¿Recuerdas ese parque lleno de flores? Había una alameda que lo recorría en todo su largo, sigue siendo un lugar superbonito al que voy a veces. Recuerdo lo rojo y fríos que estaban mis dedos una de esas mañanas en las que cada uno se dirigía a su respectivo trabajo, cubrías mis pequeñas manos con las tuyas y llenabas el hueco con tu cálido aliento. Y reía, me sonreías para luego seguir caminando tomados de las manos, era tan triste cuando nos tocaba despedirnos. Nos llenábamos de besos y caricias, nos separábamos con pesadez y lentitud, nuestros brazos se extendían hasta que nuestros dedos se rozaran y con un “Nos vemos juegos” nuestros corazones, antes cobijados, ahora abatidos, se distanciaban. Qué lindo era volver a verte en la tarde, llegaba del trabajo ya sea a tu departamento o a mi casa, me recibías entre tus brazos y todo el frío del día se extinguía por las noches. Cada caricia, cada beso, por más que no quede rastro en el cuerpo aún siento el hormigueo que me genera tu recuerdo. Y mi corazón se estrecha dentro de mi pecho, mis lágrimas se orillan en mis párpados y amenazan con saltar, mis manos se retuercen entre ellas sobre mis costillas y me lamento con un profundo e incontenible dolor. ¿Por qué? Pensé que nos amábamos, que el cariño y amor era más fuerte que cualquier otra cosa, pero no. Nunca dejaste de hablarle, de defenderla. Jamás dejaste de justificarla, tampoco permitiste que yo siguiera con mis comentarios amargos y ácidos contra ella. Puede que al final el cariño y amor sí que fueran más fuertes, por eso me dejaste, tu amistad valía más que cualquiera de mis caricias, te pesaba más que todos mis lamentos más duros y te motivaba como ninguno de mis deseos lo hizo. Nunca, nunca creí que el amor que yo te tenía era más débil que la amistad que protegidas, pero tras dos inviernos sin ti entiendo que siempre fue así. Y a veces te veo a lo lejos recorriendo las calles de siempre, a veces me pregunto si con una disculpa genuina hubiera arreglado todo, incluso pienso que merezco estar sola antes que volver al infierno que le provocaba a otros. La mañana es soleada, el calor me despertó. Con pereza me bañé, con pereza me vestí y con la misma pereza comí un pan con mantequilla sin sal y tomé un café sin azúcar. Caminé al parque, nuestro parque, y las flores coloreaban el verde pasto, los árboles se mecían con la brisa cálida y eran un montón las personas que caminaban, reían y conversaban. Todos parecían tener compañía, menos mi persona que vagaba como un fantasma que nadie ve, ¿Qué fantasma saldría en pleno día de verano? Nadie imagina eso, como nadie piensa en mí. Tomé asiento en una banca cualquiera, cabizbaja no supe qué más lamentarme. Elevé la mirada buscando una distracción en el paisaje, la vi. A ella, tan linda y grácil, tan risueña y enérgica, con un hombre que no se parecía a ti y un carrito de bebé. Verla ahí, feliz y complacida, ¿me motivaba a ser su amiga? Claro que no. Por más que ahora quisiera que las cosas fueran diferentes, no puedo cambiar las elecciones que ya tomé. Nuestros ojos se encuentran, su sonrisa alegre se desvanece y yo me paro de la banca, dejo de mirarla y me marcho sin prisa alguna, como si no la conociera y como si su alegría no me entristeciera. Camino a lo largo de esa alameda, me detengo donde nuestros cuerpos jamás querían separarse, miro a mi alrededor y en ese día caluroso y sofocante no te encuentro por ningún lado. Mi corazón no quiere irse, pero yo tengo que marcharme, porque no te volveré a encontrar donde alguna vez se cobijó mi encanto.
