca y ofrecía a cada hombre una pausa breve pero revitalizante.

    Con movimientos gráciles, se acercó al grupo de cargadores donde estaba Leandro, quien, con el semblante sereno pero concentrado, supervisaba la última carga. Al entregar un cuenco de agua a uno de los esclavos, sus ojos se cruzaron con los de él por un breve instante. Una sonrisa traviesa curvó sus labios mientras inclinaba la cabeza con coquetería, como si compartieran un secreto. Luego, sin más, giró sobre sus talones y continuó su recorrido, dejando a Leandro con una sensación inexplicable.

    Leandro, por un momento, quedó suspendido en el tiempo. Sus ojos siguieron a la joven, notando cómo su cabello oscuro reflejaba los rayos del sol y cómo su andar tenía una ligereza que hablaba de juventud y libertad. La belleza incipiente de la hija de Aretas tenía una pureza que parecía casi fuera de lugar en el áspero entorno del puerto. Suspiró, sacudiendo la cabeza con una mezcla de asombro y cautela. Pero el grito del capitán pronto lo sacó de su ensoñación.

    “¡Es hora de zarpar!” rugió la voz desde la galera principal.

    El puerto de Maganitis se llenó del sonido de cuerdas tensándose, remos ajustándose en sus soportes y las primeras órdenes de los timoneles. Las galeras comenzaron a moverse lentamente, deslizándose por el agua azul oscuro bajo el cielo cerúleo. Las velas se inflaron con la brisa marina, como alas de gigantescas aves listas para emprender el vuelo. En el horizonte, las gaviotas trazaban círculos, sus gritos agudos resonando sobre el suave murmullo de las olas.

    Mientras la flota avanzaba, la vista era un espectáculo. Delfines juguetones emergían a los costados de las embarcaciones, como si escoltaran a los hombres en su travesía. Sus cuerpos brillantes saltaban y se sumergían en sincronía, arrancando exclamaciones de los marineros. La brisa salina llenaba los pulmones de todos a bordo, revitalizando cuerpos y mentes después de la frenética preparación.

    Leandro, ahora en su posición en la cubierta, observó cómo las aguas del Egeo parecían abrirse ante la flota. Sus pensamientos sobre la joven se desvanecieron mientras se centraba en el viaje que apenas comenzaba. Por fin, estaban en marcha, rumbo a Naxos, con los vientos a su favor y el vasto mar como su única compañía.

    Theron apareció en la escena como un destello de color en medio de la sobriedad marítima. Vestía un manto azul intenso, bordado en los bordes con hilos dorados que relucían bajo el sol. Su túnica blanca estaba ceñida con un cinturón de cuero decorado con pequeñas hebillas de bronce, y unas sandalias de diseño más ornamental que práctico completaban su atuendo. A diferencia del pragmatismo de los demás, Theron parecía más preparado para un banquete que para una travesía. Sin embargo, no parecía importarle; de hecho, parecía disfrutar de las miradas desconcertadas que le dirigían los marineros.

    Con una rodaja de higo fresco en la mano, mordisqueaba lentamente la fruta mientras sus ojos exploraban la cubierta, siempre buscando entretenimiento. Al notar a Mira y sus doncellas que iban y venían con las ánforas de agua, su sonrisa traviesa se ensanchó. Sin dudarlo, se acercó a ellas con una actitud relajada y un aire de autoconfianza que bordeaba la arrogancia.

    "¿Qué es este espectáculo celestial que mis ojos contemplan?" comenzó, inclinándose ligeramente en una reverencia exagerada. "¿Son ninfas del Egeo que han descendido para bendecirnos con su gracia, o simplemente los dioses me favorecen hoy?"

    Las doncellas intercambiaron miradas entre risitas contenidas, mientras Mira lo observaba con un brillo de diversión en los ojos. "Solo llevamos agua, marinero. No creo que los dioses tengan que ver con eso", respondió ella, con un tono juguetón.

    Theron dio un mordisco a su higo, haciendo una pausa como si estuviera reflexionando profundamente. "Agua, dices. Pero en tus manos, joven doncella, incluso el agua debe saber como el néctar de los dioses."

    El comentario provocó más risas, y aunque algunas de las doncellas parecían divertidas, otras se sonrojaron y evitaron mirarlo directamente. Mira, sin embargo, no retrocedió. "Tal vez deberías dejar el higo, marinero. Parece que te llena de demasiada inspiración", replicó antes de girarse con un movimiento grácil, llevando a las doncellas lejos de su alcance.

