The Loud House El Alumno Predilecto

Tema en 'Fanfics sobre TV, Cine y Comics' iniciado por Sylar Diaz, 26 Mayo 2024.

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    Sylar Diaz

    Sylar Diaz Sei mir gut Sei mir wie du wirklich sollst

    Libra
    Miembro desde:
    3 Agosto 2019
    Mensajes:
    60
    Pluma de

    Inventory:

    Escritor
    Título:
    El Alumno Predilecto
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    42
    Sinopsis: Deprimida, ansiosa y desmotivada, DiMartino planea renunciar al trabajo que ama y mudarse lejos del pueblo que la ha cobijado amorosamente estos últimos años... hasta que empieza a interesarse por cierto alumno con un gran y carnoso secreto.
     
    Última edición: 26 Mayo 2024
  2. Threadmarks: 01-. La Gran Inseguridad.
     
    Sylar Diaz

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    El Alumno Predilecto
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    7895
    Impaciente por terminar con su jornada laboral, Gabriela DiMartino centró, quizá por cuarta o quinta vez durante el día, su mirada en el dedo anular de su mano izquierda, justo en dónde había estado un anillo de compromiso. Después de casi un año de su ruptura, ella se había dicho que el que aquello se terminase de forma tan abrupta ya no le importaba, sin embargo, absolutamente todo en el pueblo le recordaba de esa imperdonable traición cometida por el hombre que había prometido amarla por siempre… aunque afortunadamente, en sólo seis cortos meses, aquello ya no sería un problema.

    Mudándose al menos se liberaría del disgusto que representaba el verse constantemente acosada por recuerdos de aquella infidelidad, pero aun así le quedaban otros problemas por los cuales preocuparse.

    Con treinta y dos años, Gabriela ya no se consideraba a si misma exactamente como una mujer joven. Claro que, arreglada expertamente como siempre iba y con la figura envidiable que años de ejercicio y dieta le habían otorgado, seguía viéndose demasiado joven para el título de "maestra a tiempo completo" que ahora poseía. Pues seguía luciendo lo suficientemente lozana como para que cada compañero de trabajo, así como cada padre de familia, que la viese por primera vez la confundiera con la hermana mayor de algún estudiante. Y ese era justamente su otro problema que tenía con el pueblo; esos malentendidos, aunque halagadores y buenos para su autoestima, estaban comenzando a cansarla, a hacerla sentir poco valorada. Necesitaba cambiar de aires.

    La vibración de su celular, escondido discretamente en el bolsillo delantero de su blusa, la sacó de sus pensamientos. Aquella alarma silenciosa indicaba que faltaba menos de media hora para que esta clase, afortunadamente la última del día, terminara.

    Y ese, ese era su problema principal; dar clases ya también empezaba a resultarle pesado, algo que nunca había creído posible. Pues los alumnos, si no babeaban mientras la desnudaban indiscretamente con la vista cada vez que ella tenía que pasearse entre sus asientos al dar una clase, se contentaban con inventarle toda clase de rumores despectivos; que si los padres de familia sólo buscaban seducirla, que si había obtenido el trabajo gracias a haber ofrecido su cuerpo. Lo peor de todo era que no había tenido el trabajo a tiempo completo dentro de la escuela preparatoria por mucho tiempo, apenas eran sólo tres años desde que dejara de ser solamente una maestra substituta, y ya estaba harta de él.

    Gabriela siempre había querido ser una educadora, y había trabajado duro en la universidad para obtener su título, sin embargo, después de su ceremonia de graduación muchas cosas empezaron a salirle mal; ninguna escuela en su ciudad natal quiso contratarla por lo que terminó recorriendo casi todo el estado, y luego casi todo el país, hasta terminar varada como maestra sustituta en un pueblucho del norte… ¡enamorándose en el proceso de un bastardo hipócrita que había dicho que la amaba sólo para no ser juzgado por su homofóbica familia!

    Esos tres problemas, todos ellos planteados de manera relativamente reciente, habían terminado por convencer a Gabriela de abandonar el pueblo y buscar alguna otra escuela dónde enseñar. Quizá tuviera que conformarse con trabajar en una escuela primaria, el salario seguramente sería mucho menor al que tenía ahora, pero al menos así se liberaría de las miradas lascivas y de los comentarios hirientes, ¿todas las escuelas primarias serían tan apacibles y acogedoras como la de Royal Woods? Gabriela DiMartino esperaba que sí.

    Una segunda alarma muda de su celular le indicó que a la clase sólo le faltaban veinte minutos para terminar.

    Levantándose finalmente de su escritorio, Gabriela decidió darse una vuelta entre los pupitres de sus alumnos, revisando una última vez el progreso que cada uno llevara en su examen escrito. Incluso tuvo que llamarle la atención a una de sus alumnas, pues había atrapado a Mollie Freilich con un celular escondido debajo del escritorio. Según pudo ver, la muchacha castaña ni siquiera estaba buscando las respuestas del examen por su cuenta, eso al menos sería algo que Gabriela pudiera respetar, sino que simplemente estaba esperando a que una amiga fuera de la clase, seguramente Jordan Rosato, le enviara las respuestas a través de Wassup.

    Tras quitarle a la pobre tanto el celular como el examen, y tras haber regresado a su escritorio, a Gabriela se le ocurrió que quizá hubiera sido mejor haber ignorado los pobres intentos de Mollie por hacer trampa. Ya había decidido que no se iba a quedar en el pueblo para iniciar un siguiente curso. Y hacia sólo quince años ella misma había sido una estudiante en su último año de bachillerato, también había hecho trampa en los exámenes, también se saltaba clases o entraba en otras en las que no estaba inscrita sólo para seguir platicando con sus amigas. Claro que era más fácil salirse con la suya en esos años, pues en el 2008 casi nadie tenía celular con una cámara lo suficientemente buena como para que sus fotos contaran como evidencia.