    Theron las observó irse con una mezcla de admiración y diversión, levantando el higo en un gesto teatral. "Ah, pero mi musa huye. ¿Cómo compondré versos ahora?"

    Desde la distancia, Aretas lo miró con un ligero arqueo de ceja, pero no intervino. Leandro, observando la escena mientras ajustaba una cuerda, negó con la cabeza con una mezcla de incredulidad y resignación. Theron era una rareza, pero incluso su extravagancia tenía una manera peculiar de aligerar los ánimos en el puerto.



    Theron se encontraba encaramado en uno de los mástiles principales, un espectáculo que capturaba la atención de toda la tripulación. Su postura, aparentemente relajada, desmentía la precisión calculada de cada movimiento. Con las piernas firmemente ceñidas al mástil, usando únicamente la fuerza de sus muslos para sostenerse, balanceaba su cuerpo con la gracia de un acróbata, adaptándose al vaivén del oleaje. En una mano sostenía su arco, y en la otra, un carcaj lleno de flechas que tintineaban ligeramente con cada movimiento.

    "¡Mira eso!" exclamó un marinero desde la cubierta, señalando hacia arriba mientras Theron tensaba su arco.

    Una bandada de gaviotas pasó volando cerca, y con un movimiento fluido, Theron desenvainó una flecha y disparó. El sonido del arco cortando el aire fue apenas un susurro antes de que la primera gaviota cayera en picada hacia la cubierta, aterrizando con un golpe seco. Sin perder un instante, Theron giró su torso y disparó otra flecha, derribando una segunda ave que cayó en el barco cercano.

    Los hombres vitorearon al ver cómo continuaba con su exhibición, abatiendo una tercera y una cuarta gaviota. Su equilibrio sobre el mástil era impecable, y parecía más una extensión del barco que un hombre ordinario.

    Leandro, que había estado observando desde la cubierta, no pudo evitar admirar la destreza del arquero. Había visto muchos hombres hábiles en combate, pero la precisión de Theron era casi sobrenatural.

    Un marinero mayor, que estaba atando unas cuerdas junto a él, notó su mirada. "Ese es Theron," dijo, escupiendo al suelo antes de continuar. "Un asesino experto a las órdenes de Aretas. Nadie sabe de dónde viene; cambia su acento con cada estación, como si intentara despistar a todo el mundo."

    Leandro arqueó una ceja. "¿Y por qué alguien así estaría aquí?"

    El marinero se encogió de hombros, bajando la voz como si compartiera un secreto. "Tiene mala reputación. Es un mentiroso y nunca paga sus deudas o apuestas. Pero nadie, y digo nadie, maneja el arco como él. En el Egeo, si quieres que alguien caiga sin que se sepa quién lo hizo, Theron es tu hombre."

    Leandro observó al arquero una vez más. Theron, sin prestar atención a los murmullos de la tripulación, recogía las aves que había derribado con una sonrisa de autosuficiencia. A pesar de su fama cuestionable, había algo en él que fascinaba, un magnetismo que era difícil de ignorar.

    "Bueno," murmuró Leandro para sí mismo, "parece que no todos los aliados son de fiar... pero algunos son imprescindibles."

    El sol aún brillaba alto, bañando las galeras en un resplandor que reflejaba el vaivén del Egeo como un espejo viviente. Sin embargo, para Leandro, el día perfecto se tornaba inquietante. Una sensación desconocida lo invadió, como una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo. Su respiración se hizo más profunda, y sus pupilas se estrecharon mientras una ráfaga mental parecía proyectarse desde su mente, extendiéndose como un eco invisible.

    De repente, el mar dejó de ser solo agua y olas. Era un lienzo semitransparente que revelaba algo más allá del horizonte: intenciones asesinas, sed de sangre, voluntades implacables que se movían hacia ellos. Podía sentirlo, casi contarlos, como si sus mentes brillaran en un abismo oscuro. Esto no era como las batallas en Mileto, donde había percibido una leve tensión, un deseo de sobrevivir más que de matar. Aquí, los atacantes querían su destrucción. El peligro era un latido palpable que resonaba en su pecho.

    Leandro quiso dar la alarma, abrir la boca y gritar, pero Theron, como siempre, estaba un paso adelante. Desde su puesto en el mástil, había estado observando, tranquilo pero vigilante. Su mirada, aguda como un filo, capturó algo en el horizonte.