    Aún impaciente porque su día laboral terminase de una vez por todas, Gabriela enfocó toda su atención en la ventana a un lado a su escritorio, viendo atentamente la nieve que continuaba cayendo desde los cielos, justo como solía hacer cuando aún era una estudiante de preparatoria. La diferencia entre entonces y ahora, es que como maestra tenía todo el poder para hacer que la clase terminara un poco antes, y si el pesado de Oliver, el asistente de la directora Rivers, volvía a llamarle la atención por tomar semejante decisión, ella podría simplemente poner de excusa la nieve. Todo el mundo en Royal Woods sabía que ella vivía en las afueras del pueblo, y todo el mundo en Royal Woods sabía que los caminos por dicha zona se transforman en una trampa una vez congelados.

    Después de graduarse de la universidad, y mientras buscaba trabajo a lo largo y ancho del país, le había parecido una buena idea el mudarse a algún lugar dónde nevara de forma regular. Los padres de Gabriela eran ambos migrantes, un italiano y una latinoamericana, y ella misma no estaba acostumbrada a ver mucha nieve, pero tras unos buenos diez años viéndola caer copiosamente todos los inviernos, aquel espectáculo blanco había perdido todo su novedoso encanto. Ahora pensaba mudarse a algún lugar más cálido, y hasta el momento, Colorado parecía ser la opción principal; un buen lugar dónde vivir tranquilamente, dónde sus hijos pudieran crecer y ser felices…

    Pensar sobre tener hijos regresó de golpe su mente al homosexual en negación que la había utilizado, y a la idea de que ella ya no era una mujer joven, aunque sus colegas y los padres de sus alumnos insistieran en tratarla casi como una adolescente.

    Ya completamente desesperada, sacó su celular de su escondite y sin reparar en lo que dijeran sus alumnos checó la hora; faltaban diez minutos para el final de clase. Aprovechando que tenía el aparato en la mano, borró de su correo electrónico todos los mensajes spam que la administración, en realidad el insufrible de Oliver, enviaba con el objetivo de reclutar chaperones para el próximo baile invernal, aparentemente el haberse visto obligada a aceptar no la eximía de seguir recibiéndolos. Y ni bien hubo terminado con su celular, les indicó a sus alumnos que entregaran los exámenes.

    A pesar de las acostumbradas quejas y peticiones por más tiempo, pronto se formó sobre su escritorio un pequeño montículo de papel bond. Gabriela no se molestó en aparentar su desinterés al acomodar los exámenes en tres grupos más pequeños; el de Papa Wheelie, junto con el de Mollie Freilich, hasta la derecha en el grupo de los reprobados, la inmensa mayoría al grupo del centro que eran los que recibía de forma automática, y sólo unos pocos a la izquierda... sólo con esos últimos se tomaría la molestia de leerlos y calificarlos con cuidado.

    DiMartino ya estaba centrada en el grupo creciente de en medio, apenas y disimulando que ni leía los exámenes antes de calificarlos con 7's y 8's alternando uno y uno, cuando una mano magullada dejó su examen en el escritorio. Sorprendida al verla, levantó la vista y se encontró con que la mano le pertenecía a Lincoln Loud, un estudiante de último año, conocido por todo el mundo en Royal Woods por antaño meterse en y resolver los más variados problemas, así como por ser la única persona en todo el distrito escolar con cabello naturalmente blanco.

    Desconcertada ante lo que veía, Gabriela regresó su atención a la mano que le daba el examen: un sinfín de cortaduras recorrían sus dedos, sus nudillos también estaban rojos e hinchados, y un par de cicatrices más grandes adornaban el resto del brazo. ¿Aquello había sido a causa de alguna pelea? ¡imposible! Lincoln era una de esas personas que ayudan a todo el mundo y a quienes todo el mundo estima. ¿Y si a lo mejor se trataba de alguna situación adversa en casa? si bien no era un cerebrito, el albino sí que podía considerarse como un buen alumno… aunque últimamente su desempeño en clase estaba por debajo de lo habitual…

    Sin decir nada, Gabriela tomó el examen de Lincoln, lo puso en el grupo de la izquierda, y siguió al muchacho con la mirada hasta que salió del salón. «Maldición, esto es serio» pensó, prometiéndose que recordaría el hablar con Lincoln en el futuro. Sin importar que tan desilusionada estuviese con su trabajo, con su vida personal y con la actitud de las personas a su alrededor, el compromiso por ayudar y proteger a sus alumnos seguía siendo una prioridad en su mente.

    —Espero que todo esté bien… —dijo para sí tan pronto como el ultimo estudiante, una jovencita con una gorra tejida con forma de panda, abandonó el salón.

    Sin embargo, cuando entró finalmente a su auto, la alarma de su teléfono sonó una vez más, provocando que se olvidase completamente de Lincoln, pues esta alarma, la única que sonó con el volumen al máximo, era un recordatorio de que necesitaba comprar un árbol de navidad, así como decoraciones y lucecitas ¡muchas lucecitas de navidad! Siendo este su último invierno en el pueblo, Gabriela DiMartino se había prometido tirar la casa por la ventana con las decoraciones para despedirse como era debido de la casa que rentaba en las afueras del pueblo, su hogar durante los últimos diez años.

    -o-

    Tras casi dos horas de compras, Gabriela se dio finalmente por vencida; había recorrido la totalidad del supermercado, quizá por cuarta o quinta vez, y aún no había encontrado ni un maldito árbol de navidad que no estuviese hecho de plástico barato. Su cochecito de compras estaba repleto de adornos de todos los tamaños posibles y de largas series de coloridos foquitos… ¡PERO NADA REMOTAMENTE PARECIDO A UN MALDITO ÁRBOL DE…! —¿Señorita DiMartino?

    Dándose rápidamente la vuelta, intentando que su frustración no se le notara en el rostro, Gabriela se encontró con que un muchacho peliblanco la estaba mirando tras terminar de acomodar en un anaquel un par de pesadas cubetas de pintura. El joven empleado tenía una expresión seria en el rostro, una mueca con la que casi nunca se le veía en la escuela.

    —¿Lincoln? ¡Hola! —DiMartino se relajó instantáneamente, en un pueblo tan pequeño como Royal Woods uno se acostumbra rápido a encontrarse con compañeros de trabajo y alumnos en todas partes—, ¿qué haces aquí en un viernes por la noche?