    "Velas negras," dijo en voz baja, casi un susurro, pero que llegó como un trueno a quienes estaban cerca.

    Su tono cambió de inmediato. Con una agilidad impresionante, se deslizó por el mástil y gritó, su voz resonando por toda la flota: "¡Alarma! ¡Piratas a la vista!"

    El caos se desató mientras los hombres corrían a sus puestos. Las galeras se prepararon para el combate, pero Leandro no podía quitarse de la mente lo que había sentido, esa conexión momentánea con el peligro, como si hubiera tocado el mismo pulso del universo antes de que el destino se desplegara.


    En el horizonte, velas negras comenzaron a asomar como sombras amenazantes sobre el azul brillante del Egeo. Pronto, varias naves piratas, maltrechas pero veloces, cerraron distancia con la flota de Aretas. Los hombres en cubierta se movilizaron con urgencia, armándose con lanzas, espadas y lo que pudieran encontrar.

    Theron, desde el alto mástil de su galera, no perdió tiempo. Sus ojos brillaban con concentración mientras desenvainaba su arco. Con una destreza increíble, se tensó en su lugar, las piernas firmemente sujetas al mástil, mientras su cuerpo aprovechaba cada movimiento de las olas. No había necesidad de mirar el blanco; sus flechas volaban con la precisión de un cazador experto. Como si de un deporte se tratase, disparó con calma, cada flecha hundiéndose en el mar al perderse en el horizonte. Los piratas, algunos notando la amenaza desde lejos, intentaron devolver el fuego, pero las flechas de Theron caían con fuerza letal, sin piedad.

    Leandro observó en silencio, dándose cuenta de algo que había pasado desapercibido en un primer momento: para ser un arquero, Theron no poseía la complexión típica de tal. Sus brazos, formidables y musculosos, y sus piernas robustas, de una fuerza impresionante, eran más propias de un soldado de infantería pesada. No tenía la sed de sangre de un asesino; más bien, mataba como quien pesca. Todo parecía calculado, natural, como una extensión de su ser. Sin alardear, sin furia, simplemente un acto habitual.

    El momento culminante llegó cuando el capitán enemigo, un hombre alto y ferozmente armado con lanza y escudo aqueo, apareció en la cubierta de uno de los barcos piratas. Theron, como si ya supiera que su destino era derribarlo, tensó otra flecha, la cual voló silenciosa y mortal, atravesando el cuello del capitán. El impacto fue inmediato: el líder enemigo cayó al suelo con un estruendo, su escudo y lanza cayendo a su lado. El caos estalló entre los piratas, su gritos de furia resonando como los de babuinos de la lejana Etiopía, mientras sus compañeros lanzaban maldiciones y amenazas hacia el mástil donde Theron permanecía, imparable y desafiante.

    El ambiente en la flota cambió. Lo que era un choque inminente se convirtió en una batalla feroz, impulsada no solo por el deseo de supervivencia, sino por el deseo de venganza. Pero la calma de Theron nunca flaqueó; para él, todo era parte del mismo juego.

    Los piratas, terribles y desaliñados, abordaron la nave con rapidez y ferocidad. Sus ropas desgastadas y sus cuerpos llenos de cicatrices hablaban de una vida dura y brutal. Pero lo que más impactó a Leandro fue algo que jamás habría esperado: la mayoría eran helenos. Sus rasgos, sus palabras y hasta su estilo de combate eran inconfundibles. "Hermanos atacando hermanos", pensó con amargura mientras su espada chocaba contra la de uno de ellos.

    El caos estalló en cubierta. Aretas, a pesar de su edad, luchaba con la destreza de un hombre acostumbrado a la violencia. Sus gritos de mando resonaban por encima del clamor de la batalla, mientras sus movimientos demostraban por qué era tan respetado entre sus hombres.

    Mientras tanto, Leandro se encontró frente a un grupo de los más fuertes y feroces de los piratas. Sus cuerpos eran imponentes, sus ojos brillaban con la intensidad de hombres sin nada que perder. Uno de ellos, un gigante de barba espesa y torso desnudo, lanzó un rugido y se abalanzó contra él con una maza improvisada. Leandro esquivó por poco el golpe, que astilló la barandilla detrás de él, y contraatacó con un corte rápido que abrió una herida en el costado del gigante.