    —Yo… trabajo aquí… —tan pronto como escuchó aquello, la mirada de Gabriela abandonó el rostro pálido y ojeroso de su alumno antes de centrarse en el delantal rojo y en el uniforme que el muchacho estaba usando «¿cómo diablos no me fijé en eso?»—, y no pude evitar notar que parece que usted necesita ayuda.

    Un poco de rubor se posó en las mejillas de la maestra al descubrir que aparentemente era obvio que estaba en un aprieto—. Sí, yo… ya llevo aquí media tarde y aún no encuentro los árboles de navidad… ya sabes… los que son de verdad.

    —¡Oh! No hay problema, señorita DiMartino —Los hoyuelos que aparecían en su rostro cada vez que sonreía genuinamente iluminaron el semblante de Lincoln, regresándole aquel encantador aspecto travieso que lo había hecho tan popular entre las muchachas de la preparatoria y entre algunas de la escuela secundaria—. Por favor, sígame.

    Gabriela asintió, y empujando con dificultad su pesado carrito de compras, siguió al muchacho albino hasta un letrero inmenso, que extrañamente ella no había visto en su larga búsqueda, y que anunciaba la venta de árboles de navidad.

    ¿Dónde estaba el letrero anunciando la venta de árboles de navidad? Justamente en la entrada de la tienda.

    ¿Dónde se estaba realizando dicha venta? Justamente en el estacionamiento principal del supermercado.

    Intentando aparentar que no tenía el rostro colorado de la vergüenza, e intentando ignorar la expresión divertida de su alumno, DiMartino siguió haciendo conversación.

    —Entonces… Lincoln ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí? No te había visto nunca antes.

    Durante su pasada búsqueda por trabajo, DiMartino había descubierto que en los pueblos pequeños no suele haber mucha variedad en cuanto a establecimientos. Y en Royal Woods sólo había un único supermercado, y ella había comprado semanalmente en él los pasados doce años, sin encontrarse nunca a alguno de sus alumnos trabajando ahí. Lincoln era el primero.

    —Ya llevo poco más de un año trabajando aquí. El turno de la tarde paga un poco menos que el de la mañana, pero es lo mejor que pude conseguir —Con una naturalidad y gentileza que reflejaban que estaba acostumbrado a hacerlo, Lincoln le quitó a DiMartino su carrito con los adornos navideños y luces de colores tan pronto como salieron al estacionamiento, llevándolo ahora él cómo si no pesara nada—. También tengo otros empleos; por ejemplo, estoy trabajando los fines de semana como velador nocturno en el cementerio local, y de vez en cuando ayudo con lo que me pidan en las propiedades de los Hunnicutt y los Rosato.

    —¿Por qué estás trabajando tanto?

    —Estoy ahorrando tanto dinero como me sea posible para poder mudarme al acabar la escuela. Ya estoy harto de Royal Woods.

    Al escuchar aquellas palabras, tan parecidas a las que ella había estado pensando los últimos meses, una sonrisa cálida y un rubor, este no causado exactamente por la vergüenza, se posaron en el rostro de DiMartino. Ambos tenían las mismas metas a futuro, la misma aspiración por labrarse un mañana diferente y mejor. Quizá Lincoln pudiera convertirse en su alumno favorito. ¡Su primer alumno favorito!

    Afuera, el estacionamiento del supermercado estaba evidentemente dividido, con la mitad del fondo estando completamente repleta de árboles que lucían a primera vista casi todos iguales, como frondosos conos verdes, pero cada uno con diferencias que saltaban a la vista una vez que les ponías la debida atención. Si Gabriela había tardado horas escogiendo adornos y luces, indudablemente se llevaría toda una tarde para diferenciar un árbol que parecía ser idéntico al que estaba al lado.

    —Entonces… señorita DiMartino —comenzó Lincoln, captando inmediatamente la vacilación en el porte de su maestra—. ¿Ya sabe qué clase de árbol quiere comprar?

    Intimidada, pues no pensaba que escoger un simple árbol de navidad fuese tan complicado, DiMartino simplemente negó con la cabeza.

    —No sabía ni que había diferentes tipos.

    —Descuide, casi nadie sabe diferenciar entre los abetos, los pinos, y las variedades enormes de piceas que también vendemos —el tono de Lincoln era sedoso y atrayente, el tono de un vendedor experto—. Así que… quiere que su árbol no se marchite tan rápido ¿verdad?

    DiMartino asintió.

    —Bien, ¿qué clase de adornos planea colocarle? —una rápida mirada al carrito de las compras que empujaba le bastó para responder la pregunta —. Veo que serán bastantes… y de los pesados.

    —Es que esta es una ocasión especial —se apresuró la maestra a defenderse.

    —Descuide, a mis hermanas también les gustan los adornos grandes —la tranquilizó Lincoln, al tiempo que encaminaba a su maestra al grupo de árboles del fondo—, así que, por experiencia propia, pudiera sugerirle uno de nuestros abetos.

    Viendo hacia donde Lincoln le señalaba, DiMartino se encontró con un árbol de más de dos metros y medio, tupido y relucientemente verde. ¡Era el árbol perfecto para ella! Entonces vio la etiqueta de precio y supo por qué parecía sacado directamente de una película. $109.99.

    —Pues me gusta… pero cuesta más de lo que esperaba pagar —respondió Gabriela antes de darse media vuelta y empezar a caminar de regreso al interior del supermercado—. Puedo ir a la venta que organiza la iglesia y comprar un pino normal por la mitad del precio.

    —Pudiera hacer eso, señorita DiMartino, pero ahorita está usted aquí, y sé que este es el árbol ideal para usted —manteniendo su papel de buen vendedor, Lincoln insistió.

    —¡Oh! ¿Y por qué estás tan seguro? —a pesar de que intentaba sonar burlona, DiMartino volvió al lado del albino.

    —Con los abetos tienes el paquete completo —con una naturalidad que no coincidía con su joven edad, Lincoln capturó la atención de su maestra únicamente con su voz—. Tienen una fragancia fresca que no satura la estancia donde lo coloques. Sus ramas son lo suficientemente fuertes como para soportar toda clase de adornos. No sé marchitan rápido. Y lo mejor de todo es que casi no sueltan basura. ¡El paquete completo!

    —Pareces saber bastante en cuanto a árboles de navidad se refiere… así como tener madera de vendedor profesional.

    —Es que nos dan una comisión por cada árbol de navidad que vendamos —Ante el inesperado comentario y el tono cómplice, que tanto contrastaban con la actitud que él antes había adoptado, Gabriela no pudo evitar soltar una risilla que cubrió con una de sus manos—. Es más, le diré que es lo que podemos hacer. Ya que se trata de un árbol para mí maestra favorita, ¿qué le parece si le doy mi descuento de empleado?

    —¿Así que soy tu maestra favorita? me halagas —dijo DiMartino divertida y participando inconscientemente en el tono cómplice de su alumno—, ¿Y de cuánto sería este descuento del que me hablas?

    La sonrisa de Lincoln se amplió, llegando a mostrar sus, también famosos, y también adorables, dientes frontales—. Sería un diez por ciento menos.

    La sonrisa de DiMartino evolucionó en una pequeña carcajada y en un rubor que le encendió el rostro. «Cuanta confianza se tiene» pensó, «con razón es tan popular con sus compañeritas». No llevaba mucho como su maestra, solo seis meses, y en ese corto tiempo ya había oído y presenciado por cuenta propia como casi todas las alumnas de diferentes grupos suspiraban por él.

    Sin poder negarse, DiMartino se encogió de hombros.

    —¡Genial! Ya sólo permítame que envuelva a este chico malo para usted.

    Aun sonriendo, Gabriela vio como Lincoln movió sin mucho esfuerzo el árbol hasta llevarlo a una máquina envolvedora que lo transformó en un santiamén en una salchicha de hojitas y madera. Después, cargándolo con la misma facilidad sobre sus hombros, el albino la acompañó de regreso al supermercado.

    Otra vez dentro de la tienda, DiMartino vio como otro empleado, un adolescente chaparro y gordo y con un espeso flequillo que le tapaba los ojos, empezó a hacerle señas a Lincoln entre carcajadas. Tan pronto como llamó la atención del albino, el otro exclamó—. ¡Cuida tus manitas, que estos árboles ya tienen gusto por la sangre!

    —¡Hank, cierra el pico o te comerás otra mosca!

    Ambos muchachos se rieron y volvieron a lo suyo.

    —¿Por qué te dijo eso? —preguntó Gabriela tan pronto como el otro se perdió de vista.

    —Oh… —La sonrisa desapareció momentáneamente del rostro de Lincoln antes de volver con mayor intensidad y está vez acompañada por un más que obvio sonrojo—, es que el martes se me olvidaron en mi departamento mis guantes de trabajo y terminé lastimándome las manos al utilizar la máquina envolvedora.

    Recordando sólo entonces su inquietud respecto a las heridas en la mano de Lincoln, DiMartino experimentó un gran alivio, alivio porque uno de sus alumnos no estuviese siendo víctima de violencia familiar, y alivio porque no tendría que alertar a las autoridades pertinentes… o en específico, al pesado de Oliver.

    Tras que ella pagara por todas sus cosas, Lincoln la acompañó hasta su auto para poder asegurar el árbol en el techo.

    —Lincoln, muchas gracias por toda tu ayuda —dijo Gabriela mientras abría la puerta de su coche.

    —No fue nada, señorita DiMartino. A todos nos puede pasar que no encontramos el producto que llevamos horas buscando entre anaqueles… ya sean árboles de navidad de tres metros o una simple lata de frijoles de nuestra marca favorita ¿no es así? —comentó burlonamente Lincoln a modo de despedida, tomando la libertad de cerrar la puerta del vehículo tan pronto como ella se sentó en el asiento del piloto.

    A Gabriela le gustó ese aire de camaradería informal que se estaba empezando a formar entre ambos. Ya no sentía su relación como la estricta y extremadamente formal que tiene una maestra con su alumno, sino un ambiente más parecido a una amistad. No sabía si estaba bien el que ella sintiera tal afinidad con un alumno, pero en ese momento no pudo evitar recordar lo que él acababa de confiarle; cómo era que estaba intentando juntar dinero suficiente para dejar el pueblo al terminar el año escolar… quizá ella pudiera ayudar.

    —Oye… Lincoln… ¿quisieras ganarte unos cincuenta dólares el día de mañana?

    Aquella sonrisa maravillosa apareció de nueva cuenta en el rostro de él, escoltada por sus entrañables hoyuelos en sus mejillas y coronada por aquellos dientes frontales que lo caracterizaban.

    —¿Quién no quisiera?

    Sin perder más tiempo, Gabriela le confezó que no podría poner por su cuenta todos los adornos que recién había comprado y que necesitaría ayuda. Lincoln, manteniendo su sonrisa, le pidió que le explicara con sumo detalle qué era lo que había de hacer, y ella le explicó que sólo tendría que poner algunas series de lucecitas en el exterior, encargarse de acomodar el árbol en la sala de modo que no se cayera fácilmente y quizá ayudarla con alguna de las decoraciones más grandes para su jardín; un trabajo relativamente sencillo.

    Tan pronto como se pusieron de acuerdo, se estrecharon las manos para cerrar el trato. Y con una pluma, Gabriela anotó su dirección en la palma de Lincoln, antes de sugerirle que pasara después de las dos.

    -o-

    Caminando incesantemente de su armario a su cama, cargando su ropa vieja de un lado de su habitación a la otra, DiMartino empezó a tener dudas acerca de lo que había dicho ayer; ¿estaba realmente bien que uno de sus alumnos visitara su hogar por motivos diferentes a los escolares? Había prometido pagarle a cambio de que la ayudara a decorar, así que en realidad la situación no era muy diferente a la de contratar a alguien para que moviera un mueble pesado por ella, pero aun así tenía sus dudas… nunca creyó que llegaría a invitar a un muchacho, posiblemente un menor de edad, a su casa. Eso seguramente levantaría un par de cejas dentro de la escuela.

    Y también estaba la inquietud que le causaba el no saber si él realmente iba a venir o si iba a dejarla plantada, Lincoln no parecía ser la clase de hombre que incumple una promesa, pero un hombre en quien ella había confiado profundamente ya la había traicionado de la peor forma posible en el pasado.