    Otro pirata, armado con dos dagas, intentó atacarlo por la espalda, pero Leandro giró justo a tiempo para bloquear el ataque. Sus piernas, aún resentidas por la herida que había sanado casi milagrosamente, lo sostenían con firmeza. Los días de trabajo duro y recuperación habían fortalecido su cuerpo y espíritu, y ahora, cada movimiento era una mezcla de fuerza y precisión.

    Desde las bodegas, el eco de los gritos de las mujeres resonaba, aunque permanecían a salvo detrás de gruesas puertas de madera reforzada. La hija de Aretas, que minutos antes había estado danzando por la cubierta como una mariposa, ahora estaba refugiada junto a las doncellas y esclavas, protegida de la carnicería.

    A medida que la batalla se intensificaba, Leandro se convirtió en el centro de atención de los piratas más temidos. Uno tras otro, se enfrentaron a él, pero su determinación y habilidad prevalecían. La sangre salpicaba la cubierta, mezclándose con la espuma del mar que subía con cada embate de las olas.

    El combate era implacable, pero la resistencia de la tripulación de Aretas no flaqueaba. La moral se mantenía alta, alimentada por el ejemplo del propio líder, quien no se permitió descanso, luchando hombro a hombro con sus hombres. Leandro, con cada pirata que caía bajo su espada, se ganaba el respeto de todos a bordo, incluso de aquellos que antes lo habían mirado con escepticismo.

    El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo con tonos de fuego, cuando los piratas, al ver que no podían superar la resistencia de la tripulación, comenzaron a retirarse, dejando atrás a sus muertos y a sus heridos. La victoria había sido alcanzada, pero a un alto costo. El aire estaba cargado de olor a sangre, sudor y sal, mientras los hombres trataban de recomponerse y reparar los daños sufridos por la embarcación.

    Leandro, agotado pero ileso, observó los cuerpos de los piratas caídos y no pudo evitar pensar en quiénes eran estos hombres y qué los había llevado a esta vida. La pregunta quedó suspendida en su mente mientras Aretas, con una mirada de aprobación, le daba una palmada en el hombro. Había sobrevivido a su primera batalla naval, y su lugar entre la tripulación ahora estaba asegurado.

    Con los piratas derrotados y sus naves inmovilizadas, los hombres de Aretas no perdieron tiempo. Los abordajes fueron rápidos, eficientes, pero con un aire de cautela. Las bodegas de los barcos enemigos, oscuras y malolientes, contenían no solo restos de una vida errante y brutal, sino también algo que nadie esperaba: cofres llenos de oro persa. Las monedas relucían débilmente bajo la luz que se colaba por las escotillas. Las inscripciones en cuneiforme y los sellos de Jerjes no dejaban lugar a dudas de su procedencia.

    En cubierta, el silencio entre los hombres era palpable. Se miraban entre sí, incapaces de ignorar lo obvio. Fue Leandro quien rompió el silencio, su voz cargada de una mezcla de asombro y preocupación.

    "No es solo este oro. Si Jerjes ha pagado a estos piratas, ¿qué nos dice que no ha hecho lo mismo con otros en todo el Egeo? Si no somos los únicos, es posible que todas las ciudades helenas estén siendo bloqueadas por ataques de piratas."

    Las palabras cayeron como un martillo, transformando la tensión en miedo tangible. Aretas, con su rostro curtido y mirada aguda, asintió lentamente.

    "Quizá tengas razón, muchacho. Pero eso no cambia nuestra situación inmediata. Este oro y estos barcos serán útiles para nosotros, al menos por ahora. Nos darán una ventaja en Helas."


    "Escucha, Aretas," dijo Theron con voz grave, mientras ajustaba su arco en su espalda. "Esto no es solo por la victoria en la batalla. Nosotros, los hombres de mar, nos arriesgamos cada día, luchamos, y ahora tenemos la suerte de haber salido con algo. Pero, para que esto tenga valor, necesitamos una bonificación. No solo yo, todos los marinos. Este oro es lo que nos mantiene firmes, lo que asegura que volvamos a subir a estos barcos mañana. Si quieres que sigan combatiendo como lo han hecho, lo mínimo es recompensarlos bien."

    Aretas lo miró fijamente y, tras un suspiro, asintió. "Está bien, Theron. Los marineros podrán quedarse con tres monedas de oro cada uno, pero tú, por lo que hiciste hoy, tomarás diez. Eso es lo que puedo ofrecer."