    Aventando un buen montículo de ropa con más fuerza de la necesaria fuera de su armario-vestidor, Gabriela finalmente cedió a sus nervios y revisó la hora en su celular.

    Las dos de la tarde en punto.

    ¿Y si él sí había querido ir a su casa, pero algo le había pasado en el camino? ¿cómo podría responder ella ante los padres del chico si Lincoln sufría un accidente y se descubría que se dirigía a la casa de una de sus maestras? Pero antes de que pudiera seguir descendiendo en su espiral neurótica, el sonido del timbre interrumpió su tren de pensamiento.

    Dando buena fe de la potencia de sus piernas, fortalecidas tras interminables rutinas de sentadillas y caminata a campo traviesa, DiMartino descendió en cuestión de segundos a la planta baja de su hogar y sin fijarse en lo captado por la cámara de su timbre, misma que le revelaría quién estaba al otro lado de su puerta, la abrió.

    Parado en su porche estaba un sonriente Lincoln, usando unos pants grises, una sudadera naranja sin gorra, y una bolsa de lona colgada al hombro. Ambas prendas de alguna forma se las arreglaban para lucir ceñidas a la vez que holgadas en su cuerpo, revelando de forma discreta, que Lincoln llevaba mucho tiempo haciendo trabajos pesados.

    Su cabello blanco incluso estaba peinado hacia atrás y lo llevaba con gel, un peinado que él nunca llevaba a la escuela… y vaya que se veía bien peinado así… por no decir que hasta se veía sexy…

    —Buenas tardes, señorita DiMartino —al sentir la intensa mirada de su maestra recorriendo su persona, un rubor nervioso comenzó a calentar el rostro del albino. Aquello le rebeló a Gabriela que Lincoln también tenía la idea de que no estaba muy bien que él estuviese en la casa de su maestra a solas con ella. Y por algún motivo, Gabriela no quería que Lincoln estuviera incomodo cuando estaba a solas con ella.

    —No, Lincoln, por favor no me sigas llamando así que me haces sentir vieja —DiMartino, al ver la forma en la que la sonrisa de Lincoln volvía a crecer al tiempo que sus mejillas se tornaban aún más rojas, deseó que él fuera ciego para que no notase el rubor que comenzaba a colorear también su rostro—. Te diré qué podemos hacer, ya que no estamos en la escuela y hoy vas a ayudarme con algo personal ¿por qué mejor no me llamas simplemente por mi nombre? Tengámonos un poco más de confianza.

    —Eso… eso me gustaría mucho, Gabriela…

    El ánimo de Gabriela mejoró considerablemente al oír a Lincoln abandonando las formalidades que tanto le recordaban a la escuela… mismas que también le recordaban que Lincoln se trataba en realidad de uno de sus alumnos.

    —Y bien, dime, ¿cómo estuvo tu viaje hasta acá? —apartándose finalmente de la puerta, le indicó con un gesto al muchacho que entrara a su hogar—, ¿tomaste el autobús o te trajeron tus padres?

    La sonrisa de Lincoln creció un poco, regresándole ese adorable aspecto de chico travieso, pero algo en esa expresión le dijo a DiMartino que aquella no se trataba exactamente de una sonrisa feliz, sino una llena de amargo engreimiento—. Nah, vine en mi propio coche. No creo que en mi vida me permitan manejar la van de papá.

    —O-okay… —Todas las alarmas se encendieron en la mente de la maestra al tiempo que pensaba «¡Así que sí hay problemas en su casa!». En voz alta dijo—. Entonces… ¿quieres beber algo? Tengo agua, refresco y jugo.

    —Gracias, pero estoy bien —Caminando lentamente uno al lado del otro, terminaron por detenerse a media sala de estar. Los ojos azules de Lincoln se centraron en el árbol que anoche le había vendido a su maestra; seguía envuelto en la red y desnudo de adornos y luces—. Creo que debería empezar de una vez.

    —¿Y cuánto crees que te tome hacer todo lo que te pedí? —preguntó Gabriela, y al pensar que sus palabras pudieran tomarse de mal modo se apresuró a agregar—. No es que te esté apresurando ni nada por el estilo…

    —Descuida, sólo déjame ver si me acuerdo de todo —intentando enmascarar su sonrisa, una sonrisa verdaderamente feliz esta vez, Lincoln empezó a simular que pensaba con detenimiento—. Me habías pedido que colocara los kilómetros de series de luces de colores que compraste en todas las superficies posibles, que envolviera con las que me quedaran todas las columnas y los marcos de cada una de las ventanas, que esculpiera en hielo un par de estatuas que muestren tu belleza incomparable y que las colocara en el jardín, y que hiciera crecer en la sala un baobab que se iluminara de forma automática. Si eso es todo lo que me habías pedido, me tardaré unas dos horas.

    —Perfecto —haciendo un esfuerzo por no soltar una carcajada ante las ocurrencias de Lincoln, DiMartino empezó a caminar hacia la cocina de su hogar antes de intentar imitarle—. En lo que tú te encargas de todo eso, yo procuraré cocinar un delicioso festín de bocadillos para mi apuesto héroe.

    Empeñada cómo estaba en disfrutar de todas las tradiciones navideñas antes de mudarse lejos, Gabriela había planeado desde un inicio cocinar algunas galletas, ¿y qué mejor que hacerlo ahora que tenía a alguien más que las probara por ella? Sólo había un problema en aquel plan; ella no solía hornear.

    Así que centrando toda su atención para que lo que saliera del horno fuese algo comestible, DiMartino perdió la percepción del tiempo hasta que metió las galletas de jengibre al horno, y fue entonces que se percató que la casa estaba ahora sumergida en silencio.

    Sin embargo, el reloj de su celular indicaba que ya había pasado una hora. Curiosa, se asomó hacia la sala de estar.

    ¡Y ahí estaba su árbol esperándola reluciente! De sus resistentes y frondosas ramas colgaban bellamente no solamente las esferas de cristal y el espumillón que recién había comprado, sino que también lo adornaban cientos de lucecitas de colores, un par de lazos coloridos y guirnaldas.

    El cuadro que protagonizaba el abeto en conjunto con su sala podría pasar sin problemas como una postal navideña.

    —Parece que vivir rodeado de mujeres le terminó enseñando un par de cosas acerca de la decoración de interiores… —dijo DiMartino antes de tomar con su celular una foto de su árbol, ya la subiría después a su perfil de Snapgram… diciendo que lo había adornado ella.

    Y a todo esto ¿dónde diablos estaba Lincoln?

    No le costó mucho encontrarlo; estaba en el patio delantero, encargándose de afianzar un par de renos inflables al piso para que el viento no se los llevara. Por el estado en el que estaba el rostro de Lincoln, tenso y colorado, parecía estar teniendo problemas convenciendo a la tierra congelada de cooperar, pero si uno se fijaba sólo en la velocidad con la que él trabajaba en asegurar los adornos, parecía no tener en realidad ningún problema.

    Quizá algo tenían que ver los músculos de sus antebrazos y espalda, músculos fuertes que crecían y resaltaban de entre la tela de su sudadera naranja tras cada esfuerzo que él hacía. Gabriela sabía que estaba muy mal el que viera a su alumno con los ojos con los que lo estaba viendo en ese instante, pero es que aquel no era exactamente el cuerpo de un adolescente… incluso la absoluta concentración que alcanzaba a adivinarse en sus ojos azules parecía pertenecerle más a un hombre hecho y derecho, un hombre apuesto, que a un muchacho.

    Sí, Gabriela tenía que reconocerlo, por mucho que su mente consciente, su mente de maestra, le recordara a gritos que lo que estaba pensando estaba mal, tenía que admitir que Lincoln no era difícil a la vista… sino todo lo contrario.

    Queriendo festejar su duramente ganada victoria contra los adornos, Lincoln levantó ambos brazos y ya estaba por soltar un grito de triunfo cuando sus ojos se encontraron con los de Gabriela. La sonrisa, con los encantadores hoyuelos y todo, volvió a su rostro al tiempo que el corazón de ella dio un vuelco. ¿Era muy obvio que ella se lo había estado comiendo con la mirada hasta hacia instantes?

    —Y bien ¿qué te pareció tu sala? —Cruzándose de brazos, dándole un merecido descanso a su cuerpo, Lincoln esperó la respuesta de su profesora, pero al notar que ella no parecía haberle oído, así como el intenso rubor en sus mejillas, no pudo evitar el preguntar—. Gabriela, ¿te sientes bien?

    Pero Gabriela no estaba bien; su conciencia finalmente se hizo escuchar y no le gustaron las cosas que le recriminaba. ¿Cómo era posible que estuviese viendo a uno de sus alumnos como si no lo fuera? ¡CÓMO SI NO FUERA UN NIÑO!

    Gabriela no sabía con certeza si Lincoln era o no un menor de edad, pero lo que sí sabía era que él era al menos quince años más joven que ella. Y eso, concluyó su conciencia, era motivo suficiente como para obligarla a alejarse de él.

    —¿Necesitas algo? —Se apresuró a preguntar, aunque en realidad quería felicitarlo por el gran trabajo que había hecho adornando su sala y el árbol.

    Confundido, pues era obvio que no esperaba esa respuesta tan fría por parte de la mujer que se había mostrado tan amigable con él, Lincoln respondió.

    —Ya casi acabo aquí. Sólo me falta revisar que el resto de las series navideñas funcionen antes de que me suba a la escalera que traje para empezar a colocarlas en la fachada.

    —Sí necesitas cualquier cosa, estaré en el piso de arriba. Avísame cuando acabes.

    Intentando desesperadamente distraerse de la culpa que le generaba el haberle hablado de forma tan cortante a Lincoln, y de la vergüenza que sentía al recordar los pensamientos que él había provocado en ella, y ya otra vez a solas en su habitación, Gabriela se quedó viendo a la pila de ropa que había arrumbado sin miramientos a los pies de su cama, justo antes de que Lincoln tocara a su puerta. Volvió la vista a su armario-vestidor y descubrió que apenas y había hecho diferencia; el ropero seguía a punto de desbordarse.

    A su desanimo inicial, pronto se le sumó también la desmotivación ante su incapacidad por deshacerse de su ropa vieja y empacarla para donarla a la caridad, como había planeado hacer en un inicio. Así que DiMartino empezó a tomar entre sus manos cuanta ropa pudiera para sacarla indiscriminadamente del armario, pero no duró mucho haciendo aquello, pues pronto se topó con una bolsa rosa que reconoció de inmediato; se trataba de la lencería de Bunny's Secret que había comprado como una sorpresa para su ex prometido… cuando aún no sabía que a él en realidad le gustaban los boxers sudados de un obrero musculoso de Great Lakes. Nunca había llegado a estrenarlo frente a nadie…

    De cualquier forma, ella aún necesitaba distraerse, aquello probablemente aún le quedaba ¡y no hay mejor forma de distraerse para una mujer que descubrir que la lencería que había comprado hacia más de un año completo aún le quedaba!

    Decidida, Gabriela se pasó por sobre la cabeza el suéter que había estado usando antes de tirarlo sin miramientos sobre la cama. Luego se bajó los pantalones térmicos hasta las rodillas y, al intentar quitárselos rápidamente, terminó por caerse con toda la gracia de un ebrio empedernido en una mañana de lunes «Ay pero que sexy» pensó burlonamente antes de volver a ponerse de pie. Se llevó ambas manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Mientras esa prenda caía al suelo, Gabriela se quitó también sus bragas y entonces, completamente desnuda, metió la mano en la bolsa y sacó la lencería. Y tras arrancarle las etiquetas de precio, deslizó lentamente las prendas sobre su cuerpo desnudo.