    Leandro, que había estado observando la conversación en silencio, se adelantó, negando con la cabeza. "No lo necesito," dijo, firme. "El oro no es lo que me mueve. Lo que hemos hecho hoy, lo hicimos por la causa. No por un puñado de monedas."

    Theron lo miró con una sonrisa irónica y, con un tono que destilaba experiencia, respondió: "Ah, Leandro, qué noble eres. Pero en Helas, las ideas no llenan los estómagos ni compran lealtades. El oro lo hace. Eso es lo que mueve a los hombres, y lo que puede mantenerte vivo. No importa cuán grande sea tu corazón, ni cuántas palabras bellas puedas decir. Al final, lo que importa es el poder que tienes, y eso lo da el oro. Si quieres el favor de las damas, o que un hombre te siga, necesitas dinero. Todos los helenos, nobles y plebeyos, luchan por lo mismo: sobrevivir, y para eso, el oro es el único rey."

    Aretas, escuchando a Theron, asintió con un gesto de comprensión, pero luego se dirigió a Leandro con tono más serio. "Leandro, los ideales son nobles, pero la realidad es que todos estamos luchando por vivir un día más. No hay tiempo para sueños ahora. Lo que tenemos que hacer es reorganizar la flota, asignar capitanes a los barcos más pequeños y preparar a los hombres para lo que viene. Los ideales y las esperanzas pueden esperar, pero hoy lo único que importa es sobrevivir."



    Ordenó a sus hombres que comenzaran a transferir los recursos más valiosos: armas, comida y las velas de las naves piratas. Para su fortuna, los piratas habían acumulado velas de colores menos llamativos, ideales para camuflarse como barcos mercantes comunes. Aretas decidió cambiar las velas de sus propios barcos para disimular su presencia y evitar ser confundidos con más corsarios.

    El proceso fue meticuloso. Los marineros, aún cansados de la batalla, trabajaban bajo el sol que ya comenzaba a declinar, tiñendo el cielo de un rojo cálido que contrastaba con las aguas del Egeo. Las nuevas velas, de tonos beige y marrones, ondeaban con gracia al ser izadas, reemplazando las desgastadas velas originales. Mientras tanto, Leandro supervisaba la carga de alimentos y armas recuperadas. Había barriles de pescado salado, aceitunas, higos secos y pieles rellenas de agua y vino, suficiente para evitar hacer escala en Naxos y dirigirse directamente al Pireo.

    Los barcos piratas, aunque más pequeños y menos robustos que los de Aretas, tenían un diseño interesante: cascos bajos y alargados, ideales para emboscadas rápidas. Ahora, repintados y equipados con las velas recién adquiridas, pasarían fácilmente por barcos mercantes, una táctica que Aretas consideró esencial para el éxito de su travesía.

    Cuando todo estuvo listo, las naves volvieron a zarpar, sus proas cortando el agua clara del Egeo con renovado propósito. Los olores de la cubierta se mezclaban: la salinidad del mar, el alquitrán usado para reparar las naves y el dulce aroma de las aceitunas recién descubiertas en las bodegas.

    Mientras avanzaban, el panorama volvió a ser de una belleza abrumadora. Delfines juguetones escoltaban las naves, sus saltos sincronizados con el ritmo de las olas. Las gaviotas graznaban, planeando en círculos sobre los mástiles, mientras el viento fresco llenaba las velas y traía consigo un vigor renovado para la tripulación.

    Leandro, apoyado en la barandilla, observaba las aguas que reflejaban el cielo cerúleo. Aunque la batalla había quedado atrás, la incertidumbre seguía presente. La sospecha de una conspiración persa no era fácil de ignorar.

    "Si Jerjes ha llegado hasta aquí," murmuró para sí, "¿hasta dónde más podrían haber extendido sus redes?"

    Aretas pasó junto a él, dándole una palmada en el hombro.

    "No te preocupes tanto, joven. Por ahora, tenemos lo que necesitamos. El Pireo nos espera, y con este oro, nuestras negociaciones serán más sólidas."

    Leandro asintió, aunque no podía sacudirse la sensación de que estaban navegando hacia algo mucho más grande que un simple intercambio comercial. Mientras las naves avanzaban hacia el horizonte, el crepúsculo comenzaba a envolver el Egeo, y la brisa nocturna traía consigo la promesa de nuevas pruebas y descubrimientos.


    Con los piratas derrotados y sus naves inmovilizadas, los hombres de Aretas no perdieron tiempo. Los abordajes fueron rápidos, eficientes, pero con un aire de cautela. Las bodegas de los barcos enemigos, oscuras y malolientes, contenían no solo restos de una vida errante y brutal, sino también algo que nadie esperaba: cofres llenos de oro persa. Las monedas relucían débilmente bajo la luz que se colaba por las escotillas. Las inscripciones en cuneiforme y los sellos de Jerjes no dejaban lugar a dudas de su procedencia.


    En cubierta, el silencio entre los hombres era palpable. Se miraban entre sí, incapaces de ignorar lo obvio. Fue Leandro quien rompió el silencio, su voz cargada de una mezcla de asombro y preocupación.


    "No es solo este oro. Si Jerjes ha pagado a estos piratas, ¿qué nos dice que no ha hecho lo mismo con otros en todo el Egeo? Si no somos los únicos, es posible que todas las ciudades helenas estén siendo bloqueadas por ataques de piratas."

    Las palabras cayeron como un martillo, transformando la tensión en miedo tangible. Aretas, con su rostro curtido y mirada aguda, asintió lentamente.

    "Quizá tengas razón, muchacho. Pero eso no cambia nuestra situación inmediata. Este oro y estos barcos serán útiles para nosotros, al menos por ahora. Nos darán una ventaja en Helas."

    Ordenó a sus hombres que comenzaran a transferir los recursos más valiosos: armas, comida y las velas de las naves piratas. Para su fortuna, los piratas habían acumulado velas de colores menos llamativos, ideales para camuflarse como barcos mercantes comunes. Aretas decidió cambiar las velas de sus propios barcos para disimular su presencia y evitar ser confundidos con más corsarios.

    El proceso fue meticuloso. Los marineros, aún cansados de la batalla, trabajaban bajo el sol que ya comenzaba a declinar, tiñendo el cielo de un rojo cálido que contrastaba con las aguas del Egeo. Las nuevas velas, de tonos beige y marrones, ondeaban con gracia al ser izadas, reemplazando las desgastadas velas originales. Mientras tanto, Leandro supervisaba la carga de alimentos y armas recuperadas. Había barriles de pescado salado, aceitunas, higos secos y pieles rellenas de agua y vino, suficiente para evitar hacer escala en Naxos y dirigirse directamente al Pireo.


    Los barcos piratas, aunque más pequeños y menos robustos que los de Aretas, tenían un diseño interesante: cascos bajos y alargados, ideales para emboscadas rápidas. Ahora, repintados y equipados con las velas recién adquiridas, pasarían fácilmente por barcos mercantes, una táctica que Aretas consideró esencial para el éxito de su travesía.

    Cuando todo estuvo listo, las naves volvieron a zarpar, sus proas cortando el agua clara del Egeo con renovado propósito. Los olores de la cubierta se mezclaban: la salinidad del mar, el alquitrán usado para reparar las naves y el dulce aroma de las aceitunas recién descubiertas en las bodegas.

    Mientras avanzaban, el panorama volvió a ser de una belleza abrumadora. Delfines juguetones escoltaban las naves, sus saltos sincronizados con el ritmo de las olas. Las gaviotas graznaban, planeando en círculos sobre los mástiles, mientras el viento fresco llenaba las velas y traía consigo un vigor renovado para la tripulación.

    Leandro, apoyado en la barandilla, observaba las aguas que reflejaban el cielo cerúleo. Aunque la batalla había quedado atrás, la incertidumbre seguía presente. La sospecha de una conspiración persa no era fácil de ignorar.

    "Si Jerjes ha llegado hasta aquí," murmuró para sí, "¿hasta dónde más podrían haber extendido sus redes?"

    Aretas pasó junto a él, dándole una palmada en el hombro.

    "No te preocupes tanto, joven. Por ahora, tenemos lo que necesitamos. El Pireo nos espera, y con este oro, nuestras negociaciones serán más sólidas."

    Leandro asintió, aunque no podía sacudirse la sensación de que estaban navegando hacia algo mucho más grande que un simple intercambio comercial. Mientras las naves avanzaban hacia el horizonte, el crepúsculo comenzaba a envolver el Egeo, y la brisa nocturna traía consigo la promesa de nuevas pruebas y descubrimientos.
     
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