    Ya nuevamente vestida, y sin querer perder un solo segundo, se paró frente a su espejo de cuerpo completo. Y al ver su reflejo se preguntó el por qué seguía sufriendo por cuestiones de amor si ella podría conseguir a cualquier hombre que desease. El sostén de encaje rojo se amoldaba perfectamente a sus pechos turgentes. Los acarició suavemente con las palmas de sus manos, disfrutando de cómo rebotaban, respondiendo a cada movimiento que ella les imprimía. ¡Sí señor! Una saludable y natural copa C, que en su cuerpo torneado parecía incluso más grande. Dándose media vuelta, pero con la mirada aún fija en el espejo, Gabriela bajó las manos y tiró hacia arriba del elástico del tanga rojo a juego. Su trasero lucía ¡FA-BU-LO-SO!

    Y hablando de que podía tener a cualquier hombre que ella deseara… tomarse algunas fotos picantes y crear con ellas un perfil de Finder tampoco sería una mala forma de despedirse del pueblo.

    Envalentonada, Gabriela agarró su celular y tomó una foto, así como estaba, mostrando el magnífico culo que años de sentadillas y ejercicio habían forjado. Luego cambió de pose y tomó otra, esta vez de frente. Entonces tomó otra más, y luego otra, y otra, y siguió tomándose fotos hasta que el fuerte sonido de un golpe sordo la sacó de su ensimismamiento. Había sonado como metal y algo más golpeando con el suelo. Al ruido del golpe, le siguió un quejido, profundo y largo.

    ¡Sólo fue entonces que se acordó del muchacho que la estaba ayudando con las decoraciones! Con el corazón a punto de salírsele por la garganta, Gabriela tomó una vieja bata de baño que estaba en el bulto de ropa que recién había sacado del armario, y se apresuró a bajar las escaleras. Corriendo, salió de la casa, y en el patio se encontró a Lincoln en el suelo, tirado sobre una escalerilla caída.

    —¡AY MALDICIÓN! —Gritó, mientras corría sobre la escaza nieve que cubría la totalidad de su patio delantero—. Lincoln ¡Lincoln! ¡¿Estás bien?!

    —Sí, creo que no me rompí nada —Lincoln gimió su broma antes de apartarse de la escalera plegable e incorporarse lentamente. Lucía un poco vapuleado, pero nada demasiado grave. A simple vista parecía estar bien, pero aun así podría tener una contusión cerebral. Y eso sería una auténtica pesadilla; un estudiante con una lesión en la cabeza causada bajo su cuidado y en su propiedad.

    Gabriela se tapó la boca, preguntándose si sus padres la demandarían ni bien él se los contara o si esperarían a que todo el pueblo se enterase.

    —Dime ¿te… te… te golpeaste la cabeza? —preguntó, casi conteniendo el aliento.

    —No… no creo… tampoco creo necesitar ir con un doctor —A pesar de que había experimentado cierto alivio al oírlas, Gabriela ignoró esas palabras, sería ella la que juzgaría si él necesitaba ir con un médico o no.

    —Cuéntame, ¿qué pasó?

    —Estaba arriba de la escalera cuando se empezó a caer y luego… ¡se cayó! Creo que la había colocado sobre un poco de hielo… no sé… —De repente, el rostro de Lincoln se encendió como si toda su sangre se hubiera reunido debajo de la piel de sus mejillas al tiempo que sus ojos se centraron en el cuerpo de ella.

    —Descuida, no estoy molesta contigo, dejemos que un paramédico te revise y entonces… —Pero ni bien dijo eso, los hombros de Gabriela volvieron a tensarse—. ¡AY MALDICIÓN!

    Ignorando lo que había llamado su atención en un inicio, y bastante sorprendido, pues aparte de su vieja maestra de primaria, la Señorita Johnson, nunca había oído a una educadora decir una grosería en voz alta, Lincoln siguió la atónita vista de Gabriela hasta su mano izquierda, dónde de una cortada justo en su palma manaba sangre de forma copiosa.

    —¡Sígueme! —ordenó la maestra antes de tomarlo firmemente del brazo y casi arrastrarlo de regreso al interior de su casa, justo hasta la cocina.

    «Okey, primero debo… ¿qué debo hacer? ¡Pues detener la hemorragia, claro! Luego lo llevaré con un doctor y hablaré con sus padres» Sus hombros se hundieron con aquel ultimo pensamiento; la idea de pasar sus últimos meses en el pueblo luchando contra una denuncia por negligencia distaba mucho de parecerle algo ideal.

    Sin decirle nada, Gabriela tomó la mano de Lincoln y la colocó dentro de su fregadero antes de dejar que el agua del grifo corriera libremente, limpiando rápidamente la sangre de la herida.

    —Quiero que mantengas tu mano debajo del chorro de agua y no te muevas —a pesar de que hizo lo que ella le dijo, la mirada de Lincoln volvía a estar fija en su cuerpo—, yo iré a buscar el botiquín de primeros auxilios y ya después veremos si necesitas puntos o algo por el estilo.

    Gabriela no se quedó el tiempo necesario para oír lo que él le respondió, pues inmediatamente después salió de la cocina, y casi corriendo, se dirigió al baño, donde tenía guardadas algunas vendas y agua oxigenada. Sin tardarse más que lo mínimo necesario para tomar entre sus brazos todo lo que creyó necesitar para tratar a Lincoln antes de llevarlo al área de Urgencias de un hospital, Gabriela regresó rápidamente dónde su alumno herido.

    A pesar de que al volver encontró a Lincoln dónde lo había dejado, era obvio que el muchacho se había alejado durante un momento del fregadero; pues el horno ahora estaba apagado y las galletas de jengibre se estaban enfriando sobre la barra de la cocina.

    —Gabriela, te dije que no necesitaba a un doctor ni nada por el estilo, ¡mira! ya no estoy sangrando…

    Ella ignoró aquella afirmación y usando un poco más de fuerza que la necesaria, pues no le agradó que él la desobedeciese, tomó entre sus dos manos la extremidad herida de Lincoln. Y en efecto, ya limpia, el corte en su mano no lucía tan profundo ni tan largo como había creído en un inicio… o al menos no lucía tan grande en comparación con la mano en sí; con ambas manos sosteniendo la palma de él, Gabriela descubrió que los dedos de Lincoln les sacaban una falange completa a los suyos.

    ¿Aplicaría en él lo que se dice de los hombres con manos grandes?

    Cayendo en cuenta lo que acababa de preguntarse respecto a su alumno, Gabriela se apresuró a limpiar la cortada con el agua oxigenada y a envolverla en una venda.

    —¿Estás bien?

    Él respondió asintiendo lentamente con la cabeza, sus ojos fijos una vez más en el cuerpo de ella.

    Entrecerrando los ojos, Gabriela estudió la expresión boba de Lincoln; tenía la boca entreabierta y los ojos abiertos de par en par. Esta vez fue el turno de ella de seguir con sus ojos la mirada de Lincoln, y tan pronto como miró hacia abajo se dio cuenta de que su bata estaba desabrochada, dejando su cuerpo cubierto únicamente por lencería cuasi transparente a la vista de su alumno, ¡su alumno que muy posiblemente era menor de edad! Con un grito atrapado dentro de su garganta y la cara dolorosamente roja, tomó los extremos de la bata y los cerró de un tirón, atándosela luego con fuerza.

    —¡Lo siento! ¡DE VERDAD LO SIENTO! —temblando a causa de la vergüenza, Gabriela intentó no pensar en cuanto tiempo había estado con la bata completamente abierta frente a Lincoln—. Estaba probándome una última vez algunas prendas que ya no uso antes de deshacerme de ellas, espero que esto no te incomode.

    —¿Por qué me incomodaría si así vestida te vez tan bien…? —a juzgar por la expresión enajenada en su rostro pálido, Gabriela supuso que él no había querido decir aquello en voz alta… eso no impidió que una sonrisa se posara en su rostro al tiempo que el de él se sonrojaba al caer en cuenta de lo que había dicho—. ¡No! Digo, yo… uhhh… ¡Ya había acabado con las luces antes de caerme! Sí, eso. ¿Quisieras este… hmm… ver cómo luce todo?

    Asintiendo en silencio, Gabriela lo siguió hasta el patio delantero, asegurándose de que esta vez su bata se quedara debidamente cerrada.

    Indicándole dónde debía pararse, Lincoln volvió dentro del hogar y rápidamente encendió las luces exteriores. Inmediatamente cientos de foquitos se encendieron en miles de colores, iluminando hermosamente su hogar y provocando que un calor reconfortante comenzara a crecer en su corazón. Con lágrimas asomándose por sus ojos fascinados, Gabriela volteó a ver a Lincoln y con una sonrisa en su rostro, y todo el malentendido de la caída y de su bata fuera de su mente, se unió a él en la entrada de su hogar.

    —Muchas gracias, Lincoln —dijo Gabriela, apoyando una mano en sus pectorales, pero entonces cayó en cuenta de lo que estaba haciendo y retiró la mano rápidamente. No debería estar tocándolo... no después de lo que acababa de pasar—, yo… uhhh… creo que volveré adentro… si ya acabaste con los adornos, llámame cuando termines de acomodar en el garaje los empaques de las series de navidad y todo lo demás.

    Regresando al interior de su hogar a toda velocidad, Gabriela subió las escaleras y se encerró en su habitación. Sólo cuando se cercioró de que estaba sola, fue que se arrancó la vieja bata que había fallado en cubrir su cuerpo semidesnudo y sus ojos se centraron en el espejo de cuerpo completo. La lencería que estaba usando era, a efectos prácticos, transparente. La piel oscura de sus pezones alcanzaba a verse sin hacer esfuerzo alguno, igual que los cortos bellos púbicos que cubrían su sexo ¡SE PODÍA DECIR QUE LINCOLN LOUD LA HABÍA VISTO DESNUDA!

    Aquel pensamiento hizo que su corazón se acelerara… y que su entrepierna se humedeciera… Lincoln Loud la había visto desnuda…

    —Ay maldición, ¿qué sucede conmigo? —gimió, asqueada y confundida ante la reacción de su cuerpo al descubrir que uno de sus alumnos la había visto en lencería—. Sólo reaccioné así porque estoy nerviosa ante la reacción que tendrán sus padres al enterarse de que se lastimó mientras me ayudaba… sí señor… sólo fue porque estoy nerviosa.

    Pero quince minutos más tarde, cuando Lincoln tocó el timbre para seguramente decirle a su maestra que finalmente había terminado de escombrar, la puerta principal se abrió revelando que DiMartino aún estaba en bata… y a pesar de que sus mejillas seguían rojas, igual que las de él, ninguno de los dos tuvo ninguna clase de problema en mantener el contacto visual.

    —Ya terminé —dijo Lincoln.

    —Oh, bien, sólo dame un momento —apresurándose, Gabriela desapareció dentro de su hogar y tras pasados un par de segundos regresó llevando un recipiente de plástico lleno de galletas, y su bolso.

    —Primero, toma estas —dijo, entregándole las galletas de jengibre. Luego, Gabriela cogió el bolso y sacó cincuenta dólares. Estaba por dárselos, pero se detuvo—. Probablemente te debo más que esto, ya sabes… por lo del accidente.

    Pero Lincoln la ignoró y cogió el dinero.

    —Ya me has dado recompensa más que suficiente —dijo con una gran sonrisa—. Hasta luego, Gabriela.

    Lincoln se alejó, caminando hacia un Ford Fiesta blanco estacionado frente a la casa, y Gabriela cerró lentamente la puerta tan pronto vio al auto de su alumno alejarse por el camino.

    Una vez estuvo nuevamente sola en su casa, se cubrió la cara con las manos «esto no debería haber ocurrido». ¿Por qué le había parecido buena idea modelar lencería con un estudiante en casa? La primer semana tras las vacaciones de invierno, tres semanas después del baile invernal, sería seguramente la más incómoda de su carrera, cuando volviera a encontrarse con él en clase.

    Tomando entre sus dedos una galleta, volvió a pensar en la sonrisa de suficiencia con la que Lincoln se despidió. También repitió en su mente las últimas palabras que le había dicho. ¿Qué se supone que significaba ese "Ya me has dado recompensa más que suficiente"?

    Los ojos de Gabriela se abrieron de par en par cuando la realización la alcanzó.

    —Maldito creído —dijo en voz alta, devorando toda la galleta de una sola mordida—. Bueno… al menos ahora sé que sigo siendo sexy…
     
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